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Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,

y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.

La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.

Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.

Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.

La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos

Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.

Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.

Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.

Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.


De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.

Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.

Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,

mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,

y estos sean los últimos versos que yo le escribo.


Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 1
Co 12, 31-13, 8a
Hermanos:
Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino mejor.
(Planteamiento) Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si
no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden.
(Nudo)
Ya podría tener el don de predicción y conocer todos los secretos y todo el saber;
podría tener una fe como para mover montañas; si no tengo amor, no soy nada.
Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo
amor, de nada me sirve.
El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no presume
ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se
alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor
no pasa nunca. (Desenlace)

Palabra de Dios.

Eclipse Hasta la luna y el sol coinciden


y ninguno escapa al eclipse (Introducción)
a pesar de transitar distintos cielos
siempre comparten sus momentos

La luna tenue pero intensa


suave alumbra oscuramente
suficiente para verse
suficiente al esconderse

El sol por su lado


no teme mostrar sus rayos
y aunque brille y haga daño
también calienta con su encanto

Después de tantos desencuentros


y mi no ver por complacencia
tu no sentir por las dolencias
y tantas incoherencias
de comer teniendo sed
de ir a conciertos con audífonos
de observar sin poder ver
que nuestra interacción aún marca el ritmo
y por eso la gravedad de nuestro ser (Desarrollo)
nos junta y hace añicos
pues no se puede torcer
lo que es, o siempre ha sido

Puede que te viera en sombras


y a ti te segaran otras luces
a mí no me faltó caer en rocas
o a ti caer de bruces (Conclusión)
En el Cantar de los Nibelungos se narra la gesta de Sigfrido, un cazador de dragones de la
corte de los burgundios, quien valiéndose de ciertos artificios consigue la mano de la
princesa Krimilda. Sin embargo, una torpe indiscreción femenina termina por provocar una
horrorosa cadena de venganzas. El traidor Hagen descubre que Sigfrido es invulnerable,
por haber sido bañado con la sangre de un dragón, salvo en una pequeña porción de su
espalda donde se depositó una hoja de tilo y la sangre no tocó su piel. Aprovechando este
punto débil, le mata a traición en un arroyo. Krimilda se refugia entonces en la corte del
rey Etzel (Atila), y deja pasar el tiempo, hasta que en un banquete convocado por Etzel,
Krimilda consigue que su propio pueblo sea eliminado a traición. Tanto Hagen como la
propia Krimilda fallecen en la espantosa carnicería subsecuente.

El destino le tendió a Sigfrido una trampa lo engañaron y bebió la pócima mágica del
olvido, con sinsabores amargos de hiel exiguo su amada Brunilda lo esperó durante
días aletargada en su inmensa agonía.
El caballero galopó por los senderos llegó a la gruta del oro y de los sueños, mató al
dragón guardián celoso eterno y se bañó en su sangre glorioso para protegerse del
infierno.
Mas Brunilda lo esperaba con anhelo y él en brazos de otra encontró consuelo, con el
tesoro que le robó a los nibelungos le llegó la maldición a su destino sin rumbo.
Él se casó con una hermosa princesa y en el banquete su memoria regresa, corre
Sigfrido a buscar a su amada pero la muerte lo espera lo engalana.
La historia comienza cuando un oráculo le advierte a Layo, rey de Tebas, que sería
asesinado por su propio hijo. El rey, al escuchar el oscuro futuro que le esperaba, optó por
tomar la decisión de darle un giro a su destino. Sin importarle que en su hijo recién nacido
corriera por sus venas la misma sangre que él, decidió atarlo por los pies y entregárselo a un
pastor para que lo abandonara en una montaña solitaria que quedaba a la salida del
pueblo. El pastor tomó al niño y se lo llevó, pero no hizo lo que el rey Layo le había
ordenado, sino que se lo entregó a Pólibo, el rey de Corinto. Este adoptó al recién nacido
como su propio hijo y lo llamó Edipo.

Cuando Edipo creció, escuchó la profecía de que mataría a su padre, y para evitarlo decidió
huir de Corinto. En el camino se encontró al rey Layo, a quien terminó matando al creer
que él y sus acompañantes eran una banda de ladrones. Así, sin saberlo, se cumplió la
profecía.

