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ENTREVISTA
AGOSTO 2023

La rebelión de «los pocos» contra


«los muchos»
Entrevista a Nadia Urbinati

Mariano Schuster
En su libro Pocos contra muchos, la politóloga italiana Nadia
Urbinati analiza la forma en que las elites políticas y económicas se
han divorciado de la ciudadanía y explica por qué los ruidosos
movimientos de protesta social contemporáneos no logran
traducir sus demandas en conflictos políticos. Además, invita a
pensar, desde la tradición de la izquierda democrática, la necesidad
de una «democracia social» en la que los partidos actúen como
mediadores entre la ciudadanía y las instituciones.
¿Cómo y por qué «los pocos» se han divorciado de sus responsabilidades? ¿De qué modo
quienes detentan poder económico y político se han desresponsabilizado del cuerpo
social? ¿Y de qué forma enfrentan «los muchos» esta situación? Estos interrogantes son
abordados de manera minuciosa por la politóloga italiana Nadia Urbinati en su libro
Pocos contra muchos, publicado recientemente en español por Katz Editores. En su
ensayo, Urbinati muestra por qué los nuevos estallidos sociales parecen estar
condenados al fracaso y en qué forma una democracia minimalista –nacida de las ruinas
de la democracia social que sostenía al Estado de Bienestar– ha producido una
licuefacción de las estructuras partidarias clásicas. Urbinati muestra, además, el maridaje
entre neoliberalismo y populismo (al que define como algo más que una retórica y una
ideología). Su trabajo constituye un aporte a repensar la importancia de la organización
partidaria y de las mediaciones institucionales dentro de la tradición de las izquierdas
democráticas y reformistas.

La publicación en español del libro de Urbinati conecta con el desarrollo de numerosos


movimientos de protesta que, en la actualidad latinoamericana, no logran traducir sus
demandas a la arena institucional. Profesora de Teoría Política en la Universidad de
Columbia, especialista en pensamiento político moderno y tradiciones democráticas y
antidemocráticas, Urbinati fue, además, copresidenta del Seminario de Pensamiento
Político y Social de la Universidad de Columbia y fundadora del Taller sobre Política,
Religión y Derechos Humanos del Departamento de Ciencias Políticas de la misma casa
de estudios. Ha sido colaboradora de los periódicos L'Unità, Il Fatto Quotidiano y La
Repubblica. Actualmente colabora con la revista Left y con el periódico Domani. En 2008,
el presidente italiano Giorgio Napolitano la nombró Comandante de la Orden del Mérito
de la República Italiana «por su contribución al estudio de la democracia». Es, asimismo,
autora de diversos libros, entre los que se destacan Yo: el pueblo (Grano de Sal, México,
2021), La democracia representativa (Prometeo, Buenos Aires, 2017), La democracia
desfigurada (Prometeo, Buenos Aires, 2014), La mutazione antiegualitaria [La mutación
antiigualitaria] (Laterza, Roma, 2013) y Liberi e uguali [Libres e iguales] (Laterza, Roma,
2011).

En esta entrevista, Urbinati analiza las nuevas dimensiones de la confrontación entre «los
pocos» y «los muchos», indaga en los nuevos movimientos de protesta y explica por qué
se dirigen ya no solo contra quienes concentran el poder económico, sino también contra
quienes detentan el poder político.
Desde hace muchos años, usted trabaja sobre diversas cuestiones vinculadas a la teoría
política, centrándose tanto en problemáticas que hacen a la democracia representativa
como en la articulación de un conjunto de ideas sobre la categoría de «populismo». Su
libro Pocos contra muchos está directamente relacionado con estos temas, pero
introduce una novedad al dar cuenta de una serie de transformaciones, tanto en el
ámbito político como en el social y económico, que han favorecido nuevos tipos de
liderazgo, interpelación y protesta social. Usted sostiene que «los pocos» se han rebelado
contra «los muchos», divorciándose de sus responsabilidades. Y, a la vez, expresa que «los
muchos» se manifiestan contra «los pocos», pero sin lograr traducir la convulsión en
conflicto. ¿Cómo se han separado las elites de sus responsabilidades? ¿Por qué debemos
pensar ahora no solo en la rebelión de «los muchos» contra «los pocos», sino de «los
pocos» contra «los muchos»? ¿Qué herramientas tienen «los pocos» para rebelarse
contra «los muchos»?

Comencé a pensar este libro hace unos años, a partir del desarrollo de algunos procesos
de movilización social que llamaron mi atención. Me refiero, particularmente, al
levantamiento popular en Chile de 2019, a la emergencia de los «chalecos amarillos» en
Francia y a movilizaciones como las que tuvieron lugar en Italia a comienzos del siglo XXI
con el llamado movimiento girotondi. En principio, me resultaba interesante analizar el
impacto que generaban esas grandes convulsiones sociales que tendían a desatarse por
situaciones que políticamente consideraríamos menores –el aumento del precio del
metro en Chile, la suba del precio del combustible en Francia–, pero que claramente
expresaban algo más que el punto concreto que producía la explosión inicial. Indagando
en estas ruidosas manifestaciones sociales, llegué a la conclusión de que existía,
definitivamente, un punto en común en ellas. Todas constituían formas de acción
colectiva que se producían en la forma de revueltas iracundas, de rebeliones y de
levantamientos, pero ninguna de ellas lograba traducirse en un conflicto político.
Politológicamente, el conflicto tiene unos rasgos muy definidos, que lo diferencian,
justamente, de la convulsión o el estallido. El conflicto se asocia a expresiones y formas
de protesta que se desarrollan con liderazgos partidarios, sindicales o sociales, y tiene un
objetivo concreto que puede alcanzarse a través de una negociación. Cuando hay
conflicto, las organizaciones que desarrollan las protestas tienen representaciones
capaces de operar no solo por fuera, sino también por dentro de las instituciones –razón
por la cual muchos de sus movimientos son también calculados–. Dicho muy
concretamente: hay conflicto cuando puedo demostrar mi fuerza a mi adversario, tengo
representantes para negociar y organizaciones para representar. La razón por la que
estos estallidos no llegan, en términos generales, a configurarse en la forma de un
conflicto político se debe a que «los muchos» han perdido esas organizaciones clásicas
con las que contaban para rebelarse frente a «los pocos». Esas organizaciones –sobre
todo las partidarias– han cambiado tan fuertemente de forma y se han desligado tanto de
su función mediadora entre sociedad e instituciones, que la sociedad solo puede
manifestarse en forma explosiva, pero sin canales que la conecten con la política
institucional real. Esto provoca, lógicamente, que, sin conducciones o relaciones
partidarias mediadoras, las protestas, por más ruidosas que sean, acaben disipándose.

