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ENTREVISTA
AGOSTO 2023
Mariano Schuster
En su libro Pocos contra muchos, la politóloga italiana Nadia
Urbinati analiza la forma en que las elites políticas y económicas se
han divorciado de la ciudadanía y explica por qué los ruidosos
movimientos de protesta social contemporáneos no logran
traducir sus demandas en conflictos políticos. Además, invita a
pensar, desde la tradición de la izquierda democrática, la necesidad
de una «democracia social» en la que los partidos actúen como
mediadores entre la ciudadanía y las instituciones.
¿Cómo y por qué «los pocos» se han divorciado de sus responsabilidades? ¿De qué modo
quienes detentan poder económico y político se han desresponsabilizado del cuerpo
social? ¿Y de qué forma enfrentan «los muchos» esta situación? Estos interrogantes son
abordados de manera minuciosa por la politóloga italiana Nadia Urbinati en su libro
Pocos contra muchos, publicado recientemente en español por Katz Editores. En su
ensayo, Urbinati muestra por qué los nuevos estallidos sociales parecen estar
condenados al fracaso y en qué forma una democracia minimalista –nacida de las ruinas
de la democracia social que sostenía al Estado de Bienestar– ha producido una
licuefacción de las estructuras partidarias clásicas. Urbinati muestra, además, el maridaje
entre neoliberalismo y populismo (al que define como algo más que una retórica y una
ideología). Su trabajo constituye un aporte a repensar la importancia de la organización
partidaria y de las mediaciones institucionales dentro de la tradición de las izquierdas
democráticas y reformistas.
En esta entrevista, Urbinati analiza las nuevas dimensiones de la confrontación entre «los
pocos» y «los muchos», indaga en los nuevos movimientos de protesta y explica por qué
se dirigen ya no solo contra quienes concentran el poder económico, sino también contra
quienes detentan el poder político.
Desde hace muchos años, usted trabaja sobre diversas cuestiones vinculadas a la teoría
política, centrándose tanto en problemáticas que hacen a la democracia representativa
como en la articulación de un conjunto de ideas sobre la categoría de «populismo». Su
libro Pocos contra muchos está directamente relacionado con estos temas, pero
introduce una novedad al dar cuenta de una serie de transformaciones, tanto en el
ámbito político como en el social y económico, que han favorecido nuevos tipos de
liderazgo, interpelación y protesta social. Usted sostiene que «los pocos» se han rebelado
contra «los muchos», divorciándose de sus responsabilidades. Y, a la vez, expresa que «los
muchos» se manifiestan contra «los pocos», pero sin lograr traducir la convulsión en
conflicto. ¿Cómo se han separado las elites de sus responsabilidades? ¿Por qué debemos
pensar ahora no solo en la rebelión de «los muchos» contra «los pocos», sino de «los
pocos» contra «los muchos»? ¿Qué herramientas tienen «los pocos» para rebelarse
contra «los muchos»?
Comencé a pensar este libro hace unos años, a partir del desarrollo de algunos procesos
de movilización social que llamaron mi atención. Me refiero, particularmente, al
levantamiento popular en Chile de 2019, a la emergencia de los «chalecos amarillos» en
Francia y a movilizaciones como las que tuvieron lugar en Italia a comienzos del siglo XXI
con el llamado movimiento girotondi. En principio, me resultaba interesante analizar el
impacto que generaban esas grandes convulsiones sociales que tendían a desatarse por
situaciones que políticamente consideraríamos menores –el aumento del precio del
metro en Chile, la suba del precio del combustible en Francia–, pero que claramente
expresaban algo más que el punto concreto que producía la explosión inicial. Indagando
en estas ruidosas manifestaciones sociales, llegué a la conclusión de que existía,
definitivamente, un punto en común en ellas. Todas constituían formas de acción
colectiva que se producían en la forma de revueltas iracundas, de rebeliones y de
levantamientos, pero ninguna de ellas lograba traducirse en un conflicto político.
