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(Contraportada)
«Lo que más sorprende quizá
en los libros del Padre Raymond, y
de manera especial en estos
opúsculos, es su perfecto
conocimiento de los hombres y de
los problemas del mundo actual —
debidos en su mayor parta a una
crisis del espíritu cristiano—, casi
incomprensible en un religioso
encerrado tantos años tras los
muros hermético» de su
apartamiento claustral y alejado
del comercio con el torbellino de la
vida moderna...»
«Lo que jamás se encontrará en
las palabras del Padre Raymond —
como en las de ninguno de los,
verdaderos escritores católicos—
es la gazmoñería, la mojigatería, la
timidez verbal y conceptual de
quienes se obstinan todavía en no
considerar al Catolicismo como lo
que es: una fuerza viva, ardiente y
combativa. Para el Padre
Raymond, como para los santos y
los místicos españoles, la Religión
no puede ser. un blando
conformismo aparente, sino una
dura e imperiosa exigencia íntima
y una auténtica fiebre exterior»
(Del prólogo a la «Colección
Trapense» del señor Ximénez de
Sandoval).
De algunas de estas obritas han
llegado a venderse en
Norteamérica más del millón de
ejemplares. Nada tan elocuente
como esta cifra.
1
M. RAYMOND, O. C. S. O.

UN TRAPENSE HABLA SOBRE

EL DOBLE
DEL HOMBRE DIOS
(DEDICADO A LOS SACERDOTES)

Traducción y adaptación de la 11.a edición norteamericana con


el título original “A trappits tells of the God-Man’s double”

por

FELIPE XIMENEZ DE SANDOVAL

1957
MADRID BUENOS AIRES

2
NIHIL OBSTAT:
TEÓFILO SANDOVAL, O. C. S. O.
ROBERTO LARRINOA, O. C. S. O.
Censores.

IMPRIMI POTEST:
Fr. M. GABRIEL SORTAIS,
Abad General de la Orden Cisterciense.

NIHIL OBSTAT:
Dr. Pedro Morán,
Censor.

IMPRIMATUR:
JOSÉ MARÍA, Vic. Gral. y Ob. Aux.
Madrid, enero, 1955.

3
A
MIS HERMANOS
EL PADRE JACK Y EL PADRE
ED, ROGANDO AL ORIGINAL
QUE PODAMOS
DOBLARLE PERFECTAMENTE,
PUESTO QUE
NOS HA
ELEGIDO PARA
HACERLO

4
ÍNDICE

PREFACIO..................................................................................................................6

PRIMERA PARTE......................................................................................................7
¿PODRÍA PEDIR MÁS UN HOMBRE MORTAL?.....................................................7
¿QUE ES UN SACERDOTE?.......................................................................................8
UN “DOBLE” DE CRISTO........................................................................................12
CONSCIENTE DE MI DIGNIDAD...........................................................................15
INDUIMINI.................................................................................................................17
SED LIMPIOS.............................................................................................................19
DEJAR A DIOS POR EMBUSTERO.........................................................................22
HABEIS DE CAER DE HINOJOS..............................................................................26
HOMBRES CON UNA SOLA IDEA.........................................................................31

SEGUNDA PARTE...................................................................................................34
CONSULTAD AL MÉDICO.......................................................................................35
¿PUEDE SER INQUIETANTE ESTO?......................................................................37
¿ES ESTO LO QUE NECESITAMOS?......................................................................41
¿O SE TRATA DE ESTO?..........................................................................................44
¡INDUDABLEMENTE NECESITAMOS ESTO!......................................................46
RESULTADOS...........................................................................................................48
RENUNCIANDO A DIOS..........................................................................................50
SEMINA AETERNITATIS.........................................................................................54

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PREFACIO

Un maestro de retiros que ha trabajado en varias diócesis, define al


sacerdocio norteamericano como “el mayor conjunto de hombres
HONRADOS del Mundo”. Yo comparto tal definición. Creo que somos
fundamentalmente honrados, y, sobre todo, cuando nos encontramos solos
con nosotros mismos en nuestros momentos de reflexión. Cuando nosotros
los sacerdotes nos enfrentamos con los hechos; cuando contemplamos las
realidades cara a cara y concedemos a las cosas su verdadero valor.
Basándome en esta convicción y en la definición citada, dirijo estas
breves páginas a mis compañeros de sacerdocio en América. Voy a ser
absolutamente sincero y espero que vosotros lo seáis también.
No sé si sabréis que en cierta ocasión, mi padre San Bernardo, intentó
ayudar a sus compañeros de sacerdocio y como recompensa, recibió una
carta de un Cardenal diciendo que “lo más conveniente para las ranas
cistercienses era permanecer en sus charcas y no turbar al mundo con su
impertinente croar”. Espero que ninguno de los treinta mil sacerdotes nor-
teamericanos se le ocurra decir que «de tal padre tal hijo”, y añada: “Dejad
a los Trapenses en el papel de muertos que se les supone asignado, pues
los muertos no hablan Mi convicción es que si todos vivimos los pen-
samientos contenidos en las líneas que siguen, ninguno de nosotros morirá,
jamás en el estricto sentido bíblico de la palabra, por lo que nuestra muerte
física será, en verdad despertar facie ad faciem de Aquél a quien hemos
doblado en vida.
Como vosotros sois HONRADOS, Padres. decidme honradamente si
tengo razón.
Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní.
Fiesta de la Conversión de San Pablo.
25 de enero de 1940.

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PRIMERA PARTE

¿PODRÍA PEDIR MÁS UN HOMBRE MORTAL?

7
¿QUE ES UN SACERDOTE?

¡Mírelos, Padre, qué farsantes todos! ¡Todos ellos! ¡Se esconden bajo
una máscara y son hipócritas hasta la médula!... El viejo Shakespeare tenía
razón. “La vida es un escenario” y todos los hombres actores, nada más
que actores..., y la mayoría, si bien se mira, pésimos actores. ¿Sabe usted,
Padre, que no existe nadie en toda esta ciudad que sea verdaderamente él
mismo? ¡Todo es una farsa! ¡Incluso el coco que representa su papel en el
País de las Maravillas del Bosque de la locura!
—Eso suena muy amargo, Jimmie. ¿Qué te ocurre? ¿Estás
descontento de la vida?
—¿Descontento? ¡Sí que es buena la pregunta! Dígame, Padre: ¿ha
encontrado usted alguna vez alguien que de verdad ame la vida, alguien
capaz de entender algo de todo esto?
Regresábamos en automóvil de Hollywood. Había sido un día
fascinador para mí, por haber estado en uno de los mayores estudios ci-
nematográficos viendo el rodaje de una superproducción. Si para mí fue
fascinador, para Jimmie resultó bastante duro. Jimmie era un audaz
aviador y cinco veces tuvo que realizar una acrobacia que era
prácticamente un flirteo con la muerte. Las cinco hizo a la perfección su
cometido, pero al operador no le ocurrió otro tanto. Jimmie estaba furioso
y no le faltaba razón para estarlo. Por eso, en aquel momento interpreté sus
palabras como una válvula de escape.
Jimmie era un producto de la Guerra, de la Prohibición y de la Crisis.
Al decir esto creo haber dicho todo, aunque tal vez debiera añadir que,
además, en el fondo de todo aquello había una Universidad estatal de
postguerra durante la Prohibición y poco antes de la Prosperidad. Pletórico
de vida y energía; duro con la brillante dureza de los diamantes; brillante
con esa brillantez superficial y contagiosa de la palabra pronta y la frase
rápida; agudo en sus observaciones; con muy escasa profundidad de
verdaderas ideas y casi completamente falto de ideales. Tal era Jimmie.
Resultaba un excelente compañero para quienes prefieren escuchar a
8
hablar y reír, a pensar verdaderamente, pues era ingenioso, con un ingenio
realmente cáustico; más satírico que humorista, pero francamente
provocador de la risa. En resumen: Jimmie era Hollywood. Suspicaz con
todo el mundo, escéptico de toda virtud, egocentrista, satisfecho de sí
mismo y, sin embargo, con un corazón hambriento y, allá en lo más
recóndito, absolutamente insatisfecho de sí mismo, de los demás y de la
vida.
Jimmie había visto lo que él llamaba la vida y el amor, y encontraba
una y otro muy deficientes. Había leído esto, aquello y lo de más allá,
como lo hacen la mayor parte de los lectores actuales: precipitadamente,
intensivamente, con glotonería casi, pero prestando muy poca atención y
sin reflexionar sobre lo leído. Creyendo pensarlo realmente, Jimmie había
llegado a la conclusión de que no había Dios; consideraba que la religión
es algo que sólo deben practicar los débiles y que la filosofía de la vida de
OMAR KHAYYAM— “come, vive y alégrate”— era la única que merecía la
pena. A pesar de que practicaba esa filosofía, Jimmie acababa de
preguntarme si yo había conocido a alguien que de verdad amase la vida.
—Sí, Jimmie—le contesté—. He conocido a muchos amantes de la
vida. En realidad, yo soy uno de ellos.
Creí que iba a estallar. El Boulevard de Hollywood es conocido por
“la pista de carreras” y podéis creerme que Jimmie no hizo nada por
contradecir tal sobrenombre.
—Usted, un cura, amante de la vida... ¡Qué bueno!
Después de pasar dos señales luminosas más, conduciendo de aquella
manera que le cortaba a uno el resuello, exclamó:
—Hace poco tiempo que le conozco a usted, Padre, pero me parece
una persona sensata. Dígame exactamente, ¿qué es un cura?
Por un momento quedé suspenso. ¿Qué podría contestar a un ateo
declarado que se burla de toda virtud y toda religión, a un escéptico
pesimista que vive al día? Tratando de ganar tiempo para estudiar la
respuesta, dije:
—Claro que te lo diré, Jimmie. Pero ya sabes que soy irlandés, y
nosotros los irlandeses tenemos una manera muy especial de contestar a
las preguntas, pues generalmente empezamos preguntando a nuestra vez.
Por eso, quiero que me digas antes: ¿Qué eres tú?
—¿Yo?... Pues yo no soy más que una birria de doble... Uno de
tantos seres anónimos, sin fama y casi sin dinero, que realiza todas las

9
proezas

10
varoniles, todas las cosas difíciles y peligrosas, el verdadero trabajo. Eso
es lo que soy, Padrep: un idiota dispuesto siempre a romperme la crisma
con tal de que la estrella salve su bello rosto. Eso es lo que soy, Padre, un
doble imbécil, el burro que hace todo el trabajo en la oscuridad. Usted
mismo lo ha visto hoy en parte. ¡Espere a que se proyecte la cinta y ya
verá lo que es bueno! Nuestro cara bonita recibirá millares de cartas
procedentes de todas las ciudades de todos los Estados. Y todo ¿por qué?
¡pues por lo que ha hecho Jimmie! ¡Sí, Padre, por lo que ha hecho Jimmie!
Todos los que vean esa película creerán que él, ese microbio anémico, fue
el héroe atrevido que aterrizó con ese aeroplano antediluviano sobre unas
estacas. El correo de las admiradoras será fenomenal. ¡Me lo imagino
ahora mismo amontonándose sobre su mesa! Y ya sabe usted que el sueldo
de las estrellas aumenta en proporción al eso de esas cartas. Dicen que es
muy popular en Correos. Pero ¿quién realiza la parte verdaderamente
atractiva? ¡El insignificante Jimmie es quien la hace! Sí, sí, el pequeñín de
mi mamá, Jaimito, es quien se monta en ese cacharro dispuesto a
desintegrarse a mil o dos mil metros de altura en el cielo azul y que ve su
bello rosto. Eso es lo que soy, Padre, un doble imbécil, el burro que hace
todo el trabajo en la oscuridad. Usted mismo lo ha visto hoy en parte.
¡Espere a que se proyecte la cinta y ya verá lo que es bueno! Nuestro cara
bonita recibirá millares de cartas procedentes de todas las ciudades de
todos los Estados. Y todo ¿por qué? ¡pues por lo que ha hecho Jimmie! ¡Sí,
Padre, por lo que ha hecho Jimmie! Todos los que vean esa película
creerán que él, ese microbio anémico, fue el héroe atrevido que aterrizó
con ese aeroplano antediluviano sobre unas estacas. El correo de las
admiradoras será fenomenal. ¡Me lo imagino ahora mismo amontonándose
sobre su mesa! Y ya sabe usted que el sueldo de las estrellas aumenta en
proporción al peso de esas cartas. Dicen que es muy popular en Correos.
Pero ¿quién realiza la parte verdaderamente atractiva? ¡El insignificante
Jimmie es quien la hace! Sí, sí, el pequeñín de mi mamá, Jaimito, es quien
se monta en ese cacharro dispuesto a desintegrarse a mil o dos mil metros
de altura en el cielo azul y quien luego le hace tomar tierra sobre un mon-
tón de estacas. ¡Claro que el único peligro es que yo no pueda volver a
despertarme! Pero ¿eso qué importa, mientras Carabonita alcance todos
los elogios y los aplausos?... Ya ve usted, Padre, lo que soy yo. ¡Sólo un
imbécil de doble!... ¿Qué le ha parecido mi descripción?
—Magnífica, Jimmie. Pero supón que yo fuese un extranjero en estos
lugares y desconociese el argot de Hollywood. ¿Cómo me explicarías lo
que es un doble?
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—No sé qué es lo que se propone al pedirme esa explicación, pero
ahí va... Un doble es un muerto vivo, una persona sin personalidad. Tiene
que tener buena anatomía, pero carecer de personalidad. Esto me hace
pensar en que el doctor Jekyll y Mr. Hyde era una persona muy afortunada,
pues tenía una doble personalidad. En cambio, cualquier doble de
Hollywood, no es más que un idiota que adopta la personalidad de algún
astro bonito. Por eso, ¿comprende usted?, vive, pero está muerto; es una
persona, pero no tiene personalidad. ¿Qué tal me explico, Padre?
—De primera, Jimmie. Pero, ¿no podías ser aún un poco más
explícito?
—Claro que sí, Padre. Puedo ser cualquier cosa porque como soy un
doble, puedo ser hasta eso. ¿Qué cómo es esto? Muy sencillo... ¿Sabe
usted lo que es una estrella? El Original, el Protagonista, la Primera
Figura, ese átomo afeminado de correctísimas facciones que hoy ha visto
usted actuar en el estudio. Mi obligación primera es parecerme a él. Lo que
me falta por naturaleza, lo suple la sección de maquillaje. Yo no hago más
que suministrar los cimientos. Tengo que tener más o menos la misma
estatura y el mismo tipo. Luego tengo que andar como él, hablar como él,
sentarme como él, levantarme como él, actuar como él. Es decir, de hecho,
tengo que SER igual que él. Porque, ¿sabe usted?, hay muchas veces que
el Original no puede actuar; hay cosas que el Original no puede hacer;
cosas que el Original no se atreve a hacer y ahí es donde entra en acción el
pequeño James. Eso es lo que tengo que hacer; ahí es donde tengo que
actuar. Y hacer y actuar de tal manera, que todo el que me vea diga que
quien hace y actúa es el Original. Eso es lo que es un doble, Padre. No una
imitación o una sustitución, sino una reproducción perfecta. Yo reproduzco
a la estrella y la reproduzco de tal modo que nadie puede apreciar la
diferencia. Anulo mi propia personalidad; niego su expresión propia a mi
yo, sólo para que el Protagonista pueda alcanzar toda su gloria. Como le he
dicho antes, James es un doble, un muerto vivo, una persona sin perso-
nalidad, desconocida para el ancho mundo, siendo, sin embargo, el que
reproduce para ese ancho mundo al Original, a ese guapísimo subelectrón
que ha visto usted hoy. ¿Está claro, Padre?
—Clarísimo, James, clarísimo. Has estado casi elocuente. Pero a mí
se me figura que te gusta tu trabajo...
—¡Sí, ya lo creo!... Pero mire, Padre: hay veces en que me asquea
tanto toda esa ficción, que me siento capaz de organizar una revolución.
Resulta que yo lo he hecho todo menos romperme la crisma, y el mundo