Este proceso me llevó a indagar en esa transformación de los partidos políticos. Una
tarea que, por supuesto, considero importante, porque no existe ningún régimen político
democrático sustentado en procesos electorales que no tenga una disposición natural a
la organización en formas partidarias. Si observamos detenidamente esta esfera, nos
percatamos de que se ha producido un franco declive de los partidos organizados, es
decir, de los partidos como fuerzas ideológicas, como fuerzas que movilizan, que
informan, que forman una clase dirigente desde abajo, que se organizan, que educan, que
pretenden guiar a la ciudadanía y que buscan constituirse como mediadores entre ella y
las instituciones. Lo que tenemos, en contrapartida, es una desresponsabilización de los
partidos y de los cargos electos de esas funciones clásicas y el desarrollo de una actividad
que se produce solo dentro de las instituciones, utilizando a los medios de comunicación
para construir consensos. Lo que tenemos es una democracia minimalista solapada con
una economía neoliberal. La democracia de partidos ha sido desplazada por una
democracia de audiencias. La política se ha escindido de la sociedad, ha descartado su
función mediadora y ha decidido moverse como una esfera diferente y diferenciada de la
ciudadanía.

Dicho de otro modo: «los muchos» han perdido las organizaciones con las que podían
luchar políticamente y conseguir objetivos concretos. Y, aun así, el siglo XXI parece haber
inaugurado luchas constantes de «los muchos» contra «los pocos» –entendiendo a «los
pocos» bajo dos parámetros: los económicamente poderosos (la oligarquía) y los
políticamente poderosos (los partidos y sus representantes que se han escindido de la
sociedad)–. La novedad es que ahora «los muchos» no tienen la capacidad –por carecer
de organizaciones mediadoras– de traducir su descontento y su movilización en
conflicto. La sociedad no logra, como decía Antonio Gramsci, pasar del estadio de la
convulsión al del conflicto.

En su libro, usted plantea claramente un escenario de cambio. Afirma que, mientras que
en el pasado «los muchos» habían conseguido una cierta estabilización del conflicto con
«los pocos» a través de la organización en partidos políticos, ahora la contradicción
parece haberse invertido: son «los pocos» los que se han rebelado contra «los muchos».
¿Cómo lo han hecho y cómo se ha producido esta transformación?

Cuando los partidos eran capaces de organizar a la sociedad, eran capaces también de
poner a «los muchos» en una condición de poder. Como usted sabe, desde la antigua
democracia en adelante, «los muchos» han precisado crear instituciones colectivas –
asambleas, parlamentos, asociaciones, partidos–, pero también una identidad colectiva
como actores políticos, como ciudadanos. Eso permitió estabilizar la tensión de clase
entre quienes tienen poder –y no necesitan una organización partidaria– y quienes no
tienen poder –y necesitan mucha organización partidaria–. Hoy esa situación se ha
invertido. En tanto los partidos ya no son capaces (o no quieren) organizarse, los
ciudadanos se encuentran en una condición de horizontalidad desorganizada, que los
revela sin fuerza y sin capacidad de poner límites al poder de «los pocos». Si se quitan –
como se ha hecho– los límites que «los muchos» pueden ponerles a «los pocos», estos
últimos utilizan fácilmente las instituciones y los Estados para aumentar su propio poder.
En Occidente, esto es particularmente visible en el declive de la fiscalidad sobre la
herencia o sobre los ingresos. En este sentido, al igual que asistimos a una
desresponsabilización de los partidos de su función mediadora y representativa,
asistimos también a un proceso de desresponsabilización de los más ricos y los más
poderosos respecto de sus obligaciones hacia la sociedad. Democracia minimalista –en la
que los partidos se escinden del cuerpo social– y neoliberalismo –en la que «los pocos»
se desresponsabilizan de sus obligaciones de cara a la ciudadanía– se unen.

«Los pocos», en definitiva, han decidido divorciarse de la sociedad…

Exactamente. Se han divorciado de sus responsabilidades y han decidido producir una


suerte de autosecesión respecto del cuerpo social. Esto es, claro, muy problemático,
porque, como sabemos, la responsabilidad siempre debe ser proporcional al poder que
tenemos. No por nada consideramos que, por ejemplo, la tributación debe estar
relacionada proporcionalmente con nuestra capacidad económica. Cuanto más tienes,
más contribuyes. Hoy es exactamente al revés. Los que tienen más son los que menos
contribuyen.

A diferencia de los antagonismos de clase y de la forma que adoptaron las luchas


sociopolíticas después de la Segunda Guerra Mundial, usted entiende que el conflicto
entre unos pocos y muchos, tal como está planteado hoy, no es productivo. No se
resuelve, se mantienen sectores de poder y los movimientos de protesta expresan
críticas, pero sin lograr reformas sustanciales. ¿Cuáles son las razones de la
improductividad de este conflicto?