Politológicamente, el conflicto tiene unos rasgos muy definidos, que lo diferencian,
justamente, de la convulsión o el estallido. El conflicto se asocia a expresiones y formas
de protesta que se desarrollan con liderazgos partidarios, sindicales o sociales, y tiene un
objetivo concreto que puede alcanzarse a través de una negociación. Cuando hay
conflicto, las organizaciones que desarrollan las protestas tienen representaciones
capaces de operar no solo por fuera, sino también por dentro de las instituciones –razón
por la cual muchos de sus movimientos son también calculados–. Dicho muy
concretamente: hay conflicto cuando puedo demostrar mi fuerza a mi adversario, tengo
representantes para negociar y organizaciones para representar. La razón por la que
estos estallidos no llegan, en términos generales, a configurarse en la forma de un
conflicto político se debe a que «los muchos» han perdido esas organizaciones clásicas
con las que contaban para rebelarse frente a «los pocos». Esas organizaciones –sobre
todo las partidarias– han cambiado tan fuertemente de forma y se han desligado tanto de
su función mediadora entre sociedad e instituciones, que la sociedad solo puede
manifestarse en forma explosiva, pero sin canales que la conecten con la política
institucional real. Esto provoca, lógicamente, que, sin conducciones o relaciones
partidarias mediadoras, las protestas, por más ruidosas que sean, acaben disipándose.
Este proceso me llevó a indagar en esa transformación de los partidos políticos. Una
tarea que, por supuesto, considero importante, porque no existe ningún régimen político
democrático sustentado en procesos electorales que no tenga una disposición natural a
la organización en formas partidarias. Si observamos detenidamente esta esfera, nos
percatamos de que se ha producido un franco declive de los partidos organizados, es
decir, de los partidos como fuerzas ideológicas, como fuerzas que movilizan, que
informan, que forman una clase dirigente desde abajo, que se organizan, que educan, que
pretenden guiar a la ciudadanía y que buscan constituirse como mediadores entre ella y
las instituciones. Lo que tenemos, en contrapartida, es una desresponsabilización de los
partidos y de los cargos electos de esas funciones clásicas y el desarrollo de una actividad
que se produce solo dentro de las instituciones, utilizando a los medios de comunicación
para construir consensos. Lo que tenemos es una democracia minimalista solapada con
una economía neoliberal. La democracia de partidos ha sido desplazada por una
democracia de audiencias. La política se ha escindido de la sociedad, ha descartado su
función mediadora y ha decidido moverse como una esfera diferente y diferenciada de la
ciudadanía.
Dicho de otro modo: «los muchos» han perdido las organizaciones con las que podían
luchar políticamente y conseguir objetivos concretos. Y, aun así, el siglo XXI parece haber
inaugurado luchas constantes de «los muchos» contra «los pocos» –entendiendo a «los
pocos» bajo dos parámetros: los económicamente poderosos (la oligarquía) y los
políticamente poderosos (los partidos y sus representantes que se han escindido de la
sociedad)–. La novedad es que ahora «los muchos» no tienen la capacidad –por carecer
de organizaciones mediadoras– de traducir su descontento y su movilización en
conflicto. La sociedad no logra, como decía Antonio Gramsci, pasar del estadio de la
convulsión al del conflicto.
En su libro, usted plantea claramente un escenario de cambio. Afirma que, mientras que
en el pasado «los muchos» habían conseguido una cierta estabilización del conflicto con
«los pocos» a través de la organización en partidos políticos, ahora la contradicción
parece haberse invertido: son «los pocos» los que se han rebelado contra «los muchos».
¿Cómo lo han hecho y cómo se ha producido esta transformación?
Cuando los partidos eran capaces de organizar a la sociedad, eran capaces también de
poner a «los muchos» en una condición de poder. Como usted sabe, desde la antigua
democracia en adelante, «los muchos» han precisado crear instituciones colectivas –
asambleas, parlamentos, asociaciones, partidos–, pero también una identidad colectiva
como actores políticos, como ciudadanos. Eso permitió estabilizar la tensión de clase
entre quienes tienen poder –y no necesitan una organización partidaria– y quienes no
tienen poder –y necesitan mucha organización partidaria–. Hoy esa situación se ha
invertido. En tanto los partidos ya no son capaces (o no quieren) organizarse, los
ciudadanos se encuentran en una condición de horizontalidad desorganizada, que los
revela sin fuerza y sin capacidad de poner límites al poder de «los pocos». Si se quitan –
como se ha hecho– los límites que «los muchos» pueden ponerles a «los pocos», estos
últimos utilizan fácilmente las instituciones y los Estados para aumentar su propio poder.
