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ALBATROS

LISBETH CAVEY
Título original: Albatros
© Lisbeth Cavey 2023
Diseño de portada: Lisbeth Cavey
Imágenes: Wonder
Maquetación: Lisbeth Cavey
Corrección: Sonia Martínez Gimeno
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TABLA DE CONTENIDO
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Epílogo
Capítulo 1

Cornualles, otoño de 1812

Los lamentos inundaban el salón, y los allí presentes miraban a


ambos lados buscándolos, hasta identificar a la persona que los
emitía sin cesar. Solo era una, no obstante, el escándalo era
cuando menos soberano.
Victoria se hallaba en el centro de aquel corro de gente,
sentada en una silla que había conocido tiempos mejores. Se
preguntó una y otra vez qué hacía en aquel lugar vestida de
negro, un color que no la favorecía en absoluto y que daba a su
piel nívea un toque siniestro. Si le sumaba las ojeras, la mujer
no salía muy bien parada, por muy bella que esta siempre
hubiera sido.
—Victoria, querida, he venido en cuanto me he enterado.
—Ante ella, su fiel amigo Hamilton, con el sombrero apretado
contra el regazo y sin sus características gafas de sol.
Victoria esbozó una tenue sonrisa, sabía que él no le
fallaría.
—Mi querido amigo, salgamos de aquí, necesito un poco
de aire —dijo ella en voz bajita, para no ser escuchada por los
asistentes al velatorio.
Ambos se encaminaron hacia el exterior y, una vez fuera de
la casa, se sentaron en un banco de piedra semiderruido.
Hamilton sacó del bolsillo interior de su levita sus gafas de
sol y se las puso. A finales de octubre, con el cielo encapotado,
la luz blanquecina le resultaba en ocasiones más cegadora que la
de un sol en todo su esplendor.
—Y bien, ¿cómo te encuentras, Vicky? —preguntó
Hamilton con verdadero interés.
Victoria se encogió de hombros.
—¿Crees que sería un monstruo si mis sentimientos fueran
de total indiferencia? —inquirió con pesar.
—Aquí entre nosotros, si solo sientes indiferencia, te
puedes dar por un ser celestial. Ese mal bicho se merece una
fiesta de despedida en toda regla. Además, yo que tú me hubiera
puesto un vestido rojo pasión, el negro te hace parecer un
espectro, qué horror…
Victoria negó con la cabeza.
—En serio, Hamilton, sé que no puedes contener esa
lengua afilada que tienes, pero te estoy hablando de
sentimientos, ¿no puedes ser un amigo normal?, de esos que
consuelan a su buena amiga de la infancia con un abrazo, por
ejemplo —le reprochó Victoria entrecerrando los ojos.
—Querida mía, sabes que no hay amigo en el mundo más
fiel que yo. Sin embargo, parece que Dios me creó sin ese tacto
de seda que tienen algunos, más bien soy una especie de tela de
arpillera —replicó Hamilton con ese punto canalla en la mirada
que siempre hacía reír a su amiga.
Ella se tapó la boca y miró hacia ambos lados, pues no
quería que nadie la viera bromear en un día en el que tendría
que ser un mar de lágrimas, como la mujer desconocida que se
desgañitaba en aquel extraño velatorio sin darle tregua a su
potente chorro de lamento.
—Eres terrible, querido mío, pero sabes que te quiero
mucho, aunque tengas la lengua punzante como una daga.
Hamilton sonrió y rodó los ojos.
—Ahora, fuera bromas, el mundo será mucho mejor sin
Andrew entre sus habitantes. No te sientas mal por no ser capaz
de llorar como esa mujer. Por dios, que alguien le diga que se
calle de una vez, se escucha desde aquí fuera y mira que nos
hemos alejado lo suficiente como para estar tranquilos —soltó
Hamilton para ponerle la guinda a un comentario que había
tenido un comienzo dulce.
Su amigo era así, excéntrico, diferente, desenfadado y ya
sabemos cómo se las gastaba con la lengua que le había tocado
en suerte. No obstante, para Victoria era como un hermano. Se
habían criado juntos, ya que sus casas paternas eran vecinas.
Habían compartido confidencias, juegos y, a sus treinta años,
continuaban siendo inseparables.
Andrew, el esposo de Victoria, que en paz descanse, no
soportaba que su mujer anduviera de acá para allá con aquel tipo
que acaparaba las miradas de cuantos se lo topaban; pero no le
quedó otro remedio que aceptarlo, en eso Victoria jamás cedió.
No por ello los dos hombres llegaron a hacer buenas migas,
los comentarios mordaces se sucedían entre ambos, de modo
que se había transformado en un ritual que los divertía, aunque
ninguno de los dos jamás lo admitiera.
Andrew le puso el sobrenombre de «la Señorita» a
Hamilton. Este lo llamaba «el Fenómeno». A Hamilton le cayó
el apodo por sus inclinaciones sexuales, las cuales no se tomaba
la molestia de ocultar. Él decía enamorarse de personas,
independientemente de su sexo. A Andrew, lo de Fenómeno le
sobrevino por su carácter cambiante. Bien podía ser un hombre
amoroso y gentil y transformarse en un segundo en el gusano
más vil que jamás se hubiera conocido.
La vida sexual de Hamilton parecía ser engullida por su
prestigio como modisto. En Inglaterra no había mujer que no
soñara con los vestidos de aquel tipo estrambótico de
Cornualles. Era influyente y tenía cantidades ingentes de dinero,
además de buenos contactos y amistad con el príncipe regente.
Viajaba continuamente y siempre, aun con su ajetreada
vida, visitaba a su gran amiga, que lo recibía con aquel amor
fraternal que él tanto necesitaba, pues se había quedado solo en
el mundo a muy temprana edad.
Victoria era su familia, su nexo con la niñez, que, de algún
modo, nunca había abandonado.
—Cuando recuerdo cómo era Andrew cuando lo conocí, no
puedo creerme en quién se convirtió —intervino de pronto
Victoria tras un largo silencio en el que los dos se habían
quedado inmersos en sus propios pensamientos.
—Querida mía, ese hombre siempre fue un fenómeno, pero
el amor se empeñó en cegarte, y cuando decidiste verlo cómo
era en realidad, ya era demasiado tarde.
—Andrew me conquistó con su energía y por su forma
peculiar de ver la vida, tan sencilla y a la vez tan increíble. Caí
rendida a sus pies…
—Si solo fuera a eso a lo que caíste rendida —soltó
Hamilton, demostrando de nuevo que el tacto no era lo suyo.
Victoria soltó un bufido. ¿Qué podía hacer ante aquel
amigo fiel y a la vez punzante, incluso hiriente?
—No sé por qué me molesto en tratar contigo este tema,
sin embargo, estoy muy contenta de que estés aquí, a mi lado.
—Siempre, Vicky —dijo con aplomo, tomando la mano de
su amiga y dándole un apretón reconfortante.
Victoria esbozó una leve sonrisa.
—Tenemos que volver dentro, de lo contrario, la gente
hablará más de la cuenta. Ya me miran de forma extraña por no
ser lo que se espera de mí, la esposa destrozada por la muerte de
su compañero de vida —intervino Victoria con un deje de
tristeza que a su amigo no le pasó inadvertido.
—¿Cómo murió? —preguntó él ladeando la cabeza.
Ella perdió su mirada en la nada, en la nebulosa que
representaba aquel momento que había presenciado sin
intervenir. Volvió al lugar y al momento, un día antes, en el
despacho de Andrew.
Blanche, el ama de llaves, le había informado de que su esposo
la reclamaba y le advirtió de que a quien encontraría tras la
puerta del impenetrable templo de Andrew sería aquel monstruo
que ella temía sobremanera.
—No lo hagas esperar, mi niña, y ten paciencia, escúchalo
y no te alteres, ya sabes lo que ocurre si lo haces —le dijo entre
susurros.
Victoria la miró con los ojos entrecerrados y aquella
congoja eterna que siempre la atenazaba en su interior antes de
llamar a la puerta del despacho.
El mismo Andrew quitó la tranca de madera con la que se
aislaba del mundo y abrió.
Sus ojos cargados de fuego la recibieron y, sin decir nada,
le franqueó el paso.
Victoria entró en aquella especie de cueva en la que su
marido pasaba las horas muertas inmerso en sus delirios.
Lo primero que se coló en sus fosas nasales fue el olor a
whisky y a sudor. La luz de una vela titilaba sobre el
desvencijado escritorio y los libros, pues en su día, Andrew fue
un ávido lector que tenía su propia colección de obras
literarias, estaban amontonados en todos los rincones de la
estancia, algunos de ellos abiertos y abandonados a su suerte.
En el suelo había restos de comida y se podía intuir la
presencia de roedores trotar con sus pequeños pasos a su
alrededor. El despacho de Andrew era el único lugar de la casa
en el que el servicio tenía prohibida la entrada. La misma
Victoria no podía acceder a este si no era llamada por Andrew,
hecho que, para su suerte, ocurría de tanto en tanto, pues en
cada una de las ocasiones había salido malparada.
—Siéntate —le ordenó él.
Victoria hizo lo propio, si quería que su esposo no
estallara, tenía que mostrarse sumisa, aunque tanto daba; si
Andrew quería guerra, hiciera lo que hiciera, no la libraría del
peor de los resultados.
—Verás, querida —comenzó a hablar él sentado en su
sillón—, he de preguntarte algo y quiero que seas sincera
conmigo. Lo merezco después de tanto sufrimiento que tú me
has causado.
Victoria tragó saliva. No, tenía ganas de gritarle que la
que siempre tuvo las de perder fue ella misma, mas se contuvo,
de lo contrario, la furia se apoderaría de Andrew y no era eso
lo que deseaba, aunque en su interior supiera que en cualquier
momento aquello ocurriría.
—Dime la verdad, ¿quién es tu amante? Dímelo de una
vez, mujer, o no respondo de mis actos.
—Por Dios, Andrew, ya te he dicho de todas las maneras
posibles que no tengo ningún amante, que siempre te he sido fiel
—dijo ella, intentando por todos los medios que Andrew no la
notara alterada, aunque tuviera ganas de gritárselo sin
contemplaciones.
Siempre era lo mismo, una obsesión enfermiza con que ella
le era infiel con cualquiera. Por ello, en aquella casa solo
trabajaban mujeres y los pocos del sexo opuesto que tenían un
hueco en la mortecina Clever’s House eran prácticamente
ancianos o chiquillos con alguna deformidad.
—¡¡Mientes, mujer, mientes y no te molestas en ocultar que
lo haces!! —gritó él levantándose de su sillón y apuntándola
con su dedo.
Y aquella expresión maléfica afloraba en el que un día
amó con toda su alma.
Victoria se llevó la mano a la boca de manera instintiva.
—Que me digas la verdad, sé que te ves con ese malnacido
a escondidas y cuchicheas con La Señorita sobre el gozo que te
proporciona cuando retozas con él.
Victoria lo miró con hartazgo, intentaba que el miedo no la
delatara, porque Andrew se alimentaría de él.
—No, Andrew, yo no retozo con nadie que no seas tú, soy
una mujer decente —Victoria dijo estas últimas palabras con la
certeza de luchar una batalla perdida de antemano.
Andrew se carcajeó y agarró la botella de whisky que
descansaba en su escritorio, para darle un trago largo y luego,
ya vacía, lanzarla contra la pared. El sonido de esta al estallar
asustó a Victoria, aunque la anticipación de lo que vendría
después fue lo que en realidad la atormentó.
Andrew, cual huracán, se aproximó hacia ella hecho una
furia y cubriéndola de insultos, para tomarla por el brazo a la
fuerza y llevarla al diván que, por la oscuridad, apenas se
intuía. De un zarpazo, apartó los libros y la ropa que se
amontonaban sobre él y la empujó hasta hacerla caer en el
mismo.
—¡No, Andrew, por favor! —gimoteó ella.
Sus gritos se escuchaban embotados en sus recuerdos.
—Vicky, querida, ¿dónde te has ido? —preguntó Hamilton
con sus gafas apoyadas casi en la punta de la nariz—, te
preguntaba que cómo murió.
Victoria clavó su mirada en la de Hamilton y sentenció:
—Se le rompió el corazón.
Capítulo 2

Londres, otoño de 1812

Un hombre caminaba distraído por las inmediaciones de la


catedral de San Pablo. Tenía prisa, quizá demasiada. Sus
pensamientos se debatían entre la cita con su acreedor y la
forma en que abordaría el tema con su esposa. Tan solo unos
momentos antes se había visto con un usurero de poca monta
que le había hecho un préstamo a un interés demasiado alto,
pero no inalcanzable.
No pudo rechazar su oferta, tenía que cubrir aquella deuda
de inmediato, de lo contrario, perdería su casa y eso era algo que
no podía ocurrir de ninguna manera.
La euforia momentánea al tomar lo que aquel ser le ofrecía
cual encantador de serpientes, dio paso a la inquietud más
abismal, pues su deuda, lejos de menguar, se había transformado
en algo más grande, que se le antojaba como una bola de nieve
que no rodaba sin cesar y se detenía un instante para luego
emprender su camino, destrozando a su paso todo con lo que se
topaba.
De pronto, un impacto inesperado lo tiró al suelo. El
hombre, desde su posición, increpó al indeseable que lo había
arrollado sin miramientos. Aunque el tipo ni se inmutó,
continuó con su marcha sin detenerse ni disculparse.
El hombre se levantó como pudo y se limpió la ropa,
manchada de agua y barro por la lluvia fina que había cubierto
la ciudad un par de horas antes.
Al sacudirse la levita y pasar su mano por el bolsillo
lateral, se percató de la ausencia del sobre que el usurero le
había entregado unos minutos antes.
—¡Demonios! —exclamó mientras buscaba en derredor y
escrutaba el suelo salpicado de pequeños charcos y barro sin
hallar nada.
En sus pensamientos ató cabos y fue consciente de que
aquel empellón no había sido casual, le habían robado el dinero
y la bola de nieve se precipitaba en aquel momento sin que
pudiera hacer nada por detenerla.
—Señor Sawyer, ¿qué hace ahí?, ¿necesita ayuda? —
preguntó una voz ronca que no quería volver a escuchar si no
era para devolverle lo prestado y olvidarse de haberla oído
jamás.
Albatros, así le había dicho aquel elemento que se llamaba,
le tendía la mano mientras esbozaba una sonrisa que bien podría
provenir del mismísimo infierno.
Era un hombre joven y avispado, si las circunstancias no
hubieran sido las que eran y se hubieran conocido en cualquier
evento social, podría decirse que llegaría incluso a parecerle un
muchacho con un entusiasmo por la vida que le fascinaría. Sin
embargo, no era así. Había contraído una deuda con el tal
Albatros y, al perder el dinero, le iba a ser imposible
devolvérsela con la celeridad que este le imponía, además de no
poder hacer frente a la deuda que ya tenía de antemano con su
principal acreedor.
El usurero le ayudó a ponerse en pie y le ofreció su sonrisa
más escalofriante.
—Señor Albatros, tengo que irme —balbució el hombre,
sin saber muy bien qué decirle, qué hacer, algo se le ocurriría.
—Señor Sawyer, qué prisa le ha entrado a usted de pronto,
con lo parsimonioso que se le veía ahí, en el suelo. Es más, me
acerqué a ayudarle porque vi la escena. Hay que tener mil ojos
con los rateros que pululan por este lugar, y cuando de dinero se
trata, se ha de ser cuidadoso —argumentó Albatros con su forma
de hablar envolvente.
—Le devolveré el dinero, se lo juro. Pero necesitaré más
tiempo, ¿sería posible? —suplicó el hombre.
Albatros sonrió de nuevo, aquella sonrisa le parecía a
Sawyer la más escalofriante que había visto en su vida.
—Sawyer, Sawyer, Sawyer… —dijo Albatros en tono
cantarín—, ¿me está diciendo que ahora yo, el hombre que le ha
ayudado, que le ha prestado el dinero que necesitaba para cubrir
la deuda que no ha podido pagar por su afición desmedida al
whist, tiene que esperar a cobrar por una distracción?
Sawyer, con su sombrero aferrado a las manos como si la
vida dependiera de ello, cerró los ojos y asintió mientras un
temblor desdibujaba su expresión de terror.
—Le pagaré, señor Albatros, se lo juro por mi madre, que
en gloria esté —respondió Sawyer a punto de la lágrima.
—Veo que nos vamos entendiendo. Le doy dos días, ni uno
más.
Sawyer abrió mucho los ojos, iba a replicar, a decirle que el
plazo inicial era mucho mayor, pero guardó las palabras para sí
mismo, pues hablar en aquel momento podría hacer que
Albatros le cargara más intereses y era lo que menos deseaba.
—De acuerdo… —aceptó Sawyer al fin.
Albatros le dedicó una última sonrisa y se despidió de él.
Sawyer se marchó del lugar a paso vivo, sin mirar atrás.
Albatros sonrió mientras negaba con la cabeza.
Esperó unos minutos hasta que Tim, un muchacho que
hacía trabajos para él por unas libras, se aproximó mirando a
todas partes con desconfianza.
—¿Ha ido bien, jefe? —preguntó el chico.
—Sí, Timmy, buen trabajo —alabó Albatros mientras este
le entregaba el sobre sustraído a Sawyer y le daba unas libras al
muchacho.
Tim esbozó una sonrisa complacida y preguntó:
—¿Cree que ese hombre pagará?
Albatros se carcajeó.
—Claro que lo hará, siempre pagan.
—Pero usted no da miedo, no es como los otros, ¿cómo
puede estar tan seguro? —dijo el chico con inocencia.
A sus dieciséis años, Tim era un muchacho corpulento y
fuerte, sin embargo, todavía conservaba la mirada del chiquillo
que no había dejado de ser y la poca picardía de decir lo que
pasaba por su mente. Era transparente como un cristal.
—Timmy, la sonrisa y los buenos modales pueden ser en
ocasiones más aterradores que la fuerza bruta.
Y sí, Albatros era un hombre de buenos modales y
presencia impecable, que bien podría pasar por alguien de alta
cuna. Fue su maestro quien le enseñó ese arte llamado estafa y
le transmitió todos sus conocimientos, a él le debía que no le
faltara nunca de nada y que pudiera vivir sin tener que contar las
libras para llegar a final de mes.
Había sido un niño de la calle que se buscaba la vida por
un mendrugo mohoso. No tenía conocimiento de madre alguna,
mucho menos de padre. Estaba solo en el mundo e ignoraba sus
orígenes. Los había olvidado.
En los suburbios de Londres estaba bien mirado, era para
ellos el equivalente a un Robin Hood que ayudaba a los niños
desamparados. Tim era uno de aquellos niños, con diferencia de
que este sí tenía una madre, aunque la pobre estaba enferma y
necesitaba medicinas que no podía comprar.
Lo había instruido tal y como un día su maestro hiciera con
él y ya podía desenvolverse solo, además de ayudarlo con sus
propios negocios cuando era menester.
Tras intercambiar unas palabras sin trascendencia con el
muchacho, Albatros se despidió de él y se dirigió a la pensión
donde vivía desde hacía unos años.
Bien podía permitirse algo mejor, claro está, no obstante,
aquella era la manera en que sus detractores, que no tenían
prueba alguna en contra suya, no pudieran ubicarlo. Además,
Mary, la mujer que regentaba la hostería, era lo más parecido a
una madre para él y le gustaba fantasear con esa idea.
Mary había perdido a su hijo a causa de la tisis, un hijo que
en aquel momento tendría la edad de Albatros si no hubiera
cruzado al lugar donde habitan las almas, veinticinco años; trece
habían pasado desde que aquello ocurriera.
Entró en el hostal y se dirigió a la cocina, Mary se
encontraba allí, preparando la comida para sus huéspedes y para
él.
Al verlo, abrió sus brazos para recibirlo con abnegación.
Albatros aspiró el aroma a limpio que siempre desprendía Mary
y sonrió complacido.
—¿Cómo ha ido hoy, Al? —preguntó ella zafándose con
suavidad del abrazo.
Albatros se encogió de hombros.
—Uno más, lo de siempre, un jugador empedernido que ha
dilapidado su fortuna, un perdedor… Ha ido bien.
Mary frunció el ceño.
—Podrías hacer cualquier trabajo, hijo. Eres muy
inteligente, y con esa planta y esa labia, ningún empresario se
resistiría a tenerte entre sus empleados —argumentó Mary.
—Sí, podría someterme a un cacique que me explotara y
me diera unas míseras libras por doblar el lomo, pero no es esa
la vida que quiero —admitió Albatros, dejándose caer en una
silla.
—Eres demasiado ambicioso, Albatros. ¿Te he dicho
alguna vez lo que pasa cuando te acercas demasiado al fuego?
—A mí no me pasará, lo tengo todo controlado, Mary.
—Ay, hijo mío, eres demasiado joven y piensas que la vida
se basa en subir y subir, sin detenerse en meditar si se hacen
bien o no las cosas, mas no es así. La guardia podría apresarte y
te juzgarían, quién sabe si no acabarías preso, o, en el peor de
los casos, en la horca.
Albatros rodó los ojos.
—No seas exagerada, Mary. Te repito que lo tengo todo
controlado —replicó Albatros haciendo un gesto con la mano
para quitarle importancia al asunto.
Mary negó con la cabeza.
—En fin, no puedo hacer más que decírtelo y no dejaré de
hacerlo, ya sabes que para mí eres como un hijo.
Albatros sonrió, aquel sentimiento era mutuo y Mary se
había convertido en la persona más importante de su vida.
—Por cierto, qué cabeza tengo…, ha llegado esto para ti —
dijo Mary sacándose un sobre del mandil y tendiéndoselo.
Albatros lo miró con los ojos entrecerrados. Aquella misiva
venía de Cornualles, y la remitía una persona de la que hacía
tiempo no sabía nada, aunque sus días juntos no los recordara
como aburridos.
La abrió y leyó:
Estimado Al,
Es de vital importancia que te persones en Cornualles para
un negocio, puede ser muy fructífero para ambos, y cuando digo
fructífero, lo digo con conocimiento de causa.
Siempre tuya,
Cadence
Aquella escueta nota hizo que Albatros sonriera. Si
Cadence hablaba de un negocio fructífero, es que realmente era
algo muy grande.
En otro documento estaban las señas de un punto de
encuentro y una fecha.
Dobló las hojas de papel y las devolvió al sobre antes de
anunciar.
—Mary, salgo de viaje.
Capítulo 3

Cadence salió de Clever’s House, esperaba que, a aquellas


horas, nadie la viera. Debía ayudar a Blanche con el desayuno y
se le habían pegado un poco las sábanas. Para su suerte, no lo
suficiente como para no llegar a la cita que tenía con él.
Todavía no había amanecido y una fina lluvia perlaba su
cabeza, que cubría con un manto de lana.
Cuando arribó a su destino, lo vio allí, inmune a la lluvia.
Estaba de pie y vestía de negro. Una capa lo cubría y no llevaba
sombrero.
Cadence se aproximó hacia él mientras este le dedicaba
una sonrisa de dientes perfectos, una sonrisa a la que en su día
no fue capaz de resistirse.
—Espero que el negocio tenga la importancia que merece
calarse hasta los huesos —dijo Albatros a modo de saludo.
—Me alegro de verte, Al —respondió ella con un deje
sarcástico en la voz antes de ponerse de puntillas y darle un beso
en los labios.
Albatros no correspondió a aquel beso. No quería mezclar
negocios con placer y eso Cadence lo sabía, por ello, dudó si
darse media vuelta y volver a Londres o, por el contrario,
quedarse allí y escuchar la proposición de la muchacha.
—Tranquilo, sé lo que estás pensando. No he podido evitar
besarte, estoy muy contenta de que estés aquí, porque para este
negocio necesito a alguien a la altura y tú eres el mejor —alabó
Cadence mientras clavaba sus ojos azules en los suyos.
Él elevó las cejas.
—Pues tú dirás, ¿en qué consiste ese negocio tan fructífero
para ambos? —preguntó Albatros mostrando signos de
impaciencia.
—No cambiarás nunca —negó ella con la cabeza antes de
proseguir—: Verás, Al, trabajo en una casa no lejos de aquí, se
llama Clever’s House y acaba de morir su dueño.
—¿Y bien? —preguntó él.
—Andrew Dawson era un hombre mayor y ha dejado a una
joven viuda. Es una mujer desangelada y desprovista de gracia a
la que le faltan agallas y sangre en las venas. Ha estado durante
años bajo el dominio de su marido y dudo mucho que sepa
encontrarse sola el pie derecho.
—No estoy seguro de a dónde quieres ir a parar —
masculló Albatros con los ojos entrecerrados.
—Pues resulta que el señor Dawson no tiene más parientes
que esa mujer, además de un infeliz, que es su primo, y veo muy
injusto que se quede él solito con la sustanciosa herencia que le
ha tocado en suerte.
Albatros abrió mucho los ojos y una amplia sonrisa se
dibujó en su atractivo rostro.
—En la casa he oído cuchichear a las doncellas y todas
coinciden en un asunto, Andrew Dawson tenía más de un hijo
secreto desperdigado vete a saber dónde.
—Y el negocio se trata de que me haga pasar por su hijo,
ya que no se pueden demostrar mis orígenes y yo mismo podría
serlo, ¿cierto? —dedujo Albatros.
Cadence asintió con la cabeza.
—Chico listo. Tienes que presentarte así, vestido de negro.
No te lo mencioné en mi misiva al conocer tu gusto por la
ausencia de color en el atuendo.
Cadence se sacó un documento arrugado del mandil y se lo
entregó a Albatros, se trataba de una escueta nota firmada por
Dawson.
Mi querida Victoria,
Debo disculparme contigo por mi comportamiento de
anoche, no volverá a ocurrir. No puedo soportar el miedo en tus
ojos, no dedicado en miradas hacia mí, que tanto te amo. Lo
siento, lo siento mucho.
Siempre tuyo,
Andrew
Albatros se llevó la mano a la cabeza y se mesó el cabello.
Aquella nota manuscrita era un gran tesoro, y en base a ella
conseguiría falsificar supuestas cartas de un padre para su hijo
secreto. Sin embargo, las palabras dedicadas a esa tal Victoria
llenaron de incertidumbre su ser. ¿Miedo?, ¿qué demonios
habría hecho aquel hombre para escribir tal misiva a su esposa?
—Rescaté la nota de la habitación de la señora. De lo
contrario, hubiera acabado en la chimenea.
Albatros observó a Cadence, le sorprendía sobremanera la
frialdad de esta, la nota era inquietante. Había algo
sobrecogedor y maligno en aquellas letras, no obstante, intentó
centrarse en el asunto que lo había traído a Cornualles, asunto
que, si salía bien, podría reportarle grandes beneficios.
En su cabeza se tejía la historia que argumentaría para ser
merecedor de aquella herencia, y el hecho de ser huérfano iba a
ser la llave para convertirse en un rico heredero.
Si ya la sociedad le abría las puertas por su facilidad para
colarse en sus vidas, con aquel golpe se convertiría en uno más
de los hombres respetables que jugaban al whist en clubes de
caballeros y vivían sin tener que buscarse la vida a diario como
tenía que hacer él. Además, podría construir un lugar para que
todos los niños que vivían desperdigados en los suburbios de
Londres no pasaran necesidad.
Albatros soltó un suspiro.
—¿Soñando despierto, Al? —preguntó Cadence,
observándolo divertida.
Él se llevó la mano al cogote y lo rascó, un gesto que
siempre hacía cuando sentía el nerviosismo y las ansias
apoderarse de él.
—Te comprendo, yo misma no dejo de pensar lo que sería
verme con esos vestidos que tiene la señora en su armario,
vestidos que no utiliza y están abandonados a merced de las
polillas, con lo bonitos que son.
»Me gustaría verme envuelta en esas telas que son como
una caricia para la piel, además, yo soy mucho más hermosa que
Victoria, eso es algo que no puede negarse, porque salta a la
vista —presumió la muchacha mientras rodaba alrededor de
Albatros y este la observaba negando con la cabeza.
—Pues llegados a este punto, solo nos hace falta ultimar
detalles… —sentenció él.
—¿Eso quiere decir que aceptas? —preguntó Cadence con
ojos chispeantes.
Albatros asintió con la cabeza y la muchacha se abalanzó
sobre él y le robó un beso. Él, que se había impuesto no mezclar
los negocios con el placer, intentó mantenerse firme, sin
embargo, su sentido de la responsabilidad iba por un lugar y su
entrepierna por otro; hacía tiempo que no sentía el deseo
hambriento de hacer suya a una mujer, pensó quizá que aquel
negocio había sido un detonante para la euforia, que aplacó
empotrando a Cadence contra el primer árbol que se le presentó
y embistiéndola cual astado embravecido.
En su mente, la jugada maestra que supondría llevar a buen
puerto aquel negocio. ¿Lo conseguiría?
Capítulo 4

Victoria despidió a Hamilton con una congoja enorme en el


pecho. Los días que su amigo había permanecido en Clever’s se
le habían hecho más livianos, incluso divertidos; aunque tuviera
que guardar las apariencias para no ser pasto del chisme, ya
había visto cuchichear a las arpías que solían aparecer a media
tarde para interesarse por ella y, de paso, a tomar el té.
Hamilton las distraía, alababa su físico y les prometía mil y
un atuendos que podían transformarlas en bellísimas damas que
harían furor en cualquier evento social o baile.
Ello hacía que no repararan tanto en su comportamiento ni
en el alivio que había supuesto el hecho de que su marido
partiera para siempre.
Ya nunca más la llamaría al despacho, tampoco rasgaría su
ropa, ni la sometería a los abusos más atroces. Tampoco lloraría
como un niño pidiéndole perdón ni prometiéndole que jamás
volvería a ocurrir, porque eran promesas huecas, y Andrew
volvía a dañarla cada vez que su mente se transformaba en un
lugar hostil infestado por la ira.
Cuando el carruaje con su amigo partió, ella se quedó
pensativa y sola en aquel jardín engullido por la maleza, sería lo
primero que mandaría arreglar. A ella le gustaban las flores y la
belleza de un pequeño paraíso que rodeara la mansión, pero
Andrew no quería oír ni hablar de remover la tierra y mucho
menos de flores, decía que le producían urticaria y que no podía
parar de estornudar. Siempre le parecieron razones cuando
menos absurdas, mas su esposo era absurdo todo él.
De pronto, la figura de un jinete atrajo su atención. Era un
hombre que vestía de negro y se cubría con una capa. Cabalgaba
sobre un corcel de pelaje completamente blanco, que
contrastaba de un modo escandaloso con la oscuridad de su
atuendo.
Aquel desconocido se dirigía hacia ella mientras la
penetraba con la mirada, una mirada líquida de ojos castaños.
Cuando llegó a su altura, le ordenó al caballo que se
detuviera y desmontó de este.
—Buenas tardes, señora Dawson —dijo sin apartar la
mirada de la de ella y sin ningún tipo de formalismo adicional.
Victoria alzó el mentón, ¿quién sería aquel individuo?
—Me llamo Albatros y tengo un asunto delicado que tratar
con los abogados de su esposo y, claro está, con usted.
Ella frunció el ceño.
—Me temo, señor Albatros, que primero tendrá que tratar
esos temas conmigo y, si considero que son de la suficiente
importancia para poner al tanto a los abogados de mi difunto
esposo, lo haré —sentenció con aplomo.
«Una fierecilla sin domar, y de las peleonas», pensó
Albatros, y maldijo en silencio a Cadence por haberle dicho que
la tal Victoria era poco menos que un repollo sin sustancia
alguna. Debería habérselo imaginado, ya que Cadence, en su
inseguridad, siempre menospreció a cualquier mujer que pudiera
hacerle sombra.
Tampoco la belleza de la muchacha era mayor que la de
aquella mujer, que, aunque ojerosa, tenía los rasgos más bonitos
que jamás había visto. Era como una muñeca con su tez de
porcelana y sus preciosos ojos de color gris azulado.
—Está bien, señora Dawson, no obstante, no diga que no
se lo advertí. El asunto que me trae a Cornualles tiene la
suficiente importancia como para ser tratado con la diligencia
que merece.
Victoria lo hizo entrar a la casa y lo condujo hasta la
biblioteca. El despacho de su esposo todavía no había sido
adecentado y era su pequeño infierno en la tierra, un infierno al
que no quería volver.
Ambos tomaron asiento en el escritorio que había en la
estancia y que Andrew utilizaba cuando en su mente salía el sol.
—Usted dirá, señor Albatros —lo instó a hablar Victoria.
—Verá, señora Dawson, no es fácil esto que tengo que
decirle y le ruego que me escuche hasta el final —comenzó a
hablar Albatros, con el fin de crear intriga en Victoria.
—Vaya al grano, caballero, no tengo todo el día —espetó
ella.
Albatros asintió y, sin más preámbulos, soltó:
—Andrew Dawson era mi padre.
Victoria, ante tal revelación, se sorprendió sobremanera,
incluso su corazón dio un vuelco inesperado, pero la habían
educado desde pequeña para saber mantenerse en su sitio y
guardar sus sentimientos bajo llave, y fue lo que hizo.
—Muy bien, ¿y espera que yo me crea esa falacia? —
inquirió ella con un deje de prepotencia en la voz.
—Vine desde Londres en cuanto me enteré del
fallecimiento de mi padre, nadie tuvo a bien avisarme y es algo
que me ha provocado un gran malestar.
—¿Y cómo quiere que se le avisara si nadie conocía su
existencia? —preguntó Victoria encogiéndose de hombros.
—Le aseguro, señora Dawson, que mi padre sí sabía de mi
existencia y se lo voy a demostrar de inmediato —dijo Albatros
con fingido enfado mientras extraía del bolsillo interior de su
levita un fajo de sobres atados con una cinta y lo hacía deslizar
por el escritorio.
—¿Qué es esto? —preguntó ella extrañada.
—Sírvase usted misma, abra esos sobres y verá que lo que
le digo es cierto. Mi padre sabía de mi existencia y mantenía
correspondencia regular conmigo.
Victoria tomó aquel montón de cartas, deshizo la cinta y
fue abriendo uno a uno los sobres que su esposo parecía haberse
enviado con aquel hombre durante años.
Al reconocer la letra de Andrew, sintió que algo mordía sus
entrañas y la cabeza le dio vueltas. No, no quería desmayarse
cual damisela en apuros y menos aún delante del tal Albatros.
Al saberse vulnerable, le rogó al hombre que se marchara y
que volviera al día siguiente. Quiso quedarse aquellas cartas,
pero él se lo impidió aludiendo el sentimiento que tenía por
estas.
Cuando él abandonó Clever’s House, en Victoria afloraron
todos aquellos sentimientos reprimidos y se derrumbó, dejando
salir las lágrimas y los insultos hacia el difunto. Pues con ella
nunca quiso tener descendencia.

∞∞∞
La noche fue larga para Victoria, que no consiguió conciliar el
sueño, y, harta de dar vueltas en la cama, decidió levantarse
cuando todavía la luna presidía el cielo.
Se vistió de negro y, al mirarse al espejo, se le antojó que
parecía un cuervo larguirucho y ojeroso. Odiaba aquel vestido
infame que se veía obligada a portar. Odiaba a toda la sociedad
que imponía qué hacer y cómo. Por ella se marcharía a cualquier
lugar remoto e iniciaría una nueva vida lejos de los dedos largos
y afilados de esta y de su lengua guillotinada.
En unas horas tendría que vérselas de nuevo con el tal
Albatros, no obstante, quería que el tiempo transcurriera con
lentitud, aquel hombre la inquietaba. Era como una especie de
bocado en el estómago y las entrañas, un mordisco que le hacía
ver que algo no marchaba bien. Andrew tenía un hijo, aquellas
cartas manuscritas lo hacían posible, pues era la letra de su
controvertido esposo.
Si así fuera, aquella relación se había producido cuando
Andrew estaba casado con su primera esposa, cuya muerte
temprana nadie nunca le había aclarado, ni siquiera el mismo
Andrew, que eludía el tema como si se tratara de la peste.
Con ella no había querido tener hijos, nunca se descuidaba,
y en las relaciones maritales solía retirarse antes de derramarse
en su interior, para hacerlo en su propia mano.
Cuando todavía era joven y algo impulsiva, le preguntó a
Andrew por qué no le permitía ser madre, este le contestó con
un bofetón que la tiró al suelo. A partir de aquel momento, se
guardó muy bien de volver a preguntarle, mas no, claro está, de
investigar por su cuenta, escuchando tras las puertas las
conversaciones del servicio.
En una ocasión escuchó algo que le heló la sangre, fue el
ya difunto Wells, que se encargaba de las caballerizas y conocía
a Andrew desde que era un niño, el que habló de más con el
también anciano Herald, cochero que a su vez era el jardinero y
que poco se ocupaba de adecentar el jardín y mucho menos el
parque. La conversación fue más o menos así:
—¿Te acuerdas del ama Gertrude?, ella sí que era una
mujer con lo que hay que tener, no como esta remilgada a la
que hasta una hoja caer la asusta —preguntó Wells.
—No hables del ama Gertrude, ya sabes que lord Dawson
lo prohibió y si alguien nos oye y nos delata, estaremos en la
calle, ¿y a nuestra edad quién nos emplearía?
—Lo sé, pero aquí no se acerca nadie, este lugar no es
apetecible para el paseo.
—Todavía recuerdo los gritos del ama Gertrude la noche
que…, ya sabes —soltó de pronto Herald contraviniendo sus
propias instrucciones.
—Fue terrible y lo que vino después fue mucho peor, jamás
olvidaré…
De pronto, un crujido puso en ⁷guardia a los dos hombres.
—¡¿Hay alguien ahí?! —espetó Herald.
Muy cerca de allí, escondida tras un pajar, se hallaba
Victoria, petrificada y maldiciéndose a sí misma por haber
intentado acercarse para escuchar mejor.
Sin embargo, aquella escueta conversación le dejó mal
cuerpo, años después, todavía se reproducía en su cabeza, ¿a
qué se referían con aquellas palabras?, «gritos y lo que vino
después…». Se podían elucubrar muchas teorías, mas no había
certeza de ninguna.
Capítulo 5

Albatros salió de la posada donde se había hospedado aquella


noche haciendo caso omiso a las advertencias de Cadence, que
le decía una y otra vez que aquel lugar estaba maldito y que
había fantasmas entre sus muros. Sin embargo, Albatros no
había visto ni escuchado nada fuera de lo normal, o quizá el
sueño lo había vencido nada más caer en la mullida cama, muy
diferente a la de la hostería de su querida Mary.
Se enfundó en su traje negro, había que aparentar tristeza
por la muerte de un padre inexistente. Debía meterse en el papel
de abnegado y secreto hijo.
Todo saldría bien, llevaría aquel negocio a buen puerto y
después… Bueno, después ya pensaría lo que haría.
A caballo, se dirigió a Clever’s House, no sin antes
recordar los ojos escrutadores de la misteriosa Victoria. Debía
andarse con cuidado con ella, no era una lechuga ni un repollo,
claro que no, era más bien una mujer fuerte e impenetrable,
cuya mirada de hielo había atravesado, nada más conocerla, la
suya. A punto estuvo de esquivarla, de desviar su vista hacia
algún otro lugar menos hostil, mas se mantuvo firme, eso sabía
hacerlo bien.
Victoria lo recibió en un pequeño salón que, a todas luces,
utilizaba para cuchichear con sus amigas y para hacer labor,
pues había un costurero con telas e hilos revueltos, tal parecía
que el orden no era el fuerte de aquella fémina. O quizá era el
único lugar en el que podía dar rienda suelta a su forma de ser.
Quién sabe…
—Tome asiento, señor Albatros —ordenó Victoria mientras
señalaba frente a ella un sofá de tres plazas algo desvencijado.
Albatros hizo lo propio, la mirada gélida de Victoria no
aceptaba lo contrario.
—Buenos días, señora Dawson —saludó Albatros. Ella ni
siquiera lo había hecho.
Victoria asintió con la cabeza, pero no le devolvió el
saludo. La hostilidad se podía cortar con un cuchillo y Albatros
sintió frío, aquella mujer era un témpano impertérrito.
—Iré al grano, caballero, no tengo tiempo que perder y no
me gustan los rodeos.
Victoria recordó el retrato del Andrew joven, ese al que ella
no había conocido y se deterioraba en el desván, ya que su
esposo lo había relegado al olvido y nunca había querido que
presidiera el salón.
Tan solo un rato antes había subido a verlo y se había
llevado la mano a la boca; el parecido era abismal, Andrew
Dawson y Albatros eran como dos gotas de agua.
Cuando se presentó ante ella el día anterior, tuvo la
impresión de que así era, hecho que confirmaba que aquel
hombre decía la verdad, sin embargo, prefirió ser cauta.
Además, el azoramiento por la noticia la había dejado
descolocada y sin la posibilidad de pensar con claridad. Y luego
estaban aquellas cartas escritas por él, era del todo turbador y
surrealista.
—Las evidencias que me mostró ayer no me parecen
suficientes como para probar que Andrew era su padre. Necesito
algo más, algo que me haga estar segura de que usted no es un
cazafortunas.
Albatros se mostró imperturbable.
—La duda ofende, señora Dawson. Además, déjeme
decirle que no visto prendas caras por casualidad y tampoco
tengo un hueco en la sociedad londinense por mi hermoso
rostro. Mi padre se encargó de mí desde que era un niño, me
proporcionó todo lo necesario para no pasar necesidad y se
aseguró de que estuviera bien cuidado —improvisó Albatros,
impregnando sus palabras de convicción y falsa ofensa.
Victoria ladeó la cabeza.
—Las prendas caras y sus exquisitos modales los ha
podido adquirir precisamente por ser un cazafortunas, señor
Albatros.
—¡¡No le permito que me insulte!! —exclamó ofendido.
Albatros intentó pensar con rapidez, tenía que dar el toque
de gracia y ganar aquel pulso con diligencia, de lo contrario,
sería incapaz de derretir el hielo de aquella fría mujer.
—Sé que él no la trataba bien y que siempre le pedía
perdón por sus deleznables actos —soltó Albatros,
desprendiéndose así del último naipe que guardaba bajo su
manga.
La expresión de Victoria cambió, el hielo se resquebrajó
sin que ella nada pudiera hacer y su mirada se ensombreció
hasta casi desaparecer.
Contra aquella afirmación, ella no podía hacer nada, nadie
sabía que Andrew se rebajaba ante ella tras comportarse como
un gusano. Y él siempre protegió su reputación de hombre duro.
¿Había sido capaz de confiar en su supuesto hijo hasta el punto
de confesarle su vergüenza?
Victoria respiró con agitación, ya no podía esconder sus
sentimientos, no delante de aquel hombre que sabía su verdad,
su triste verdad.
—¡Márchate, Albatros! —exclamó desprendiéndose de
todos los formalismos.
—Victoria, no te preocupes, tu secreto está a salvo
conmigo. No soy un estafador ni un cazafortunas, soy un
hombre al que se le negó lo que le correspondía, al que
escondieron como un vulgar despojo, un hombre que solo tuvo
un padre que pagaba para silenciarlo. Ahora, Victoria —dijo
Albatros acercándose a ella, arrodillándose y tomando sus finas
manos entre las suyas—, solo quiero lo que es mío, mi lugar
como Dawson que soy.
Victoria, embrujada por la calidez de las manos de su
interlocutor, se zafó del suave agarre y, sin dirigir la mirada a
aquellos ojos embaucadores, sentenció:
—Muy bien, Albatros, le doy la bienvenida a la familia.
Capítulo 6

Victoria se dejó caer en su lecho, el día había sido agotador y


tenía la mente embotada, asaltada por miles de pensamientos
que se cruzaban sin ton ni son.
Había aceptado una certeza que no podía negar, el hecho de
que Albatros fuera el hijo secreto de Andrew. Muchas habían
sido las veces que escuchó al servicio hablar de los hijos que su
esposo tenía con mujeres de dudosa reputación repartidos por
toda Inglaterra. Esperaba que no apareciera ninguno más, y
también que Albatros se apiadara de ella.
En parte, había aceptado por un asunto que bien podía
dejarla a la deriva. Y es que Andrew, al carecer de descendencia
y al tener un único familiar hombre vivo, este pasaría a ser el
nuevo lord Dawson y en su mano estaba hacerse cargo de su
manutención, o, por el contrario, dejarla en la calle. Aquel único
familiar era un primo algo más joven que Andrew, lo había visto
en contadas ocasiones, no obstante, el individuo le producía
repugnancia y escalofríos. Siempre la había mirado con lascivia
y, si llegaba a heredar la fortuna de su primo, acabaría por
exigirle a ella favores sexuales a cambio de techo y comida. No,
no era eso lo que deseaba, antes prefería morirse de hambre.
Aunque jamás lo había hecho, ella provenía de una familia con
posibles, que la había casado con celeridad dada su avanzada
edad. Ni siquiera tenía hermanos. Solo a Hamilton, su fiel
amigo, él jamás la dejaría desamparada.
Sin embargo, tampoco quería ser una carga para este, que
ni siquiera tenía un domicilio donde echar raíces. Hamilton
viajaba sin parar e iba de hotel en hotel, a cual más ostentoso y
lujoso, eso sí. Pero no era aquella la vida que deseaba, es más,
pensaba que era injusto el hecho de que no pudiera convertirse
ella en la señora de la casa, como si no lo hubiera sido por
tantos años. Había sufrido mucho junto a Andrew y se merecía
poder seguir en su hogar, sin que su vida se viera alterada, ni
ningún extraño tomara posesión de lo que sentía que era suyo,
por muy decadente y viejo que estuviera. Ella le devolvería el
color.
Albatros parecía hecho de otra pasta, al menos no la miraba
con lascivia. Se había encargado de dejarle claro que en
Clever’s House era ella quien mandaba y esperaba que hubiera
captado el mensaje, de lo contrario, todo su mundo podía
cambiar y le asustaba salir a ese otro mundo del que había
estado protegida siempre, salvo cuando llegó su edad casadera y
su madre la paseó de baile en baile de sociedad.
Aquellos días los recordaba empañados por el engorro que
suponía emperifollarse y salir a buscar macho, porque así eran
las cosas, por muy elegantes y finas que se pusieran las damas.
Ella no quería casarse, no todavía. Además, odiaba
aquellas fiestas y la ostentación de la que hacía gala la sociedad
londinense. Sin embargo, todo cambió cuando conoció a
Andrew, todavía sentía escalofríos en su ser.
Fue amor a primera vista, no podía negarlo. Andrew era un
hombre atractivo y un buen partido según todas aquellas
muchachas que parecían estar al acecho y se le insinuaban.
Todas menos ella, que se sonrojaba y agachaba la cabeza, pues
sus ojos marrones le nublaban la razón.
Por aquel entonces, Andrew era un hombre de cincuenta
años y ella una jovencita de dieciséis. No por ello Victoria dejó
de sentirse atraída por él.
Además de atractivo y bien conservado, Andrew le pareció
un hombre inteligente, que supo hacer del cortejo un cuento de
hadas, aun en compañía de las carabinas de turno.
Cuando le pidió matrimonio, delante de una fuente de
piedra de la mansión de un conde en Londres, ella sintió que era
la mujer más feliz y enamorada de la faz de la tierra.
Se casaron a los pocos meses, el tiempo apremiaba y la
madre de Victoria enfermaba sin poder evitar lo que vendría
después: la muerte.
Por suerte, su madre pudo verla llegar al altar, ataviada con
un hermoso vestido color melocotón y mil sueños en su sonrisa.
Sueños que se truncaron cuando Victoria fue consciente de
quién o qué era Andrew, de aquella especie de enfermedad o
locura que lo conducía a encerrarse durante días en su despacho
y a hacerla llamar para vejarla e insultarla.
La primera vez que aquello ocurrió, solo llevaban unos
meses casados.
Ella estaba triste por la ausencia repetida de su esposo y
por haber cambiado una casa colorida y hermosa por aquella
mansión decrépita y custodiada por los espectros que en ella
habitaban, haciéndose notar de vez en cuando.
Al principio, aquella condición de Clever’s House, la de
mansión encantada, le produjo pavor, sin embargo, aprendió a
golpes que los fantasmas que allí habitaban nunca podrían
hacerle más daño que el monstruo que se había casado con ella,
ocultándose bajo una piel de cordero mullida y hermosa.
Volvió al momento actual, en el que se hallaba pensativa en
su cama, mirando al techo, sin nada más que hacer que dar
rienda suelta a sus recuerdos y a su incertidumbre, ¿qué sería de
ella?
Albatros se había marchado, se alojaba en una posada y al
día siguiente se instalaría en Clever’s House. Victoria respiró
profundamente, una nueva etapa se abría ante ella, se infundió
aplomo y se prometió abordar el futuro con la cabeza alta y sin
dejar que nadie la vapuleara.
Capítulo 7

Al atardecer, Cadence se reunió con Albatros en el mismo


punto de su anterior cita. Albatros llegó primero esta vez y
esbozó una sonrisa maliciosa cuando se encontró con el árbol en
el que se había apoyado para hacer suya a la sirvienta de los
Dawson.
Ella arribó azorada, excusándose con que Blanche, el ama
de llaves, la había hecho limpiar el suelo del vestíbulo, que
estaba lleno de barro.
—La culpa es tuya, no sé qué le has hecho a la Acelga,
pero ha ordenado que limpiemos la casa de arriba abajo, estoy
reventada —se quejó Cadence.
—Tampoco será para tanto, mujer —dijo Albatros entre
risas.
—Claro, como el señoritingo no se ensucia nunca las
manos ni dobla el lomo… —soltó la muchacha con retintín.
—Te sorprendería saber que todo eso lo hice durante años
y cuando solo era un niño, creo que me he ganado con creces el
hecho de no volver a hacerlo.
Cadence puso los ojos en blanco e inquirió cambiando de
tema:
—¿Y bien?
—Lo he conseguido —respondió Albatros dedicándole a
su cómplice una mirada pícara.
—¡No!, ¡sí!, ¡sí!, ¡¡No me lo creo!! —exclamó ella dando
grititos y saltando a los brazos de Albatros.
—Pues créetelo, porque es real. Estuve a punto de salir de
aquella habitación con el rabo entre las piernas, pero la nota que
me entregaste de muestra me salvó.
Cadence ladeó la cabeza.
—¿La nota? No se la habrás enseñado, ¿cierto? Porque de
ser así, me meterías en un lío, yo misma le pregunté qué hacer
con aquella misiva y ella pidió que la lanzara a la chimenea.
Tuve que esconderla entre toneladas de disimulo.
—No, mujer. Utilicé el contenido de dicha nota para
conseguir mi último voto de confianza, y lo logré.
—Fue muy difícil conseguir un documento escrito por el
señor. En tres años jamás pude hacerme con ninguno, creo que
fue la diosa Fortuna la que me ayudó. Además, el hecho de que
la Acelga la lanzara con rabia al suelo fue determinante, creo
que intentó tirarla a la chimenea y esta impactó en el dintel y
rebotó, porque yo me la encontré muy cerca de esta.
—¿Por qué la llamas Acelga? —preguntó Albatros para
sorpresa de Cadence.
—Porque lo es, no tiene gracia, ni siquiera sonríe. Todos en
la casa, a excepción de Blanche, que según ella la conoce desde
que nació y la adora —dijo Cadence burlona—, dicen que es
como una muerta en vida. Además, se rumorea que ve a los
fantasmas que habitan la casa y habla con ellos, imagínate,
además de ser una acelga, es una perturbada.
Albatros dudó de aquellas palabras, había tenido a Victoria
tan cerca como para aferrarse a su mirada, hacerle preguntas y
que esta le respondiera. Aquellos ojos grises azulados le
hablaron de tristeza y de sufrimiento, de miedo y esperanza,
porque sí, consiguió atisbar una pequeña llamita esperanzadora
en aquellos hermosos pozos de aguas turbias.
Cadence seguía dedicándole insultos y demás lindezas a su
señora, él prefirió evadirse de la conversación, hasta que un
punto de esta le llamó la atención sobremanera.
—…Y en cuanto a la Acelga, cuando lo heredes todo y
esos abogaduchos te digan que eres el legítimo dueño de la
mansión y de los bienes del muerto, la echaremos a la calle; que
doble el lomo y limpie suelos en su amado Londres.
Albatros negó con la cabeza.
—¿Por qué debería hacer eso?, puedo convertirme en lord
Dawson y ser el dueño de todos sus bienes sin dañar a su viuda.
Podría vender la propiedad y proporcionarle techo y una
asignación mensual a Victoria, sería una canallada dejarla
abandonada a su suerte, Cadence.
—No olvides que fui yo la que te ofrecí el negocio, mi
negocio. Vamos a medias en esto, hazlo como quieras, pero
quiero la mitad de todo como acordamos. Si no hubiera sido por
mí, seguirías buscándote la vida en Londres.
—En Londres no vivía mal, Cadence, y eso lo sabes.
—Pero no es lo mismo, Albatros, esto te proporciona lo
que siempre has querido, una posición social privilegiada y el
hecho de dejar de jugarte la libertad cada día que pones un pie
en la calle.
—Está bien…, hablaremos del futuro de Victoria llegado el
momento, no empañemos este maravilloso instante —dijo
Albatros acercándose a Cadence y agarrándola con firmeza por
la cintura para besarla con pasión.
—Sí, Albatros, eres un buen amante y me vuelves
mantequilla entre tus brazos, pero no me traiciones —soltó ella
entre jadeos entrecortados, mientras él se colaba entre sus
piernas de nuevo apoyados en el mismo árbol de la ocasión
anterior, testigo de aquel intrincado complot.
—No lo haré —susurró él embistiéndola con fuerza.
Sin embargo, en su mente, no eran los ojos azules ni el
cabello rubio de Cadence los que vibraban entre gemidos. Por el
contrario, una mirada felina azul y gris se adueñaba de sus
pensamientos, haciendo que su fantasía y su pasión se
ensalzaran hasta ser capaz de sentir que la piel que acariciaba
era nívea y no pecosa, y el tacto suave no era tosco, sino
aterciopelado. Era ella… Victoria.
Capítulo 8