Considero que hay al menos dos razones fundamentales. Una es, como decía
anteriormente, la transformación de los partidos políticos. Esa transformación va unida,
por supuesto, a cambios sociológicos y económicos profundos, como el del declive del
trabajo como cemento de la sociedad. No hay más que mirar hacia atrás para constatar
que toda la arena política estaba sustanciada sobre la base de conflictos asociados al
trabajo y al salario: discutíamos seguros de desempleo, jubilaciones, tiempo de trabajo,
aumento de las escalas salariales. Esas eran las cuestiones fundamentales del conflicto
político a partir de la segunda posguerra. La segunda cuestión se vincula a la forma en la
que se ha transformado la economía global. El poder de las finanzas es hoy mucho más
importante que en el pasado. Ese poder ha reducido la capacidad de maniobra de los
Estados –sobre todo de los pequeños y medianos, que se encuentran en una situación de
impotencia y de pérdida de margen de maniobra respecto de ese poder–. Los partidos
políticos no pueden, a nivel interno, prometer grandes reformas o transformaciones, lo
que conduce, en muchos casos, a una desafección política por parte de la ciudadanía, que
percibe y siente que la política tradicional ya no le sirve, ya no le ayuda a resolver el
conflicto. Mientras, desde el otro campo, los pocos están bien organizados, incluso a nivel
global, y utilizan a los Estados para contener y reprimir a los muchos, pero ya no para
crear las condiciones necesaria para una buena democracia colectiva en la que pocos y
muchos puedan convivir.

Este proceso de conflicto y tensión entre «pocos» y «muchos» se asocia, en su obra, a


una concepción de la democracia. Defiende, en rigor, la existencia de dos perspectivas
democráticas: una que podemos definir como social, que asume que garantizar la
igualdad y la libertad de los ciudadanos requiere no solo de canales de participación, sino
también de políticas que garanticen las condiciones sociales de la ciudadanía, y una
concepción minimalista, centrada solo en el aspecto procedimental, en el acceso al
derecho de voto y en la garantía de los derechos civiles. ¿Hasta qué punto la renuncia a la
democracia social ha permitido que «unos pocos» se desvinculen del sentido de la
responsabilidad por la mayoría?

El hecho de que podamos mensurar dos concepciones claramente distintas de la


democracia –una que podemos llamar social y otra que podemos designar como
minimalista– no implica que la concepción social esté reñida con los procedimientos.
Muy por el contrario, quienes, siguiendo a autores como Bobbio y Kelsen, nos situamos
en los términos de una democracia social, entendemos que los procedimientos
constituyen parte de la sustancia misma de la democracia, en tanto ubican a oficialismo y
oposición en una posición de cooperación y compromiso con el régimen político. Sin
embargo, y siguiendo el argumento de estos mismos autores, considero que la
democracia no puede agotarse solo en esos procedimientos. El motivo es muy sencillo de
comprender: la democracia está formada por ciudadanos que tienen una serie de
derechos y que bregan por el mejoramiento de su vida. Y lo hacen a través de las
instituciones, conformándose como una sociedad civil implicada políticamente. En tal
sentido, y en contraste con quienes apelan al minimalismo democrático, esta perspectiva
considera que la sociedad no constituye un cuerpo extraño a la democracia, sino que es
la sustancia misma de ella. Los ciudadanos se implican para poder satisfacer sus
necesidades y sus aspiraciones, y corresponde a la democracia desarrollar los
mecanismos para garantizar esa satisfacción. Los partidos, en ese sentido, tienen un rol
clave, en tanto interactúan con la ciudadanía –que participa en ellos– y, a la vez, actúan
dentro de las instituciones. La lectura minimalista, en cambio, parte de supuestos muy
diferentes, a tal punto que considera que los ciudadanos son, fundamentalmente,
individuos que solo se reúnen y se asocian cuando lo precisan, por lo que reduce la
democracia al momento del voto y la elección de los representantes. Son, de hecho,
individuos más que ciudadanos. En la concepción minimalista de la democracia, lo que
define la libertad política es, casi de modo exclusivo, la posibilidad de acceder al sufragio
democrático. En definitiva, el apartado social no forma parte de esta concepción. Y el
problema, en tal sentido, no tarda en aparecer, porque la posibilidad de acudir a votar no
garantiza las condiciones para una vida decente. Pero si no se garantizan las condiciones
para una vida decente, la confianza en la democracia disminuye. Dicho muy claramente:
si la democracia solo puede prometerme pobreza, miseria y condiciones humillantes,
¿por qué tengo que ser democrático? Soy democrático porque mi libertad política tiene
valor y tiene valor porque a través de ella puedo construir una vida decente. Ahora bien,
si la democracia ya no puede hacer esto y deviene solo en las reglas del juego en el que
juegan unos pocos que tienen algo propio que defender, resulta evidente que la
democracia carece del mismo valor para unos que para otros. Este minimalismo, que
habilita que las instituciones sean utilizadas como herramienta de unas elites que no se
preocupan por las condiciones sociales de la democracia, le hace un flaco favor al
régimen democrático. ¿Por qué muchos de nuestros conciudadanos van cada vez menos
a votar y se preocupan cada vez menos por los procesos democráticos? No porque se
hayan vuelto consumistas o individualistas –o al menos no solo por eso–, sino porque
perciben que cuando la democracia es concebida en términos minimalistas, la política
resulta una herramienta poco poderosa para defender el proyecto social común.

