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El mandato de amarnos como Cristo nos amó.

Juan 13:33-38.
Introducción:
En los mensajes anteriores, vimos el momento en que Jesús anuncia que uno de los doce lo
traicionará, entregándolo a los líderes religiosos a cambio de 30 piezas de plata, para ser juzgado y
ejecutado.
Este anuncio fue una sorpresa para los discípulos, ya que ninguno sospechaba que alguno de sus
condiscípulos pudiera entregar a Jesús. Esto nos habla de la terrible hipocresía de Judas, quien
simuló ser uno más de los discípulos por 3 años, y sostuvo su fraude y su descaro hasta el final.
A su vez, la traición de Judas nos hace pensar en nuestras propias vidas, ya que cada vez que
desobedecemos conscientemente, escogiendo al mundo antes que al Señor, el temor de los
hombres antes que el temor de Dios, la rebelión antes que la obediencia, la verdad antes que la
mentira, estamos traicionando a Jesús.
Esto nos urge a guardar ante todo nuestros corazones, sabiendo que somos capaces de cometer
los peores males, y que debemos mirar a nuestro gran Salvador, quien menospreció la humillación y
el sufrimiento, y fue a la cruz para nuestra salvación.
Los discípulos deben reflejar el carácter de su maestro, amándose unos a otros como Él los amó.
Este es el distintivo nacional de la iglesia.
I. Un nuevo mandamiento.
¿Qué debían hacer los discípulos entre tanto que esperaban seguirlo a la gloria? ¿Cuál es la forma
en que debían esperar esa gloria que ha de ser manifestada? Los discípulos de Cristo deben esperar
la gloria reflejando el carácter de su maestro, es decir, amándose los unos a los otros.
El Señor les habla de un mandamiento nuevo. ¿En qué sentido es nuevo? Vemos que en el libro de
Levítico el Señor ya decía a su pueblo: “No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo,
sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor” (Lv. 19:18).
Es decir, ya existía el mandato de amar al prójimo, y hacerlo con gran intensidad, como a uno
mismo. Esto es, velar por el prójimo como uno vela por sí mismo. Cuidarlo, sustentarlo, procurar su
bien, servirlo como uno se sirve a sí mismo. Y “prójimo” envuelve la idea de “próximo”, vecino, el que
habita junto a nosotros; en este contexto, implicaba que los israelitas debían amarse unos a otros,
porque el Señor era su Dios (parte final del versículo).
Entonces, ya existía para el pueblo de Dios el mandato de amar a quienes pertenecen al redil del
Señor. Pero el mandato de Cristo es nuevo en el sentido de que se refiere directamente a sus
discípulos: son sus seguidores, los creyentes en su nombre los que deben amarse unos a otros, y
también es nuevo en cuanto al modelo a seguir: sus discípulos deben amarse unos a otros como
Cristo los amó, deben entregarse unos a otros un amor como el que han recibido de parte de Cristo.
“El nuevo mandamiento es lo suficientemente simple como para que lo memorice y aprecie un niño
de 3 años, y lo suficientemente profundo como para que los creyentes maduros se avergüencen
constantemente por comprenderlo y practicarlo de forma tan pobre… su amor unos por otros debe
reflejar su nuevo estado y experiencia como hijos de Dios, reflejando el amor mutuo entre el Padre y
el Hijo e imitando el amor que les ha sido mostrado” (Donald Carson).
Las palabras de Cristo en este pasaje encuentran su espejo en la enseñanza de Juan en su
primera carta, cap. 4:
“7 Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de
Dios, y conoce a Dios. 8 El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor. 9 En esto se
mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que
vivamos por él. 10 En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que
él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. 11 Amados, si Dios
nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros”.
Lo que este pasaje nos dice es clave: Dios no sólo tiene o manifiesta amor, sino que Él ES amor. El
amor está en la esencia de su Ser, por tanto, todo aquello que llamemos amor, debe reflejar el
carácter de Dios. Si no refleja el carácter de Dios, aunque lo llamemos “amor”, no es amor.
¿Y cómo se manifestó el amor? ¿Cómo conocemos el amor? En que Dios envió a su Hijo Unigénito
al mundo en propiciación por nuestros pecados, para que vivamos por Él. Entonces, antes que
asociar el amor a la imagen de un corazón, debemos asociarlo a una cruz. Todo verdadero amor
nace de Dios, lleva impreso su carácter y su imagen.
En la misma línea, Romanos 5:8 dice: “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que
siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”.
