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ANALISIS DE UN SONETO DE ANTONIO

MACHADO: «ROSA DE FUEGO»

Desde su nacimiento en el siglo xii, su inmediato apogeo


en el renacimiento y su posición siempre respetable en los
diversos movimientos literarios, el soneto parece alcanzar
su último triunfo con los parnasianos, a fines del siglo pa­
sado. El xx, como a tantas otras formaciones culturales,
le es indiferente en general, hostil en particular y amenaza
con eliminar para siempre su gravitación en la poesía lírica.
En la Argentina, su posición insegura se ha venido debili­
tando más y más desde que Jorge Luis Borges «descreyó»
de sus «estrafalarios rigores numéricos» y Ricardo Güiraldes
difundió que «el sonetista tiene un moldecito de budín en la
mano y mete dentro todo lo que se le pone a tiro».
El soneto, no obstante, es el instrumento poético princi­
pal de los últimos siete siglos, la creación formal más im­
portante de la poesía lírica durante toda la edad moderna
que abarca esos siete siglos. Por eso nos parece el más
representativo ejemplo de la poesía tradicional, y ensayamos
a renglón seguido la detallada descripción de uno de ellos.
Decimos describir en el sentido común de esta palabra; en
el filosófico, y considerando el poema como objeto de sol­
tura, deberíamos decir «comprensión». Describir o com­
prender un soneto significa pasar, a su través, hasta la vi­
vencia originaria, hasta el conjunto de actos que lo han
producido. Para tal fin, hemos elegido «Rosa de fuego», del
noventaiochista español Antonio Machado, colocándonos en
el punto más evolucionado de la poesía tradicional, en el
justo momento en que se está retirando para dar paso al
vanguardismo:
Tejidos sois de primavera, amantes,
de tierra y agua y viento y sol tejidos.
La sierra en vuestros pechos jadeantes,
en los ojos los campos florecidos,

pasead vuestra mutua primavera,


y aun bebed sin temor la dulce leche
que os brinda hoy la lúbrica pantera,
antes que, torva, en el camino aceche.

Caminad, cuando el eje del planeta


se vence hacia el solsticio de verano,
verde el almendro y mustia la violeta,

cerca la sed y el hontanar cercano,


hacia la tarde del amor, completa,
con la rosa de fuego en vuestra mano.

La filosofía tiende a develar el misterio, predominante­


mente, con las armas intelectuales; la poesía, predominan­
temente, con las sentimentales. «Rosa de fuego», con clásico
equilibrio, se coloca a mitad de camino. No expresa una
situación vital del poeta, sino que considera un sentimiento,
en general: el amor. Pero es siempre poesía, porque su am­
biente es sensible y no conceptual, y porque se refiere al
amor por medio de una alegoría que lo particulariza: los
amantes, que vienen a ser la síntesis de todos los de la tierra,
mostrándose en ellos lo esencial del amor. El poema co­
mienza por presentarlos, y luego los exhorta a proceder en
determinada forma, con exhortación dirigida, a su través,
de todo hombre y mujer. Da, pues, una norma de conducta,
ética; y éste es otro de sus lazos con la filosofía. Es natural
la alianza de ésta con la poesía, dado que Antonio Machado,
poeta de «Rosa de fuego», fue también filósofo bajo el nom­
bre Juan de Mairena.
El imperativo que prescribe este soneto consiste en vi­
vir, amar, entregar el ser a los magníficos estímulos que
laten sobre el mundo; gozar los bienes que ahora se ofre­
cen, antes que todo se deshaga en la muerte. Este vitalismo
que informa a «Rosa de fuego» no es el del paganismo clá­
sico, ignorante aún del planteo que sobre el drama humano
iba a traer el cristianismo. Detrás de la vida está la muerte;
detrás del impulso los frenos; el poema trata de convertir
las amenazas en nuevos acicates para la persecución del
goce. «Rosa de fuego», soneto del siglo xx, es, por todo ello,
renacentista, desde su módulo formal hasta el fundamental
sentido de lo perecedero que da patetismo a su intimación.
Su tema es, evidentemente, el de la Oda 11, libro I, de
Horacio, dirigida a Leucónoe, tan paradigmática que, como
dice María Rosa Lida, ha provocado «la respuesta de dis­
tintas épocas literarias al arte de Horacio»: Góngora, Lean­
dro Fernández de Moratín y Miguel Antonio Caro han tra­
ducido, en siglos sucesivos, esta breve exhortación a la vida
inmediata:

... La edad nuestra


mientras hablamos envidiosa corre.
¡Ay! Goza del presente, y nunca fíes,
crédula, del futuro incierto día.