Sin más equipaje que un baúl algo pequeño para poder


contener toda la vida de un hombre, Albatros arribó a Clever’s
House para quedarse. Al menos fue lo que él mismo se repetía
una y otra vez nada más cruzar el umbral de la espeluznante
mansión. Porque sí, Clever’s House era eso y mucho más. Sin
embargo, la decadencia de sus muros la dotaban de una belleza
implícita, una belleza etérea y mística que hizo que se sintiera
como en un cuento de hadas.
Si todo salía a pedir de boca, y conseguía convertirse en un
hombre rico, haría que aquel lugar se llenara de luz y color, pues
las sombras necesitaban disiparse y tal parecía que eran muy
alargadas.
Aquellas sombras siempre lo habían acompañado, en todos
los momentos de su vida. Jamás se había atrevido a contárselo a
ningún ser humano; no quería que lo tomaran por un enajenado.
No obstante, intuía que estas eran almas, las almas errantes de
los infelices que se habían quedado atrapados entre los dos
mundos y siempre se presentaban ante él buscando atención y
solo porque sabían que las veía.
En Clever’s House había demasiadas y se adherían a los
muros y a las obras de arte mal cuidadas.
En el salón principal se hallaba el servicio, pues en el
jardín no era menester que estos se presentaran rodeados de
maleza.
Aquel extraño equipo se componía por la astuta Cadence,
que interpretaba a la perfección su papel de perfecta
desconocida y lo saludó con toda la diligencia y la
profesionalidad que se esperaba de ella, salvo por la mirada
lasciva que le dedicó, mirada que hizo efecto inmediato en la
entrepierna de Albatros; un ama de llaves cuya expresión airada
no le fue indiferente, dos sirvientas idénticas, dos hombres
decrépitos y un muchacho que con suerte llegaba a los dieciséis.
Albatros no consiguió quedarse con los nombres de aquel
raro séquito de sirvientes. Aunque lo disimulaba a la perfección,
notaba los nervios apoderarse de él, ya que, por alguna razón, se
sentía intranquilo en aquella mansión, era como si una tristeza
enorme la custodiara y se colara en su corazón, para aflorar de
sus ojos en forma de lágrimas. Por suerte para él, consiguió
mantener su dignidad a salvo.
Las dos gemelas, a las órdenes del ama de llaves, se
afanaron en cargar el baúl de Albatros, pero este las detuvo.
—Si no le importa —dijo dirigiéndose a Blanche—, yo
mismo lo llevaré a mis habitaciones, pesa demasiado para los
frágiles brazos de estas dos pobres muchachas.
—Le sorprendería la fuerza de las gemelas, no las
subestime por su engañoso aspecto, estas mujeres son dos
bestias de carga —soltó Blanche sin dejar de lado un tono tosco
y algo teñido de inquina.
—No le quitaré la razón, señora…
—Evans, Blanche Evans, pero puede llamarme tan solo
Blanche, se lo he dicho hace escasos minutos —apuntó el ama
de llaves con un deje de hartazgo en la voz.
Albatros asintió con la cabeza y, con el baúl cargado en su
hombro, pidió que le indicaran cuáles eran sus aposentos.
Cadence se ofreció para mostrárselos, pero Blanche la
mandó a fregar el suelo de la entrada, trabajo que la muchacha
odiaba sobremanera, y, en su lugar, le ordenó a una de las
gemelas que hiciera lo propio.
Albatros siguió a la pequeña mujer escaleras arriba, y,
mientras ascendía los peldaños de madera crujientes y faltos de
vida, atisbó la figura de Victoria, parada frente a una ventana en
el pequeño saloncito donde había sido recibido el día anterior.
Le había sorprendido no verla a su entrada en la casa, sin
embargo, aquella estampa casi espectral le causó intriga y ganas
de saber qué pasaba por la mente de la misteriosa dama vestida
de riguroso luto.
Tras llegar a la segunda planta y recorrer un largo pasillo
presidido por pinturas oscuras y armaduras sin brillo alguno, la
mujercita, de la que tampoco era capaz de recordar el nombre,
abrió la puerta y la luz cegadora de la mañana impactó con
alegría en sus ojos.
Aquel lugar estaba limpio y bastante bien conservado, para
su sorpresa.
—Eran las habitaciones del señor Dawson, pero él nunca
las utilizaba, ¿sabe? —dijo la mujer llevándose a continuación
la mano a la boca, como si hubiera hablado de más.
—Ah, ¿sí?, ¿y sabe el motivo?, si no es inconveniente
responder —susurró Albatros dedicándole a la mujer su perfecta
y embaucadora sonrisa.
—El señor siempre dormía en su despacho, son contadas
las ocasiones en las que lo hizo en su cama —explicó la
sirvienta casi siseando para no ser escuchada por los oídos
inquisidores de Blanche.
Albatros frunció el ceño, extrañado, y se internó en la
estancia.
Depositó el baúl en un rincón de esta y la observó girando
sobre sí mismo.
La habitación se componía de una cama enorme que se
asemejaba a una caja de madera tallada, demasiado recargada
para el gusto de Albatros, más moderno y sencillo en lo que a
decoración se refería. Frente al extraño lecho, había una gran
chimenea de piedra. Un sillón orejero que había conocido
tiempos mejores, varias mesitas, cómodas y un reclinatorio para
rezar que acumulaba polvo, completaban aquel extraño
compendio de muebles sin ton ni son.
En las paredes había pinturas tan siniestras como las que
había visto en el pasillo. Y la cabeza de un león lo miraba con
extraña ferocidad desde encima de la chimenea.
Un momento antes, cuando la sirvienta había abierto la
puerta y al ver la cegadora entrada de luz, le había dado la
impresión de que la estancia era alegre y estaba cuidada, pero al
hallarse en su interior y recorrerla con la mirada, deteniéndose
en detalles en apariencia sin importancia, se había percatado del
deterioro de algunos de los muebles, deterioro que no parecía
deberse al paso del tiempo, sino a la intervención humana, la
intervención violenta, más bien.
Albatros se acercó a una de las grandes ventanas
responsables de aquella embriagadora entrada de luz y se quedó
maravillado con las vistas preciosas que le devolvía la
naturaleza. El mar, adoraba el olor del mar y aquella furia a
veces incontenible que este proyectaba, también la calma regia
que lo mecía entre sus aguas.
Las gaviotas volaban ajenas a lo que acontecía en el mundo
de los humanos y emitían sus característicos graznidos.
Albatros aspiró aquel aroma que le hacía añorar tiempos
que ni él recordaba, quizá en otra vida fue marinero, es lo que
siempre pensó, o, por el contrario, su familia, de la que nunca
supo nada, tuvo una estrecha relación con el mar. Él, tan ajeno a
sus orígenes, por alguna razón desconocida, se sintió en casa.
Capítulo 9

Victoria prefirió mantenerse en un segundo plano mientras el


servicio se presentaba ante el nuevo señor de Clever’s. Se había
hecho a la idea de que, con un hombre en casa y al ser este el
hijo del anterior dueño, no le quedaba otro remedio que
claudicar, pues, en apariencia, parecía una opción menos
siniestra que la otra que tenía.
Albatros se convertiría en el nuevo lord Dawson, los
trámites para devolverle su legítimo apellido, y así heredar las
propiedades y el dinero de su padre, ya se habían puesto en
marcha, ella misma los había iniciado al presentarse esa misma
mañana y tras comprobar que Albatros se había instalado en
Clever’s, en el despacho del abogado de Andrew.
Jacob Folk, que así se llamaba el letrado, se llevó las
manos a la cabeza cuando Victoria le reveló el parentesco de
Albatros con Andrew y le había insistido en el parecido entre
ambos y en que había visto con sus propios ojos la letra de su
esposo en la correspondencia que este mantenía con su hijo
secreto.
—Señora Dawson, en su condición de mujer, he de decirle
que la maldad está ahí fuera y es usted la víctima perfecta para
un farsante, le ruego que me disculpe, pero dudo mucho que mi
buen amigo Andrew me hubiera ocultado un hecho tan
importante en su vida —había escupido Folk con sus habituales
aires de superioridad masculina sobre cualquier fémina que
abriera la boca ante él.
—Usted no lo ha tenido delante, es la viva imagen de
Andrew cuando era joven, da escalofríos verlo, hasta tiene su
misma voz —había argumentado Victoria.
—Señora Dawson, usted no conoció al Andrew joven,
¿cómo puede estar tan segura?
—Porque mi esposo tiene un retrato de cuando debía
rondar la edad del señor Albatros en Clever’s, y el parecido es
asombroso.
Folk frunció el ceño y mostró poca credibilidad ante las
palabras de Victoria.
Tras un intercambio infructuoso de impresiones, Folk le
había soltado a bocajarro:
—Gordon Dawson vino a verme ayer, y tal parece que está
de lo más interesado en instalarse cuanto antes en Clever’s
House. Está convencido de que heredará todo lo de su primo por
ser su único familiar vivo, no creo que ponga las cosas fáciles
cuando se entere de la aparición de un hijo ilegítimo de Andrew.
Aquellas palabras se reproducían una y otra vez en su
mente y caían en esta como árboles talados.
Por alguna razón desconocida, era capaz de fiarse mucho
más del tal Albatros, aunque la posibilidad de que este fuese un
estafador le hubiera rondado por la mente en innumerables
ocasiones, que del primo de Andrew. Aquel malnacido le
producía un enorme rechazo y la posibilidad de tener que
cohabitar con él en Clever’s era algo que ni siquiera quería
contemplar.
Se hallaba en el carruaje, camino de vuelta hacia Clever’s,
¿qué le deparaba el futuro?, necesitaba más que nunca la mano
amiga de Hamilton, pero este andaría quién sabe dónde
clavando alfileres en el vestido de alguna señorita de sociedad.
Sonrió al visualizarlo con sus inseparables y estrambóticos
lentes de cristales ahumados.
Él sabría qué hacer ante aquella situación tan rocambolesca
y surrealista. No entendía por qué ella no podía quedarse a cargo
de la que había sido su casa durante años, era la legítima señora,
¿por qué tenía que estar bajo el amparo de un hombre?, ¿es que
acaso ella no tenía una mente brillante, unas manos hábiles y
dos piernas como los varones? Una lágrima furtiva escapó de su
mirada, lágrima a la que acompañaron más compañeras
reprimidas durante demasiado tiempo en los ojos de la bella
Victoria.
—¡¡¡Maldita sea!!! —gritó.
El cochero detuvo el carruaje y se apeó de este para
comprobar que su señora se encontraba bien, se trataba del
sirviente más joven de Clever’s, Simon, un joven imberbe con
apariencia casi infantil, pero que tenía diecisiete años cumplidos
hacía ya varios meses.
—Todo bien, Simon, continuemos —dijo Victoria con todo
el aplomo que fue capaz de reunir.
—¿Ha llorado? —preguntó el muchacho con preocupación.
Tenía en gran estima a su señora, quien había evitado que
Andrew lo despidiera por haberse hecho demasiado mayor y
apuesto para trabajar en Clever’s.
—¡Maldito cotilla!, vuelve a tu sitio y no preguntes más —
espetó Victoria, arrepintiéndose al ver la expresión lastimera del
pobre Simon.
El muchacho volvió a su puesto y puso de nuevo en
marcha el carruaje.
∞∞∞
En Clever’s, Albatros paseaba por el laberinto del parque, tan
reseco y lamido por la maleza que le era difícil distinguir si
había o no un pasillo que le condujera a la salida. Se había
metido en ese lugar por pura curiosidad y se sentía un pobre
gatito atrapado.
De pronto, unas risitas se hicieron presentes tras él.
—Soy el minotauro de este laberinto —soltó Cadence, que
lo miraba divertida con los brazos en jarras.
—Y yo soy tu presa humana, por lo que veo —dijo
Albatros, socarrón.
—Aquí nadie puede vernos —susurró ella, seductora,
mientras se aproximaba a él dotada de un aura de lujuria con la
que Albatros tuvo que batallar para no caer en su tentación.
—No puede ser, Cadence, las cosas están saliendo a pedir
de boca, no quiero fastidiarlo todo por hacerte mía en este
instante.
Cadence sopesó los pros y los contras.
—Va a ser muy difícil tenerte aquí y no poder tocarte —
dijo ella pasando un dedo con suavidad por el rostro y luego el
cuello de Albatros.
—Pues tendrás que ser profesional, esta es la oportunidad
de nuestras vidas, no podemos tirarlo todo por la borda a la
primera de cambio.
Cadence asintió con fastidio.
—De acuerdo…, pero cuando todo esto acabe y la Acelga
esté bien lejos, no podrás escapar de mí —sentenció Cadence
con mirada felina y tono algo amenazante.
—Ahora, por favor, dime cómo salir de este lugar…
Cadence lo condujo a la salida mientras continuaba
hablándole pestes de Victoria. A Albatros le molestaba
sobremanera la forma en que la sirvienta se burlaba de su
señora, y en un momento de la perorata de la muchacha, fue
incapaz de callarse:
—Deja de llamarla Acelga, por favor.
—¿La vas a defender ahora?, a ella, una mujer a la que se
lo han dado todo hecho, una señoritinga remilgada de Londres,
que vive amargada cuando lo tiene todo para ser feliz. Además,
¿te has percatado del estado de esta casa?, por mucho que se
limpie, siempre está sucia, cuando se arregla un tablón se cae
otro. Con las piedras pasa lo mismo, esta casa se muere sin que
nadie pueda remediarlo, y creo que toda la culpa la tiene ella, ¿o
no has visto la cara que tiene?, es la viva imagen de un cadáver,
en ocasiones me pregunto si la que murió fue ella y no el señor,
que, dicho sea de paso, parecía mucho más vivo.
—¡¡Basta ya!! —exclamó él con contundencia y elevando
el tono.
—¿Qué ocurre aquí? —la voz de Blanche los sorprendió a
ambos en la salida del laberinto y Albatros sintió que todo se
iría al garete, pues no sabía el tiempo que esa mujer podía llevar
escuchándolos.
—Es culpa mía, Blanche. Me perdí en el laberinto y pedí
auxilio, la muchacha me escuchó y entró a rescatarme; no veía
el modo de salir —improvisó Albatros.
—¿Es eso cierto, Cadence? —inquirió Blanche con dureza.
—Sí, señora, escuché gritar al señor Albatros, por eso entré
en el laberinto.
Blanche observó al dúo con desconfianza y le ordenó a
Cadence que fuera a la cocina, que las gemelas la necesitaban
para preparar la comida.
La muchacha se dirigió a paso vivo hacia la casa, sin evitar
mirar hacia atrás varias veces antes de internarse en esta.
—Quizá crea, señor Albatros, que yo me he tragado esa
versión de los hechos. Pues tenga a bien saber que he escuchado
cómo usted le gritaba a Cadence, ¿qué le ha hecho ella?, ¿ha
intentado seducirlo?
Albatros, sorprendido, se rascó la cabeza y ella continuó
hablando.
—Cadence es una buena trabajadora, pero está loca por
encontrar un hombre acomodado que la convierta en señora.
Tenga cuidado si no quiere caer en sus redes —argumentó
Blanche, para sorpresa de Albatros.
—Lo tendré, Blanche, lo tendré…
—Hará usted bien.
La mujer se alejó hacia la casa y él soltó un bufido, la
maldita Cadence había estado a punto de arruinar todo el plan.
Capítulo 10

Victoria se escurría cual serpiente y Albatros no había


conseguido cruzar con ella palabra alguna desde que esta
arribara a Clever’s al punto del mediodía. Él era un hombre de
acción que estaba acostumbrado al movimiento de Londres,
estar ocioso, sin nada que hacer durante el día, se le estaba
haciendo difícil. Por ello, a media tarde y después de comer en
soledad, ya que la señora Dawson había pedido que le llevaran
la comida a sus aposentos, se decidió a salir de la asfixiante y
decadente mansión.
Montó en Twilight, su impresionante yegua blanca, y puso
rumbo hacia el puerto, pensó que quizá allí encontraría el
bullicio que necesitaba para sentirse vivo y salir del sopor en el
que se había visto envuelto desde que llegó a la mansión.
Nada más entrar en el puerto, que a esas horas era un
trasiego de pescadores que se afanaban en descargar el tesoro
capturado en la jornada, localizó una pequeña taberna en la que
entró con el fin de beberse un buen vino, y fue lo que pidió sin
demora.
Una mujer rolliza y de mediana edad, que lo miraba con
curiosidad, se lo sirvió regalándole una sonrisa cálida, sonrisa
que le recordó a la de su querida Mary.
—¿Está de paso, caballero? —preguntó la tabernera.
Por un instante, Albatros no supo qué decirle, hasta que su
mente, al beber el primer trago del líquido carmesí, se aclaró de
inmediato.
—Acabo de instalarme… —anunció sin añadir mucho más,
no quería hablar demasiado, sabía de sobra que había ocasiones
en las que era mejor tener a buen recaudo la diarrea verbal,
aquella era una de ellas.
—¿Es usted el nuevo lord Dawson? —soltó la mujer a
bocajarro.
A Albatros a punto estuvo de salírsele el vino por la nariz.
Las noticias parecían volar en aquel lugar.
—Podríamos decirlo así. Me llamo Albatros —se presentó,
¿qué otra cosa podía hacer?, el mutismo levantaría sospechas,
debía encontrar un término medio, ni soltar demasiado, ni
amarrar en exceso.
—¿Es verdad eso que dicen de la viuda? —preguntó la
tabernera con el ansia del que quiere saber más de la cuenta.
Albatros negó con la cabeza instintivamente.
—¿Qué es lo que dicen?
—Ya sabe, que fue ella quien le dio muerte al señor —dijo
la mujer bajando la voz y mirando a ambos lados para no ser
escuchada por los demás parroquianos.
—La verdad es que no sabía nada, es más, no soy muy
aficionado a las habladurías malintencionadas —respondió él
con contundencia.
—Disculpe si le he molestado, pero es lo que se dice, y ya
se sabe que los rumores siempre tienen un tanto de verdad.
—Pero más de falacia —espetó él.
Terminó el vino y salió de la taberna, dejándole una buena
propina a aquella harpía.
No sabía por qué, pero pensaba que el mundo era
demasiado injusto con Victoria, sentía la necesidad inexplicable
de defenderla y protegerla de las lenguas viperinas, como la de
Cadence o la de aquella tabernera con demasiadas ganas de
chisme.
Montó de nuevo en su yegua y paseó por el puerto,
mientras captaba la mirada de los habituales. Cuchicheaban sin
disimular sobre él. Y uno de esos cuchicheos llamó su atención
sobremanera.
—Es idéntico a él, míralo —dijo un anciano que lo
observaba con los ojos como platos y después se santiguó.
Albatros no entendía nada, aquel lugar se le antojaba
muchísimo más asfixiante que Clever’s, y, sin más ganas de
darle cuerda al chisme de los lugareños, se alejó de allí.

∞∞∞
Una vez llegó a Clever’s y dejó su yegua en las caballerizas,
entró a la mansión y se cruzó con Victoria, que salía de la casa
con la intención de dar un paseo.
—Buenas tardes, señora Dawson —saludó.
—Buenas tardes, señor Albatros —respondió ella con algo
que él conocía muy bien en su mirada: miedo.
—¿Está bien? —preguntó él mientras llevaba su mano a la
nuca y se rascaba.
—¿Por qué no debería estarlo? —inquirió ella, desafiante.
—¿Va a dar un paseo? Me gustaría acompañarla, si no es
inconveniente —dijo él.
Victoria estuvo a punto de declinar la oferta, pero no era
una persona descortés, su férrea educación la conducía a aceptar
una amable petición, y así lo hizo.
Se internaron en el parque sin decir palabra alguna, en un
silencio incómodo para ambos. Fue Albatros el primero en
romperlo.
—Está todo tan descuidado, me preguntaba si sería posible
contratar a alguien que se encargara de devolverle a este parque
la vida —dijo él con tiento.
En el rostro de Victoria se iluminó una pequeña llamita, tan
débil que dejó de prender de inmediato.
—Usted puede hacer lo que quiera, al fin y al cabo, es el
hijo de Andrew —dijo ella en tono monocorde y algo airado.
—Y usted es su viuda… Señora Dawson, no me andaré
con rodeos, conozco las leyes y sé en qué situación se encuentra
una mujer ante la muerte de su esposo. Sin embargo, no es mi
intención hacerla de menos y dejarla al margen de las decisiones
que se tomen de ahora en adelante. Es usted la señora de esta
casa y así seguirá siendo —sentenció él, arrepintiéndose de
inmediato de sus palabras.
Victoria no dijo nada, ni siquiera notó sorpresa en su
expresión, tan solo siguió caminando en silencio, como si las
palabras de Albatros no le hubieran causado ninguna reacción;
sin embargo, en su fuero interno, sentía alivio, al menos no la
pondría en la calle.
Volvieron a la casa en completo mutismo, esta vez sin
sentir la más mínima incomodidad ni tampoco la necesidad de
añadir nada más.
Sin embargo, Victoria no hizo acto de presencia y Albatros
volvió a cenar solo, no estaba acostumbrado a ello. Solía hacerlo
con Mary mientras le contaba lo acaecido durante el día, que
siempre eran correrías y engaños perpetrados que le divertía
relatar.
En aquel momento no tenía nada que contar, más allá de
que estaba metido en el asunto más grande de toda su vida y se
sentía pequeño, muy pequeño y abandonado, como el niño que
un día fue, un niño sin memoria, sin linaje y de futuro incierto.
Por suerte, su mentor le salvó la vida y lo convirtió en el hombre
que era.
Aquellos pensamientos se hicieron hueco en su mente y la
dotaron de una tristeza que hacía mucho tiempo que no lo
atenazaba con sus dedos largos y afilados. Aquella casa, era
aquella casa la que lo hacía sentir incómodo y melancólico.
Recordó las palabras de Cadence, según ella, era inútil intentar
alegrar a la casa, él lo haría.
Cuando se retiró a sus habitaciones, vio como Cadence lo
miraba con lascivia y estuvo tentado a invitarla de extranjis a su
lecho, mas se contuvo, no era menester yacer con una de las
sirvientas nada más llegar, ¿en qué lugar lo dejaría eso?, con lo
largas que parecían tener las lenguas en aquel sitio, los
habitantes de este harían conjeturas y se inventarían historias.
No, debía mantener su miembro a buen recaudo.
La cama era cómoda, más que cualquiera en la que hubiera
dormido en toda su vida; sin embargo, Albatros no era capaz de
dormirse, se sentía agitado, la inactividad era demasiado para su
acostumbrado ritmo frenético.
Era muy tarde cuando cayó rendido ante el sueño que
Morfeo le brindaba por pena y no tardó en sobresaltarse al sentir
como acariciaban su rostro.
Miró a ambos lados buscando a Cadence, pero en la
habitación no había nadie.
Se tumbó de nuevo, pensó quizá que aquello podía ser
parte de su sueño, no obstante, volvió a sentir que lo
acariciaban.
—¡Cadence, sal de dónde estés, no tiene gracia! —
exclamó, mas el silencio le dejó claro que no había nadie en la
estancia.
Observó a su alrededor, pero ninguna sombra se cernía
sobre él. Negó con la cabeza y se levantó de la cama, se dirigió
hacia uno de los ventanales y lo intentó abrir, aunque era
imposible hacerlo, estaba claveteado.
—Este individuo no era muy normal —dijo refiriéndose a
Andrew—. ¿Para qué haría esto?, ¿es que acaso quería lanzarse
al vacío? —se preguntó entre susurros.
Los primeros rayos de luz lo despertaron, se había rendido
al sueño en un incómodo sillón y tenía un dolor horrible en la
espalda.
Volvió a la cama, ¿para qué madrugar si no tenía nada que
hacer?
De pronto, alguien aporreó la puerta.
Albatros se levantó de la cama y se cubrió antes de abrirla
a la voz de «un momento», pero los golpes se hicieron más
urgentes y unos gritos los acompañaron. Cuando abrió, halló a
un individuo orondo, de pelo cano y unos cuantos años de más
en su cuerpo, estaba furioso y le gritaba sin cesar:
—¡¡Farsante!!, ¡¡mi primo nunca tuvo hijos!!, ¡¡voy a
desenmascararte y a quedarme con lo que es mío!!
—¿Quién es usted y qué hace en mi casa? —preguntó
Albatros con todo el aplomo que fue capaz de reunir.
—Tu casa…, esta no es tu casa, pendenciero de medio
pelo, ¿o es que crees que a mí me vas a engañar?, no pienses ni
por asomo que vas a quedarte con mi herencia.
—No sé quién es usted, pero si no modera el tono, me veré
obligado a echarlo de esta casa, y le aseguro que no le gustará…
—espetó Albatros, dedicándole al individuo una mirada fiera.
El tipo reculó, la juventud y presencia imponente de
Albatros era superior a la de él, casi anciano y con poca
posibilidad de movimiento, estaría perdido, por lo que optó por
comedir su tono.
—Soy Gordon Dawson, Andrew era mi primo y yo su
único familiar vivo.
—Muy bien, yo soy Albatros y soy el hijo de Andrew,
como usted ya veo que sabe. Es obvio, que como hijo y familiar
más cercano a Andrew Dawson que usted, sea yo quien herede,
¿no cree?
—Eso está por demostrar, por lo tanto, entiendo que no
debería tomar posesión de los bienes de mi primo hasta que no
quede claro su parentesco con él —espetó Gordon con el
mentón alzado.
—El señor Albatros es mi invitado —dijo de pronto una
voz femenina a la espalda de Gordon, era Victoria.
Gordon se giró y la miró con desprecio.
—¡¡Sucia ramera!!, ¡¡no tenías bastante con matar a mi
primo, que ahora te traes a este farsante a tu casa para que se
meta entre tus muslos!! —gritó Gordon fuera de sí.
Todo sucedió muy rápido, a Victoria no le dio tiempo a
pararlo, pero el puño de Albatros impactó con fiereza en el
rostro de Gordon, haciendo que este se tambaleara, tropezara y
acabara en el suelo.
—¡No vuelva jamás a insultar a la señora!, y ahora… —
espetó tendiéndole la mano para ayudarlo a levantarse—, pídale
perdón a la viuda de su primo.
Gordon, cual corderito manso, hizo lo propio, no sin pensar
para sus adentros que aquello no quedaría así, sin embargo, optó
por disculparse con Victoria y salió de la casa con la cabeza
gacha y mascullando blasfemias.
Capítulo 11

Albatros y Victoria se habían quedado solos en la estancia.


Aquel individuo desagradable conseguía amedrentarla y ante él
no era capaz de contener sus emociones, pues se sentía
totalmente vulnerable.
—Tranquila, no creo que vuelva en una buena temporada,
y si lo hace, aquí estaré para echarlo de tu casa —dijo Albatros
con el fin de reconfortar a Victoria, hablándole con cercanía.
Ella cruzó la mirada con la de él, aquella mirada que
segundos antes era la de una pequeña gatita desvalida se hizo
fuerte de pronto.
—No necesito que nadie dé la cara por mí, soy
perfectamente capaz de defenderme sola —afirmó ella con
rotundidad.
Albatros se encogió de hombros mientras esbozaba una
leve sonrisa involuntaria y Victoria salió de la habitación sin
añadir nada más.
Estaba aterrada, sabía que aquel tipo no se detendría y que
haría lo posible por ocupar el lugar que, él pensaba, le
correspondía. ¿Dónde iría ella entonces?, si en el mejor de los
casos él decidía asignarle una cantidad de dinero mensual y una
vivienda digna, podría darse por dichosa, sin embargo, si
Gordon disponía que se quedara en Clever’s, todo se volvería
turbio, no quería vivir al amparo de un tirano, no de nuevo.
Victoria se dirigió a las cocinas y allí ubicó a Blanche, que
asignaba las tareas del día reunida con el servicio. Cuando esta
vio a su señora, les pidió a todos que se pusieran en marcha de
inmediato y ambas salieron de la estancia, con el fin de dirigirse
a un lugar menos concurrido. La habitación de Victoria fue el
lugar elegido.
—¿Qué haré, mi querida Blanche?, ese maldito se ha
presentado en la casa, no puedo creer que nadie se haya
percatado de ello.
Blanche abrió mucho los ojos.
—No sé de quién me hablas, mi niña —dijo sin
comprender.
—Gordon Dawson, el primo de Andrew.
—Dios mío, lo siento muchísimo, no escuché que nadie
llamara a la aldaba, y si alguien lo hizo, no me informó de la
visita de ese desgraciado, de lo contrario, no lo habría dejado
entrar.
—Ha sido horrible, Blanche. ¿Y si es cierto que Albatros
es un farsante como dijo Gordon? —preguntó ella mostrando
sus verdaderas inquietudes, con el ama de llaves no le valía de
nada fingir, pues la conocía desde que nació.
—¿Eso dijo ese malnacido? —inquirió ella elevando las
cejas y abriendo los brazos para abrazar a su niña.
—No quiero vivir bajo el yugo de un tirano, preferiría
quedarme en la calle sin nada antes que soportar a ese demonio
—sollozó Victoria.
—No te preocupes, mi niña. El señor Albatros no puede
negar que es hijo de Andrew, son como dos gotas de agua. Todo
saldrá bien —la reconfortó.
Sin embargo, en la mente de Blanche, el extraño encuentro
con Albatros y Cadence se reproducía con insistencia. Cerró los
ojos y respiró hondo mientras continuaba abrazada a Victoria,
rezando en silencio para que aquel pálpito, o podría decirse
intuición, fallara estrepitosamente.
Capítulo 12
Clever’s House, primavera de 1765

La noche era perfecta para asistir al baile que organizaban los


Dawson en la majestuosa Clever’s House. Edward Ross,
propietario de una de las minas más grandes de Cornualles,
estaba convencido de que aquella noche alguna de sus tres
preciosas hijas encontraría marido.
Su esposa y él habían decidido que Rose, Stephanie y
Gertrude se casaran por amor, como ellos habían hecho
veinticinco años antes. No creían en matrimonios concertados,
pues ambos habían visto a sus padres ser infelices por vivir con
personas que les fueron impuestas por sus progenitores.
Sin embargo, iba siendo hora de que las tres se enamoraran
y formaran sendas familias, ya que el futuro de la mina dependía
de ello, por mucho que la más entusiasta de sus hijas, Gertrude,
dijera que ella tomaría su lugar llegado el momento.
En el carruaje, las risas de sus pequeñas llenaban el
habitáculo, estaba tan orgulloso de la familia que había
formado…, su mujer, Rosslyn, también lo estaba. La más
pequeña de las hermanas Ross tenía ya diecisiete años, sin
embargo, para el matrimonio nunca dejarían de ser niñas.
Ambos cruzaron las miradas y se dedicaron una amplia sonrisa.
Cuando arribaron a Clever’s House, no pudieron menos
que admirar la belleza del lugar. Era una casa de piedra enorme
y muy antigua, se asemejaba a un castillo, sin embargo, el gran
parque dotado de un verdor como de otro mundo y los delicados
jardines, salpicados de flores, hacían del conjunto un lugar
hermoso.
Las muchachas descendieron del carruaje todavía entre
risitas furtivas. Su madre las había llamado al orden para que se
comportasen como lo que eran, señoritas bien educadas.
Stephanie y Rose pudieron cumplir con su cometido, pero
Gertrude… Gertrude era otra cosa. Era la menor de las tres hijas
de los Ross y también la más rebelde, dicharachera y entrañable.
Sus hermanas tenían muchos roces con ella por ser como un
potrillo desbocado, y, sin embargo, la adoraban por la energía y
la vida que rezumaba Gertie, como la llamaban cariñosamente.
En el gran salón, el matrimonio Dawson y sus dos hijos
recibían a los invitados con amabilidad. Gertrude, al ver a
Albert Dawson, se acercó sonriente hacia él.
—Señorita Ross, está usted preciosa esta noche —dijo el
muchacho mientras miraba de soslayo a su padre.
—Querido Albert, usted ya es todo un caballero —
respondió a punto de la risa, y añadió en un susurro inapreciable
—: Nos vemos en el jardín más tarde.
Albert sonrió y le dedicó a Gertie una mirada cómplice.
Junto a ellos, Andrew saludaba a Stephanie y forzaba una
sonrisa mientras afinaba el oído para saber qué se decían Albert
y la dueña de sus desvelos.
Cuando escuchó como ella lo citaba en el jardín, quiso
morirse allí mismo, pues estaba enamorado hasta las trancas de
la menor de los Ross. No obstante, ella no parecía ni voltearse a
mirarlo, hecho bastante extraño teniendo en cuenta que los
hermanos eran como dos gotas de agua.
De pronto, la tenía frente a él, sonriéndole con cariño, pero
no como lo había hecho un momento antes con su hermano.
«Maldita sea», pensó; no obstante, hizo de tripas corazón y le
dedicó a Gertrude su sonrisa más encantadora.
Gertrude era su sueño más divino, la evocaba al acostarse y
su primer pensamiento al despertar era para ella. Aliviaba sus
noches de soledad imaginándola a su lado, desnuda, expuesta
solo para él.
Pero había un problema, un incómodo e indeseable
problema, su hermano Albert, por quien ella parecía mostrar
verdadero interés. Y eso le dolía, le dolía tanto… ¿Por qué lo
había preferido a él si eran iguales?, ¿qué tenía Albert que él no
tuviera?, aquellas preguntas se las hacía una y otra vez y
maldecía el haber nacido junto al hombre que tenía el amor de la
mujer de sus sueños.
Las doncellas que perdían la respiración ante su físico
atractivo no le importaban, eran para él como hormigas
insignificantes, hormigas a las que sería capaz de pisar si se
diera el caso.
Una de ellas era Stephanie, la hermana de Gertrude. ¿Por
qué no podía Gertie mirarlo como lo hacía Fani? Muchas veces
la observaba y podía comprobar que Stephanie era mucho más
bella que Gertrude, pero le faltaba el toque canalla de su
hermana menor, ese que lo había cautivado, lo peor de todo, es
que también lo había hecho con Albert, que estaba tan
enamorado de ella como él mismo, solo que él tenía la suerte de
albergar la estrella del amor de Gertie, y él no tenía nada, solo
sus sonrisas forzadas y sus palabras por compromiso.
—Señorita Gertrude, es un placer tenerla aquí —consiguió
decir Andrew entre balbuceos.
Gertrude hizo una leve inclinación de cabeza, mas no dijo
nada interesante y que saliera del saludo de rigor.
—¿Me preguntaba si me concedería esta noche un baile?
—preguntó Andrew con timidez y tan tembloroso que
asemejaba a una hoja a punto de caer del árbol.
—Por supuesto que sí, ¡cómo declinar su amable oferta!,
bailaré con usted, Andrew —dijo ella con una falsedad que al
muchacho no le pasó inadvertida.
A su lado, Albert lo taladraba con la mirada, ¿cómo se
atrevía a pedirle un baile a su chica? No, aquello no se lo
pasaría.
Albert esperó paciente a que todos los invitados estuvieran
en el salón y se acercó a Andrew, que hablaba con el señor Ross
animadamente sobre su prolífica mina.
—Andrew, mamá quiere hablar con los dos, y ya sabes
cómo se pone si ignoramos sus reclamos —le dijo a su hermano,
quien le dedicó una mirada de fastidio, pero cedió a
acompañarlo.
—¿Dónde está mamá?, ¿ha salido al jardín?, qué extraño
—preguntó Andrew con el ceño fruncido al seguir a su hermano
hasta el exterior de la casa.
—No, malnacido, mamá no nos busca a ninguno de los
dos, solo quería quedarme a solas contigo y preguntarte por qué
demonios le has pedido un baile a Gertie —espetó Albert
tomando a su hermano por el brazo y zarandeándolo.
—Estaba siendo amable, además, ¿por qué no podría
pedírselo?, ¿acaso es tuya? —respondió Andrew, zafándose del
agarre de su hermano.
—¡¡Sabes de sobra que la amo!!, te lo dije desde un
principio y yo tenía la certeza de que tú amabas a Fani, al menos
es lo que me dijiste aquel día en el lago.
—Es solo un baile, no veo por qué has de tomártelo así —
apuntó Andrew encogiéndose de hombros.
—¿Te piensas que soy estúpido?, ¿es que acaso crees que
no he visto cómo la miras? Pues te diré una cosa, hermanito, ella
es para mí, me quiere a mí y jamás estaría con alguien como tú
—sentenció Albert sintiéndose ganador.
—¿Algo más? —preguntó Andrew dedicándole a Albert
una mirada que rezumaba odio.
Los dos hombres se midieron con sendas miradas.
—Nada más, ahora lárgate, no quiero verte —espetó
Albert.
Andrew se marchó, su hermano tenía sobre él una
influencia casi maldita. Los dos eran idénticos, pero Albert era
el dominante, capaz de amedrentarlo con su sola presencia. Eso
le hacía sentir una frustración enorme.
Albert era el mayor por unos minutos, el heredero, el ojo
derecho de su padre, en cambio él era el apocado, el muchacho
falto de agallas, el intelectual siempre acompañado de los libros
que tanto le apasionaban.
Sin embargo, Andrew tenía un lado oscuro que pocos
conocían e incluso Albert temía. En ocasiones, no podía
controlar su furia y se encerraba en su habitación durante varios
días. Rompía muebles, gritaba. Sus padres habían acudido a
innumerables profesionales para que le pusieran un nombre al
problema de su hijo, nadie supo denominarlo. Aquella
peculiaridad de Andrew había aflorado a los catorce años y
había empeorado en los últimos tiempos.
Los Dawson llevaban el tema en silencio, solo ellos y el
personal del servicio sabían del problema del hijo de sus
señores.
Dawson había hablado con cada uno de ellos y los había
amenazado por si se iban de la lengua. Tal parecía que sus
amenazas habían surtido efecto, ya que la noticia de la
enfermedad de Andrew no había trascendido.
Desde el jardín vio como, dentro de la casa, Albert se
aproximaba a Gertrude y le decía algo al oído.
Minutos después, Albert salió de la casa. Andrew pensó
con rapidez…, ¿y si?, se armó de valor y se adelantó,
ocultándose detrás de unos rosales.
Fue entonces cuando la vio salir a hurtadillas, se quitó la
levita, única diferencia en el atuendo entre él y su hermano, y
respiró profundamente antes de salirle al paso.
—Gertie —susurró antes de aproximarse hacia ella y
tomarla en sus brazos.
—Albert… —musitó ella.
—He esperado tanto tiempo este momento… —dijo
mientras besaba su cuello y ella se dejaba hacer.
—Te amo, Albert —susurró ella con la respiración
entrecortada—, pero tienes que parar, nos van a ver.
Andrew agarró la cara de Gertrude con las dos manos y
besó sus labios con brusquedad.
—¡Déjame, Albert, me haces daño! —exclamó ella
intentando zafarse en vano del agarre del que creía era su amor.
—Te amo, Gertrude, te amo desde la primera vez que te vi
y no dejo de pensar en ti —soltó Andrew con desesperación
mientras apretaba a Gertrude contra su cuerpo.
Gertrude luchaba inútilmente contra su captor, hasta que
consiguió cruzar la mirada con él. Fue entonces cuando supo
que había sido engañada, pues el hombre que tenía delante no
era Albert, ¿cómo había sido tan estúpida?, se reprochó.
—Andrew, déjame en paz, si Albert ve lo que me estás
haciendo, te matará —espetó ella.
Andrew sonrió y cerró los ojos antes de besarla de nuevo a
la fuerza.
Varias voces emitieron sonidos preocupantes a su
alrededor. Habían sorprendido a la pareja en actitud poco
decorosa. Aquello los sentenciaba a un solo destino: el
matrimonio con el fin de reparar la reputación dañada de la
muchacha.
Albert había tratado de volver a la casa al ver que Gertrude
no acudía al lugar donde acordaron verse y se encontró con que
su amada y su hermano habían sido sorprendidos en actitud
comprometida, y los allí presentes, entre ellos el señor Ross y su
padre, repetían una y otra vez que los jóvenes tendrían que
casarse.
En el suelo pisó algo diferente al terreno por el que
transitaba, era la levita de su hermano. Fue entonces cuando
comprendió lo ocurrido, sin embargo, odió a Gertrude con todas
sus fuerzas, ¿Por qué no se había dado cuenta de que era
Andrew y no él?
Capítulo 13

Sin más ocupación que la de dar vueltas por la casa, Albatros


se sentía tan aburrido que pensó que un libro podría aliviar su
sed de acción y aventura.
Cuando se halló en la biblioteca, repasó los títulos que,
ordenados y envueltos de un velo de telarañas, llenaban los
estantes de historias deseosas por ser leídas.
Tomó uno de aquellos mamotretos que descansaban
ansiosos y lo ojeó, ni siquiera se detuvo en el título o el autor,
tan solo pasó páginas sin más. Frunció el ceño, jamás había
leído un libro y dudaba sobremanera de que pudiera albergar en
su interior todo aquello que decían los lectores voraces.
Se disponía a dejarlo de nuevo en su estante, cuando la voz
de Victoria irrumpió con tensa calma en la estancia:
—La Ilíada, buena elección.
Albatros no pudo evitar sobresaltarse y le dedicó a Victoria
una sonrisa salpicada de rubor. Aquella mujer hacía de él un
hombre sin su acostumbrada habilidad para embaucar a las
personas, lo neutralizaba tan solo con su presencia y eso le
resultaba cuando menos inquietante.
—Solo ojeaba, ni siquiera sabía de qué libro se trataba,
Victoria.
—Nada es casualidad y cuando elegimos un libro, lo
hacemos porque lo necesitamos, los libros son la mejor
medicina para el alma, son capaces de curar las tinieblas y hacer
que se tornen en blancas nubes de algodón —argumentó ella
evocadora, mientras se aproximaba a la ventana y dirigía su
mirada al vacío.
—Hay nubes tan oscuras o más que las tinieblas —
respondió él con la mandíbula tensa.
—Disculpe mi atrevimiento, no quería ofenderle —dijo
ella de pronto, al notar la tensión en las últimas palabras del
hombre.
—¿Por qué piensa que me he ofendido? —preguntó
Albatros ya en un tono más relajado.
—Algunas personas dicen que es un don, otras lo ven
como una maldición, yo lo llamo intuición, e intuyo que no le
han gustado mis palabras, es más, he notado cierta hostilidad en
su respuesta.
Albatros clavó su mirada en la de Victoria sin
comprenderla del todo. ¿Acaso era esa mujer una bruja? Estuvo
tentado a abandonar la estancia, pero ello dejaría al descubierto
su vulnerabilidad. Aquellas palabras no eran el problema, es
más, le parecieron hermosas. No eran estas las culpables, sino la
impotencia que le causaba el verse privado de su ingenio y su
pericia para afrontar las situaciones incómodas con maestría.
Aquello se le antojaba peligroso, podía llevarlo a la ruina,
debía reconducir la situación.
—No, Victoria, creo que ha confundido la impresión que
me han causado sus palabras con ofensa, he quedado
maravillado con su reflexión, ¿no ha pensado nunca en escribir
uno de estos? —inquirió señalando los libros del estante que
tenía más cercano—, pienso que se le daría bien, ¿no cree?
—Nunca he escrito nada más allá de la correspondencia,
señor Albatros. Pero sí es verdad que me apasiona la lectura.
—Debería intentarlo, como le he dicho, he quedado
totalmente impresionado, me ha dejado usted sin palabras.
Victoria rodó los ojos. Aquella conversación extraña la
incomodaba ya en demasía.
—La compañía y la conversación no pueden ser más
gratas, pero he de cumplir con mis tareas matutinas —anunció
Victoria, en un claro intento de cambiar de tema.
—¿Y cuáles son?, si no es molestia decírmelo. No soporto
estar ocioso y si puedo ayudarla en alguna de sus tareas, me
haría un gran favor.
—Son nimiedades, pero se han de hacer. También son
personales, por lo que lamento informarle que no podrá
ayudarme.
Albatros torció el gesto y se encogió de hombros.
—En fin, seguiré buscando un libro que cure mi
aburrimiento —soltó divertido.
—Creo que no lo ha comprendido todavía, señor Albatros.
En Clever’s House el aburrimiento es eterno, no hay nada con
qué combatirlo, ni siquiera la obra más divertida —dijo Victoria
arrepintiéndose de inmediato de dejar aflorar sus pensamientos.
—Si la casa se llenara de color, si sus jardines florecieran
sin ser engullidos por la maleza, si la alegría fuera la tónica
general, yo diría que las tinieblas se esfumarían sin necesidad de
recurrir a un libro para ello.
Victoria soltó una risita furtiva. Ella pretendía lo mismo,
siempre lo intentó, mas no se podía combatir aquella dejadez,
era como si la casa estuviera viva y no aceptara verse bonita.
Estaba decidida a volver a intentarlo después de la muerte de su
esposo, pero entonces fue informada por el abogado de este de
que el nuevo lord Dawson sería el primo de Andrew y todo se
vino abajo. Se enteró poco después de que su gran amigo
Hamilton partiera a un destino incierto, con él a su lado, el golpe
habría sido mucho menos dañino, pues él tenía la capacidad de
hacerla reírse de todo y de todos.
Poco después, apareció Albatros y una llama de esperanza
anidó en su ser, y, de algún modo, prefería a aquel desconocido,
por mucho que algo en su interior le dijera que había aguas
turbias en su mirada, antes que al endemoniado primo de
Andrew.
—¿Quiere intentarlo usted, señor Albatros? —preguntó
ella con sorna.
—Pues estaría bien, además, me sentiría útil y se me da
bien planificar y embarcarme en proyectos ambiciosos —dijo él
con entusiasmo.
—Entonces ya sabe, tiene vía libre y presupuesto ilimitado.
Mi esposo y padre de usted era un hombre muy rico, pero eso ya
lo sabía, ¿cierto? —inquirió ella, dedicándole de nuevo una
mirada que laceraba la suya.
—Digamos que sí, que mi padre me puso al corriente de su
situación financiera. Sin embargo, la mía no es mala. Tengo un
buen nivel de vida y mis negocios dan su fruto, siempre me
hallo en constante crecimiento —respondió él con un doble
sentido que Victoria no comprendería jamás, al menos fue lo
que él pensó.
—Ah, ¿sí?, ¿y a qué se dedica concretamente? —preguntó
ella, curiosa.
Albatros se sintió poderoso y tuvo claro que había
conseguido darle la vuelta a aquella indefensión que lo había
atenazado desde que ella hiciera acto de presencia en la
estancia.
—Es difícil ponerle nombre a mi oficio, yo soy un
conseguidor, alguien que mediante la palabra logra que los
demás paguen cantidades escandalosas de dinero. Es más, ahora
estoy con algo muy grande, algo que me hará inmensamente
rico —fanfarroneó, arrepintiéndose demasiado; había sido muy
explícito y a Victoria no le sería difícil atar cabos.
—Pero si acaba de decirme que está ocioso… —dijo ella
entrecerrando los ojos.
Albatros se maldijo a sí mismo por su diarrea verbal,
quería reírse de ella a costa de utilizar su doble sentido y había
acabado por meter la pata hasta el fondo.
—Ah, el negocio es en Londres, pero tengo empleados de
confianza que se encargan de llevarlo a buen puerto. Mantengo
correspondencia con ellos y me encargo de encauzarlo, ya
sabe…
Victoria frunció el ceño y asintió con la cabeza. Albatros
tuvo claro que a aquella mujer no era fácil embaucarla, debía
tener más cuidado la próxima vez, de lo contrario, acabaría
echando su plan a perder.
Capítulo 14

Gertie se maldijo a sí misma una y otra vez por no haber sido


capaz de reconocer al hombre por el que bebería los vientos a
grandes e intensos tragos. Intentó ser sincera y explicarles a sus
padres el motivo por el que la habían encontrado en actitud
indecorosa con Andrew Dawson, mas ninguno de los dos quiso
escucharla; además, Stephanie le retiró la palabra, se sentía
traicionada por su propia hermana, sin embargo, Gertrude no se
dio por vencida, no quería convertirse en la apestada de aquella
casa.
—Rose, Rose, tienes que escucharme o me volveré loca, no
me des tú también la espalda, te lo imploro —le rogó a su
hermana mayor entre sollozos.
Rose, que la miraba con altivez y decepción, al ver las
lágrimas de su hermana pequeña, aceptó escuchar lo que esta
tuviera que decirle.
—Andrew Dawson me tendió una trampa, debes creerme.
Yo fui al jardín para encontrarme con Albert…, con Albert, mi
verdadero amor, pero Andrew me salió al paso y me retuvo, me
besó contra mi voluntad y no me soltó por mucho que yo se lo
supliqué.
Rose alzó el mentón y negando con la cabeza sentenció:
—Entonces lo tienes bien merecido, una dama no sale al
encuentro de un hombre cual ramera, además, si tanto amas a
Albert, ¿cómo te dejaste besar por su hermano?, ¿cómo no fuiste
capaz de distinguirlos? —inquirió Rose con verdadera inquina
en su voz.
—Te acabo de decir que me obligó, que en un principio no
lo distinguí porque estaba oscuro y se había quitado la levita, de
diferente color a la de Albert, y eso me despistó. En cuanto me
apresó y vi su mirada, supe de inmediato que había sido
engañada con el fin de forzar un matrimonio, ¿es que no lo ves?,
ya ha ocurrido otras veces y de todos es bien sabido que se
llevan a cabo estas prácticas repulsivas.
—Sí, es verdad que lo que dices ocurre, pero también lo es
que mamá nos advirtió en innumerables ocasiones de que nunca
nos quedásemos a solas con un hombre con el fin de evitar un
matrimonio que no deseábamos o, en el peor de los casos, dañar
nuestra reputación. ¿Y tú qué has hecho?, acudir como una gata
en celo a la primera de cambio y Dios te ha castigado —espetó
Rose con verdadero enfado.
—Rose, por favor, no me rechaces tú también, hermanita.
Lo siento, siento muchísimo lo ocurrido y aún siento más
haberle roto el corazón a Stephanie.
—Deja de llorar, para…, eres mi hermana y no te daré la
espalda, pero no esperes mi compasión, porque todo lo ocurrido
podrías haberlo evitado.
Gertrude asintió con la cabeza, no obstante, fue incapaz de
dejar de sollozar, su corazón estaba totalmente resquebrajado y
el miedo, la incertidumbre y una sensación de caída al vacío la
envolvían, emponzoñándola con sus fuertes tentáculos.
De pronto, Stephanie entró en la habitación, esa que las tres
hermanas compartían desde niñas. Cuando vio a Gertrude en su
interior, se dio media vuelta para marcharse, pero Gertie la
detuvo.
—Por favor, Stephanie, no quería hacerte daño, te ruego
que me perdones, te lo imploro, porque no podré vivir sin ti a mi
lado. Por favor, hermanita… —balbució Gertrude entre sollozos
mientras se acercaba a su hermana y le brindaba sus brazos para
abrazarla.
Stephanie se dejó hacer, mas no correspondió al abrazo.
Estaba demasiado dolida, pues amaba a Andrew, sin embargo,
conocía a su hermana lo suficiente como para creer en sus
palabras. Ella no era una mentirosa y si decía que Andrew la
había obligado, no lo hacía en vano.
Maldijo a Andrew Dawson, lo maldijo por sabandija y por
rata traicionera. Porque si bien no le había pedido nada, ni había
mostrado intenciones serias hacia ella, sí le había dado
esperanzas y señales de corresponder a sus sentimientos.
Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que siempre que
había tenido un gesto más que amable con ella, su hermana
estaba de por medio. ¿Tal vez intentaba llamar su atención?,
¿ponerla celosa?, qué tonta había sido al pensar que Andrew se
había interesado en ella.
Observó los ojos de Gertrude, enrojecidos e hinchados de
tanto llorar. Su expresión era tan desgarradora que no pudo
menos que tragarse su propio dolor y dejar de contener aquel
abrazo que su hermana pequeña necesitaba.
Llevó sus brazos a la espalda de esta y la consoló ante la
visión de Rose, que negaba con la cabeza, ya que era la más
dura de las tres.
—Todo irá bien, hermanita —susurró mientras acariciaba
el largo cabello de Gertie.
—Tengo mucho miedo, no quiero casarme, Fani, no quiero.
—Quizá todavía haya una solución —dijo de pronto Rose,
rompiendo lo dramático del momento.
Las dos hermanas se soltaron del abrazo y observaron a
Rose con esperanza antes de que esta soltara a bocajarro:
—Escápate con Albert.
Capítulo 15

Contratar personal para la obra que pretendía llevar a cabo en


Clever’s tuvo entretenido a Albatros por unos días. Se sentaba a
la mesa de una taberna de St. Ives y allí, previo boca a boca, se
presentaban a diario candidatos con los que mantenía
entrevistas. No quería a cualquiera, sino a obreros cualificados
que pudieran acreditar sus conocimientos.
Habló con muchos y se quedó con los nombres de una
decena. Estaba a punto de marcharse, cuando un anciano se
sentó frente a él.
—¿Es cierto que busca trabajadores para reformar Clever’s
House? —preguntó el hombre, interesado.
—Cierto es, pero ya tengo la cuadrilla completa —dijo
Albatros encogiéndose de hombros.
—Yo trabajé en Clever’s, ¿sabe? Y las noticias vuelan por
estos lares —apuntó el anciano.
—¿Y qué desea de mí? —inquirió Albatros entrecerrando
los ojos.
—Únicamente conversar.
Albatros cayó en la cuenta entonces, de que aquel hombre
era el mismo que vio en el puerto santiguarse a su paso.
—Entonces, señor… —comenzó a decir Albatros para que
el individuo le dijera su nombre.
—Walker, soy Herald Walker, pero puede llamarme por mi
apellido, como todos…
—Encantado, señor Walker, dijo tendiéndole la mano, yo
soy Albatros.
El anciano sonrió y rodó los ojos.
—Albatros… ¿qué más? —preguntó Walker con verdadero
interés.
—Solo Albatros —sentenció el interesado, pues ni él
mismo sabía el porqué de su extraño nombre.
Desde que despertó años atrás en una cama de hospital,
porque no recordaba lo acaecido con anterioridad, así supo que
se llamaba. Una cinta pequeña con el nombre bordado se
hallaba entre sus pertenencias, en uno de los bolsillos de su
raído pantalón.
Volvió al momento presente, en el cual aquel extraño
anciano lo miraba con una expresión difícil de identificar, no
obstante, lo que albatros tenía claro era que no se había sentado
allí por casualidad.
—Una vez conocí a un hombre cuya vida era el mar y que
capitaneaba un barco que se llamaba Albatros. Su amada lo
había traicionado y se refugió entre sus aguas para que nadie
advirtiera sus lágrimas.
—Curiosa y bella historia…, ¿es real? —preguntó Albatros
encogiéndose de hombros.
—Como la vida misma, hijo…
—¿Y qué fue de ese hombre? —quiso saber Albatros.
—Nadie lo sabe a ciencia cierta… Unos dicen que el mar
que tanto amaba acabó por engullirlo, otros que volvió a tierra y
esta se lo tragó, así que se desconoce su paradero.
—¿Cómo se llamaba el misterioso caballero?
Walker negó con la cabeza.
—Eso tendrá que descubrirlo usted, sir Albatros… —Se
levantó de la silla e hizo un gesto con la mano a modo de
despedida antes de abandonar la taberna y dejar al taimado
estafador totalmente confuso.