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grita admirado: “¡qué tío!”..., refiriéndose a ese bello mamarracho que se
marearía si subiera a un tiovivo. “¡Bravo! ¡Qué valiente!”... ¡Ah, la vida de
un doble es un infierno delicioso!... Pero bueno, ¿para qué está usted
haciendo que me sulfure? ¡Usted sabe de sobra lo que es un doble!
Casi habíamos llegado. La charla de Jimmie, con su vehemencia y su
amargura, había fijado una nueva idea en mi cabeza. Se me hizo patente
con la fuerza de la revelación, y decidí probarla en él.
—Jimmie—le dije—, me has hecho antes una pregunta rara, una
pregunta que no supe cómo contestar para ti en particular, porque, ¿com-
prendes?, tú y yo hablamos lenguajes distintos; mis ideas y mis ideales no
son los tuyos y de momento no supe traducir a tu idioma lo que pensaba.
Pero ¿tú lo has hecho por mí?
—¿Yo?... ¿Qué quiere usted decir?
—Sólo esto. Me has preguntado lo que es el sacerdocio y no supe qué
clase de respuesta dar a un hombre como tú, que se ríe de la religión. Pero
ahora puedo utilizar tu propio lenguaje y decírtelo sencillamente. Un
sacerdote, Jimmie, es ¡un doble!
Jimmie volvió rápido la cabeza, guiñó un poco los ojos al dirigirme
una irónica mirada, y exclamó:
—¿Si-i-i?
Fue un si-i-i muy arrastrado. Era un signo de interrogación que me
advertía de la suspicacia de Jimmie, al acecho para ver si me pescaba en
algo.
—¿Conque un cura es un doble, eh?... Usted utiliza mis palabras,
Padre, pero yo no acepto sus ideas. ¿Se puede saber a quién dobla usted?
—Ahí es exactamente adonde me has llevado, Jimmie. Hasta ahora,
jamás lo había pensado. Pero a medida que hacías la vivida descripción de
lo que es un doble y de lo que un doble hace, me vino de pronto, como un
relámpago, la idea de que yo también soy un doble y de que todo
verdadero sacerdote es un doble. Sí, Jimmie, UN SACERDOTE ES UN
DOBLE DE JESUCRISTO.

UN “DOBLE” DE CRISTO

Jimmie deslizó el coche ante la cuneta y frenó suavemente. He de


decir en honor a los aviadores que conducen coches, que no saben arrancar
ni apenas conducir, pero que paran maravillosamente. Nos hallábamos ante
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la Rectoría. Jimmie se había deslizado hasta allí con tanta gracia y
suavidad como si hubiera tomado tierra con un avión, aparcándolo
suavemente junto a la plataforma de los viajeros. Paró el motor, sacó un
paquete de Camel y dijo:
—Padre, no es necesario que entre todavía. Fúmese este cigarrillo
conmigo y dígame lo que significa eso de que usted es un doble de
Jesucristo. En una ocasión leí SU vida. En su época no había ningún
Hollywood, ¡y estoy seguro de que El nunca trabajó en el cine!
Me eché a reir de buena gana. Encontrar a Jimmie interesado y
tomando la cuestión literalmente era indudablemente divertido; pero
también reí para cubrir una pausa mientras pensaba hasta dónde debería
llegar, hasta dónde llegaría con aquel producto de la librepensadora
América del siglo xx. Pero la idea se había apoderado de mí de tal forma,
que sin darme cuenta, me encontré avanzando.
—Jimmie—le dije—. No creo que puedas comprenderlo totalmente,
pero merece la pena de intentarlo. Si fueras católico, la tarea sería re-
lativamente fácil, pero siendo solamente Jimmie..., eso hace la cosa un
poco más difícil. No obstante, escucha y no me interrumpas mientras no
necesites hacerlo verdaderamente.
—Dispare, Padre; soy todo oídos.
—Jimmie, Jesucristo es Dios.
—Al menos eso es lo que usted cree, Padre.
—Sí, Jimmie, eso es lo que yo creo y es lo que de momento te pido
que creas o que hagas como que crees; que hagas como que lo crees tú
también. Jesucristo es Dios que se hizo hombre. Vivió en la tierra treinta y
tres años. Murió hace unos mil novecientos años; y, sin embargo, vive
todavía en esta misma tierra nuestra. Vive en y a través de sus dobles.
Jimmie, tú decías antes que un doble tenía que andar, que hablar, que
parecerse, que ser como el Original, ¿no es así? Decías que por eso es por
lo que se os llamaba dobles, porque reproducíais un Original. Seguiste
diciéndome que la gente al verte, no te veía a ti, sino a la Estrella. Me
dijiste que tú no tenías nombre, ni fama, ni casi dinero, que tú no
alcanzabas nada porque todo el mérito era para la Estrella. Jimmie,
Jesucristo es nuestra Estrella. El es nuestro Original, y nosotros, los
sacerdotes, somos sus dobles. Nuestra obligación es andar como El, hablar
como El, parecemos a El, SER como El. Un cura, Jimmie, no trabaja por el
nombre, por la fama o por el dinero: ¡trabaja porque Jesucristo pueda
alcanzar toda la gloria! Esa es toda la razón de existir de un sacerdote..., ¡la
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mayor gloria de Dios! Cuando la gente contempla a un verdadero
sacerdote, no ve al individuo: solamente ve a Jesús. Has estado muy
elocuente, Jimmie, y has dicho muy bien eso de ser un muerto vivo, una
persona sin personalidad, ¿no era así? Sin saberlo, estabas describiendo
con todo detalle a un sacerdote. Su personalidad se subyuga, se niega, se
aniquila, en cierto modo, con tal de que la Personalidad de Cristo pueda
resplandecer a través de él. Un sacerdote es un muerto vivo en el más es-
tricto sentido de la palabra; debe estar muerto para sí mismo y, sin
embargo, vibrante de vida por Cristo y por la causa de Cristo. Por eso es
por lo que digo que un sacerdote es un doble, pues está consagrado a
reproducir al Hombre-Dios. No puede tener más que un propósito..., ¡el de
ser Jesucristo en la tierra! La única diferencia entre tu doblaje y el mío
consiste en que mi deber es doblar a Jesucristo las veinticuatro horas del
día, es decir, siete días a la semana, cincuenta y dos semanas al año,
mientras tú sólo debes hacerlo a ratos. ¡Ahí tienes unas cuantas razones
que justifican mi afirmación de que yo soy también un doble!
Jimmie estaba silencioso. Tal vez yo me había excitado un poco a
medida que hablaba, porque la novedad de la idea y la enorme verdad del
concepto me inflamaban casi hasta la elocuencia. La respuesta del
muchacho fue lenta y suave:
—Sí, Padre; he captado lo que podríamos llamar los epígrafes. Pero
quedan muchas cosas que no comprendo, aunque sí me dé cuenta de lo
principal. Usted me pide que crea y sabe que no puedo. Voy a decirle por
qué... Para mí todo eso no es más que un sueño hermosísimo, pero sueño,
pues hasta la misma idea es contradictoria. Suponer que Jesucristo es Dios
y hombre al mismo tiempo, es una contradicción.
—¡No Jimmie, no digas eso! Llámalo paradoja si quieres, pero no
digas que es una contradicción. Admito también que es un misterio, pero
nunca una contradicción.
Jimmie tiró su cigarrillo, exhaló la última bocanada de humo y metió
la puesta en marcha mientras decía:
—No acabo de comprenderle, Padre, pero no vamos a discutir. Hace
años que decidí no discutir más de religión y no voy a empezar ahora,
sobre todo con usted. Pero hay una cosa que sí quiero decirle... Si yo
pudiera creer, si pudiera creer de verdad que Jesucristo era Dios, sólo
habría una cosa que quisiera ser: sacerdote. Con dinero o sin dinero;
pasándolo bien o pasándolo mal... ¿Podría un ser humano aspirar a algo

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más alto? ¿PODRIA EL HOMBRE MORTAL PEDIR MAS, que ser como
usted dice, UN DOBLE DEL HOMBRE-DIOS?
Jimmie estaba casi emocionado. Sus últimas palabras fueron
reverentes, llenas de admiración. Durante un momento tenso, vibrante, no
nos movimos y permanecimos silenciosos. Luego, Jimmie abrió la
portezuela y me dijo:
—Buenas noches, Padre; ya nos veremos.
Y arrancó calle abajo a toda velocidad, como si quisiera batir un
récord, aunque en realidad sólo tenía que recorrer una manzana.
Me detuve un momento en la puerta de la Rectoría observando su
rápida carrera, mientras sus vehementes palabras seguían sonando en mis
oídos: “¿PODRIA EL HOMBRE MORTAL PEDIR MAS QUE SER EL
DOBLE DEL HOMBRE-DIOS?”

CONSCIENTE DE MI DIGNIDAD

Al fin me volví lentamente. Pero en vez de entrar en la casa me dirigí


a la iglesia y, al arrodillarme allí, bajo la vacilante luz del santuario,
apareció ante mí la maravilla de mi dignidad como sacerdote del Más Alto
Dios. Jimmie la había cristalizado para mí como nunca lo fuera antes.
Había utilizado la palabra doble, y en esa sola palabra, veía yo mi dignidad
y mi deber. ¡Tengo que DOBLAR a Jesucristo!
Sí, era cierto. Yo no era solamente un seguidor de Jesús; yo no era
solamente un imitador de Cristo. Yo era más, mucho más. Yo era su doble
mismo. El doble es la única palabra adecuada, la única que describe
completamente mi ser, la única que dice con precisión, exactamente, lo
que es un sacerdote. Todas las demás se quedan cortas ante la realidad.
Todo católico, en efecto, es un “seguidor de Cristo”; todo miembro de la
Iglesia debe ser su imitador. Pero un sacerdote es algo más. Sustituto es
también un buen vocablo, como lo son embajador y gerente, y, sin
embargo, no son completamente adecuados. Porque un sustituto no tiene
que parecerse al sustituido y un gerente o un embajador pueden ser muy
bien distintos del original y, sin embargo, ser un buen embajador o un buen
gerente. Pero un buen sacerdote, nunca puede ser distinto de Jesucristo y
ser un verdadero Sacerdote. Hasta el antiquísimo y generalmente aceptado
concepto de “según Cristo” no es tan adecuado ni perfectamente
descriptivo como aquellas palabras que Jimmie pronunció al explicarme
lo que era un doble
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y lo que un doble hace. Efectivamente, el sacerdote ES un doble del Hom-
bre-Dios.
¿Qué hago cuando me encuentro en el altar con el Pan en mis manos,
e inclinándome susurro sobre él unas palabras? ¿Imito solamente?... El que
imita conserva su personalidad. ¿Sustituyo solamente?... El sustituto obra
por otro, pero a su propio modo. ¿Soy solamente un gerente o un
embajador de Jesús?... ¡No! Soy más, porque digo: “Este es MI Cuerpo.
Esta es MI Sangre”, e inmediatamente sostengo en mis manos a Jesucristo.
Un gerente, un embajador, un sustituto, jamás podrían hacer esto... ¡Sólo
su doble puede hacerlo! En este Acto de los Actos, no actúo igual, ni para,
ni por, ni en lugar de Jesús. Actúo COMO Jesús.
Al sentarme en el confesonario, escuchar el relato de un pecador,
levantar mi mano y decir: “ego te absolvo”, ¿soy yo. el hombre, quien lo
hace? Sólo Dios puede perdonar el pecado, y, sin embargo, al pronunciar
mi boca el “yo te absuelvo”, ¡los pecados son perdonados! ¿Porqué?...
Pues porque yo soy un doble de Jesucristo. ¡Oh, sí, qué cierto es todo esto!
Subo al púlpito y hablo “como quien tiene autoridad.” Pido heroísmo
a los demás hombres al ordenarles cosas difíciles, e incluso que repugnan a
la Naturaleza; expongo un código moral y exijo al hombre, a la mujer y al
niño que lo obedezcan. ¿Cómo es posible este atrevimiento? ¿Cómo es
posible esta casi ofensa imperiosa?... No sería más que eso—una ofensa
imperiosa—si no estuviese escrito: “Aquél que te escuche, me escucha a
Mí.” No sería más que eso si yo no fuera el doble del Hombre-Dios.
Esta es la verdad, la tremenda verdad. Yo SOY el doble de Cristo. Al
captar la hermosura grandiosa de este concepto, mi corazón se inflamó con
el triunfo de ser no sólo un hombre, no sólo un seguidor, no su cercano
imitador, sino de ser su propio doble. Jimmie comprendió la maravilla de
esto, y aun siendo ateo, no pudo por menos de exclamar: — ¿PODRIA
PEDIR MAS EL HOMBRE MORTAL? Al sonar estas palabras en mis
oídos, al apoderarse de mi corazón la verdad de la belleza de mi posición,
estuve más cerca de las lágrimas de lo que había estado nunca desde el día
de mi Ordenación. Tenía razón Jimmie. ¿QUE MAS PODIA PEDIR UN
HOMBRE MORTAL? ¡Y yo llevaba varios largos años ungido,
consagrado, sellado con una marca indeleble como el propio doble de
Jesucristo, sin haber adquirido la conciencia de mi DIGNIDAD! ¡Qué
dignidad, qué destino, qué deificación la mía! ¡Ser un doble del Hombre-
Dios!

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Postrado de hinojos ante el Original oculto tras la puerta del
Tabernáculo, me golpeé el pecho exclamando:
—¡Oh, Cristo de misericordia! Perdona a quien debió estar
doblándote durante todos estos años y, con harta frecuencia obró y actuó
sólo por sí mismo. De hoy en adelante sólo te pido una gracia, Dios mío: la
de ser siempre, en todas partes en todos los momentos y con todas las
personas CONSCIENTE DE MI DIGNIDAD. Haz que recuerde siempre
que soy tu doble, que he de andar como Tú, hablar como Tú, parecer como
Tú... Y más aún, ¡ser como Tú! Jesús, mi Modelo, mi Maestro, mi Rey, mi
Estrella, ¡ayúdame siempre a tener esa conciencia de mi dignidad!