En la Biblia, el amor no es un sentimiento ni una pasión desordenada, sino la entrega de uno
mismo para hacer bien, por la pura intención de buscar el bien de otro. Es una voluntad que actúa,
un alma que obra, que hace bien, que busca el bien de otro, que entrega, que da.
Entonces, cuando la Escritura dice que “Dios es amor”, implica que es un dador, Él bendice y se
goza en bendecir, en dar, en hacer bien, en manifestar su buena voluntad. Y el buscar el bien está
íntimamente relacionado con la santidad. El amor de Dios hacia nosotros se manifiesta en buscar
nuestra santidad, en hacernos conforme a la imagen de Cristo, aun cuando eso significó que el
propio Jesucristo debió morir.
Y de esto concluimos que lo contrario del amor no es el odio, sino el pecado: Lo contrario de amar,
es pecar. Esto lo vemos en la misma ley de Dios. Amar al Señor es obedecer sus mandamientos (Jn.
14:15), amar al prójimo es cumplir la ley de Dios hacia Él, hacer la voluntad de Dios hacia su vida.
Pecar contra el Señor es lo contrario de amarlo, y pecar contra el prójimo es lo contrario de amarlo.
El amor de Dios hacia nosotros significó entregar a su propio Hijo para deshacer la consecuencia de
nuestro pecado.
Y notemos aquí un punto importante: el Señor nos amó cuando éramos aún pecadores. Nos amó
cuando le aborrecíamos en nuestra mente. No fue Él quien respondió a nuestro amor, sino que dice
que Él nos amó primero. Su amor no fue motivado por nada en nosotros, no fue causado por nada
de lo que nosotros éramos, ni por lo que hicimos. No podemos impresionar al Señor, menos siendo
pecadores como somos. No podemos comprar ni ganarnos su favor, ni tampoco obligarlo a tener
misericordia.
Y eso es lo maravilloso: el Señor nos amó por gracia, no por nuestros méritos. De hecho, nos amó
cuando éramos y hacíamos todo lo contrario de merecer su amor, es decir, cuando más lo
desmerecíamos, y lo que nos correspondía era en realidad recibir su ira.
Nos amó cuando nosotros nada podíamos ofrecer a cambio. ¿Qué podríamos entregar nosotros al
Señor que no le perteneciera ya? Si aun nuestras vidas están en sus manos, Él dice “Del Señor es la
tierra y todo lo que hay en ella, El mundo y los que en él habitan” (Sal. 24:1).
Además, nos amó sin hacer acepción de personas (Ro. 2:11): amó a ricos y pobres, a gente de
toda tribu, pueblo, lengua y nación, a hombres y a mujeres, a niños, ancianos y adultos, a gente
educada y a gente rústica, a sanos y enfermos; en fin, su amor no se basó en distinciones humanas,
sino en su pura voluntad.
Entonces, nos amó: 1) voluntariamente, por el puro afecto de su voluntad: simplemente porque
quiso y conforme a su carácter; 2) por gracia, cuando no lo merecíamos, 3) cuando no podíamos
devolverle nada a cambio; 4) sin hacer acepción de personas y 5) entregando a su Hijo Unigénito, lo
más valioso y preciado que podía entregar.
Por eso la Escritura también dice: “El que no negó ni a Su propio Hijo, sino que Lo entregó por
todos nosotros, ¿cómo no nos dará también junto con Él todas las cosas?” Ro. 8:32. No podía
entregarnos nada más alto, ni más valioso, ni más sublime que a su propio Hijo. No nos entregó las
sobras, ni las migajas, ni el polvo de sus bolsillos, sino que nos dio a su propio Hijo Unigénito.
De ahí que la Escritura dice con toda razón: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha
dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”
(Jn. 3:16).
Y en esto vemos que toda la Trinidad nos amó con el más grande amor: El Padre al enviar a su Hijo
Unigénito, el Hijo al venir en obediencia y dar su vida voluntariamente (Jn. 10:18), y el Espíritu Santo
al derramar y aplicar ese amor en nuestros corazones, como dice la Escritura: “el amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” Ro. 5:5; y todo esto
únicamente por su bendita gracia. Ese es el maravilloso amor de Dios.
III. Amor, el distintivo de la Iglesia
En consecuencia, este es el amor que deben reflejar sus discípulos, con todas sus características.
Es muy significativo que el Señor haya enseñado estas cosas una vez que Judas dejó el salón. Él
quiso reservar esta enseñanza a sus verdaderos discípulos.