Edipo sigue su camino a Tebas y se encuentra con la esfinge, que deambulaba por los
caminos matando y devorando a los pobres viajeros que no sabían cómo responder al
enigma que les planteaba. Edipo lo resuelve, acertando el enigma, y mata a la esfinge. Toda
la ciudad de Tebas celebró la victoria de Edipo ante la esfinge, y lo recompensaron
haciéndolo su rey. Le ofrecen como esposa a la reina Yocasta, viuda del difunto rey Layo.

Durante muchos años la pareja de reyes vivió feliz, tuvieron cuatro hijos sin saber que eran
en realidad madre e hijo. Un día apareció un adivino, que le dijo a Edipo que él era el
asesino del rey Layo y que por tal hecho debía ser castigado. Edipo, al escuchar al adivino,
comenzó a dudar de su procedencia, y decidió saber más sobre sus padres.
Entonces descubrió que su verdadero padre era el rey Layo, y que al final la profecía si se
había cumplido.

Su esposa Yocasta se enteró de la verdad, descubrió que Edipo era aquel hijo que se
suponía había muerto, y se suicidó ahorcándose. Al enterarse Edipo, tomó dos broches de
oro que llevaba Yocasta prendidos en su vestido y se los clavó en los ojos hasta quedarse
ciego. Después abandonó el trono y huyó de la ciudad, antes de que se enteraran de que él
era el culpable, ya que el asesino del rey sería repudiado por todos.

Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos


Juan José Arreola
Estimable señor:
Como he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis zapatos, le va a extrañar sin
duda la carta que me veo precisado a dirigirle. En un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí
mis zapatos muy contento, augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar:
por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Estas fueron precisamente sus palabras y puedo
repetirlas). Pero mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente mis zapatos.
Los encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder mayor importancia a esta
metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen algo de extraño, ofrecen una nueva
fisonomía, casi siempre deprimente. Aquí es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente
arruinados. Usted mismo les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta
hechura. Hasta puso muy alto su marca de fábrica. Me prometió, en suma, un calzado flamante. Pues bien:
no pude esperar hasta el día siguiente y me descalcé para comprobar sus promesas. Y aquí estoy, con los
pies doloridos, dirigiendo a usted una carta, en lugar de transferirle las palabras violentas que suscitaron mis
esfuerzos infructuosos. Mis pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies
están hechos de una materia blanda y sensible. Me encontré ante unos zapatos de hierro. No sé cómo ni con
qué artes se las arregló usted para dejar mis zapatos inservibles. Allí están, en un rincón, guiñándome
burlonamente con sus puntas torcidas. Cuando todos mis esfuerzos fallaron, me puse a considerar
cuidadosamente el trabajo que usted había realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción
en materia de calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir, y otros, en cambio, que
recuerdo con ternura: así de suaves y flexibles eran. Los que le di a componer eran unos zapatos admirables
que me habían servido fielmente durante muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua.
Más que zapatos, parecían ser parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora que daba a mi
paso firmeza y seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable y resistente. Sólo que daban ya
muestras de fatiga. Las suelas sobre todo: unos amplios y profundos adelgazamientos me hicieron ver que los
zapatos se iban haciendo extraños a mi persona, que se acababan. Cuando se los llevé a usted, iban ya a
dejar ver los calcetines. También habría que decir algo acerca de los tacones: piso defectuosamente, y los
tacones mostraban huellas demasiado claras de este antiguo vicio que no he podido corregir. Quise, con
espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no me parece censurable: al contrario, es
señal de modestia y entraña una cierta humildad. En vez de tirar mis zapatos, estuve dispuesto a usarlos
durante una segunda época, menos brillante y lujosa que la primera. Además, esta costumbre que tenemos
las personas modestas de renovar el calzado es, si no me equivoco, el modus vivendi de las personas como
usted. Debo decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy feas
conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted, dejando aparte todo resentimiento,
viene a mi casa y se pone a contemplar mis zapatos, ha de darme toda la razón. Mire usted qué costuras: ni
un ciego podía haberlas hecho tan mal. La piel está cortada con inexplicable descuido: los bordes de las
suelas son irregulares y ofrecen peligrosas aristas. Con toda seguridad, usted carece de hormas en su taller,
pues mis zapatos ofrecen un aspecto indefinible. Recuerde usted, gastados y todo, conservaban ciertas
líneas estéticas. Y ahora... Pero introduzca usted su mano dentro de ellos. Palpará usted una caverna
siniestra. El pie tendrá que transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un tope;

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