INDUIMINI

Aquella misma noche, mientras me hallaba aún bajo el encanto que


se había apoderado de mí al darme cuenta de la verdad de que yo era un
doble del Hombre-Dios me vi sorprendido por un alegre:
—Bueno hombre, ¿y qué has aprendido hoy en Hollywood?
Levanté la vista de las anotaciones que había estado pergeñando y vi
a un hermano, sacerdote como yo, pero miembro de una Orden religiosa,
en pie, en la puerta y sonriente al verme absorto.
—¡Entra, Jack, entra! —exclamé—. Eres precisamente la persona a
quien necesitaba ver en este momento. Coge una silla, toma un cigarro y
vamos a charlar.
—¡Caramba qué seriedad! ¿Ocurre algo?
—Pues sólo esto. He aprendido mucho hoy de Hollywood, pero creo
que he aprendido más todavía de mí mismo. Dime, Jack, ¿se te ha ocurrido
alguna vez convertirte en un doble?
Se echó a reír.
—¿En un doble? ¡Vamos, Hollywood se ha apoderado ya de ti!...
Pues no. Francamente, nunca se me ha ocurrido convertirme en doble.
Tengo otro empleo.
—Pero Jack, tu trabajo es ése precisamente: ser un doble. También lo
es el mío y me pregunto si tú y yo lo estaremos realizando bien.
Entonces le conté mi vuelta a casa con Jimmie, el doble de los
estudios, y su pregunta. Luego le hablé de la visita que había hecho a Dios
en el Sagrario y acabé preguntándole:

18
—¿No se apodera también de ti esta idea? ¿No adviertes su verdad y
su belleza? — ¿No comprendes nuestra dignidad, nuestro destino, nuestro
deber?
Se quedó mirándome largo rato. Su cabeza se hallaba envuelta en
humo. Jack siempre había sabido mucho más que yo. Era un pensador más
profundo y un conversador más brillante. Muchas veces había pinchado las
pompas de jabón de mi fantasía, haciendo desvanecerse cuanto de nuboso
y confuso había en mí imaginación, apartando las brumas y mostrándome
la verdad de la belleza. Analizaba certeramente y sobre todo era capaz de
expresarse con gran claridad. Jack podía recoger lo que yo balbuceaba,
ordenarlo, ponerle las comas y los signos de admiración, los puntos sobre
las íes y las tildes en las tes y al fin proporcionarme con nítida concisión lo
que yo mismo no había hecho sino percibir a medias. Habíamos tenido
discusiones a millares, pero jamás una pelea. En aquel momento dio una
larga chupada a su puro, se levantó y comenzó a pasear por la habitación.
Estos eran los síntomas de que iba a venir algo bueno. Esperé.
—Sí—dijo por fin. Ahí hay algo. Algo nuevo y cierto. Si se acepta tu
definición del doble, el resto se desprende lógicamente. Tal vez algún
teólogo formalista pudiera hacer objeciones a la forma en que tú has
parafraseado la cuestión de los Sacramentos, pero creo que aun los más
puristas aceptarían los términos generales. Supongamos, Joe, que yo
admito tu distinción entre la palabra doble y las otras más comunes de
seguidor, imitador, embajador y gerente. ¿Crees que ello diferiría
sustancialmente del consejo de San Pablo cuando dice: Induimini Jesum
Christum? ¿No resultan casi exactas tu idea del doblaje y la del “poneos en
Cristo” de San Pablo? ¿O crees que se trata de algo sustancialmente
nuevo?
Doble e induimini son idénticos, Jack. Induimini es una metáfora
tomada del teatro. Se refiere a aquel que asume un papel, un personaje o
una vestimenta. Por lo tanto, doble e induimini no difieren esencialmente.
Pero yo, Jack, tengo la vista fija sólo en lo práctico. La accidentalmente
nueva manera de decir la metáfora de San Pablo tiene su mérito. Mira, si
yo te digo “Ponte en Cristo”, ¿tiene el mismo significado, se apodera con
la misma fuerza vital que el mandato “¡Doblad a Cristo en cada instante!”
de tu mente y tu imaginación?
—Quizá no tanto. Pero eso puede ser muy bien porque yo nunca, he
oído el mandamiento de “Doblad a Cristo en cada instante” hasta ahora. La

19
diferencia accidental tiene la ventaja de que se apodera de mí con más
energía.
—Entonces Jack, no hay duda de que es un hallazgo. ¡Un gran
hallazgo! Supón que yo mantengo esa idea jugueteando continuamente
sobre la superficie de mi conciencia; supón que me recuerdo a mí mismo
continuamente que soy un doble del Hombre-Dios. ¿Qué ocurrirá?
—Te diré lo que ocurrirá. Que no serás tan impaciente, tan
impetuoso, tan imprudente. Que no serás tan orgulloso, tan ambicioso, tan
mundano. Que no serás muchas cosas de las que sueles ser. En suma, Joe,
que serás un verdadero sacerdote.
—¡Ese disparo me ha acertado entre las cejas Jack! Pero eso era,
justamente, lo que yo quería que me dijeras. Así que, si siempre estoy
consciente de mi dignidad seré un verdadero sacerdote, ¿no?
—Así es.
—Entonces voy a estar siempre consciente de mi dignidad. Recordaré
a todas horas que soy un doble de Jesucristo y verás que consecuencias
siguen.
—Por ejemplo...

SED LIMPIOS

—Lo primero que he anotado es que debo mantenerme


INTOCABLE. ¡INTOCABLE PARA TODOS!
—Eso resulta interesante. Pero antes de seguir adelante, dime cuál es
el objeto de todo esto.
—Ya sabes, Jack, que somos más de treinta mil sacerdotes en los
Estados Unidos. Nuestro conjunto, como tal, es bueno. Claro que ha ha-
bido defecciones y las seguirá habiendo, pero no obstante, nuestro
porcentaje de leales es más elevado que el del Colegio Apostólico. Nos-
otros no perdemos uno de cada doce. Luego, al menos negativamente,
somos un cuerpo de hombres bondadosos. Pero nuestra vergüenza es que
no somos grandes, Jack. Somos respetados cuando deberíamos ser
reverenciados. Somos medianamente virtuosos cuando debíamos serlo
heroicamente. Somos buenos a secas, cuando debíamos ser santos. Somos
predicadores mediocres, maestros mediocres, dirigentes mediocres,
estudiantes mediocres, mediocres en la oración y mediocres en el ejercicio

20
de nuestro sacerdocio. En conjunto, ¿qué representamos? La
mediocridad..., y nada más. ¡Y no debería ser así!
—Quizá exageres, Joe. En nuestras filas contamos con algunos
eclesiásticos verdaderamente grandes, con algunos magníficos predica-
dores en el pulpito o la radio, con un buen número de excelentes
escritores. Muchos de ellos están muy por encima de esa mediocridad de
que hablas.
—De acuerdo, Jack, pero ¿y la masa? El maestro vulgar y el
predicador vulgar, el pastor vulgar y el cura vulgar, los treinta mil vulgares
sotanas como tú y como yo..., ¿qué somos?... Nada más que pura
vulgaridad, ¿no crees?
—Esa es la palabra, Joe, pero la masa siempre es vulgar, ¿no?
—La masa de sacerdotes ¡NO DEBIA SERLO! Y ahí es donde quería
ir a parar, precisamente. No somos conscientes de nuestra dignidad y de
nuestro deber; no tenemos conciencia del hecho de que somos dobles de
Jesucristo y de que en Jesucristo no existe la vulgaridad. Lo que pasa,
Jack, es que no nos mantenemos INTOCABLES.
—Ya empleaste antes esa palabra. ¿Qué quieres decir con ella?
—¿No recuerdas a Isaías? Dice: Mundamini! qui fertis vasa Domini.
Sed limpios. ¡Qué mandamiento para hacerlo resonar constantemente en
nuestros oídos! “Sed LIMPIOS. Sed PUROS.” Antiguamente, los leprosos
solían gritar “¡impuro!, ¡impuro!”, para que nadie se les acercase. Si hoy
día nosotros los sacerdotes proclamásemos nuestra pureza, gritando
continuamente: “¡limpios!, puros!”, el mundo se mantendría
convenientemente apartado de nosotros. Deberíamos conservarnos
aislados e intocables, no porque seamos impuros, sino porque estamos
consagrados, y por tanto, tenemos que ser intocables para todo hombre,
mujer o niño. Tenemos que ser intocables para el mundo de la política o
del placer, para el mundo de los negocios y la banca, es decir para todo el
mundo mundano que está rebajando nuestro sacerdocio.
—¡Ten cuidado no te enredes, Joe! No bajes a los detalles y cíñete a
tu idea. Empezaste por la intocabilidad, seguiste por la mediocridad,
viniste a mundamini, y ahora vuelves a la intocabilidad otra vez. ¿A dónde
vas a ir a parar?
—Pues sólo a esto. Yo soy un doble de Jesucristo y por lo tanto tengo
que ser PURO. Pero para ser PURO, he de mantenerme INTOCABLE
POR TODOS.

21
—Bueno, pero has enumerado al hombre, a la mujer, al niño y, por
último, al mundo en general. Por eso es por lo que te pido ser un poco más
específico.
—Mira, Jack, yo considero que la causa de más de un colapso en la
vida clerical se debe a NO HABERSE MANTENIDO
SUFICIENTEMENTE ALEJADOS DEL MUNDO. Los sacerdotes no nos
consideramos como absolutamente intocables. Nos mezclamos con todos y
nos mezclamos como uno cualquiera de ellos. En lugar de tratar de elevar
a los demás a nuestro nivel, nos complacemos en descender al suyo. Nos
mezclamos a ellos con demasiada libertad y les permitimos ser demasiado
libres con nosotros. El mundo no duerme. Por eso, ¿qué es lo que ocurre?
La pérdida de la dignidad y la adquisición de costumbres mundanas. No
quiero decir con esto que debemos ser ermitaños, no. Ni siquiera que
debemos ser distantes. Pero siempre debemos ser dignos de nuestra digni-
dad que es la de Jesucristo.
—Todavía poco definido, Joe.
—Muy bien. Entonces, ahí van unas cuantas precisiones. Debemos
ser amistosos con los hombres y con frecuencia somos familiares. Ya sé
que nuestro Señor “comió y bebió con publícanos y pecadores”, pero ¿tú
crees, Jack, que le estamos doblando en realidad cuando comemos o
bebemos con gentes laicas? Ya sabes que no soy un totalitario. Nunca estu-
ve de acuerdo con la pandilla de Fr. Mat, ni desde luego fui partidario de la
Ley Seca; y, sin embargo, me gustaría que hubiese alguna cláusula que
prohibiese a los sacerdotes beber con gente laica. El beber con laicos ya es
malo de por sí, pero cuando se va aún más lejos..., ¡qué degradación! ¿No
te has dado cuenta de lo cierto que es el dicho de Ubi Bacchus regnat, ibi
Venus saltat?
—Tienes mucha razón. Pero no olvides nunca que la bebida es una
criatura de Dios, una cosa indiferente en sí. Lo condenable no es su uso,
sino su abuso.
—¿Y qué es lo que yo condeno? No hablo de una copa, hablo de la
bebida. Ya sé que es una criatura, pero lo que yo pregunto es cuántos de
nosotros la usamos como tal criatura. Es una criatura concebida para
estimular el apetito y fomentar la jovialidad, y lo que fomenta por lo
general es la embriaguez. Es una criatura de Dios como tú dices, pero sólo
los verdaderos hombres de Dios la utilizan como tal; sólo los dobles
perfectos de Jesucristo no abusan de ella.

22
—Admito todo eso, Joe, y creo que cualquier sacerdote con
experiencia suscribiría tus palabras. La bebida puede ser una amenaza.
Beber, sobre todo beber en toda la extensión de la palabra, con laicos, es
de lo más imprudente y degradante, y si lo que se bebe son ciertas mezclas
modernas, puede resultar sumamente peligroso para muchos. Pero, ¿crees
que esa costumbre está tan extendida como pareces sospechar?
—¡Conque sólo se tratase de uno, ya sería demasiado! Pero dejemos
la bebida y pasemos a otra cosa. ¿Crees que Nuestro Señor hubiera sido
jugador de golf?
—Esa es una cuestión debatible, Joe. Ya sabes que el aire libre, el
ejercicio del juego y el descanso mental que ofrece el golf constituyen una
gran ayuda para quienes llevan una vida sedentaria. Debes admitir,
además, que es un entretenimiento muy completo.
—Lo sé de sobra. Pero ¿piensas que Jesucristo habría hecho del golf
una afición absorbente?
—Hombre, si lo que quieres decir es si hubiera sido tan fanático de
ese deporte como lo somos muchos de nosotros; si se hubiera enviciado en
el juego de tal forma que hubiera olvidado su dignidad y su deber, mi
respuesta sería un rotundo ¡NO!
—Y déjame añadir esto: si por alguna razón buena, Jesucristo
hubiese creído que podía ayudar a algún alma haciendo los dieciocho
agujeros, tengo la seguridad de que jamás habría hecho el diecinueve
en la forma que algunos lo hacemos.
—Bueno, muy bien. Ya hemos visto los peligros de una mundanidad
imprudente, de la bebida excesiva, de la pasión de un deporte... ¿Qué más
me dices?

DEJAR A DIOS POR EMBUSTERO

—Pues algo más. ¿No es demasiado cierto que, con frecuencia, los
sacerdotes dejamos a Dios por embustero?
—¿Cómo, cómo?
—Jesucristo dijo: “Vosotros no sois del mundo porque YO os he
elegido fuera del mundo...” Sí, es verdad que El nos eligió así, pero nos-
otros hemos vuelto al mundo, ¡y con qué rapidez! ¿Podemos decir con
justicia “que nosotros no somos del mundo, Jack”? El mundo está loco por
el dinero, loco por el placer, y nosotros, también nos sentimos tentados por
23
ellos. Fíjate en nuestros coches y en nuestros talonarios de cheques. ¡Casi,
casi lo único no mundano que muchos de nosotros conservamos es la
forma del alzacuellos!
—Vamos, vamos, no te pongas hiperbólico. Hasta la fecha, has sido
bastante cuerdo. No empieces ahora a exagerar. Recuerda que tenemos
derecho a alguna distracción y que estamos obligados a mirar para el
futuro.
—Ya lo sé; pero el futuro que debía ocupar la mayor parte de nuestra
atención es el de la Parroquia y no el del cura párroco. Concedo que
existan unas cantidades prudentes para casos de enfermedad, para la vejez,
y aún para los sufragios después de nuestra muerte. Pero verdaderamente
yo admiraría más que tuviésemos mayor confianza en Aquél a quien
doblamos. Cristo es providente y Pródigo. ¡Cristo es Fiel a los fieles! El
testamento de algunos curas ha sido un verdadero escándalo para la
Parroquia y una burla para quien profesaba ser un seguidor del Cristo
Pobre.
—Vuelvo a decirte, Joe, que esos son los menos.
—Es posible que sólo los menos estén prácticamente en posesión de
las cuentas corrientes, pero muchos las desean y ello es igual de malo.
Estoy seguro de que Cristo jamás habría sido banquero ni agente de Bolsa.
Estoy convencido de que nunca se le hubiese visto “jugando al alza”. Y en
cuanto a distracciones, ¿qué voy a decirte, Jack, si he oído a algunos
justificarse diciendo que son hombres profesionales, comparándose con los
jueces, los abogados, los médicos, y por lo tanto, con el mismo derecho
que ellos a ciertos privilegios profesionales?
—También yo lo he oído. ¿Y qué te parece a ti?
—Pues esto: que la única profesión que hemos hecho es la de ser
dobles de Jesucristo. Nuestra profesión estriba en tratar de ser pobres como
El lo fue, y no sólo pobres dé espíritu. Nuestra profesión es ser pastores del
rebaño y pastores del pueblo. ¿Y quién ha oído nunca hablar de que un
pastor se vaya a hacer una larga tourné o se tome unas prolongadas
vacaciones? Nuestra profesión es ser “crucificados para el mundo” y no
seguidores de sus modas. Nuestra única profesión es..., andar, hablar,
actuar, vivir, SER como Jesucristo. Si El recorría Judea de arriba a abajo,
no lo hacía como turista. Si El fue a la montaña y a la orilla del mar, jamás
en sus treinta y tres años de existencia terrena se tomó una vacación. Su
recreo consistía en cambiar de ocupación.