∞∞∞
Victoria se hallaba en el pequeño salón donde solía recluirse por
las tardes, inmersa en su eterna labor, esa que no sabía ni por
qué hacía, quizá para apaciguar el sopor que la corroía por
dentro, cuando una de las gemelas la avisó de la llegada de
Hamilton. La expresión de Victoria cambió de inmediato,
adoraba a su amigo, con él hasta los muros más decrépitos de
Clever’s se vestían de fiesta.
Salió al encuentro de su compañero desde la niñez con
alegría, y abrió sus brazos para recibirlo en los suyos.
—¡Querida Vicky!, ¿cómo sigues?, me quedé muy
preocupado con tu última carta, y luego no volviste a escribirme
más —le reprochó Hamilton a modo de saludo.
—Hami, oh, Hami, ha ocurrido un milagro, y si todo va
bien, no tendré que aguantar a Gordon Dawson en mi casa.
Hamilton ladeó la cabeza y le dedicó una sonrisa de medio
lado a su amiga.
—Un milagro… En estos tiempos, un milagro no tiene
muchas opciones en tu situación, o Gordon ha pasado a mejor
vida, o hay otro familiar más cercano que puede heredar y no es
tan desagradable como el primero —elucubró Hamilton con los
ojos entrecerrados.
—Es lo segundo, querido —dijo Victoria juntando ambas
manos con expresión esperanzadora.
—Pero si Andrew no tenía más familiares vivos, ¿cierto?
—preguntó Hamilton, encogiéndose de hombros.
—Buenas tardes —la voz ronca y varonil de Albatros
irrumpió en la sala, haciendo que Hamilton volteara a mirar
quién era el poseedor de esta.
Al ver el atractivo y la presencia de Albatros, no pudo
menos que abrir la boca, impresionado.
—Buenas tardes, señor Albatros —saludó Victoria con
seriedad y distanciándose del tono amigable que había
mantenido con su amigo hasta hacía escasos instantes—, le
presento a mi gran amigo, Hamilton Klen.
Hamilton se aproximó a aquel tipo y lo saludó con
picardía, deshaciéndose de sus lentes oscuros.
—Klen…, ¿de la casa Klen de Londres? —inquirió
Albatros.
—Yo soy la casa Klen al completo, querido —respondió
Hamilton con una sonrisa de suficiencia —: ¿Y qué le trae por
la morada de mi querida amiga? —añadió con su curiosa
manera de intentar obtener información.
—Verás, Hamilton, él será el nuevo lord Dawson —
intervino Victoria.
Hamilton observó el rostro de Albatros y halló un parecido
que de primeras le había pasado inadvertido.
—Increíble, sin embargo, creía saber a pies juntillas que el
difunto no tenía más familiares que el horrible Gordon Dawson,
a menos que sea usted un hijo de Andrew salido de la nada, no
sé qué parentesco pueda unirlo a él —soltó Hamilton con
desconfianza.
—No se equivoca, señor Klen, Andrew Dawson era mi
padre —afirmó Albatros con aplomo.
Hamilton se llevó la mano a la boca y ahogó un gritito.
Victoria clavó su mirada en él y asintió con la cabeza,
Hamilton estaba de veras sorprendido y no sabía contener sus
emociones tal y como ella hacía.
—¿Cómo va su proyecto, señor Albatros? —preguntó
Victoria con el fin de cambiar de tercio.
—Viento en popa, ya tengo a toda la cuadrilla y en unos
días empezarán con las obras. Además, hoy conocí a un antiguo
empleado de Clever’s, un anciano bastante misterioso, la
verdad.
—No me sorprende, todos los que han trabajado en este
lugar están muertos o a punto de pasar a mejor vida, raro es que
alguno de ellos haya sobrevivido —soltó de pronto Hamilton,
ante la mirada reprobatoria de Victoria.
—Me dijo que se llamaba Walker… —dijo Albatros
cruzándose de brazos.
Victoria intentó hacer memoria, había escuchado ese
apellido y no recordaba dónde, quizá su marido le había contado
alguna anécdota que tuviera como protagonista a aquel
individuo, no sabía a ciencia cierta de qué le sonaba, pero lo
hacía.
—Walker…, no recuerdo a ningún Walker, la verdad —
respondió ella.
Sin embargo, Albatros detectó en su mirada un pequeño
destello que le hacía una revelación, Victoria le estaba
mintiendo.
Capítulo 16

Walker era el cochero de los Ross, y el hombre de confianza


de Edward, sin embargo, había algo, o más bien alguien, que
hacía temblar su mundo, y esa era Rose Ross, la doble rosa,
como él la llamaba con cariño. Era mucho más joven que él,
más eso no era un impedimento para el hombre ya entrado en
años, que se había enamorado como un chiquillo de un
imposible, ya que había una diferencia mucho más significativa,
la condición social.
Rose se acercó a él regalándole la más amplia de las
sonrisas y le entregó una misiva.
—Necesito un favor, Walker, y mi padre no puede
enterarse —dijo Rose mientras observaba a su alrededor, por si
miradas indiscretas podían delatarla.
—Usted dirá, señorita —respondió él, embelesado.
—Has de llevar esta carta a Clever’s House y entregársela
a Albert Dawson. Y tienes que asegurarte de que la recibe él y
no su hermano —dijo ella con firmeza. No quería una nueva
confusión que lo enviara todo al traste—, ¿crees que podrás
hacerlo?
Walker apretó los puños, ¿qué querría Rose de Albert?,
bastante más joven que ella y mucho más apuesto que él mismo.
—¿Qué quieres de Albert, Rose? —preguntó saltándose los
formalismos a causa de los celos que golpeaban en su pecho con
dureza.
—No es lo que piensas, Walker, pero necesito tu ayuda y tu
silencio, ¿lo harás por mí?, es un asunto de suma importancia.
Walker observó a Rose, tan bella e inalcanzable. Se había
atrevido un tiempo atrás a confesarle sus sentimientos, pero ella
ni se había inmutado. Por el contrario, siguió tratándolo como
había hecho siempre, con la distancia que le confería ser una de
las señoritas de la casa, sin tener en cuenta la confesión de su
cochero enamorado.
El hombre asintió y guardó la misiva en el bolsillo de su
levita.
—Escúchame bien, Walker, por nada del mundo esta nota
puede llegar a las manos equivocadas, mucho menos a las de
Andrew Dawson, ¿me has entendido? —inquirió ella con
firmeza.
—Sí, señorita Rose.
Rose le sonrió y el cochero se puso en marcha, mientras la
muchacha veía al carruaje perderse en el polvoriento camino del
parque.
La nota era simple:
Querido Albert:
Necesito que nos reunamos con urgencia, es de vital
importancia que acudas a la cita, de lo contrario, todo estará
perdido.
Te espero esta tarde a las cinco, en nuestro lugar mágico.
Si no te presentas entenderé que ya no quieres saber nada más
de mí.
Te amo más que a mi propia vida.
Gertie
La nota de una adolescente desesperada, el escándalo para
la familia Ross. ¿Qué podía hacer Walker?, se había prometido a
sí mismo no abrirla, sin embargo, la curiosidad pudo con él y a
medio camino detuvo el carruaje y la leyó.
Si aquella misiva llegaba a su destino, todo a su alrededor
se transformaría en caos. Edward Ross se enteraría de que había
sido él quien la había entregado y lo despedirían. Por nada del
mundo se separaría de la señorita Rose, no podría vivir sin
contemplarla, sin escuchar su melódica voz, sin ella.
No…, no podía entregársela a su destinatario y tampoco a
nadie de Clever’s House. La solución era mucho más sencilla,
diría que la había entregado, pero su final sería otro.
Descendió del carruaje y se acercó al acantilado, respiró
profundamente, lo que iba a hacer no estaba bien, pero no le
quedaba otro remedio si quería que las cosas siguieran como
estaban, bastante escándalo era ya que hubieran sorprendido a la
pequeña de los Ross en actitud poco decorosa con el joven
Andrew Dawson.
Leyó la nota por última vez y la hizo trizas antes de
lanzarla al aire. Los trocitos se confundieron con la brisa que
soplaba aquella mañana y desaparecieron en la inmensidad del
mar, que, furioso, los recibía para guardarlos para siempre en
sus entrañas.

∞∞∞
Gertrude estaba muy nerviosa, Walker había vuelto y le había
dicho a Rose que el señorito Albert había recibido
personalmente la misiva.
Se puso el vestido de tarde más bonito que tenía, ese que a
Albert tanto le gustaba, decía que con él estaba preciosa, que
bien podría confundirse con un hada del bosque.
A las cuatro y media, aprovechando que sus padres no
estaban en casa, y con la complicidad de sus hermanas, Gertie
salió hacia el rincón mágico, que no era más que un pequeño
lago en las inmediaciones de la casa Ross, pero tan privado y
hermoso, que los resguardaría de miradas indiscretas.
Cuando arribó a su lugar favorito, se sentó en una roca, a la
espera de que su amor de besos robados se presentara. Lo haría,
estaba convencida de ello, pues la amaba demasiado como para
no hacerlo.
Sin embargo, las horas pasaron y el cielo se oscureció,
sorprendiéndola entre lágrimas vivas.
Se había confundido, Albert no la amaba, no había acudido
a su cita. Prefería verla casada con su hermano, un ser
despreciable al que había comenzado a odiar por haberle
desgraciado la vida.
Jamás, jamás amaría a Andrew Dawson, haría lo posible
por que su vida se transformara en un infierno. En cuanto a
Albert, a él le esperaba algo peor, su indiferencia, no dejaría que
viera su pena, no lloraría ni una lágrima más por él. Si no había
sido lo suficientemente hombre como para presentarse aquella
tarde, no lo sería para nada más.
Gertie soltó un grito desgarrador, un dolor fuerte y
lacerante rompió su pecho, le quebró el corazón.
Sus hermanas la hallaron con el vestido hecho jirones, el
pelo despeinado y el rostro lleno de barro. Ella misma se lo
había untado para matar las lágrimas.
La abrazaron y Stephanie le puso su capa sobre los
hombros y la cubrió con ella. No era de recibo que llegara a su
casa casi desnuda.
—No ha venido, Fani, no me ama… —sollozó.
—Pues si no ha acudido a la cita, que lo zurzan, Gertie, es
un sinvergüenza como su hermano —espetó Rose.
—No es el momento, Rose. Ahora nuestra hermana
necesita apoyo y cariño, ya hablaremos luego de la integridad de
Albert Dawson —la reprendió Fani sin dejar de abrazar a la
trémula Gertie.
—¿Qué voy a hacer ahora?, mi vida se ha acabado… —
balbucía la joven una y otra vez.
—Por lo pronto volvamos a casa, ha anochecido y papá y
mamá deben haber llegado. Le pediremos a Mildred que te
prepare un buen tazón de caldo caliente. Siempre es más fácil
pensar con el cuerpo asentado —dijo Rose con determinación.
Fani le sonrió, Rose era dura y en ocasiones demasiado
señoritinga, pero tenía un corazón enorme, un corazón que solo
ella y unos pocos conocían. Aunque se empeñara en demostrar
continuamente lo contrario.
Las tres hermanas volvieron a casa mientras cobijaban a la
más pequeña entre sus brazos.
Justo antes de entrar, Rose agarró la muñeca de Gertie, la
paró en seco y sentenció:
—La cabeza bien alta y que se note que eres una Ross,
hermanita. Que nadie sepa nunca que te rompieron el corazón.
Ahora es el momento de que te conviertas en una mujer y
aceptes tu destino con dignidad. ¿De acuerdo?
Gertie cerró los ojos y apretó los labios entre sí, que se
transformaron en una fina línea recta, antes de asentir.
Rose depositó un beso en el cabello castaño de su hermana
y la instó para que entrara en casa, pues era inútil ocultar el
estado en el que se encontraba. El carruaje de los Ross se
hallaba frente a la pequeña mansión, prueba inequívoca de que
sus padres ya habían llegado.
Capítulo 17

Las obras en Clever’s House se iniciaron con más prisa que


pausa. Victoria y Hamilton observaban desde su banco favorito
del jardín y Albatros no dejaba de ir de un lado para el otro
supervisando el trabajo de los obreros.
—¿Crees que servirá de algo? —preguntó Hamilton con
sus lentes oscuros apoyados en la nariz, mientras observaba el ir
y venir del atractivo Albatros.
—No lo sé, hasta ahora lo poco que se había intentado
había quedado en eso, en un intento, esperemos que esta vez no
se venga la casa abajo, como cuando parte del tejado, que
estaban arreglando, se derrumbó sin explicación alguna.
—Esta casa no quiere ser reparada, quiere morir en paz —
soltó Hamilton tras un suspiro.
—Bueno, quizá el empeño de Albatros logre que quiera
seguir viva, ¿no crees? —respondió Victoria encogiéndose de
hombros.
—¿Solo el empeño?, hasta esta casa podría enamorarse de
ese hombre, querida mía —dijo el modisto entre risas.
Victoria puso los ojos en blanco.
—Sé por dónde vas, Hamilton, y he de decirte que te lo
puedes quedar para ti mismo, porque yo no tengo ninguna
intención amorosa con el señor Albatros.
—¿Por qué detecto mentira en tu voz? —inquirió su amigo
escrutándola con la mirada.
—No estoy mintiendo, condenado liante —replicó ella
divertida.
—Ya…, eso díselo a otro que no te conozca desde que eras
una niña. Todavía recuerdo ese asunto entre Carl Fraser y tú.
—¡Ay!, cállate, malnacido —respondió Victoria entre risas
mientras se tapaba la cara con ambas manos—. ¿Cómo puedes
recordarme eso? ¡Qué vergüenza!
—Vergüenza de qué, querida, fuiste joven y alocada una
vez, hasta que conociste a ese energúmeno de Andrew Dawson
y su vida de sombras —dijo Hamilton con un deje amargo en la
voz.
Victoria respiró profundamente y soltó el aire de golpe.
—Creo que será mejor que entremos en la casa, aquí hace
frío.
—Veo que siempre haces lo mismo —apuntó Hamilton,
negando con la cabeza, ante el cambio de tema abrupto de su
amiga.
—¿Qué hago el qué, sabiondo?, tengo frío…
—Ay, Vicky… Va, entremos.
Ambos se levantaron del banco y caminaron hacia la casa.
—Lo que no me puedes negar es que el tal Albatros es un
deleite para la vista —soltó Hamilton tras dejar marchar un
suspiro más grande que él mismo.
Victoria rio y le dio un codazo, Albatros estaba demasiado
cerca y podía escucharlos.
Cuando pasaron ante él, este los saludó con una inclinación
de cabeza.
Victoria esbozó una leve sonrisa y devolvió el saludo.
—Ay, amiga…, lo tuyo es más grave de lo que pensaba —
dijo el modisto en cuanto estuvieron dentro de la casa.
—¿Por qué dices eso ahora?, ya te he dicho que no tengo
ninguna intención amorosa con el señor Albatros —respondió
ella, divertida.
—Pues cualquiera lo diría con la sonrisita que le has
dedicado antes de perderlo de vista.
—Es solo agradecimiento, en el poco tiempo que lleva en
Clever’s, ha hecho mucho más por la casa que Andrew en toda
una vida.
—Ya… Será eso —intervino Hamilton mientras rodaba los
ojos.
Desde el saloncito de su señora, Cadence había escuchado
la conversación al completo. Estaba furiosa y le entraron ganas
de dejarse ver y enfrentarse a ella, mas no lo hizo, le daría a
Victoria donde más le dolía, la dejaría en la calle y ella misma la
echaría a patadas el día en que Albatros se convirtiera
oficialmente en lord Dawson.
Cuando estuvo segura de que su señora y su perrito faldero
no la veían, salió de la casa y se acercó a Albatros presa de la
furia.
—¡Tengo que hablar contigo con urgencia! —exclamó
elevando el tono un poco demasiado.
—¿Qué haces?, te van a oír. Ven aquí —espetó Albatros,
mientras se la llevaba agarrada por el brazo lejos de la atención
de los oídos indiscretos de sus obreros.
—¿Cuánto falta para la firma de los dichosos documentos,
Albatros? No haces más que darme largas y te veo tan feliz
rodeado de la Acelga y su amiguito el desviado…
—No depende de mí y lo sabes. Me han pedido las cartas y
se las han llevado para que un especialista las analice, ¿sabes lo
que significa eso?, que ya podemos rezar para que todo salga
bien, porque si determinan que esa no es la letra de Andrew
Dawson, estaremos perdidos.
Cadence abrió mucho los ojos.
—¿Por qué no me habías dicho nada? —inquirió la
muchacha, muy sorprendida a la vez que asustada.
—Porque me enteré ayer por la noche. El abogado de
Dawson se reunió conmigo y me las pidió. Es más, Gordon
Dawson, el primo de Andrew, se ha empeñado en demostrar que
soy un farsante.
—Pues que lo demuestre, eres el mejor en lo tuyo, por ello
confié en ti para este negocio, que te recuerdo, por si lo has
olvidado, que es mío.
Albatros sonrió.
—No te equivoques, preciosa, sabes bien que no trabajo
para nadie, y si me llamaste, fue porque eras consciente de que
yo orquestaría todo el plan —soltó Albatros con desdén.
—Es poco probable que puedan descubrirnos, hiciste un
trabajo increíble con esas cartas.
Albatros sonrió de medio lado.
—Pero son falsas, Cadence. Hay una probabilidad muy
grande de que descubran que soy un impostor.
—¿Y qué harás entonces?
—Algo se me ocurrirá.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —inquirió Cadence
con los brazos en jarra.
—Porque pienso que todo es un farol para observar mi
reacción, lo mejor que puedo hacer es permanecer tranquilo, sin
levantar sospechas. Y si tú sigues atosigándome, alguien nos
verá y hará preguntas. Así que ve a hacer tus tareas y déjame a
mí seguir con la mía —sentenció Albatros antes de darse media
vuelta y volver a la supervisión de su gran proyecto.
En la mente de Albatros el miedo bullía, sin embargo,
había sido capaz de mantenerlo a raya y de aparentar completa
calma.
Si lo descubrían, tendría que ser rápido, de lo contrario, lo
detendrían por estafa. Se había pasado la noche rezando a un
dios con el que él jamás había tratado, debía llevar a buen
término aquel negocio, se había convertido en algo personal y ni
él sabía bien qué le ataba de un modo feroz a la desvencijada
Clever’s House.
Capítulo 18

La noche antes de la boda, Gertrude permanecía tendida en su


cama, había pasado algo más de una semana desde que Albert la
dejara plantada en su rincón mágico y las ganas de vivir habían
desaparecido. Apenas probaba bocado y se pasaba el día
dormitando en su habitación, pues prefería evadirse de todos y
de todo en el mundo de los sueños, allí donde su amor no la
dejaba en la estacada y creía en sus palabras.
Edward y Rosslyn, sus padres, estaban angustiados.
—¿Qué podemos hacer, Edward? Nuestra pequeña no
quiere vivir y está tan triste que me rompe el alma —manifestó
Rosslyn con lágrimas en los ojos.
—Mujer, ¿crees que no soy consciente del tormento de
Gertrude?, mas el daño está hecho, y la única manera de que la
reputación de nuestra hija no quede malparada es que se case
con el joven Dawson.
—Pero ella no lo ama, ¿recuerdas nuestro juramento?, nos
aseguraríamos de que nuestras hijas se casaran por amor, como
en su día lo hicimos nosotros —dijo la mujer limpiándose el
rostro de lágrimas con un pañuelo.
—Tendría que haber sido más cuidadosa, Rosslyn, siempre
le advertimos de que jamás se quedara a solas con un hombre,
que… Bah, ya no importa… —Edward no terminó de hablar,
porque a su juicio sobraban las palabras.
—No puedo verla tan destruida, además, la boda es
mañana. No voy a ser capaz de levantar a mi hija de la cama y
obligarla a esposarse con ese… No tengo ni palabras para
describirlo.
—Malnacido, mujer, es el único nombre para ese
desgraciado.
—¿Y por qué no cancelamos la boda?, ¿por qué no
hacemos oídos sordos del qué dirán? —preguntó Rosslyn con
verdadera intención.
—No podemos hacer eso, mi amor. —Edward se acercó a
su mujer y la acunó entre sus brazos—. Estaríamos condenados,
los Dawson son poderosos, y el viejo no perdonaría jamás que
su hijo quedara en evidencia. Recuerda que ellos fueron un gran
apoyo en los peores momentos, cuando la vieja mina se agotó.
—Si yo estoy muy agradecida con la familia Dawson,
siempre se han portado de modo ejemplar con nosotros. Hasta
que ese monstruo engañó a mi pequeña y yo eso no lo perdono,
Edward. No apruebo este matrimonio, te lo dije la noche en que
nuestra Gertie llegó a casa con la ropa hecha jirones y el
corazón destrozado.
—No podemos hacer nada, Rosslyn. Debemos ser
consecuentes con los actos de nuestra hija, ella debería haberse
quedado en la fiesta, o pedirle a una de sus hermanas que la
acompañara al jardín. Por lo tanto, por mucho que nos duela,
Gertrude tendrá que casarse con Andrew Dawson.
∞∞∞
Rose y Fani entraron en la habitación y se miraron con
consternación al ver que Gertie seguía en la misma posición en
que la habían dejado horas antes.
Desde el incidente del rincón mágico, su voz se había
apagado. Emitía monosílabos y poco más.
Ambas se sentaron en la cama y Rose acarició la espalda
de su hermana.
—Gertie, estamos aquí, siempre juntas, no lo olvides —
dijo Rose, porque preguntarle «¿cómo te encuentras?» no era de
recibo.
—Sí, Gertie, nos tienes a nosotras y estamos muy cerca de
Clever’s. Iremos a visitarte todos los días —se aventuró Fani,
ante la mirada reprobatoria de Rose.
«No hables de Clever’s», le reprendió sin emitir sonido
alguno, moviendo la boca de modo exagerado para que Fani la
entendiera.
—Quiero estar sola —anunció Gertrude en tono
monocorde.
Las dos hermanas se miraron y asintieron antes de
abandonar la habitación.
—No puedo más con esta situación, deberíamos hablar con
Albert, gritarle a la cara lo desgraciado que es por dejar a
nuestra hermana desamparada, a merced de ese malnacido de
Andrew —propuso Fani con los puños apretados.
—Me parece una buena idea, pero dos señoritas visitando a
un hombre… —dijo Rose mostrando sus dientes en una tensa
sonrisa que no era tal.
—Te aseguro que lo que menos me importa ahora es mi
buena reputación, sería capaz de perderla con tal de que Gertie
recuperara la sonrisa.
—Tienes razón, pero ¿cómo lo hacemos?, ¿le pedimos al
cochero que nos lleve a Clever’s House?, y una vez allí,
¿exigimos hablar urgentemente con Albert Dawson?, a un día de
la boda nos darán una patada en el trasero y nos echarán.
Además, papá y mamá nos matarían si se enterasen —la intentó
disuadir Rose.
—Pues entonces, dime tú que hacemos, Rose, porque no
podemos dejar que Gertie se case con ese energúmeno.
—Y pensar que hasta hace unos días bebías los vientos por
él… —soltó Rose.
—Tú lo has dicho, hasta hace unos días, ahora me parece el
ser más vil que hay encima de la Tierra —espetó Fani.
—Señoritas…, vosotras no vais a hacer nada. —La voz de
su padre las sorprendió.
—Pero, papá… —comenzaron a decir las dos a la vez.
—Pero nada, mañana se producirá el enlace entre Andrew
Dawson y Gertrude. Acudiremos con nuestras mejores
vestiduras y con la cabeza bien alta. ¿lo habéis entendido?
Las dos hermanas asintieron sin decir palabra.
—Pues ya está, no quiero volver a oír nada de planes
secretos para desmontar la boda, si ya las aguas están turbias y
revueltas, no hagáis que zozobremos.
Ambas agacharon la cabeza, ante la sentencia de su padre
poco podían hacer más que obedecer, como siempre habían
hecho.
Mientras tanto, Gertrude soñaba en su cama con las manos
de Albert entrelazadas entre las suyas, con su voz varonil
diciéndole «te amo».
—Yo también te amo, Albert y mañana nos casaremos. Te
sorprenderás con el vestido que voy a llevar, estaré tan bella. Y,
¿sabes?, seré la mujer más feliz del mundo, porque casarme
contigo es mi sueño, pues mi sueño eres tú, solo tú. Puede que
en el mundo de los despiertos tenga que hacer el papel de
perfecta esposa para el monstruo de tu hermano. Pero jamás nos
robarán los sueños, esos donde nos encontramos. Por ello, sí, me
casaré contigo, siempre contigo, seré tu mujer en el mundo
onírico, así tenga que dormir durante siglos como en ese cuento
nuevo de los hermanos Grimm que me regaló papá. Seré La
bella durmiente, seré Aurora por ti, solo por ti, mi amor.
Edward había abierto la puerta y escuchado las palabras de
Gertie. Quedó tan impactado por estas, que no pudo aguantar
más las lágrimas y las desechó de sus ojos en su despacho,
mientras se maldecía a sí mismo por pensar antes en la maldita
mina que en su hija.
Capítulo 19

Victoria se dirigía a St. Ives, Jacob Folk, el abogado de


Andrew, le había enviado una misiva por medio de un
mensajero que nada tenía que ver con él. La urgencia en verla
lejos de Clever’s era del todo intrigante.
Era muy temprano, Victoria y Blanche hablaban de temas
sin trascendencia en la cocina, cuando Cadence acudió para
avisarlas de la visita del muchacho que pedía con fervor hablar
con la señora Dawson, y solo con ella.
Cadence le preguntó el motivo y, cuando este le informó de
que era para entregarle una carta, se ofreció para hacerlo ella
misma, pero el mensajero declinó y manifestó sus intenciones
de no irse de allí hasta que cumpliera con su encargo. La
sirvienta también le preguntó por el remitente de la misiva, sin
embargo, el chico estaba bien aleccionado y no soltó prenda.
Con resignación, y verdadero miedo, había acudido a
avisar a su señora.
Victoria se dirigió hacia el vestíbulo, y allí halló a un
muchacho de unos quince años, que sostenía entre sus manos un
sobre lacrado y se aferraba a él como si le fuera la vida en ello.
—Traigo una misiva de Jacob Folk, es de suma
importancia que la lea cuanto antes —dijo el chico, después de
los pertinentes saludos, tendiéndole el sobre.
Victoria lo aceptó y se dispuso a despedirlo, cuando este
aseguró con firmeza que no se iría de Clever’s sin cerciorarse de
que ella la había leído.
—No te preocupes, joven, puedes volver y decirle a Jacob
que cumpliste con la misión que te encomendó —apuntó
Victoria con ternura.
El chico negó con la cabeza, mientras mantenía una
expresión solemne en su rostro.
Victoria se afanó a abrir la misiva con curiosidad.
Leyó con detenimiento el mensaje del abogado, y, sin que
se apreciara en ella ningún tipo de reacción, despidió al
muchacho, dándole unos chelines, y se dirigió a la cocina para
pedirle a Blanche que prepararan su carruaje.
Cadence, que había presenciado toda la escena mientras
barría las escalinatas, se apresuró en soltar la escoba nada más
quedarse sola en el vestíbulo. Subió de dos en dos los peldaños
restantes hasta llegar a la primera planta, levantándose las
faldas, y se dirigió a la carrera a los aposentos de Albatros.
Llamó a la puerta con insistencia y este abrió con el rostro
empapado de agua y un paño en su mano.
—¿Qué haces aquí, Cadence?, no ves que es temerario que
te presentes en mi habitación —dijo Albatros en voz baja y con
una mueca de hartazgo en su rostro.
—Temerario, temerario sería que no te avisara. La Acelga
se acaba de marchar hacia el despacho del abogado de su
esposo. Han venido con una carta que no he conseguido que me
dejaran entregarle, así que desconozco el contenido, mas tanto
misterio me hace pensar que podemos temernos lo peor —
explicó la muchacha, nerviosa.
—Tranquilízate, mujer, confía en mí. Tú mantente al
margen, yo lo solucionaré. Mientras tanto, vuelve a tus
quehaceres y no levantes sospechas.
—¡¡¡Cadence!!!, ¡¡¡Cadence!!! —se escuchó la potente voz
de Blanche.
—Tienes que irte de aquí, ya —la apremió Albatros,
aunque era demasiado tarde, Blanche se aproximaba por el
pasillo cual huracán.
—¡Condenada muchacha!, ¿Se puede saber por qué está la
escoba tirada en medio de las escaleras? —espetó la mujer y
luego añadió—: ¿Y qué demonios haces molestando al señor
Albatros?
—No la riña, Blanche, ha sido todo culpa mía, necesitaba
paños para secarme la cara y no hallé ninguno en la habitación,
por puro despiste, me puse chorreando y no era de recibo que
me secara con la ropa de cama o las cortinas, ¿no cree? —
improvisó Albatros.
—Usted perdone, señor Albatros, esta muchacha cada día
está más distraída —refunfuñó Blanche mientras observaba a
Cadence con un gesto reprobatorio en el rostro.
Albatros cerró la puerta y se quedó solo en su habitación,
antes de soltar todo el aire de sus pulmones de golpe.
—Maldita sea —masculló.
Lo de menos era si Blanche se había tragado o no aquel
pretexto sin pies ni cabeza, lo que en realidad le preocupaba era
lo que Cadence había venido a decirle. Victoria se había
marchado y el secretismo alrededor de la misiva dejaba claro
que estaba a punto de quedar al descubierto que no era más que
un estafador.
Se sintió atrapado, ¿y si recogía sus pertenencias y se
marchaba?, ¿y si se estaba precipitando y el abogado quería ver
a Victoria por otro asunto?, no sabía bien cómo actuar. Quizá lo
mejor fuera permanecer tranquilo, sin embargo, si el abogado lo
había descubierto, bien podía Victoria volver acompañada de la
guardia.
Tenía que encomendarse a todos los dioses que él no
conocía. Solo había dos opciones y una de ellas lo dejaba sin
nada, pero libre. La otra podría meterlo entre rejas.
Fue entonces cuando tuvo claro que tenía que tirar por el
camino de en medio.
Se dispuso a introducir con rapidez sus pertenencias más
importantes en el baúl, donde ya reposaban las que
representaban su vida al completo, o más bien, su vida de
tinieblas sin explicación.
Localizó, en el interior de su cofre de vida, la pequeña
cinta que se aferraba a su mano y cuyas letras bordadas le dieron
nombre: Albatros.
Una extraña energía se adueñó de él cuando la sostuvo por
un momento entre sus dedos.
«Albatros, Albatros», escuchó en un susurro femenino
envuelto en eco. Depositó de nuevo la cinta en el baúl e
introdujo dos de sus trajes en este. Lo cargó en su hombro y
salió de su habitación. Asegurándose de que nadie lo veía, subió
a la segunda planta, la del servicio, y luego a la última, donde se
hallaba el desván y alguna que otra buhardilla olvidada, presa de
las plumas de las aves y de la suciedad.
El desván, esa sería su mejor coartada. Si alguien llegaba a
sorprenderlo, diría que curioseaba o que estaba buscándole sitio
a su viejo baúl.
Solo había una puerta en aquel pasillo lúgubre e
interminable, dedujo que su destino estaba justo detrás de esta.
Empujó la puerta con la esperanza de que estuviera abierta
y no erró en sus suposiciones. Aquel portón de madera parecía
haber sido profanado con anterioridad, ya que había señales de
golpes y destrozo en este.
El olor a humedad se introdujo en sus fosas nasales con
ímpetu nada más liberar a la cueva de su piedra protectora.
Incursionó en el lugar con sigilo y cuidado de no quebrar el
maltrecho suelo de madera, si este vencía, se quedaría sin la
posibilidad de huir llegado el caso. No era de recibo lesionarse
de la manera más tonta.
Admiró todas las obras de arte tapadas con lienzos que ya
habían perdido su blancura. Un ventanal hacía que el lugar no
estuviera devorado por la oscuridad, hecho que agradeció, pues
no tenía candil ni vela alguna para iluminarse. Tras dar un rodeo
de reconocimiento, decidió sentarse a esperar en un lugar donde
el suelo estuviera lo más firme posible. Lo halló no muy lejos
del ventanal. Depositó su baúl en el suelo y se sentó sobre él.
Respiró profundamente varias veces y cerró los ojos. ¿Qué
tenía Clever’s que lo había atrapado sin remedio?, si estuviera
en cualquier otro lugar, ya hubiera puesto pies en polvorosa, sin
embargo, allí se hallaba, en la boca del lobo, confiando en el
destino y en que la diosa Fortuna estuviera esta vez de su lado.
De pronto, mientras su mirada andaba perdida en un punto
indeterminado del trozo de cielo que se veía desde el ventanal,
algo cayó al suelo.
Albatros dirigió su mirada al punto exacto donde había
detectado el movimiento y vio que una de las antigüedades
había quedado al descubierto y su pertinente sábana yacía en el
suelo. Ascendió con lentitud su vista, quedándose totalmente
sorprendido cuando fue consciente de lo que ocultaba aquel
trozo raído de tela apolillada. Era una pintura, un hermoso
cuadro con un hombre joven y apuesto. El corazón se le desbocó
y se llevó las manos a la cabeza. Aquel joven, creado con una
delicadeza digna del mejor de los artistas, era él.
Capítulo 20

Albert había tomado una determinación, no se quedaría en St.


Ives para ver a su gemelo casarse con la mujer que amaba.
No diría nada a nadie, mas dejaría una nota para que no
pensaran que le había pasado algo malo y para que no lo trataran
de encontrar.
Se embarcaría en uno de los navíos que necesitaban
personal en el puerto. Siempre había algún patrón en busca de
hombres. Las condiciones del mar no eran las idóneas y no se
trataba del empleo más deseado por la nueva generación.
A él le apasionaban el mar y los libros de aventuras que
tenían al océano como protagonista, no obstante, la obra que le
obsesionaba era ni más ni menos que Robinson Crusoe, una
novela que había leído y releído muchas veces y que era su libro
de cabecera. Se sentía como el protagonista, a punto de
emprender un viaje en el que podría naufragar y acabar en una
tierra desconocida durante años, quizás con la distancia
olvidaría a Gertie Ross.
Había manifestado una y otra vez ante su madre el disgusto
que era para él acudir a la boda de su hermano. Le había
confesado que llevaba meses cortejando a Gertrude Ross y que
Andrew se la había arrebatado sin ningún tipo de miramiento.
—¿Cómo puedes decirme a un día de la boda de tu
hermano que no quieres estar presente en esta?, eres un egoísta,
Albert Dawson.
—Madre, no puedo presenciar semejante ultraje a mi
dignidad, ambos merecen perecer entre las llamas del infierno
—espetó Albert mientras caminaba de un lado al otro de la
estancia cual animal enjaulado.
—No blasfemes, hijo. Es tu hermano, debería ser más
importante para ti que una mujer, que, dicho sea de paso, ha
tenido un comportamiento más que reprobable, pues el pobre
Andrew se ha visto abocado a una boda temprana que no
termino de aprobar, no obstante, no queda otra opción si no
queremos vernos envueltos en el escándalo.
—No quiero ver como esa malnacida se entrega ante Dios
a mi queridísimo hermano —apuntó con ironía.
—Andrew no tiene culpa de nada, fue ella y nada más que
ella la que lo sedujo con sus tentáculos.
Albert, a punto de la lágrima, apretó los puños. Aquellas
palabras se clavaban como puñales en su ya maltrecho corazón.
Se prometió a sí mismo que jamás se lo abriría a nadie más y
mucho menos dejaría entrar el amor en él. Nunca más…, nunca
más.
Cerraría su corazón a cal y canto y tiraría las llaves al mar,
donde pensaba pasar el resto de su vida, a sabiendas de que en
las profundidades se hallaba su más triste secreto.
La mañana de la boda no se esmeró en su arreglo personal
y mostró su rostro más cordial para con su hermano. Su padre
había sido tajante, asistiría a la boda sí o sí, de lo contrario,
dejaría de ser su hijo.
¿Y qué más le daba a él?, sin embargo, estar presente, ver
los ojos de la que había sido su amada posarse en los de su
hermano terminaría de resquebrajar su alma, quizá así la odiaría
y podría dejarla atrás sin sentir nada más que eso… Odio.
Sí, puede que la solución pasara por acudir a aquel enlace
maldito.
Ya en la iglesia, sentado en la banca y rodeado de
familiares y amigos de la familia, Albert aguardaba con el alma
encogida y los puños apretados. Ahí estaba Andrew, el mismo
que tras el incidente de aquella fatídica noche, le confesó que
llevaba meses viéndose con Gertrude a escondidas, que ella
misma le había manifestado la pena que sentía por su hermano
Albert y que no sabía cómo rechazar sus intenciones sin que
este se sintiera mal.
Albert no daba crédito a las palabras de su hermano, era
imposible, del todo imposible. La mirada de Gertie delataba el
amor que por él sentía, aquellos «te amo» furtivos en el lugar
mágico en el que se habían declarado su amor eran testigos de
ello.
Sin embargo, ahí estaba, desfilando por el pasillo de la
iglesia con su vestido azul celeste y la mirada, aquella mirada,
¿dónde estaba?
Al otro lado, el asignado a los familiares de Gertie, se
hallaban Fani y Rose, que se daban codazos ante la presencia de
Albert y no dejaban de mirarlo.
Gertrude, del brazo de su padre, arribó al altar y clavó la
mirada en el maldito ser que la engañó del modo más vil.
—Estás preciosa —lo escuchó decir.
Ella no respondió, se limitó a alzar el mentón y a mirar al
retablo sin detenerse en ningún detalle en especial.
Sentía sus ojos, los ojos de Albert posarse sobre ella a su
espalda. Sabía que él estaba ahí, mas no lo había visto.
En su mente, una escena, la de Albert junto a ella en el
altar, en lugar de Andrew. Imaginó que la sonrisa que veía era la
de su amor, se zambulló en el mundo de fantasía que había
creado en los últimos días y sonrió.
Albert, al ver la mirada y la sonrisa que Gertie le dedicaba
a su hermano, tuvo claro que allí sobraba, que las palabras de
Andrew eran ciertas y que ella estaba enamorada de este y no de
él.
Se levantó de la banca y salió de la iglesia cual exhalación.
Fani y Rose, que habían estado todo el tiempo pendiente de
él, se dispensaron con su madre, aludiendo a un pequeño mareo
de Fani, y se encaminaron hacia el exterior.
Cuando estuvieron fuera, corrieron detrás de Albert, que
caminaba a paso vivo sin rumbo determinado.
—¡¡Espera, Albert!! —gritó Fani perdiendo el aliento por
la carrera.
Albert se giró con el semblante de un monstruo, su siempre
jovial expresión había mutado a una dura que lo dotaba de una
fiereza antinatural.
—¡¿Qué demonios queréis?!, no pienso casarme con
ninguna de vosotras si nos sorprenden juntos —espetó con saña.
Rose le lanzó una mirada inquisitoria.
—¿Cómo has sido capaz de hacerle tanto daño a mi
hermana?, ¿es que acaso no te importa que el desgraciado de tu
hermano la haya engañado? —le reprochó Rose.
—Daño, yo, ¿a quién?, ¿a la mujer que dijo amarme y a la
primera de cambio se entregó a los brazos de mi propio
hermano?, no, yo no he engañado a nadie.
—Eso son falacias, Gertie te ama y jamás se prestaría por
su propia voluntad a lo que tu hermano le hizo.
Albert se rascó la cabeza, confundido.
—¿Y qué fue lo que le hizo? —preguntó entrecerrando los
ojos.
—La engañó, se quitó su levita y se hizo pasar por ti,
estaba oscuro y ella no alcanzó a distinguir bien, hasta que
estuvo demasiado cerca y él la apretó contra su cuerpo a la
fuerza. Ella luchó por deshacerse de los brazos de Andrew, pero
le fue imposible, no pudo hacer nada y tuvo la mala suerte de
ser sorprendida antes de conseguirlo.
—Eso son cuentos, yo a ella la hubiera distinguido entre un
millón de mujeres.
—Claro, y ella también a ti, pero no todo el mundo tiene a
un individuo con su mismo rostro a su lado. Se hizo pasar por ti,
Albert, Andrew se hizo pasar por ti y mi hermana está
destrozada.
—¿Así que no vas a hacer nada?, ¿no detendrás este
disparate? —intervino Fani, enfadada.
Albert negó con la cabeza.
—Gertrude ha elegido, ni siquiera ha hecho el intento de
ponerse en contacto conmigo para darme una explicación, así
que sí, dejaré que sufra las consecuencias de sus actos.
—¡¡Eres un miserable!!, ¡¡¡nuestra hermana es una víctima,
ha sido engañada y lo que dices no es cierto, te hicimos llegar
una nota de Gertie y no te presentaste, ¿sabes el golpe que fue
para ella verse sola y desamparada en el lago?!!! —gritó Fani
fuera de sí, mientras Rose la agarraba para que esta no le diera
un puñetazo a Albert.
—No sé nada de ninguna nota…
Fani, ya algo más tranquila, y Rose se miraron, el cochero
no había cumplido con su cometido. Rose apretó los puños,
aquello no quedaría así.
—Gertie te decía que te amaba y te citaba en vuestro
rincón mágico, que no es otro que el lago de nuestra casa.
Albert se llevó las manos a la cabeza y, haciendo caso a un
impulso que le subió por el cuerpo y estalló en su garganta,
arrancó a correr como si la vida le fuera en ello, gritando el
nombre de su amada, desgañitándose.
Rose y Fani se miraron con esperanza y lo siguieron,
levantándose las faldas para no trastabillar y caerse.
Cuando Albert entró en la iglesia, había terminado la
ceremonia, Gertrude y Andrew ya estaban casados.
Ambos se giraron al escuchar los gritos de Albert, y
Gertrude, con la mirada más triste que Albert había visto en la
vida, balbució su nombre antes de caer desplomada al suelo.
Capítulo 21

Aún enervado por su descubrimiento, Albatros divisó un


carruaje que se acercaba a la casa.
Aguzó la vista y distinguió a Simon, el cochero. Por el
momento, parecía que la única en regresar era Victoria y no la
seguía nadie, por lo que todavía tenía una oportunidad. Si lo
hubieran descubierto, la guardia vendría con ella, no se
arriesgaría a enfrentarlo sola a sabiendas de que no era más que
un impostor, ¿o sí?, aquella mujer no era de las que se
amilanaba fácilmente. Sopesó por un momento los pros y los
contras y decidió que lo mejor era armarse de valor y
confrontarla.
Alzó su baúl y se dispuso a salir de la estancia, mas antes
de abandonarla, echó un último vistazo al cuadro, percatándose
de que no lo había vuelto a tapar.
Depositó el baúl de nuevo en el suelo y se aproximó.
Agarró la sábana con el fin de cubrirlo y se fijó en algo que le
extrañó sobremanera. El hombre posaba sonriente, ataviado con
un uniforme militar, cuya charretera dorada en el hombro
derecho indicaba que se trataba de un capitán.
Sin embargo, no fue eso lo que le llamó la atención, sino lo
que observó en la vaina de su espada, se trataba de un nombre,
Albert, acompañado del apellido Dawson. Se rascó la cabeza,
confundido, pero no le dio más importancia, podría ser
cualquier familiar de Andrew, incluso su mismo padre, aunque
el cuadro no parecía tan antiguo, teniendo en cuenta la avanzada
edad de Andrew Dawson cuando murió.
Divisó a Victoria, que descendía del carruaje, y se apresuró
a tapar la pintura del todo y a salir del desván.
Se dirigió a su habitación con celeridad, en su camino halló
a Blanche, que le preguntó si necesitaba algo, él le dijo que todo
estaba bien, la mujer lo miró extrañada, pero no le dio mayor
importancia.
Cuando se sintió seguro, en la soledad de su habitación, la
imagen de aquel hombre volvió a él, la realidad era que el
corazón le había dado un vuelco nada más descubrirla, ¿cómo
podía ser aquel individuo tan idéntico a él?
Se refrescó la cara con agua en la jofaina que reposaba en
la pequeña mesita del rincón de su habitación y observó su
imagen en el espejo.
—Como dos gotas de agua —susurró.
Bajó a recibir a Victoria, sin la guardia de por medio, la
huida sería mucho más fácil llegado el caso. Debía enfrentar a
su oponente, verle la cara para saber si lo había descubierto.
La halló junto a Hamilton, que, con toda probabilidad, se
acababa de levantar de la cama, al modisto solían pegársele las
sábanas con asiduidad.
Los saludó con simpatía y ambos le devolvieron el saludo,
Hamilton, eso sí, con su acostumbrado repaso, hecho que lo
hacía sentirse incómodo, pues no se molestaba en disimular su
atracción hacia él.
—¿Cómo van las obras? —preguntó Victoria esbozando
una sonrisa, una sonrisa, Albatros no se lo podía creer, y qué
sonrisa…
—Horrible, no he podido dormir con tanto golpe, creo que
va siendo hora de que vuelva a Londres a vestir a las señoras
rollizas y a las jovencitas insulsas, porque aquí pereceré de tanto
pum y pam —soltó Hamilton de modo teatral.
Albatros no pudo reprimir una carcajada.
—Pero, Hami, si eres lo más parecido a una marmota que
conozco, mira que eres dramático —rio ella también.
—¡Yo!, si padezco un insomnio atroz, mira que ojos llevo
con tanto golpetazo… —Se bajó los lentes y se los mostró a su
amiga.
Victoria rodó los ojos.
—En fin, veré si consigo dormir un poco, ahora que parece
que han parado de hacer ruido —dijo el modisto antes de darse
media vuelta para volver a su habitación.
—Bueno, yo iré a comprobar que todo va viento en popa
—anunció Albatros refiriéndose a la obra y para romper el
silencio incómodo que se había instalado entre ambos.
—Espere un momento, Albatros, he de hablar con usted —
soltó Victoria y añadió—: Acompáñeme a la biblioteca.
Albatros tragó saliva, la mirada de Victoria era directa y
escrutadora. Sin embargo, hizo lo propio para ocultar su
preocupación y pensó en las ventanas de la biblioteca, en un
momento dado podría saltar por una de ellas; no obstante,
aquello ocurriría en última instancia, porque jamás se marcharía
sin su baúl, allí estaba toda su vida, los elementos que lo
conectaban con su pasado olvidado, sin estos naufragaría en el
mundo del desconocimiento de por vida, ya que esperaba algún
día descubrir sus orígenes.
En Clever’s había hallado una gran pista, un hombre
idéntico a él, un Dawson. ¿Era casualidad que antaño hubiera
existido alguien con su mismo rostro?, podía ser, aunque le
parecía demasiado significativo.
—Tome asiento —le ordenó Victoria con firmeza.
Albatros hizo lo propio frente a ella, que se encontraba
sentada ante su desvencijado escritorio.
—Verá, no me andaré con rodeos…, vengo de visitar a
Jacob Folk, me mandó llamar para comunicarme el resultado del
experto al que le remitieron sus cartas, señor Albatros —explicó
Victoria con la mirada fija en la de él.
—¿Y bien? —preguntó él, rezando en silencio para que
Victoria no pudiera apreciar el temblor que subía por su pierna
sin darle tregua.
—Pues todo lo bien que podría ir, teniendo en cuenta que
es usted hijo de Andrew y no un impostor como dice Gordon,
¿cierto?
Albatros entrecerró los ojos, ¿a qué se refería Victoria con
aquellas palabras?
—Cierto es… —soltó él.
—Si tienes algo que decirme, Albatros, hazlo ahora —dijo
ella, tuteándolo.
Albatros intentó asimilar las palabras de la hermosa mujer
que tenía frente a él, mas no podía fiarse, ¿y si era una trampa?,
estaba claro que ella también tenía dudas, que el tal Gordon
había sembrado en su ser el germen de la desconfianza y eso no
era bueno, debía jugárselo todo a una carta, no le quedaba otro
remedio.
—¿Qué más podría decirte que tú no supieras, Victoria?,
mi padre y yo somos idénticos, ¿cierto? Lo que no entiendo es
por qué nadie me lo había dicho, pues jamás lo vi en persona.
—Subiste al desván —dijo Victoria tras soltar un suspiro.
—Sí, lo hice. ¿Mi padre fue capitán de la marina?, jamás
me dijo nada en sus cartas.
Victoria se encogió de hombros.
—Sé poco más que tú sobre ese retrato, Andrew lo
detestaba y lleva décadas guardado en el desván.
—Una verdadera lástima, porque es hermoso.
—Lo sé… —susurró ella antes de perderse en sus
recuerdos.
Llevaba poco tiempo en la casa y estaba tan aburrida que
se aventuró a subir al desván, fue como una pequeña travesura.
Cuando entró en la estancia, se maravilló de todos los objetos,
muebles, esculturas y obras de arte que permanecían olvidadas
en aquel lugar mágico. No comprendía cómo en la casa había
un mobiliario austero y maltrecho teniendo toda clase de
maravillas para decorarla.
Hizo subir a Blanche, su fiel ama de llaves, que se había
trasladado a Clever’s tras la boda entre Andrew y Victoria.
Ambas comenzaron a destapar todo lo que encontraron a
su paso, sin poder dejar de comentar el desperdicio que
significaba que estuvieran en aquel lugar a merced de las
goteras y las ratas.
Victoria se aproximó al ventanal y admiró las vistas, eran
hermosas. Sin embargo, había algo que rompía la armonía, el
laberinto y el parque de Clever’s, secos y descuidados.
—¡Voy a devolverle el color a este lugar! —exclamó
Victoria girando sobre sí misma como si fuera una bailarina.
Con la mano, le dio un golpe a uno de los bultos que
todavía permanecía tapado y la sábana cayó, mostrándole la
imagen de cuerpo entero de su esposo, mucho más joven y
ataviado con atuendo militar.
—Mira, Blanche, qué belleza —dijo Victoria entusiasmada
por el hallazgo.
Se afanó a limpiar el polvo de la pintura con la sábana que
momentos antes lo protegía y sonrió complacida.
—Le daré una sorpresa a mi esposo, mi querida Blanche,
ya verás cuando vea que lo hemos colgado en el salón. No sé
por qué lo tiene aquí olvidado, y es que este hombre lleva
demasiado tiempo solo —argumentó la muchacha con la
inocencia propia de su corta edad.
—Será mejor que le preguntes, mi niña, mira el nombre en
la vaina —apuntó Blanche.
—Albert Dawson —leyó Victoria en voz alta—, quizá lleve
la espada de su abuelo, creo que también se llamaba Albert.
Escuché al mozo de cuadra hablar de un tal Albert Dawson y le
pregunté de quién se trataba, me dijo que era el abuelo del
señor. —Victoria se encogió de hombros.
—Está claro que tu esposo era un hombre muy atractivo de
joven, niña —reconoció Blanche.
—Ahora también lo es, ¿o es que no te lo parece? —
inquirió Victoria con fingido enfado.
—Es un hombre muy atractivo, sí, sin embargo, en su
juventud, su mirada era tan…
—¿Tan qué, Blanche? —preguntó la muchacha con los
brazos en jarra.
—No lo sé, es como si fuera otra persona, no me preguntes
por qué tengo esa impresión —declaró el ama de llaves.
—Va, bobadas, es mi Andrew y está guapísimo. Venga,
Blanche, ayúdame a bajarla, me niego a que esta maravilla siga
olvidada en un desván.
—¡Victoria!, ¿qué le ocurre? —El rostro de Albatros la
observaba con preocupación.
—Nada, me desperté muy pronto y estoy algo cansada, si
no le importa, hablaremos más tarde. —La añoranza de aquel
recuerdo amenazaba con dejar al descubierto su cara más
sensible y no quería que aquello ocurriera, no delante de un
impostor…
Capítulo 22

Abrió los ojos y se encontró en una habitación que no conocía.