En Occidente, esto es particularmente visible en el declive de la fiscalidad sobre la
herencia o sobre los ingresos. En este sentido, al igual que asistimos a una
desresponsabilización de los partidos de su función mediadora y representativa,
asistimos también a un proceso de desresponsabilización de los más ricos y los más
poderosos respecto de sus obligaciones hacia la sociedad. Democracia minimalista –en la
que los partidos se escinden del cuerpo social– y neoliberalismo –en la que «los pocos»
se desresponsabilizan de sus obligaciones de cara a la ciudadanía– se unen.
Considero que hay al menos dos razones fundamentales. Una es, como decía
anteriormente, la transformación de los partidos políticos. Esa transformación va unida,
por supuesto, a cambios sociológicos y económicos profundos, como el del declive del
trabajo como cemento de la sociedad. No hay más que mirar hacia atrás para constatar
que toda la arena política estaba sustanciada sobre la base de conflictos asociados al
trabajo y al salario: discutíamos seguros de desempleo, jubilaciones, tiempo de trabajo,
aumento de las escalas salariales. Esas eran las cuestiones fundamentales del conflicto
político a partir de la segunda posguerra. La segunda cuestión se vincula a la forma en la
que se ha transformado la economía global. El poder de las finanzas es hoy mucho más
importante que en el pasado. Ese poder ha reducido la capacidad de maniobra de los
Estados –sobre todo de los pequeños y medianos, que se encuentran en una situación de
impotencia y de pérdida de margen de maniobra respecto de ese poder–. Los partidos
políticos no pueden, a nivel interno, prometer grandes reformas o transformaciones, lo
que conduce, en muchos casos, a una desafección política por parte de la ciudadanía, que
percibe y siente que la política tradicional ya no le sirve, ya no le ayuda a resolver el
conflicto. Mientras, desde el otro campo, los pocos están bien organizados, incluso a nivel
global, y utilizan a los Estados para contener y reprimir a los muchos, pero ya no para
crear las condiciones necesaria para una buena democracia colectiva en la que pocos y
muchos puedan convivir.
Permítame hacerle una pregunta sobre los movimientos de protesta, que usted trata
ampliamente en su ensayo. Uno de los puntos cardinales de su análisis es que el divorcio
entre las elites y el pueblo ha dado lugar a movimientos sociales muy distintos de
aquellos que hemos conocido en el pasado. Usted cita como ejemplos el
movimiento girotondi -que se desarrolló en Italia a principios de 2002-, Occupy Wall
Street y los «chalecos amarillos» en Francia. ¿Cuáles cree que son las principales
características de estos movimientos, qué subyace en su narrativa y por qué son
fundamentalmente diferentes de las organizaciones de clase que hemos conocido en el
siglo XX?
Efectivamente, el populismo no constituye una ideología –de hecho, puede asumirse bajo
posiciones de derecha y de izquierda– y tampoco puede ser definido meramente como
una retórica. Por supuesto, los movimientos populistas utilizan la retórica, pero este no
es un rasgo único de ellos: al fin y al cabo, cuando se acercan los periodos electorales,
todos los partidos, incluidos los no populistas, se vuelven, en ese aspecto, un poco
populistas, en tanto tienden a presentarse como los mejores, le achacan al resto ser los
peores y establecen una lógica dualista y binaria basada en el antagonismo entre un
«ellos» y un «nosotros».
¿Y por qué, según su análisis, la emergencia del populismo se correspondería con el auge
del neoliberalismo? ¿Qué es lo que los hace maridar?
¿Por qué afirma que el populismo desfigura la democracia? ¿De qué modo lo hace?