24
Para descansar, subía a la montaña para orar, o bien “llevaba a sus
discípulos aparte, a un lugar desierto para descansar un poco”. ¡Eso es el
retiro! ¡Qué malos dobles hacemos del Hombre-Dios! ¿Quién de nosotros
ha practicado las palabras de Cristo “vosotros NO sois del mundo”?
¿Quién de nosotros puede decir con San Pablo: “El mundo está crucificado
para mí y yo paro el mundo”?
—Pero Joe, también tenemos derecho a cierto descanso, sobre todo
los más viejos y delicados.
—Naturalmente, no me refiero a los que en realidad necesiten de
descanso; hablo de la masa. Es posible que si necesitemos unas vaca-
ciones, pero unas vacaciones para curas, con curas y como curas. Estoy
convencido de que uno de nuestros mayores remordimientos para toda la
Eternidad serán las misas que no hayamos dicho y que podíamos haber
dicho. No sé si me entiendes...
—Claro que te entiendo, y perfectamente. Es más, he de decirte que
has subrayado de tal forma tu primera conclusión, que viene a constituir
casi una acusación contra un cuerpo que, según dices es bueno.
En resumen, le acusas de no haberse mantenido intocable y de que,
por lo tanto, el mundo le ha rebajado convirtiéndole en un cuerpo de
hombres mundanos. ¿No es eso sobre poco más o menos?
—En efecto, Jack; no hemos sido conscientes de nuestra dignidad ni
de nuestro deber. Mundamini es nuestra alerta. ¡Conservémonos
LIMPIOS! Limpios del mundo y de las cosas mundanas, puesto que Cristo
ha dicho que nosotros “no somos del mundo”. Limpios del mundo porque
estamos consagrados y porque mañana, al alba, consagraremos no un cáliz,
un altar o una iglesia, ¡sino el Cuerpo y la Sangre del menos mundano de
todos los hombres y del más LIMPIO de todos los hombres limpios! Al
alba, sostendremos en nuestras manos a Aquél a quien doblamos. Si yo me
repito hoy mismo sin cesar que soy intocable y cuando llega la necesidad
se lo digo a los demás, no tendré dificultad en mantenerme limpio, ni en
vivir conforme a mi profesión como un doble del Cristo Pobre.
—Es decir, tú reduces todo a ser conscientes de nuestra dignidad.
—Así es. Nuestra dignidad y nuestro deber se reúnen en la sola
palabra doble. Conque siempre fuéramos conscientes de nosotros mismos,
conscientes de nuestra verdadera personalidad, seríamos limpios, puedes
creerme. Tú fíjate... Nunca permitimos a ningún hombre, mujer o niño
tocar un cáliz consagrado, ni una custodia ni un copón, ¿verdad? No se nos
ocurriría siquiera tolerar a una mujer entrar en el Santuario y tocar los
25
Vasos Sagrados; sin embargo, yo soy el cáliz vivo de la Preciosa Sangre,
yo soy el copón de la Hostia Consagrada y soy la custodia viva donde se
expone Dios vivo. Todos los sacerdotes lo somos, y, a pesar de ello, cuánta
libertad indebida nos permitimos y hasta fomentamos de los hombres, y
algunos..., ¡hasta las mujeres! Deberíamos ser mucho más intocables que
un cáliz, pues éste puede perder su consagración y nosotros nunca
podemos perder la nuestra. Ahora bien, debo decir que ningún hombre, ni
ninguna mujer, ni ningún niño, tocaron jamás a un sacerdote sin haber sido
antes animados a hacerlo. La culpa es, pues, siempre, del sacerdote.
—Creo que en eso tienes razón...
—¡Desde luego que la tengo! ¡Qué sacrilegio es profanar la Custodia
viviente del Altísimo! San Pablo dijo: Pórtate Deum In Corpore Vestro. Si
escuchásemos a San Pablo y nos percatásemos de que nuestros cuerpos
son cosas sagradas, los conservaríamos intocables y no habría hombre,
mujer o niño, que osara quebrantar la prohibición de poner mano sobre el
Tabernáculo vivo, sobre la Custodia de Jesucristo. Intocable es la consigna
que debemos’ usar para estas maravillosas cualidades concedidas por Dios
a nuestras almas inmortales de sacerdotes. Mundamini es la orden.
—Es muy interesante eso que dices, Joe, pero a medida que hablabas
he seguido pensando que volvías a referirte a la minoría. Todo cuanto, has
dicho sobre los curas es cierto, pero no lo es respecto a todos los curas.
Llama la atención que un sacerdote obre mal, pero nada significa que
vivan con rectitud los treinta mil restantes. Por lo menos, así es para el
mundo, lo que en realidad es un tributo que nos rinde como cuerpo. Ahora
bien, tú te has dedicado a atacar a un elemento del sacerdocio que, gracias
a Dios, está muy lejos de ser el elemento principal. Admito de buen grado
que todos nosotros estamos hasta cierto punto tentados por las cosas
mundanas y que todos sentimos inclinación hacia lo que has estado
lamentando. Pero ni todos estamos enviciados en el golf, ni todos somos
avaros, ni todos seguimos la filosofía de Omar Kayyam.
—Cierto; pero lo que he dicho sobre nuestra dignidad y nuestro
deber; lo que he hablado sobre nuestra intocabilidad, ¿no es aplicable a
uno y a todos? ¿No somos todos dobles del Hombre-Dios?
—Las ideas que has expuesto son prácticas y pueden ser utilizadas
por todos, eso no hay duda. Mis objeciones sólo las formulo a algunos de
los argumentos y de los ejemplos que empleas. El ser un doble del
Hombre-Dios es sencillamente emocionante. Debería servir a quien

26
recapacite en ello como estímulo para la gratitud y la grandeza. La
idea de mantenernos intocables debería servir a todos de coraza contra la
mundanidad. Pero quizá el punto más impresionante de los que hasta ahora
has expuesto sea precisamente el que no has desarrollado. Me refiero al
punto de la mediocridad. Ese sí es aplicable a la masa. Cuando pienso en
lo que deberíamos ser y en lo que podríamos ser..., tengo que
considerarnos como mediocres.
—Casi no hace falta subrayar lo evidente, Jack. Cualquiera con
mediana vista adivina que somos mediocres e incluso que en algunas cosas
ni siquiera alcanzaremos la mediocridad. ¡Qué vergüenza para nosotros
pensar en lo que hace mil novecientos años llevaron a cabo en el mundo
doce pescadores ignorantes e ineducados, pero piadosos, mientras
nosotros, más de treinta mil en nuestro país, no hemos logrado convertir un
solo Estado!
—Sólo ha habido un Pentecostés, Joe.
—Ahí voy a parar precisamente, Jack. Debería haber más; pero la
culpa de que no los haya no es de Dios. Fíjate en toda nuestra educación
sistematizada, en nuestros años de filosofía y teología, en nuestras A. B.,
nuestras M. A., nuestras Ph. D., y nuestras S. T. L., a pesar de las cuales,
doce pescadores, nos han avergonzado.
—Sí, Joe; pero, naturalmente hablando, nosotros estamos mucho
mejor preparados.
—Naturalmente, sí, pero sobrenaturalmente, no. Y la culpa es
nuestra. Nos lanzamos a evangelizar el mundo, y cuando queremos darnos
cuenta es el mundo el que nos ha evangelizado a nosotros.
—¿Por qué? Eso es lo que tienes que explicarme. ¿Por qué?
—Indudablemente, tener siempre conciencia de nuestra dignidad y
recordar en todos los momentos, en todos los lugares y con todas las
gentes que somos el doble del Hombre-Dios, rectificaría muchas cosas que
necesitan rectificación. Sería un remedio, estoy seguro. Pero para una
curación completa de nuestra epidemia, se necesita llegar al foco de la
infección. Es menester averiguar POR QUE somos tan olvidadizos de
nuestra dignidad. ¡Sólo entonces habremos conseguido algo! Hasta que no
hayamos alcanzado esa profundidad sólo podremos obtener un alivio
provisional, pero no la curación definitiva:
—Doblar a Cristo es una idea fundamental, Jack, y debe constituir
nuestro ideal básico.

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—Sí. Pero ¿por qué olvidamos con tanta rapidez el ideal? ¿Cómo es
que la idea, de subsistir, ejerce tan poca influencia sobre nosotros? Tal es
la raíz de nuestra dificultad y la causa de nuestra mediocridad. ¿Por qué
somos tan inconscientes de nuestro deber y de nuestra dignidad?

HABEIS DE CAER DE HINOJOS

Me dirigí a mi mesa de trabajo y eché un vistazo a las notas que había


escrito.
—Escucha, Jack. Esto podrá parecer una digresión, pero no lo es.
Aquí tienes otra cosa que me ha enseñado Hollywood. Jimmie doblaba
esta mañana a un famoso astro del cine y lo hacía a la perfección. Los
maquilladores tenían su parte, claro es, pero Jimmie fue quien daba el
toque final. Caminaba igual que el Protagonista, se sostenía como él,
incluso había captado su característico balanceo sobre las puntas de los
pies, del que el famoso actor se muestra tan ufano cuando parece
contemplar algo a lo lejos. A escasa distancia, viéndoles juntos, no podía
decirse cuál era la estrella y cuál el doble. ¿Sabes cómo ha adquirido Jim-
mie esa perfección?
—Seguramente imitando al astro como los monos imitan al hombre.
Ya sabes que Jimmie es un mímico excelente.
—No es eso, Jack. Por lo menos eso no §s lo suficientemente
profundo. Jimmie ha adquirido esa perfección mediante el estudio y sólo
mediante el estudio. Ha observado, ha analizado, ha reflexionado mucho, y
sólo después de esto ensayó una imitación... Si yo he de doblar a
Jesucristo, tengo que hacer lo mismo. Tengo que estudiarle, analizarle,
reflexionar sobre sus actos y sus hábitos. Es decir: tengo que caer de
rodillas ante El. Si me preguntas en qué consiste el motivo de nuestro
fracaso de vivir al nivel de nuestra dignidad y el de no tener nunca la
conciencia de ella, te diré que se debe... ¡AL DESCUIDO DE LA
ORACION!
—No es la primera vez que oigo decir eso. No obstante, los
sacerdotes rezamos diariamente una hora de Oficio, decimos a diario nues-
tra Misa; todo ello, con su correspondiente preparación y acción de
gracias, lleva otra hora. Por lo tanto, durante toda nuestra vida sacerdotal,
dedicamos al menos dos horas completas diarias a la oración—es decir, a
la oración formal—y eso, sin olvidar que el trabajo también es oración.

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—Sí, Jack, el trabajo es oración, pero cuando se lleva a cabo per
Ipsum et cum Ipso et in Ipso. El trabajo es oración cuando lo utilizamos
como medio para mantenernos unidos a Jesucristo, como medio para
unirnos aún más estrechamente a Dios. El trabajo es oración cuando
supone una elevación de la mente y del corazón hasta Dios. Pero, dime,
¿cuántos de nosotros trabajamos así? Una vez oí decir a un Delegado
Apostólico: “Hubo una época
en Que nosotros los sacerdotes, teníamos una intención real antes de
comenzar todos nuestros trabajos, pero no tardamos en darnos por
satisfechos con la intención virtual, que luego se hizo habitual, y ahora me
pregunto sí, en el mejor de los casos, podríamos llamarla interpretativa.”
—Tenía razón en cierto modo ese Delegado, pero fíjate, Joe, que
admitía que podría y debería ser una oración.
—Sí, podría y debería serlo..., ¡pero no lo es! No lo es para la
mayoría de nosotros, para esa mayoría a la que nos estamos refiriendo.
Hay algunos que sí hacen una oración de su trabajo. Tú los has conocido y
yo también. Esos son verdaderos sacerdotes, verdaderos hombres de
oración. Dedican mucho más de una hora al Santo Sacrificio, pues ni
siquiera se les ocurre investirse sin haber pasado por lo menos veinte o
treinta minutos de meditación, preparando su mente y su corazón para el
Acto Maravilloso. Después de realizarlo pasan otros veinte o treinta
minutos dando gracias a Dios. Son hombres que pueden decir con San
Agustín: Psalterium meum, jucundum meum. Hombres que REZAN
verdaderamente su Oficio, mientras la mayoría de los demás, nos li-
mitamos a LEERLO. ¿Y cuántos de nosotros nos damos cuenta de lo que
leemos? Ah, ya sé que eso no es esencial; pero, con toda sinceridad, ¿me
quieres decir qué clase de alabanza se puede hacer cuando no se sabe lo
que se está diciendo, ni se molesta uno en averiguarlo?
—Antes has definido la oración al decir que era “elevación de la
mente y del corazón hasta Dios.” ¡No pidas ahora más que la Iglesia!
—Sin hacerlo, me gustaría saber qué clase de elevación puedo tener
cuando no leo frases o ideas sino sólo palabras, y palabras cuyo sig-
nificado desconozco. Aunque lea mi Oficio digne, atiente et devote,
aunque diga mi Misa con todo fervor, ¡no es suficiente! Todo ello son
plegarias públicas y si he de ser un hombre de Dios, si he de ser un
verdadero doble de Jesucristo, debo hacer mucha oración privada. ¡Debo
caer de hinojos muy a menudo!
—No somos contemplativos, Joe. Nuestra vida es activa.
29
—Eso es una falacia, que he oído criticar muchas veces.
—Bueno, pues oigamos cómo la criticas tú ahora.
—Encantado. Nuestra vida es una vida activa. De acuerdo. Pero la
actividad a que estamos sometidos, la única actividad que constituye el
corazón y la esencia de nuestra vida activa, consiste en reproducir a
Jesucristo en nosotros mismos y en los demás. Tenemos que estar
constantemente en acción, y esa acción ha de consistir en doblar al
Hombre-Dios. Pero ¿cómo podremos reproducirle en cada una de nuestras
acciones, si no conocemos exactamente cada una de las suyas? ¿Cómo
podremos realizar un perfecto doblaje sin un íntimo conocimiento del
Original? Un verdadero artista no pinta nunca de memoria; siempre tiene
delante al modelo. Un escultor auténtico, trabaja con el cincel y el martillo,
sí, pero sin que sus ojos dejen de mirar al modelo. Y un cura que crea que
puede ser un verdadero sacerdote sin tener siempre puesta la mirada en
Jesucristo; un cura que crea que puede doblar diariamente al Hombre-Dios
y se atreva a realizar la labor activa de su ministerio activo sin tener
presente a su Modelo Jesús constantemente ante sus ojos, intentará un
absurdo y ensayará un imposible. No se puede ser un ardoroso partidario
de alguien, si no se ve al jefe a quien se sigue. ¡No se puede reproducir sin
ver el Modelo! ¡No se puede doblar a alguien
sin conocer a fondo el Original! Todo ello quiere decir que no se
puede ser sacerdote sin MEDITAR.
—¿Te refieres a la meditación formal?
—No me refiero a nada. No hago más que exponer hechos. Digo,
sencillamente que, si no estudiamos a Jesucristo, nunca llegaremos a
conocerle; que, si no llegamos a conocer realmente sus modales y sus
motivos, nunca podremos doblarle y que, si fracasamos al doblarle, nunca
seremos sacerdotes. Lo que digo es que el único camino bueno para
conocer a Cristo es estudiarle con la oración. Los libros qua libros, nunca
proporcionan el conocimiento íntimo de corazón que necesitamos. Lo que
necesitamos se llama “iluminación e inspiración”, o sea en una sola
palabra, la GRACIA, que sólo se alcanza en la oración, con la oración y a
través de la oración.
—De todos modos, insisto en mi pregunta. ¿Lo que pides es la
oración formal?
—No, Jack; no pido eso, si a la que te refieres es la que debe tener
tres puntos y un coloquio preciado de tres preludios. Pero sí pido que los
sacerdotes oren. Que mediten verdaderamente. ¡Que mantengan
30
conversaciones ininterrumpidas con Dios! El formalismo es una
calamidad, ya lo sé. Pero tú quieres saber por qué somos tan inconscientes
de nuestra dignidad y yo te digo que por no atenernos suficientemente a
los formalismos. Si hiciésemos una meditación formal todas las mañanas o
a cualquiera otra hora del día, no nos olvidaríamos tan a menudo de que
somos dobles de Jesucristo.
—Bueno, Joe: acaba de decidirte: o pides meditación formal o no la
pides. ¿En qué quedamos?
—Cuando digo meditar, Jack, quiero decir que seamos hombres de
oración. Cuando hablo de un hombre de oración, quiero decir un hombre
que haga las lecturas meditando, que utilice con frecuencia las oraciones
jaculatorias, un hombre que tenga pura intención en todas sus obras y que
renueve constantemente esa intención. Quiero decir que hay que ser un
hombre que RECE su Oficio, que ame el Sagrario y a quien se vea muchas
veces deteniéndose bajo su lámpara; un hombre que se prepare para sus
Misas y dé verdaderas gracias después de ellas. Es decir, un hombre que
viva continuamente en la presencia de Dios.
—Entonces, insisto en que hablas de los contemplativos.
—Y yo te digo que no; que hablo de los curas activos de las
parroquias activas.
—Pero hablas del hábito de la oración.
—¡Exacto! Y digo y repito que un sacerdote no puede serlo
verdaderamente, a menos que adquiera el hábito de la oración.
—¡Pides mucho, Joe!
—Pido lo menos que un hombre puede dar si quiere actuar como
doble de Cristo. Estoy convencido—por la experiencia y por la observa-
ción—de que TODAS las caídas del sacerdocio se deben a la falta de
oración. Sé que si vivimos inconscientes de nuestra dignidad, se debe sólo
a nuestra inconsciencia del deber de orar. ¡Tenemos que caer de hinojos
muchas veces!
—¡Fíjate bien en lo que pides!
—No pido más que unos veinte minutos o media hora por la mañana
y cinco o diez minutos por la noche. Una prolongada mirada a Jesús por la
mañana y una prolongada mirada a mí mismo por la noche. Prométeme ese
poco y yo te prometeré un clero capaz de renovar la tierra.
—Te contradices. Hace un momento pedías alguien que caminase
continuamente en la presencia de Dios, que estuviera inmerso en la
31
atmósfera de la oración; hombres que hicieran de todas las cosas un medio
de unirse con Dios. Antes describías a un místico, ahora desciendes a un
hombre. ¿Así que es eso todo lo que quieres? ¿Treinta o cuarenta minutos
de mi jornada?
—Concédeme eso, Jack, y el resto vendrá solo. Concédeme treinta o
cuarenta minutos y yo te prometo la santidad. No te rías de mi mística,
porque aun rebajada a nuestra propia manera, todos hemos de ser místicos.
Concédeme, pues, esos treinta o cuarenta minutos y el resto se nos dará
por añadidura.
—¿Cómo?
—Déjame estudiar a Jesucristo un ratito cada mañana o a otra hora
cualquiera del día, pero déjame estudiarle más con el corazón que con la
cabeza; déjame verle de esa forma con los ojos para poder reproducirle,
que lo demás ya llegará. La meditación formal, como tú la llamas, termina
después de veinte o treinta minutos, pero el fruto de la meditación irá
madurando a través de toda la jornada. El objeto de la meditación nunca
estará totalmente ausente de mi mente, la resolución de mi voluntad, ni los
afectos de mi corazón. Lo que haya visto antes de romper el alba ejercerá
su influencia sobre mí desde la salida del sol hasta que aparezcan las
estrellas. Mi meditación no terminará al dejar de estar de hinojos: al
contrario, será entonces cuando comience realmente. Lo que en esos veinte
o treinta minutos haya visto del Original será lo que reproduzca durante el
resto del día. Esa pequeña meditación será la dínamo de mi jornada;
cualquier luz, cualquier calor o energía que señale mis obras durante el día,
mientras doble a Jesús, habrán sido generados en esos breves momentos
que dediqué al estudio de mi “Estrella.” Si al incorporarme después de
haber estado de rodillas doy por terminada mi meditación, tal vez habré
llevado a cabo un ejercicio piadoso, pero desde luego, ¡NO habré estado
meditando! La verdadera meditación debe continuar a través del día
entero. Por eso te digo que me des un clero que medite realmente durante
veinte o treinta minutos diarios y deja que hagan de las suyas los
dictadores ateos, deja que el comunismo que se está infiltrando en nuestro
país estalle con toda su furia inflamada, e incluso que el mismo Anticristo
se incorpore con todo su poderío. Nada de ello me preocupará lo más
mínimo; pues tropezará con un cuerpo tan indestructible como Gibraltar,
tan inflexible como el acero, tan inconquistable como el Cristo a quien do-
blamos. Que cada uno de nuestros treinta mil sacerdotes caiga de hinojos
durante media hora cada día, contemple la maravilla de su ordenación, se
asombre del misterio de su vocación, se dé cuenta de la altura de su
32
elevación, se quede absorto ante el hecho de que Dios utilice como dobles
suyos a simples mortales, que tome luego la resolución varonil de perma-
necer consciente de su dignidad durante todo el día, y verás cómo tenemos
un clero que “caminará digno de la devoción a que ha sido llamado”;
entonces contaremos con un cuerpo de santos, dobles de Jesucristo.
—¡Bravo, Joe! ¡Muy bien hablado! Pero dime, ¿cómo te las
arreglarás para que todo eso deje de pertenecer a lo ideal y se convierta en
real?
—Bastará con la sencillez.
—¿Con la sencillez?
—Sí, Jack, con la sencillez en su forma más pura. Si nos convertimos
en hombres sencillos, tardaremos muy poco en ser santos.
—Explícame eso.