V. 35-38. Cristo les enseñó del amor cuando Judas le traicionó y anuncia la negación de Pedro. Él
creía amar al Señor como nosotros también, pero no le amaba como pensaba. Nosotros le amamos
a Él porque Él nos amó primero.
Debemos amarnos unos a otros como Él nos ha amado, y este amor que nos profesamos unos por
otros será la marca, el distintivo, el lenguaje y el emblema nacional de la Iglesia. No nos conocerán
por nuestra elocuencia, ni por nuestra inteligencia, ni por nuestra riqueza, ni por nuestros edificios o
nuestras multitudes, sino por el amor que nos tengamos unos a otros.
Y esto porque la Iglesia es el único grupo de personas que puede tener amor verdadero entre sí, ya
que el único amor verdadero es el que viene de Dios, y como leímos, el amor de Dios ha sido
derramado en sus hijos por el Espíritu Santo que les fue dado. Sólo la Iglesia de Cristo tiene el
Espíritu Santo, sólo la Iglesia tiene este amor que viene desde la esencia misma de Dios. Por tanto,
si el mundo quiere saber qué es el amor, debe mirar a la iglesia y poder conocer, palpar, apreciar
ese amor.
Y ojo que tal como el mundo ha deformado groseramente el concepto de amor, la que se hace
llamar iglesia también ha hecho lo suyo: hoy se considera amor encubrir los pecados de otros, se
considera amor el no disciplinar a nuestros hijos, o no disciplinar a los miembros de la iglesia que
perseveran en un pecado no arrepentido, y se considera amor tolerar entre nosotros a quienes
predican y viven en el error.
Desde luego que hay un amor santo que tolera las imperfecciones por misericordia, entre ellas el
tener algunos conceptos inexactos o incorrectos, pero distinto es aceptar en el seno de la iglesia la
enseñanza de herejías destructoras o falsedades graves que atentan contra la verdad claramente
expuesta en la Palabra de Dios. Todo esto, aunque se llame amor, no es amor, sino un
sentimentalismo hipócrita y cobarde, y es realmente una blasfemia confundirlo con el amor de Dios.
Ya dijimos que el amor verdadero siempre irá de la mano con la verdad, porque el único amor
verdadero es aquel que refleja el carácter de Dios. “[El amor] no hace nada indebido … no se goza
de la injusticia, mas se goza de la verdad” (1 Co 13:5-6).
La pregunta es, entonces, ¿Estamos viviendo en ese amor? ¿Estamos haciendo realidad esta
enseñanza? ¿Estamos obedeciendo su mandato?
Amar con el amor con que fuimos amados implica entregar, y entregarnos a nosotros mismos:
nuestra fuerza, tiempo, dinero, recursos, ofrendarnos como sacrificios vivos; aun cuando nos canse,
nos duela, nos cueste. Nuestra sociedad adicta al bienestar, la comodidad y el entretenimiento ha
hecho estragos en la iglesia. Ya no estamos dispuestos a sudar, a llorar, a esperar, a gastarnos.
Queremos ser como figuras de colección que permanecen para siempre en el envoltorio.
Pero amar a tus hermanos implicará sacrificios, significará soportar su carga, soportar su carácter,
sus pecados en tu contra, implicará gastos de tu físico, tu tiempo, tu dinero, tus fuerzas. Si no
quieres hacer esto, no te engañes, tu problema no es con tus hermanos, ni con la Iglesia. Lo que
pasa es que no quieres ser discípulo de Cristo con todo lo que implica.
Recordemos que nuestro Señor dijo: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por
sus amigos” (Jn. 15:13). El Señor mismo nos dio el ejemplo haciendo vida sus palabras, y así es
como nosotros también debemos vivir. Pero poner la vida por los hermanos no es solamente estar
dispuesto a morir si es necesario, sino que implica cada día negarse a uno mismo y entregar la vida
en favor de los que aman a Cristo, de nuestros hermanos.
Eso es dar la vida por nuestros hermanos. No hay tal cosa como amor abstracto: recordemos que
el ejemplo que Cristo nos dejó y que es inmediatamente anterior a esta enseñanza, es el lavado de
pies, donde Él, siendo Señor, se vistió como esclavo de sus discípulos, y los sirvió.
¿Cómo podríamos decir entonces que amamos a nuestros hermanos si nos ausentamos de la
comunión? La Escritura dice: “Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las
buenas obras; 25 no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino
exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca” (He. 10:24-25). La condición
básica para amar a tus hermanos es estar presente, sólo así puedes conocerlos, saber sus nombres,
conocer sus rostros. El Señor nos ordena congregarnos para estimularnos unos a otros al amor y las
buenas obras. Si asistes irregularmente, si te caracterizas por llegar tarde o como de mala gana, si
sólo pretendes estar en lo mínimo necesario y te restas de instancias de comunión, de servicio y de
trabajo, ¿Cómo puedes decir que amas a tus hermanos?