En su país, Italia, quizás esto sea visible si lo contrastamos con el orden surgido tras la
segunda posguerra. Era muy común que el Partido Comunista, sobre todo a partir de la
dirección de Palmiro Togliatti, hablara del «pueblo comunista», mientras que los
democristianos hablaban del «pueblo democristiano» y los socialistas del «pueblo
socialista». ¿La diferencia radicaría en que estos actores partidarios, al asumir la
existencia de una cultura política propia y, en tal sentido de un «pueblo propio», estaban
asumiendo también la de un pueblo más amplio, más plural, más diverso?
Exactamente. Esa es la diferencia y, como usted bien lo ve, es enorme, en tanto esos
«pueblos plurales» se reconocían en tanto plurales. Es decir, el Partido Comunista sabía
que existía la Democracia Cristiana y la Democracia Cristiana sabía que existía el Partido
Comunista y no cuestionaban su existencia y su representación popular. Evidentemente,
intentaban conseguir más votos, quitándoselos al otro partido, pero asumían la existencia
del pluralismo dentro del pueblo, lo que implicaba, a su vez, la existencia de distintas
sensibilidades en su interior. El pueblo populista carece, en cambio, de pluralismo
interno. «El pueblo populista es uno en el rostro del líder», como decía acertadamente
Ernesto Laclau. E internamente no está formado por diferentes partidos. Ningún partido
dice «yo soy el pueblo», mientras que el líder populista sí lo dice. De un pueblo plural se
pasa a un pueblo singular y unitario, lo que modifica radicalmente la forma en que se
piensa y se asume la democracia y en que se asume y se piensa la idea misma de cambio y
de transformación.
Creo que una parte de la izquierda ha tenido una fuerte responsabilidad en algunos de
estos procesos. Su principal error, o al menos uno de sus principales errores, ha sido la
creencia de que el progreso podía provenir del mercado. Tras el fin de la Guerra Fría, una
parte de la izquierda democrática asumió que era posible desarrollar políticas de justicia
a través del mercado, entendiendo que había en él una fuerza virtuosa capaz de distribuir
según el mérito y de intervenir en áreas en las que el Estado no podía hacerlo. Eran, por
ejemplo, las ideas de Tony Blair y de otros dirigentes de la socialdemocracia. Según la
concepción de la llamada Tercera Vía, el mercado estaba dotado de algún tipo de
inteligencia ética. Esta concepción ha sido tremendamente nociva para la izquierda, en
tanto la ciudadanía ha dejado de considerarla como una fuerza emancipatoria. Hoy,
muchos ciudadanos y ciudadanas desconfían de esa izquierda democrática clásica, en
tanto no perciben en ella a una fuerza política capaz de dar respuestas a sus
problemáticas reales. En Italia, no son pocos quienes, habiendo votado a la izquierda, se
han deslizado hacia la derecha. Tanto Giorgia Meloni como la Liga se han llevado votos de
muchos antiguos comunistas que consideran que la izquierda ha abandonado no solo su
proyecto político, sino también a su propia gente.
Esa misma izquierda, además, fue una de las que planteó la necesidad de licuar las
estructuras partidarias clásicas… ¿no es cierto?
Una posición de este tipo ha llevado, además, a que el Partido Democrático se equipare a
los partidos liberales. Algo que, en mi opinión, constituye un error. Por supuesto, como
partido de izquierdas debe sostener principios y valores liberales, sobre todo en términos
del «liberalismo de los derechos», pero no puede sostener una plataforma liberal en otras
áreas. Sencillamente, entre otras cosas, porque eso no es creíble. No se trata ya del
liberalismo de izquierdas, sino de una izquierda que ha aceptado la idea misma de
privatización del Estado y que ha roto la conexión sentimental –como la llamaba
Gramsci– con los sectores populares. La pretensión de la izquierda reformista y
democrática no era la de desarrollar el liberalismo «a secas», sino la de unificar demandas
de los sectores medios y las clases populares bajo la idea de igualdad como la estrella
polar, respetando y ampliando, claro, las libertades y los derechos de la ciudadanía. Pero
a esto se agrega otra dimensión, que es aquella sobre la que usted puntualiza: es un
partido con votantes, sí, pero con escasos contenidos. Su conexión con los barrios
populares es escasa, pero su apelación al triunfo es permanente («lo que importa es
ganar»). El problema es que los partidos no solo tienen como naturaleza su vocación de
triunfar, sino una serie de motivaciones políticas que son las que pueden llevarlos a la
victoria. Esas motivaciones no son claras. Por eso el Partido Democrático es un
hiperpartido por la cantidad de votantes, pero un micropartido en términos de
contenidos. Tiene bastantes votos, pero no tiene vida política.
