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Igualdad y diferencia en el contexto educativo. Inés Dussel.

1. Introducción

También quiero explicitar que me gustaría intervenir en esta conversación en curso desde
una perspectiva particular: la de la pedagogía escolar. No quiero reducir lo educativo a lo
escolar: ya hubo mucho de eso, y aprendimos sobre las limitaciones y pobrezas de esas
perspectivas. Pero tampoco quisiera sumarme a la línea desescolarizante y a los discursos
sobre la crisis terminal de la institución escolar, que simplifican situaciones que son bien
complejas.

Parto de que la escuela ha supuesto un orden institucional particular, histórico y


contingente, que ha tenido mucho que ver con la producción de profundas exclusiones y
desigualdades. En la primera parte de esta clase, trabajaré ese argumento con más
profundidad. Pero también tengo la convicción de que la escuela sigue siendo un espacio
importante para pensar en políticas plurales, en una expansión de los márgenes de la
libertad o en la construcción de movimientos democráticos. A pesar de todos los planteos
del declive de la escuela como espacio de aprendizajes relevantes, las escuelas todavía son,
por lejos, la institución pública más importante en promover algún tipo de “sentido común”
(definido, más o menos libremente, en relación a la cultura letrada, y no por el mercado de
las industrias culturales) y también son de las pocas (si no de las únicas) instituciones que
se preocupan por los efectos que la cultura y la sociedad producen en los sujetos. Quiero
aclarar que, cuando digo “se preocupan”, me refiero a cierto tipo de reflexión, y acción,
como la que tiene que ver con la definición de un curriculum como norma pública, y con
algún seguimiento, aunque sea laxo, sobre lo que los sujetos aprenden. Que esto tenga un
costado autoritario y de imposición, nadie lo duda; pero creo que es mejor correr ese riesgo
-y en todo discutir y cuestionar esa autoridad que construye la escuela- que promover el
abandono de cualquier discusión pública sobre qué nos constituye como sociedad, qué
lazos queremos mantener en común, y qué queremos legarles a los que siguen.

El cineasta Alain Bergala, además editor de la famosa revista Cahiers du Cinéma, dice algo
similar en su libro sobre la transmisión del cine en la escuela:

“La escuela es la mejor situada, si no la única, para resistir a la amnesia galopante a la que
nos acostumbran los nuevos modos de consumo de las películas (…). Una de las
principales funciones de la escuela, hoy en día más problemática que nunca, consiste en
tejer algunos hilos conductores entre las obras del presente y del pasado, en urdir lazos,
trazar esbozos de filiaciones sin las que la confrontación con la obra tiene todas las
probabilidades de quedar asfixiada, incluso si la obra es de calidad.” (Bergala, 2007: 69-70)

En la transmisión del cine, que para Bergala tiene el valor de un encuentro con el arte y con
la alteridad, encuentro que no se hace sin esfuerzo y que no necesariamente es inmediato, la
escuela puede jugar un papel importante. Lo mismo podría decirse en relación a otros
aspectos de la cultura. Contra la visión espontaneísta y romántica de la naturaleza humana,
uno llega a ser quien es después de muchos avatares en los cuales la confrontación con la
cultura y con los otros son fundamentales. Claro que esto no implica defender a la escuela
tal cual es, ni mucho menos. Las escuelas de hoy muchas veces no ayudan a percibir el
mundo de manera más plural, ni siempre permiten encuentros desafiantes e interesantes con
los saberes. Lo que quiero sostener es que pensar en su carácter contingente y histórico
habilita a señalar que hay otras articulaciones posibles, que hay otros caminos o tecnologías
que podrían haberse tomado, y que, tal vez, hubieran supuesto otros recorridos para muchos
sujetos, otra relación con el saber, otra relación con el poder, otras prácticas de libertad.