HOMBRES CON UNA SOLA IDEA

—Un hombre sencillo es un hombre con UNA SOLA IDEA


ABSORBENTE. Sólo tiene un ideal que penetró por su cabeza hasta
hundirse en su corazón y constituye la vena yugular de su sistema
sanguíneo. Cuando digo totalmente absorbente, es eso precisamente lo que
quiero decir: ¡TOTALMENTE ABSORBENTE!
—¿Esa es tu idea de la sencillez? ¿Ese es tu concepto de un hombre
sencillo?
—Sí. Eso ES un hombre sencillo, Jack. Tal hombre es un individuo
intenso. Su única idea se ha convertido en pasión arrebatadora. Es su único
modelo, la única norma verdadera que aplica a todo.
—¿Crees que la ausencia de multiplicidad es el mejor camino para la
sencillez?
—Exactamente. Y ya ha surtido efectos, Jack... Recuerda a San
Pablo. Su única idea... San Bernardo. Su pregunta única y continua era:
“¿Para qué me hice monje?” La de San Luis Gonzaga era: Quid hoc ad
aternitatem? San Estanislao se repetía a sí mismo incansablemente que
había nacido para cosas más altas, y San Ignacio se sentía espoleado
siempre por su frase ad majorem Dei gloriam. ¡Esa clase de sencillez es la
que lleva a la santidad...!
—¿Y nosotros hoy en día...?

33
—Pues lo que llevo diciendo toda la noche. Sólo esta idea: ¡Somos
un doble de Jesucristo! ¡Somos un doble de Jesucristo! Que esta frase
penetre en nuestras venas, que sea nuestra única norma, la medida con que
juzgamos lo que ha de hacerse y la forma en que ha de hacerse, que se
apodere de nuestro corazón y seremos verdaderos sacerdotes. Permíteme
insistir una vez más en que la meditación matinal
introducirá esta idea en nuestro corazón y ei examen de la noche la
sostendrá.
—¡Ah! Eso es lo que quieres que haga con mis diez minutos de la
noche, ¿no? Casi me había olvidado de ellos. Es decir, tú quieres un
examen nocturno de conciencia, ¿no es eso?
—Sí, Jack. Y es tan importante, por no decir que más importante, que
la meditación matutina. Es una comprobación perfecta de lo que hemos
hecho y por qué lo hemos hecho. Si nos examinamos verdaderamente
todas las noches, llegaremos a saber cuándo, dónde y por qué fracasamos
en nuestro doblaje de Cristo. Semejante examen vendrá a ser como el
espejo para nuestro maquillaje. Al mirarnos en él todas las noches, nos
veremos tal y como somos, no como nos imaginamos ser.
—Ese punto es muy interesante.
—Mi plan para conseguir un sacerdocio mejor, casi me atrevería a
decir un sacerdocio perfecto, es éste: Una mirada al Modelo todas las
mañanas y una mirada al hombre que intentó reproducir al Modelo todas
las noches. Seguido fielmente, hará que vivamos rectamente y nos
encontremos dispuestos a morir cada noche: Es fácil, ¿verdad? Y, sin
embargo, admitirás que está bien fundado y es sustancioso.
—Sí, Joe. Es un plan sencillo, práctico y al alcance de todos, pues no
existirá uno solo entre los treinta mil que somos, que no pueda disponer de
veinte o treinta minutos por la mañana y diez o quince por la noche para,
realizarlo.
—Y si no se puede disponer de ellos, se inventan.
—Conforme. Ahora bien: lo que me preocupa es si conseguirás
hacerles seguir tus ideas. Tú estás entusiasmado esta noche. Ha aparecido
de pronto en tu camino una nueva idea, una verdadera gracia, y la
enarbolas como la panacea que puede curar a todo el clero. Yo he estado
recapacitando mientras te escuchaba. Has profundizado mucho y tu lógica
no ha fallado. Dices que fracasamos por no tener conciencia de nuestra
dignidad e insistes en que no la tenemos porque no meditamos. Por eso,
propones la meditación matinal que ha de influir en nuestra jornada entera,
34
como remedio universal para nuestra maldita mediocridad y para otras
cosas aún peores. Es UN método curativo, no lo niego; pero ¿será el
adecuado y el UNICO? ¡Eso es lo que quisiera yo saber! En fin, voy a
consultarlo con la almohada esta noche y mañana cuando venga Eddie nos
reuniremos los tres, volcaremos juntos nuestras experiencias y veremos si
llegamos adonde necesitamos llegar. A la mejora de nuestra condición que,
aun no siendo mala, no es todo lo buena que debería ser.
Después de decir esto, el Padre Jack se fue y yo permanecí horas y
horas sentado y cavilando; cavilando en las maravillas que podrían
alcanzarse en los Estados Unidos si sus treinta mil sacerdotes católicos
llegaran a inflamarse con la idea de que sólo tenían un UNICO trabajo que
realizar: el de
¡DOBLAR A JESUCRISTO!

35
SEGUNDA PARTE

“¡Qué vida, Dios mío!


Y es vuestra,
¡oh sacerdotes de Jesucristo!
(Lacordaire).

36
CONSULTAD AL MÉDICO

El Padre Eddie llegó al día siguiente. Es nuestro hermano mayor y


pertenece, como yo, al clero secular. Mas al revés que yo, Eddie es un
magnífico maestro de ejercicios. Tres hermanos, sacerdotes los tres, y, sin
embargo, totalmente distintos en la manera de pensar, de hablar y de
carácter que pueden serlo tres hermanos. No solemos reunimos los tres
muy a menudo, pero cuando lo hacemos, podéis estar seguros de que
aprovechamos bien el tiempo y la ocasión, sacándoles todo el partido
posible.
El Padre Eddie conocía California del Sur la mismo que el noventa
por ciento de los nativos del lejano Este: es decir, nada. Por eso estaba ya
bien entrado el día siguiente planeado por el Padre Jack, antes que
hubiéramos comenzado nuestra discusión. Y aunque parezca raro, ésta fue
suscitada por el Padre Eddie, al preguntarme:
—¿Tienes confesor fijo, Joe?
Le dije que no.
—¿Y tú, Jack?
—¿Cómo quieres que tenga confesor fijo si no paso ni dos meses
seguidos al año en ei mismo sitio?
—Bueno, bueno... ¿Y qué os parecería tenerlo?
—Ad quid?
—Como el único medio de asegurar la santificación de vuestra alma.
Este fue el argumento del maestro de ejercicios muy recientes, y yo he
pensado adoptarlo también para mis tandas de este año. ¿Qué os parece?
E

37
—Por mi parte, yo me daría por satisfecho con que todos nos
confesáramos regularmente, sin preocuparme de que el confesor sea fijo o
no—dijo Jack—. Pero, ¿a dónde vas a parar exactamente?
—Mira, Jack: la absolución podemos obtenerla de cualquier
sacerdote ordenado con jurisdicción, pero no podemos encontrar consejo,
dirección o advertencia de cualquier sacerdote, ni siquiera de todos ellos.
Y he de deciros que lo que más necesitamos los curas es ¡dirección! En
muchos casos encuentro que los ejercicios duran muy poco. La intención
de cuantos los hacen es buena y todos están dispuestos a mejorar. Pero la
presión y la dispersión de sus trabajos no tardan en trastornar todos los
buenos planes y sus magníficas resoluciones se evaporan en seguida.
Llevo mucho tiempo tratando de descubrir alguna fórmula que asegure una
mayor permanencia de la labor de los ejercicios, y he llegado a pensar que
la mejor para conseguirlo sería tener un confesor fijo, un confesor que
comprenda la vida espiritual y conozca el alma del individuo.
—Yo creo que puede conseguirse con la confesión periódica nada
más.
—No lo creas, Jack. Tal vez sí para los despreocupados. Pero ¿y para
la mayoría de los sacerdotes buenos y sinceros? ¿Cuántos de ellos tienen
confesor fijo?... Incluso entre nosotros los religiosos se hace cada vez más
raro, y entre vosotros los seculares es una verdadera excepción.
—¿Cuál es tu argumento, Ned? —le pregunté— Sencillamente éste:
que nosotros, los sacerdotes, no sacamos todo el partido debido del
Sacramento de la Penitencia. Conocemos los asuntos del cuerpo, pero
ignoramos la mitad de los del alma. Buscamos a un especialista para
nuestras enfermedades corporales y, por lo general, nos quedamos con un
médico que conozca de pé a pá nuestra historia patológica. En cambio,
para el alma y sus dolencias..., sirve cualquiera. Y yo os digo que obrar así
es sumamente imprudente.
—¡Ah! ¿Con que vas a desarrollar la teoría de que el confesor es el
médico del alma, eh? ¡Buena idea, Ned! —exclamó Jack—, porque todos
estamos enfermos; la mayoría de nosotros de manera crónica, aunque
quizá los más graves sean los que piensan encontrarse bien.
—Esa es la idea principal. Este año no voy a acusar, sino a predicar
la prudencia. Mi gran argumento será la prudencia en el cuidado del alma,
y esto exige un confesor fijo que la conozca por el revés igual que por el
derecho.

38
—¿Y los que se hallen en circunstancias en que resulta incómodo
acudir a un confesor fijo?
—¿Por ejemplo...?
—El cura rural; es decir, el que se encuentra en “espacios abiertos”.
—En primer lugar, nunca debe plantearse una cuestión de comodidad
o incomodidad cuando se halla en juego el alma inmortal. Pero admitiendo
la incomodidad, ¿conocéis algún cura rural que no sea capaz de hacer un
viaje hasta la ciudad para buscar su analgésico favorito cuando le duele
algo? Si padece una enfermedad crónica, los viajes a la ciudad se
convertirán en semanales, y nunca le oiréis hablar de la incomodidad. ¿Por
qué no ha de suceder lo mismo cuando se trata del alma? ¿Qué te parece,
Joe?
—Estaba pensando en lo que San Bernardo dijo acerca de este
asunto.
—¿Qué dijo?
—Hablando de quienes siguen su propio consejo en las cosas
espirituales, dijo que “se aconsejan de un necio”. ¡Esto sí que podrás utili-
zarlo, Ned! ¿No es curioso, en efecto, que nosotros que siempre estamos
dando consejos a los demás, los busquemos tan pocas veces para nosotros
mismos?