Y enfrente tenemos una extrema derecha cada vez más dura, como lo demuestra el
gobierno de Meloni…
Creo que aquí es donde reside realmente el gran desafío. Debemos repensar esa
tradición. Como usted sabe, en 1994, Bobbio escribió su libro Derecha e izquierda. Lo hizo
justamente en el momento en que el neoliberalismo y la democracia minimalista
planteada por la Comisión Trilateral –de la que hablamos antes– estaban en pleno
desarrollo. Eran tiempos de desmantelamiento de la democracia social, en los que los
partidos clásicos perdían su rol mediador, en los que se pregonaba el triunfo total de la
sociedad de mercado y de un modelo de consumo que parecía arrollador. En ese
contexto, en el que la democracia sustentada en partidos fuertes y organizados estaba
perdiendo peso, Bobbio planteó una idea fundamental: que la igualdad debía seguir
siendo la «estrella polar» de la izquierda. Lo decía, repito, en tiempos en que se rompía el
compromiso entre el capital y el trabajo, y en que la democracia se volvía minimalista:
todos aspiraban, meramente, a la «gobernabilidad». Y entonces Bobbio dijo aquello. Por
supuesto, como buen socialista democrático, al afirmar que la igualdad debía ser el eje de
la izquierda, no quería poner en tensión la libertad: para Bobbio, la igualdad implicaba la
extensión y la ampliación de la libertad, en tanto la entendía como «no dominación». Hoy
estoy convencida de que debemos retomar esa idea. Creo que ha quedado en evidencia
que quienes detentan poder, sobre todo económico, no están interesados en la igualdad.
Ellos ya son iguales entre sí: son iguales entre «los pocos». A «los muchos», en cambio, la
igualdad nos importa porque carecemos de poder: solo tenemos el del Estado para
tratarnos como iguales, para darnos un estatuto de defensa ante la ley.
Ahora bien, ¿cuál es la igualdad que nos importa a nosotros, como personas de izquierda?
No una igualdad que uniformiza, sino una igualdad que es conflictiva. No una igualdad
que venga impuesta desde el Estado, sino una igualdad que asuma la pluralidad social y el
conflicto. En la tradición de Maquiavelo, pero también de Piero Gobetti, el conflicto es
una palanca de libertad. Es el alma de la política y es necesaria para la democracia. Es
justamente por ello que los partidos son importantes, que las ideas políticas son
importantes, que las alternativas son importantes. Las grandes movilizaciones y
levantamientos populares expresan esa necesidad del conflicto, pero, como dijimos antes,
no llegan a producirlo por la carencia de las estructuras que le dan sentido político real a
ese conflicto. Hoy, más que nunca, una tradición de izquierda democrática y reformista
tiene que pensar sobre esos ejes: sobre la importancia de los actores colectivos como los
sindicatos, como los partidos, como las asociaciones sociales. Necesitamos instituciones
mediadoras, formas de agregación de solidaridad entre personas que tienen algo en
común que defender o por lo que luchar. La asociación, la organización, el conflicto y la
contestación constituyen fundamentos de una democracia abierta. Y hoy,
lamentablemente, la democracia está cerrada porque carecemos de esa dimensión, de
ese horizonte en el que, como decía Bobbio, seamos conscientes de que hay posibilidad
de hacer las cosas de otra forma. Advertir esa posibilidad ya sería, para la izquierda, un
enorme progreso.
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