¿Cómo decir que amas a tus hermanos si te basas en sus méritos? Si sólo respondes a los que se
acercan a ti, a los que te buscan, a los que te consideran, te llaman o te saludan primero, no estás
amando, es más, no has hecho más de lo que haría un incrédulo promedio. Si una vez que alguien
cometió una falta contra ti, dejas a esa persona en una lista aparte, o si te reúnes solamente con los
que se han “ganado tu cariño”, no estás amando, sino que estás satisfaciendo tu deseo egoísta de
compañía y tus necesidades sociales.
¿Cómo decir que amas a tus hermanos, si haces acepción de personas? Si prefieres a los que son
como tú, de tu mismo trasfondo, los acomodados con los acomodados, los profesionales con los
profesionales, los de clase media con los de clase media y los más pobres con los de su misma
condición. Y no nos engañemos, para discriminar no es necesario tener dinero. Puedes tener poco y
despreciar la comunión con los que tienen más, porque te sientes incómodo o porque les tienes
resentimiento. Si procedes así, no estás amando, simplemente estás actuando como una persona
promedio.
¿Cómo decir que amas a tus hermanos, si no los sostienes en oración? Si no presentas a tus
hermanos ante el Trono de la Gracia, clamando por su bien, rogando por su santidad, para que sean
guardados del mal, y peor aún, si no sólo no oras por ellos, sino que murmuras contra ellos, ¿Cómo
moraría el amor de Dios en ti?
¿Cómo decir que amas a tus hermanos, si das lo mínimo posible de ti? Si quisieras no ser
molestado más allá de sentarte y escuchar, si prefieres hacer y dar lo mínimo necesario como para
tranquilizar tu consciencia y ser llamado “cristiano”, si consideras que haces un favor viniendo a
alguna de las reuniones del domingo, y algunos domingos del mes, si entregas nada más que
migajas de tus fuerzas, de tu tiempo y tus recursos para la Iglesia de Cristo, ¿Cómo podrías decir
que amas a tus hermanos?
Debemos amarnos unos a otros con el amor con que Cristo nos amó. Las actitudes que he
mencionado son todo lo contrario de ese sublime y maravilloso amor, de hecho, son la demostración
más triste y lamentable de un torcido y desviado amor a uno mismo.
Y consideremos una cosa: en esto conocerán que somos sus discípulos, en que tenemos amor
unos por otros. Lo que significa esto es que si nuestra vida se caracteriza de forma permanente por
no exhibir este amor, salvo uno que otro esfuerzo puntual, lo que ocurre es que no somos discípulos,
porque los discípulos de Cristo se conocen, se evidencian, se manifiestan por el amor que se tienen
unos por otros. No es que los discípulos de Cristo tengan que esforzarse por hacer algo aquí y allá
para aparentar que aman, para cumplir con su “cuota semanal de amor”, sino que ellos simplemente
aman, porque el amor de Dios ha sido derramado en sus corazones por el Espíritu Santo que les fue
dado, y si algo ocurre con el amor de Dios, es que nunca se queda encerrado en un cofre, sino que
siempre necesita ser compartido, necesita ser entregado, y lo extraño y maravilloso es que mientras
más se comparte, no se divide, sino que se multiplica.
Dice la Escritura: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el
que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? 21 Y
nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn.
4:20-21). Alguien podría decir “pero yo no aborrezco a nadie, menos a alguien de la iglesia, sólo que
me cuesta hacer lazos”. Pero ojo que para este pasaje, “no amar” y “aborrecer” es la misma cosa.
Para aborrecer a tu hermano no hace falta que lo odies activamente, sino simplemente que no lo
ames con este amor del que hablamos. Al igual que con el Señor, no hay punto medio o lugar
neutral: o amas, o aborreces.
Entonces, ¿Amas a tu hermano? Si no es así, necesitas ir a Cristo, necesitas contemplar y meditar
en su amor supremo, y rogar porque ese amor empape tu vida y te transforme desde dentro. El amor
es el distintivo nacional de la Iglesia de Cristo, unámonos, por tanto, a la oración constante del
Apóstol Pablo por la Iglesia, y que sea también nuestro más ferviente anhelo y súplica ante el Señor:
“ (Ef. 3:14, 17b-21).

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