El lujo y la ostentación le indicaban que, de estar en algún sitio,
no sería en su hogar paterno, mucho más sencillo y menos
tétrico.
Se levantó de la cama y se percató de que todavía llevaba
el vestido de novia.
Recordó lo acaecido, ¿cuándo?, no lo sabía a ciencia cierta,
lo último que sus ojos vieron antes de que todo se tornara negro
fue la imagen de Albert gritando su nombre.
De pronto, la puerta se abrió y sus hermanas entraron en la
habitación.
—Gertie, estás despierta —dijo Fani acercándose a ella con
una expresión falsa de alegría.
—Menudo susto nos has dado —anunció Rose.
—¿Qué ha pasado?, ¿por qué gritaba Albert?
Rose y Fani se miraron antes de que la mayor hablara:
—Confrontamos a Albert, Gertie, se lo contamos todo. Lo
del engaño y también lo de la misiva que le hicimos llegar,
misiva de la que no tenía constancia.
Gertie abrió mucho los ojos.
—Así que Walker no se la entregó —afirmó Gertie.
Rose negó con la cabeza.
—Albert echó a correr como poseído por alguna fuerza
desconocida, gritaba tu nombre. Rose y yo lo seguimos.
—Sin embargo, cuando consiguió llegar a la iglesia ya era
demasiado tarde, Andrew y tú ya erais marido y mujer —dijo
Rose con consternación.
Gertie se tapó la boca y ahogó un alarido.
—Tranquila, hermanita. Quizá sea mejor que no sigamos
hablando —sugirió Fani abrazando a Gertrude.
—No, quiero saberlo todo, necesito saberlo, por favor —
suplicó Gertie.
—Albert acusó delante de todos los invitados a Andrew de
haberte engañado, haciéndose pasar por él. Confesó que estabais
juntos desde hacía unos meses y que era a él a quien tú amabas.
Gertie sintió en su interior una enorme alegría, quizá sus
deseos se habían convertido en realidad de tanto soñarlos.
—¿Y qué ocurrió después? —preguntó esperanzada.
—Los dos hermanos se pelearon a puñetazos en medio de
la iglesia, ya te puedes imaginar el escándalo que supone para
ambas familias.
—El escándalo no me importa, lo que en realidad me hace
sentir una dicha enorme es que ya se sabe la verdad y no tendré
que ser la esposa de ese energúmeno —afirmó Gertie con los
ojos chispeantes por la noticia.
Sus dos hermanas se miraron y agacharon la cabeza.
—No es tan sencillo, querida Gertie. Aunque se sepa la
verdad, ahora eres la esposa de Andrew y fue él mismo quien
ordenó que te trajeran a Clever’s. Estamos aquí de milagro.
Porque él se negaba a que ninguno de los nuestros te
acompañara; no puedes imaginarte cómo se ha quedado mamá,
es ahora mismo un alma en pena —argumentó Rose, tomándola
de la mano. Las tres hermanas se habían sentado en el lecho.
—No…, no puede ser. Todo esto ha de ser una pesadilla,
me maldigo a mí misma por haber sido una estúpida, si solo me
hubiera quedado aquella noche en el baile, jamás hubiera
ocurrido esta desgracia tan enorme —se lamentó Gertrude.
—Ahora ya no sirve de nada lamentarse, Gertie. Tú no
tienes la culpa de nada, solo eras una muchacha enamorada que
quería estar a solas con el hombre de sus sueños —soltó Fani.
—¡¡Fani!!, por favor. Somos mujeres… mujeres. Ante la
sociedad debemos ser almas cándidas, y tenemos que cuidar
siempre de eso tan preciado que es la reputación. Así nos lo
enseñó mamá y es la mujer más sabia que conozco. —Rose
habló con contundencia.
—Ay, Rose, se nota que jamás te has enamorado —
intervino Fani con expresión reprobatoria.
Rose esbozó una leve sonrisa, antes de negar con la cabeza.
¡Qué poco sabían sus hermanas sobre ella!
—¿Dónde está Albert ahora? —inquirió Gertie cambiando
de tema de modo drástico.
—Está en el despacho con Andrew y su padre, que, dicho
sea de paso, está furioso con ambos —respondió Fani.
—¿Qué puedo hacer ahora? —preguntó Gertie.
Fani y Rose la miraron con impotencia, no tenían ni la
menor idea de cómo arreglar todo aquel desaguisado.
∞∞∞
Oliver Dawson observaba a sus dos hijos, quienes se retaban
con la mirada y se contenían por el respeto que todavía tenían
hacia su progenitor. Respeto que había quedado malparado tras
la ceremonia.
—¿En qué pensabas, Albert? —inquirió Oliver mientras
caminaba de un lado al otro del despacho— ¿Tú puedes llegar a
hacerte a la idea del lugar en que has dejado a esta familia?, esto
es un ultraje a nuestro buen nombre, y todo por una mujer, será
que es la única en este maldito lugar…
—Es la mujer que amo y este malnacido me la ha quitado
con malas artes, con engaños. ¡Maldita sea, que se hizo pasar
por mí! —exclamó Albert fuera de sí.
—¿Es eso cierto, Andrew? —preguntó Oliver
entrecerrando los ojos.
—De ninguna manera, padre. Ella fue la que se acercó a mí
y me dijo que me amaba, que no había hombre en su vida que
pudiera compararse conmigo.
»Yo también la amo, por eso no pude resistir la tentación
de besarla, fue entonces cuando nos descubrieron. Me hubiera
gustado que los acontecimientos se dieran de modo distinto,
pero fue así, surgió de forma natural.
—¡¡Mientes!!, Gertie solo te tenía cariño. Habíamos
compartido juegos desde niños, es a mí a quien ama. Además,
dudo mucho que Gertrude Ross fuera la que te dijera todo eso,
la conozco, y es tímida, no es fácil ver lo que siente y mucho
menos se abriría a ti sin contemplaciones, a riesgo de que las
miradas indiscretas la comprometieran.
—Jamás mentiría, hermano. Todo ocurrió tal y como acabo
de relatar —intervino Andrew.
—¿Y entonces por qué te quitaste la levita? Sí, yo mismo
la vi en el suelo a escasos metros de la escena.
Oliver miró a Andrew con intriga.
—Andrew, ¿qué tienes que decir en tu defensa ante
semejante acusación? —inquirió ladeando la cabeza.
—Estaba acalorado, por eso salí al jardín y me quité la
levita, sí, ¿qué hay de malo en eso?
—¿Y no fue para que nos confundieran, Andrew?, en la
penumbra y sin la levita, que era lo único que nos distinguía
aquella noche, bien pudo Gertie pensar que era yo y no tú quien
tenía delante, pues habíamos acordado vernos en el jardín —
espetó Albert.
—No, no soy tan retorcido, hermano. Además, ella me
llamó por mi nombre, así que sabía con quién se besaba —
aclaró Andrew.
—¡¡¡Todo eso son falacias, meras falsedades!!! —gritó
Albert poniéndose en pie.
Oliver se levantó de su sillón y dio un golpe seco en la
mesa del despacho antes de decir:
—¡¡Se acabó!!, Albert, siéntate de nuevo, ya he oído
suficiente.
Albert hizo lo propio, no obstante, no le faltaban ganas de
borrarle la sonrisa de triunfo a Andrew de un buen puñetazo.
—Los dos decís amar a Gertrude Ross y os jactáis de que
ella os ama a vosotros. Ambos sois hijos míos y no puedo
inclinarme hacia la versión de ninguno sin que el otro se sienta
desamparado y ofendido.
»Por lo tanto, solo me queda ser justo, y lo único evidente
es que la señorita Ross se ha casado hace unas horas con
Andrew, ahora es su mujer y ese vínculo es sagrado…
—Hay que anular ese matrimonio, padre, es una aberración
—interrumpió Albert.
—Hijo mío, eso supondría un escándalo de gran magnitud,
además, no es tan fácil conseguir una nulidad, a decir verdad,
sin una causa justificada sería del todo imposible —afirmó
Oliver.
—Es injusto, no puedo creerme que te haya salido tan bien
la treta, Andrew, te felicito, no sabía que fueses tan retorcido. —
Albert escupió las palabras.
Andrew se encogió de hombros.
—Lo que sí es injusto es que creas que he engañado a
Gertrude para que fuera mía, eso dice mucho de ti. De que
antepones cualquier mujer a mí, que soy tu hermano.
—¡¡Gertie no es cualquier mujer, miserable!! —alzó la voz
Albert, levantándose de nuevo.
Andrew elevó las cejas y mostró las palmas de sus manos
en señal de rendición.
—¡¡¡Siéntate, Albert!!!, ¡¡tu comportamiento es del todo
inapropiado, recuerda que eres un Dawson!! —le reprendió su
padre.
—¡¡Lo que soy es un hombre enamorado!! Enamorado y
herido de muerte por la traición de la persona que se suponía era
su otra mitad. No sabes el daño que me has hecho, Andrew, no
tienes ni idea.
—¡¡Basta ya, Albert!!, he tenido demasiada paciencia
contigo, pero solo te diré una cosa. Si intentas cualquier
artimaña para destrozar la felicidad de tu hermano, dejarás de
ser mi hijo para siempre. Cuando salgas de este despacho, lo
harás como un hombre que ama a su familia y acepta una
derrota. Felicitarás a tu hermano y a su esposa por su reciente
enlace y ya está, la vida seguirá y tú conocerás a otra mujer. Por
suerte, es lo único que sobra en este lugar, mujeres —sentenció
Oliver.
Albert, presa de la impotencia, lanzó la silla donde su padre
insistía en verlo sentado contra la pared, y haciendo caso omiso
a los reproches de su progenitor, salió del despacho.
Las lágrimas que no conseguía liberar lo consumían. Fue
entonces cuando tuvo una idea, quizás la más descabellada que
jamás se le hubiera podido ocurrir, sabía que su amada estaba en
la casa, en la habitación que hasta hacía bien poco habían
compartido los hermanos. Entrecerró los ojos y masculló:
—¡¡Qué demonios!!
Capítulo 23

Blanche cepillaba el cabello de Victoria como había hecho


cada noche desde que era una niña. Aquella mata de pelo
indomable le trajo siempre innumerables quebraderos de cabeza,
por suerte, había conseguido domarla a fuerza de darle al cepillo
sin tregua, sin olvidarlo ni un solo día.
Aquel era el momento en que las dos aprovechaban para
hablar, pues Blanche era el único ser querido que le quedaba a
Victoria.
Sus padres habían muerto unos años atrás, uno después de
la otra, ya que el marido fue incapaz de vivir sin su esposa; se le
quitaron las ganas. Victoria tuvo que ver como se apagaba sin
remedio, hasta que un día lo hallaron muerto en un sillón, frente
a la chimenea, y con una cinta roja, que su esposa acostumbraba
a llevar en el pelo cuando la conoció, en una de sus manos.
—Querida Blanche, ¿qué opinas del señor Albatros? —
preguntó Victoria sin darle demasiada importancia.
—¿Qué tendría que opinar yo, mi niña?
—Respóndeme, solo necesito oír de tus labios tu opinión,
ya sabes que para mí es muy importante —intervino Victoria.
Blanche tomó aire antes de sentenciar:
—No me fío de él.
Victoria esbozó una sonrisa que Blanche atisbó desde el
reflejo en el espejo del tocador.
—¿Por qué no?, ¿qué te genera desconfianza? —preguntó
Victoria sin apagar aquella leve sonrisa.
—He observado… Yo siempre observo, ya lo sabes.
—Demonio, dímelo ya, no seas mala, mira que te gusta
hacerte la interesante —rio Victoria.
—Mira, el señor Albatros me parece un caballero de
impecables modales y carácter agradable, sin embargo, hay algo
que me dice que no es de fiar, puedes llamarlo intuición o ansia
de una vieja niñera por proteger a la criatura que pusieron en sus
manos al nacer, puedes ponerle el nombre que quieras, el que
más te agrade. Pero ahí hay gato encerrado.
—¿Qué es lo que has observado, Blanche?
—Lo he visto en más de una ocasión junto a Cadence.
Victoria estalló en estridentes carcajadas.
—Por Dios, Blanche, que es una de las sirvientas, es
normal que puedas encontrártela junto a él.
Blanche negó con la cabeza.
—Los he visto juntos en más de una ocasión y la actitud de
ambos era extraña. La primera vez fue en el laberinto, los dos
habían estado dentro y los sorprendí al salir, mi niña. El señor
Albatros me dijo que se había perdido y que justo ella pasaba
por allí y lo había escuchado.
»Y hace bien poco, los hallé en actitud sospechosa en el
umbral del cuarto de él. Albatros dijo que necesitaba un paño
para secarse y, fíjate qué casualidad, Cadence fue a la única que
pudo pedírselo…
Victoria no dejaba de reírse.
—¿Cómo no se iba a perder en el laberinto?, si además de
ser un laberinto, como su propio nombre indica, está hecho una
vergüenza.
—¿Y lo del paño? Yo misma examino las habitaciones
todos los días y puedo asegurar que el señor Albatros estaba
bien servido. Además, la actitud de ambos…, era como si
Cadence le hiciera reproches…
—Hubieras sido una magnífica novelista, Blanche —dijo
Victoria secándose las lágrimas que afloraban de sus ojos por la
risa.
—Ay, niña, dime cuando he errado en alguna de mis
suposiciones, dímelo. —Blanche la observaba con los brazos en
jarra y el cepillo en una de sus manos.
—Nunca, Blanche —confesó Victoria, ya sin su ataque de
risa.
—Nunca, mi niña, tú lo has dicho, por ello es mejor que te
andes con mil ojos —la advirtió.
—Tranquila, Blanche, que yo voy unos pasos por delante
del señor Albatros —aseguró Victoria encogiéndose de
hombros.
—¿A qué te refieres?
—A que estás en lo cierto al pensar que hay algo que no
huele bien en este asunto —admitió al fin Victoria.
Blanche, que había vuelto al cepillado de su niña, paró de
nuevo en seco.
—Lo sabía… Sabes algo y me has estado tanteando, mira
que sigues siendo tremenda, mi niña.
—Hoy estuve en el despacho del señor Folk —susurró
Victoria.
—¿Y cómo ha ido? —preguntó el ama de llaves.
Victoria sonrió de nuevo.
—Las cartas de Andrew a Albatros son falsas, si bien la
letra es muy parecida, casi idéntica, el contenido de dichas
misivas no tiene lógica en muchos puntos, parece hecho para
rellenar sin ton ni son, además, Folk conocía a Andrew en
demasía como para saber que él jamás hubiera aceptado a un
hijo, aunque fuera secreto —argumentó Victoria.
—¿Entonces? —la apremió Blanche con expresión de
sorpresa.
—El señor Albatros es un impostor —confesó Victoria sin
emoción ninguna.
—¡¿Qué?!, ¿y lo dices así? ¡Ay, Dios mío! —exclamó
Blanche dejando caer el cepillo al suelo y alzando las manos en
dirección al techo, como si en realidad hablara con una fuerza
divina—, ¿por qué no avisaste a la guardia, niña?, puede ser
peligroso.
—Mi querida Blanche, tranquilízate. El señor Albatros
lleva dos meses en esta casa, dos meses en los que ha
conseguido que ni un solo leño, ni la más mísera piedra, se
derrumben. Todo lo que se ha reformado bajo su supervisión
sigue en su sitio, ¿no te parece extraño?
»Además, el parecido a Andrew es escalofriante.
Perfectamente puede ser un hijo perdido. Es posible que ese
hombre no sea un impostor y montara la farsa de las cartas
porque no tenía pruebas, ¿no crees?
—Mi niña, sé que quieres creer que el señor Albatros es
una buena persona y que no es ningún farsante. Tienes tanto
miedo a que Gordon Dawson ponga sus zarpas sobre Clever’s,
que aceptarías que un impostor te librara de dicha condena. Sin
embargo, la realidad es que no sabemos qué intenciones tiene el
supuesto hijo de tu difunto esposo y puedes estar en peligro.
—No lo creo, Blanche, algo en mi interior me dice que
Albatros no es malo y que jamás me haría daño.
Blanche la miró con los ojos entrecerrados.
—Uy, mi niña… Ya sé lo que está pasando aquí…
—¿Qué puede estar pasando? —inquirió Victoria,
extrañada.
—Estás enamorada del señor Albatros.
Capítulo 24

Albert ni se molestó en llamar a la puerta, simplemente la abrió


y halló en la estancia, sentadas en la cama, a las tres hermanas
abrazadas para reconfortar a la desconsolada Gertie, que, al
verlo, no pudo menos que zafarse de los brazos que la cobijaban
y corrió hacia él con el ansia de quien ha esperado demasiado
para fundirse en un anhelado beso.
En ese momento no importaba nadie más, solo estaban
ellos dos, como en los dulces sueños de Gertie.
Un carraspeo interrumpió el tierno reencuentro. Era Rose.
—Os dejamos solos, estaremos fuera vigilando, y si
alguien se acerca, daremos unos golpes suaves en la puerta, así
que estad atentos, ¿de acuerdo? —inquirió Rose, demasiado
seria.
Las dos hermanas salieron de la habitación y Fani le dedicó
una sonrisa a su hermana pequeña mientras cruzaba el umbral
de la puerta.
Cuando estuvieron solos, volvieron a besarse, esta vez la
pasión se adueñó de los jóvenes, convirtiéndolos en dos almas
sin más objetivo que el de amarse.
—Mi Gertie, mi amor —dijo Albert con la voz
entrecortada.
—Pensé que nunca más volvería a estar entre tus brazos,
Albert, creí que no me amabas, que respaldabas la versión de
Andrew. Pero es mentira…, es mentira —sollozó ella antes de
volver a posar los labios sobre los de su amante.
—Te sacaré de aquí y huiremos, las consecuencias me
traen sin cuidado, solo quiero estar junto a ti —confesó Albert,
tras apagar el beso.
—No podremos casarnos —anunció Gertrude con lágrimas
en los ojos.
Albert acarició su rostro antes de decir:
—No me importan los documentos, ni la Iglesia, ni el qué
dirán, tan solo me importas tú y lo que ansío es pasar el resto de
mi vida contigo.
—A mí tampoco, Albert…, a mí tampoco.
—En este momento te tomo por esposa, porque así lo
deseo, porque no es lo más importante un templo ni un
sacerdote para unirse al amor de tu vida —anunció Albert,
tomándola de las manos.
—En este momento, Albert Dawson, te tomo por esposo,
en la vida y después de la muerte. Nuestras almas quedarán
unidas por la eternidad.
Y sellaron su improvisada unión con un largo y sentido
beso. Sin embargo, la vida no siempre es del color que uno
quiere ver, y el destino les tenía una sorpresa preparada…
Tan emocionados estaban, que no se percataron de los
golpes nerviosos que desde hacía varios segundos rompían el
ritmo de sus latidos.
La puerta se abrió de golpe y porrazo. Andrew entró como
una exhalación y agarró a Gertie por el brazo.
—¡¡¡Suéltala, miserable!!! —gritó Albert con los puños
apretados.
—¡No quiero, es mi esposa y tengo todo el derecho! —
exclamó Andrew, encarándose con él.
—Te equivocas, hermano. Puede que ante la Iglesia lo sea,
pero jamás tendrás su amor. Así que no, Andrew, ella es mi
mujer —soltó Albert, agarrándola por el otro brazo.
Gertrude se sintió de pronto como si fuera un muñeco y los
dos hombres estuvieran luchando por quedársela cual trofeo.
—¡¡Parad!!, me estáis haciendo daño —espetó Gertie,
furiosa.
Los hermanos la soltaron de golpe.
—La decisión me corresponde solo a mí —masculló entre
dientes Gertie.
Albert asintió, se sentía un energúmeno por haber olvidado
que ella era un ser humano y no un juguete motivo de disputa,
como cuando su gemelo y él eran niños.
Andrew se mantuvo en su actitud furibunda, mas no dijo
nada.
—Andrew, me engañaste con el fin de casarte conmigo a
traición. Así que no quiero pasar mi vida contigo, un
matrimonio no puede forjarse en el engaño, y como bien ha
dicho Albert, jamás tendrás mi amor —confesó Gertrude,
desafiante—, en cuanto a ti, Albert, me acabas de demostrar que
solo soy una muñeca por la que luchas con tu hermano.
Albert negó con la cabeza.
—No, Gertie, no digas eso, por favor —suplicó ante la
mirada triunfante de su hermano.
—Necesito pensar, quiero estar sola, al amanecer os daré
una respuesta —sentenció la muchacha con firmeza.
Los dos hermanos salieron de la estancia, desconcertados
por la actitud de Gertrude.
Momentos después, entraron Fani y Rose.
—¿Qué ha pasado, Gertie? —preguntó Fani
aproximándose a ella.
—Amo a Albert, de verdad que lo amo, y todo iba bien
hasta que Andrew ha irrumpido en la habitación y ambos se han
peleado por mí, tirándome uno de cada brazo como si yo no
fuera más que un bulto sin vida. Ahí he comprendido algo, que
por mucho que ame a un hombre, jamás dejaré que este me
anule, y mucho menos que me trate como si no existiera.
Fani y Rose se miraron extrañadas. Sin embargo, por
alguna razón, aplaudían la actitud de su hermana, era del todo
desagradable sentirse como un objeto del deseo y de la lucha.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
—Les he dicho que daría una respuesta al amanecer, una
respuesta para la que nadie ha hecho pregunta alguna. Solo les
he manifestado mi desagrado por la actitud de ambos y he
soltado eso, sin pensar —argumentó Gertie.
—El pobre Albert ha salido del cuarto consternado —dijo
Fani.
—Lo sé, e imagino el desconcierto que ha debido ser para
él mi decisión de elegir a uno de los dos, aunque creo que sabe
de sobra que siempre lo elegiría a él.
—¿Y Andrew? —inquirió Fani con el ceño fruncido.
—Siente que ha triunfado —soltó Gertrude con aplomo.
—Y lo ha hecho, hermana. Ante Dios eres su esposa, no
puedes hacer nada —aseguró Rose tomándola de las manos—.
Eres solo una chiquilla y no eres consciente de lo que ocurrirá si
te escapas con Albert una vez casada con su hermano.
—Lo único que ocurrirá es que viviremos nuestra historia
de amor sin que nadie se entrometa. Los dos solos, el amor nos
cobijará y nos hará dichosos —aseguró ella, con los ojos
llameantes.
Rose y Fani se miraron, sabían que todo aquello eran
meras quimeras, que no sería tan fácil partir con Albert y
olvidarse de su matrimonio con Andrew, quien jamás dejaría de
perseguirlos hasta dar con ellos.
—Todo esto es una locura, Gertie, una verdadera locura —
sentenció Rose.
Gertie se encogió de hombros.
—Sí, hermana, pero es mi locura, mi amor por Albert, mis
sueños. Dicen que, si deseas con fuerza que algo ocurra, al final
lo hará. Pues bien, hoy me uní a Albert en matrimonio, uno que
va más allá de lo que diga un sacerdote. Soy su esposa y lo seré
para siempre. En cuanto a Andrew, no merece más que mi
desprecio. Por lo tanto, ni tiene ni tendrá jamás poder sobre mí.
Rose se encogió de hombros. Definitivamente, aquella
había sido la conversación más surrealista que había tenido en
su vida, llegó a creer que a su hermana se le había ido la cabeza,
decidió guardarse su opinión para sí misma.
—Al amanecer, hermanitas… Al amanecer sellaré mi
destino para siempre.
Capítulo 25

Albatros no las tenía todas consigo. ¿De verdad nadie había


descubierto su gran mentira?, era del todo extraño que no
hubiera sido así. Sin embargo, los días pasaban y seguía
conviviendo en armonía con Victoria.
Continuaba comiendo y cenando solo, bueno, en algunas
ocasiones lo había hecho con Hamilton, hasta que este decidió
que era momento de marcharse.
Una tarde, Albatros vio a Victoria sentada en el banco de
piedra que tanto parecía gustarle a la mujer, pues solía sentarse
allí a leer, o simplemente a pensar, quién sabe…
Él se encontraba en la entrada del laberinto, por fin había
decidido adecentarlo, junto con varios de los hombres que había
contratado para la obra de la casa.
Albatros la observó con detenimiento, era preciosa y
desprendía un halo de serenidad que la hacía aún si cabe más
bella.
Sin pensárselo demasiado, se aproximó hacia ella.
—¿Puedo sentarme? —preguntó él con tiento.
—Sí, claro.
Albatros hizo lo propio, teniendo en cuenta en todo
momento el espacio vital de Victoria, ya que lo que menos
quería era incomodarla.
—La vista desde este lugar es preciosa —admitió él, con el
fin de entablar conversación.
—Clever’s siempre ha sido bella, aún en su decrepitud —
intervino Victoria, cerrando la novela que hasta hacía unos
minutos leía con avidez.
—Pienso hacer que sea aún más bella, de verdad —afirmó
Albatros con convicción.
Victoria sonrió, sin embargo, su sonrisa se ennegreció al
momento. Las palabras de Blanche volvían a su cabeza una y
otra vez.
Le había rogado al ama de llaves que intentara por todos
los medios comportarse con Albatros de modo normal.
También había tenido que convencer a Jacob Folk para que
mantuviera la boca cerrada con respecto a las evidencias y
sospechas hacia Albatros.
—No puedo hacerlo, no se da cuenta, señora Dawson, de
que lo que me está pidiendo es una locura. Ese hombre puede
ser peligroso —le había dicho aquella mañana en la que fue a
verlo y supo la verdad sobre las supuestas misivas de Andrew a
su hijo.
—Sé cuidarme, señor Folk. Le ruego que me dé un mes
más, déjeme tantear al señor Albatros para averiguar qué
pretende.
—Lo que pretende está muy claro, señora. Convertirse en
el nuevo lord Dawson y heredar todos los bienes de su esposo.
¿Le parece poco? —inquirió Folk.
—¿Y si en realidad fuera el hijo de Andrew?, el parecido es
tan inquietante…
—Puede ser mera casualidad, ¿no dicen que todos tenemos
un doble en algún lugar?, pues esta ave de rapiña parece haber
aprovechado la ocasión para hacerse con un buen botín.
—Mire, podemos llegar a un acuerdo. Usted me deja ese
mes que le pido e investiga mientras tanto la procedencia del
señor Albatros. Ha venido de Londres, estoy segura de que allí
habrá conocidos comunes de mi difunto esposo y, quizá, puedan
haberse maravillado ante el parecido entre ambos.
—Lo intentaré, pero ya le digo de antemano que no me
parece buena idea, señora Dawson —masculló el letrado.
—¿Y que Gordon Dawson se haga con los bienes de
Andrew?, ¿eso sí le parece una buena idea? —inquirió ella con
la angustia reflejada en su faz.
El señor Folk negó con la cabeza.
—Gordon no es santo de mi devoción, sin embargo, es un
legítimo familiar de Andrew, por lo tanto, tiene todo el derecho
a heredar lo que le corresponde, y no cejará en su empeño —
admitió Folk juntando los dedos de ambas manos y jugueteando
con ellos.
—Me niego a aceptar que así sea, no me gusta el primo de
mi difunto esposo, lo envuelve un halo tenebroso que me
produce repulsión —confesó Victoria—. Hágalo por mí, por la
amistad que le unía a Andrew.
—Andrew era consciente de que, en el momento de su
muerte, sería su primo el que ocuparía su lugar. Nunca dio
muestras de que ello le disgustara.
Victoria agachó la cabeza. Lo sabía, claro que lo sabía. A
Andrew poco le importaba ya ella. Para él había sido un mero
entretenimiento fruto de la soledad que acuciaba su alma desde
que su primera esposa abandonó este mundo.
La había elegido como si se tratase de una figura expuesta
en una vitrina. Se la había llevado a casa engañándola con sus
modales refinados y su apariencia de hombre bondadoso y
gentil, para luego rebajarla hasta hacerla caer por debajo del
mismísimo suelo, hasta el núcleo del globo terráqueo, hasta los
infiernos candentes…
Victoria volvió al momento presente, había permanecido en
silencio, inmersa en sus pensamientos, mientras Albatros hacía
exactamente lo mismo, divagar para sus adentros, calibrar qué
podría hacer con la atracción que sentía por aquella mujer
misteriosa y secretamente seductora.
Era un farsante, claro que lo era, pero ya no se sentía como
tal y la visión de aquel cuadro seguía aporreándole la mente con
fuerza. En su mente, una llamita de esperanza, una ilusión, ¿y si
en verdad él no fuera producto de los suburbios de Londres?, ¿y
si no se hubiera gestado en un trozo de carbón?, padres,
¿quiénes serían?
De pronto, estuvo seguro de que podría saber más del
hombre que tenía su mismo rostro si se internaba en su mundo.
—Señora Dawson, quería pedirle algo… —comenzó a
decir con tiento.
—Adelante, ¿qué necesita? —Inquirió Victoria, intrigada.
—Me gustaría poner en orden el despacho de su esposo —
soltó a bocajarro, ante la mirada aterrada de Victoria.
—No, señor Albatros, definitivamente no… En la casa hay
muchas habitaciones vacías que podrían servirle como
despacho, si es eso lo que precisa —espetó Victoria, tajante.
—Solo me gustaría visitarlo, puede llamarlo explorar, no sé
a ciencia cierta lo que pretendo, o quizá sí, saber más sobre el
hombre que me dio la vida y de quien no pude disfrutar —
confesó, pues en parte así lo sentía.
—Créame, señor Albatros, no se interne en el mundo de mi
esposo, podría salir muy malparado —sentenció ella antes de
levantarse y dejarlo solo, sin la posibilidad de réplica.
Victoria corrió hacia la casa y se apresuró a encerrarse en
su habitación. Nadie había entrado en el despacho después de
que descubrieran el cadáver de Andrew en él, ni siquiera para
adecentarlo. Las semanas transcurridas le decían una y otra vez
que aquel lugar no podría continuar mucho tiempo preso de la
inmundicia, pues las ratas se harían con él, ya hacía tiempo que
convivían con Andrew, y una vez muerto este, ellas serían las
reinas y señoras. Comenzarían por el despacho y poco a poco se
adueñarían de la casa. No, debía hacer algo al respecto, no
obstante, todavía temblaba al recordar lo ocurrido la última
noche que se encontró entre sus muros…
¿Cómo olvidarlo?
Capítulo 26

Gertie permanecía apostada en el ventanal. El crepúsculo la


sorprendió en la soledad de aquella habitación ajena, pues Fani
y Rose habían sido «invitadas» a salir de esta y marcharse a su
casa.
Fue la misma lady Dawson quien las echó, con un rictus
serio y duro que no le conocían, ya que siempre se había
mostrado amable y gentil con ellas. Sin embargo, el escándalo
que envolvía a la familia era motivo suficiente para que
cualquiera de los Ross fuese persona no grata en su hogar.
Se había cuidado muy bien de que jamás ninguno de los
suyos estuviera envuelto en polémica, pero el encaprichamiento
de Andrew la había pillado con la guardia baja.
En su vida se había sentido más avergonzada de sus
propios hijos, el momento en la iglesia no lo olvidaría jamás, y
para ella había una culpable de todo aquel entuerto, Gertrude
Ross.
Cuando lady Dawson salió por la puerta, la cerró con llave,
dejando a Gertie encerrada cual prisionera.
La muchacha se había pasado las últimas horas llorando y
pidiendo ayuda. Desde bien pequeña no soportaba estar
encerrada, era una sensación desagradable que la hacía anhelar
la necesidad imperiosa de liberarse, aunque fuese a golpes y a
patadas, y eso acabó haciendo. Pero fue inútil.
El crepúsculo dio paso a una noche estrellada, demasiado
bella para ser tan triste y agónica.
Gertie escuchó la llave girar en la cerradura y sus ojos se
iluminaron. ¿Sería Albert?, ¿habría oído sus gritos y había
acudido en su ayuda?
Su mirada se encolerizó cuando comprobó que el gemelo
que hacía acto de presencia no era otro que Andrew.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Gertie con el mentón
alzado.
—Querida esposa, parece que te has olvidado de que es
nuestra noche de bodas, y tienes que cumplir con tu deber —
anunció Andrew, aproximándose a ella.
—¿Qué quieres decir?, creí que dejé muy claras mis
intenciones de esperar hasta el amanecer para tomar una
decisión —espetó la muchacha cruzándose de brazos.
Andrew se carcajeó.
—No me hagas reír, Gertrude. Hace unas horas te
convertiste en mi esposa, aceptaste casarte conmigo, no hay más
decisión que tomar —argumentó Andrew.
—No te amo, y no soy tu esposa, soy la de Albert. Es a él a
quien quiero —soltó Gertie con determinación.
—¡¿Quieres decir que te ha tomado?!, ¡¿que te hizo suya?!
—inquirió Andrew agarrándola de pronto por el brazo.
—Sí —mintió Gertie con toda la rabia que pudo reunir para
dejar escapar la palabra.
—Ah, ¿sí?, con que esas tenemos… ¿Pues sabes qué? —
dijo sin soltarla del brazo y empujándola hacia la cama—, no te
creo, además, una mujer que se entrega a un hombre sin existir
el sagrado vínculo del matrimonio entre ellos solo tiene un
nombre. Ramera —masculló con saña.
»Ahora sabrás lo que les pasa a las que son como tú —
sentenció antes de arrojar con fuerza a Gertie en el lecho.
La muchacha se arrastró por la cama, con el fin de escapar
de Andrew, pero este la agarró por el vestido y la hizo
retroceder. Sin el más mínimo miramiento, levantó su falda y se
deshizo con brutalidad de todo lo que le impedía cumplir con su
cometido.
Entonces fue cuando Andrew la agarró con fuerza por las
caderas y la embistió sin piedad. Causándole el dolor más cruel
que había sentido jamás, y no solo porque estuviera poseyendo
su cuerpo sin su consentimiento, sino por el golpe a su dignidad,
a su amor por Albert.
Gertrude lloró y gritó de nuevo sin ser escuchada por
nadie, sin que su príncipe la rescatara. Se quedó sin voz y sin
lágrimas, se volvió una piedra.
De pronto, Andrew se separó abruptamente de ella y se
alejó.
—Estoy muy feliz, querida mía. Me acabo de dar cuenta de
que tu pose de ramera era del todo fingida y que esta noche has
sido mía, sin haber sido de nadie más con anterioridad, así que,
sin honra, ¿crees que mi hermano te querrá para algo?, hay
miles de mujeres que matarían por casarse con un Dawson, y de
esos miles, hay muchas mejores que tú.
»Albert se merece a una mujer virgen, con la honra intacta,
¿cierto?
—Eres un monstruo. Puedes poseer mi cuerpo, mancillarlo
sin ningún tipo de consideración, mas nunca tendrás mi corazón
y mucho menos mi alma; porque siempre serán para Albert —
dijo Gertie con furia mientras, en un esfuerzo monumental, se
levantaba del lecho y se cubría para dejar de sentir
vulnerabilidad.
—Al amanecer, mi hermano entrará conmigo. Tú me
elegirás a mí y dirás que me amas y que el matrimonio ha sido
consumado. Le pedirás a Albert que respete tu decisión y serás
para siempre y por siempre mi fiel esposa —dijo Andrew con
contundencia, aproximándose a ella.
—Jamás haré tal cosa, me repugnas —soltó Gertie con
inquina y le escupió en la cara.
Andrew se limpió con la sábana y la observó con hostilidad
antes de exclamar.
—¡Mira, desgraciada, harás lo que yo diga o, de lo
contrario, mataré a tu querido Albert con mis propias manos!
—No serás capaz de hacerlo, mientes; mientes para
asustarme, pero no lo vas a conseguir.
—¿Me estás retando?, ¿quieres que lo haga?, creo que
subestimas mis palabras. Y es que hay algo de mí que no sabes,
querida. Bajo mi apariencia de buen chico, se esconde el
mismísimo diablo, no quieras hacerlo salir tan pronto, ya habrá
más oportunidades.
La mirada de Andrew había cambiado, de tal modo que las
piernas de Gertrude temblaron. Sus arrestos habían caído en
saco roto en un instante, dando paso a una sensación aterradora
de opresión en el pecho.
—¿Te has quedado sin palabras? —preguntó él, con la
sonrisa más terrorífica que Gertrude había visto en la vida—, así
me gusta, buena chica —dijo al ver que su forzosa esposa no era
ya capaz de articular sonido alguno.
Minutos después, Andrew abandonó la habitación y volvió
a encerrar a Gertrude, en esta ocasión, ella ya no luchó.
Capítulo 27

Las palabras de Victoria habían despertado más su curiosidad


sobre la figura de Andrew Dawson. Necesitaba respuestas. ¿Qué
mundo era aquel en el que ella creía que podía salir malparado
en caso de entrar? Él, que había lidiado con la miseria y con la
nada que significaba no saber tu procedencia, ni siquiera tu
verdadero nombre y mucho menos quién fue la madre que te dio
a luz. ¿Lo querría aquella ingrata que no había estado a su lado?,
¿se acordaría del bebé que abandonó?
Hasta el momento, la única pista de su posible pasado se
encontraba cubierta por una sábana en el desván de esa misma
casa. Por ello decidió volver, y lo hizo un rato después, al
comprobar que le era del todo imposible permanecer
concentrado en su trabajo.
Una voz interior le decía una y otra vez que subiera al
desván, que observara con detenimiento el cuadro.
Ante la pintura, maravillado de nuevo por el gran parecido,
acarició el rostro de Andrew y un escalofrío lo recorrió de arriba
abajo.
Sintió de pronto una pena enorme, una tristeza fuera de lo
común, la misma que había notado el primer día que puso un pie
en Clever’s.
Tras él, el sonido de una sábana al sacudirse lo asustó.
Se giró con cautela y observó como otra pintura había
quedado al descubierto.
Era una mujer bellísima, pero dotada de una mirada triste y
desesperada.
—¿Quién eres? —preguntó Albatros aproximándose a ella.
Una emoción enorme se apoderó de él, era como si hubiera
encontrado la última pieza de un complicado rompecabezas. Su
corazón se aceleró y unas lágrimas furtivas emanaron de sus
ojos, secos tantos años atrás.
—¿Por qué me resultas tan familiar, demonios? —preguntó
él, emocionado.
—Es Gertrude, la primera esposa de Andrew —dijo de
pronto Victoria, que lo observaba desde el umbral de la puerta.
—Es mi madre —susurró Albatros sin ser consciente de lo
inconveniente de sus palabras.
—¿Su madre?, eso es del todo imposible, señor Albatros.
Gertrude Ross jamás tuvo hijos —. Creo que ya es hora de que
seamos sinceros el uno con el otro, ¿no cree? —apuntó Victoria
cruzándose de brazos.
—Sinceros…, ¿y qué diablos significa eso para ti, Victoria
Dawson? —espetó él, preso de la congoja más lacerante que
había experimentado en su vida—, ahora el que necesita estar
solo soy yo —sentenció antes de salir del desván como una
exhalación.
∞∞∞
Esa misma noche, fue la primera que Victoria se sentó a la mesa
con Albatros. En cuanto él la vio aparecer, no pudo disimular su
expresión sorpresiva, mas no quiso incomodarla y se limitó a
dedicarle una sonrisa apagada.
—Victoria, he de insistir de nuevo en que me permita
entrar en el despacho de mi padre —dijo él en tono conciliador
—, es más importante para mí de lo que cree.
Victoria intentó por todos los medios apaciguar el cúmulo
de sentimientos terribles que le producía la sola mención de ese
lugar maldito de la casa.
—Como bien le dije hace unas horas, no se lo recomiendo.
Sin embargo, si tan necesitado está de respuestas, le diré a
Blanche que le facilite la llave —claudicó Victoria.
Albatros agradeció que así fuera y comenzó a comer sin
decir nada más.
Cadence, que hasta el momento había permanecido en la
cocina, entró en el comedor con una jarra de vino.
Al ver a Victoria sentada a la mesa, no pudo menos que
enfurecerse.
«Maldita Acelga, ¿qué hace aquí?», pensó.
Le sirvió vino a Albatros y rodeó la mesa para hacer lo
mismo con Victoria, que permanecía en un lateral de esta, no
muy lejos de él.
De pronto, Cadence tropezó y el vino cayó sobre la falda
de Victoria.
Blanche, que observaba desde un rincón, pudo ver que
aquel tropiezo había sido intencionado, con el fin de derramar
adrede el líquido carmesí sobre su niña.
—¡Condenada muchacha! —exclamó aproximándose a
Cadence—, ¿se puede saber en qué estabas pensando?
—No pasa nada, Blanche, un tropiezo lo tiene cualquiera
—la tranquilizó Victoria, limpiándose con una servilleta la gran
mancha.
Albatros cruzó la mirada con Cadence, una mirada
reprobatoria que a la chica no le pasó inadvertida.
Victoria tuvo que subir a sus aposentos a cambiarse y
Blanche le ordenó a Cadence que la acompañara a la cocina, con
el pretexto de ayudarla en un asunto que no fue capaz de
concretar.
Cadence siguió a Blanche, hasta que esta dejó de caminar
en seco y se dio media vuelta para confrontarla.
—¡¡Te he visto, desgraciada!!, he visto como fingías
tropezar para tirarle encima el vino a mi niña —espetó Blanche.
Cadence negó con la cabeza.
—Yo no he hecho nada, ha sido sin querer, lo juro —
gimoteó la muchacha.
—No, te tengo calada y sé que no eres trigo limpio. Estos
ojos han visto a demasiadas sirvientas en la vida como para
saber que la que tengo delante pretende subirse al lomo de su
señora. Y no te lo permitiré.
»Esta ha sido la gota que ha colmado el vaso. Recoge tus
cosas, mañana por la mañana te irás de esta casa.
La sentencia de Blanche cayó sobre Cadence como un jarro
de agua fría. Se sintió una estúpida al haberse dejado llevar por
su aversión hacia Victoria. Debía hablar con Albatros, pues no
podían echarla a la calle cual perro enfermo. Más le valía a él
que no lo hicieran. De lo contrario, ella sabría qué teclas tocar
para hundirlo en la miseria.
Capítulo 28

Sola, aterrada, dolorida y con la dignidad quebrada, Gertie se


hizo un ovillo en un rincón del suelo, abrazándose las rodillas
como si se trataran de su único salvavidas.
Odió a Andrew y lo hizo con todas sus fuerzas, le deseó
todos los males e incluso la muerte, aunque su madre la hubiera
educado para jamás desearle nada a nadie que no quisiera que le
ocurriera a ella. Mas toda su educación, todos sus valores, toda
su inocencia se habían ido al traste un rato antes, cuando aquel
desalmado le había arrebatado la oportunidad de la primera vez,
esa que quería experimentar con su gran amor, Albert.
Se arrepentía de haber intentado ponerlo en cintura con ese
pretexto de elegir al amanecer, como si de un duelo se tratase. Y
había errado estrepitosamente, ¡cuánto se reprochaba su actitud!
Ya no lloraba, el mar de sus ojos había perecido y
permanecían abiertos, con la mirada en algún lugar en el interior
de su mente, uno en el que los pensamientos daban vueltas sin
sentido, lacerándole el alma, escurriéndosela como si de un
paño para limpiar se tratara.
¿Por qué Albert había ignorado sus gritos?, ¿es que era tan
orgulloso como para dejarla sufrir?, aquellas cuestiones acudían
a ella una y otra vez, como el estridular de los grillos, constante
y estridente.
Quizá fue presa de la noción del tiempo o del agotamiento
de cuerpo y alma, mas no fue consciente de que la puerta se
había abierto de nuevo y de que la señora Dawson se hallaba
junto a ella, hasta que una voz dura resonó en sus embotados
oídos.
—Levántate, holgazana, tienes que adecentarte —dijo la
mujer con contundencia.
El corazón de Gertie dio un vuelco e intentó incorporarse,
pero estaba dolorida, demasiado.
Sin embargo, pensó que la fuerza de voluntad y el arrojo de
una Ross jamás lo pondría en duda una Dawson, y se irguió ante
ella, mostrándole su mentón alzado y una expresión tan dura en
la faz, que su suegra no pudo menos que quedar empequeñecida
por aquella muchacha de apariencia frágil y corazón valiente.
Sarah Dawson dio dos palmadas y, de inmediato, tres
doncellas acudieron raudas, portando una tina, para que ella se
bañara en la habitación, no era de recibo que Albert pudiera
verla con el vestido de novia hecho jirones y aquella expresión
vacía.
Ella misma le había sugerido a su gemelo menor que
tomara a Gertie a la fuerza, tal como un día, en su juventud, su
esposo hiciera con ella cuando se negó a que este la tocara.
Recordó lo humillada que se sintió, ella, una inocente y
dulce jovencita de Cornualles, que habían prometido con Oliver
Dawson sin ni siquiera tener en cuenta su opinión.
Una lágrima estuvo a punto de aflorar de sus ojos tan secos
como los de su nuera en aquel momento, pero la contuvo. Solo
el recuerdo de aquella maldita noche conseguía doblegarla.
Se repitió en su interior una y otra vez que Gertrude no era
ni por asomo como lo había sido ella. Que se trataba de una
mujer maquiavélica que había cazado a su hijo con malas artes y
que se merecía todo lo que pudiera ocurrirle. Entonces le dedicó
a Gertie la sonrisa más pérfida que había esbozado jamás, sin
embargo, esta no se amilanó, le devolvió una mirada fiera que la
hizo intuir que no sería fácil domar a aquella chiquilla, a la que
siempre había visto como una buena chica. ¡Qué equivocada
estaba!
Las doncellas bañaron a Gertie mientras esta se dejaba
hacer. Luego la ayudaron a vestirse y pudo ver como una de
ellas se horrorizaba por los moratones que tenía la muchacha
entre los muslos.
Un camisón y una bata fue el atuendo elegido para
escenificar a la perfección lo que pretendían Sarah y su hijo.
La suegra ordenó, al ver las sábanas salpicadas de unas
pequeñas manchas de sangre, que estas no se sustituyeran.
Cuando todo estuvo listo, la dejaron de nuevo sola, de pie,
junto al ventanal.
«¿Quién fuera albatros para volar y huir a un lugar donde
no exista la maldad?», pensó al observar el espectáculo que
ofrecían las aves.
Cuando el sol despuntó en el horizonte, tiñendo la estancia
de tonos ambarinos, la puerta se abrió y los dos hermanos
entraron ataviados con levitas de diferente color, como siempre
habían hecho para que los demás los distinguieran.
Gertie no pudo menos que pensar que una insignificante
levita tenía la culpa de su desgracia y la maldijo en silencio.
Aquella prenda se había convertido para ella en el mismísimo
anticristo.
Los dos gemelos le dieron los buenos días y se situaron
frente a ella.
—Le he dicho a mi querido hermano que tenías una gran
noticia que comunicarle —dijo Andrew, sabiéndose ganador.
Albert cruzó la mirada con la de ella buscando respuestas a
las palabras de su hermano, pero Gertie no pudo sostenérsela y
agachó la cabeza, era incapaz de dejar de sentir vergüenza,
aunque no se hubiera entregado voluntariamente a Andrew.
—¿Qué quieres decirme, Gertie? —preguntó Albert con
dulzura.
Gertie tomó aire y comenzó a hablar en tono monocorde,
sin escuchar siquiera las palabras que salían por su boca de
manera automática, rompiéndole el corazón a Albert.
Lo que este desconocía era que cada palabra que dejaba
escapar era un trocito de su corazón, un fragmento que caía al
suelo y estallaba, haciéndose añicos. Decirle a Albert que no lo
amaba, que se había entregado a una noche de pasión con
Andrew, y que había elegido a su hermano… Mentirle de
aquella manera tan vil hizo que no fuera capaz de evitar la
humedad de sus ojos, que, si se habían secado al sufrir la
agresión por parte de Andrew, reservaron unas lágrimas para
llorar su amor perdido para siempre.
—¿Cómo puede ser, Gertie?, no te creo, mientes —dijo
Albert con la voz teñida de angustia.
—Es, hermano, te lo aseguro, compruébalo tú mismo —
aseguró Andrew retirando la cobija de la cama y dejando al
descubierto las gotas de sangre que probaban la traición de su
amada.
Albert se llevó las manos a la cabeza, que estaba a punto de
estallarle, pues le era del todo imposible que la mujer que amaba
más que a su propia vida se hubiera entregado a su hermano.
Recordó su simbólica boda con ella, no, aquello no podía
ser cierto, Gertie lo amaba a él, solo a él.
—No te creo, Gertie, no puedo creerte. Mírame a los ojos y
dime que no me amas, ¡mírame, maldita sea! —exclamó Albert.
Gertie se mordió el labio, pues le temblaba de manera
incontrolable.
—Esto es del todo inapropiado, hay que saber perder,
Albert. Además, será porque no hay mujeres deseando casarse
con un Dawson —intervino Andrew acercándose a Gertie y
pasando su brazo por encima de los hombros de ella.
Albert apretó sus manos en puños y repitió.
—¡¡Gertrude Ross, mírame a los ojos y dime que no me
amas, si lo haces, me iré para siempre y no te molestaré jamás!!
—alzó la voz.
Gertie, con los ojos cerrados, se armó de valor y visualizó
en su mente a Andrew frente a ella en lugar de a Albert. Cuando
consiguió que su imaginación le hiciera ver el mundo perfecto,
abrió los ojos y sentenció:
—¡¡No te amo, Albert!!, me entregué a tu hermano porque
lo amo a él y quiero ser su esposa ¿Contento?
El corazón de Albert ya ni palpitaba, no existía, se lo había
borrado de un plumazo la mujer que amaba.
Contuvo el aire y las ganas de derramarse y volverse
líquido. La furia lo dominaba y no quería hacer ninguna
tontería, la mejor opción era la única alternativa, marcharse.
Y se fue con el sol del amanecer, para que la vida sin él se
volviera tormenta.
Una vez solos en la habitación, Gertie se zafó del agarre de
Andrew y se alejó de él.
Su inquina, su asco, su ira, todas las emociones negativas
habidas y por haber se reunieron para invocar una certeza, y
Gertrude Ross pronunció a voz en grito las palabras que
sentenciarían a Andrew y a Clever’s para siempre:
—¡¡¡Te maldigo, Andrew Dawson, te maldigo a ti y a todo
lo que ames!!! ¡¡¡Todo a tu alrededor se secará y nada crecerá,
será inútil que intentes arreglarlo, porque no podrás evitar que la
oscuridad se coma tu alma, no podrás!!!
Capítulo 29