Usted analiza detenidamente los documentos desarrollados por la Comisión Trilateral -


formada por Michael Crozier, Samuel P. Huntington y Jõji Watanuki- en 1975. Según esa
Comisión, la causa de la crisis de la democracia vigente durante los llamados «treinta
años gloriosos» fue el resultado del propio modelo del Estado del Bienestar. La propuesta
de la Comisión era, por supuesto, acabar con este modelo en el que la democracia era
entendida en su aspecto social y optar por una democracia más procedimental o mínima
que privilegiara al individuo. Ciertamente, este modelo triunfó políticamente, sobre todo
tras la revolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Sin embargo, el
conflicto no ha desaparecido, sino que ha adoptado nuevas formas y ha visto emerger a
nuevos actores. ¿Por qué ese modelo, nacido de críticas como las que planteaba la
Comisión Trilateral, ha fracturado el cuerpo social? ¿En qué medida se conecta con la
tradición republicana?
Efectivamente, yo parto del documento de la Comisión Trilateral de 1975, en tanto revela
una serie de cambios en la concepción democrática, sobre todo en lo que concierne a
Europa occidental y Estados Unidos. Hasta ese momento, y desde el fin de la Segunda
Guerra Mundial, había quedado claro que el establecimiento del pacto democrático
implicaba una concepción social. Se había desarrollado el Plan Marshall, se había
producido un acuerdo monetario para permitir la cooperación entre los distintos países y
se habían forjado democracias sólidas en las que la preocupación por la dignidad de la
vida de los ciudadanos era uno de los aspectos fundamentales. Sin embargo, la Comisión
Trilateral consideraba que esas democracias estaban en crisis porque los gobiernos
habían sobrecargado al Estado a través de políticas sociales que volvían a ese mismo
Estado dependiente de las asociaciones y los movimientos de la sociedad. Según la
Comisión Trilateral, los partidos organizados y la ciudadanía, que desarrollaba diversas
demandas de redistribución, eran responsables de lo que denominaban una «crisis de la
democracia». El argumento fundamental era que las políticas sociales y distributivas no
solo habían sobrecargado al Estado, sino que habían generado una sociedad que
manifestaba cada vez más demandas y reivindicaciones, lo que derivaba en protestas y
huelgas permanentes. La recomendación de la Trilateral era reencauzar la democracia
para darle «gobernabilidad». Y para reencauzarla, lo que se debía hacer era apostar por
una concepción minimalista. Lógicamente, el objetivo planteado por la Trilateral
apuntaba a licuar la democracia de partidos, a convertir las elecciones, no ya en un
mecanismos de representación de demandas, sino meramente de elección autorizada de
dirigentes políticos, y a fortalecer al individuo por sobre el ciudadano. La concepción que
guiaba estos planteos era la de diferenciar Estado y sociedad: la sociedad está afuera, es
un cuerpo diferente y extraño al cuerpo político. En ese marco, las responsabilidades de
la política se reducen: tienen que ver con el orden público, con la moneda, con las
relaciones internacionales. El resto de las intervenciones son de sostén y de
infraestructura, pero ya no de políticas sociales, porque se considera que estas lastran al
Estado, lo vuelven pretencioso y mantienen la fiscalidad en niveles elevados. Este ataque
a la democracia social fue acompañado de toda una serie de procesos, entre los que
podemos destacar el fin del Acuerdo Bretton Woods tal como lo conocíamos y el paso de
Estados Unidos a una posición ofensiva a escala internacional, manifestándose en tensión
incluso con la propia Europa. Y efectivamente, el programa de la Comisión Trilateral fue
el que se desarrolló y llevó a un pasaje de la democracia social a la democracia
minimalista. Esto condujo, evidentemente, a un divorcio de «los pocos» respecto de «los
muchos», en tanto con un capitalismo liberado y una estructura democrática mínima los
últimos ya no sentían ningún tipo de responsabilidad sobre el cuerpo social. Los ricos y
poderosos se divorciaron de ese cuerpo social, se desligaron de sus responsabilidades. ¿Y
qué implicó este proceso en términos democráticos? Que ya no haya un cuerpo social,
sino dos. La democracia perdió sus bases sociales organizadas, las mediaciones
partidarias que habían caracterizado el periodo de posguerra, y adoptó una dimensión
republicana. En esa tradición, la republicana, el cuerpo social está compuesto de dos
partes y no de una. Para nosotros, herederos de la Revolución Francesa, la democracia es
una y el pueblo es uno, que incluye a todos los ciudadanos. Pero la concepción
minimalista de la democracia, que ahora va unida al neoliberalismo en términos
económicos, fractura ese demos y retorna al republicanismo. En el mundo de la República
romana, el Senado y el pueblo eran dos partes y la libertad residía en la capacidad de
estas dos partes de limitarse mutuamente. Hoy tenemos un retorno a esa tradición, que
se manifiesta en un demos fracturado: por un lado, «los muchos» que no tienen poder
social y económico, y, por otro lado, «los pocos» que sí lo tienen.

Permítame hacerle una pregunta sobre los movimientos de protesta, que usted trata
ampliamente en su ensayo. Uno de los puntos cardinales de su análisis es que el divorcio
entre las elites y el pueblo ha dado lugar a movimientos sociales muy distintos de
aquellos que hemos conocido en el pasado. Usted cita como ejemplos el
movimiento girotondi -que se desarrolló en Italia a principios de 2002-, Occupy Wall
Street y los «chalecos amarillos» en Francia. ¿Cuáles cree que son las principales
características de estos movimientos, qué subyace en su narrativa y por qué son
fundamentalmente diferentes de las organizaciones de clase que hemos conocido en el
siglo XX?