Al mismo tiempo, me parece importante señalar algunas tensiones presentes en las nuevas
pedagogías que buscan (me incluyo: buscamos) estructurar experiencias educativas con
márgenes más amplios de libertad. No podemos desconocer que la escuela, en tanto
organización burocrática y pedagógica masiva, plantea limitaciones a las propuestas
libertarias. ¿Cómo se hace para promover prácticas de libertad en el marco de un sistema
escolar que tiene que garantizar cierta relación con los saberes a todos? ¿Cómo convive eso
con la condición laboral de los docentes, que quieren –con toda razón- que haya igual paga
por igual trabajo, y cuyos gremios no permiten, las más de las veces y por buenas razones,
la contratación de perfiles no docentes en las escuelas? ¿Cómo se evalúan experiencias tan
disímiles, de modo de mantener algún horizonte más igualitario? ¿Cualquier propuesta debe
ser bienvenida, o habría que pasarla por algún tamiz, cuyas características se vuelven
mucho más difíciles de definir en cuanto nos ponemos “prácticos” y pensamos quiénes lo
definen, cómo lo definen, por cuánto tiempo, etc.etc.? No tengo respuesta para todas estas
preguntas, pero me parece que son preguntas importantes sobre el cómo se hacen las cosas,
sobre las tecnologías concretas de acción educativa, que no son menospreciables.

Hay un elemento que me gustaría traer a la discusión, y tiene que ver con colocar en alguna
serie histórico-política las transformaciones de los modos de hacer de las escuelas en el
último medio siglo. Me baso para esto en un trabajo interesante y polémico de un
australiano, Ian Hunter. Este autor dice que fue en el mandato de hacerse más y más
popular, más y más inclusiva, que la escuela fue adoptando formas y saberes del entorno y
de las familias, al punto que la demanda de volverse receptiva y hospitalaria se puso en el
centro de su ideario (Hunter, 1998). La escuela se fue familiarizando, y la familia se fue
escolarizando. En palabras de Hunter:

“El carácter burocrático-pastoral de la organización (escolar) significó que la escolarización


pudo transformar a la familia sólo personificando la forma ideal de esta última. Y eso
significó que la normalización escolástica (escolar) de la familia vino siempre acompañada
por una “familiarización” recíproca de la escuela.” (Hunter, 1998: 153).

Quizás ya han visto la película de Abbas Kiarostami, “¿Dónde está la casa de mi


amigo?”(1987). En la primera escena (http://www.youtube.com/watch?v=efBXQySlaUs),
el maestro toma lista y revisa los deberes de los alumnos. Esa es una típica escena escolar
que muestra el control burocrático: el maestro enfatiza que todos deben llegar temprano y
hacer sus deberes para poder avanzar en la escolaridad. El maestro dice: “Si vives lejos,
debes salir antes”. O también habla más o menos en estos términos: “No me importa si
jugaste con tu primo, igual debes hacer la tarea”. Las sanciones son rígidas y terminantes,
iguales para todos, independientemente del mayor o menor esfuerzo que hacen en venir a la
escuela. Nematzadé llora desconsolado ante el reto, y el maestro no parece conmoverse.
Que a todos nos resulte tremendamente violenta esta escena habla de cuánto hemos
cambiado en nuestras imágenes sobre la escuela: debe ser más hospitalaria, acogedora de
las diferencias, valorar los esfuerzos respectivos y tomar formas más maternales de
cuidado.

Vuelvo al argumento de Hunter. El desafío de incluir a todos, de hacerle lugar a los saberes
populares y a las demandas y necesidades locales, puso un límite fuerte a la igualdad
burocrática que planteaba la escuela moderna, y fue conllevando un desplazamiento del
ideal más “burocrático” y abstracto de igualdad educativa hacia un ideal de inclusión
localizada, adaptada, organizada según el gusto del público. No elijo estas asociaciones por
casualidad: me interesa destacar la cadena de asociaciones entre adaptación local –
audiencia – consumo de masas, porque son movimientos que se fueron dando en paralelo.
Quizás Hunter debería incluir un tercer o un cuarto término en la relación escuelas-familias:
el mercado, las industrias culturales de masas, han transformado profundamente las
relaciones sociales, la idea de lo íntimo y lo privado, y las razones públicas.