Albatros decidió no esperar para abrir la puerta que


posiblemente tuviera todas las respuestas a sus preguntas.
Necesitaba con urgencia saber la verdad sobre sus orígenes,
pues tal parecía que ni el mismo Dios podría crear una persona
tan parecida a otras dos.
Era una copia exacta de Andrew Dawson, sin embargo,
aquella familiaridad que de primeras había visto en la dama se
confirmó en cuanto él mismo, en la soledad de su alcoba, se
observó en el espejo y gesticuló, hasta que fue consciente de que
sí, que en la expresión facial de aquella mujer se hallaba
también la suya propia.
Espiró profundamente y soltó el aire de golpe y porrazo.
Todo el asunto de la farsa se había complicado, y que hubieran
despedido a Cadence no lo ponía fácil. Debía hablar con ella si
no quería ver como todo saltaba por los aires. No obstante, el
ansia por averiguar certezas ocultas lo apremiaba sin darle
tregua ni por un instante.
Por ello, le había pedido personalmente la llave a Blanche,
que todavía estaba azorada por el incidente con la joven
sirvienta. El ama de llaves en un principio se mostró reacia a
dársela. Pero él la conformó informándola de que había sido
Victoria quien había aceptado que se le entregara.
Y allí estaba Albatros, ante la puerta de la verdad o del
horror, ni él mismo sabía qué suponía entrar en el mundo de
Andrew Dawson.
Introdujo la llave en la cerradura y una extraña energía se
apoderó de él, la misma que pobló su cuerpo cuando tuvo
delante la figura de los antiguos señores Dawson.
Cuando consiguió abrir la puerta, el olor a podredumbre y
a suburbio se adueñó de él, porque sí, olía como en aquellas
calles por las que él transitaba cuando era solo un adolescente, a
bajos fondos, a pobreza.
Negó con la cabeza, sacó un pañuelo del bolsillo de su
levita y se lo llevó a la boca. En la otra mano portaba un
candelabro e iluminó la estancia, sorprendiéndose de lo que
tenía ante él.
—¡Por todos los demonios! —exclamó.
En el desordenado escritorio observó un candelabro más
grande, con varias velas, y las prendió una a una para poder
tener más luz, le hacía falta teniendo en cuenta todos los objetos
que había desperdigados por el suelo.
Fue localizando más candelabros, esparcidos por toda la
estancia, y también encendió sus velas, muchas de ellas
chorreantes de cera.
Cuando la sala estuvo lo suficientemente iluminada,
depositó el pequeño candelabro en la gran mesa de escritorio.
Giró en derredor e intentó hacerse un plano general de
aquel despacho, sin embargo, era del todo imposible, pues había
tantos trastos inservibles en él, que podría estar una vida entera
observando y no llegar a saber todo lo que ocultaba.
Las paredes, en el poco trozo que se veía, estaban
garabateadas con símbolos religiosos y párrafos de la Biblia en
ellos. Todas las velas, a excepción de la que él había entrado en
la estancia, eran de color granate, al menos fue lo que él pudo
observar.
Albatros sonrió, Mary utilizaba velas de ese color para
protegerse, toda la posada estaba llena de velas granates.
Libros, cientos de libros en una estantería que ocupaba de
una punta a la otra de la pared. También apilados por el suelo, y
casi todos hablaban de magia y hechicería.
Albatros se inquietó, aquel despacho era propio de un brujo
y no de todo un respetable lord. Aunque las excentricidades de
la clase noble eran un secreto a voces entre el personal de
servicio de sus palacios y mansiones, bien lo sabía él, por ello le
había ido tan bien en su trabajo. Tenía la habilidad de estar en el
lugar adecuado y en el momento preciso para cazar al vuelo un
buen negocio.
Recorrió la mesa del despacho con la vista, desordenada y
caótica. Sin embargo, no le fue difícil hallar un libro abierto, en
el que había nombres y edades de personas manuscritos, con
fechas de inicio y fin. Así se hacía constar en los encabezados
de cada página.
Albatros cerró el libro, de tapas duras y avejentadas, y
reparó en la palabra «empleados» en su cubierta.
Lo abrió de nuevo y comenzó a leer cada línea con
premura, como impulsado por una fuerza desconocida, ¿qué
buscaba?, ni él lo sabía, pero lo hacía con ahínco.
Un suave susurro se coló en su oído: «sigue».
Doncellas, mozos de cuadras, mayordomos, todos con su
fecha de empleo y cese en diferente línea, algunos por muerte,
otros por ser demasiado viejos. Sin embargo, hacia 1770
cambiaba la letra por una más fina y delicada, la reconoció al
acto, era la de Andrew.
La entrada y salida de personal se vio alterada a partir de
esa fecha, también la firma de cada página era otra. En la
anterior se podía observar un nombre, Oliver Dawson, el
cambio podía haberse dado por la muerte de este. El nuevo
registrador de los empleados era el propio Andrew, como bien
había deducido al reconocer la caligrafía que él mismo había
copiado en las malditas cartas, aunque este último solo ponía su
nombre y una D mucho más grande que su palabra predecesora.
Nombres y más nombres, hasta 1787, cuando, al reconocer
uno de ellos, se le heló la sangre.
Mary Singer, dama de compañía, motivo del cese:
abandono de su puesto de trabajo, años de servicio: veintitrés.
Albatros, nervioso, volvió atrás para localizar la línea de la
incorporación de Mary, de su Mary, la mujer que se había
comportado como una madre con él y cuyo hijo legítimo había
muerto de tisis cuando solo tenía doce años y que era de su
edad, su edad…
Miles de ideas se cruzaban en su mente sin llegar a un
destino concreto. Cuando llegó a 1764 halló lo que buscaba.
Mary había entrado a Clever’s como una sirvienta y había
salido de allí como una dama de compañía de la señora de la
casa, de modo misterioso, hacía veinticinco años.
Arrojó el libro con saña en el escritorio; con la respiración
agitada y tan enervado que podía notar la sangre bullir dentro de
él.
Una ráfaga de aire imposible, porque todo estaba cerrado a
cal y canto, se empeñó en mostrarle a Albatros una página en
concreto, una página de 1764, una página en su totalidad
registrada con un tercer tipo de letra, idéntica a la suya sin tener
que falsificar ni emular una caligrafía. Esa página la firmaba un
tal Albert Dawson.
Capítulo 30

Cornualles, primavera de 1786

Los años habían pasado como losas que sepultaban sus


recuerdos, aunque en su fuero interno todavía latieran
desbocados.
Atracó el Albatros en el puerto, ese barco con el que se
había dedicado a cazar ballenas tras su paso por la marina
inglesa, en la que consiguió llegar a capitán y ser condecorado
por su valentía y honores en la batalla del cabo de Santa María.
Había adquirido el Albatros por un módico precio y lo
había mandado restaurar. No fue él quien lo llamó así, por pura
casualidad, el navío se cruzó en su camino y él no pudo menos
que pensar en que su denominación era la mezcla de su nombre
y del apellido de Gertie… Gertie, ¿qué sería de ella?
En las cartas que su madre le enviaba a Londres, en donde
él tenía su domicilio de paso, pues la mayoría del tiempo lo
pasaba en el mar, le hablaba de todo y de nada, sin embargo,
consciente de que era un tema tabú para él, en contadas
ocasiones mencionó al matrimonio formado por Andrew y
Gertie.
Desde que puso tierra de por medio, había visto a sus
progenitores en su casa de Londres, mas él jamás había vuelto a
pisar Clever’s, se sentía incapaz de hacerlo.
En una ocasión, Sarah apareció en su casa acompañada de
un pintor, para que retratara a Albert con su uniforme de
capitán. Él se mostró reacio en un principio, pero ella insistió de
tal forma, que no pudo menos que rendirse a su mirada de
súplica.
El retrato dejaba entrever la tristeza de su mirada herida,
siempre pensó en qué se le habría pasado a Gertrude por la
cabeza al verlo presidir el salón de la que se había convertido en
su casa. ¿Lo habría olvidado?
Perdido en sus pensamientos, uno de sus hombres lo
sorprendió:
—Capitán, nosotros ya nos vamos —dijo el muchacho con
los ojos ávidos de desembarcar y señalando al grupo de
marineros que lo esperaban en cubierta.
—Perfecto, muchacho. Os quiero a todos aquí en quince
días, no toleraré retrasos, si alguno no está en el barco a las
cinco en punto de la mañana, zarparemos sin él. ¿Entendido? —
preguntó con autoridad.
—Aquí estaremos, capitán —dijeron todos a la vez entre
risas y Albert puso los ojos en blanco.
Siempre les decía lo mismo, y cuando alguno se retrasaba,
lo esperaba, eso sí, luego lo hacía limpiar hasta las letrinas, mas
nunca había dejado a nadie en tierra, sabía que sus hombres y
sus familias necesitaban el trabajo.
—Eso espero, muchachos, eso espero.
Albert se aseguró de que el puente estuviera cerrado y
desembarcó, se despidió del grupito de trabajadores que se
habían detenido a hablar de sus cosas antes de volver a casa y
tomó el carruaje que lo esperaba desde hacía al menos una hora.
—Buenas tardes, Walker —saludó Albert con sequedad.
Al parecer, y según lo que su madre le había contado en sus
misivas, el matrimonio Ross había muerto un par de años antes
y el personal de servicio se había repartido entre las casas de las
hermanas de Gertie y Clever’s. Ni siquiera le había dado
detalles, solo comunicó la muerte de ambos en la misma fecha.
Pensó en cómo se encontrarían Gertrude y sus hermanas,
mas dejó pasar aquel pensamiento, aquello ya no era de su
incumbencia.
Se disponía a pisar Clever’s y estaba aterrado, aunque se
hubiera endurecido y curtido por el mar y las batallas libradas,
seguía siendo el mismo hombre bueno y sensible, aunque a
todos intentara ocultárselo, amparándose bajo una apariencia de
capitán estricto y férreo.
¿Por qué había vuelto a Clever’s en aquel momento de su
vida?, la respuesta era clara, no le quedaba más remedio que
hacerlo. En la jornada anterior había atracado en Londres, y
había recibido una misiva urgente de su madre, con una noticia
que golpeó su corazón. Su padre había muerto.
Al intuirse la silueta de Clever’s, su corazón inició un
galope salvaje, que se hizo más evidente cuando la vio con
claridad. Sin embargo, había algo diferente; una especie de halo
de niebla mortecino la envolvía y cuanto más se aproximaba,
más apreciaba el deterioro de la mansión.
En la entrada no lo esperaba nadie, supuso que estarían en
el interior de la casa, velando a su padre.
Sin embargo, erró en sus suposiciones, en el interior de la
mansión solo halló a una mujer vestida de luto que parecía estar
a punto de salir.
Se aproximó hacia ella y supo al fin de quién se trataba.
—Mary, no te había conocido, eras solo una chiquilla
cuando… —Y Albert no terminó de hablar.
—Señorito Albert, no puedo creer que esté aquí, usted sí
que se ha convertido en todo un hombre —dijo la mujer entre
sollozos, haciendo una leve inclinación de cabeza.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó Albert como si este
estuviera aún vivo.
—Están todos en el cementerio, no esperaban que viniera
—admitió la antigua sirvienta.
Albert se despidió de ella y se encaminó a las caballerizas,
quería saber si su vieja Clarity seguía esperándole. El relinchar,
tras entrar en el establo y llamarla, le confirmó que así era.
Se acercó a la yegua y comprobó que aún conservaba su
belleza incomparable, aunque su mirada fuera la de la
experiencia.
Acarició su quijada y esta le mostró todo su cariño, pero
también dio señales de reproche, habían sido veintiún años, toda
una vida para el animal. Por suerte, la yegua era todavía joven
cuando su gran amigo se marchó y pudo verlo volver.
Albert la ensilló y ambos se dirigieron al cementerio
familiar, que estaba en sus tierras, pero lo suficientemente lejos
para no tener a los difuntos a tiro de piedra.
Cabalgó a Clarity y se dio cuenta de cuánto la había echado
de menos, aquella potrilla que su padre le regaló cuando era
apenas un adolescente se había convertido en su fiel e
inseparable amiga, hasta que la vida le dio la espalda y no tuvo
más remedio que poner tierra de por medio.
Arribó al cementerio y desmontó de Clarity. Un grupo de
personas permanecían alrededor del sacerdote, que pronunciaba
sus palabras cantarinas y evocadoras para despedir al venerado
lord Dawson.
Fue entonces cuando la vio entre la multitud, solo a ella.
Vestida de negro, acompañada de la tristeza más profunda
y la belleza de la madurez. Se había convertido en toda una
mujer, cuando el se fue solo era una chiquilla de dieciséis años,
¡cuánto había llovido desde entonces!, y cuánto la había llorado
en silencio.
La boca de Gertrude gesticuló su nombre sin emitir sonido
alguno.
Albert forzó una sonrisa y se posicionó junto a su madre.
—Hijo mío —susurró esta al verlo—, gracias por haber
venido.
—Hay ocasiones que están por encima de los rencores del
pasado, madre —argumentó él.
—Me alegro mucho de que por fin hayas entrado en razón,
lo que me apena es que sea en circunstancias tan tristes. Han
sido muchos años de enfermedad, así que por fin tu padre
descansa en paz —dijo Sarah secándose una lágrima furtiva con
el pañuelo que ya estaba mojado de tanto que había llorado la
mujer.
Un carraspeo rompió el momento entre madre e hijo, era
Andrew.
Albert saludó a Andrew con un monosílabo por
compromiso.
—Hermano, ha pasado demasiado tiempo, tan solo éramos
unos críos. Me gustaría limar asperezas, te lo ruego. Te he
echado mucho de menos —dijo Andrew con expresión sincera.
Físicamente, Andrew había cambiado mucho. Había
engordado y una prominente barriga asomaba por su capa,
amenazando con hacer estallar los botones de la levita que
portaba bajo esta.
Su cabello mostraba algunas canas, como el de él mismo,
sin embargo, estaba perfectamente cortado y su rostro afeitado.
En contraposición al suyo, largo y agarrado con una cola baja, y
la barba de dos días poblando su faz.
Sin embargo, Albert, con su piel curtida por el sol y su
aspecto salvaje, parecía más joven que su gemelo, que había
optado por un estilo más noble, como el de su fallecido padre.
—Todo está olvidado, así que acepto empezar de nuevo, yo
también he echado en falta a mi familia —mintió Albert, no
obstante, necesitaba pasar página, enterrar el pasado para
siempre, y hallándose entre las personas que dejó atrás, le
parecía que había llegado el momento.
Vio como Gertrude agachaba la cabeza, apenada.
Ya en Clever’s, tomó un baño y se excusó para no bajar a
cenar, sin embargo, su hermano se negó en redondo y subió él
mismo a buscarlo.
—¿Qué es eso de que no quieres cenar con tu familia,
demonio?, anda y déjate ver, más de veinte años sin honrarnos
con tu presencia, serás desgraciado —dijo Andrew entre risas.
—De acuerdo, cenaré con vosotros, pero déjame vestirme
al menos —soltó Albert, que se había levantado de la tina
completamente desnudo.
—La vida parece haberte tratado mejor que a mí, que
parezco una mujer encinta —bromeó Andrew, llevándose la
mano a su inmensa tripa.
Albert rio con él, aquel era Andrew, el niño que había
nacido junto a él, con el que había crecido y compartido juegos.
—Por cierto, Andrew, ¿qué ha pasado con Clever’s?, está
muy deteriorada, ¿no crees? —preguntó Albert entrecerrando
los ojos.
La expresión risueña de Andrew se borró de un plumazo,
dando lugar a una lúgubre y oscura.
—Es vieja, Albert, llevas mucho tiempo fuera, y el tiempo
no pasa en vano para nada ni para nadie. —Se encogió de
hombros.
Albert ladeó la cabeza, no le había pasado inadvertido el
cambio de actitud de su hermano, empero no dijo nada más al
respecto. En unos días embarcaría de nuevo y Clever’s volvería
a ser un recuerdo; o, al menos, eso creía él.
Capítulo 31

No consiguió pegar ojo y se levantó con el canto del gallo,


Blanche lo vio salir con su pequeño baúl y la expresión
contrariada.
—¿Se marcha, señor Albatros? —preguntó el ama de
llaves, que lo siguió con la premura que le fue posible, dada la
agilidad de uno y la perdida de la otra, su complexión y edad.
—He de arreglar un asunto importante en Londres,
dígaselo a la señora Dawson, volveré en unos días, si todo va
como espero.
—Pero, señor Albatros…
—Blanche, he de marcharme, necesito respuestas y las
necesito ya. —Albatros estaba tan nervioso que no midió la
consecuencia de sus palabras, tampoco estas.
—¿Respuestas?, ¿a qué se refiere? —preguntó el ama de
llaves—, y pare un momento, demonios, no puedo seguirle el
ritmo.
Victoria, que observaba desde su ventana, se apresuró a
cubrirse con una capa y a salir al encuentro de Albatros, que
parecía marcharse para siempre, ya que se llevaba su baúl, aquel
que custodiaba con celo y que nadie sabía lo que contenía.
—¡¡¡Señor Albatros!!! —gritó ella mientras se aproximaba
a la carrera.
—Señoras, así que no van a dejar que me vaya en paz,
necesito unos días, solo eso —aseguró Albatros, que ya estaba
en las caballerizas.
—Blanche, por favor, déjanos solos —ordenó Victoria.
—Pero, mi niña, no creo que sea conveniente —apuntó la
mujer haciéndole gestos con el rostro a Victoria.
—Tranquila, Blanche, vuelve a la casa —la apaciguó
Victoria.
La mujer, desconfiada, se dio media vuelta y se encaminó
hacia la mansión.
—¿Qué ocurre, Victoria?, ¿por qué tanto revuelo porque
me vaya unos días? —inquirió él, extrañado.
—Albatros, lo sé todo, sé que usted no es hijo de Andrew y
que las cartas son falsas —se sinceró Victoria.
Albatros no se sorprendió, tenía sus sospechas, pues si las
cartas las había examinado un especialista, como había dicho el
señor Folk que haría, no podía ser de otra manera.
—Victoria, yo…
—No diga nada, por favor. Le necesito, usted es luz y mire
lo que ha conseguido hacer con la casa. Le aseguro que antes de
que pusiera un pie en ella se caía a pedazos, es más, era como si
tuviera vida propia y se negara a ser reparada.
Albatros sonrió, mas era una sonrisa amarga, incluso
irónica.
—Usted y yo sabemos que yo no soy luz, señora, estoy
lleno de oscuridad; además, ni siquiera sé quién soy, por ello
tengo que marcharme —argumentó él elevando las cejas.
—Por favor, no lo haga, no me abandone a mi suerte, se lo
ruego —suplicó Victoria con desesperación.
—¿Es por Gordon Dawson?, yo puedo hacer que
desaparezca de su vida, puedo hacer eso y mucho más —dijo
Albatros, ya sin máscaras.
—No estará hablando de… matarlo, ¿verdad? —preguntó
ella asustada.
—No, por dios, puede que yo sea un estafador, no lo niego,
pero no soy un asesino, tengo mis recursos y, si usted quiere, los
usaré para alejar a ese malnacido de Clever’s.
Ya estaba, ya lo había dicho, una vez descubierto, ¿qué le
quedaba por revelar?, su complicidad con Cadence… Ella
podría convertirse en un problema, la habían despedido y no se
había ocupado de conformarla de ninguna forma.
—No solo es por el primo de mi difunto esposo —confesó
ella.
—¿Entonces por qué, Victoria? —preguntó Albatros
encogiéndose de hombros.
Victoria agachó la cabeza.
—Por favor, no se vaya, quédese conmigo.
—Dame una razón, Victoria, una sola razón por la que
dejar toda mi oscuridad, esa que de algún modo amo, por ti.
—Me es tan difícil hablar, expresarme, yo no soy mujer de
palabra fácil, señor Albatros, además, me enseñaron a encerrar
mis sentimientos, a guardarlos bajo llave.
Albatros se aproximó a ella, ¿podía ser posible que sintiera
lo mismo que…?
Cuando ambos estuvieron muy cerca, tanto que podían
sentir como sus respiraciones se acompasaban. Albatros acarició
el rostro de porcelana de Victoria y esta cerró los ojos con
suavidad.
Fue entonces cuando sus labios se acariciaron, encajando
de una forma perfecta y dulce. Sus lenguas iniciaron un baile
que los llevó a sentir que estaban solos, alejados del resto del
mundo. El tiempo se paró y Victoria experimentó por primera
vez lo que era un beso de verdadero amor.
De pronto, un grito sacó a la pareja de su mundo paralelo, y
el beso se extinguió de manera abrupta.
—¡¡¡Condenado farsante, impostor, desgraciado!!! ¡¡¡¿Así
que has preferido a la Acelga antes que a mí?!!!
Era Cadence, que, totalmente fuera de sí, los miraba con
odio.
—¿Qué está diciendo, Albatros? —inquirió Victoria,
extrañada.
—¡¡Ah, que no te lo ha dicho!!, anda, Albatros, dile a tu
enamorada la verdad, que eres un timador, un estafador y un
farsante —espetó la muchacha, presa del cólera.
—Cadence, por favor, hablaré con Blanche… —Albatros
no sabía qué decirle a su antigua amante, era consciente de que
aquellos insultos no harían efecto, pues Victoria ya era
conocedora de la verdad, pero había algo que no quería que la
antigua sirvienta escupiera a los cuatro vientos.
—Muchacha, yo hace tiempo que sé que el señor Albatros
no es quién dice ser, así que ahórrate tus palabras —dijo
Victoria con determinación.
—Ah, ¿sí?, ¿y también sabes que planeaba heredar la
fortuna de tu difunto esposo y ponerte de patitas en la calle? —
preguntó Cadence con inquina.
Victoria, rauda, dirigió la mirada hacia la de Albatros. Este
no supo cómo desmentir a Cadence.
—¿Cómo has podido? —masculló—, miserable.
—Yo…, no era esa mi intención, Victoria, te lo juro —
aseguró el estafador.
—¡Cómo que no!, cuántas veces nos reímos de ti, Victoria,
no te lo imaginas. Además, él no te ama, solo te ha enredado en
su tela de araña. Yo soy su amante y ambos planeamos todo
esto. Así que, olvida ese beso, porque no es más que otra
mentira de este hombre. No es la primera vez que juega con los
sentimientos de alguna damisela en apuros, ¿cierto, Albatros?
—¡¡¡Basta ya, Cadence!!!, ¡¡¡deja de dañarla!!! —gritó
Albatros fuera de sí.
—¿Ahora no quieres dañarla?, tú, que querías dejarla en la
miseria…
—Eso no es cierto, Cadence, y lo sabes —espetó Albatros
con furia.
Victoria no dijo nada más y salió de las caballerizas, a la
carrera.
—¡¡¡Eso, vete, vete, acelga mal hervida!!! —bramó
Cadence.
Albatros negó con la cabeza, hubiera agarrado por el cuello
a semejante harpía, mas no estaba en su naturaleza materializar
aquel pensamiento asesino y fue tras Victoria.
—Por favor, Victoria, tienes que creerme, lo que dice
Cadence es fruto de su rabia, yo jamás te hubiera hecho
semejante canallada —dijo agarrándola por el brazo con el fin
de detenerla.
—Suéltame, malnacido, suéltame y vete de esta casa, de lo
contrario, yo misma avisaré a la guardia y os llevará a ambos a
donde debéis estar, tras las rejas. —Victoria escupió las palabras
con rabia y dolor, mucho dolor.
—No es cierto, no la creas, por favor, Victoria, por favor,
mi amor —dijo él en un intento de convencerla.
—Ahórrate tus mentiras, ya sé que todo, hasta el beso de
antes, ha sido una ilusión, ¿qué podía esperar de un farsante? —
inquirió ella con ironía.
—Te juro por lo más sagrado que no, que lo que siento por
ti es una de las únicas verdades de mi vida —argumentó él,
abriendo su alma en canal, como nunca lo había hecho.
Victoria rio.
—Adiós, Albatros.
Y el hombre que había llegado a Clever’s con el fin de
hacer el negocio de su vida, se marchó sin nada, con el corazón
quebrado y la certeza de que toda su vida había sido un engaño.
Capítulo 32

La cena de la familia Dawson estuvo protagonizada por el


reencuentro con Albert y la muerte de Oliver, así que nadie
estaba para mucha algarabía, salvo Andrew, que parecía
complacido con su hermano de nuevo en casa. Sin embargo, la
falta de una persona extrañó en demasía a Albert, o tal vez no, él
había intentado librarse de aquella cena cargada de hipocresía.
La única verdad era que Andrew Dawson, su gemelo, que
se mostraba afable y dicharachero como cuando era un
chiquillo, se había casado con su gran amor, y eso, por mucho
que lo perdonara, jamás lo olvidaría.
Ya era bastante tarde cuando la madre y sus dos hijos se
retiraron a sus aposentos.
Albert entró en su cuarto y se dejó caer en la cama.
Observó el mobiliario de su antigua habitación, la que había
ocupado él en solitario tras el compromiso de Gertrude con
Andrew. Jamás había llegado a sentirla como suya.
Todo estaba cubierto con una pátina de desencanto, aunque
la limpieza exhaustiva que su madre le imponía al servicio
descargara la estancia de la enfermedad que parecía apropiarse
de todo Clever’s.
Recordó a Gertrude en el entierro de su padre. Su corazón
había vuelto a latir en su presencia y se maldijo a sí mismo, pues
era la mujer de su hermano, por mucho que un día esta se
consagrara a él en un acto simbólico de matrimonio eterno.
No consiguió pegar ojo en horas, hasta que decidió salir de
la habitación con el fin de tomar el aire en el exterior de la casa.
Descendió los peldaños de la escalinata y arribó a la planta
baja. Se disponía a cruzar el umbral de la puerta cuando escuchó
gritos que provenían del antiguo despacho de su padre, que
ahora era el de Andrew.
Volvió atrás con sigilo y pegó la oreja en la puerta de este.
—Eres una ramera, ¿te crees que no he visto cómo lo
mirabas en el cementerio?, desvergonzada, que eres una
desvergonzada. ¡¡¡Mi padre estaba de cuerpo presente, zorra!!!
—gritaba su hermano fuera de sí.
Albert se llevó la mano a la boca, totalmente impresionado
por las palabras de este.
—Yo no he hecho nada, Andrew, ni siquiera hemos
hablado —gimió Gertrude.
—No hace falta que hables, puedo oler tus ganas de
fornicar con él desde lejos, porque las zorras como tú no tenéis
otro cometido que el de perseguir una buena verga —espetó
Andrew.
Albert estaba horrorizado.
De pronto, se hizo el silencio, silencio que se rompió por
un quejido de dolor.
—Me haces daño, Andrew, por favor, esta noche no, te lo
ruego. No me encuentro bien —suplicó ella.
—Esta y todas las noches que yo quiera, ¿me entiendes?,
eres mía y puedo tomarte cuando me plazca, para eso soy tu
dueño —dijo Andrew envuelto en una ira mezquina que
producía escalofríos.
—¡¡Por favor, Andrew, no, no!! —Gertrude emitió un
alarido desgarrador y comenzó a llorar con desconsuelo.
—Ya he tenido bastante —masculló Albert antes de
aporrear la puerta.
—¡Maldita sea! —oyó exclamar a su hermano.
Una pequeña rendija de la puerta se abrió y Andrew mostró
medio rostro.
—¿Qué haces aquí?, me has despertado —dijo Andrew con
sequedad.
—¿Todo bien, Andrew? —inquirió Albert con los puños
apretados.
—Sí, todo bien, si no fuera porque me has dado un susto de
muerte —apuntó Andrew con hartazgo.
—He escuchado a Gertrude gritar y llorar —anunció
Albert, con ganas reprimidas de derribar la puerta y a su
hermano con ella.
—A Gertrude… Ah, es normal, es sonámbula y se pasa la
noche entre lamentos y gritos, por eso dormimos separados, es
imposible hacerlo junto a ella —dijo Andrew cambiando su
expresión de hostil a divertida.
—Andrew, sé que está ahí dentro contigo, he escuchado
muy bien los insultos y tu forma de tratarla, así que abre la
puerta y déjame asegurarme de que está bien —ordenó Albert.
Andrew observó a su hermano con desprecio y cerró la
puerta.
—¡¡¡Andrew!!! ¡¡¡Abre de una vez o tiraré la puerta
abajo!!! —gritó Albert.
—¿Qué son esos gritos? —inquirió una voz a su espalda,
era su madre, que, ataviada con una bata y un gorro de dormir,
lo miraba inquisitiva.
—¡¡Andrew está maltratando a Gertie, madre!!, y no voy a
permitirlo —soltó Albert cada vez más furioso.
—Ah, no debes darle importancia, el matrimonio es una
difícil empresa, hijo. No obstante, Gertrude y tu hermano se
aman con locura, es solo una discusión de enamorados, así que
vuelve a la cama —argumentó Sarah con fingida tranquilidad.
—No volveré a mi alcoba hasta que Andrew abra la puerta
para que pueda comprobar que Gertie está bien —dijo Albert
con determinación.
—¡Andrew, hijo, abre la puerta y muéstrale a tu hermano
que tu esposa es una mujer feliz y enamorada! —exclamó Sarah
con teatralidad.
—¡¡Está bien, maldita sea!! —gruñó Andrew y abrió la
puerta de par en par.
En el interior de la estancia no había nada más que trastos y
libros esparcidos por doquier. En el escritorio, una botella de
whisky reposaba casi vacía y su hermano estaba muy ebrio.
—Lo ves, hermanito, estoy solo, ya te he dicho que
Gertrude grita y llora por las noches, tiene pesadillas y te habrás
confundido —aseguró Andrew arrastrando las palabras.
—Sé muy bien lo que escuché, no soy estúpido. Gertie está
aquí en algún lugar, no entiendo por qué queréis hacerme ver
algo que no es real —espetó Albert.
—Albert, no puedes arribar a casa y ponerla patas arriba el
primer día, aquí hemos vivido muy tranquilos durante dos
décadas, así que compórtate como es debido o tendrás que
alojarte en la posada —le reprendió su madre.
Albert soltó un bufido, ¿qué demonios le ocurría a su
familia?, ¿se habían vuelto locos?
Ya había detectado el cambio en su madre, pero siempre
pensó que la edad era lo que le estaba pasando factura. Sin
embargo, hallar la casa maltrecha y a sus habitantes tan
desmejorados mental y físicamente, lo hizo plantearse recoger
sus pertenencias y marcharse en aquel momento. Empezaba a
acusar el influjo de aquel lugar maldito, porque era lo que
parecía, estar bajo las garras de algún tipo de maleficio.
Decidió volver a su alcoba e intentar dormir, pero era del
todo imposible, hasta que cerró los ojos e intentó concentrarse
en su respiración, y dormitó durante un tiempo incierto.
Un zarandeo lo despertó, y, al ver el rostro de Gertie,
iluminado por la luz de una vela, se incorporó de golpe y
porrazo.
—Ten cuidado, aquí las paredes tienen oídos y pueden
escucharnos —susurró ella sentándose en el lecho y depositando
el candelabro sobre la mesita auxiliar.
—¿Qué ha ocurrido en el despacho, Gertie? —inquirió
Albert con dureza.
—Gertie… Hacía tiempo que no escuchaba a nadie
llamarme así —dijo ella evocadora.
—Estoy hablando en serio, mujer. Estabas en ese despacho,
¿cierto? —masculló él entre dientes.
Gertie agachó la cabeza.
—No siempre es así, el alcohol y su enfermedad hacen
malas migas —lo defendió ella.
—¿Cómo puedes aguantarlo? —preguntó Albert,
preocupado.
Gertie se encogió de hombros.
—Es mi esposo, ¿qué otra cosa puedo hacer? —preguntó
ella quitándole hierro al asunto.
—Sí podrías haber hecho algo en el pasado, te aseguro que
yo jamás te hubiera hecho daño —confesó él y se arrepintió de
inmediato de sus palabras, que habían salido de alguna parte de
su alma.
—Shhh, no digas nada más, el pasado es solo eso, pasado
—susurró Gertie posando el dedo índice en los labios de Albert.
Él, al notar aquel leve contacto, sintió que algo estallaba en
su interior, era su corazón que atrapaba los fragmentos perdidos
como si se tratase de un imán.
Cerró los ojos y llevó una de sus manos a la que Gertie
apoyaba en el lecho.
—No puedes imaginarte cuánto te he soñado, cuánto he
ansiado el roce de tu piel y el calor de tus labios —dijo Albert
liberando su sinceridad como no lo había hecho en muchos
años.
—No digas nada, por favor, no lo hagas —sollozó Gertie
apartando la mano del calor de la de Albert, que tanto había
echado de menos.
—¿Por qué estás aquí?, ¿no ves que tu presencia es mi
condena? —inquirió él, dolido por el rechazo de su Gertie.
—Solo quería que comprendieras a Andrew, no está bien
y…
—Vete, Gertie, por favor. Será lo mejor —ordenó Albert,
recomponiéndose por dentro.
Gertrude asintió con la cabeza y salió de la habitación cual
espectro.
Albert se quedó solo, en la compañía de aquel amor, que de
nuevo llamaba a su puerta con más furia que en el pasado.
Debía ser fuerte, aunque sabía que no podría. Lo mejor para
todos y para él mismo sería que se alojara en el Albatros, al fin
y al cabo, estaba acostumbrado a su camarote y se sentía mejor
allí que en cualquier otro lugar.
No esperó al amanecer para recoger sus bártulos, dos
semanas era demasiado tiempo y se había equivocado al intentar
un acercamiento, pues las heridas del pasado se abrían con saña
y no podía permitir que aquello volviera a ocurrir.
Salió de Clever’s con premura, sin percatarse de los ojos
que lo observaban desde el ventanal de su habitación, eran los
de Gertie, que sacudida por el dolor del pasado, se debatía en
qué hacer, si salir detrás de su antiguo amor, o quedarse en el
lugar que todos decían le correspondía.
Capítulo 33

Cuando Albatros puso un pie en Londres tomó aire con


profundidad y lo soltó como si al exhalar, salieran por su boca
todos los fantasmas que se ocultaban en los rincones de su ser.
Sin embargo, al volver a espirar se dio cuenta de que
seguían allí, atenazándole el alma.
Caminó despacio, sujetando las riendas de Twilight y
ambos se perdieron en la espesa niebla que se cernía sobre la
ciudad aquella noche invernal y fría.
Cuando entró en la posada que regentaba Mary, dejó a
Twilight en la pequeña cuadra y se encargó de que tuviera heno
y agua fresca.
Al salir de la cuadra halló a Mary, que barría el patio
interior del edificio.
—Hijo querido —dijo con efusividad antes de aproximarse
a él y abrazarlo sin que este le correspondiera.
—Buenos días, Mary, creo que tenemos que hablar largo y
tendido —anunció Albatros sin dejar de observar con
detenimiento la expresión de la mujer que lo había cuidado
como si fuera su propio hijo.
—¿Qué ocurre?, Albatros, ¿dónde has estado? —preguntó
ella llevándose la mano al pecho.
—Clever’s… —dijo Albatros con determinación.
Mary soltó un resoplido y se echó a llorar.
—¿Quién soy, Mary?, dime quién soy.
Mary, con los ojos anegados de lágrimas, tomó una de las
manos del hombre que tenía delante y le hizo un gesto para que
la acompañara.
Ambos entraron en la habitación de la posadera y ella le
rogó a Albatros que se sentara.
—Estoy bien así —aclaró aproximándose a la ventana.
—Lo que voy a contarte, hijo, es algo que prometí que
nunca revelaría y que me llevaría a la tumba.
Albatros entrecerró los ojos y decidió que fuera ella la que
relatara su historia y la suya propia, porque él parecía la pieza
perdida de aquel puzle imposible de resolver, era como el
laberinto de Clever’s, enrevesado y decadente.
—Verás, era solo una niña cuando empecé a trabajar en
Clever’s.
Albatros asintió.
—Lo sé, y tendrás que explicarme con detalle por qué una
dama de compañía con veintitrés años de servicio a sus espaldas
abandona su puesto de trabajo el mismo año de mi nacimiento.
Es más, tú fuiste quién me dijo cuándo nací, ¿cómo lo sabías?,
si me encontraste con quince años y la mente nublada.
—Todo es más complicado de lo que crees, hijo mío —
sollozó la mujer.
—¿Por qué me llamas hijo?, ¿es que acaso soy ese hijo por
el que siempre penaste?, ¿eres mi madre, Mary? —inquirió
Albatros, desafiante.
—Sí y no, hijo.
—O es sí o es no, déjate de acertijos y dime ya de una
maldita vez la verdad. Merezco saberla, ¿no crees?
—No, Albatros, no soy tu madre, aunque madre no es solo
la que da a luz.
—¿Quién es mi madre? —la apremió Albatros.
Mary no podía dejar de llorar.
—Por favor, hijo, te lo ruego, no desentierres el pasado, es
lo mejor, créeme —suplicó Mary, superada por el dolor que le
producían sus secretos.
—¡¡Que me respondas, maldita sea!! —bramó Albatros
con la paciencia a punto de agotársele.
—Gertrude Ross, tu madre se llamaba Gertrude Ross —
gimió Mary.
—Lo sabía, sabía que la mujer del retrato no podía ser otra
que mi madre— masculló llevándose ambas manos a la cara en
un gesto instintivo—. ¿Y por qué me abandonó?, ¿por qué mi
vida es un maldito enigma? —Albatros escupió las preguntas, se
había acercado a Mary y la retaba con la mirada.
—Gertrude nunca te abandonó, ella te amó con toda su
alma desde que se enteró de que estaba encinta —confesó Mary.
—Entonces, ¿por qué crecí tan lejos de ella y de mi padre?
—Tu padre… ¿Has averiguado de quién se trata? —
preguntó la mujer encogiéndose de hombros.
—Como para no saberlo. También hay un retrato suyo en
Clever’s, y es inevitable no darse cuenta del gran parecido. Es
como si Dios hubiera obrado en mi favor, dándome el mismo
rostro que le dio en su día a él. ¡Andrew Dawson y yo somos
como dos malditas gotas de agua!
Mary abrió mucho los ojos.
—Albatros, mi querido Albatros…, Andrew Dawson no es
tu padre.
—¿Cómo no va a serlo?, ahórrate tus engaños y artimañas.
Es imposible que ese hombre no lo sea, del todo imposible —
replicó Albatros con saña.
—Te equivocas, Albatros, un ser tan vil jamás podría
engendrar a un hombre bueno como tú —intentó apaciguarlo
Mary.
—¡¡¡Yo no soy bueno!!! —gritó Albatros—, no lo soy, soy
un miserable, un gusano, un estafador que ha provocado
suicidios y que se aprovecha de la ingenuidad de las personas.
Así que no me digas que soy bueno, porque se me revuelven las
tripas.
—Andrew Dawson no es tu padre —repitió la mujer
persignándose.
—Entonces, ¿quién demonios es?
Mary lo miró con la expresión más triste que le había visto
en la vida.
—Tu padre se llamaba…
Capítulo 34

El Albatros era su hogar y cuando se halló en su camarote no


pudo menos que respirar tranquilo, ya que el aire viciado de
Clever’s le robaba el suyo propio.
Pensó de nuevo en Gertie, en cómo su hermano la había
tratado y se maldijo a sí mismo por no habérsela llevado a la
fuerza cuando ambos tenían la vida por delante. Sin embargo,
negó con la cabeza, contrariado. ¿Cómo obligar a una mujer que
acaba de elegir a tu hermano, que ha yacido con él y que
prefiere ser su esposa a la tuya?
Los recuerdos llegaban y se aferraban a su mente, sin darle
la opción de dejarlos ir.
Se tumbó en la cama y desvió su vista al portillo, la silueta
de Clever’s lo observaba anhelante de luz.
En ese mismo instante, Gertie se aferraba al ventanal,
buscando a lo lejos, en el puerto, aquel barco del que tanto había
oído hablar a Sarah. El Albatros.
Sin embargo, entre tanto barco atracado, poco podía
atisbar. Aunque sabía a ciencia cierta que él se había refugiado
en el navío. Lo sentía en su interior.
Las horas pasaron y allí continuó ella, de pie, sin dejar de
mirar al mismo lugar, hasta que el amanecer la sorprendió con
los ojos congestionados de tanta lágrima que había derramado.
Habían sido muchos años de llorar en seco.
Albert pudo conciliar el sueño, pero las pesadillas se
cernieron sobre él como pájaros negros hambrientos. En ellas se
hallaba junto a Gertie, pero no podía respirar, hasta tres veces se
repitió el mismo mal sueño, antes de que decidiera dejar de
internarse en el mundo onírico.
Se levantó del camastro y se aseó, subió a cubierta y una
voz rompió la algarabía de las gaviotas.
—Buenos días, Albert.
—Gertie, ¿qué demonios haces aquí? —preguntó Albert,
pellizcándose para comprobar que no estaba soñando de nuevo.
—¿Es tarde para nosotros? —preguntó ella, mostrándole
un hatillo de tela.
Albert, sorprendido, negó con la cabeza.
—Gertie, por dios, si esto es una broma, no tiene gracia —
espetó él y la mirada de la mujer se ensombreció.
—Debí ser valiente, mas no pude, me sentí desbordada por
la situación.
—¿Y preferiste entregarte a Andrew?, jamás lo olvidaré,
me hiciste demasiado daño.
—Albert —gimió ella aproximándose a él y clavando sus
grandes ojos en los de su antiguo amor.
—No te acerques, por favor, aléjate de mí —espetó él
dando un paso atrás.
—¿Me rechazas?, pensé que te importaba, que todavía
ardía tu corazón por mí, igual que el mío, Albert. Porque no te
he olvidado, y te he soñado cada uno de los días que he pasado
junto a Andrew.
»Durante el día hacía el papel de perfecta esposa, me
convertía en lady Dawson. Una dama distinguida y apreciada
socialmente. Empero, cuando todos dormían, en la soledad de
mi alcoba, todos y cada uno de mis pensamientos eran para ti.
»Imaginaba que eras mi esposo, que teníamos una bonita
familia…, hijos. Nos veía felices en una Clever’s florida que se
cubrió de sombras el mismo día en que tu luz la abandonó.
—No te rechazo, Gertie. No podría, por eso te pido que te
alejes, eres la esposa de mi hermano y sería incapaz de
traicionarlo de manera tan vil después de tantos años —
argumentó él.
—Dejad todos de decir que soy la esposa de ese miserable,
jamás lo fui. Mi alma siempre estuvo unida a la tuya y solo
contigo me consideraré casada —replicó Gertie con
determinación.
—Tienes que irte, Gertie —anunció Albert.
—No, no lo haré. Me voy a quedar aquí, contigo, así venga
la guardia y me prenda, no podrán sacarme de tu barco.
—Gertie, por favor…
—Ni por favor ni nada, no me voy a ir. Las consecuencias
me tienen sin cuidado. Vámonos, Albert —suplicó ella.
Albert no dijo nada más y se alejó.
—¿A dónde vas? —inquirió Gertie entrecerrando los ojos.
—¿No querías que nos fuéramos?, pues naveguemos,
démonos unas horas, si para entonces sigues pensando lo
mismo, y no cambias de opinión, volveremos a puerto y
pensaremos las cosas con calma. ¿te parece bien? —preguntó
Albert, superado por las circunstancias.
Ella asintió con la cabeza.
Albert soltó las amarras y el Albatros se alejó del puerto a
la misma vez que Gertie volvía a ser libre para respirar.
∞∞∞
Andrew gritaba mientras buscaba a su esposa por todos los
salones y habitaciones de Clever’s. Sarah iba detrás de él,
rogándole que se calmara, sin embargo, era del todo imposible
cuando la furia se apoderaba de su ser.
—¡Hijo mío, tranquilízate, de lo contrario, sabes muy bien
lo que ocurrirá! —exclamó su madre con determinación.
—¡¡Quizá sea lo mejor, madre!!, que deje a su libre
albedrío la fiera que hay en mí, que le permita seguir sus
instintos más primarios en lugar de aplacarla con encierro y
oración.
—El cilicio te vendrá bien, hijo, deberías entrar en el
despacho, ¿qué pensaría el servicio si te viera alejado de Dios?,
ya demasiados rumores acerca de tus excentricidades han
extendido esos ingratos por Cornualles.
—Necesito encontrar a mi esposa y a mi hermano —
masculló conteniendo la furia a duras penas.
—Albert está en el Albatros, me dejó una nota en el
vestíbulo —aclaró Sarah.
—¿Y ella?, ¿ha cambiado Clever’s por un sucio ballenero?
—inquirió Andrew cada vez más fuera de sí.
—Haré que Walker vaya al puerto y le pregunte a tu
hermano si sabe algo de tu esposa —lo conformó Sarah
mientras abría la puerta del despacho—, y ahora, entra ahí, te lo
ruego —suplicó antes de poner en la mano de su hijo el cilicio,
que guardaba con celo para las ocasiones en las que atisbaba la
tormenta interior de Andrew a punto de estallar.
Se lo había dado un sacerdote que había visitado a Andrew
durante su adolescencia, cuando sus crisis eran del todo
abrumadoras y sus padres no sabían cómo ayudarlo.
Cuando conseguían ponerle a Andrew el cilicio en el muslo
solía calmarse, por ello, Sarah se lo ofrecía cuando veía en él la
proximidad de uno de sus terribles episodios.
Nadie supo nunca ponerle nombre a su enfermedad. A
Oliver y a ella les habían dado en el pasado infinidad de
diagnósticos, cada uno más rocambolesco. Hasta que el padre
Rafael, un español católico que se dedicaba a hacer exorcismos,
consiguió que las crisis de Andrew se espaciaran en el tiempo
con aquel artilugio que lo hacía sangrar con intensidad y
retorcerse de dolor.
Les dijo a ambos que su hijo estaba enfermo de vicio y que
cada uno de los siete pecados capitales lo dominaban, haciendo
de él un ser mortificado, una especie de mártir del mal.
Sarah recordaba aquella época oscura cada vez que le hacía
entrega a su hijo del instrumento de penitencia. Y de nuevo lo
hizo.
Cuando consiguió que Andrew entrara en razón y se
internara en el despacho, cerró la puerta con llave y se la colgó
con una cadena en el cuello, que escondió con celeridad para
salvaguardarla en su pecho.
Hizo tintinear la campanilla del servicio, del modo en que
lo hacía cuando precisaba los servicios del cochero.
—Walker, ve al puerto y busca a Albert, dile que se
presente ante mí de inmediato —ordenó en cuanto el cochero
acudió.
—Como usted mande, milady.
El cochero se dirigió a puerto y buscó el Albatros por todas
partes sin hallarlo. Era demasiada casualidad que Albert y lady
Gertrude se hubieran esfumado, y que el barco no se encontrara
en el muelle.
Volvió a Clever’s sin saber muy bien qué decirle a su
señora. Bien sabía que los errores cometidos, aun con buenas
intenciones, se pagaban a precio de oro.
Había perdido a Rose para siempre por no cumplir con el
encargo que ella le dio.
«No se puede perder lo que nunca has tenido», le dijo su
voz interior.
Jamás había sido suya, tampoco la entonces muchacha
había dado muestras de corresponderle. Pero tenía una relación
especial con ella, hablaban bastante y congeniaban. Había una
confianza que se rompió por su cobardía.
Bien sabía el cochero que él había decidido el futuro de sus
patrones por haber tomado el camino equivocado.
Desde entonces, su mundo y el de las personas que lo
rodeaban se había vuelto sombrío.
De la Doble Rosa poco sabía, cuando los señores Ross
abandonaron este mundo, las hermanas ya estaban fuera de su
casa. Él pasó a formar parte de la plantilla de Clever’s, y ahí
seguía, como si se tratara de una penitencia. Había pensado
muchas veces en dejar aquel lugar maldito, pero siempre había
algo o más bien alguien que se lo impedía.
Walker salió de sus pensamientos más profundos con la
certeza de que solo tenía una opción: decir la verdad.
Capítulo 35

Llamaron a la puerta de la desvencijada casa de Gordon


Dawson. Él mismo se dirigió a abrirla, después de requerir al
ama de llaves y recordar que ya no estaba, pues el servicio al
completo había emigrado a destinos más deseables.
Gordon vivía en una casa de ladrillo rojo que había
conocido tiempos mejores. En los dos últimos años, la economía
del hombre se había visto duramente afectada por su tendencia a
caer en vicios insanos.
Una sala de juegos londinense se había convertido en
debilidad y condena a partes iguales. Durante la última
temporada se había dejado en las mesas de juego todo su
patrimonio, a excepción de aquella casa, que tenía pensado
apostar la próxima vez que viajara a Londres, si la fortuna no le
sonreía de una maldita vez.
La muerte de Andrew era el bálsamo que necesitaba para
poder seguir con su vida de excesos, sin embargo, un individuo
salido de la nada y con un gran parecido a sus dos primos había
irrumpido en escena, haciendo que sus planes se fueran al traste.
Había tratado de impedir de todas las maneras que ese tal
Albatros se quedara con lo que le correspondía por ser el último
familiar vivo conocido de los Dawson.
Sin embargo, por su falta de liquidez, ningún abogado
quería hacerse cargo de su caso, y lo único que le quedaba era
presionar a ese desgraciado de Folk, que no parecía avanzar en
las investigaciones que dijo que se harían al respecto.
Al abrir el portón, se impresionó al ver a una bonita joven a
la que ya había echado el ojo en Clever’s.
—Señor Dawson, tengo que hablar con usted de un tema
de su interés —dijo la muchacha con convicción.
Gordon pensó que la suerte por fin había acudido en su
ayuda, y se había presentado en forma de hermosa mujer en el
umbral de su puerta.