Caído el imperio romano, saltada la Edad Media, roto el


equilibrio católico pero transida aún el alma por lo pasa­
jero del mundo, el hombre renacentista quita los ojos del
cielo para ponerlos en el Olimpo, y, más abajo aún, en la
tierra, procurando aferrarse a ella y justificarse en ella.
Entonces, el mensaje de Horacio a Leucónoe no sólo es tra­
ducido, sino imitado: lo repiten Poliziano y Lorenzo de
Médicis; y Ronsard en aquel soneto que empieza: «Quand
tu seras bien vieille...». Lo reiteran bajo diversas formas
y en diversos lenguajes los más grandes poetas hispánicos
de los siglos xvi y xvn: Garcilaso en aquel cuyo segundo
cuarteto se remata con la más fina gradación de movi­
miento :

Y en tanto que el cabello, que en la vena


del oro se escogió, con vuelo presto
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena...

Góngora, en aquel que empieza en rendido vocativo:


«Ilustre y hermosísima María...»; y en aquel otro donde los
azares del ritmo y la rima lo llevan a esta sorprendente
partición de la boca en dos labios eróticamente autónomos:

...mientras a cada labio, por cogello,


siguen más ojos que al clavel temprano...

Lope de Vega, en el menos conocido que incluye el pro­


digioso consejo, quintaesencia del tempus fugit: «no te de­
tengas en pensar que vives»; Quevedo en el otro que com­
para una vez más la vida humana con la de una flor, dirigido,
para más jardinería, a Flora, y donde reproduce a Lope con
otras palabras: «tu edad se pasará mientras lo dudas...».
Existe en todos estos sonetos no sólo unidad de tema
y moraleja, sino muy análogos modos de expresión. Ron-
sard: «cueillez des aujourd’hui les roses de la vie»; Garci-
laso: «coged de vuestra alegre primavera el dulce fruto...»;
Lope: «estima la esmaltada primavera que en tu beldad
florece...»; de lo contrario, sintetiza Quevedo, «tarde, y con
dolor, serás discreta». «Bebed sin temor la dulce leche que
os brinda hoy la lúbrica pantera, antes que, torva, en el
camino aceche», es apenas otra metáfora de «Rosa de fuego»
para decir lo mismo al siglo xx.
Si alguna diferencia hay entre aquellos sonetos rena­
centistas y este contemporáneo, consiste en que los primeros
se dirigen especialmente a la mujer, que, por su invocada
semejanza con la flor, simbolizan mejor la rápida caducidad.
«Rosa de fuego», en cambio, ensancha su tema, y se refiere
a los amantes, hombre y mujer; lo profundiza y deja de
lado los estragos de la vejez para referirse directamente a
los de la muerte. Y en cuanto a la primavera, no la toma ya
sólo como elemento decorativo de la juventud, sino que la
incorpora, trasfunde a los amantes; los constituye de prima­
vera, corporizando el tropo.
Tales matices y los nuevos símbolos con que trasmite
su sentido son toda y la suficiente originalidad de «Rosa de
fuego». El mérito o demérito de todos estos poemas consiste
en la actividad vital de que nacen y la forma en que la ex-
p'esan. La concepción renacentista de la vida es uno de los
dos nolos filosóficos de la cultura occidental: todos estos
grandes poetas, en la disyuntiva de cielo o tierra, se pro­
nuncian afirmativamente acerca de la tierra y se desentien­
den del cielo. «Rosa de fuego», en el siglo xx, cosecha así la
mitad de todo lo vivido y pensado por la mitad del mundo
occidental.