¿PUEDE SER INQUIETANTE ESTO?

Ahí tienes un buen tema, Ned; un tema fuerte y que deberá hacer
mella en los optimistas —dijo el Padre Jack— ¿Pero lo que a mí me
interesa averiguar es cuál es el mayor defecto del clero? ¿Cuál es, a tu
juicio, nuestra falta más grave? ¿Cómo la diagnosticas?
—De afeminamiento.
—¡Caramba! ¡Eso sí que es dinamita pura! —exclamé.
—No te lo aceptarán—dijo Jack.
—Ya lo sé—río el Padre Eddie—. En conjunto no querrán admitirlo,
aunque tal vez lo acepten con relación a algunos individuos aislados. Pero
para acusar de tal a la colectividad habrá que endulzar la idea, lo cual,
después de todo, no es más que otra prueba de lo fundado de la acusación.
—Acabas de decir que este año no piensas acusar—le recordé.

39
—Y no pienso hacerlo. Pero me habéis pedido que os diga cuál es
para mí el defecto mayor del clero y esa es mi respuesta: ¡el
afeminamiento! Fijaos en su manera de vestir. Debemos ir siempre con
decoro y decencia, pero el número de curas elegantes es incontable. Y
déjame decirte, Jack, que esto es más frecuente entre los religiosos jóvenes
que entre los seculares. Espero que no te moleste lo que te voy a decir,
pero me hace el efecto de que la pobreza religiosa no se practica
debidamente. El invierno pasado conocí a dos que eran una verdadera
vergüenza para el alzacuellos romano. Llevaban elegantísimos sombreros
hongos, bufandas blancas, guantes de gamuza, ¡y hasta bastones! |Eso es lo
que yo califico de “decencia borracha”!
—¡No hay que acalorarse, Padre Eduardo —le reconvine—, que
estamos en un clima muy cálido!
—Este asunto me saca de quicio. He contemplado la operación del
afeitado matinal de algunos y podéis creérmelo: si la mujer emplea igual
cantidad de tiempo y de trabajo para maquillarse, yo sancionaría la
separación legal. No hace mucho tiempo eché un vistazo al necessaire que
llevaba un joven religioso para su fin de semana, y os doy mi palabra de
que las mujeres lo han solucionado todo con sus compactos. El necessaire
en cuestión, contenía crema de afeitar, crema limpiadora, crema de masaje,
loción para después del afeitado, otra loción vigorizadora de la piel y ¡un
bálsamo para el cutis! En cuanto a los polvos, es probable que los llamados
masculinos sean para hombres, pero, desde luego, no para hombres
varoniles, y mucho menos para hombres de Dios. Os aseguro que aquello
no era el maletín de un religioso, sino una barbería ambulante con su salón
de belleza incluido.
—En fin, los de todos no son iguales... ¿No crees que ése a que
aludes es una excepción?
—Vamos, Jack, tú lo sabes igual que yo. Ya sabes que ese cuidado de
sí es corriente en mi generación y que tampoco supone una excepción en la
tuya.
—El chico tiene razón, Jack. ¡Ya lo creo! Di que sí, Ed. Puedes
llamarlo afeminamiento y decir que se manifiesta en el cuidado de
nuestros cuerpos, de nuestras ropas, de nuestros alimentos y hasta de
nuestras bebidas.
—Sí—interrumpió el Padre Ed—, en todo lo material. La lujosa
América del siglo xx ha socavado galerías en la vida cotidiana del clero, y

40
no te quepa duda, Jack, que esas muestras externas hablan del
afeminamiento del interior.
—Tendrás que probárnoslo.
—Nuestros curas piensan y predican de una manera anémica. Rara
vez atacan por derecho. Rara vez exigen algo. Rara vez exponen la ley con
llaneza. Insisten en que sólo debemos insinuarla. ¿Podéis imaginar siquiera
cosa más absurda? ¡Insinuar la ley a nuestro mundo sofisticado, satisfecho
de sí mismo y lleno de pecados! Muchos de los que acuden a las misiones
son incapaces de comprender ni aunque se les golpee en la cabeza con un
martillo y nuestros apóstoles modernos se empeñan en enseñarles
indirectamente. ¡Yo os digo que eso es afeminamiento y en su peor forma!
—Has dado un nombre diferente a lo que Joe llama mundanidad. No
me sorprende tu idea, Ned, sino la fuerza con que la sientes.
—Hay veces que me siento materialmente asqueado. Tal vez se deba
a mí juventud o tal vez a que enfoco sólo la excepción y hablo de lo
extranjero, pero lo cierto es que me parece que muchos viven y predican
un Quinto Evangelio. Prácticamente siguen un Novísimo Ascetismo, en el
que han declarado tabú la mortificación.
—Eso ya suena mejor, Ned—intervine—. Si les dices que no se
mortifican se revolverán, pero si les llamas afeminados se rebelarán.
—Ya lo sé, Joe. Y como antes decía, ésta es, precisamente, una de las
pruebas más fehacientes de su afeminamiento. Ante ellos no puedo llamar
sencillamente pico a un pico: tengo que decir que es “un hábil
descubrimiento que mejora y ayuda considerablemente a la excavación”.
¡Bah! Se amparan en el terreno de la cultura y el refinamiento, pero eso,
para mí, sólo es afeminamiento, afeminamiento y afeminamiento.
—¿Quieres decirnos cuál es ese Novísimo Ascetismo, Ed?—preguntó
Jack.
—Pues, en resumen, la creencia de que mientras trabajamos lo
hacemos todo. No necesitamos mortificación corporal alguna porque el
trabajo es penitencia. No necesitamos meditación porque el trabajo es
oración. No necesitamos disciplinarnos porque el trabajo es el flagellum.
No necesitamos ayudas para la santificación porque el trabajo es
santificación. El trabajo es el Camino Purgativo, Iluminativo y Unitivo. El
trabajo es la Regla, la Cruz..., y el avión de línea que ha de conducirnos
derechitos al Cielo... Pero lo peor de todo es que la mayoría de nosotros no
tenemos trabajo suficiente para mantenernos alejados del peligro. Una
jornada de verdadero trabajo nos mataría a la mitad de nosotros.
41
—Entonces—preguntó el Padre Jack—, ¿tú crees que la falta de
mortificación es el cáncer que está acabando con la vitalidad del clero?
Sospecho que hay bastante verdad en lo que dices, pero, ¿cómo vas a
acoplar eso en tu teoría, Joe?
—Muy fácilmente. ¿Por qué nos mortificamos tan poco? ¡Porque no
meditamos! Porque no tenemos conciencia de nuestro papel de dobles de
Jesucristo. Si yo dirigiera una honda mirada
a Jesús, que siendo Dios tuvo ante Sí la Cruz desde Belén al Calvario,
¿creéis que podría dejar de mortificarme? Si yo estudiara en serio al
varonil, al vigoroso, al divino “Hombre-Varón” que fue Jesucristo, ¿creéis
que podría ser afeminado? ¡De ninguna manera! Creo, Jack, que ya he
encontrado la curación... Consiste en la meditación matutina.
Con su laconismo y claridad habituales, el Padre Jack expuso al
Padre Ed las líneas generales más importantes de la conversación que
habíamos sostenido la noche del día en que Jimmie el aviador, el doble de
Hollywood, me había abierto los ojos. Me impresionó ver la forma en que
la idea del doble se apoderaba del Padre Ed. Parecía entusiasmado con
ella, pero cuando llegamos a la meditación matinal y al examen nocturno
como medios indispensables para mantener esta idea vital, su rostro cam-
bió.
—¡Ah, sí, ES la solución! La única solución. Pero ¿podrá imponerse?
Nosotros, los sacerdotes, somos reacios a todo cuanto signifique oración
mental formal y ¡qué inconsistente es todo!... Nos dedicamos a predicar la
absoluta necesidad de gracia para toda obra saludable y nosotros, en el
ministerio, tenemos la más saludable de todas, pues no sólo tenemos que
salvar nuestras almas, sino al mismo tiempo las almas de los demás. Como
tú dices, tenemos que doblar a Cristo... ¡Qué Océano de gracia se necesita
para realizar nuestra labor! Sabemos que esa gracia la podemos alcanzar
mediante la oración; enseñamos que es infaliblemente cierto—de congruo
infallibile, lo admito, pero no por eso menos infaliblemente cierto—el
poder alcanzar esa gracia mediante la oración, y somos tan estúpidos...,
¡que no oramos!
—Distinguo—intervino el Padre Jack—. No rezamos formalmente la
meditación. Te lo concedo. Pero no es ésa la única forma de oración que
existe.
—Ya lo sé, Jack. Pero ¿conoces algún sacerdote capaz de utilizar
eficazmente la oración vocal sin intentar también dominar la oración
mental? ¿No es una distinción muy sutil cuando descendemos a las
42
realidades? ¿Puedes rezar bien el Rosario sin emplear la oración mental?
¿Puedes leer bien el Breviario sin utilizar la oración mental? Claro que, si
nos ajustamos a la mecánica de la oración mental, asegurando que sólo
existe meditación si comenzamos por situarnos en la presencia de Dios con
gesto humilde, composición de lugar y una plegaria de introducción—tres
puntos distintos y una duración exacta para el coloquio—ni yo medito ni
conozco a un solo cura que lo haga. Pero por lo que has esbozado, Joe no
se refiere a eso. Si me permitís una distinción, diré que debemos hacer
oración mental, pero ésta sólo viene tras la meditación formal. Llamadlo
como queráis, con tal de que penséis profundamente, largamente y con
amor sobre lo que El fue y lo que El hizo, con intención de ser como El y
hacer exactamente lo que El. Eso es lo que quiero decir cuando me refiero
a la oración mental, y eso era lo que quería decir Joe, si el resumen que has
hecho era acertado.
—Tienes razón, Ned, y Jack lo sabe también. Cuando me hizo la
misma objeción, le di la misma respuesta. No acabo de saber lo que tiene
en la cabeza.
Yo te lo diré. Vosotros dos admitís que la idea de la meditación
formal no sería bien recibida por el clero. Yo lo sé tal vez mejor que
vosotros dos y por eso os he objetado. Quería ver si conseguía que
expresarais vuestra idea de alguna otra forma, si conseguía que presen-
tarais vuestra bien fundada idea bajo una etiqueta nueva. Vendedles esa
idea que es LA solución. Pero para que accedan a comprárosla habréis de
dársela envuelta en un papel distinto. Los tres estamos de acuerdo en lo
que debería hacerse. El lado positivo de nuestra vida ha de acentuarse más
que el negativo. Nuestra misión consiste más en animar para el futuro que
en desanimar por el pasado. Suponed entonces que yo os pregunte cuál es
la UNICA virtud que más necesitamos los sacerdotes como cuerpo.

¿ES ESTO LO QUE NECESITAMOS?

—El temor de Dios—exclamó el Padre Ed, sorprendiéndonos al


Padre Jack y a mí, pues es un sacerdote jovial y amigo de lo divertido.
Siempre tiene la risa dispuesta y siempre está preparado para hacer reír a
los demás. Muchas veces le había oído yo decir que faltaba mucha risa en
la vida, y, sin embargo, en éste momento clamaba por el temor de Dios.
—Si me pedís mi opinión, os diré que nosotros, los curas, nos hemos
familiarizado demasiado con Dios y con las cosas de Dios. Olvidamos
43
nuestras tremendas responsabilidades. ¿Cuántos de nosotros nos sentamos
en el confesonario dándonos perfecta cuenta de que una Eternidad—una
Eternidad para un alma inmortal—se está decidiendo cada vez que abrimos
la ventanilla? ¿No obramos muchas veces como si fuésemos máquinas de
absolver? ¿No olvidamos muy a menudo que debemos ser no sólo jueces,
sino también doctores, consejeros, padres, para cada alma que viene a
decirnos “bendígame, Padre, ¿porque he pecado”? Decidme: ¿con cuánta
frecuencia repasamos nuestros libros de Teología moral para asegurarnos
de que los’ juicios que formamos están de acuerdo con los principios
aprobados y no de acuerdo con nuestros caprichos y preferencia? El
probabilismo es un sistema basado en un sólido principio y no un laberinto
de opiniones. ¡Qué grave error es entrar en el confesonario sin hacer antes
de todo corazón la invocación: Veni, Creator Spiritu! Ya sé que existe la
gracia del estado, pero me pregunto si tiene alguna relación con el “estado
de gracia”. Facienti quod in se est, Deus non denegat gratiam; pero
¿cuántos de nosotros pertenecemos a la clase de los Facienti quod in se
est? Insisto en que debemos asustarnos para meditar en nuestras
responsabilidades. Eso es lo que quiero decir al hablar del temor de Dios.
Somos demasiado familiares, demasiado triviales al hacer su trabajo.
—Lo que dices sobre el confesonario es cierto, Ned. No rezamos ni
estudiamos lo suficiente. Indudablemente, abrumamos al Espíritu Santo.
—Y no es ése, Jack, el único lugar en que demostramos nuestra falta
de temor. Cuando subimos al púlpito para predicar, ¿reflexionamos en que
somos los portavoces de Dios Todopoderoso? ¿Luchamos efectivamente
por enseñar su Doctrina de manera clara, pujante, cautivadora, o se trata
sólo de otro sermón que soltar... y, peor todavía, de pasar hablando veinte
minutos? ¡Qué tragedia! Nosotros poseemos la única filosofía de la vida, la
única llave de la felicidad, la única solución a tantos apremiantes
problemas del día. Nosotros tenemos la “buena nueva”, la Palabra de
Dios... y charlamos. Con el mundo hambriento de religión; con nuestro
propio pueblo hambriento de carne verdadera, consentimos que un
predicador protestante o un periodista sentimental les cautive con cuatro
pamplinas. Nosotros, los seculares, hablamos para ese pueblo entre siete
y veinte minutos en la mañana de cada domingo, y nos damos por
satisfechos. Vosotros, los frailes, preparáis una colección de sermones —
sermones-tipo, estereotipados, vulgares, tópicos ...— y os dais también por
satisfechos! ¡Dios mío! La verdad es que como predicadores de la Palabra
de Dios somos un verdadero desastre. ¡Desde luego, podemos decir que
necesitamos del temor de Dios!
44
—Sí, Ned —repuso el Padre Jack—. Con unas gentes tan sensibles a
la creciente rapidez y eficacia de la radio, con el grueso de nuestro
auditorio educado para la receptibilidad de lo estrictamente interesante y
de lo expuesto de forma más atractiva, los sacerdotes hemos de trabajar
mucho sobre nuestros sermones si queremos que sirvan, para algo. Tienes
razón: la mayoría de nosotros somos una vergüenza como predicadores de
la Palabra de Dios.
—¿Y la Misa?... Si nos parásemos a pensar qué es lo que vamos a
hacer en el altar; si nos diésemos cuenta de que estábamos a punto de
hacer descender a Dios hasta nuestra insignificante mano para luego
elevarle hasta su Padre, como Razón Suprema para que perdone a este
mundo miserable y lleno de pecados, ¿no creéis que antes de investirnos
pronunciaríamos un patético Miserere y le pediríamos que amplius lave
me? ¿Nos bastarían para hacerlo quince o veinte minutos?... ¿Comprendéis
hasta qué punto necesitamos del temor de Dios?
—De nuevo volvemos a lo que yo decía de estar conscientes de
nuestra dignidad, ¿no es eso, Jack?
—No cabe duda de que has tomado en serlo tu idea, Joe.
—Y hace muy bien, Jack. Si, como dice Joe, tuviésemos siempre
conciencia de nuestra dignidad, ¡cuánta reverencia, cuánto santo temor y
qué respeto filial por Dios no sentiríamos! Sólo con percatarnos a cada
instante de que estamos consagrados, situados aparte, santificados para la
labor de Dios y para el pueblo de Dios, ¡qué transformaciones podríamos
operar en la salud del Cuerpo Místico!
—Tienes razón, Ned. Muchos de nosotros necesitamos que se nos
asuste una y otra vez. El Infierno, la Muerte y el Juicio Final son temas
que deberíamos tener siempre presentes si realmente queremos
mantenernos en un saludable temor de Dios.
—¡Ah, si yo consiguiera asustar verdaderamente a algunos apóstoles
de salón y meter en el cuerpo de esos parásitos de la sociedad un
verdadero terror!
—Parece que te has dedicado a poner motes, Ned. ¿A quiénes llamas
apóstoles de salón?
—A esos clérigos elegantes que se pasan la vida en sus salas de
recibir o de visita en las de los demás y consideran que su jornada ha
tenido un verdadero éxito cuando alguna señora dice: “¡Oh, a mí este
Padre me parece estupendo!”, o cuando algún caballero proclama: “Este
Padre es un buen elemento; se las sabe todas.” Semejantes idiotas carecen
45
del sentido suficiente para comprender que lo que consideran un cumplido,
no es, en realidad, sino una condenación. Para nosotros sólo existe un
verdadero cumplido que pueda satisfacernos. Este: “El Padre Tal es un
verdadero sacerdote”, o “el Padre Cual es un hombre de Dios”. ¡Sí, os
aseguro que me encantaría sobresaltar las conciencias de esas luminarias
sociales!
—En fin, esas luminarias sólo son un número relativamente pequeño,
Ned—dijo el Padre Jack.
—Sí, pero que va aumentando de día en día.
Y vuelvo a deciros que los religiosos se dejan ganar más aún por esa
clase de popularidad que los seculares.
—Tus temores parecen tener distinta graduación—aventuré.
—En efecto, Joe. Algunos necesitan un gran susto; otros,
sobresaltarse nada más. En cuanto a la mayoría de nosotros, lo que en
realidad necesitamos es más reverencia, más temor, más santo respeto.
Indiscutiblemente, yo prefiero despertar ese temor reverente apelando a la
estimación antes que de otra forma cualquiera. Adoptando tu idea del
doblaje, creo que podré hacerlo. ¡Si sólo recapacitásemos en lo que sig-
nificamos para Dios y lo que significamos para el hombre!... Si nos
diéramos exacta cuenta de lo que hacemos, sentiríamos terror y seríamos
reverentes.
—Me parece que te lo has ganado a tu idea, Joe.
—En efecto, me ha ganado. Creo que si tenemos conciencia de
nuestra dignidad y nuestro deber, alcanzaremos un saludable temor de
Dios. Por la forma en que algunos de nosotros actuamos, ¿sabes, Jack?, se
diría que la Ordenación es una confirmación de la gracia. Somos los
elegidos de Dios, es cierto; pero también es cierto que todavía somos hijos
de Adán. Si el Obispo nos consagró, no mató la concupiscencia. Por lo
tanto, insisto en que necesitamos un santo temor de Dios, un temor que nos
haga utilizar los medios necesarios que nos conduzcan a realizar un buen
doblaje del Hombre-Dios, y uno de los medios para ello es la
mortificación. Así, pues, ya veis que estoy donde empecé, de manera que
ahora le toca hablar a otro. A ver, Joe, qué es lo que tienes que decir de
cuál es la Única virtud que necesitamos.

