Está en la página 1de 4

El fuego.

Henri Barbusse
José Luis Alvarado

Los hombres son seres que piensan un poco y que, por encima
de todo, olvidan. Somos máquinas de olvidar. Si no, es difícil
explicarse que novelas tan esclarecedoras e impactantes
como El fuego (1916) hayan caído en la indiferencia del tiempo
cuando sólo han transcurrido 100 años de los acontecimientos
que relata y que se han repetido una y otra vez a lo largo de un
siglo cuyos hechos más luctuosos y abominables parecen
reproducirse palabra por palabra en el texto que el francés
Henri Barbusse (1873-1935) quiso dejar como prueba de la
sinrazón humana, precisamente para que no se repitiera lo que
a él mismo le ocurrió.
No sé por qué a estas novelas que relatan de forma
pormenorizada los terrores de la guerra se le llaman
antibelicistas, porque ya de por sí, el solo hecho de leer y
comprender que aquello les sucedió a seres que les diferencian
de nosotros el azar de haber vivido en un país y en una época
equivocadas, nos debería de llevar ineludiblemente a la racional
conclusión de que la guerra, por sí misma, sin necesidad de
tener nombres y apellidos o ser más o menos sangrienta, es el
mayor fracaso de la inteligencia humana.
A diferencia del título que se publicó ese mismo año, Los cuatro
jinetes del Apocalipsis, la novela relata las propias vivencias
que Barbusse, ya con 40 años de edad, tuvo que sufrir como
soldado durante la contienda. No se trata de una ficción o, dada
la fecha, una narración exaltada o propagandística, sino que a
través de los ojos de su protagonista, la historia funciona como
un exacto mecanismo desde sus primeras páginas, en las que
comenzamos a seguir el devenir de una escuadra del ejército
francés, desde el principio del conflicto hasta, creemos,
mediados de 1915. Esto quiere decir que fue publicada en mitad
de la contienda, lo que no es un dato baladí teniendo en cuenta
su duro contenido.
No hay grandeza en ninguno de los capítulos de esta novela; no
hay heroísmo, no hay épica; no existe esa visión general de las
batallas a las que nos tiene acostumbrado el cine o los
documentales de guerra; no hay technicolor, sino que todo está
teñido de marrón y negro. No hay plañideros desahogos sobre el
sufrimiento o la injusticia. Sí hay un deseo de desentrañar cada
detalle de la vida de un soldado, cosa por cosa, momento por
momento, como una obsesión, dosificada lentamente, como si
Barbusse hubiera fotografiado cada instante en su memoria,
desde los pequeños objetos que llenan los 18 bolsillos de su
impedimenta hasta la sensación de ahogo y desorientación en
el confuso fragor de un ataque ciego contra las líneas
alemanas.
Sí hay una fiereza casi inhumana en describir el frío, la lluvia, el
fango, los corrales y establos donde descansan los cuerpos de
los soldados después de una caminata de diez horas hacia un
lugar que desconocen, las simas, los vericuetos, el agua que
inunda el suelo de las trincheras, la oscuridad absoluta en la
que deambulan por la noche buscando un ramal, cualquier
entrante donde guarecerse de los ataques, pero también hay un
catártico empeño en transmitir la angustia del silencio, tan
traumático como los aullidos de los obuses, como el traqueteo
de las ametralladoras y los silbidos de las balas pasando sobre
las cabezas, entrando en los cuerpos, levantando el polvo de la
tierra que se acaba de pisar y que, de un segundo antes o un
segundo después, depende la vida de un hombre. La punzante
intensidad con que están narrados los momentos del combate a
campo abierto hace innecesario cualquier atisbo de retórica.
El fuego es una novela brutal, sin paliativos. Brutal en su
sinceridad y en el acierto de transmitir la fragilidad del ser
humano expuesto a la sumisión de los elementos, de la suerte y
del acierto de otros seres tan frágiles como uno mismo. Lo más
terrible de esta obra es que no apela a sentimientos de
confraternidad, ni siquiera de sensatez, que no se escuda en la
fácil culpabilidad de los mandos o en los errores de estrategia,
que no busca excusas ni justificaciones, sino hechos, sólo
hechos, uno detrás de otro, desde la necesidad de sentir el
calor del vino en el estómago para soportar el intenso frío de la
madrugada hasta el enojo ante la desvergüenza de aquellos que
le echan cara y se escaquean de los trabajos más sucios o de
permanecer en el frente.
Transcurren los meses y vemos diezmarse la escuadra a la que
pertenece el soldado Barbusse, que nunca cae en el
sentimentalismo de pararse a pensar en la perra suerte de sus
camaradas porque no tiene tiempo para hacerlo, porque lo único
que puede hacer es salvar el pellejo, sólo eso, sin necesidad de
órdenes ni de sumirse en la ciega obediencia, sino sintiéndose
perdido en la red de trincheras donde va de un lado a otro
interminablemente, rendido, hecho polvo, desmembrado por
estacionamientos prolongados, embrutecido por la espera y el
ruido, envenenado por el olor a pólvora y gas.
No hay piedad con el lector en esta novela, ni creo que la
buscara Barbusse en el sentimiento de quien lo leyera. Le
sobraban razones para no necesitar la exposición de la
sensiblería antibelicista hasta poco antes de las últimas
páginas, en las que se derrumba humanamente, supongo que
para encontrarle sentido a todo aquello que había relatado, que
había sido su propia vida durante un eterno período de tiempo, y
esperar que sus palabras no cayeran en el olvido. Sin embargo,
la crudeza de sus imágenes posiblemente se volvió en contra de
sus propósitos, que alejaron al lector medio de un texto nada
placentero ni digerible.
En ese año 1916, El fuego obtuvo el Premio Goncourt, lo que
debería haber supuesto una difusión ante el gran público de
esos horrores cotidianos que cuenta de forma magistral, bella y
eficaz. Desgraciadamente no fue así, quizá porque a nadie le
interesaba conocer las penurias extremas que pasaban aquellos
millones de hombres que salían en tren hacia el frente, tenidos
como héroes gloriosos por la admiración falsa y empalagosa
propia de la retaguardia.
No hay gloria en ningún página de El fuego, porque no se puede
pensar que fueran más los muertos que los supervivientes,
porque, como mucho, se puede tener una vaga noción de la
grandiosidad de estos muertos, que lo dieron todo, que dieron,
día a día, todas sus fuerzas, y que finalmente se dieron del todo,
en bloque, rebasando su vida en un esfuerzo que tuvo algo de
sobrehumano y de perfecto.

El fuego. Henri Barbusse. Montesinos.

También podría gustarte