Los CUARTETOS

«Rosa de fuego» no responde a la concepción ortodoxa


del soneto. Y no sólo por ser distintas las rimas del primer
y segundo cuarteto, ni por la disposición alternada de éstas,
sino por otra razón más importante: porque la forma inte­
rior, lo que el poema expresa, no se adapta al canon sone-
tístico.
En el soneto tipo, cada cuarteto encierra por sí una
oración psíquica completa; y en los tercetos, bajo diversas
distribuciones, caben casi siempre dos oraciones psíquicas.
Este soneto, en cambio, se compone sólo de tres oraciones
psíquicas que no encajan en sus miembros formales: una
presentación integrada por dos versos, y dos oraciones ex­
hortativas compuestas de seis pies cada una.
La primera oración psíquica aporta la presentación de
los personajes, o sea la enunciación de la materia que el
poeta va a trabajar. Para ello bastan dos versos, la séptima
parte del soneto:

Tejidos sois de primavera, amantes,


de tierra y agua y viento y sol tejidos.

Se trata de una oración atributiva o nominal: lo que se


afirma del sujeto «amantes» no es nada que le suceda ni que
lo modifique, sino algo que se refiere íntimamente a su ser,
a alguna cualidad o accidente ya contenido en él. Estos dos
versos son, pues, mera amplificación de la palabra «aman­
tes»; se limitan a mencionar su objeto de una manera deta­
llada; son los versos ónticos del poema. La palabra «tejidos»,
que, a manera de tope, limita el principio y el final de la
entidad «amantes» aludida por estos dos versos, revela el
propósito de la primera parte del soneto: se trata de expo­
ner la trama, el componente básico de aquella entidad.
Que es la primavera, tanto como los amantes; «Rosa
de fuego» lleva a su cumbre expresiva la relación poética
entre el amor y la primavera. Llega a una identificación:
los amantes son primaveras, están tejidos, hechos, compues­
tos, constituidos de primavera. No sólo están tejidos; son
tejidos, como dice el poeta. Es éste un caso en que el ritmo
ha llevado a la creación de un matiz: Machado usó el verbo
ser porque «sois» (una sílaba) entraba en el endecasílabo,
y «estáis», no. Estar es verbo perfectivo, expresa una acción
acabada: en este caso, haber dicho que los amantes estaban
tejidos de primavera hubiera implicado decir que fueron
tejidos de esa sustancia y, terminada su textura, de algún
modo se independizaron de ella, comenzando una vida apar­
te. No es el caso: los amantes son tejidos de primavera;
el verbo ser es imperfectivo, indica una acción que «puede
producirse sin llegar a su término temporal». O sea que los
amantes son tejidos de primavera continuamente; en tanto
son amantes están siendo tejidos, el tejido de la primavera
está dentro de su ser en continuo movimiento y evolución,
es algo vivo en ellos.
... de tierra y agua y viento y sol tejidos.
Este segundo verso distiende la trama primaveral de los
amantes ante los ojos del lector, mostrándola en su detalle.
Nombra los ingredientes elementales de que se constituye
la primavera, y, transitivamente, los amantes que ella forma.
Estos cuatro elementos pueden descomponerse a su vez en
dos pares: tierra y agua; viento y sol; en cada par se oculta
un sentido de adversación y conciliación de contrarios. Pero
el poeta no quiso escindirlos, clasificarlos, sino más bien
mostrarlos en sucesión natural, indiferenciada, corrida, ve­
loz; a tal efecto se sirvió de la simple enumeración, vincu­
lando los términos entre sí por el leve cemento conjuntivo
de las «y». Resultado: la perseguida sensación de movimien­
to elemental; de globo terrestre primitivo, plástico, flotante
en el espacio.
Esta enumeración trae una reminiscencia de la filosofía
cosmológica griega; por donde nuevamente aflora el tono
neopagano del poema. La teoría de Empédocles, en particular,
postuló cuatro elementos o cosas de las que se derivan las
demás, que son, exactamente, las convocadas por este segun­
do verso. Y esta asamblea de elementos se sintetiza, con­
verge en el sujeto del poema: la primavera, en cuanto mate­
ria prima de los amantes.
Presentados así los personajes, el poeta rompe su inmo­
vilidad inicial y los indica cómo deben comportarse. Esta
segunda parte del soneto abarca los dos últimos versos del
primer cuarteto y todo el segundo.
La sierra en vuestros pechos jadeantes,
en los ojos los campos florecidos,
pasead vuestra mutua primavera,
y aun bebed sin temor la dulce leche
que os brinda hoy la lúbrica pantera,
antes que, torva, en el camino aceche.
Este período se compone de dos oraciones exhortativas
coordinadas, cuyos versos, «pasead» y «bebed», al mismo
tiempo que marcan la culminación tónica, sirven para defi­
nir el carácter de todo el poema, que se resume en una
exhortación.
«Amantes», prosigue diciendo el poeta, «pasead vuestra
mutua primavera». No basta ya decir que los amantes están
hechos de primavera; ahora hace falta distinguir, separar
sus individualidades. No se trata, en efecto, de que el con­
junto «amantes» esté formado por una indiferenciada masa
de primavera; se trata de destacar la acción recíproca que
cada uno .de los amantes-primavera ejerce sobre el otro. Esta
reciprocidad es precisamente lo que quiere recalcar el adje­
tivo «mutua»: cada amante entrega al otro su primavera
—su ser— para que éste la goce; amor integral es, pues,
dación, entrega total; pero correlacionado con la simultánea
recepción —también total de igual bien.
Esa es la idea fundamental de la oración inicial de esta
segunda parte del soneto. La idea accesoria, paisajística,
está dada por el verbo «pasead» y sus complementos cir­
cunstanciales, que indican la manera en que los amantes
realizarán su paseo:

La sierra en vuestros pechos jadeantes,


en los ojos los campos florecidos...

Esto es decoración; el indispensable fondo en que deben


actuar los personajes convocados. Anotemos el perfecto equi­
librio y simetría de estos dos versos: «sierra» se opone y
complementa a un tiempo con «campos»; aquélla se mani­
fiesta con fatiga y jadeo, en los pechos de los amantes; éste
en sus ojos, con paz y con flores reiterativas del tema
vernal.
En la segunda de las oraciones que componen este perío­
do se llega al máximo de vehemencia en la formulación de
la norma que el poema recomienda. Tal gradación ascen­
dente se pone de relieve en la mayor fuerza del correspon­
diente verbo imperativo, «bebed», mucho más personal, com­
prometedor, somático, que el más sereno «pasead».

Y aun bebed sin temor la dulce leche


que os brinda hoy la lúbrica pantera,
antes que, torva, en el camino aceche.

Es aquí donde se manifiesta agudamente la coincidencia


de «Rosa de fuego» con sus precedentes renacentistas; estos
tres versos son su blanco decisivo, el centro de gravedad
que da proporción, armonía y razón de ser a los once res­
tantes. En conjunto, expresan mediante otra alegoría el ideal
de entrega a lo vital. La protagonista de esta alegoría es la
pantera, de larga tradición simbólica, desde sus vinculacio­
nes mitológicas con Baco y Pan (raíz de su nombre) hasta
su aparición en el infierno dantesco, corporizado a la las­
civia. Dos conceptos, en síntesis, sugiere la pantera: la luju­
ria y la crueldad. Ambos sirven idealmente para el propó­
sito de Machado. Primero se exhorta a los amantes a beber
la dulce leche que —como símbolo de lubricidad— la pan­
tera ofrece; en seguida, y como castigo a la posible desobe­
diencia del precepto, el poeta amenaza con el segundo sim­
bolismo del animal: su crueldad, el torvo acecho que cul­
mina en la muerte. El contraste vida-muerte está admirable­
mente servido por el agente simbólico «pantera», novedo­
samente elegido por el poeta como refuerzo de la clásica
alegoría de la rosa. En la pantera se concluye y sintetiza
la temible disyuntiva vital: o se encara la existencia con
pasión, o se perece torvamente entre sus garras. Patente
se ve en esos tres versos el sentido ético del poema: de una
norma de conducta y, a la manera de un código, prescribe
acto continuo la sanción que corresponderá a su eventual
desobediencia.