Una de las características centrales de estos movimientos es su marcado carácter


estético. Constituyen, de hecho, movimientos muy llamativos y provocativos, lo que les
permite atraer a los medios de comunicación. En tanto las mediaciones políticas
institucionales están rotas, esa presencia mediática se vuelve fundamental para su
supervivencia, lo que explica, al menos en parte, que sus acciones sean cada vez más
ruidosas y radicales. Dicho de otro modo: a mayor radicalidad, mayor presencia
mediática. Aun cuando puedan protestar, por ejemplo, contra el neoliberalismo, sus
acciones están en consonancia con la estructura neoliberal: lo que buscan es una
audiencia. En definitiva, esto revela, no su fuerza, sino la falta de ella: evidencia que
carecen del poder que tenían las organizaciones clásicas como los partidos políticos. De
hecho, carecen de elementos unificadores claros y de demandas comunes, como se
verificó en el caso de los «chalecos amarillos». Cuando los manifestantes eran
entrevistados individualmente, las respuestas solían ser casi siempre las mismas: «yo
hablo por mí», «me represento a mí mismo», «no represento a nadie y nadie me
representa». Esto los ubica en un plano muy diferente del de los movimientos clásicos de
protesta social, que eran canalizados y organizados a través de instituciones mediadoras
como partidos o sindicatos. Estos nuevos movimientos no pretenden ser –al menos no
directamente– representativos de una idea o de una perspectiva común. Expresan ira,
indignación, descontento y frustración. Pero eso no necesariamente constituye un punto
de vista político compartido. Es por ello que, cuando estos movimientos se lanzan a las
calles de modo espontáneo y buscan resolver una cuestión concreta, a menudo no
consiguen la respuesta adecuada o esperada, porque carecen de apoyos institucionales
para ello. Ya no tienen partidos u organizaciones que los representen en las instituciones
porque, como hemos dicho, en la democracia minimalista se ha producido una escisión
entre quienes están dentro del cuerpo político y quienes se encuentran fuera de él. Y es
justamente por ello que estos movimientos resultan fuertemente explosivos en un
momento determinado, pero luego se disipan y, sencillamente, deja de hablarse de ellos.
Al final, no sabemos si han conseguido algo o no han conseguido nada: simplemente se
esfuman, se disgregan. Lo que estos movimientos expresan es, en definitiva, la ruptura
entre el pueblo y la política institucional, y la fisura entre «los pocos» y «los muchos».
Son una evidencia de la ruptura de las mediaciones clásicas de la política.
Según su perspectiva, estos nuevos movimientos «antisistema» constituyen el «espíritu»
de lo que usted denomina «política populista». Como usted sabe, el populismo es un
concepto que tiende a volverse confuso, ya que su uso generalizado lo ha convertido en
un arma arrojadiza de crítica política, a la vez que en un término peyorativo. En círculos
periodísticos y políticos hay quien lo equipara a demagogia, quien lo vincula a
autoritarismos de diversa índole y quien simplemente lo utiliza para referirse a cualquiera
que invoque la idea de soberanía popular. En su trabajo, sin embargo, la categoría de
populismo es asumida desde un análisis politológico, como se refleja en sus libros Yo, el
pueblo 1 y La democracia desfigurada 2 . Usted afirma, al mismo tiempo, que el
populismo no es una ideología pero tampoco puede reducirse a una retórica. Entonces,
¿qué define exactamente el populismo y quién puede entrar en esta categoría política?

Efectivamente, el populismo no constituye una ideología –de hecho, puede asumirse bajo
posiciones de derecha y de izquierda– y tampoco puede ser definido meramente como
una retórica. Por supuesto, los movimientos populistas utilizan la retórica, pero este no
es un rasgo único de ellos: al fin y al cabo, cuando se acercan los periodos electorales,
todos los partidos, incluidos los no populistas, se vuelven, en ese aspecto, un poco
populistas, en tanto tienden a presentarse como los mejores, le achacan al resto ser los
peores y establecen una lógica dualista y binaria basada en el antagonismo entre un
«ellos» y un «nosotros».

Lo definitorio del populismo es su forma de concebir la representación. Lo que el


populismo hace es eliminar –o intentar eliminar– una serie de mediaciones que se
corresponden con nuestra tradición democrático-representativa. En esa tradición,
consideramos que los partidos políticos tienen la función de constituirse como
mediadores entre lo que está fuera y lo que está dentro del Estado. En tal sentido,
resultan necesarios para sostener una esfera de separación –mediada– entre Estado y
sociedad. Esa separación nunca es total, justamente porque los propios partidos actúan
dentro y fuera de las instituciones. Son, recalco, una institución mediadora. Interactúan
con la sociedad civil al mismo tiempo que desarrollan una representación dentro de la
institucionalidad estatal. En nuestra idea de representación hay, además, otras
instituciones trascendentales: los sindicatos, las universidades, los movimientos sociales,
la propia prensa. ¿Por qué? Porque nos permiten participar de la vida política. Pero si
prestamos atención, percibimos que esa participación siembre es mediada, y si es
mediada es porque hay una separación de esferas. Si nuestra democracia representativa
tiene esta separación es porque considera que nosotros no establecemos un proceso de
identificación absoluta con nuestros representantes, sino que, por el contrario, al ser una
sociedad plural, no somos iguales a ellos.