¿O SE TRATA DE ESTO?

46
—Ya he dicho que la fe, Ned. A mi juicio, ésa es la virtud que más
necesitamos y la que debe proporcionarnos el temor de que hablabas. Si
poseemos una fe vigorosa, viril, vibrante, el espanto, la reverencia y el
santo temor vendrán como consecuencia y no será necesario el susto. Pero
sin ella, el temor estará más cerca de lo servil que de lo filial.
—Indudablemente, los dos os vais acercando a lo fundamental; pero
decidme; ¿no encontráis inspiradoras la humildad y la fe del sacerdocio?
En los Ejercicios, o fuera de ellos, cada vez que un sacerdote se arrodilla
ante mí para confesarse, me siento lleno de admiración y de espanto ante la
humildad y la fe varonil del individuo. Cuando hombres más sabios, más
experimentados y mucho más santos que yo se arrodillan y solicitan la
absolución de mi mano, pienso que el propio heroísmo de los santos
palidece ante la auténtica humildad de los sacerdotes. Nunca he dado unos
Ejercicios para sacerdotes sin sentirme humillado hasta el polvo e
inspirado hasta donde no soy capaz de expresar, por la fe y la humildad de
nuestro clero.
—Tienes razón, Jack. También yo puedo elogiar la fe de ciertos
individuos y probarle a Ned que no sólo tienen temor de Dios, sino que
han alcanzado prácticamente el espanto angélico. ¡Si algunos hasta se
quedan sin habla ante el Santísimo Sacramento! Para ellos la Presencia
Real no es un Dogma..., es una realidad viva y palpitante..., se diría que
hasta sienten los latidos del Sagrado Corazón. ¡Pero no utilicemos
excepciones! Ya sabemos que la mayoría del clero necesita algo que la
secunda, sacándola de su complacencia en sí mismo, y, hasta cierto punto,
Ned tiene razón. Necesitamos un buen susto que nos saque de nuestra falta
de cuidado casi criminal y, en ocasiones de la absoluta negligencia de
nuestro deber como dobles de Cristo. Mi tesis es que más profundamente
aún que a la falta de temor, su causa se debe a la falta de fe.
—Sí, y ya te veo dispuesto una vez más a desarrollar tu teoría del
doblaje, diciendo que nos hallaremos saturados de la idea de que estamos
doblando al Hombre-Dios, en cuanto tengamos la fe suficiente para creer
que estamos reproduciendo a Jesucristo en cada momento de nuestra vida
y que sólo entonces tendremos un temor filial que nos hará evitar todos los
baches del clero. Lo que sí habremos de admitir, Joe, es que tú tienes
verdadera pasión por la unidad. Realmente, es un don. Nadie dejará nunca
de captar tu idea principal. Apostaría cualquier cosa a que vas a decirnos
que esta fe se fortalecería por la meditación matinal y se mantendría al rojo
vivo con el examen nocturno.

47
—¡Eres un adivino!
—No te puedes evadir a la lógica del argumento, Jack. Pero dime,
Joe, ¿crees de verdad que nos falta fe?
—Sí, Ned. Nos falta la fe que produce energía. Claro que todos
tenemos nuestras creencias fuertemente arraigadas; pero de la que yo hablo
es de la fe que influye en la mente, la voluntad y el juicio; la fe que hace
que lo veamos todo como parte del Plan Divino; la fe capaz de hacer que
miremos siempre a través de las causas secundarias, para ver tan sólo la
Primera Causa. En resumen: una fe constantemente activa.
—¿Qué quieres decir exactamente con eso de activa?
—Esto. Que una cosa es decir “creo en la
Presencia Real” y otra—mucho mejor, sin duda—, que tanto mi
actitud como mis acciones en torno al Sagrario, lo digan por mí. Una cosa
es decir que Jesús vive y vive a través de su sacerdocio, y otra—muy
diferente y mucho mejor—demostrar al mundo que, prácticamente,
Jesucristo vive a su lado en todas las épocas, en todos los lugares y con
todas las gentes, doblándole sin desmayo. Una cosa es decir el Credo y
otra vivirlo. Esa es la fe que quiero para mí y para todos los demás. Una fe
que nos mantenga en constante conciencia de lo que somos; una fe que nos
estimule a realizar un esfuerzo cada vez más varonil para llegar a ser lo
que debiéramos ser.
—Eso está muy bien, Joe. Pero ¿lo crees suficientemente tangible,
suficientemente concluyente para los sacerdotes?
—En la forma en que lo expresa, sí—contestó por mí el Padre Jack
—. Lo que dice Joe está lleno de fuerza, aunque no sea tan directamente
espantoso como tu tesis, Ned. No sobresaltará en la forma en que tú
quieres hacerlo, pero si se reflexiona un poco, se ve que también es
aterrador.
—¡Ah, un convertido al fin!

¡INDUDABLEMENTE NECESITAMOS ESTO!

—No, Joe, nada de al fin, sino desde el principio. La misma noche en


que me expusiste tu idea fui captado por ella. Para mí, el verdadero
sacerdocio estriba en un apasionado amor personal a Jesucristo. Cualquier
otra cosa es arena o pizarra y para erigir el verdadero sacerdocio se
necesita roca, roca sólida y la única existente es el amor a Jesucristo. Por
48
eso, al meditar sobre la única cosa que los sacerdotes necesitamos por
encima de todo, no pienso en el temor ni en la fe: pienso sólo en el AMOR
—Sí, Jack, pero teniendo en cuenta que no podemos amar lo que
desconocemos y que nunca conoceremos si no estudiamos. El único es-
tudio para mí es la meditación.
—Así es, Joe. Pero yo tampoco sería capaz, en cierto modo, de
estudiar lo que no amo.
—Quieres decir que nunca se estudiará intensivamente lo que no
interese intensamente, ¿no? Pues a eso te digo que yo no me sentiré
intensamente interesado hasta que crea firmemente que Cristo es Dios y
que El me ha designado para ser su doble viviente. Por eso sigo diciendo
que la primera y vital necesidad es la fe.
—Y yo soy lo suficientemente testarudo para sostener que no
doblarás como es debido a Jesucristo si no tienes una santa reverencia, un
terror, un verdadero y saludable temor filial de El y de la Divina labor para
la que El te ha llamado. Por eso sospecho que todos tenemos razón.
Prácticamente, los tres hablamos de lo mismo: lo que hacemos es poner los
acentos en diferentes sitios. ¡Lo importante es la idea! ¡La idea de doblar a
Dios! Podrás decir que se necesita fe para creerlo, pero una vez creído
habrá de generar un santo temor, y sólo podrá ser llevado a cabo mediante
un gran amor del corazón. Pero vosotros dos me lleváis una cabeza de
ventaja en esa cuestión. Dejadme participar de algunas de las aplicaciones
prácticas de esa doble idea.
—Son evidentes, Ned. Nosotros los sacerdotes estamos llamados a
una tarea divina y, por lo tanto, hemos de ser divinos, es decir, diferentes
del mundo y de todo lo que el mundo representa.
—Ese mismo es mi primer punto, Ned: hemos de conservarnos
INTOCABLES. ¡Tenemos que hacernos limpios y conservarnos
LIMPIOS!
Sí, tenemos que ser Intocables para todo lo del mundo, y, sin
embargo, debemos estar al alcance de todas las cosas del mundo. Por tanto,
hemos de ser tan paradójicos como lo fue Cristo. Ese es otro de los puntos
que Joe ha puesto sobre el tapete. Dice que tenemos que ser humanos y, a
la vez, divinos; crucificados al mundo y constituir no obstante una parte
muy vital del mundo; hemos de estar en movimiento continuo, trabajando
siempre para los demás y ser, al propio tiempo, hombres concentrados en
nosotros mismos, sin olvidarnos nunca de nosotros mismos ni de la
santificación de nuestra alma. Debo apuntar que Lacordaire lo resumió
49
bastante bien en su famosa definición: “Vivir en medio del mundo sin
desear sus placeres; ser miembro de cada familia sin pertenecer a ninguna;
participar de todos los sufrimientos; penetrar todos los secretos; cicatrizar
todas las heridas; ir de los hombres a Dios para ofrecerle sus plegarias y
volver de Dios a los hombres llevándoles el perdón y la esperanza; tener
un corazón de fuego para la Caridad y un corazón de bronce para la
Castidad; enseñar y perdonar, consolar y bendecir siempre. ¡Qué vida,
Dios mío! ¡Y es tuya, oh sacerdote de Cristo!” Me gusta especialmente la
frase final: “¡QUE VIDA, DIOS MIO! ¡Y ES TUYA, OH SACERDOTE
DE JESUCRISTO!”
—¿Cómo crees tú que interpretaba Lacordaire esa última
exclamación, Jack?
—No lo sé, Ned; pero yo la traduzco como una exclamación de
asombro de que Dios emplee hombres para menesteres tan divinos; como
una exclamación de terror ante la grandeza y la gloria del sacerdocio, y,
finalmente, como una exclamación de desesperación, como si dijera:
“¿quién puede llevar semejante vida?”
—La respuesta a eso no es otra, Jack, que ésta: Sólo los hombres de
fe profunda, de temor reverente y de amor ardiente; sólo aquellos que se
mantienen adheridos a Cristo. Tienes razón, muchacho. Indiscutiblemente
necesitamos un sincero y gran amor personal al Hombre-Dios para poder
llevar a cabo esa vida.
—¿Y cómo adquirirlo?
—Permaneciendo conscientes de nuestra dignidad, Ned.
—¿Y cuál es nuestra dignidad?
—Exactamente, la que Joe ha estado diciendo todo el tiempo: la
dignidad de un doble del Hombre-Dios.
—Si eso penetra en nuestro sistema sanguíneo, lo demás se nos dará
por añadidura.
—Sí; todo eso es verdad. Somos dobles del Hombre-Dios. Pero
igualmente es cierto que ni tú, Ned, ni Joe, ni yo somos dobles perfectos.
Por eso, la tarea que tenemos ante nosotros y la que tienen todos los curas
de América es hallar la manera de doblarle perfectamente: hallar la manera
de andar, de hablar, de actuar, de vivir, de ser y de amar como Jesús.