∞∞∞
Victoria estaba triste y un vacío enorme copaba su pecho.
La habían engañado de la manera más vil, sin embargo, en
el fondo de su alma sentía todavía que no podía ser, que
aquellos labios la habían besado con ternura y sinceridad.
¿Puede un beso ser sincero? Sí, puede.
Jamás Andrew la había besado de aquella forma, ni había
sentido su cuerpo vibrar diciéndole a gritos, quiero más, quiero
tenerte sin reservas.
Le hubiera dado su alma si este se la hubiera pedido en ese
instante que no cesaba de reproducirse en su mente como si se
tratara de una rueda que gira y gira y nunca deja de hacerlo.
Pero todo era una ilusión fruto de la mente maquiavélica de
aquellos dos.
Caminó durante horas de un lado al otro del vestíbulo, ¿a
quién o qué esperaba?, se había levantado de una noche
insomne dispuesta a denunciar a Albatros y a Cadence, pero
todo se había quedado en intención, porque no, no era capaz de
denunciarlo a él, prefería olvidarlo, enterrarlo en un rincón
deteriorado de su corazón y dejarlo perder para siempre allí.
Anduvo sin rumbo por la casa. El cabello ensortijado, el
vestido arrugado, el alma herida de muerte.
Sin saber cómo, se halló delante de la puerta del despacho
de Andrew, ese lugar maldito en el que temblaba de pies a
cabeza cada vez que tenía que pisarlo.
Posó su mano en la puerta y esta cedió y chirrió. Recordó
que le dijo a Albatros que podía entrar en él. Quizá se olvidó de
cerrarlo, o ni se molestó, nunca lo sabría.
Agarró un candelabro que descansaba junto a la puerta, en
un pequeño aparador. Estaba fuera de lugar, así que era muy
probable que Albatros lo hubiera utilizado para iluminarse en el
interior de aquella habitación sin ningún paso de luz.
Prendió una a una las velas que halló en el escritorio y se
sentó en el sillón que utilizaba su esposo.
Apoyó los antebrazos en los reposabrazos y observó el
libro de registro abierto ante ella, en la gran mesa de despacho
de su difunto esposo.
La página que estaba abierta, la firmaba un tal Albert
Dawson.
Victoria ladeó la cabeza. ¿De qué le sonaba ese nombre?
Sí, era el abuelo de Andrew, pero difícilmente estaría vivo en
esa fecha, si ya su padre era bastante mayor cuando murió.
«Piensa, Victoria, piensa», se dijo a sí misma.
¿Quién era Albert Dawson?, ¿tal vez el hombre del retrato?
Recordó el momento en que Blanche y ella colgaron el
cuadro sobre la chimenea, en uno de los salones.
Habían quitado uno de hombres cazando con sendos
perros, a Victoria le parecía tan horrible que se sintió satisfecha
cuando el retrato de Andrew la observó con su figura esbelta
desde arriba.
Tan ilusionada estaba, que cuando Andrew entró por la
puerta y ella corrió hacia él para besarlo, le pidió que la
acompañara, pues tenía una hermosa sorpresa que mostrarle.
Andrew, sonriente, se dejó arrastrar de la mano, pero su
risueña expresión se convirtió en una de cólera tan aterradora
que Victoria temió por su propia integridad física.
Lo que vino luego, la tiró al suelo y ella se llevó la mano a
la mejilla dolorida por el cruel bofetón que le propinó su amado
esposo.
—¡¡¡Quita a ese maldito de mi vista!!! —gritó Andrew
antes de encerrarse a cal y canto en su despacho.
Victoria todavía sentía el dolor de aquel bofetón en su
alma. Se acarició la mejilla, como si volviera al pasado y
estuviera en él.
Esa misma noche, Blanche le dijo que Andrew quería verla
en su despacho a medianoche.
Victoria no entendía nada, ¿para qué su marido la hacía
llamar y la citaba de una forma tan extraña?, con la esperanza
de que quisiera pedirle perdón por su mal proceder, ella se puso
guapa para él y se presentó a la hora indicada.
Dio tres toques en la puerta y Andrew le dijo que pasara,
desde el otro lado. Ella lo hizo y su mundo se tiñó de negro para
siempre.
Capítulo 36

Gertie y Albert se encontraban en alta mar, donde el atardecer


les regalaba una fiesta idílica de colores cálidos.
Albert había permanecido en el puente gran parte del día y
solo se había acercado a Gertie para ofrecerle algo de comer.
En silencio, habían dado cuenta del pescado que Albert
había asado con gran nerviosismo.
Gertie había permanecido en cubierta, leyendo el único
libro que se había metido en el hatillo donde llevaba su ropa.
Era una historia de desamor y tristeza enorme, como la
suya propia.
¿Por qué desperdiciaban el poco tiempo que tenían
separados?, ¿es que acaso se habían equivocado y el amor no
existía ya entre ellos?
Fue Gertie quien, cansada de sentirse incómoda por el
silencio de Albert, subió al puente e inquirió con determinación:
—¿Por qué me evitas?
Albert esbozó una sonrisa tensa y negó con la cabeza.
—Ha sido un error, deberíamos volver a puerto, no está
bien lo que hemos hecho, pero todavía estamos a tiempo de
enmendarlo —intentó convencerla Albert.
—¡¡¡¿Error?!!! No puedo creerlo. ¿Desde cuándo es un
error seguir los designios de tu corazón, Albert?
—Desde que la mujer que decía amarme se entregó a mi
hermano y me desterró de su corazón —espetó Albert con
dureza.
—No tienes ni idea…, ¿cierto?, no sabes quién demonios
es tu hermano en realidad, no lo sabes —apuntó ella con los
labios temblorosos y los ojos nublados por el… ¿miedo?
—¿Cómo no voy a saberlo? Nacimos juntos, ¿lo
recuerdas? —preguntó Albert con ironía.
—Sí, nacisteis juntos, pero nunca sabrás lo que es yacer
con él, te lo aseguro —apuntó Gertie con los brazos en jarras.
—¡Acabáramos!, que ahora me vas a decir que Andrew es
mal amante, ¿es eso lo que buscas en mí?, ¿un virtuoso en el
lecho?, pues he de decirte, Gertie, que te equivocas de hombre,
no soy lo que buscas —espetó Albert mientras negaba con la
cabeza.
—¡Eso que has dicho es cruel, muy cruel!, no es yacer con
otro por aventura lo que busco en ti. En realidad, odio ese acto
humillante y horrible —aclaró Gertie ante la extrañeza de
Albert.
—¿Humillante y horrible, Gertie? ¿Qué quieres decir?
—Lo que has oído, yacer con Andrew es como hacerlo con
el mismísimo diablo —gimoteó Gertie.
La congoja subió hasta su garganta, y las lágrimas
volvieron a aflorar de sus ojos.
—He vivido un infierno con Andrew, Albert, y he de
decirte la verdad, una verdad que he callado durante años,
ocultándola bajo una fachada de mujer imperturbable, de esposa
de un lord que tenía que estar a la altura.
»Solo he sido eso, pura fachada. ¿Me escucharás, Albert?,
¿creerás en mis palabras? Sé que será difícil hacerlo, pero ¿lo
harás?
Albert, al ver la expresión aterrorizada a la vez que triste de
Gertie, no pudo menos que abrazarla, mientras ella derramaba
todas las lágrimas de las que había hecho acopio durante años, y
que decidieron escapar de sus ojos en el momento en que Albert
puso un pie en Clever’s.
—Necesito descansar —anunció ella—, me siento mareada
—aclaró.
Albert deshizo el lazo de su abrazo y la tomó de la mano,
para conducirla a su camarote.
—Siento que desfallezco, no sé si podré… —comenzó a
decir Gertie con la voz engolada.
Albert la tomó entre sus brazos y Gertie apoyó la cabeza en
su pecho. Con cuidado, descendió los peldaños de madera y
caminó por el pasillo que conducía a la zona de la tripulación y
a su camarote, que era el más grande y opulento.
Él la depositó en la cama y la acomodó para que se sintiera
reconfortada.
—Será mejor que te deje descansar —aconsejó Albert.
—No, Albert, no te vayas, quédate conmigo —suplicó
Gertie tomando la mano del hombre que amaba.
Albert sopesó los pros y los contras, no podía quitarse de la
cabeza las palabras que había dicho Gertie en cubierta y el
estado de tristeza y debilidad en que la habían sumido, porque
era del todo extraño que justo se hubiera mareado en ese
instante, cuando llevaba todo el día en perfecto estado. La mar,
como la llamaba Albert, es rápida con los forasteros y suele
reírse a costa de los profanos.
Con cuidado, Albert se tumbó a su lado tieso como un
árbol seco.
—Abrázame, por favor —le pidió ella con dulzura.
¿Qué podía hacer?, era consciente de cómo respondía su
cuerpo cuando la tenía cerca, si la abrazaba, su entrepierna
reaccionaría al acto. Sin embargo, no supo negarse y pasó su
brazo por la cintura de ella, que se había posicionado de lado.
Nada más aproximarse, ocurrió lo que temía y Gertie fue
consciente de ello.
—Eres una criatura diabólica, lo sabes, ¿cierto? —preguntó
él a punto de la risa.
—Solo soy una mujer enamorada de un hombre al que he
esperado durante años, y con el que he vivido en sueños todo
este tiempo —confesó ella.
Albert cerró los ojos, él había intentado por todos los
medios olvidarla, incluso buscó con ahínco consuelo en otras
mujeres, en otros puertos, empero había sido imposible. Su
amor de juventud siempre volvía a su corazón y se dedicaba a
arrancar su coraza.
—Me tomó a la fuerza —dijo de pronto Gertie.
Albert abrió sus ojos de golpe y porrazo antes de
incorporarse.
—¿Qué demonios… estás diciendo? —inquirió Albert con
la mirada furiosa.
—Que la noche en que pedí espacio para decidir, no lo
tuve. Andrew se presentó y me tomó a la fuerza. Luego me hizo
prometer que no diría nada y me obligó a elegirlo a él —confesó
Gertie.
—¿Y por qué no me lo dijiste?, él hubiera pagado por lo
que te hizo y yo jamás te habría repudiado por ello. Te amaba
con toda mi alma, Gertie, ¿por qué no confiaste en mí?
—Porque Andrew dijo que te mataría y yo era solo una
niña, lo creí a pies juntillas y preferí protegerte a ver tu vida
sesgada por él —dijo Gertie entre sollozos, llevando su mano a
la mejilla de Albert.
—¡¡Desgraciado hijo de Satanás!! Pagará por lo que te
hizo, si es necesario me batiré en duelo con él.
»Hablaré con mi madre, ella comprenderá la situación y
condenará las malas acciones de Andrew.
Gertie negó con la cabeza.
—Con ella no, por favor, no puedes hablar con Sarah —
suplicó Gertie, temblorosa.
—¿Por qué no?, confía en mí, conozco a mi madre…
—Fue tu madre la que le sugirió a Andrew que me tomara
a la fuerza, tal como hizo tu padre con ella cuando se casaron —
lo cortó Gertie.
Albert negó con la cabeza.
—No puede ser, ¿cómo no supe verlo?, ¿cómo fui tan
estúpido de dejarte en esa jauría de lobos? —se culpó Albert
con una lágrima furtiva recorriéndole la mejilla.
—No te culpes, Albert, éramos prácticamente niños,
inexpertos e inocentes —lo consoló Gertie limpiándole la
lágrima, a la que siguieron varias más, hasta que él se derrumbó
y lloró de modo desgarrador, abrazado a ella, a la mujer que
jamás debió abandonar a su suerte.
Aquel abrazo se extinguió a medias, y nuestra pareja se
miró a los ojos. Unieron sus labios primero con dulzura, luego
con un hambre voraz que llevaba muchos años oculta en el
interior de ambos.
Los sueños de Gertie ya no lo eran, aquello estaba
ocurriendo en realidad, tal y como ella lo había visualizado en el
mundo onírico.
Él acarició su cabello y deslizó su mano, áspera por el
trabajo en el mar, hasta llegar a sus hombros. Gertrude
desabotonó el vestido y Albert lo hizo deslizar hasta liberar la
desnudez de su amada.
Tomó uno de sus pechos y lo degustó con suavidad,
mientras en su interior prendía la llama del deseo a toda
máquina.
—Te amo, Albert —susurró ella.
—Mi Gertie, mi amor, yo también te amo y me enfrentaré a
todos para estar a tu lado, así me deje la vida en ello —confesó
él, y era cierto, moriría por ella si así la viera libre de las garras
de su horrible familia.
Desnudos, ávidos de deseo, se fundieron en un solo ser,
mecidos por el suave y ondulante abrazo del mar, que, testigo de
su amor, decidió mostrarse bello y quieto.
Sin embargo…, aquella calma no podía ser eterna, por muy
placentera que esta fuera, pues hay que pensar que toda calma
también tiene su tormenta, y Albert y Gertie pronto lo
comprobarían.
Capítulo 37

A caballo, así se dirigió Victoria al puerto. Ni siquiera se ocupó


de cuidar su aspecto. Su melena suelta, el vestido sencillo y
arrugado, una capa cubriéndola de la llovizna que se cernía
sobre St. Ives aquella tarde.
Un pálpito le decía que en Clever’s se escondían
demasiados secretos, que aquella decadencia no se debía al paso
del tiempo, sino al dolor que albergaba la casa en su interior.
Arribó a la taberna y dejó al caballo atado junto al de
alguno de los parroquianos, que medio dormitaba de puro
hastío.
Se cubrió la cabeza con la capucha y entró en el antro con
la impresión de que miles de ojos la observaban con hostilidad.
Una mujer sola, no, para ellos no era normal, sobre todo si esta
quería proteger su reputación.
Localizó a la persona que le interesaba al fondo del local,
permanecía sentado a la mesa con la única compañía de una
botella de vino y su correspondiente vaso. La botella ya estaba
casi vacía, así pasaba los días Walker, el antiguo cochero de los
Dawson.
—Walker, necesito hablar con usted —anunció Victoria—.
¿Me permite sentarme?
Walker la observó con curiosidad y asintió con la cabeza.
—¿Qué busca lady Dawson entre tanto desgraciado? —
preguntó con una sonrisa de dientes maltrechos y aliento
alcohólico.
—Todas las respuestas que pueda brindarme, Walker, y
necesito que sea sincero conmigo —dijo Victoria con
determinación.
Walker inspiró con fuerza, antes de soltar el aire y hacer
que Victoria pensara en taparse la nariz sin tener en cuenta su
férrea educación.
—¿Está segura de que quiere esas respuestas?, le
recomiendo por su propio bien que no remueva el pasado.
—He de removerlo, así Clever’s se venga abajo —apuntó
ella con determinación.
—Para eso no falta mucho, hay algo que usted no sabe:
Clever’s está maldita —dijo Walker en un tono casi inaudible.
—¿Maldita? —inquirió Victoria con el ceño fruncido.
—En efecto, su humilde morada —replicó Walker con
sarcasmo— está maldita.
—¿Y quién o cómo la maldijeron?
—Es una larga historia, señora. Pero puedo adelantarle
quién es la responsable de que sus muros se caigan a trozos. Ni
más ni menos que Gertrude Ross, la primera esposa de su
difunto.
—¿Por qué haría algo así?, ¿acaso era una bruja? —
inquirió Victoria.
—Nada de eso, por el contrario, era una buena mujer que
tuvo muy mala suerte.
Victoria entrecerró los ojos, no era de la primera esposa de
Andrew de quien quería hablar.
—¿Qué sabe de Albert Dawson? —preguntó Victoria con
interés, apoyando los codos en la mesa, las formas ya no le
importaban, solo quería saber y saber…
—El señorito Albert…, el hermano proscrito —dijo Walker
tras darle un trago a su vino—. Qué descortés que soy, ¿no
gusta? —le ofreció la botella a Victoria.
—No, gracias…, ¿Andrew tenía un hermano?, nunca me
dijo…
—Sí, señora, lo tenía. Y uno muy peculiar, pues tenía su
mismo rostro, Andrew y Albert eran gemelos idénticos.
—Gemelos… —susurró Victoria impresionada por las
palabras del antiguo cochero.
—Sí…, me parece extraño que nadie le haya venido con el
cuento, el escándalo fue muy sonado en Cornualles.
—¿Un escándalo? —inquirió ella, sintiéndose una
ignorante por haber vivido en una burbuja todo ese tiempo.
—Dos hermanos batiéndose en duelo por una mujer. —Las
palabras de Walker hicieron que Victoria elevara las cejas.
—Y esa mujer era Gertrude Ross, ¿cierto?
—Chica lista —dijo Walker con teatralidad.
—¿Qué fue de Albert Dawson?
—El señorito Albert se marchó con su barco, el Albatros, y
nunca más se supo de él.
—Albatros… —masculló Victoria, sorprendida.
—Cuenta la leyenda, que la mar estaba celosa de que
Albert Dawson se hubiera enamorado de una mujer en la tierra y
se lo llevó consigo, condenándolo a vagar por sus aguas durante
la eternidad. Es conocida esta leyenda en St. Ives.
—¿Quiere decir que naufragó? —preguntó Victoria.
Walker se encogió de hombros y dijo:
—Nadie lo sabe.
—Albatros…, como…
—Sí, como el hijo de Albert Dawson —soltó el hombre, a
la vez que pareció relajarse, hasta cerró los ojos y sonrió.
—Albatros, el Albatros que ha vivido en Clever’s y que
decía ser hijo de Andrew…
—Ese mismo. Señora, lo que voy a contarle ahora jamás lo
he verbalizado, al igual que Mary Singer, la mujer que crio a ese
muchacho, hice la promesa del silencio. Debía llevarme el
secreto a la tumba, pero Dios puso a ese chico ante mí, con el
mismo porte, idéntica voz y un rostro que daba escalofríos, hubo
gente que murmuraba que tal parecía que la mar le había
concedido la libertad de amar al señorito Albert. Y ahora usted,
que busca respuestas y creo que merece que alguien se las dé.
Es hora de expulsar mis demonios…
Capítulo 38

Pasos enérgicos en cubierta, voces llamando a Albert, todo fue


rápido, muy rápido, no tuvieron tiempo de levantarse del lecho,
pues ya un hombre con aspecto tosco y peligroso había abierto
la puerta.
—Piratas —masculló Albert, e intentó levantarse para
empuñar su espada, que descansaba colgada del cinturón de la
vaina en el respaldo de una silla.
Gertie se tapó con la sábana, instintivamente.
Entraron más hombres armados en el camarote y apresaron
a Albert antes de que este pudiera ni siquiera rozar el cuero de la
funda de su arma.
Gertie intentó alcanzar también la espada de su amado,
pero la golpearon en el brazo con fuerza, había cinco hombres
malolientes agarrándolos a ambos.
—¡¡Soltadla, desgraciados!! —bramó Albert con rabia.
Pero fue inútil, los dos tipos se llevaron a Gertie mientras
esta se resistía con fiereza. Estaba completamente desnuda y
vulnerable ante aquellos hombres que la manoseaban y reían
mientras la retenían contra su voluntad.
—¡¡Albert!!, ¡¡¡Albert!!! —gritó ella.
Albert forcejeó con sus captores sin más suerte que la de
recibir una buena paliza.
De pronto, irrumpió en el camarote un hombre más viejo y
enclenque que los que les habían atacado, caminó hacia él con
aire vacilante y le lanzó a la cara a Albert un sobre lacrado.
—¡Aquí ya hemos terminado! —exclamó el hombre antes
de propinarle a Albert una patada en el rostro, que, junto a los
golpes que ya le habían dado los demás piratas, hizo de última
gota que colmó el vaso para que él quedara inconsciente.
Cuando Albert despertó, lo hizo con un dolor lacerante en
su nariz. Se levantó como pudo y se acercó al espejo para
comprobar que tenía la cara manchada por la sangre seca, que
parecía haber manado con fuerza mientras él se hallaba
desmayado. Su nariz estaba hinchada y sus ojos amoratados.
Localizó en el suelo el sobre que le había lanzado el pirata
antes de que su mundo se tornara en tinieblas.
Lo abrió a sabiendas de quién le enviaba tan pulcra misiva
con el sello distintivo de su hermano.
Querido hermano:
Me has humillado del modo más vil, llevándote a mi
esposa y tomándola a la fuerza cual animal. Entenderás que tal
afrenta no puede quedar impune, así que te espero al amanecer
para batirnos en duelo, no hace falta que te diga dónde.
Atentamente,
Andrew
—Conque esas tenemos, malnacido —espetó Albert
haciendo una bola con el documento y lanzándolo con saña
contra el suelo.
Andrew quería hacer ver que su propio hermano había
cometido un delito lo suficientemente grave para que todos lo
señalaran. El qué dirán hacía su aparición estelar en aquella
misiva, que habría escrito, con toda seguridad, junto a su madre,
la cómplice de todo.
¡Qué ciego había estado con respecto a su progenitora!
Todavía era de noche, mas no sabía la hora exacta, localizó
el pequeño reloj de pared y comprobó que eran las dos de la
mañana. No quedaba mucho para el duelo y dudó en si
presentarse en este o arriesgarse a intentar rescatar a Gertie. Lo
segundo sería imposible sin ayuda, y su tripulación jamás se
prestaría a semejantes actos. Demasiado respetado era lord
Dawson como para hundir en la miseria sus reputaciones, no,
aquello sería como un suicidio y no quería dejar a Gertie sola,
no cuando apenas la había recuperado.
Se aseó, se vistió, y puso rumbo a puerto. Cuando
desembarcó, pensó que lo mejor para dirigirse al punto exacto
donde lo había citado su hermano era ir dando un paseo.
Todavía quedaba bastante para el amanecer, pero ni siquiera
tenía caballo, iría con tranquilidad, teniendo en cuenta que
estaba herido y dolorido.
Tenía muchas papeletas para ser el perdedor y lo sabía.
No se dejaría amilanar por su debilidad, sacaría fuerzas de
flaqueza. Él se batiría en duelo con sus condiciones, estaba por
verse lo que opinaría su hermano de estas, y si las aceptaría o
no, sin embargo, él había sido el que había propuesto aquel
sinsentido.
Se persignó y anduvo hacia el parque de Clever’s, donde
tantas veces había jugado a los duelos con su gemelo durante la
niñez. La suerte estaba echada.
Capítulo 39

Walker observó a Victoria con sus pequeños ojos llenos de


vergüenza. Le había pedido otra botella de vino a la tabernera y
se apresuró a llenarse el vaso con las manos temblorosas.
Victoria permanecía expectante.
—Y el duelo se llevó a cabo, ¿cierto? —preguntó ella,
intrigada.
—Claro que se celebró, milady —apuntó tras apurar el
vaso y dejarlo sobre la mesa mientras miraba con devoción la
botella con el ansiado líquido, ese que corría por sus venas y
parecía haber reemplazado a la sangre desde aquella fatídica
noche…
—¿Y quién resultó ganador? —inquirió Victoria.
—Verá, señora. Albert estaba muy debilitado por la paliza
que le habían dado los piratas que, previo pago, hicieron el
trabajo sucio para su gemelo. Era poco probable que saliera
victorioso, no por ello él dejó de intentarlo.
»El duelo era, en teoría, a primera sangre, pero acabó
convirtiéndose en una carnicería, carnicería que vio Gertrude
desde su alcoba sin la posibilidad de poder intervenir, ya que
Sarah la había encerrado en esta.
»Albert acabó malherido y su madre fue incapaz de dejarlo
abandonado a su suerte, como quería hacer Andrew. La señora
tuvo compasión de su hijo y se arrepintió de sus actos
demasiado tarde.
»Hizo llevar a Albert a la casa y lo acomodó en sus
aposentos, lo cuidó con devoción durante semanas en las que él
estuvo al borde de la muerte. Sin embargo, el señorito Albert era
un hombre fuerte y acabó por recuperarse; y cuando pudo hablar
con su madre, fue tan claro y sincero con ella, que esta decidió
cambiar de bando, se sentía demasiado culpable, es más, aquella
culpa se la llevó a la tumba tan solo dos meses después.
»El primer día que Andrew dejó salir de la habitación a su
mujer, fue el del entierro de su progenitora. Con Albert todavía
convaleciente, los tres intentaron comportarse, pues no era de
recibo armar un escándalo en medio del cementerio familiar, ni
de los amigos y familiares de la señora Sarah.
»Cuando Albert vio a Gertrude, tuvo que sacar fuerzas de
flaqueza para reprimir sus impulsos de tomarla de la mano y
escapar de allí a la carrera, pero pensó que era mejor ser cauto y
trazar un buen plan para poder llevársela sin que Andrew y todo
su poder se la arrebataran de nuevo.
»En un momento determinado del sepelio, sus miradas se
cruzaron y Albert se llevó la mano al pecho con disimulo. Ella
respondió con el mismo gesto. Se hicieron saber así que se
llevaban el uno al otro en el corazón. ¿No le parece hermoso?
—Es del todo conmovedor —intervino Victoria,
emocionada.
—Andrew, que no quería que su hermano volviera a poner
sus garras sobre Gertrude, lo invitó a marcharse de Clever’s.
Muerta su madre, se le había acabado la protección que esta le
había brindado por tan corto espacio de tiempo.
»Albert estaba destrozado por la pérdida de su madre, y la
recordaba una y otra vez, desgarrada, pidiéndole perdón en su
lecho de muerte, ¿por qué no iba a dárselo? Albert era un
hombre de buenos sentimientos, y así lo hizo.
»Sin embargo, Andrew… fue él el último que vio a Sarah
con vida y se les oyó discutir, bueno, más bien se escuchó a
Andrew gritar y a la mujer sollozar. En fin, curiosa y agitada
familia la que la acogió en su seno, señora Dawson.
—Le juro que yo desconocía estos hechos…, a decir
verdad, sabía tan poco de mi esposo… —admitió agachando la
cabeza.
—Usted es una buena mujer, quizá más dulce e inocente
que el ama Gertrude, que vivió durante años acompañada de la
infelicidad, ello le concedió un carácter duro, como el que dicen
ahora que usted se gasta.
—Creo recordar que yo era una señorita remilgada que se
asustaba con la caída de una hoja…, señor Herald Walker —dijo
Victoria con retintín, aunque no viniera al caso, aquellas
palabras entre el jardinero y el cochero le habían dolido cual
puñales en su día.
Walker rio.
—Usted y yo sabemos que eso no es así, con eso basta —
sentenció el antiguo cochero.
—En fin, prosiga con su relato, me gustaría saber cómo
vino Albatros al mundo —lo apremió Victoria.
—No conozco con detalle todos los acontecimientos, ni
cómo hicieron el señorito Albert y el ama Gertrude para
encontrarse con tantos puñales en su camino, pero lo
consiguieron, y sé a ciencia cierta quién propició dichos
encuentros furtivos.
—¿Quién? —preguntó Victoria, curiosa.
—Mary Singer, la dama de compañía del ama Gertrude y la
mujer que cuidó a Albatros desde que era un bebé y…
Walker dejó de hablar y su respiración se aceleró, mientras
su expresión tranquila hasta ese instante se transformó en la viva
imagen del dolor.
Las lágrimas afloraron de sus ojos como perlas rosadas, ¿es
que acaso aquel hombre era capaz de llorar vino?, pensó
Victoria.
—Lo siento, señora Dawson, me siento indispuesto y he de
descansar. Si no le importa, vuelva mañana a la misma hora y
terminaré de confesarme, porque así lo veo yo, como una
confesión antes de pasar a mejor vida.
Victoria no quería que Herald Walker se marchara, pero
¿qué podía hacer?, el hombre no parecía sentirse bien, debía ser
paciente y esperar para poder reunirse de nuevo con él, y así lo
hizo.
Al día siguiente, cuando acompañada de Hamilton, que se
había presentado por sorpresa mientras ella no estaba en casa la
jornada anterior, entró en la taberna. Walker no se hallaba en el
local y Victoria decidió preguntarle a la tabernera.
—¡Ah!, el abuelo Walker no ha venido hoy, ni creo que
nunca más nos honre con su presencia, murió esta mañana.
Capítulo 40

Mary Singer, dama de compañía de lady Dawson y mucho más


que eso, pues era la única amiga y confidente que tenía su
señora en la casa, subió los peldaños de las escalinatas con
sigilo, en esta ocasión recordó quitarse los zapatos antes de
hacerlo. No quería que su señor, que solía dormir en el
despacho, situado muy cerca del vestíbulo, la sorprendiera a
hurtadillas en medio de la noche.
Cuando arribó a los aposentos de Gertie, esta la esperaba
con ansia.
—¿Cómo está Albert?, ¿te ha dado algo para mí? —la
apremió.
—Tranquila, el señorito Albert está muy bien, se le ve
fuerte y vigoroso. Y sí, me ha dado esto para ti —dijo Mary
sacándose del manguito de uno de sus guantes un sobre algo
espachurrado.
Gertie apretó el sobre contra su pecho antes de apresurarse
a descubrir las palabras que su amor le había dedicado.
Amada mía:
Nada ni nadie podrá evitar que siga pensando en ti noche
y día. En pocas semanas he de salir de viaje, pero no quiero
dejarte sola. Lo estoy organizando todo para que tú puedas
venir conmigo y así escapar por fin de las garras de Andrew.
Solo tienes que aguantar un poco más, aunque sé que no es
fácil.
Quiero que nuestro hijo nazca en las mejores condiciones y
he pensado que podríamos mudarnos a América. Allí
difícilmente tendríamos problemas con mi hermano y la guardia
no podrá hacer nada contra ti por haberte marchado de su lado
y ni más ni menos que conmigo.
Mary y Walker te irán informando de mis planes. No veo el
momento de volver a encontrarme contigo. De estrecharte entre
mis brazos y sentir la calidez de tus labios. Te amo más que a mi
propia vida y así será siempre, hasta después de la muerte…
Siempre tuyo,
Albert Dawson
Habían pasado tres meses desde que Gertie y Albert
tuvieran su única noche de pasión y ambos todavía la sentían
como si se hubiera incrustado en sus almas de por vida. Pocas
semanas después del ataque de los piratas, Gertrude echó de
menos la menstruación, que solía venirle de modo regular.
En principio pensó que podría ser un retraso, pero sus
sospechas se aclararon en el momento que empezó a vomitar
por las mañanas.
Mary la ayudó en todo momento, haciendo de correo entre
los dos amantes y cubriéndola cuando sentía los malestares
propios de su estado.
Las primeras semanas habían sido tortuosas, pero ya
comenzaba a sentirse mejor. Sin embargo, le estaba siendo
difícil ocultar la protuberancia del vientre que cada vez se hacía
más y más evidente.
Por suerte para ella, Andrew no había vuelto a tocarla
desde que supo que había yacido con su hermano. Eso era algo
que agradecía, pues estaba aterrada ante dicho escenario. Su
esposo la tomaba a la fuerza y no quería perder al bebé por esa
causa. Por ello, se hizo pasar por enferma la mayoría del tiempo.
—¡A saber qué te ha contagiado el inútil de mi hermano!
—espetaba Andrew cada vez que ella se disculpaba durante la
cena, alegando debilidad y dolores que no eran reales.
El día que recibió la carta definitiva, esa que haría que
pudiera abandonar Clever’s para siempre, sintió la dicha
apoderarse de ella.
—Esta noche, Mary, esta noche por fin podré marcharme.
Solo pido que todo salga bien y pueda proteger a mi pequeño de
Andrew —anunció Gertie acariciándose la tripa.
—Tápate, Gertie, Andrew puede entrar en cualquier
momento —dijo Mary, nerviosa.
—Está en el despacho, no sé qué trama, últimamente se le
oye arrastrar muebles a todas horas —intervino Gertie.
Mary la observó con un gesto de pesar que a Gertie no le
pasó inadvertido.
—No te preocupes por eso, hazlo por salir de Clever’s e
irte lejos con Albert y vuestro hijo. —Mary la tomó de las
manos, habían llegado a ser grandes amigas y echaría de menos
a su señora.
—Ojalá todo salga bien, Mary, ojalá…
—Tengo que dejarte, la cocinera se ha puesto enferma y me
han pedido que eche una mano. ¿te parece bien? —preguntó
Mary.
—Ve, amiga, yo me echaré un rato en la cama, este
pequeño me tiene agotada y todavía no ha nacido —soltó
Gertie, pletórica por saber que en unas horas Albert la
rescataría, por fin.
Mary salió de la habitación y se dirigió a la planta baja. En
su interior, las ganas de llorar la hacían recordar su situación.
Una vez delante de la puerta, dio tres toques suaves y
rápidos, tal como él le había pedido.
Andrew abrió y le dedicó una sonrisa lasciva. Mary, con la
mandíbula tensa y el miedo más atroz, entró en el despacho de
su señor.
Capítulo 41

Albatros no podía creer lo que Mary le había relatado hasta el


momento. Acabó por sentarse en el suelo y abrazar sus rodillas.
—¿Así que tuviste una aventura con Andrew Dawson? —
inquirió él, atónito.
—No es lo que parece, hijo mío, ¿puedo seguir llamándote
así? —preguntó Mary, con una voz apenas audible.
Albatros la observó con expresión contrariada, pues
contrariado se hallaba él mismo. ¿Cómo le preguntaba aquello?,
si lo había mantenido engañado durante veinticinco años ni más
ni menos.
—Llámame cómo desees, pero eso no cambiará el daño
que me hiciste, Mary —confesó Albatros con un vacío enorme
en su pecho.
—Hijo mío, no lo sabes todo, en realidad, te salvé la vida,
de no ser por mí y por el cochero, hubieras estado muerto hace
mucho tiempo.
—¿A qué te refieres? —preguntó él, sorprendido.
—Andrew Dawson era un demonio, un maldito demonio
que abusó de mí en cuanto vio que su esposa ya no le servía de
distracción.
»Mi amiga no lo sabía, y digo mi amiga porque lo era, más
que mi señora. Se lo oculté porque no quería añadir más sal a
sus heridas, demasiados problemas tenía ya la pobre.
»Cada noche entraba en el despacho de Andrew Dawson y
este me tomaba encima del escritorio. No había amor, ni
dulzura, solo el dominio de un hombre malvado sobre mí. Y yo
callaba, aun siendo ya una mujer de mediana edad, no me
atrevía a plantarle cara a ese hijo de Satanás.
»Poco después de que Gertie me dijera que estaba encinta,
me enteré de que yo también lo estaba. Y no me quedó otro
remedio que ocultarlo, salvo a Walker, el cochero. Él estuvo a
mi lado en todo momento, fue mi más leal amigo, otra víctima
de la familia Dawson.
»Reconozco que al saber que me había quedado
embarazada de lord Dawson, quise dejar este mundo. A punto
estuve de cometer una locura, mas no fui capaz, no lo fui.
»Ese demonio cometió un fallo conmigo, fallo que nunca
tuvo con su esposa.
—¿Y qué fallo es ese? —preguntó Albatros con la mente
embotada con tanta información en un mismo día.
—Por Dios, eres un hombre, ¿qué hay que hacer para dejar
a una mujer embarazada?, ¿cómo puedes evitar que ocurra?, tú
mismo has yacido con muchas mujeres y has sabido cuidarte,
¿cierto?
—Entiendo —intervino Albatros con un leve asentimiento
de cabeza.
—Andrew Dawson tenía pánico de dejar a una mujer
embarazada, temía que su hijo heredara su rara enfermedad.
—¿Y qué enfermedad era esa? —preguntó Albatros con
curiosidad.
—Nunca lo supe, pero soy capaz de asegurar que ese
individuo no sufría enfermedad alguna, tan solo era malo, como
lo había sido su padre en vida y como lo fue su propio abuelo,
por lo que le escuché decir un día a la señora Sarah.
—¿Y mi padre?, ¿cómo era él?
—Tu padre no se parecía a nadie de su familia, era un
bendito y muy muy guapo, como lo eres tú —aseguró Mary con
ternura.
—Entonces, tú y mi madre tuvisteis un bebé cada una,
¿cierto? —le apremió Albatros.
—No quieras correr tanto, hijo, la historia es larga y hay
mucho dolor en ella, yo puedo contarte mi versión y quizá una
parte de esta, pues desconozco lo que ocurrió después de la
noche que naciste.
—De acuerdo, sigue contándome, creo que, a estas alturas,
poco me sorprenderá —dijo Albatros levantándose del suelo y
sentándose en la cama, junto a Mary.
Mary asintió con la cabeza y comenzó a hablar, en esta
ocasión, pidió no ser interrumpida.

∞∞∞
Victoria y Hamilton se presentaron en el funeral de Walker,
donde sus hijos y su esposa, una mujer de cabello cano y rostro
congestionado por el dolor, se abrazaban unidos, como la
familia que eran.
—¿No se te ocurrirá hacerle preguntas a la viuda, cierto?
—masculló Hamilton con disimulo.
—No estoy tan loca, Hami —respondió Victoria.
—Entonces ¿qué demonios hacemos aquí? —inquirió el
modisto.
—No todos los aquí presentes estarán tan afligidos como
su familia, necesito saber el resto de la historia —dijo Victoria
en un tono un poco más alto de lo debido.
—Si ya sabes que Albatros no es en realidad un impostor,
bueno, que sí lo es, pero es algo así como un cazador cazado,
devorado por su propia arma, ¿para qué quieres más pruebas?
Ahora resulta que era hijo del gemelo de Andrew, madre del
amor hermoso, si ya era complicado tener a un individuo así en
el mundo, imagínate a dos —bromeó Hamilton.
—Cállate, nos van a echar —lo reprendió Victoria.
Ambos guardaron silencio durante un rato, el cementerio
estaba a rebosar de personas que estimaban y habían acudido a
despedir al abuelo Walker, como ellos lo llamaban.
Solo se escuchaba hablar a los allí presentes sobre las
bondades del difunto, no obstante, era lo típico de cada funeral,
pues las personas se vuelven ángeles cuando abandonan el
mundo de los vivos, aunque fueran unos desgraciados mientras
caminaban en él.
Sin embargo, en aquella ocasión era diferente. Según
escucharon nuestros amigos comentar, él se había dedicado a
ayudar a los más desfavorecidos desde hacía un cuarto de siglo,
veinticinco años exactamente.
Terminado el funeral, la muchedumbre se disipó. Victoria y
Hamilton permanecieron en el cementerio, ya que ella dijo
querer ver las sepulturas de la familia Ross.
—¿Para qué?, si quieres ver la tumba de Gertrude Ross,
¿no será más lógico que acudas al cementerio familiar de
Clever’s? —preguntó Hamilton, muy extrañado por el
comportamiento de su amiga.
—Precisamente por eso estoy aquí, en el cementerio
familiar no hay nada, y sabiendo lo que sé ahora sobre la
primera esposa de Andrew, dudo mucho que dejara que la
enterraran en su adorado Clever’s.
Caminaron durante un rato entre las lápidas y las cruces
altas de piedra, acariciados por la brisa y la música de las olas al
romper contra las rocas.
—Es curioso este lugar, ¿te has dado cuenta de que los
difuntos tienen vistas al mar? —preguntó Hamilton, divertido.
—¡Oh, cállate, Hami! —exclamó Victoria, aunque a punto
estuvo de estallar en carcajadas, Hamilton era así, no se andaba
con rodeos a la hora de decir lo que pensaba.
De pronto, la imagen de una anciana vestida de negro, de
pie junto a unas lápidas, llamó la atención de Victoria
sobremanera, entre otras cosas, porque la miraba directamente a
ella.
—Espera aquí, Hami —le dijo a su amigo.
Este iba a replicar, pero prefirió mantenerse en silencio, al
fin y al cabo, ya había soltado demasiadas perlitas en presencia
de los difuntos.
—Buenos días, señora. ¿nos conocemos? —preguntó
Victoria segura de que el rostro de la anciana le era familiar.
—Usted es la viuda de Andrew Dawson —afirmó de
pronto la mujer.
Debía rondar lo setenta años, pero el paso del tiempo no
había borrado su belleza. Era alta y se apoyaba en un bastón. Su
cabello era gris y lo llevaba peinado en un elaborado recogido.
—Sí, soy Victoria Dawson —respondió haciéndole una
leve reverencia a la dama.
Victoria observó las lápidas que la mujer tenía ante ella,
eran las de Edward y Rosslyn Ross. En cada una había una rosa
blanca. Dirigió de nuevo la vista a su interlocutora, tenía un
relicario de plata colgado al cuello, en el que había también dos
rosas grabadas.
—Me llamo Rose, señora Dawson —se presentó la anciana
—, Rose Ross, la Doble Rosa para mi familia y amigos.
—¿Es usted la hermana de Gertrude?
Rose asintió.
—Demos un paseo, sé que busca respuestas, Walker me lo
dijo antes de… ya sabe.
Las dos mujeres se alejaron del cementerio. Hamilton, al
ver que su amiga se había olvidado de él, corrió tras ella y la
llamó por su nombre. Cuando Victoria se giró y lo vio ahí
plantado rodó los ojos.
—Vuelve a Clever’s, Hamilton, yo iré más tarde.
Capítulo 42

Andrew no era estúpido, sabía que la silueta de Mary había


cambiado, además, el whisky le había nublado el juicio una
noche y no había sido capaz de retirarse a tiempo cuando
apreció la cercanía del clímax mientras la penetraba.
Aquella noche había decidido confrontarla, y así lo hizo en
cuanto la vio entrar con la cabeza gacha y el miedo tan mal
disimulado que afloraba en cada una de sus respiraciones.
—Siéntate, Mary, tengo que hablar contigo —ordenó
Andrew con firmeza.
Mary hizo lo propio frente a él, que permanecía en su sillón
tras la mesa del despacho.
—Dime, Mary, ¿cuánto hace que no sangras? —inquirió,
expectante.
Mary, aterrorizada, se agarró a la silla instintivamente, ya
que temblaba de manera imposible de obviar.
—Hace dos semanas, señor —balbució ella.
Andrew sonrió y negó con la cabeza. Se levantó de su
sillón y caminó con lentitud, hasta pararse junto a ella. Llevó
una de sus manos a la barbilla de la muchacha y la alzó.
—Piensas que puedes engañarme, ¿verdad, dulce Mary? —
preguntó con la voz áspera aproximando su rostro al oído de
ella.
—No le estoy engañando, se-se-señor —tartamudeó.
—Ah, ¿no?, pues si es así, quítate la ropa y muéstrame tu
cuerpo.
Mary, totalmente desbordada por el terror que le producía
Andrew, negó con la cabeza. Ya no era una niña, por el
contrario, era una mujer de treinta y seis años, pero se sentía
como tal.
Jamás le había mostrado su cuerpo desnudo a ningún
hombre, ni siquiera al mismo Andrew, que la tomaba cada
noche levantándole las faldas de malos modos, sin molestarse en
desvestirla.
—Vas a desobedecer una orden de tu señor, quítate la ropa
o te azotaré hasta que esas bonitas nalgas se queden en poco
más que dos bultos deformes.
Mary, paralizada por el miedo, no fue capaz de mover ni un
músculo.
Andrew se paseó por la estancia de un lado al otro cual
león enjaulado durante unos eternos segundos.
—¡¡Te lo digo por última vez, Mary, quítate la ropa!! —
bramó Andrew, fuera de sí.
—Les contaré a todos su secreto —balbució la muchacha.
—¿Cómo dices, desgraciada? —preguntó él, iracundo.
—Le diré a todo el mundo que usted hace tiempo que dejó
de abrazar a Dios, para encomendarse al demonio —dijo Mary
envalentonándose por un instante.
Una estela de miedo apareció en la mirada del lord, pero
fue momentánea. Andrew estalló en carcajadas.
—Acabáramos…, la triste criadita acusa a su señor de
rendirle culto al demonio, ¿quién iba a creerte?, ¿todavía no
sabes a quién tienes ante ti?, soy lord Dawson, descendiente de
una familia noble de mucho prestigio. Solo tendré que hacer ver
que estás loca y que eres tú y no yo quien realiza prácticas de
dudosa moralidad en mi casa. ¿Cuánto crees que tardarán en
ajusticiarte?
La valentía de Mary se esfumó, Andrew no mentía, si se
proponía hundirle la vida, lo haría, al igual que lo había hecho
con su hermano y con su propia esposa.
Ambos se retaron con la mirada, la de Mary teñida por el
miedo, pero henchida de dignidad. La de Andrew, copada de ira
y maldad…, sí, maldad, esa era la verdadera enfermedad del
gemelo menor. Un lobo feroz con la piel de mil ovejas.
De pronto, Andrew se abalanzó sobre Mary y desgarró su
vestido, haciendo que la abotonadura del canesú saltara y
acabara por impactar en el suelo. Mary quedó desnuda de los
lugares que Andrew quería comprobar, el pecho y el vientre.
—¡¡Ramera!! —gritó fuera de sí, mientras la golpeaba.
Mary estaba del mismo tiempo que su señora y había
conseguido ocultárselo a esta. No tenía malestar, tampoco
vómitos. Además, su vientre no se había hinchado tanto como lo
había hecho el de Gertie. Pudo pasar inadvertida para todos,
menos para Andrew, obsesionado con no engendrar hijo alguno.
Aquella noche, Mary recibió una soberana paliza por parte
de Andrew. Cuando salió del despacho, lo hizo a rastras.
Caminó tambaleándose hacia las escalinatas y allí perdió el
sentido. Fue Walker el que la halló y la llevó a la carrera a la
habitación de su señora.
En ese momento, Gertie salía de Clever’s junto a Albert,
por la ventana de sus aposentos.
Ambos se voltearon cuando escucharon los golpes urgentes
del cochero y las súplicas de este.
—Tenemos que irnos, Gertie —dijo Albert con apremio—,
he podido sobornar al pirata para que se aleje durante unos
minutos y podamos escapar sin problemas. Pero solo me ha
dado una oportunidad, si nos demoramos, abrirá fuego contra
nosotros.
—Tengo que abrir la puerta, Albert, tengo un mal
presentimiento, Walker jamás me buscaría a altas horas de la
noche si no fuera importante.
—Está bien, pero date prisa, no tenemos mucho tiempo.
Gertie entró de nuevo en la habitación y se dirigió hacia la
puerta para abrirla, cuando lo hizo, no pudo menos que llevarse
ambas manos a la cabeza. Mary yacía en los brazos de Walker,
ensangrentada y semidesnuda.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Albert, que también
volvió a la estancia.
—Su hermano…, ese maldito gusano —masculló Walker,
pasando de largo ante Gertie y Albert, y depositando a Mary en
la cama.
La voz en un hilo de Mary se escuchó de pronto:
—Vete, amiga, es tu única oportunidad, no la desperdicies
por mí, te lo suplico.
—No puedo dejarte, Mary, no puedo —gimoteó Gertie,
arrodillándose junto a la cama y tomando la mano de la dama de
compañía—, no puedo ir contigo, Albert, sería incapaz de
dejarla en este estado.
Albert asintió con la cabeza.
—¿Y si nos la llevamos con nosotros? —preguntó él,
nervioso—. Yo puedo cargarla y uno de mis hombres puede
curarla en el Albatros.
—Es una buena idea —dijo Walker con decisión.
—¿Os habéis vuelto locos?, Mary está muy mal, no
llegaría al Albatros, necesita un médico y lo necesita ya —
espetó Gertie.
—Andrew casi la mata, ¿crees que esto no se repetirá si se
queda aquí? Además, ¿por qué lo ha hecho?, ¿por qué a Mary?
—intervino Albert.
Walker agachó la cabeza.
—Mary está embarazada, ese miserable lleva meses
abusando de ella —confesó con inquina.
Albert quedó impactado ante aquella noticia, ¿quién
demonios era su hermano en realidad?, ¿aquel chico apocado
que lo seguía a todas partes cuando ambos eran niños, o un
monstruo sin alma?
A Gertie no le sorprendió la noticia, ella misma había
padecido en sus carnes durante muchos años las vejaciones de
su esposo. Se sintió en deuda con Mary, pues había recibido
todos los golpes y abusos que, en realidad, Andrew quería
perpetrar con ella misma. Era horrible que la pobre mujer
hubiera tenido que pasar por ese infierno en silencio y llevando
un hijo en el vientre.
Mary desvariaba, seguía diciéndole a Gertrude que se
marchara, pero ella se negaba, no la dejaría a su suerte, no
partiría hasta estar segura de que Mary se encontraba a salvo.
Capítulo 43