LOS TERCETOS

La tercera parte de «Rosa de fuego» es una segunda y


definitiva exhortación, simétrica a la anterior por los seis
versos que ocupa, aunque más simple en su estructura sin­
táctica, pues se compone del imperativo «caminad» y cinco
complementos circunstanciales enfilados. Todos ellos se im­
pregnan de la sensación motriz que el verbo les trasmite, y
el último expone la síntesis ideal, el resultado apetecido
que brindará el estilo de vida aconsejado por el poema:

Caminad, cuando el eje del planeta


se vence hacia el solsticio de verano,
verde el almendro y mustia la violeta,

cerca la sed y el hontanar cercano,


hacia la tarde del amor, completa,
con la rosa de fuego en vuestra mano.
El «pasead» del quinto verso crecía en intensidad hacia
el «bebed» del sexto; ahora, con «caminad», volvemos al
punto de partida, empleando un verbo aún más simple y
general. Con ello, desde la primera palabra de esta última
parte del soneto, se está denunciando un propósito de reca­
pitulación. Comienza —y es necesario para que la síntesis
resulte total— con una reiteración del paisaje de sierras
y campos pintado en el primer cuarteto, la que se logra,
sin repetición, mediante una doble maniobra de acerca­
miento y alejamiento del paisaje:

...verde el almendro y mustia la violeta...

Este sería el primer plano o cióse up. Los elementos en­


focados, almendro y violeta, están henchidos de significados
poéticos. El soneto antecedente de Quevedo habla del «al­
mendro en su propia flor nevado que anticiparse a los ca­
lores osa». A los diversos ímpetus que el soneto convoca
se suma así la osadía del almendro que, en heráldica, sim­
boliza la temeridad, la juventud. En cuanto a la mustiedad
de la violeta —ya Góngora aludió a la «viola truncada»—
está recordando la derrota de la humilde, pudorosa flor;
triunfa en «Rosa de fuego» todo lo atrevido y audaz, perece
lo tímido y decaído.
Dentro del paisaje europeo que el soneto trasunta, esta
doble mención floral permite, además, fijar casi con certeza
la época de la primavera en que su acción se ubica. Es
característico del almendro que sus flores aparezcan antes
que sus hojas; el almendro verde, pues, unido a la mustia
violeta, está hablando de una primavera avanzada, violenta,
cuasi estival, en concordancia con la proximidad del solsti­
cio de verano. Lo que contribuye a obtener el tono de ma­
dura, aguda vitalidad que el poeta persigue.
En contraste con este acercamiento a la pequeña reali­
dad vegetal que rodea a los amantes, el poeta ofrece una
toma, más que panorámica, cósmica, pues instala su escena­
rio en el sistema solar y habla mediante conceptos cosmo­
gráficos :

Caminad, cuando el eje del planeta


se vence hacia el solsticio de verano...

Esta impresión ha sido preparada ya por la serie ele­


mental del segundo verso —«de tierra y agua y viento y sol
tejidos»— y alcanza ahora su plenitud. Durante toda su tra­
yectoria alrededor del sol, el eje de la tierra no cambia
de posición; al contrario, permanece siempre paralelo a sí
mismo, por lo que no se vence —como expresa Machado—
hacia solsticio alguno. Pero, en virtud de un fenómeno as­
tronómico que no es el caso explicar, la mitad del eje que
corresponde al hemisferio norte, y ese mismo hemisferio, se
internan, cada vez más y más hasta el sopor de junio —el
solsticio de verano europeo— en la zona donde el sol arroja
sus rayos más verticalmente y durante más tiempo cada día.
El efecto poético, pues, permanece intacto: debiendo el
poeta lírico apreciar los hechos desde su ángulo subjetivo,
no es mucho perdonarle que juzgue los fenómenos celestes
desde el punto de vista terrestre. La vía metafórica elegida
por Machado es, por lo demás, la única que puede hacer
accesible a la intuición el complejo acontecimiento astral.
El universo, todo él, se hace de esta manera contorno para
la figura enorme de los amantes inmersos en la primavera.
El conjunto se ha tomado desde su mayor altura, desde su
más imponente perspectiva: la tierra, su eje —concepto
geométrico—, venciéndose hacia el verano y suscitando la
estación; sobre la tierra, los amantes, paseando su mutua
primavera. Se diría que el eje, al consentir su vencimiento,
está indicando a los amantes que también ellos deben ceder.
Se diría que los amantes —primavera ellos mismos— ven­
cen y tuercen con poder mágico al formidable eje y provo­
can, a su conjuro, la venida de la primavera, su acendra­
miento y su transformación en verano.