RESULTADOS

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—¡Cómo cambiará nuestra actitud hacia todas las cosas si alguna vez
llegamos a hacerlo! Al tratar con mujeres, recordaremos que son
Magdalenas y han de ser trocadas en Marías para la dulcísima persuasión
de su personalidad; que existen las Martas, preocupadas por muchas cosas
y necesitadas de aprender que “sólo una cosa es necesaria”. Si soy capaz
de doblar perfectamente a Cristo, podré levantar a más de una hija de Jairo
y devolvérsela a sus padres; podré llegarme a más de una mujer hallada en
adulterio y decirle: “Tampoco yo te condeno. Ve y no peques más.” ¡Ah,
todo el mundo femenino necesita a Jesús y le necesita desesperadamente,
pero sólo existe una manera de alcanzarle y es a través de sus dobles!
¡Cuántas Samaritanas se hallan en pie junto al pozo de Jacob pidiendo “el
agua que da la vida”! ¡Cuántas realizan audaces esfuerzos “para tocar
solamente el borde de su túnica”! Contad las viudas que han de ser con-
soladas por la muerte de su único hijo. Sí; existe un mundo entero de
mujeres que ganar para Dios, ¡y son los dobles de El quienes habrán de
ganárselas! Si lo hacen, Cristo tendrá seguidores aun cuando todos sus
discípulos hayan huido, pues las mujeres son más valerosas que los
hombres. Subirán al Calvario, “estarán al lado de su Cruz, asistirán a su
Entierro, y al apuntar por Oriente el Sol de la Pascua, se las hallará
apresurándose hacia su tumba”. ¡Todo esto es lo que podremos llevar a
cabo en el mundo de las mujeres SI tenemos conciencia de nuestra
dignidad, SI doblamos bien a Jesucristo!
—¡Es impresionante! ¡Buena labor, Joe! ¿Qué te ha parecido, Jack?
—Estupendo, Ned. Y fíjate, además, lo fácil que es aplicarlo también
al mundo de los hombres. Piensa en los Mateos, en los millones de Mateos
que han de ser arrancados de sus mesas de cambistas y convertidos en
seguidores de Cristo. Piensa en los infinitos abogados a quienes hay que
enseñar la Ley, toda la Ley. Piensa en los Escribas y en los Fariseos que
han de ser exorcizados. Pensad en las turbas de pobres que han de ser
confortadas y sacadas de su desesperación por medio de las Bienaven-
turanzas. Pensad en los millares de leprosos mentales que suplican al Hijo
de David que los purifique... El Hijo de David puede hacerlo y lo hará... SI
nosotros doblamos al Hombre-Dios.
—Ya ves, Ned, como no hay dificultades para la aplicación. Ni cabe
dudar de los resultados prácticos, si cumplimos con nuestro deber. La idea
de que estamos doblando debe absorbernos y hemos de estar penetrados de
nuestra dignidad y nuestro deber en todos los momentos. Debemos hacer
vida social, pero sólo como dobles de Jesús. Podemos comer en muchas
casas como la de Simeón el Fariseo y—tal vez, si reproducimos realmente
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al Hombre-Dios—alguna Magdalena podrá llorar y habremos de
perdonarle mucho porque era mucho lo que había amado. Hay muchos
publícanos que, como Zaqueo, tratan de ver a Jesús, sin conseguirlo por su
baja estatura. Decidles que desciendan de sus sicomoros y llevar a sus
casas la salvación. ¡El mundo entero está suspirando por Cristo! Pobres y
ricos, jóvenes y viejos, varones y hembras, pecadores y ultrajados. Y han
de seguir suspirando, a menos que nosotros los sacerdotes, dejemos de
darnos por satisfechos sólo con hacer “nuestro trabajo” y empecemos a
vivir nuestra vocación..., ¡empecemos a SER Jesucristo las veinticuatro
horas del día!
—Ahora sí que lo veo claramente. Entra en todos los aspectos de
nuestra vida, en todas las esferas de las actividades del mundo. Debo in-
tervenir en política..., pero sólo como lo hizo Cristo, para insistir en que
todos den al César lo que es del César, ¡pero sólo lo que es del César!...
Debo conocer el mundo de las ciencias y las letras... En fin, tengo que
serlo “todo para todos” como lo fue San Pablo, sin otro propósito que el de
“ganarlos a todos para Cristo”.
—Sí, Ned; mas no olvides que lo primero que hay que hacer ¡es SER
Cristo! En otras palabras: contemplo la luz de Joe como una gracia ¡y debo
cooperar con la gracia! Por lo tanto, lo primero que debo hacer es
cambiarme a mí mismo. Debo saturarme de la verdad de que soy su doble.
Esforzarme sin piedad hasta que esa idea forme parte de mi ser, tanta parte
de mi ser, que vea todas las cosas como las vio Cristo, desee tan sólo lo
que Cristo deseaba y ame exactamente igual que El amó y ama. Este
proceso de convertirse en doble comienza interiormente. Por tanto, creo
que DEBEMOS dedicarnos a la meditación diaria y al examen nocturno.
Eso es lo que yo llamaría cooperar de verdad con la gracia de Dios en mi
mente. ¡No hay duda de que eso es una gracia!

RENUNCIANDO A DIOS

Estábamos a punto de separarnos, cuando el Padre Jack dijo de


pronto:
—Aguardad un momento. ¿Os dais cuenta de lo que hemos estado
hablando? Nos hemos referido a las Virtudes Teologales y hemos
incurrido en una grave omisión.
—¿En cuál?

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—Tú te referías a la Fe, yo a la Caridad, y el Temor de Ed supone
una combinación de ambos; pero los tres hemos omitido la Esperanza, y
por Dios bendito que es de ella de lo que más necesitamos los sacerdotes.
—No comprendo—dijo el Padre Ed.
—Escucha, Ned—continuó el Padre Jack—; no hay uno solo entre
los treinta mil sacerdotes norteamericanos que ignore que necesitamos la
gracia santificante; que con la gracia santificante vienen las demás
virtudes. No hay uno ignorante de que ella nos proporciona el vis y el
posse agere. Pero tampoco existirá uno entre los treinta mil que te diga que
s deseo no es el posse, sino el facile posse. —¡Déjate de terminologías y
explícanos lo que quieres decir! —repuse.
—Por las cataratas del Niágara corre una tremenda cantidad de agua
por minuto. Es electricidad en potencia. Pero esa agua podía continuar
vertiéndose años y años por las cataratas y si no llegara a las turbinas no
lograría encender la bombilla más diminuta en Buffalo o en Lackawanna.
—Eso es verdad, Jack. ¿No hemos oído en alguna parte algo acerca
de un posse ad esse non valet? Creo que he entendido tu ejemplo. To-, dos
nosotros tenemos la potencia para convertirnos en verdaderos dobles; pero
lo que hemos de hacer es hacer realidad esa potencia con la actuación.
—Naturalmente. Pero llevamos toda la noche hablando de eso sin
utilizar la terminología. Y Jack ha dicho que tenía algo nuevo que decir
sobre la Esperanza.
—No te excites, Joe. Mi tesis es ésta: hemos estado toda la noche
hablando de las Virtudes Teologales y acaba de ocurrírseme que tal vez
hubiera sido más provechoso hablar de las Morales.
—¿Insinúas que cuanto hemos dicho no ha sido más que cháchara?
No creo que nuestro Padre José lo admita. Vamos a ver, dinos qué sorpresa
nos reservas.
—No pretendo ninguna sorpresa. Todo cuanto hemos dicho esta
noche es cierto. Tenemos que ser dobles. Sólo hay una manera de asegurar
el éxito de nuestro doblaje: la meditación y el examen diario. Ese es el
único sistema que nos introducirá más y más en lo sobrenatural. Esa es la
única forma de conservar nuestros corazones “rectos como su Corazón lo
es con nosotros”. Ese es el único antídoto contra la mundanidad. Todo
cuanto hemos contado será la sencilla consecuencia de la fusión diaria de
nuestra vida con la suya. Nuestra fe será más viril, más vibrante, más
verdaderamente activa; nuestro temor y nuestra reverencia serán filiales;

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nuestro amor más dinámico. Y, a pesar de ello, digo que lo que más
necesitamos es lo que no hemos nombrado.
—Yo insisto en lo de “ser consciente de mi dignidad como doble”,
consiguiéndolo mediante una mirada matinal al Modelo y una mirada
nocturna al hombre que está intentando reproducirlo.
—Desde luego, Joe. Pero ¿tú sabes lo que necesitamos para lograr
eso?
—Una voluntad de acero—intervino el Padre Ed.
—En efecto—interrumpió el Padre Jack—. Pero si queréis ponerla la
etiqueta que le corresponde, deberéis decir que necesitamos el ejercicio
continuo de la virtud cardinal de la FORTALEZA. ¡Lo que necesitamos
nosotros, los sacerdotes, es valor, mucho valor! Sabemos lo que traemos
entre manos; conocemos nuestro camino; estamos seguros de que conduce
a nuestra meta, PERO...
—Pero ¿qué?
—Pero carecemos de fuerza interior para seguir ese camino. Nos
figuramos que podemos encontrar atajos. Nos engañamos con el absurdo
de que podemos doblar a Cristo adecuadamente y robustecernos de manera
sobrenatural con el ex opere operantis, olvidando que debemos someter a
diario nuestra voluntad a la de El y hacer todos los días el ejercicio de la
buena muerte con Cristo, mediante la oración y el examen persistentes y
consistentes.
—¡Vaya, por fin llegó el muchacho!
—No, Ned, he estado aquí todo el tiempo, aunque el pensamiento de
las virtudes cardinales acaba de ocurrírseme. ¡Las necesitamos im-
periosamente! Para algunos de nosotros, el mejor ejercicio de Templanza
sería la abstinencia total; de Prudencia, el mantenernos intocables; de
Justicia, el estar conscientes de nuestra dignidad. Pero para hacer algunas o
todas estas cosas de un modo constante necesitamos la Fortaleza, el valor;
que nuestro indómito espinazo se incline hasta hacernos caer de rodillas
mañana y noche para primero contemplar a Cristo, luego estudiarle y, al
fin, reproducirle, inflamados del Amor más varonil y verdadero. Tú tienes
la solución, Joe. No cabe duda de ello; mas el ponerla en práctica reclama
entereza. Si me preguntáis ahora de qué estamos más necesitados los
sacerdotes en América, os diré que de VALOR. La virtud que más nos
falta es la Fortaleza.
—¿Y qué nos dices del Amor?

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—Eso viene después. Eso es algo que está latente. Todo cuanto de él
hemos dicho es verdad. “El Amor ES el cumplimiento de la Ley.” “Si me
amas, guarda los Mandamientos.” Si no tenemos caridad—esto es, Amor
—no seremos más que unos címbalos resonantes. Pero lo que importa no
son los lemas que se pintan en una pared, sino los lemas que se viven. ¡El
mejor tributo del Amor es la imitación! No amas verdaderamente hasta
que llevas a cabo algo; no puedes llevar a cabo algo, a menos que ames. El
Amor, entonces; viene a exigir el valor y la fortaleza para VIVIR a Cristo.
—Exacto, Jack. Ahora sí que has hablado bien. Pero no vivirás a
Cristo, porque no puedes vivirle, ¡hasta que no tengas un conocimiento
perfecto de ti mismo y de El!
—Eso es exactamente lo que pienso, Joe. Y no te conocerás a ti
mismo ni le conocerás a El sin meditación ni examen.
—Entonces, ¿vuelves al plan primitivo de Joe?
Con esta innovación, Ned: adoptar el camino de Joe que es el camino
recto, exige algo de que la mayoría de nosotros carecemos, o que, al
menos, no hemos demostrado: ¡VALOR!
—¿Y de dónde lo vamos a sacar?,
—De la gracia de Dios. De la gracia de Dios alcanzada mediante la
oración. Resulta curioso, ¿verdad?, que la habilidad de orar se adquiera
orando. Tenemos el agua, Joe y tenemos las turbinas; generaremos la
electricidad cuando consigamos que el agua llegue a las turbinas y las
golpeé. Está en nuestra mano hacerlo. Demos a Cristo una oportunidad y
démonosla a nosotros mismos. ¡Vamos a empezar con quince o veinte
minutos de meditación y cinco minutos de examen hoy mismo! ¡Y PER-
SISTAMOS EN ELLO!
—Eso es hacer nuestra cuestión puesto que dices que hemos de
trabajar NOSOTROS.
—Precisamente. Dios realiza siempre su parte en la tarea. ¡Somos
nosotros los que renunciamos! ¿No has sido tú quien ha dicho esta noche
algo sobre Facienti quod in se est, Deus non denegat gratiam? Pues en
lenguaje vulgar y corriente, eso quiere decir que si el sacerdocio de
América quiere ser un sacerdocio verdadero y no un rebaño de hombres
mediocres, que si queremos ser sacerdotes y no parásitos, que si queremos
ser lo que deberíamos ser—dobles del Hombre-Dios—tenemos que caer
de rodillas. Y entonces es cuando se necesitan el valor, la fortaleza y la
virtud varonil.

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—¿Por qué dices eso, Jack?
—Mira, Ned, la mayoría de nosotros empezamos bien; hacemos la
meditación y el examen durante una semana sobre poco más o menos, pero
luego vienen unos días de frialdad o de trabajo intenso y renunciamos a
ellos poco a poco. ¡Cuántos somos los que renunciamos! Aunque en otro
aspecto de la vida seamos hombres fuertes y luchadores, somos prófugos
de Dios. Cuando se trata de la vida espiritual, la vida de oración, de los
verdaderos fundamentos de la vida del alma, inevitablemente enarbolamos
la bandera blanca. No existe entre esos treinta mil sacerdotes uno solo que
no pueda decir: Video meliora proboque; deteriora sequor. ¿Por qué?
¡Porque somos prófugos de Dios!
—Tienes razón que te sobra, Jack. Nos descorazonamos con suma
facilidad: pisando los talones al descorazonamiento, viene la desgana por
lo que la vida espiritual tiene de dura; luego el disgusto... y, al final, como
dices, la renuncia. ¡Ya lo creo que has dado en el clavo! ¡Renunciamos a
Dios! ¡Qué condenación!
—No, Joe; ¡qué elevación! Haber hecho la admisión y el
descubrimiento ya representa una gracia. ¡Cooperemos con ella,
dedicándonos a la lucha cuotidiana!
—Yo estoy dispuesto, Joe. Como dice Jack, hemos de cooperar con
la gracia. Así que, de ahora en adelante, tengo la firme decisión de caer de
hinojos todas las mañanas para realizar un sincero estudio del Hombre de
todos los hombres, de mi Modelo, Jesús, a quien he de doblar. Todo
cuanto puedo decir en este momento es: “Gracias Joe”, “gracias Jack” y,
sobre todo, “gracias, Dios mío”.
—¡Y pensar que todo esto ha brotado de la descripción hecha por un
ateo de lo que es un doble cinematográfico y de lo que hacen esos dobles!
¡No hay duda de que los caminos de Dios son muy extraños!... ¿Decidido
entonces que todos vamos a empezar de nuevo?
—Nunc coepi es el grito de guerra, Joe. ¡Ahora es cuando, por fin,
vamos a empezar A DOBLAR AL HOMBRE DIOS!

SEMINA AETERNITATIS

Si ha leído usted hasta aquí, padre mío, ¿podría yo tener la audacia de


decir que ello es una gracia externa? Ya sabe usted que el agua clara puede
correr también por cañerías oxidadas. Por eso, tal vez me atreva a decir

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con San Pablo: “Yo he sembrado, VOSOTROS recogeréis y DIOS hará
crecer la planta.”
La metáfora de San Pablo me recuerda otra de San Bernardo. San
Bernardo llama a nuestras acciones semina aeternitas... Semillas de
eternidad y para la eternidad. Hermoso pensamiento, ¿verdad? ¡Produce
escalofríos! Padre: usted y yo vamos a releer de nuevo este opúsculo.
Vamos a encontrarnos otra vez con ese llamamiento para que nos
parezcamos, caminemos, hablemos, pensemos, actuemos y SEAMOS
como Jesús. Vamos a tropezar usted y yo una vez más con esa gracia de
Dios que nos espolea para vivir conforme a nuestro deber y a nuestra
dignidad. Vamos a enfrentarnos usted y yo con esa súplica de arrodillarnos
varonilmente, durante quince o veinte minutos cada mañana para
contemplar al Original y durante cinco o diez minutos cada noche para
contemplar a su doble. Haciéndolo, usted y yo nos enfrentaremos... ¡con la
ETERNIDAD! Esto es, vamos a ser un semen aeternitatis. ¡Que para
entonces haya florecido exuberantemente en la visión facie ad faciem del
Original, y que haya florecido, precisamente, porque usted y yo hayamos
doblado perfectamente a Jesucristo!
Sólo existe un camino para el Cielo, Padre, que es Jesucristo. Para
usted y para mí sólo existe un camino que nos conduzca al Cielo y es ¡ser
el doble del Hombre-Dios!
¡La semilla ha sido sembrada! VOSOTROS
habéis de regarla, sólo durante treinta o cuarenta minutos diarios... Y
DIOS hará lo demás.
Cada vez nos acercamos más a nuestra sepultura. ¿Nos parecemos
también más a Dios cada día? ¿Estamos, efectivamente, sembrando
nuestra semilla de Eternidad?
Termino como empecé. Padres: vosotros sois HONRADOS.
Decidme honradamente... ¿Tengo razón?

UT NOMEN CONGRÜAT ACTIONI


ACTIO CORRESPONDEAT NOMINI;
NE NOMEN INANE ET CRIMEN
INMANE; NE SIT SUBLIMIS
ET VITA DEFORMIS
NE SIT DEIFICA PROFESSIO
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ET ILLICITA ACTIO!
(San Ambrosio).

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