Si la democracia representativa se fundamenta en esta separación, el populismo se basa


en la idea de representación como identificación. El populismo elimina la mediación y la
separación –porque quiere unir lo que está fuera y lo que está dentro– y, en este sentido,
sostiene que el pueblo puede ser uno identificándose con un líder. A través del líder, la
pluralidad y la complejidad se disipan, y el pueblo se articula como una unidad. Para
conseguir esa articulación del pueblo como una unidad, el líder unifica demandas muy
diversas a través de un antagonismo (que a veces puede ser más débil y otras más fuerte).
Ese antagonismo puede dirigirse en la forma del «pueblo» contra los ricos, contra los
inmigrantes, contra los movimientos de diversidad, contra las mujeres o contra el
establishment. Pero necesariamente el líder populista precisa un punto de unión para
constituir ese pueblo unitario. Precisa un antagonismo para unificar al pueblo. Y, al
unificar, homogeneiza. Anula, en definitiva, el pluralismo interno del pueblo en nombre
de una unidad que se funda en ese antagonismo. Es justamente por ello que el uso de la
categoría de pueblo, por parte de los populistas, carece de pluralismo: hay un pueblo (uno
solo) –que, naturalmente, es bueno– y hay unos «enemigos del pueblo» –que lógicamente
son malos–.

¿Y por qué, según su análisis, la emergencia del populismo se correspondería con el auge
del neoliberalismo? ¿Qué es lo que los hace maridar?

Que la política populista emerja fuertemente en tiempos neoliberales no tiene nada de


extraño. De hecho, es muy lógico y ambos van de la mano. Hemos dicho que la ruptura de
las mediaciones políticas clásicas ha provocado una crisis y que, como afirma Bernard
[3]
Manin hacia el final de su libro Los principios del gobierno representativo , ya no vivimos
en una sociedad democrática de los partidos, sino en una sociedad democrática de las
audiencias. En tal sentido, constituimos un público desagregado que carece de
organizaciones políticas que produzcan utopías y perspectivas de futuro. Y en una
sociedad de este tipo, en la que las mediaciones se han roto, la forma más sencilla de
unificar a un pueblo desagregado es mediante un proyecto populista. Aquí es donde la
democracia minimalista, ligada al neoliberalismo, se une con la política populista.
Por supuesto, el populismo puede asumir diferentes formas, incluida la tecnocrática –
como se verificó con el gobierno de Mario Draghi en Italia, que decía representar a todo
el pueblo y no a los partidos–. Lo sustancial, lo característico, lo definitorio del populismo
es la vocación de unir a ese pueblo desorganizado en torno de la figura de un líder. El
populismo no es, por tanto, algo externo a la democracia, sino una transformación
interna de esta. Es una forma política que se produce dentro de la democracia
representativa y que no constituye un régimen: no tiene sus propias instituciones ni sus
procedimientos. Utiliza los de la democracia, parasitándolos. Y cuando la democracia es
minimalista, tanto más fácil. Si hay mediaciones y partidos clásicos, una ciudadanía activa
y una democracia social, la política populista penetra mucho menos fácilmente.

En una democracia organizada en partidos, en la que la sociedad civil se articula también


en sindicatos, en asociaciones intermedias, en la que hay, en definitiva, instituciones
mediadoras fuertes, es más difícil que se desarrolle una política populista que en una
democracia minimalista. Al reducir la representación a la participación en los momentos
electorales, la democracia minimalista rompe la estructura clásica basada en partidos y,
por ende, la conexión entre sociedad civil y sociedad política. Si bien los partidos no
desaparecen, mutan a tal punto que dejan de ser máquinas de educación política,
conocimiento y mediación, para pasar a ser máquinas electorales. Su función pasa a ser
solo la selección de candidatos, triunfar y sostener a una elite política. Renuncian, en
definitiva, a su función mediadora, a su función educadora, a su función realmente
representativa. De este modo, la separación entre ciudadanos e instituciones se ensancha
hasta un punto en el que la representación se fisura y se conforman, como decía
anteriormente, dos cuerpos sin conexión entre sí. El populismo usufructúa plenamente
esta democracia minimalista y la democracia de audiencias propia del neoliberalismo.
Porque si la separación es amplia, puede unificar la idea de pueblo contra la elite política.
El populismo está, en este sentido, completamente en sintonía con la democracia
minimalista y el neoliberalismo.

¿Por qué afirma que el populismo desfigura la democracia? ¿De qué modo lo hace?

En primer lugar, el populismo redefine al pueblo. En las constituciones democráticas, el


pueblo no constituye una entidad social, sino una entidad normativa y constitucional que
incluye a todos y a todas del mismo modo: todos somos ciudadanos. El populismo
modifica esta idea y pasa de la idea de un pueblo normativo y constitucional –que pone
límites a la política– a la de un pueblo social y político: el pueblo como verdadera
mayoría. Instala, en tal sentido, la idea de un «pueblo verdadero» contra el «pueblo
formal». Esto implica que el líder define al pueblo, por lo que el pueblo, al ser, en
definitiva, una entidad definida, es al mismo tiempo una entidad cerrada, con límites y,
por ello mismo, en mi opinión, abierta a la intolerancia. Si el pueblo es encerrado en
determinados límites o fronteras, se opera, necesariamente, una forma de exclusión. El
segundo elemento de la desfiguración democrática interna que produce el populismo se
vincula a la modificación de un principio sustancial de la tradición democrática: el de la
mayoría. En la tradición clásica, entendemos que existe una mayoría y una oposición que
luego puede constituirse también como mayoritaria. El populismo, en cambio, ve las
cosas de un modo muy diferente. En su argumentación, la idea de mayoría va unida a la
de un permanente poder del pueblo –definido en sus propios términos– que siempre es
mayoritario. Así, rompe la dialéctica de las mayorías y las oposiciones circunstanciales,
basadas, lógicamente, en el pluralismo existente en el pueblo. En tercer lugar, modifica la
idea de representación, que deja de ser la del mandato político plural (un partido con
unas ideas frente a otro con otras ideas) y, por ende, en la diferencia, para fundamentarse
en la idea de similitud: el pueblo es representado por el líder y es semejante a él. Similitud
con el líder, en lugar de la diferencia de ideas y de mediaciones institucionales.