La Doble Rosa caminaba con su porte regio, apoyándose en el


bastón, por el terreno algo escarpado de la costa. De lejos, se
podía contemplar Clever’s, majestuosa y decadente a la vez.
—He venido a ver al hombre que dice ser hijo de Andrew
—soltó la mujer de pronto, sorprendiendo a Victoria.
—No es hijo de Andrew, sino de Albert Dawson, su
gemelo —aclaró esta.
—Me gustaría comprobarlo, ¿sabe dónde puedo
encontrarlo? —inquirió la mujer con una dureza implícita, que a
Victoria no le pasó inadvertida.
—¿Pensé que usted iba a responder a mis preguntas?
—¡Oh, querida!, todo a su tiempo, le daré las respuestas
que necesite, no tema por ello —aclaró la mujer deteniéndose y
apoyando ambas manos con fuerza en el bastón.
—¿Le parece bien que nos sentemos? —preguntó Victoria
al ver la dificultad de Rose para caminar.
—No… Me siento bien cerca del mar, el mar puede ser la
tumba de algunos y la libertad de otros.
—¿A qué se refiere?
—¿Sabe o no sabe dónde está ese hombre? —inquirió Rose
con decisión.
—No, señora, no sé dónde está. Aunque provenía de
Londres, si es que decía la verdad, claro está.
—Londres… —soltó la anciana con un deje de decepción
en la voz.
—Según Walker, a Albatros lo crio una mujer que se llama
Mary Singer. —Victoria observó la mirada de Rose, casi diría
que estaba a punto de empañarse por las lágrimas.
—Sí, Mary, mi amiga. Tengo que irme, señora Dawson.
—¿Y mis respuestas? —preguntó Victoria sintiéndose una
chismosa además de algo ridícula.
—Solo ha de saber que Albatros no es un impostor, es el
legítimo dueño de Clever’s, por derecho propio. Dígaselo a sus
abogados y a ese mequetrefe de Gordon —sentenció la mujer
señalándola con el bastón antes de dar media vuelta y marcharse
sin atender a los reclamos de Victoria.
—Vieja chiflada —masculló Victoria.
—No has obtenido las respuestas que buscabas, ¿cierto? —
la voz de Hamilton a sus espaldas le hizo dar un respingo.
—¡Por dios, Hami!, menudo susto. ¿Por qué no has vuelto
a Clever’s?
—Me encontré a unas clientas y tuve una interesante charla
con ellas. Eso me recuerda que tengo mucho trabajo atrasado y
que no podré permanecer mucho tiempo a tu lado, Vicky.
—En fin, Hami, ¡así es la vida de un importante modisto!
—exclamó Victoria de forma teatral, no quería que su amigo se
percatara de que en ese momento necesitaba más que nunca su
compañía.
Cuando ambos llegaron a Clever’s, se encontraron a
Gordon Dawson del brazo de Cadence. Con ellos estaba Folk.
Los tres parecían mantener una acalorada discusión en el umbral
de la puerta de entrada a la mansión. El ama de llaves impedía el
paso al interior de la casa, brazos en jarras y ceño fruncido, seña
inequívoca de que estaba furiosa.
—¿Mira a quién tenemos aquí?, la esposa de mi difunto
primo —dijo Gordon con una sonrisa cínica y tensa.
Cadence clavó sus ojos en los de Victoria. Su atavío era
fruto de un gusto pésimo, cargado de lazos y volantes por
doquier.
—Dios mío, que alguien quite ese repollo de mi vista —
masculló Hamilton mientras se sacaba un pañuelo de la levita y
se secaba el ficticio sudor de la frente con gesto teatral.
En esta ocasión, Victoria no le reprendió por su poco tacto,
pues aquella mujer la había humillado e insultado de la forma
más vil. No quiso ponerse a su altura, por supuesto, pero
tampoco iba a defenderla, no se lo merecía.
—Señora, los señores Dawson vinieron temprano a mi
despacho y me comunicaron un hecho terrible —dijo Folk de
carrerilla, con disimulo para que aquellos dos no pensaran que
él conocía la verdad desde hacía tiempo.
—¡Ese farsante merece ir a prisión! —bramó Gordon.
Victoria les dedicó a sus tres visitantes una sonrisa de
satisfacción por lo que estaba a punto de soltarles:
—Señor Dawson, he de decirle que siento que sus planes
no hayan salido como esperaba. Tengo suficientes motivos para
asegurarles a todos que Albatros no es un estafador, por el
contrario, es el legítimo lord Dawson por derecho propio y hay
personas que pueden afirmarlo.
—Mientes, Acelga. Está mintiendo, esposo mío. Lo hace
porque se ha enamorado de él, la muy pánfila —dijo Cadence
antes de estallar en carcajadas.
—Esposo mío…, madre mía, Cadence, lo que puedes
llegar a hacer por dinero. El único problema es que este tipo no
tiene una libra y jamás la tendrá. Albatros es hijo de tu primo
Albert, Gordon —soltó Victoria desviando la vista hacia el
interesado.
Gordon se atragantó con sus propias carcajadas y Cadence,
sorprendida por la noticia, no se afanó a ayudar a su flamante
nuevo marido. El hombre comenzó a toser mientras se aflojaba
como podía la cravate. Fue Folk el que lo auxilió para que se
recompusiera.
—¿Quién puede ratificar dicha información, señora
Dawson? —inquirió Folk, con una llama de esperanza en sus
pequeños ojos.
—Rose Ross, la Doble Rosa, hermana de Gertrude Ross,
primera esposa de Andrew y madre de Albatros —dijo Victoria
con la pasión que le confería sentirse triunfadora.
De pronto, unas histriónicas carcajadas rompieron el
silencio que se había formado al conocer la noticia. Era Gordon.
—¿En serio?, ¿esa es tu testigo?, pues dime, prima, ¿cómo
va a avalar tus palabras desde el cementerio de Londres? —
preguntó Gordon con saña.
—Eso es imposible, yo misma he hablado con ella hace
menos de una hora.
—No, no lo es, Rose Ross murió hace tres años, yo estuve
en su entierro, su marido era amigo mío.
Blanche, que había permanecido callada desde que Victoria
hizo acto de presencia, observó a su niña y negó con la cabeza.
—¿Alguien más que pueda corroborar la veracidad de lo
que usted afirma, señora Dawson? —preguntó Folk,
esperanzado.
—Sí, hay alguien más. Mary Singer, la mujer que crio a
Albatros.
El rostro de Gordon empalideció. Recordaba muy bien la
conversación que tuvo años atrás con su primo. Siempre pensó
que eran desvaríos de borracho, pero estaba seguro de lo que
este le había confiado. Albert tenía un hijo, un hijo fruto del
adulterio de su esposa, un hijo que hizo desaparecer una noche,
entregándoselo a su criada…, Mary.
—Creo que va a ser difícil que Albatros demuestre ser un
Dawson —intervino Cadence.
—¿A qué se refiere, señora? —preguntó Folk, extrañado.
—Es sencillo, era de ley denunciar al impostor que nos
había robado lo que era nuestro, ¿no lo creen?, a estas horas,
Albatros irá camino de la cárcel, o quizá ya esté tras los
barrotes. —Cadence escupió las palabras como si al liberarlas
de su boca, hiciera realidad sus más malvados deseos.
Victoria cerró los ojos, tenía claro que no podía quedarse
de brazos cruzados y que iría a dónde fuese menester para
demostrar que Albatros era un Dawson, además de su amor.
No obstante, primero tenía algo importante que aclarar…
Capítulo 44

Fundidos en un abrazo, Gertie y Albert se despidieron aquella


noche. Walker había ido a buscar al Doctor Robins, un médico
discreto que se ocupaba de atender a los más desfavorecidos en
St. Ives. El cochero tuvo que suplicarle a Andrew, que en un
principio se había negado en redondo.
No podían irse sin más, era demasiado cruel para Mary, y
Gertie no dio su brazo a torcer, se quedaría junto a su amiga.
Costó convencer a Albert de que esperaran unos días más, pues
su tripulación comenzaba a desesperarse por los meses de
inactividad y su capitán les había prometido zarpar esa misma
noche.
—Te amo…, te amo a ti y a nuestro pequeño más que a mi
propia vida —confesó Albert con la expresión inequívoca de un
hombre enamorado hasta el tuétano en su faz.
—Yo también, Albert, jamás lo dudes, cuidaré a Mary para
que se recomponga y ambas nos iremos contigo en el Albatros
—afirmó ella mientras acariciaba el rostro del amor de su vida.
—Walker os avisará, pero espero poder partir en una
semana. Tengo que hablar con mis hombres, eso sí.
—Te esperaré —susurró ella besándole con ternura en los
labios.
Él respondió con la pasión contenida que bullía en su
interior, abrazándola y con ímpetu, mientras un beso fruto del
dolor por tener que dejar a la que consideraba desde siempre su
esposa se abría paso en los labios de ambos, dejándolos con
ganas de más, cuando unos golpes en la puerta rompieron el
silencio.
Los dos se encontraban azorados por aquel contacto que les
había dejado en la boca el sabor de la despedida. También por el
deseo que, una vez más, no tuvieron más remedio que reprimir.
Albert le dio un último beso en los labios y salió de la
habitación por la ventana.
Gertie se dirigió a la puerta y la abrió. Mary se había
quedado dormida, hecho que su señora agradeció, pues era
doloroso verla tan marchita. Ella, que de niña había sido la luz
que la guiaba para no caer en el abismo; ella, siempre ella. Por
eso era consciente de que le debía la vida y confiaba en que las
buenas obras del hoy atrajeran la recompensa del altísimo
mañana.
El doctor curó las heridas de Mary y no hizo preguntas.
Justo lo que Andrew no quería era dar que hablar, por ello no
permitió que bajo ningún concepto acudiera el médico que solía
atender a la familia en Clever’s.
Gertie se armó de valor y se encaminó hacia el despacho de
Andrew. Dio varios toques furiosos en la puerta, y este la abrió,
por primera vez vio en su rostro signos de arrepentimiento.
—Pasa, amor mío —dijo Andrew con aflicción.
Gertrude traspasó el umbral de la puerta y este la cerró tras
de sí.
—Creo que sabes por qué he venido, ¿cierto? —preguntó
Gertrude.
Andrew asintió con la cabeza y, seguidamente, caminó
hacia su sillón y se dejó caer en él. A Gertrude no le pasó
inadvertido su pantalón manchado de sangre.
—¿Has vuelto a usar el cilicio? —inquirió ella—, ¿por qué
lo haces?, es una práctica horrible, además, me resisto a creer
que Dios quiera que nos hagamos daño para expiar nuestros
pecados.
—He de hacerlo, Gertrude.
—¿Por qué? —preguntó consciente de que él jamás se
abriría ante ella.
—Porque sí, con eso tienes suficiente —espetó Andrew
con ira.
—No, no lo tengo. Llevamos más de dos décadas casados y
todavía no sé con quién he vivido durante todo este tiempo.
¿Quién eres, Andrew Dawson?, ¿el chico apocado y tímido de
exquisitos modales que seguía a su gemelo a todas partes, o el
monstruo que abusa de una mujer y le da una paliza de muerte?
—inquirió Gertrude sin levantar la voz, pero con determinación.
—Cállate, por favor, ¿es que acaso has venido a
torturarme?
—¿Más que lo has hecho ya con esa pobre mujer?, no lo
creo.
—Gertrude, puedo asegurarte que hay palabras que son tan
lacerantes como una espada y más dañinas que el peor de los
venenos. Y tú esta noche vienes a matarme en vida, lo sé —dijo
Andrew con pesar en su voz.
—Vengo a poner las cartas bocarriba, a mostrarte mis
intenciones sin reservas…
—Vas a abandonarme, ¿cierto?, por él, por un hombre sin
destino ni puerto en el que echar raíces. Jamás te amará como
yo, ¡jamás!
—No, Andrew, me voy con el hombre que amo y al que
siempre amé. Tú eso lo sabes de sobra, es más, fuiste el
causante de tanto dolor en la vida de los tres, porque sí, Andrew,
tú también eres una víctima de tus propios actos —confesó
Gertrude, sintiéndose empoderada y valiente.
—Yo te amo, Gertrude —confesó él con lágrimas en los
ojos—, ¿por qué nunca pudiste corresponderme?
—Porque no puedes detener el vuelo del albatros sin que
este luche por batir de nuevo sus alas —sentenció Gertrude con
aplomo.
Andrew se llevó la mano a la boca.
—Hasta tus sentencias llevan el nombre de ese maldito
barco…
—Porque amo la libertad y creo que me he ganado el
derecho de obtenerla, y porque quiero alzar mi propio vuelo,
junto a Albert y a…
—¿A quién más, Gertrude? —preguntó Andrew con
intriga.
Gertrude respiró hondo, alzó el mentón y confesó:
—Voy a ser madre, Andrew.
Su esposo enrojeció de ira, mas se contuvo.
—¿De quién es? —masculló.
—Hace mucho tiempo que tú y yo…, así que es obvio que
es hijo de Albert.
Andrew se levantó y anduvo por el despacho, nervioso.
—¿Cuándo te vas? —La pregunta sorprendió a Gertrude
sobremanera.
—Si todo va bien y Mary se restablece lo suficiente como
para viajar, en una semana partiremos las dos.
—¿Las dos?, ¿te llevas a mi sirvienta? —inquirió Andrew.
—Me llevo a la madre de tu hijo, si es que llega a nacer
después del daño que le has hecho a la pobre Mary. Además, tu
jamás aceptarías a ese bebé, nunca quisiste ser padre, ¿cierto?
Andrew se llevó ambas manos a la cara y comenzó a llorar
como un niño.
Se aproximó hacia ella y se arrodilló, suplicante.
—No te vayas, por favor, Gertrude, no me abandones, sin ti
me sumiré en la oscuridad y pereceré sin que nada pueda
evitarlo —sollozó Andrew, apoyando la cabeza en el regazo de
su esposa.
—Yo hace mucho tiempo que estoy muerta en vida, déjame
vivir en vida, es lo justo.
—Lo siento, siento todo el daño que te he hecho. Siento
haberte arrancado de Albert a la fuerza y haber provocado una
boda que no deseabas. Lo siento mucho. No sé lo que soy,
Gertrude, no lo sé. Lo único que en verdad sé a ciencia cierta es
que soy un monstruo, un monstruo que se esconde tras la piel de
un hombre de bien.
»La ira me domina y me presto a mis más bajos instintos,
solo me siento aliviado cuando tomo el cuerpo de una mujer sin
permiso. Estoy enfermo, esposa, estoy gravemente enfermo. El
demonio me susurra poesía y Dios me dice que he de purgar mis
pecados. Ya no sé a quién escuchar. Por favor, amada mía, no
me dejes.
Gertrude sintió pena de Andrew, de todo el mal que se
cernía sobre su alma, mal que él no sabía controlar.
Acarició el cabello entrecano de su esposo. Pensó que hasta
el más vil de los individuos necesitaba una caricia que lo
reconfortara, porque la tristeza y el dolor son comunes a todos
los seres humanos, sin distinción de clase o condición.
—Andrew, todavía eres joven. Busca una buena mujer y
ámala. Deja que vea al hombre bondadoso que llevas dentro, ese
que te empeñas en matar a base de fechorías, y vive en la
plenitud de el amor correspondido —susurró ella mientras
seguía acariciándolo.
—No quiero estar solo, Gertrude.
—Llena tu vida de amor y jamás lo estarás, te lo prometo.
—¿De verdad? —preguntó él levantando la cabeza y
mirando a Gertrude a los ojos.
Ella hizo un gesto de asentimiento, pero sus palabras eran
para apaciguar el dolor de Andrew, sabía que la bestia que había
en el interior de su esposo jamás lo abandonaría, podía
permanecer dormida durante un tiempo, en estado de
hibernación, sin embargo, solo aguardaría a la espera de
lanzarse sobre su presa al menor signo de debilidad.
—Entonces, Gertrude, ve en paz con mi hermano, yo no
me opondré ni haré gesto alguno por evitar vuestra marcha —
declaró Andrew con firmeza.
Gertrude sonrió y sintió un alivio enorme en su interior.
—Gracias, Andrew, no sé cómo podré agradecértelo —dijo
ella con los ojos húmedos por las lágrimas.
—Vuela, pequeña albatros, vuela…
Capítulo 45

Victoria reunió al servicio y estos acudieron prestos al reclamo


de su señora.
—Es importante que me escuchéis todos con atención.
Necesito información acerca de unas personas que vivieron en
St. Ives hace años —anunció Victoria—, se trata de la familia
Ross.
El mozo de cuadras frunció el ceño, mas no dijo nada.
Simon también se puso algo nervioso y Victoria les ordenó
a los demás que se retiraran, salvo a ellos dos.
—¿Qué sabéis sobre los Ross? —inquirió Victoria.
—Como bien ha dicho, fue una familia que vivió en St.
Ives, poco más que eso sé. ¡Ah!, y que la anterior lady Dawson
pertenecía a dicha familia.
—¿Sabe dónde vivían? Señor Fernsby, es importante que
proporcione la mayor información posible, la libertad de
Albatros está en juego —lo apremió Victoria.
El hombre, que había llegado a apreciar a Albatros de
forma sincera por su buen hacer en la mansión y su trato para
con él, se mostró más colaborador.
—La familia cayó en desgracia después de la boda de lord
Dawson con la hija de Edward y Rosslyn Ross. Los padres
murieron y las hermanas se marcharon de St. Ives. Andrew
arregló dos matrimonios con hombres acaudalados para ellas,
pues no las quería cerca de su esposa.
—¿Sabe dónde vivían? —inquirió Victoria.
—¿De verdad no lo sabe, lady Dawson?, ¿nunca nadie se
lo dijo?
—¿Qué habrían de decirme?
—¿Recuerda la casa semiderruida que está en las tierras
colindantes?, ¿esa de ladrillo rojo que respira tristeza y
decadencia por los cuatro costados? —preguntó Fernsby
encogiéndose de hombros.
Victoria supo al instante de qué casa se trataba, la había
visto en infinidad de ocasiones, cuando paseaba a caballo o
viajaba en carruaje. Siempre le había llamado la atención, no
obstante, jamás se había interesado por ella más allá de imaginar
quiénes habían podido ser sus moradores mientras la dejaba
pasar de largo. Después de eso la olvidaba, su vida marcada por
el desamor y la violencia no le dejaba otra opción.
—¡Hamilton! —exclamó al ver al modisto bajar por las
escaleras—, ven conmigo.
—¿Para qué?, ¿es que no vas a estarte quieta ni cinco
minutos?, relájate, querida, o tu corazón sufrirá las
consecuencias —se quejó Hamilton.
—Eres mi amigo, ¿cierto?
—Creo que sí…
—Pues ahora necesito tu amistad más que nunca, ven
conmigo, condenado holgazán —espetó Victoria en tono
autoritario.
—De acuerdo, pero haz el favor de calmarte, Vicky. Estás
demasiado nerviosa y eso nunca es bueno para poder pensar.
Ambos se dirigieron a caballo a las tierras contiguas a las
de los Dawson y localizaron las ruinas de la casita.
En sus tiempos debió ser muy bonita y acogedora, pero en
aquel momento, abandonada por los suyos, un halo de tristeza
enorme la envolvía.
Victoria la vio sentada en un banco de piedra, observaba
con lágrimas en los ojos las ruinas de la casa que la vio nacer.
Desmontó del caballo y se aproximó a ella.
—Hola, Rose…, o tal vez debería decir, hola, Gertrude…
—dijo Victoria con determinación.
La anciana alzó la vista y clavó sus ojos marchitos en los
de la todavía joven y bella Victoria.
—¿Cómo has sabido quién era? —preguntó la mujer
esbozando una sonrisa.
—Me enteré de que la Doble Rosa murió hace tres años.
Gertrude asintió con la cabeza.
—Mi pobre Rose… —susurró la mujer, presa de la
melancolía.
—Necesito su ayuda, Gertrude, su hijo está en peligro y
usted es la única que puede corroborar su identidad.
—¿Dónde está él?, ¿por qué está en peligro?
—Es muy largo de contar, lo haré en el trayecto hacia
Londres. Es ahí dónde está, en casa de Mary Singer, la mujer
que lo crio. Pero hay un problema, Gordon Dawson lo denunció
y puede que a estas horas ya la guardia lo haya detenido por
hacerse pasar por hijo de Andrew.
Gertrude la observó con expresión contrariada mientras
negaba con la cabeza.
—Ya le he dicho que es muy largo de contar, ¿quiere
ayudar a su hijo?
—Por supuesto que sí —respondió Gertrude con
determinación.
—Pues venga conmigo, ahora más que nunca, la necesita.

∞∞∞
Albatros abrió los ojos y la luz cegadora del sol acarició su
rostro. Era muy tarde cuando se acostó, sin conocer todavía toda
la historia, su historia.
Por fin sabía cuáles eran sus orígenes, e intuía que de poco
le iba a servir, pues él jamás dejaría de ser quien era. Sin
embargo, sentía por primera vez que su ancla personal estaba
más cercana a él, ya no era un hombre de procedencia
misteriosa, era consciente del dónde y de quiénes había sido la
idea de traerlo al mundo.
Mary, inmersa en un mar de lágrimas, fue incapaz de seguir
con su relato y se arrodilló frente a él suplicando clemencia en
cierto punto de la narración.
Albatros la ayudó a levantarse y besó las manos de la
anciana, para luego abrazarla.
—Siempre serás mi madre, Mary, y de no ser por ti, yo no
estaría aquí contigo ahora mismo, así que déjate de súplicas, yo
solo puedo agradecerte que…
Unos golpes en la puerta interrumpieron el momento de
evocación de Albatros, fue como si aquel recuerdo se esfumara
de un plumazo.
Enseguida escuchó a Mary acudir a atender al impaciente
llamante.
De pronto, la escuchó decir que el señor Albatros no se
encontraba en la hostería, pero no sirvió de nada, los hombres
de la guardia prácticamente la arrollaron y entraron en la casa.
A Mary, que había tenido que agarrarse al quicio de la
puerta para que aquellos salvajes no la tiraran al suelo, le
palpitaba el corazón con fuerza, tanto que llegó a pensar que
podía estallar en su pecho, sin que nadie pudiera hacer nada para
evitarlo.
Tras un buen rato en el que los intrusos molestaron a sus
huéspedes y pusieron patas arriba todo lo que les salía al paso,
salieron de la casa tal y como habían entrado. No sin antes
dejarle un mensaje para Albatros a Mary.
—Si ve a ese malnacido, háganoslo saber de inmediato,
tenga en cuenta que si lo encubre, estará ayudando a un
malhechor —dijo el que parecía llevar la voz cantante con
determinación e inquina.
—Así lo haré, señor, así lo haré.
Cuando la anciana se aseguró de que estaba completamente
sola, acudió a las habitaciones de sus huéspedes, a quienes
habían despertado de manera violenta y abrupta, para
tranquilizarlos.
Tenía miedo de que ellos se acabaran marchando de su
negocio por ese hecho, mas no lo hicieron, incluso se ofrecieron
a ayudarla a dejarlo todo tal y como estaba antes del paso de la
guardia por la casa, cosa que Mary agradeció, pues ya no estaba
para tantos trotes.
La última habitación que visitó fue la de Albatros, pero
únicamente halló la ventana abierta y las cortinas ondulantes a
causa de la brisa de la mañana.
Respiró aliviada, no, estaban de broma si pensaban que
podrían cortarle las alas al astuto Albatros tan fácilmente…
Capítulo 46

Cuando Gertie se presentó en el Albatros al amanecer, Albert


no podía creerlo.
—¿Qué ha ocurrido?, ¿cómo has podido salir de Clever’s
sin ser vista? Debes volver… —Albert hacía preguntas de modo
atropellado, hasta que su mujer selló sus labios con un dedo.
—Tranquilo, Andrew ya no es un problema, ha aceptado
que mi vida está junto a ti, y no supondrá inconveniente alguno
para que Mary y yo nos marchemos contigo rumbo hacia una
nueva vida —dijo Gertie tan pletórica que Albert no pudo
menos que contagiarse de su alegría.
—¿De verdad? Pero ¿qué ha ocurrido?, ¿cómo has hecho
para convencerlo? —inquirió Albert, todavía descolocado por la
noticia.
—Lo hice partícipe de nuestras intenciones. Mantuvimos
una larga charla, le dije todo lo que pensaba y él pidió que lo
perdonara. Me dio lástima, en realidad es un alma buena
atrapada por la oscuridad.
Albert frunció el ceño.
—Mi hermano no da puntada sin hilo, Gertie…
—No, Albert, sé que es tu gemelo, que os une un vínculo
imposible de sesgar, por mucho que llevéis más de media vida
separados. Sin embargo, yo he vivido muchos años con él y sé
que dice la verdad. Nos dejará marchar, ya lo verás —
argumentó Gertie.
Albert no quiso deslucir la ilusión de la que él consideraba
su esposa, sin embargo, en su interior bullía una idea, una idea
que se presentaba una y otra vez en forma de palabra:
«cuidado».
—Si estás segura de lo que dices, podemos emprender
viaje mañana mismo, solo tengo que avisar a mis hombres y
podremos zarpar, ¿te parece bien? —preguntó abrazándola y
dándole un suave beso en los labios.
—No podemos, Albert, acuérdate de la pobre Mary. El
doctor me dijo que no debía viajar todavía, que en unos días
cree que conseguirá reestablecerse lo suficiente como para
poder hacerlo. Ten en cuenta que es un largo trayecto.
Albert cerró los ojos, se había olvidado completamente de
la maltrecha Mary. Pero algo en su interior le decía que partiera
de inmediato, que postergar su marcha implicaría el desastre. No
se equivocó…
A lo lejos, catalejo en mano, Andrew los miraba
mordiéndose el labio hasta hacerse sangre.
—Allí están los dos, en cubierta, tan felices y seguros de
que podrán iniciar una vida juntos…
—¿Qué quieres que hagamos ahora, Dawson? —inquirió el
capitán pirata—, mis hombres y yo llevamos demasiado tiempo
en tierra, la tierra se mueve a nuestros pies y nos marea, ya te lo
dije desde un principio.
—Esperad un poco más, creo que os pago generosamente
para que os encarguéis de mis asuntos a tus hombres y a ti,
además, me debes una y bien grande.
—Que me libraras de la horca no implica que esté toda la
vida agradeciéndotelo, Dawson.
—Solo unos días más, Luís, y podrás irte con los tuyos a
cometer tropelías en medio de tu amado océano.
—A todo esto, ¿qué tienes pensado? —preguntó el pirata,
dedicándole una amplia sonrisa a su benefactor.
—Todo a su tiempo, Luisito, todo a su tiempo.
En el Albatros, Gertie se despedía de Albert.
—Debo volver, he dejado a Walker al cuidado de Mary y
esta me necesita. Él te irá poniendo al corriente sobre su
recuperación. No veo el momento de dejar este maldito lugar,
junto a ti, si tengo que vivir en el mar, con sus tormentas y
dificultades, prefiero hacerlo a malvivir en la seguridad
embustera de Clever’s.
—Yo también ansío nuestra marcha, y tenerte solo para mí
—dijo Albert atrayéndola más hacia sí mismo, como si quisiera
con ese gesto fusionarse con ella.
Se besaron con pasión, con la alegría de ignorar que no
volverían a hacerlo…
Capítulo 47

Tan apresurada había sido su huida, que no tenía más que sus
manos desnudas y la ropa que se había puesto a la carrera antes
de saltar por la ventana y correr y correr, para alejarse lo más
posible de la hostería de Mary y de los tentáculos de la guardia.
Ni por asomo dejaría que lo atraparan, pues era incapaz de
estar encerrado. Solo una vez lo habían conseguido, cuando era
un chaval, y dos días fueron suficientes para saber que la vida
entre rejas no era para él.
Llevaba años transitando por los lugares más exclusivos de
Londres y ya había olvidado la pobreza y la decadencia de los
bajos fondos. Caminó durante horas, hasta que la noche se libró
de la luz del día y se hizo la reina absoluta del tiempo.
Niños sucios con cara de hambre, él también había sido
uno de ellos. Aunque ya tenía doce años cuando, tras salir del
hospital, no tuvo más remedio que ser uno más de los habitantes
de la otra cara de Londres.
Suelo enfangado, olor a orines, hostilidad…
Albatros tenía frío y miedo, sí, el miedo a haber descendido
de nuevo a los infiernos se cernía sobre él, se prometió a sí
mismo mucho tiempo atrás que jamás volvería a dejarse
envolver por las llamas.
—¡Eh, tú! —exclamó una voz áspera a su espalda.
Albatros se giró y entrecerró los ojos. Recordaba a aquel
tipo bajo de estatura, pelirrojo y de ojos demasiado grandes,
incluso saltones.
—¿Willem? —inquirió Albatros.
—¡No me puedo creer que seas tú!, llevo un rato
siguiéndote y me decía: Willem, a este tipo lo conoces, seguro
que lo conoces, y cuando te has dado la vuelta…, Albatros.
—Sí, el mismo —dijo Albatros mirando hacia ambos
lados.
—¿Qué haces aquí?, pensé que habías muerto como
Anthony —dijo el hombre para sorpresa de Albatros.
—¿Anthony? —preguntó Albatros, al que un dolor pulsátil
en su cabeza comenzó a atormentar.
—No me digas que no te acuerdas de él, pues he de decirte
que eres un buen ingrato teniendo en cuenta que murió por
salvarte a ti —declaró Willem, con un deje de inquina en la voz.
—Discúlpame, Willem, has dicho que te llamas así,
¿cierto? —preguntó Albatros con el fin de aplacar a aquel
individuo, cuya actitud se volvía a cada momento más hostil.
—Estás de broma, ¿verdad?, ¿en serio no me recuerdas?
Albatros agachó la cabeza y con pesar negó.
—Me desperté en un hospital hace trece años, no tengo
recuerdos anteriores a ese momento, solo sé que tuve un
accidente y me golpeé la cabeza, no obstante, ni siquiera lo
recuerdo, me lo contaron los médicos que me atendieron.
—Claro, por eso jamás supimos nada más de ti. Pero ahora
has vuelto y podremos hacer grandes cosas juntos, como en
nuestros mejores años —apuntó Willem con los ojos
chispeantes, y luego añadió—: justo hoy le pedí a Dios que me
enviara un compañero, pues todos han muerto; del grupo que
éramos, solo quedo yo.
—Necesito un favor, Willem. La guardia me persigue y no
tengo a dónde ir… —soltó Albatros cambiando de tema, debía
ocultarse con la mayor brevedad.
—¿Y por qué quieren cazarte? —inquirió Willem con
desconfianza.
—Soy un estafador y un negocio me ha salido mal —
respondió Albatros sin querer contarle a aquel tipo, que decía
ser su amigo, todos sus problemas.
—Entiendo… —Willem sopesó los pros y los contras de
esconder a su antiguo amigo— De acuerdo, ven conmigo.
Albatros siguió a Willem hasta una casucha hecha de
tablones y rodeada de desechos. Lo hizo entrar en esta y,
asegurándose de que nadie los había visto, cerró la puerta tras de
sí y lo invitó a sentarse en una silla de madera que reposaba
junto a una carcomida mesa.
Willem agarró otra silla que había en la estancia y, tras
encender una vela, se sentó junto a él.
—¿Tienes hambre?, no tengo gran cosa que ofrecerte. Solo
un poco de pan y vino… —le advirtió Willem.
—No te preocupes, no tengo hambre, únicamente necesito
un lugar donde pasar la noche, antes de que amanezca me habré
marchado —apuntó Albatros, incómodo, pues algo en su
interior lo invitaba a salir de aquel lugar inmundo de inmediato.
—Está bien, puedes quedarte esta noche.
—¿Puedo pedirte algo más? —preguntó Albatros
cruzándose de brazos.
—Mientras no sean monedas, pídeme lo que quieras,
trataré de conseguírtelo —respondió Willem con convicción.
—No es nada material lo que necesito. Como ya te he
indicado, no me acuerdo de nada acaecido con anterioridad al
accidente. ¿Podrías arrojar luz a mis tinieblas, amigo? —
inquirió Albatros en un tono que denotaba, muy a su pesar,
súplica.
Willem esbozó una amplia sonrisa y asintió con la cabeza
antes de comenzar con su relato:
—Anthony tú y yo éramos inseparables, ambos te
conocimos por casualidad, decías vivir en una hostería y no es
que llevaras ropa de rico, pero ibas calzado y abrigado en
invierno. Por ello te llamábamos: el Afortunado.
»Un día en el que la niebla era espesa y asfixiante, un
carruaje estuvo a punto de arrollarte. Pero eso no llegó a ocurrir,
porque Anthony se abalanzó sobre ti y te empujó con fuerza,
haciendo que cayeras en el suelo y te golpearas la cabeza con un
bordillo.
»Ese día estabas furioso porque te habías enterado de que
tu madre no era tu madre. Algo así fue lo que dijiste. Que eras
hijo de un ricachón y que tenías pensado ir a su casa y
reclamarle lo que era tuyo.
En la mente de Albatros, lo desdibujado, fragmentado y
perdido, se unía en escenas más elaboradas.
Fue entonces cuando lo recordó:
Encontró a Mary llorosa mientras sostenía una pequeña
cinta entre sus manos, una cinta que tenía bordado su nombre,
Albatros, y un apellido, Dawson.
Con unas tijeras, Mary quitaba lo que quedaba de la
primera letra de dicho apellido. Albatros se llevó la mano a la
boca y se la tapó, pues no podía creer lo que sus ojos veían,
aunque el hilo ya no formara letras en la cinta.
—¿Qué es eso, madre? —inquirió él, preso de un pálpito
en su interior, un pálpito imposible de obviar.
Mary ocultó la cinta de modo muy poco eficiente. Respiró
hondo y se la entregó.
Albatros tomó la cintita pequeña y delicada y preguntó:
—¿Qué significa esto?, ¿por qué mi nombre tiene otro
apellido? —inquirió el chico entrecerrando los ojos.
—Cálmate, hijo mío, debemos hablar.
Capítulo 48

Gertie, Victoria y Hamilton llegaron a Londres muy temprano.


La mañana era sombría y dejaba ver que el cielo enfurecido
descargaría su ira de modo inminente.
La anciana llevaba un documento en su mano, se trataba de
la carta que Walker le había enviado a ella y que le había
llegado hacía cerca de un mes.
En ella, el hombre que la había ayudado en el pasado le
confesaba una verdad, un secreto que había guardado durante
años y que le golpeó en el corazón con saña. También le daba la
dirección de Mary, su cómplice. Fue siempre su amiga y no
comprendía cómo la había traicionado de aquel modo tan atroz,
llevándose a su hijo y haciéndola creer que este había muerto al
nacer…
—Creo que es aquí —dijo Gertrude.
Victoria y Hamilton asintieron y este último llamó a la
aldaba.
Cuando la puerta se abrió, una Mary envejecida, rechoncha
y de cabello gris, recogido en un moño, observó a Gertie
boquiabierta, hasta el punto de casi desmayarse.
—Gertie, amiga, lo siento tanto… —sollozó apoyándose
en la puerta.
—Yo lo único que quiero saber es por qué te llevaste a mi
hijo y me hiciste creer que había muerto. ¿Tienes idea de lo que
lloré sobre el cadáver de tu hijo?, ¿la tienes? —inquirió Gertie
apuntando a la mujer con su bastón.
—Por favor, entremos en la casa, ha empezado a llover y
tenemos mucho de qué hablar —suplicó Mary.
—¿Dónde está mi hijo? —inquirió Gertrude.
—No lo sé, la guardia vino a buscarlo y, gracias a dios,
escapó.
Gertie se llevó la mano al pecho.
—Entraré en tu casa, aunque he de decirte que no es
agradable para mí hacerlo, la mujer que me arrancó a mi hijo no
merece mi clemencia —espetó Gertie.
—Escúchela, Gertrude, la verdad en ocasiones puede ser
muy distinta a las suposiciones, ¿no cree? —sugirió Victoria
posando su mano sobre la que Gertie tenía apoyada en el bastón.
Una vez en el interior de la hostería, Mary los hizo pasar a
un pequeño saloncito donde hacía labor y cuya chimenea
invitaba a sentarse y acurrucarse frente a ella.
Mary se ausentó durante unos minutos y volvió a la
estancia portando una bandeja con té y unas galletas.
Hamilton fue el único que las probó e hizo una mueca
desagradable, pues las notó algo rancias.
Victoria le dedicó una mirada reprobatoria.
—Verás, Gertie, amiga… —comenzó a decir Mary.
—No me llames así, para ti soy la señora Dawson, no lo
olvides.
Victoria observó a Gertie, contrariada, ¿todavía usaba el
apellido de casada?, todo era desconcertante y raro. Siempre
creyó muerta a Gertrude, al menos fue lo poco que pudo
averiguar, que había fallecido en circunstancias extrañas. Se
había mordido la lengua para no preguntarle a la anciana
durante todo el trayecto, pensó que aquella historia se aclararía
tarde o temprano, además, lo que a ella en realidad le interesaba
era poder localizar a Albatros y hacerle saber que era el legítimo
dueño de Clever’s, el verdadero lord Dawson y no un farsante,
aunque a ella hubiera conseguido robarle el corazón, para luego
pisotearlo.
—Por favor, no me culpes, lo hice por ti y por tu pequeño.
Andrew quería que Walker lo entregara o lo matara, le era
indiferente su destino, únicamente lo quería lejos de Clever’s y
de ti.
—Podrías habérmelo dicho, hubiera hecho las cosas de
otro modo…
—Tuve que decidir y mi hijo había muerto, Andrew me lo
arrebató de los brazos y me entregó el tuyo. Era tan pequeño,
llevaba puesta la pulserita que tú le habías hecho con su nombre
y no pude dejarlo desamparado.
»Walker me ayudó a llegar a Londres y con el dinero que
Andrew me dio por mi silencio, abrí mi negocio.
—Walker, Walker…, siempre Walker marcando la
desgracia en mi vida con su silencio, con su manera de dirigir
cualquier asunto hacia un lado u otro —espetó Gertie.
—No culpes a Walker, él hizo lo posible porque Andrew no
le hiciera daño a tu hijo y quizá la solución no fuera la más
ética, pero hoy Albatros es un hombre hecho y derecho.
—Un hombre que se dedica a estafar, y a cazar fortunas,
¿eso te parece un hombre de bien? —preguntó Gertrude con
dureza.
—Es una larga historia, amiga, la vida de tu hijo no ha sido
un camino de rosas y la mía tampoco. Hace trece años
desapareció y no lo recuperé hasta tres años después, pero
estaba desmemoriado y había sido aleccionado por un timador
que le enseñó todo lo que sabe.
»Decidí entonces hacerle creer que me recordaba tanto a
mi difunto hijo que lo acogería bajo mi seno como si se tratara
de este.
—Albatros tiene veinticinco años, por el amor de dios,
debería haber estudiado en los mejores colegios, tener la vida
que merecía rodeado de los suyos, y, por el contrario, es un
hombre de la calle, un hombre que ha intentado usurpar su
propia y verdadera personalidad, es irónico solo pensarlo, pues
ha recibido su justo castigo por parte de un dios en el que estoy
segura que no cree, ¿cierto? —argumentó Gertrude con
determinación.
—Es un buen hombre, Gertie, lo es. Albatros es luz,
aunque su vida haya estado marcada por las tinieblas. Su
corazón es bondadoso y es capaz de hacer crecer las flores
donde solo hubo decadencia —dijo de pronto Victoria.
Gertie la miró con los ojos brillantes.
—Te has enamorado de mi hijo, por eso lo ves como el ser
más noble y bueno de la tierra. Cada vez que pronuncias su
nombre, tu rostro resplandece.
—No lo sé decir a ciencia cierta, jamás había sentido algo
así, y yo misma le rogué que se marchara de mi casa, ahora,
quién sabe dónde esté y con quién… —intervino Victoria.
Hamilton observaba hablar a las mujeres sin decir esta
boca es mía. No hacía más que mirar en derredor y hacer
muecas de horror. Las cortinas y la tapicería de los sofás le
hacían daño a la vista. Prefirió evadirse de la conversación e
imaginar qué podría hacer con aquella sala para que se viera
mucho más bonita.
—Albatros sabe cuidarse, niña —anunció Mary—, es un
hombre resolutivo que tiene la capacidad de salir indemne de
cualquier aprieto.
—Esperemos que así sea —espetó Gertie.
De pronto, unos golpes en la puerta alertaron a las tres
mujeres e hicieron apartar a Hamilton la vista de la decoración
de la sala.
Mary acudió a abrir y halló al otro lado a Tim, el chico que
en ocasiones trabajaba para Albatros.
—Señora Singer, vengo a darle noticias de Albatros, la
guardia se lo llevó hace un rato y no estaba muy contento —dijo
el chico de modo atropellado.
—¿Estaba contigo, Tim? —inquirió Mary con
preocupación.
Tim negó con la cabeza.
—Albatros me hizo llegar una nota por medio de un amigo
en común, se hallaba en casa de un tal Willem, un tipo que
vendería a su prima por un poco de dinero para sus vicios.
Mary entrecerró los ojos, recordaba a Willem y a su
hermano Anthony.
—¿Sabes a dónde se lo han llevado? —inquirió Mary.
—Sí, señora Singer, está en Marshalsea. Yo vi y escuché
todo…, ese malnacido lo traicionó. Cuando se lo llevaban
detenido, él escupió en el suelo antes de decir: «¡esto por mi
hermano, púdrete entre rejas, desgraciado!».
Capítulo 49

Con Mary mucho más recuperada, Gertie y Albert pusieron


fecha para partir hacia su nueva vida, fecha que ya había
llegado.
El carruaje estaba cargado hasta los topes y las dos mujeres
se hallaban en el pescante, pues no podían acceder al interior del
habitáculo con tanto baúl y recuerdo del pasado, que sobre todo
Gertie quería llevarse al nuevo mundo.
Walker las acompañaba, ya que Albert las esperaría en el
Albatros, debía prepararlo todo para zarpar junto a su
tripulación; con quien tenía que arreglar diferencias antes de
partir.
La dama de compañía todavía tenía magulladuras y
moratones, sin embargo, se la veía feliz por dejar atrás la
decrépita Clever’s.
—Nos vamos a América, amiga, nuestros niños nacerán en
una tierra en la que todos seremos libres. ¿No lo estás
deseando?, porque yo me siento como cuando era una niña y
tenía que viajar a algún lugar desconocido y mágico con mis
padres —dijo Gertie con entusiasmo.
—Me alegro de que todo haya salido bien y de que
podamos al fin marcharnos y alejarnos de Andrew para siempre
—intervino Mary en tono monocorde.
—Uy, uy, uy…, a mí no me engañas, tú no estás tan feliz
como yo por nuestra marcha —dijo Gertie con las cejas alzadas.
—Sí lo estoy, Gertie, es solo que… Bah, no importa —
masculló Mary.
—Dilo, Mary, ya sabes que valoro tu inteligencia y
sabiduría, en ocasiones me cuesta creer que seas menor que yo,
en serio. Ya de niña eras muy intuitiva, por ello me sentiría
dichosa si compartieras conmigo tus inquietudes —argumentó
Gertie, dedicándole una amplia sonrisa a su amiga.
—Ella cree lo mismo que yo, señora —intervino Walker—,
que todo ha sido demasiado fácil, y, tratándose del señor
Dawson, yo no me fiaría.
Gertie miró a Mary con curiosidad, y preguntó dirigiéndose
a ella:
—¿Es eso cierto?
Mary agachó la cabeza con pesar.
—Sí, Gertie, cuando me dijiste que Andrew había accedido
a nuestra marcha no me lo podía creer, pero hoy he quedado
impresionada cuando ha salido a despedirse de nosotras y no
había ni una pizca de hostilidad en su ser.
—Por ello has de estar tranquila, Andrew ha aceptado sus
errores y se ha empeñado en facilitar estos días nuestra marcha.
Así que nada tiene por qué salir mal.
El carruaje arribó a puerto y Gertie buscó con la mirada el
Albatros, Albert le había dicho que haría una salida corta para
verificar que todo estuviera en orden, antes de emprender el
viaje.
—¿Qué hora es, Walker? —preguntó ella algo extrañada.
—Son las siete de la mañana, señora.
—No veo el Albatros por ninguna parte, Albert me dijo
que saldría a probar el barco, lo esperaremos.
Tres horas después, Gertie caminaba de un noray al otro, en
el único hueco dónde el Albatros tendría cabida, pero el navío
no apareció.
—Ha debido pasarle algo, tendríamos que dar aviso para
que algún barco salga para prestarle ayuda. Walker, y no sé tú,
pero yo tengo un mal presentimiento —soltó Gertie con
desesperación.
—Está bien, buscaré a alguien que pueda echarnos una
mano —anunció Walker.
Volvió al cabo del rato con un anciano, antiguo pescador
que se resistía a abandonar a su sirena llamada Mar. Por ello,
solía zarpar cada mañana con su bote para acompañar en un
primer tramo del recorrido a los barcos que salían a faenar.
—El señor Dawson salió muy temprano, vi al ballenero
alejarse de los demás barcos, iba como con prisa, además, se
diferenciaba del resto por su gran volumen. Así que estoy
seguro de lo que vi.
Gertie se guardó sus preguntas para sí misma, ya que el
hombre parecía leerle la mente y las había respondido sin que
esta las hubiese ni siquiera formulado oralmente.
—¿Dónde puede estar? —inquirió Gertie, nerviosa.
Dos horas después, Walker volvió junto a las damas, que
de nuevo se hallaban en el pescante del carruaje, deseosas de
buenas noticias.
Él había salido a navegar con el viejo pescador y no había
hallado ni rastro del Albatros.
—Señora Dawson, siento incomodarla, pero deberíamos
volver a Clever’s. Usted y Mary llevan horas aguardando la
llegada del Albatros, pero me temo que es inútil seguir
esperando —apuntó el cochero con el sombrero sujeto por
ambas manos y aferrado con estas a su pecho.
—¿Por qué es inútil, Walker? —preguntó Gertie,
temiéndose lo peor.
—Porque tendrá que hacerse a la idea de que el señorito
Albert se ha marchado sin ustedes dos.
—Eso no puede ser, Albert jamás partiría sin mí —replicó
Gertie con el corazón a punto de salírsele del pecho por sus
fuertes y acelerados latidos.
—Hemos preguntado, milady, y los trabajadores de un
barco pesquero nos han confirmado que Albert y su tripulación
partieron muy temprano. Se encontraron con el barco en
cuestión y hablaron con el capitán de temas sin trascendencia.
En un momento, Albert les dijo que estaban de suerte, que
tenían por delante un largo viaje y que la mar estaba en calma
—explicó Walker.
—¿Y eso qué tiene que ver con que nos haya dejado en
tierra?
—Lo encontraron en alta mar, señora, ¿usted cree que
Albert se iría tan lejos para verificar el funcionamiento de su
barco? —inquirió Walker con pesar.
—No puede ser…, Albert jamás me haría algo así, él no
me dejaría sola, no ahora que habíamos visto la luz entre tanta
oscuridad, y menos con su hijo en mi vientre. No me lo creo,
pueden venirme con mil razones para convencerme, mas
ninguna lo hará.

∞∞∞
Derrotada, con la faz congestionada por las lágrimas y su
pequeño dándole pataditas en el vientre, como si reclamara su
atención y alentara a su madre a seguir adelante, así volvió a
Clever’s, con las orejas gachas, con un amor demasiado grande
en su pecho, un amor que decían que la había abandonado,
decían…, sí, porque ella se negaba a creérselo. ¿Cómo había
podido Albert hacerle tanto daño?, ilusionarla para luego dejarla
en la estacada, ¿es que acaso se había vengado de lo que ocurrió
en su juventud?, no, no podía ser. Aquel malentendido estaba
más que aclarado y ella estaba a unos meses de dar a luz al hijo
de ambos.
Cuando Andrew la vio se acercó a ella.
—¿Qué tienes, Gertrude, mi amor? —preguntó con ternura
y la acogió en su seno.
—Albert se ha marchado —gimoteó ella enterrando su
cabeza en el pecho de él.
—¿Cómo ha podido hacerte algo así? Un desgraciado, eso
es lo que es, yo jamás te habría abandonado, y lo sabes.
Mary observaba la escena desde el umbral de la puerta, a
punto estuvo de no entrar en la casa, es más, estaba segura de
que la marcha de Albert no había sido voluntaria. Internarse de
nuevo en el infierno de Clever’s se le antojaba demasiado
temerario.
Capítulo 50

Marshalsea…, muchas eran las historias que le habían contado


sobre esa prisión y ninguna era halagüeña. Era como un
pequeño poblado en el que algunos reos vivían con sus familias
y tenían incluso negocios en su interior, todo salpicado por el
pillaje y el aprovechar la ocasión para sobrevivir.
Cuando él llegó fue directo a un agujero oscuro, con ambas
manos doloridas por el aplastapulgares que le habían puesto en
cada una de ellas, con el fin de destrozárselas.
—Estas no son las manos de un jornalero —había dicho
uno de los guardias—, ¿sabes lo que hago yo con los tipos con
las manos de señorita como las tienes tú?, hago que sientan en
sus carnes el deterioro de toda una vida, pero en solo unas horas.
¿Qué te parece, señoritingo?
Así que nuestro Albatros acabó con sus alas aplastadas, en
un agujero de olor nauseabundo donde las lombrices circulaban
sin que él pudiera hacer más que rozarse contra las paredes para
quitárselas de encima. Estaba desnudo, vulnerable y dolorido.
Albatros no era un hombre de malos sentimientos. No
envidiaba, no odiaba, tan solo sobrevivía de la mejor manera.
Era consciente de que no había sido un santo, pero cuando eres
un niño perdido y alguien te tiende una mano sin pedirte nada a
cambio, te aferras a ella con ahínco y haces de las enseñanzas de
ese benefactor, mentor, mecenas, llamémosle como queramos,
una religión y un modo de vida.
Perdió la noción del tiempo en aquel agujero húmedo y
siniestro, hasta que alguien abrió la reja que lo clausuraba y tiró
de él con fuerza agarrándolo por las axilas, para luego arrojarlo
al suelo de malos modos.
El suelo estaba enfangado y pronto sintió sobre él un cubo
de agua fría. No se había recuperado del primero, cuando le
asestaron el segundo.
—¡Espabila y vístete, tienes visita! —exclamó el
cancerbero.
Engrilletado, sin los aplastapulgares que lo habían
torturado durante horas y ataviado con la ropa que les ponían a
todos los presos y que no olía a limpio, precisamente, lo
llevaron a una celda, donde una anciana vestida de negro lo
observaba con una mezcla indescriptible de sentimientos en su
rostro.
Albatros la miró de soslayo antes de preguntarle:
—¿Quién es usted y por qué ha venido a visitarme?
La anciana se acercó a él, apoyándose en su bastón, y le
dedicó una mirada cargada de emoción, mirada que Albatros no
fue capaz de obviar.
—No puede ser…, no puede ser…, usted es…
—Tu madre, hijo mío, soy Gertrude Ross y he venido para
decir la verdad y liberarte de las cadenas que te apresan.
Albatros estaba muy sorprendido, tenía tantas preguntas,
tantos reproches, tanto amor perdido en su ser, que, por puro
instinto, se abalanzó hacia ella y la abrazó con fuerza.
—Madre, oh, madre, solo hace unos días que sé de tu
existencia, pero no he podido dejar de pensar en ti desde
entonces, en qué pudo ocurrir para que nos separaran.
—No llores, mi niño —lo consoló Gertrude. Hasta ese
momento, Albatros no se había percatado de que las lágrimas
resbalaban por sus mejillas con celeridad.
Ambos, fundidos en un abrazo, sintieron en su piel el
cúmulo de sentimientos que les habían sido negados durante
años.
—Nos arrebataron la felicidad. Te juro por mi vida, madre,
que no volverán a hacerlo, no podrán separarme de ti. ¿Y mi
padre?, ¿qué fue de él?
Gertrude negó con la cabeza y sentenció:
—Eso, hijo mío, es una larga historia…, pero quizá puedas
saberla de su puño y letra —aclaró la mujer entregándole una
libreta de tapas de piel, envejecidas por el tiempo y el uso.
—¿Qué es esto? —inquirió Albatros.
—Tu padre utilizaba el cuaderno de bitácora del Albatros
para escribir sus vivencias, sobre todo, cuando este y toda su
tripulación fueron capturados por los piratas y abandonados a su
suerte.
Albatros observó a Gertie con una elevación de cejas.
—Me encantará leerlo, muchas gracias, madre. He de
decirte que, aunque esté aquí encerrado, me siento el hombre
más dichoso del mundo.
—Haré todo lo posible por sacarte de este lugar inmundo,
mi niño, y no solo lo haré yo, ahí fuera hay una mujer que sé
que te ama con toda su alma.
—Victoria…, ¿está aquí? —preguntó él, esperanzado por
que lo hubiese perdonado.
—Sí, hijo mío, está fuera y aceptó que te visitara yo
primera. Sé que una vieja arrugada no es lo mismo que una
mujer joven y hermosa, pero ansiaba abrazarte, tenerte frente a
mí y, si tenía que ser egoísta para ello, no me importaba que me
lo dijeran a voz en grito, egoísta, egoísta…, a mi edad, lo que
digan los demás, son nimiedades.
—No eres una vieja arrugada, madre, te reconocí por el
retrato que hay en el desván de Clever’s House, el paso del
tiempo no ha borrado tu belleza y esa sonrisa tan parecida a la
mía propia.
Gertie sonrió complacida. Su hijo era el vivo retrato de
Albert cuando era joven, hasta la misma voz tenía.
—¡¡¡Se acabaron las visitas!!! —bramó el carcelero.
La anciana negó con la cabeza.
—Hay dos personas más que quieren verlo, ya lo hemos
dicho en la entrada, incluso hemos paga…
—¡¡No me importa lo que le hayan dicho los inútiles de la
entrada, se acabaron las visitas y punto!! —el guardia abrió la
puerta enrejada para hacer salir a Gertie.
—Ve, madre, yo me quedo en buena compañía —dijo
Albatros con el cuaderno de su padre aferrado al pecho.
—Te sacaré de aquí, moveré cielo y tierra para ello, no lo
olvides, mi cielo —dijo Gertie antes de abandonar la celda.
Albatros se quedó solo, emocionado por el emotivo
encuentro con su madre…, su madre. Además, no le había
parecido una extraña, en su fuero interno sentía un vínculo
enorme, uno que no quería que se cortara jamás.
Tenía veinticinco años, era todo un hombre, pero en los
brazos de Gertrude había vuelto a ser un niño pequeño.
Sonrió de nuevo y se secó las lágrimas. Respiró
profundamente y abrió el cuaderno.
Capítulo 51

Navidad 1786 En una isla recóndita y desconocida.