Caminad, cuando el eje del planeta


se vence hacia el solsticio de verano,
verde el almendro y mustia la violeta,

cerca la sed y el hontanar cercano,


hacia la tarde del amor, completa,
con la rosa de fuego en vuestra mano.

El terceto final continúa y remata la labor de síntesis


emprendida por la última parte del poema; abandona para
ello la descripción de la escena donde se mueven los aman­
tes, tema primero, y presta atención a los amantes mismos,
a su misión cumplida.
«Cerca la sed y el hontanar cercano» es una conceptista
y doble metáfora que alude a la simultaneidad que para
el amor y la juventud tienen el deseo y su satisfacción; se­
dientos, sí, pero no sin agua que beber. Exaltación de la
vida, una vez más; directamente vinculada, en la sensación
gustativa, líquida, que este verso despierta, con aquel «be­
bed la dulce leche» que señaló el ápice exhortativo del
poema.
«Hacia la tarde del amor, completa», amplía y fortifica
la significación del imperativo «caminad», que domina esta
oración final; y, a su través, del «pasead» que es su prece­
dente; les da un sentido teleológico; no se trata de solazarse
meramente en la caminata y el paisaje, sino de alcanzar
un objetivo: la tarde del amor. La tarde, ubicada en mitad
de la jornada, entre la mañana y la noche, simboliza la
madurez y perfección meridianas que logrará quien se entre­
gue al amor con el soneto insta. Para expresar esta idea
de totalidad, el poeta se vale nuevamente de un concepto
cosmográfico: la tarde, extrayendo esta vez su imagen de la
rotación terrestre, así como la obtuvo antes de la traslación.
La tarde del amor se alcanzará al llegar el solsticio de vera­
no, o sea —y aquí entroncan los resultados de ambos movi­
mientos— en los más largos y ardientes días que el hombre
puede disfrutar sobre su planeta.
El verso final, «con la rosa de fuego en vuestra mano»,
no se agota, por cierto, en el sentido decorativo que apa­
renta. La rosa que en él figura es el más firme vínculo del
soneto con su pasado poético. Retornan a la memoria «les
roses de la vie» de Ronsard —aquellas viejas rosas que cortó
Darío—; la color de rosa de la amada de Garcilaso; la rosa
que crece entre los labios de la musa de Lope de Vega; la
ostentación lozana de la rosa que invoca Quevedo. Por eso,
en este último verso, los amantes de «Rosa de fuego», por­
tándola en la mano, triunfan sobre la muerte, sobre la pan­
tera torva; acaban su aventura poética alzando el trofeo de
su victoria, apretando la rosa inmarcesible, la de fuego.
«Émula de la llama», designó Rioja a la rosa. Machado con­
suma la imagen, y dice, directamente, que la rosa es de fue­
go; fuego de primavera y/o amor.
Al terminar, pues, vuelve a sumergirse el poema en aque­
lla elementalidad cósmica de su segundo verso. Todas las
cosas fugazmente diseñadas por las palabras se reagrupan
en sus componentes originales: el poeta concluye su deleble
especificación-del caos volviendo a las divisiones más sim­
ples que éste admite: tierra, agua, aire y fuego. Y, entre
ellas, se pronuncia por el fuego.
Buenos Aires.

Revista Hispánica Moderna, año XXXVI, núm. 3-4. Nueva


York, julio-octubre, 1960.

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