En su país, Italia, quizás esto sea visible si lo contrastamos con el orden surgido tras la
segunda posguerra. Era muy común que el Partido Comunista, sobre todo a partir de la
dirección de Palmiro Togliatti, hablara del «pueblo comunista», mientras que los
democristianos hablaban del «pueblo democristiano» y los socialistas del «pueblo
socialista». ¿La diferencia radicaría en que estos actores partidarios, al asumir la
existencia de una cultura política propia y, en tal sentido de un «pueblo propio», estaban
asumiendo también la de un pueblo más amplio, más plural, más diverso?

Exactamente. Esa es la diferencia y, como usted bien lo ve, es enorme, en tanto esos
«pueblos plurales» se reconocían en tanto plurales. Es decir, el Partido Comunista sabía
que existía la Democracia Cristiana y la Democracia Cristiana sabía que existía el Partido
Comunista y no cuestionaban su existencia y su representación popular. Evidentemente,
intentaban conseguir más votos, quitándoselos al otro partido, pero asumían la existencia
del pluralismo dentro del pueblo, lo que implicaba, a su vez, la existencia de distintas
sensibilidades en su interior. El pueblo populista carece, en cambio, de pluralismo
interno. «El pueblo populista es uno en el rostro del líder», como decía acertadamente
Ernesto Laclau. E internamente no está formado por diferentes partidos. Ningún partido
dice «yo soy el pueblo», mientras que el líder populista sí lo dice. De un pueblo plural se
pasa a un pueblo singular y unitario, lo que modifica radicalmente la forma en que se
piensa y se asume la democracia y en que se asume y se piensa la idea misma de cambio y
de transformación.

El que usted describe es un escenario que podemos definir, mínimamente, como


inquietante. No solo tenemos una democracia minimalista y una estructura económica
neoliberal, sino que las mediaciones políticas que permitirían reconstruir una esfera
posible para la democracia social están rotas. Usted pertenece, como es sabido, a la
tradición de la izquierda democrática. ¿Qué responsabilidad le cabe a la izquierda en este
proceso, teniendo en cuenta que, históricamente, y sobre todo durante la segunda
posguerra, fue esa izquierda la que construyó, al menos parcialmente, una democracia
política y social sólida?

Creo que una parte de la izquierda ha tenido una fuerte responsabilidad en algunos de
estos procesos. Su principal error, o al menos uno de sus principales errores, ha sido la
creencia de que el progreso podía provenir del mercado. Tras el fin de la Guerra Fría, una
parte de la izquierda democrática asumió que era posible desarrollar políticas de justicia
a través del mercado, entendiendo que había en él una fuerza virtuosa capaz de distribuir
según el mérito y de intervenir en áreas en las que el Estado no podía hacerlo. Eran, por
ejemplo, las ideas de Tony Blair y de otros dirigentes de la socialdemocracia. Según la
concepción de la llamada Tercera Vía, el mercado estaba dotado de algún tipo de
inteligencia ética. Esta concepción ha sido tremendamente nociva para la izquierda, en
tanto la ciudadanía ha dejado de considerarla como una fuerza emancipatoria. Hoy,
muchos ciudadanos y ciudadanas desconfían de esa izquierda democrática clásica, en
tanto no perciben en ella a una fuerza política capaz de dar respuestas a sus
problemáticas reales. En Italia, no son pocos quienes, habiendo votado a la izquierda, se
han deslizado hacia la derecha. Tanto Giorgia Meloni como la Liga se han llevado votos de
muchos antiguos comunistas que consideran que la izquierda ha abandonado no solo su
proyecto político, sino también a su propia gente.

Esa misma izquierda, además, fue una de las que planteó la necesidad de licuar las
estructuras partidarias clásicas… ¿no es cierto?

Por supuesto. Y en mi país se ve claramente con el caso del Partido Democrático.


Partido, por cierto, heredero de la tradición del Partido Comunista, luego rebautizado
como Partido Democrático de la Izquierda y, finalmente, solo como Partido Democrático.
Usted lo ha definido como un «hiperpartido por la cantidad de votantes, pero un
micropartido en términos de contenidos»…

Efectivamente. Y conviene remontarse a esa historia. Cuando a inicios de la década de


1990, el viejo sistema político italiano entró en crisis por una serie de escándalos de
corrupción, se generó una suerte de disposición a abandonar las formas clásicas. Uno de
los casos más sintomáticos fue, justamente, el del Partido Comunista. Este partido, que
había sido uno de los que más había contribuido a fortalecer la democracia partidista y a
desarrollar en su interior una vida interna que siempre se relacionaba con su actuación
en las instituciones, fue completamente desmantelado. En su mutación, que se ha
completado con el desarrollo del Partido Democrático, se afirmó que debía pasarse de un
partido fuertemente organizado, vivo y de militantes, a uno más centrado en los
simpatizantes y los electores. No es casual que el Partido Democrático sea hoy un partido
light o líquido, que carece de estructuras clásicas de liderazgo y de la apoyatura en
organizaciones o ramas locales.