No sé dónde estoy, ni siquiera he podido comprobarlo. Me hallo


encerrado junto a mis hombres en la bodega del Albatros. Fui
un ingenuo al pensar que Andrew nos dejaría marchar así como
así. Tendría que haberlo tenido en cuenta y me dejé cegar por la
estupidez, otra vez.
Cuando ambos éramos jóvenes fue capaz de arrebatarme a
la mujer que amaba y todo por una levita. Por un instante que
él mismo propició para forzar un matrimonio con Gertie.
Y ahora, esto…
Salí la mañana del seis de octubre del año en curso.
Quería comprobar que el Albatros, después de tanto tiempo
atracado en el puerto de St. Ives, estaba en estado óptimo para
hacer el largo viaje a las Américas. Mis hombres no lo sabían,
pero tenía la intención de regalarles el navío. Ellos podrían
continuar hacia Canadá, y faenar en sus aguas, donde dicen
mis camaradas que hay ballenas como jamás se haya visto.
Nunca me he creído semejante embuste, pero sí es cierto que
puede haberlas, ellos subsistirían y volverían a sus casas con
una buena captura.
Por mi parte, tenía muy claras mis intenciones, empezaría
de nuevo en Nueva Orleans, donde uno de mis superiores, de la
época en la que no era más que un soldado raso, se marchó con
su esposa cuando sintió que necesitaba tierra firme bajo sus
pies.
Le iba a pedir ayuda para encontrar una plantación que
adquirir y así poder darle a mi familia un futuro digno, pero
todo se fue por la borda cuando Luís Cortés y sus hombres nos
atacaron y nos obligaron a adentrarnos en alta mar.
Tuvimos la suerte de que un barco de pesca nos viera y,
extrañado al encontrar el navío en medio de la nada, a la
deriva, se acercara hacia nosotros y preguntara.
Luis Cortés, el capitán pirata, me hizo salir a cubierta
para que me excusara ante mis camaradas del Antartic.
Lo que ellos no sabían era que Luís amenazaba con matar
a mi tripulación si hacía el más mínimo movimiento fuera de
lugar.
¿Qué voy a hacer?, estoy hambriento y la sed me lacera la
garganta, solo escribo y escribo, lo necesito para calmar mi
frustración y el miedo por la suerte que habrán corrido mi
amada y mi pequeño. ¿Habrá nacido ya?, ¿será un niño o una
niña?, es algo que me trae sin cuidado, siempre que nazca
fuerte y lleno o llena de vida.
Gertie me dijo que quería llamar a nuestro hijo Albatros si
era un niño y Alba Rose si era una niña. Es la mezcla de mi
nombre y su apellido, ella me dijo que era el nombre de la
libertad.
Ojalá un milagro nos ayude y podamos volver a casa.
Aunque cada día que pasa estoy más débil y los piratas más
irascibles y enfadados.
Febrero 1787 a la deriva desde hace unos días.
Luis Cortés y toda su pandilla han abandonado el barco y
me han dejado solo, pensaron que había muerto. Pero no saben
lo duro que puedo llegar a ser cuando se trata de burlar a la
muerte.
Masacraron a toda mi gente y eso lo llevaré en la espalda
de por vida. En cuanto estuvieron lo suficientemente lejos,
comprobé que hubiera algún superviviente, mas no tuve suerte.
Yo estaba muy mal herido, pero no tanto como ellos
pensaron. Tengo una pierna casi inservible y una cicatriz muy
fea me cruza la cara. Son las secuelas que he de arrastrar de
por vida, pues son las huellas de mi ingenuidad, ingenuidad que
ya no existe.
Juro por dios que volveré a tu lado, Gertie, volveré a
buscarte a ti y a nuestro hijo, aunque me deje la vida en ello.
Andrew tendrá su merecido y esta vez seré yo quien juegue
con el futuro a mi propio favor.
He tenido mucho tiempo para pensar y lo tengo todo
planeado. Estoy débil y he tenido que lanzar muchos cuerpos al
agua, cada uno de ellos se llevó un trocito de mi corazón. Por
Dios, eran mis hombres, tenían familias e hijos que alimentar y
tú, Andrew, los dejaste solos, desamparados por la muerte de
quien no debía morir todavía.
Te maldigo, Andrew Dawson, aunque por ello me maldiga
a mí mismo.
Abril de 1787
No soy muy avispado en eso de contar los meses de
embarazo, ¿habrás nacido ya, mi tesoro?, en cualquier caso,
cada día me acerco más a ti y, cuando consiga arribar a puerto,
os tomaré entre mis brazos a ti y a tu madre y nos iremos,
aunque ella oponga resistencia, no dejaré esta vez que se
apiade de nadie, seré egoísta y lo seré con justificación, aunque
Dios se permita echarme una reprimenda, ya lo solucionaré con
unas cuantas oraciones yo después.
Ya llego, amores míos, ya llego…
Capítulo 52

El magistrado Ernest Sawyer era un hombre de férrea moral,


cuya fama de implacable le precedía. Además, las malas lenguas
hacían su parte, pues se decía que carecía de talento para
administrar su fortuna y que solía dilapidarla en las casas de
juego.
También fue mala suerte que el señor Sawyer tuviera a bien
conocer a Albatros tan solo unos meses antes, en el peor
momento de su vida, cuando a punto estuvo de perder su casa
por la pila de deudas sin saldar que acumulaba.
Aquel día, cuando nada más recibir el dinero del usurero
Albatros, un chico lo arroyó y lo tiró al suelo, robándole el sobre
con los codiciados billetes, no pensó en que todo había podido
ser una trama urdida por ese malnacido que se escondía bajo la
fachada de un hombre inofensivo y de bien. Que un usurero no
podía ser un hombre de bien, ya lo sabía Sawyer, empero era el
menos hostil en un mar de prestamistas oscuros y de dudosa
moralidad. Se lo habían recomendado encarecidamente y, al
conocerlo, sintió que había hecho bien en pedirle el dinero a él y
no a otro. Sin embargo, aquel robo minutos después de haber
tomado el sobre que Albatros le ofrecía… Mil y una vueltas le
dio al asunto hasta llegar a una única conclusión: Aquel zorro
astuto lo había estafado.
La buena fortuna lo había acompañado por una vez,
poniéndole bajo el estrado a aquel hombre, encadenado y
cabizbajo.
—Señor Albatros…, se le acusa de fingir ser hijo del señor
Andrew Dawson con el fin de heredar su fortuna y patrimonio,
¿cómo se declara? —inquirió Sawyer observándolo con una
sonrisa de satisfacción que a Albatros no le pasó inadvertida.
—Me llamo Albatros Dawson, y soy hijo de Albert
Dawson y Gertrude Ross. Así que me declaro inocente de los
cargos que se me imputan.
—Está usted muy gallito para hallarse en un tribunal como
acusado —espetó el magistrado —. El señor Gordon Dawson le
acusa de haber falsificado varias cartas para hacerse pasar por
hijo de Andrew Dawson y no de Albert…
—¿Pagó usted sus deudas de juego, señor Sawyer? —
preguntó Albatros.
Necesitaba ganar tiempo y no sabía cómo manejarse
delante del magistrado, así que se le ocurrió ponerle la cara
colorada con la deuda que este le había dejado pendiente.
—¿Cómo se atreve?, señor Albatros, se lo diré por última
vez, se le acusa de…
La puerta se abrió de golpe y porrazo, Gertrude y Victoria
entraron cual huracán en la sala.
—¡¡Este juicio es un despropósito!! —bramó Gertie
blandiendo su bastón—, se nos ha impedido demostrar la
inocencia del señor Albatros y yo estoy aquí para hacerlo. Mi
nombre de soltera es Gertrude Ross y soy la madre del acusado.
Se escucharon murmullos de sorpresa.
Sawyer observó a Gertie con desdén antes de preguntarle:
—¿Puede aportar pruebas de lo que afirma
—¿No le vale con mi palabra?, ¡soy la primera lady
Dawson!, hay mucha gente que puede corroborar que digo la
verdad —dijo Gertie con decisión.
—¡¡Miente!! —bramó Gordon que, acompañado de
Cadence, observaba la escena con furia.
—¿Que miento, Gordon?, ¿lo dices tú?, eras el confidente
de Andrew, nadie más que tú sabe que estoy diciendo la verdad.
—Puede que usted piense que lo hace, señora…, pero si de
ayudar a este malnacido se trata, primero debería informarse
bien, ya que la señora Gertrude Dawson murió hace un cuarto
de siglo.
La ovación del público no se hizo esperar.
—No estoy muerta, Gordon, y, si me lo permite,
magistrado, relataré mi historia y enseguida comprenderán por
qué mi hijo no debe permanecer ni un minuto más entre rejas
Victoria observó a Gertrude con el ceño fruncido. No iba a
ser tan fácil demostrar la inocencia de Albatros, pues este no era
inocente. En realidad, se trataba de un estafador que había sido
engullido por su propia farsa. Sin embargo, dicha farsa se había
transformado en una verdad, él era el legítimo y único lord
Dawson, y, como tal, debía ser absuelto y liberado de cualquier
acusación, ¿qué sentido tendría encarcelar a un hombre por
fingir ser quien no era, si en realidad era prácticamente quien
decía ser?
Aquel rompecabezas rondaba sin cesar la cabeza de
Victoria, quien no hacía más que convencerse de que Albatros
en realidad había sido otra víctima más de las circunstancias.
—Tengo una carta que corrobora lo que le estoy diciendo,
magistrado —dijo de pronto Gertie, entregándole a Sawyer la
misiva que Walker le había enviado y que la había hecho
embarcarse en un viaje hacia los brazos de su hijo.
El magistrado leyó la carta para sus adentros y frunció el
ceño.
—¿Podría este hombre ratificar que esta carta la escribió él
y que cada una de sus palabras son ciertas? —preguntó Sawyer
con un deje de decepción en la voz.
—Desafortunadamente, el señor Walker, antiguo cochero
de Clever’s House, murió hace solo unos días.
—Entonces, señora Ross, poca validez puedo aportarle al
documento, pues, en vista de la pericia del señor Albatros para
falsificar la caligrafía del difundo señor Dawson, ¿quién puede
asegurar que no ha hecho lo mismo con la del cochero?
Albatros miró a su madre con ternura. No iba a ser fácil
sacarlo de aquel atolladero. Se había pasado media vida
estafando a gente rica con problemas para dárselo a los pobres.
Sí, podrían apiadarse de él los que habían sido favorecidos con
su generosidad, pero ¿y los perjudicados?, esos no comulgarían
con la visión de un hombre al que arrancaron de los brazos de su
madre de la manera más vil y cuyo pasado había permanecido
envuelto en tinieblas durante años.
—Insisto en pedirle a este tribunal que se me permita
relatar mi historia, creo que sería lo justo y estoy segura de que
arrojaría luz a toda la negrura que se cierne sobre este asunto.
—Este tribunal no dispone de todo el día, así que, señora
Ross, sea breve —apuntó Sawyer.
Gordon iba a replicar, pero Cadence le dio un codazo.
Gertrude se llevó la mano al pecho, aclaró su garganta y se
dispuso a contar el momento más duro de toda su vida…
Capítulo 53

Andrew prometió portarse bien con ambas mujeres, a cambio,


Gertie tenía que permanecer a su lado y criar al hijo que llevaba
en el vientre como al suyo propio y no como al de su hermano.
Gertie se interesó entonces por el hijo de Mary, ¿qué sería
de él?: Nada le faltaría, acudiría a los mejores colegios y
disfrutaría de los mismos privilegios que el de Gertrude, sin
embargo, nadie podía enterarse de que ese niño, en realidad, era
hijo de Andrew. Ese fue el trato que este les ofreció a Gertrude y
a Mary.
—¿Qué hacemos, Gertie?, sé que no quieres ni oír hablar
del tema, pero has de tomar una decisión. Lo que Andrew nos
ofrece puede sacarnos del apuro por un tiempo, luego, cuando
nuestros pequeños nazcan, ya miraremos cómo irnos de aquí.
No tenemos dinero ni familia que pueda facilitarnos cobijo, así
que necesitamos ganar tiempo, pues ahora somos dos mujeres
embarazadas que a duras penas pueden moverse, ¿no crees que
la mejor opción que tenemos es aceptar este trato?, o más bien,
¿hacer ver que lo aceptamos?
Gertie miró a su amiga y, todavía con los ojos enrojecidos
por todo lo llorado, se abrazó a ella. Ella tenía a sus dos
hermanas, pero no quería causarles problemas, ya que los
maridos de ambas eran amigos incondicionales de Andrew.
—Muchas gracias, Mary, no sé qué haría sin ti.
—¿Nos armamos de valor y que sea lo que Dios quiera? —
inquirió Mary, sin poder dejar de sollozar también.
—De acuerdo, pero hay varias condiciones que Andrew
debe aceptar sin reservas —intervino Gertie rompiendo con
suavidad el abrazo.
—¿Cuáles son?
—Andrew no podrá tocarnos a ninguna de las dos. No
seremos llamadas al despacho, no nos encerrará ni nos pondrá
perro guardián que vigile nuestros pasos y le vaya con el cuento.
Así que ni los hombres torre de ahora —dijo refiriéndose a unos
individuos gigantescos que Andrew acababa de contratar para
vigilarlas—, ni los piratas de hace unas semanas, ninguno de
ellos puede perturbar nuestra libertad. Solo así, díselo claro, solo
así aceptaré el trato.
Mary memorizó todo lo que Gertie le dijo y, armándose de
valor, se presentó en el despacho de Andrew.
De carrerilla, le transmitió punto por punto las condiciones
de su esposa.
Andrew, en un principio, se mostró agitado y nervioso. Sin
embargo, luego pensó que, sin Albert de por medio, lo que pedía
su mujer no sería difícil. Lo que en realidad le iba a resultar muy
complicado sería no tomar a ninguna de las dos mujeres, en
ocasiones sentía la furia apoderarse de él y sabía que forzarlas
haría que su fiera interior se aplacara. Ya pensaría en algo, por el
momento, aceptaría las condiciones y lo demás, ya se vería…
Pasaron los meses y Gertie, aun dichosa por sentir a su
pequeño dentro de ella, se sentía presa de la tristeza más vil.
Mary estaba a su lado casi todo el tiempo, solo se
separaban a la hora de dormir. Andrew respetó el acuerdo, salvo
en un punto.
Una noche, se presentó en el cuarto de Mary y le tapó a
esta la boca.
—Te vas a callar y dejarás que entre en ti, ¿o quieres que lo
haga en tu amiguita?, ¿te crees que no me he fijado en cómo la
miras?, eres un desecho de la humanidad, estás mal hecha y te
gustan las mujeres en lugar de los hombres.
Soltó Andrew en su oído mientras apoyaba un cuchillo en
su vientre.
—No me haga daño, por favor, nuestro pequeño… —
gimoteó ella.
—Cállate, no quiero oírte. Y ahora harás lo que yo te diga
si quieres que tu hijo llegue a nacer.
—¿Cómo puede ser tan…?
—Malo… Dilo, Mary, soy malo. La maldad corroe mi
alma y no soy capaz de controlarla, la única forma de calmar
mis más bajos instintos es tomando tu cuerpo, te necesito,
Mary… —dijo él en un tono de súplica que a penas salpicaba su
gran hostilidad.
—Por favor, no… Lo prometió, prometió que no nos
tocaría.
—¿Desde cuando es de fiar una promesa con el mismísimo
diablo?, si quieres que tu querida Gertie no sufra daño alguno,
tendrás que hacer un sacrificio, y eso pasa por complacerme.
—Está bien, milord, pero le pido, por favor, que no sea
brusco, tengo miedo de que el bebé sufra algún daño.
Andrew sonrió con suficiencia y tomó el cuerpo de Mary
como había hecho en otras ocasiones. Era brutal y desagradable,
sin embargo, Mary aprendió a evadirse, a viajar con su mente a
lugares mágicos donde solo existieran su señora y ella, ambas
con sus pequeños, sonrientes y felices…
Mary jamás le dijo nada a Gertie, para ella, Andrew estaba
cumpliendo con el trato y eso era algo que agradecía. Aunque al
comentárselo a su amiga, esta ensombreciera de golpe y
porrazo.
—Porque está cumpliendo con el trato, ¿verdad, Mary? —
inquirió Gertie en una ocasión.
—Por supuesto que sí, amiga, Andrew tiene un
comportamiento ejemplar para conmigo.
—Así debe ser —dijo Gertie dedicándole una amplia
sonrisa a Mary y asintiendo con la cabeza.
Las dos continuaron con la labor que estaban llevando a
cabo en esos meses, completar el ajuar para sus bebés.
La madrugada que Gertie rompió aguas, se hallaba sola en
su habitación. Llamó a Mary y la fue a buscar a sus aposentos,
pero no se encontraba en estos.
Gritó mientras pedía ayuda y algunas mujeres del servicio
salieron a auxiliarla.
Walker, alertado por los gritos de su señora, acudió
también.
En el despacho, Andrew le cerró la boca a Mary mientras
seguía sobre ella, tomándola a su antojo, como el vil gusano que
era.
—¡¡Basta!!, déjeme en paz, Gertie está pidiendo ayuda, ¿es
que no la oye? —lo reprendió Mary revolviéndose con fuerza.
—¡¡¡Cállate, mujer!!! Y cumple con tu cometido —bramó
Andrew fuera de sí.
—¡¡Desgraciado!!, ¡¡depravado sin entrañas!!,
¡¡¡suéltame!!! —se levantó de la mesa haciendo acopio de
fuerzas.
La furia de Andrew no se hizo esperar y, para reducir a la
envalentonada dama de compañía, le propinó varios puñetazos
en el vientre.
—¡¡¡Para, para!!!, matarás a mi bebé —dijo ella entre
quejidos de dolor.
Sin embargo, ya era tarde, la sangre resbalaba por sus
piernas y un dolor fuerte e indescriptible se hizo presente con
saña, haciendo que Mary no pudiera reprimir sus ganas enormes
de aullar cual loba herida.
El parto de Mary lo asistió Andrew, la dama de compañía
jamás olvidaría aquel momento en que él le arrancó a su bebé de
sus entrañas y este no emitió sonido alguno.
Andrew la observó atónito y se llevó las manos a la cabeza.
—¿Qué he hecho, Dios mío?, ¿qué he hecho? —se
preguntó a sí mismo mientras giraba y su mundo se tambaleaba.
Mary era incapaz de separarse del cuerpo de su hijo, no
podía…
—Dámelo, date prisa —la apremió Andrew—, yo le
devolveré la vida, ya verás.
Mary se negó entre sollozos, pero Andrew se lo arrebató a
la fuerza, mientras ella, vencida por el dolor y todo lo
acontecido, perdió el sentido y cayó al suelo, inconsciente.
Gertie, por su parte, asistida por las sirvientas, dio a luz a
un precioso y sano bebé, a quien puso de nombre Albatros, tal y
como había acordado con Albert.
—¡Ay!, Albert, si pudieras verlo. Yo sé que tú no me
dejaste, te he visto en mis sueños y sé que, si no estás conmigo y
con tu hijo ahora, es porque no puedes.
El pequeño sonrió y Gertie le acarició la carita, era el vivo
retrato de Albert, pero tenía su sonrisa. Era curioso que
encontrara el parecido en un recién nacido, congestionado por
su salida abrupta al mundo exterior.
Tomó la cintita bordada que guardaba con ella desde que se
la había hecho meses atrás y se la puso a su pequeño en la
muñeca. Luego besó la manita del bebé y le susurró al oído.
—Vuela alto, pequeño Albatros.
Por un momento se estremeció, aquellas eran
prácticamente las palabras que Andrew le dedicó cuando le dio
su bendición para marcharse con Albert. Sin embargo, pensó
que las palabras no tienen porque estar marcadas por quién las
haya dicho, así que lo repitió.
En su interior, el amor más grande que jamás había
albergado por un ser se hizo paso. El pequeño se agarró al pecho
y así, unidos y felices, se quedaron dormidos.
Capítulo 54

—A la mañana siguiente amanecí con un cuerpecito frío


entre mis brazos. Frío y sin vida. Además, aquel bebé no era mi
Albatros, no tenía la cintita que yo le había puesto.
»Y era pequeño, mucho más que mi precioso niño. Sentí
que mi mundo se detenía en ese mismo instante. Grité y grité,
pidiendo explicaciones, pero nadie me supo decir nada más que
mi hijo había muerto, ¡había muerto! —exclamó Gertie
dirigiéndose a Mary, que permanecía sentada y no había dejado
de llorar en ningún momento.
—Lo siento, amiga, él me entregó a tu hijo y me dijo que
me fuera, que, si no lo hacía, el niño correría la misma suerte
que mi pequeño. Pensé que era lo mejor y que haría lo posible
por contactar contigo en un futuro y decirte la verdad, que tu
bebé estaba a salvo, que lo tenía yo. Pero no fue así, Walker me
comunicó tu desaparición meses después, así que me empleé a
fondo en criar a tu hijo, quien se convirtió en el mío, porque
como una madre lo crie.
»Walker me acompañó a Londres y me ayudó a
establecerme. Siempre supo dónde estábamos el pequeño y yo,
además, pude contar con él cuando lo necesité.
»Pero me mintió, nunca me dijo que estuvieras viva,
mucho menos que sabía de tu paradero, nunca.
Gertie recordó cómo Walker había cambiado también el
curso de su historia por no entregarle su misiva a Albert cuando
trabajaba para los Ross.
—Walker, siempre él, dueño de la voluntad de las personas
por saber y callar, bajo quién sabe qué criterio —masculló
Gertrude.
—Él volvió a Clever’s y trabajó muchos años más para
Andrew, hasta que murió Rose Ross, fue entonces cuando dejó
la casa y a lord Dawson para siempre. Rose le pidió que
continuara a su lado, que no dejara sola a su hermana primero, y
que se quedara por si ella volvía después. Hasta que esa petición
no tuvo ya sentido.
»Walker se había casado hacía muchos años, pero seguía
enamorado de tu hermana y lo estuvo hasta la muerte. Siempre
se sintió mal por no haber entregado esa carta y por guardar
demasiado secretos.
—Señoras, creo que ya han hablado suficiente y puede que
sean unas maestras de la interpretación, porque casi me
convencen, no obstante, yo soy hombre duro de ablandar y sigo
en mis trece, no han probado de ninguna manera que este
individuo es quien dice ser —interrumpió el magistrado.
Hicieron pasar entonces al señor Folk, y este expresó altas
y claras las conclusiones a las que había llegado al hacer sus
averiguaciones en Londres:
Conocían a un hombre que se hacía llamar Albatros y era
asiduo a fiestas y lugares con cierto prestigio, vestía bien y tenía
fama de conquistador, también se sabía que se dedicaba a la
usura, pero las malas lenguas decían que, en realidad, solo era
un vil estafador.
—Es suficiente…, es una pérdida de tiempo seguir
escuchando historias del pasado que no prueban nada… —zanjó
el magistrado.
—¡Nunca es tarde para recuperar el tiempo perdido! —
exclamó una voz masculina y potente a espaldas de Albatros y
de su madre.
Gertie sonrió.
Un anciano, renqueante, pero todavía apuesto, aun con la
cicatriz que le marcaba un lado del rostro, había irrumpido en la
sala y se aproximaba al magistrado con toda la determinación
que le daba su pierna de palo.
—Me llamo Albert Dawson y soy la prueba fehaciente de
que mi esposa, Gertrude Ross, dice la verdad. Este hombre que
usted tan a la ligera acusa, no es otro que mi hijo, Albatros
Dawson, y este juicio no tiene razón de ser, ya que hallándome
vivo y en mis facultades, el único heredero del patrimonio de mi
hermano soy yo. Así, que, Gordon, primo…, creo que lo mejor
que puedes hacer es navegar hacia otras aguas donde ballenas
más hermosas aguarden por ti.
Gertie no pudo evitar soltar una risita furtiva. Su esposo
siempre estaba igual, habían pasado los años, pero las ballenas y
el mar siempre se hallaban en su boca, pues los llevaba en el
corazón.
Cadence, a su vez, se separó de Gordon como si este
tuviera la peste, el amor se había esfumado en el acto y unas
palabras habían sido las responsables de ello.
Victoria cruzó la mirada con Albatros, que observaba a su
padre con emoción. Nadie podría discutir que Albert Dawson no
era la viva imagen de su hermano muerto, nadie…
Ver a Albatros libre fue el impulso que Victoria necesitó
para correr hacia él y abrazarlo con fuerza.
—Por fin, por fin…, los sueños se hacen realidad, ¿cierto?,
cada una de estas noches que he pasado sin ti solo he pensado
en tenerte a mi lado, en que me daba igual qué o quién fueras,
solo necesitaba que volvieras a hacerlo —soltó Victoria de
modo atropellado.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Albatros con
picardía.
—Que me beses, demonios —lo apremió Victoria con
fingido enfado.
—En fin, ¿quién puede resistirse a tal tentadora orden? —
preguntó él antes de besarla de ese modo en que solo lo hace
alguien que ansía tenerte para siempre y por siempre.
Un carraspeo interrumpió el largo y anhelado beso entre
nuestros dos protagonistas.
—¿Es que no hay ni siquiera un abrazo para tu padre,
muchacho? —inquirió Albert, observándolo sorprendido por el
parecido tan increíble que tenía su hijo a él.
—Padre… —susurró Albatros antes de aproximarse a su
progenitor y fundirse en un abrazo con él, como si lo hubiera
hecho toda la vida.
—Tarde, hijo, muy tarde, pero llegué a ti… —dijo Albert
sin poder evitar una emoción enorme en su pecho.
Y la verdad era que Albert había estado enfermo y Gertie
le prometió semanas antes que ella traería a su hijo junto a él.
No obstante, como buen terco que era Albert, dos días después
de que Gertrude embarcara, le pidió a un amigo que cazaba
ballenas que lo llevara a Londres, que pagaría lo que fuera por
ello. Y así lo hizo. Justo acababa de llegar a puerto cuando se
enteró por la prensa de la noticia de un hombre llamado
Albatros, detenido y que sería juzgado esa misma mañana.
Gertie se unió al abrazo, mientras Victoria los observaba
presa de una emoción enorme, cogida de la mano de Hamilton.
—¿Al final te vas a quedar con este hombretón para ti
sola?, ¿no hay nada para mí?
—Por Dios, cállate, Hami…
Capítulo 55

A la fuerza, así la tomaba cada noche que podía, pues ya era


mayor y sus necesidades no le apremiaban como antaño.
Cuando Victoria conoció a Andrew, se enamoró
perdidamente de él, y se suponía que él de ella. Se casaron y
vivieron unos meses de idilio sin fin mientras viajaban por
Europa.
Fue al poner sus pies en Clever’s cuando el matrimonio
comenzó a tambalearse, hasta hacerlo zozobrar casi en su punto
inicial.
Aquel retrato de Albert presidiendo el salón enloqueció a
Andrew y Victoria fue llamada por primera vez al despacho…, a
la boca del infierno, como ella prefería llamarlo.
Y allí supo cuáles eran los horrores que su marido ocultaba
en el alma. Cuántas veces se preguntó cómo un hombre como
él, en apariencia bueno y leal, podía convertirse en aquella rata
inmunda que la dañaba sin compasión.
Los años le habían caído a Victoria como losas y aunque su
felicidad en aquel momento fuese plena, su interior albergaba la
ignominia, de la que poco a poco se libraría, hasta hacerla ser
una hoja triste y marchita que cae al suelo en otoño.
—¿Qué ocurre, mi amor? —preguntó él, él…
Habían hecho el amor durante toda la noche y la mañana
los había sorprendido abrazados, hasta que los oscuros
pensamientos poblaron la mente de Victoria.
—Nada, creo que tienes mucho trabajo para devolverle el
esplendor a Clever’s, y no solo a la casa —apuntó ella,
acariciándole el rostro a Albatros.
—Pequeña, tú eres esplendor por ti misma y si quieres
puedo demostrártelo de nuevo, eres mi luz, Victoria…
—Pequeña… Es gracioso.
—¿Por? —preguntó él mientras acariciaba el cabello
revuelto de su amada.
—Porque no sé si te has dado cuenta, de que aquí el
pequeño eres tú, que yo tengo treinta años y tú solo veinticinco
—apuntó ella poniéndose de pronto sobre él a horcajadas.
—Para mí siempre serás mi pequeña. Aunque ahora mismo
me estés dando miedo y crea que eres el verdadero albatros, a
punto de caer sobre su presa.
—No vas mal encaminado…
Victoria comenzó a moverse rítmicamente sobre Albatros,
así lo habían hecho desde que, unas semanas antes, todo
terminara como debía terminar, bien…
No esperaron a casarse para consumar su amor, lo hicieron
por primera vez horas después de la liberación de Albatros.
Fue un momento en principio algo incómodo para Victoria,
pues solo conocía la ternura y la pasión mutua de aquellos días
perdidos en los que disfrutó de la parte reluciente de Andrew.
Sin embargo, cuando Albatros la acarició, mientras susurraba a
su oído que todo estaría bien, que él jamás la dañaría, que le
daría el tiempo que necesitara, ella respondió dejándose llevar,
mientras sus recuerdos más oscuros quedaban lejos.
Ambos vivían el Clever’s, junto a Albert y Gertie, que
habían decidido quedarse definitivamente con ellos, eso sí,
tendrían que volver a Nueva Orleans para arreglar sus asuntos.
La noticia que sorprendió a Albatros sobremanera fue tener
dos hermanos más, una hermana llamada Alba y un hermano al
que habían puesto de nombre Ross. Aquellos dos no tenían
remedio, todo los llevaba a lo mismo, a la libertad del vuelo de
un albatros, su albatros.
Albatros conocería a sus hermanos en pocos días y estaba
emocionado, muy emocionado, por fin las brumas se habían
transformado en la claridad de una familia.
Mary se había quedado en su hostería de Londres, era su
negocio y no quería abandonarlo por nada del mundo, aunque
Albatros le hubiera insistido en que volviera con ellos a
Clever’s. Sus palabras fueron firmes:
—Jamás volveré a poner un pie en ese lugar, ni siquiera si
lo llevo por delante de mí…
Victoria cabalgó a Albatros hasta que ambos estallaron en
mil pedazos, y ella cayó exhausta sobre su pecho.
—Te amo, mi amor… —susurró ella y Albatros le devolvió
el beso más tierno, el beso soñado…
—Yo también te amo, aunque solo sea un estafador de poca
monta y tú una señorita de alta cuna —soltó él entre risas.
—No tiene gracia…, espero por tu propio bien que esas
actividades poco éticas se hayan acabado —dijo Victoria con
determinación e incorporándose de golpe.
—Sabes que sí…, pero no puedo cambiar lo que he sido
durante todos estos años, he de aceptar que mi vida ha
cambiado, no obstante, así soy e intentaré trasladar mis
conocimientos al nuevo negocio que estoy planteándome.
—¡Albatros! —exclamó Victoria de forma cantarina.
—Legal, es un negocio limpio y legal.
—Por tu bien, eso espero —le reprendió ella con el ceño
fruncido.
—Anda, ven aquí, quiero mi revancha —soltó él
posicionándose sobre ella y entrando en su ser de una certera
estocada.
En una alcoba cercana, se hallaban Gertie y Albert, ambos
en la cama, abrazados, como siempre había sido durante sus
años juntos en Nueva Orleans.
—¿Te acuerdas, mi amor, cuando me presenté en esta
misma habitación hace veinticinco años?, todavía éramos
jóvenes y yo podía trepar por la fachada, aunque tuviera la
pierna hecha trizas cuando arribé a puerto.
—Claro que me acuerdo, ¡cómo olvidarlo!, yo me hallaba
tan deprimida por la muerte de nuestro pequeño, si hubiera
sabido la verdad, si la hubiera sabido…
—Sí, Gertie, de saberla ambos, todo hubiera sido distinto.
Nos perdimos el criar a nuestro pequeño, pero hay que mirar el
lado bueno, lo hemos recuperado y ahora está enamorado de una
mujer estupenda. Pronto esta casa se llenará de luz con todos los
niños que corretearán por ella. Yo tengo muchas ganas de ser
abuelo.
—Y yo…
La mente de ambos se perdió en una noche veinticinco
años atrás.
Capítulo 56

Gertie se hallaba en el ventanal, observaba el horizonte


mientras las lágrimas resbalaban por su rostro. Aquellos brazos
vacíos le desgarraban el alma. Y la carita de su bebé vivo no
dejaba de visitar su mente a cada momento, cambiándose luego
por la del pequeño frío y sin vida.
Mary se había marchado de manera misteriosa, ni siquiera
le había mostrado a su bebé, según Andrew, esta había decidido
seguir su camino en soledad, con su pequeño.
Gertie se sintió traicionada, pero, en parte, comprendió a
Mary, ya no estaba sola y debía mirar por su hijo, junto a
Andrew no le esperaría nada bueno.
De pronto, se llevó un susto de muerte cuando el rostro de
un hombre cubierto con una capa con capucha apareció en su
campo de visión.
Llovía a mares y el hombre daba toquecitos al cristal con
desesperación. A Gertie le costó varios segundos darse cuenta
de quién se trataba.
—¡Dios mío! —exclamó antes de abrir la ventana y darle
entrada a Albert en su alcoba.
—Gertie, mi amor, aquí estoy para dedicaros la vida a ti y a
mi hijo —balbució él antes de aferrarse a ella como si fuera un
oasis en medio del desierto.
—Me dijeron que te habías marchado sin mí, mas yo nunca
lo creí, siempre supe que si no estabas a mi lado era porque no
podías —gimoteó Gertie mientras se hundía en el pecho de su
amado.
—¿Dónde está?, ¿dónde se halla mi pequeño Albatros? —
inquirió él mirando a todos lados de la habitación con
desesperación.
—Siempre supiste que sería un niño…, pero llevo semanas
buscándolo entre los rincones de esta alcoba sin hallarlo. Me
dijeron que murió y yo vi su cuerpecito inerte en mis brazos. Te
juro, mi amor, que grité y grité que no era él, que mi pequeño
era un niño sano y hermoso.
»Siempre habrá un vacío muy grande en mi corazón,
siempre, siempre…
Gertie se echó a llorar de nuevo, no había dejado de
hacerlo desde que aquella mañana se empañara su felicidad y se
transformara en muerte y desolación.
Albert la cobijó entre sus fuertes brazos, preso del dolor
más fuerte que jamás había experimentado, también dio rienda
suelta a su emoción.
—Lo de nuestro hijo ya no tiene remedio, amor, pero sí lo
tiene lo nuestro. Sé que quizá esté siendo algo duro al cambiar
así de tercio, mas no me queda otro remedio. Andrew me tendió
una trampa y los piratas me capturaron. Estuvimos semanas
atracados en una isla, hasta que aquellos energúmenos
decidieron que lo mejor era masacrar a mi tripulación y dejar el
barco a la deriva. Pensaron que yo también había muerto;
erraron, estaba vivo para volver a casa y cobrarme mi venganza.
—No hables de venganza, por favor…, no me quedan
fuerzas para eso —susurró Gertie.
—No iré a pedirle cuentas a Andrew, si es lo que temes.
Voy a jugar con sus mismas cartas…
—¿A qué te refieres?, ¿qué cartas son esas?, tengo la
impresión de que tu hermano dirige nuestra vida a su antojo, y
que todo lo vivido son escenarios montados por él mismo. No sé
cómo puede haber ser tan vil y despreciable en este mundo —
dijo Gertie con la voz rota por todo el dolor que albergaban esas
palabras.
—Tienes razón, yo tengo la misma impresión; por ello,
vamos a ser nosotros los que pongamos el punto final a la
historia. Él se ha encargado de escribir toda la novela, ¿cierto?,
pues ahora es el turno de que sea Andrew y no nosotros quien se
vea engullido por lo que otras personas decretan para él… —
intervino Albert con decisión.
—No entiendo nada, pero yo te sigo, solo toma mi mano y
no la sueltes nunca…
—Pues, entonces, querida, agárrate fuerte, porque da
comienzo la función.
Capítulo 57

La puerta de la habitación de Gertrude estaba abierta y no


había ni rastro de ella esa mañana. Era del todo extraño, pues no
había puesto un pie fuera de dicha alcoba desde que él les había
dado el cambiazo a los bebés, unas semanas antes.
Buscó por toda la casa con ahínco, mientras la llamaba a
voz en grito. Ordenó a los sirvientes que la buscaran hasta
debajo de la última piedra, mas nadie daba con ella.
—¿Dónde demonios estará?, ¡¡¡maldita sea!!! —bramó él
mientras se llevaba a la boca la botella de whisky.
Su corazón palpitaba con furia al saber que no tenía el
control sobre ella. Lo necesitaba, ansiaba esa sensación de
seguridad que le proporcionaba tener a Gertrude a su merced.
—¡Milord, milord! —exclamó Walker, que, acompañado
de un muchacho del pueblo, hizo acto de presencia.
—¿Qué ocurre, Walker?, ¿la han encontrado? —inquirió
Andrew acercándose a la extraña pareja.
—Este muchacho dice haber visto a una mujer lanzarse al
vacío por el acantilado. Por la descripción, se trataba de la
señora Gertrude —explicó Walker con nerviosismo.
—¿Es eso cierto, chico? —preguntó Andrew agarrándolo
por la pechera.
—Sí-sí-sí, lo es, la-la-la señora lloraba y yo me acerqué
para ver qué le ocurría, la llamé y se giró, ¡era esa mujer, era
ella! —exclamó el chico mientras señalaba el cuadro de Gertie
que presidía la sala.
—¡¡¿Estás seguro de lo que dices?!!, ¿¿estás seguro?? —
preguntó Andrew con rabia.
—Sí, milord, lo estoy, esa señora se lanzó al vacío y las
aguas revueltas la abrazaron al instante —reafirmó el muchacho
con convicción.
Andrew, furioso, lanzó la botella de whisky contra el retrato
de Gertie.
—¡¡¡Maldita sea!!!, ¡¡¡maldita sea!!! —gritó
desgañitándose, hasta que no pudo reprimir la emoción que
laceraba su alma y se derrumbó en el suelo, de rodillas, hecho
un mar de lágrimas.
Andrew Dawson solo lloró dos veces, con lágrimas
sinceras, en su vida adulta, el día que perdió a Gertie y la
primera noche que le hizo a Victoria lo que se había prometido
no volver a hacer jamás. Sin embargo, que la dulce Victoria le
pusiera delante el retrato del hermano que él mismo había
enviado a la muerte, consiguió que su fiera interna despertara y
no volviera a dormitar jamás.
El día que Gertie se quitó la vida a causa de los actos que él
mismo había perpetrado, se prometió que sería un hombre
mejor, que tal y como ella le había sugerido, se buscaría una
mujer a quien amar. Pero siempre tuvo algo claro, jamás…,
jamás tendría hijos, no perpetuaría el mal expandiendo la
semilla que lo contenía. Porque su padre y su abuelo habían sido
iguales a él, y el único que se salvaba era Albert, que había
heredado el corazón noble de su madre. Con él moriría la estirpe
de los Dawson y jamás el mal volvería a cernirse sobre la vieja
Clever’s.
Dos personas habían muerto por sus malas artes, dos
personas de las que solo quedaban sus retratos en el desván.
Jamás los destruyó, los tenía allí por si su maldad crecía
demasiado, así podía recordarse a sí mismo hasta qué punto
podría llegar, porque no quería que nadie más muriera por culpa
de él, no podría soportarlo.
En la mente de Andrew, el bien y el mal se batían en duelo
constantemente, y, en la mayoría de las ocasiones, ganaba el mal
y todo se tornaba negro. Se había dado cuenta de que venerar al
diablo le traía menos problemas que hacerlo con Dios, al menos,
no tenía tantos remordimientos.
Victoria se había convertido en una más de sus víctimas,
primero lo fue Gertie, luego Mary…, se había prometido no
hacerlo más, pero no podía y Victoria se transformó en la tercera
mujer que acudía a su despacho y descubría su lado más
visceral, más macabro y depravado. ¿Y si lo contaban?, se había
preguntado siempre…, ¿quién creería que el noble y respetado
lord Dawson se comportara como un monstruo?, nadie, y él lo
sabía. Aunque tuviera tanto miedo de que alguien ni tan siquiera
lo sospechara.
Y así pasaron los años y la juventud y jovialidad de
Victoria se esfumaron. Entraba al despacho y ella misma se
apoyaba en la mesa y se levantaba las faldas. Dejaba que la
poseyera sin inmutarse. Cuando terminaba, se recomponía la
ropa y, sin dedicarle palabra alguna, se marchaba.
Lo que él ignoraba era que Victoria se moría del miedo,
que el dolor y la supervivencia hicieron que adoptara esa
postura sumisa en todos los ámbitos, lo que le valió por parte
del servicio el apodo de la Acelga.
La última noche que Andrew llamó a Victoria a su
despacho todo fue diferente:
—¿Qué haces, Victoria? —inquirió Andrew.
—No vas a volver a tomarme nunca más, no podrás
hacerlo, te lo aseguro.
Victoria llevaba en la mano un abrecartas de plata y tenía
sujeta la verga aflojada por el pánico de Andrew. Había puesto
unos polvos que le había vendido la curandera del pueblo en el
whisky sin que este se percatara, ni ella sabía qué eran, solo le
había dicho a la buena mujer que tenía problemas para dormir y
necesitaba un remedio efectivo que tumbara a un elefante.
—No lo haré más, perdóname, mi amor, yo nunca quise
que contigo ocurriera lo mismo que con…
—¿Con quién, Andrew?, ¿con Gertrude, tu primera
esposa? —preguntó Victoria aproximando el abrecartas más si
cabe al miembro de su esposo.
—Por favor, no digas su nombre, no lo digas… —suplicó
Andrew.
—¿Qué razón podrías darme para que no cortara tu arma
del mal? —dijo Victoria con desprecio.
—No lo haré más, lo siento mucho, pero, por favor, no me
hagas daño —gimoteó Andrew.
—Al final no eres más que un cobarde, ¿tanto miedo te da
que te deje sin la posibilidad de perpetrar más mal?
—Victoria, por favor.
Victoria se alejó y negó con la cabeza.
—Espero que, a partir de hoy, dejes de pensar en mí para
cometer tus atrocidades, quizá usar la mano sería mejor
consuelo y haría menos daño.
—Puede ser, Victoria, podría ser… —Andrew se alzó con
determinación y se abalanzó sobre ella—, pero no va a ser,
Victoria, no va a ser y tú has de entender que eres mía y siempre
lo serás.
Andrew y Victoria forcejearon y él consiguió arrebatarle el
abrecartas, dejándole la mano dolorida.
Victoria se sintió acorralada, Andrew siempre cerraba con
llave por dentro y se la guardaba en la levita.
Se aproximó hacia ella cual fiera a punto de lanzarse a
atacar, y Victoria sintió que su vida había terminado demasiado
pronto, sin conocer el amor verdadero, sin formar la familia de
sus sueños, sin haber vivido experiencias únicas más allá que
dormitar por la decrépita Clever’s.
Ambos cayeron al suelo y Andrew hizo deslizar el
abrecartas lejos para que no supusiera una amenaza.
—Los hombres matan con sus propias manos —susurró
antes de sujetar el cuello de Victoria con fuerza.
Victoria, presa de la angustia, sin aire, con la muerte
anhelante de una nueva alma, deseó con todas sus fuerzas que
un milagro la liberara de aquella situación. Que una mano
divina la sacara del pozo donde se había visto abocada sin tener
más opción.
Fue entonces cuando la vio, se acercaba a la espalda de
Andrew. Era una mujer mayor, con el pelo recogido. Llevaba
ropa de otra época y no parecía ser real, pues estaba envuelta en
un halo etéreo que la hacía translúcida. Era un espíritu.
La entidad acercó la boca al oído de Andrew y susurró
unas palabras:
—Ha llegado tu hora, Andrew.
De pronto, Andrew aflojó la presión y se llevó una mano al
pecho.
La voz que le había hablado era la de una persona que fue
crucial en su vida y que ya no estaba en el mundo de los vivos:
su madre, Sarah.
Sus últimas palabras agónicas y engoladas fueron:
—Lo siento, madre…
Epílogo

Me llamo Sarah y estoy muerta, me costó aceptar esa realidad,


pero sí, lo estoy desde hace mucho tiempo. No encontré luz
alguna y me hallo vagando entre los muros de la que fue mi
casa, pero nunca mi hogar.
Vi a mi hijo Andrew desgraciar la vida de su hermano sin
poder hacer nada por impedirlo. También fui testigo de cómo
ultrajaba el cuerpo de su mujer, de la dama de compañía y de su
segunda esposa. Comprendí entonces que mi pequeño padecía el
mismo mal que antes sufrió su padre y asimismo su abuelo, mi
suegro… un vil gusano portador de sombras y tinieblas. Me di
cuenta demasiado tarde de que no podía quebrar la vida de mi
otro hijo de ese modo. Ya hice demasiado daño y hasta me
convertí en cómplice de todas sus tropelías.
Yo misma le sugerí que tomara a Gertrude a la fuerza y
desperté la fiera, que en realidad había permanecido latente en
él. Desde entonces, no pudo parar de hacerlo, fue incluso mucho
más salvaje que mi esposo, que se acordaba de que yo existía
muy de tarde en tarde.
Dejé el mundo de los vivos demasiado pronto, con mis
intenciones de expiar mis pecados pendientes. Iba a ayudar a
Albert, y si mi corazón no hubiese fallado, el curso de los
acontecimientos se habría desviado por otros derroteros. Pero no
fue así, mi castigo solo acababa de comenzar y fue exactamente
verlo todo sin la capacidad de impedirlo.
Nunca olvidaré la carita de mi nieto, tampoco la del otro
pobre desgraciado que dio a luz Mary y estaba muerto. Vi como
Andrew entraba en la habitación y contemplaba a Gertie feliz
con su pequeño en brazos, dormida y ajena al peligro que corría.
—No hagas eso, Andrew, la matarás —sollocé, mas mi hijo
no escuchó mis lamentos.
Culpable, culpable de gran parte de la desgracia de mis
hijos, culpable por haberle seguido la corriente al que yo creía
más vulnerable de los dos.
Andrew nació prácticamente sin vida, mientras que Albert
fue un niño hermoso y sano desde un principio. Siempre pensé
que, por ello, Andrew alimentó un odio velado hacia su
hermano y los celos que siempre lo acompañaron se
transformaron en falsa admiración. Andrew solo esperaba el
momento de devolverle su afrenta, y lo hizo de la peor forma.
Por la obsesión, que no amor, por una mujer.
De amarla, jamás le hubiera causado tanto mal, habría
aceptado que ella no lo amaba y que su felicidad estaba junto a
Albert, porque cuando quieres a una persona con toda tu alma,
no le deseas ningún mal.
La noche en que Albert y Gertrude planearon su fuga, me
sentí aliviada y recé para que lo consiguieran. Aunque luego el
dolor de Andrew me partiera el alma, era lo mejor.
Y pasaron los años, y mi pequeño nieto se hallaba lejos de
este lugar, yo no podía visitarlo, pues no era capaz de salir de
los muros de Clever’s, quizá aquella era mi penitencia. No lo sé.
Era poseedora de la verdad, una verdad que me era
imposible revelar. Hasta que vi entrar por la puerta de Clever’s a
un hombre idéntico a mi Albert. No tuve duda, supe enseguida
de quién se trataba y entonces fue cuando intenté por todos los
medios comunicarme con él. Pero era imposible.
Él era sensible, de esas personas que notan la presencia de
los muertos, no obstante, era como si estuviera cerrado a verme,
a hablar conmigo. Con Victoria había conseguido contactar en
más de una ocasión, pero ella pensaba que era Gertrude, jamás
imaginó que el ente que en ocasiones se convertía en su
compañía era ni más ni menos que la suegra que nunca conoció.
Todo giró a mi favor cuando él subió al desván, allí le
mostré la realidad, que había dos personas en su mundo, que no
estaba solo. Y logré mi cometido…
Albert, Gertrude, Albatros y hasta la pobre Victoria viven
en armonía en una florida y preciosa Clever’s, liberada al fin de
la maldición que la atenazó durante años. Ahora sí es un hogar y
hoy soy la mujer más dichosa del mundo de los muertos, porque
mi nieto y Victoria se casan.
Los veo jurarse amor eterno, besarse ante todos los
invitados. Mis otros nietos son tan hermosos…, todo es
felicidad y no puedo más que sonreírle a la muerte.
De pronto, una luz cegadora se cierne sobre mí. La observo
con la convicción de que ahora sí puedo abandonar los muros de
este lugar. Para descansar en paz, para vivir la vida plena que
hay después de la encarnada.
Pienso por un momento en qué habrá sido de Andrew…,
mas prefiero no saberlo, imagino dónde está, y, aunque me
duele, pues no deja de ser mi hijo, sus actos así lo dictaminaron,
por lo que prefiero caminar hacia la luz y fundirme con ella en
la eternidad…

Lisbeth Cavey, Tarragona 14/10/2023 8:31h.


Nota de la autora:

Mil gracias por haber llegado hasta aquí. Si te ha gustado


la novela, si ha conseguido removerte por dentro, engancharte,
hacer que me odies, o, todo lo contrario, que quieras leer más
libros míos, ya me puedo dar por dichosa.

Te pido disculpas por cualquier dato histórico inexacto


que hayas podido encontrar. Me documento para no cometer
errores, pero una mujer nacida en el último cuarto del siglo
XX tiene mucho que aprender de lo que ocurriera mucho antes
de su aparición en escena. De todas formas, he de decirte que
suelo tomarme ciertas licencias, a veces porque la historia lo
pide a gritos, otras porque mi imaginación me regala ideas que
no puedo dejar pasar.

Me he sentido muy cómoda en la escritura de Albatros y


espero que haya podido trasmitírtelo a ti, querido/a lector/a.

Por otra parte, y como suelo aprovechar mi nota final


para agradecer a las personas que me han acompañado en este
viaje, allá voy:

A Jane MacKenna y Arwen McLane, por ser ellas y estar


ahí siempre. El día que nos conozcamos en persona será la
bomba.

A Sonia Martínez Gimeno, Sarah McAllen, Esperanza


Mancera, Enri Verdú y Nani Mesa, por las risas y los melones,
ellas saben de qué va y si no lo pongo reviento. Ja, ja, ja…
A Sonia Martínez Gimeno, (otra vez), por darle el brilli
final a mi novela. En versión persona normal: por hacer la
magnífica corrección de este libro. Si hay algo raro, que sepáis
que es culpa mía, que cuando me pongo en plan «es que me
suena fatal, que yo creo en la musicalidad de las palabras», no
hay tu tía.

A Nani Mesa, (sí, otra vez) por hacerme de cero. Mil


gracias, bonita. Cuando he sabido tu opinión y he visto todos
esos emojis de la flamenca, me he emocionado muchísimo.

A Enri Verdú, por hacer también de cero. Muchísimas


gracias por tus sugerencias y consejos.

A mis castañitas, por estar ahí cada vez que saco un libro,
para leérselo y dejarme unas opiniones preciosas, de esas que
te sacan la lagrimita.

A mi marido, por aguantar todos mis desvaríos nocturnos


y por bajarme a Tierra de vez en cuando, sobre todo cuando
me da por flotar demasiado.

Y por último y no menos importante, a mis lectores, ¿qué


sería de un escritor sin las personas que eligen tu libro para
disfrutar de una buena tarde de lectura?

Lisbeth Cavey

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