Una posición de este tipo ha llevado, además, a que el Partido Democrático se equipare a
los partidos liberales. Algo que, en mi opinión, constituye un error. Por supuesto, como
partido de izquierdas debe sostener principios y valores liberales, sobre todo en términos
del «liberalismo de los derechos», pero no puede sostener una plataforma liberal en otras
áreas. Sencillamente, entre otras cosas, porque eso no es creíble. No se trata ya del
liberalismo de izquierdas, sino de una izquierda que ha aceptado la idea misma de
privatización del Estado y que ha roto la conexión sentimental –como la llamaba
Gramsci– con los sectores populares. La pretensión de la izquierda reformista y
democrática no era la de desarrollar el liberalismo «a secas», sino la de unificar demandas
de los sectores medios y las clases populares bajo la idea de igualdad como la estrella
polar, respetando y ampliando, claro, las libertades y los derechos de la ciudadanía. Pero
a esto se agrega otra dimensión, que es aquella sobre la que usted puntualiza: es un
partido con votantes, sí, pero con escasos contenidos. Su conexión con los barrios
populares es escasa, pero su apelación al triunfo es permanente («lo que importa es
ganar»). El problema es que los partidos no solo tienen como naturaleza su vocación de
triunfar, sino una serie de motivaciones políticas que son las que pueden llevarlos a la
victoria. Esas motivaciones no son claras. Por eso el Partido Democrático es un
hiperpartido por la cantidad de votantes, pero un micropartido en términos de
contenidos. Tiene bastantes votos, pero no tiene vida política.
Y enfrente tenemos una extrema derecha cada vez más dura, como lo demuestra el
gobierno de Meloni…

Por supuesto. Y en este sentido el reto es enorme. Si la izquierda no recupera su posición


sobre la democracia social, no tendrá ni siquiera sentido que exista. Y digo esto en un
país como Italia, que es hoy un laboratorio del destino de la democracia europea. Meloni
y la extrema derecha están cambiando el rostro de Europa: pretenden una Europa de
naciones, cerrada a la inmigración, cerrada a los feminismos, al mismo tiempo que
neoliberal y privatista (porque la extrema derecha italiana no rompe con ese paradigma).
El desafío que la izquierda tiene por delante es enorme, pero debe asumirlo y recuperar
la dimensión partidaria y el ideario de la democracia social.

Me pregunto si este es un problema que atañe solo a los partidos de la izquierda o a la


propia tradición política del socialismo democrático. Usted siempre ha formado parte de
esa línea de pensamiento que, en Italia, ha tenido, en términos de filosofía política,
exponentes destacados como Norberto Bobbio, pero también otros precedentes, como
Carlo Rosselli –sobre quien usted escribió un hermoso texto que sirvió de prólogo a la
reedición de Socialismo liberale–. ¿Qué ha sido de esta tradición político-intelectual?
¿Hacia dónde puede ir hoy una renovación de esta tradición ideológica de esa izquierda
que tenía, como decía Bobbio, la igualdad como estrella polar?

Creo que aquí es donde reside realmente el gran desafío. Debemos repensar esa
tradición. Como usted sabe, en 1994, Bobbio escribió su libro Derecha e izquierda. Lo hizo
justamente en el momento en que el neoliberalismo y la democracia minimalista
planteada por la Comisión Trilateral –de la que hablamos antes– estaban en pleno
desarrollo. Eran tiempos de desmantelamiento de la democracia social, en los que los
partidos clásicos perdían su rol mediador, en los que se pregonaba el triunfo total de la
sociedad de mercado y de un modelo de consumo que parecía arrollador. En ese
contexto, en el que la democracia sustentada en partidos fuertes y organizados estaba
perdiendo peso, Bobbio planteó una idea fundamental: que la igualdad debía seguir
siendo la «estrella polar» de la izquierda. Lo decía, repito, en tiempos en que se rompía el
compromiso entre el capital y el trabajo, y en que la democracia se volvía minimalista:
todos aspiraban, meramente, a la «gobernabilidad». Y entonces Bobbio dijo aquello. Por
supuesto, como buen socialista democrático, al afirmar que la igualdad debía ser el eje de
la izquierda, no quería poner en tensión la libertad: para Bobbio, la igualdad implicaba la
extensión y la ampliación de la libertad, en tanto la entendía como «no dominación». Hoy
estoy convencida de que debemos retomar esa idea. Creo que ha quedado en evidencia
que quienes detentan poder, sobre todo económico, no están interesados en la igualdad.
Ellos ya son iguales entre sí: son iguales entre «los pocos». A «los muchos», en cambio, la
igualdad nos importa porque carecemos de poder: solo tenemos el del Estado para
tratarnos como iguales, para darnos un estatuto de defensa ante la ley.

Ahora bien, ¿cuál es la igualdad que nos importa a nosotros, como personas de izquierda?
No una igualdad que uniformiza, sino una igualdad que es conflictiva. No una igualdad
que venga impuesta desde el Estado, sino una igualdad que asuma la pluralidad social y el
conflicto. En la tradición de Maquiavelo, pero también de Piero Gobetti, el conflicto es
una palanca de libertad. Es el alma de la política y es necesaria para la democracia. Es
justamente por ello que los partidos son importantes, que las ideas políticas son
importantes, que las alternativas son importantes. Las grandes movilizaciones y
levantamientos populares expresan esa necesidad del conflicto, pero, como dijimos antes,
no llegan a producirlo por la carencia de las estructuras que le dan sentido político real a
ese conflicto. Hoy, más que nunca, una tradición de izquierda democrática y reformista
tiene que pensar sobre esos ejes: sobre la importancia de los actores colectivos como los
sindicatos, como los partidos, como las asociaciones sociales. Necesitamos instituciones
mediadoras, formas de agregación de solidaridad entre personas que tienen algo en
común que defender o por lo que luchar. La asociación, la organización, el conflicto y la
contestación constituyen fundamentos de una democracia abierta. Y hoy,
lamentablemente, la democracia está cerrada porque carecemos de esa dimensión, de
ese horizonte en el que, como decía Bobbio, seamos conscientes de que hay posibilidad
de hacer las cosas de otra forma. Advertir esa posibilidad ya sería, para la izquierda, un
enorme progreso.

1. Grano de Sal, México, 2021

2. Prometeo, Buenos Aires, 2017

En este artículo
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