Aquí es donde las propuestas libertarias se articulan a aliados impensados como las
industrias capitalistas culturales que promueven como único criterio el gusto o la
satisfacción del cliente. Digo esto, y me asusto un poco, porque el argumento parece llevar
a defender el monopolio del estado en la decisión del bien común. Espero que no sea leído
así. Creo que la comparación más adecuada es con el trabajo de Jacques Donzelot, “La
policía de las familias” (1979), una historia de los saberes y tecnologías de gobierno de las
familias que muestra cómo el feminismo de fines del siglo XIX terminó aliado al Estado
capitalista y a las profesiones burguesas de control de los cuerpos y las almas (medicina,
trabajo social, pedagogía) para desbancar el poder del Pater Familias. A nadie se le
ocurriría (bueno, probablemente a algunos sí, pero no nos contamos entre ellos) volver al
status quo anterior, con el poder del padre sobre la vida y la muerte de los integrantes de la
familia; pero eso no implica dejar de reconocer que la victoria del feminismo tuvo costos
altos en sus propias capacidades de acción, y que alimentó poderes igualmente peligrosos y
dañinos.

Lo que me gustaría argumentar es que sería bueno ubicarnos en estas nuevas coordenadas
histórico-políticas, y tomar posición de forma no ingenua. Lo local y lo familiar han sido
articulados por estrategias políticas distintas, hasta antagónicas, pero que se encuentran en
terrenos similares. La referencia al ideal de igualdad burocrático es a veces el único espacio
en el que se confronta con las dinámicas mercantilistas. No es que me satisfaga, pero
precisamente porque no me satisface me parece que sería bueno rearticular una propuesta
igualitaria con otras connotaciones, con otras alianzas. Es el tipo de igualdad como punto
de partida, como hipótesis a comprobar, que propone Jacques Rancière en “El maestro
ignorante” (1987): un proyecto ético-político que parte de la dignidad irrevocable de toda
vida humana, y de una profunda inquietud moral con la injusticia y la desigualdad.

Como espero haber dejado en claro, creo que hay una tensión no demasiado bien resuelta
(debería decir más modestamente: no para mí), en las relaciones entre igualdad y diferencia
en el sistema escolar. Es esa tensión la que me gustaría desplegar en esta clase, en la que
seguramente plantee más preguntas que respuestas. Y es quizás por eso que me decido a
incluir un subtítulo que quiere interrumpir esa discusión desde otras lógicas, las de la
justicia y el amor. Que son, y no son, maneras de rondar las mismas preguntas: qué
hacemos en/con la escuela para hacerle lugar a la diferencia y la singularidad, y cómo lo
hacemos para que eso no implique renunciar a la igualdad como proyecto ético -político
democrático.

2. De la igualdad homogeneizante a la heterogeneidad desigualadora

En su clase, José Contreras discute la igualdad homogeneizante tal como fue planteada por
la escuela. Me gustaría retomar y ampliar sus aportes para volver a colocar la cuestión ética
y política de la propuesta escolar, y del acto de educar en general. Voy a proponerles un
breve recorrido histórico de cómo se planteó la cuestión de la igualdad desde el ideario de
la revolución burguesa a las discusiones más recientes sobre estructurar propuestas
heterogéneas.

La idea de igualdad fue uno de los pilares de la expansión de los sistemas educativos
modernos. Por ejemplo, las instituciones educativas que diseñó la revolución francesa se
llamaban “casas de igualdad”, y en ellas los niños debían acceder al mismo vestuario, la
misma alimentación, la misma instrucción y el mismo cuidado (Chevallier y Gosperrin
1971). En la Argentina, la propuesta de Sarmiento y de otros miembros de su generación
implicó algo similar: la imagen de ricos y pobres en el mismo banco de escuela y
recibiendo la misma educación fue motivo de orgullo para muchas generaciones. Todos
debían ser socializados de la misma forma, sin importar sus orígenes nacionales, la clase
social, su condición masculina o femenina o su religión, y esta forma de escolaridad fue
considerada un terreno “neutro”, “universal”, que abrazaría por igual a todos los habitantes.

En esta expansión, la igualdad se volvió equivalente a la homogeneidad, a la inclusión


indiscriminada e indistinta en una identidad común, que garantizaría la libertad y la
prosperidad general. Si esta identidad común e igualitaria se definía no sólo por la
abstracción legal de nivelar y equiparar a todos los ciudadanos sino también porque todos
se condujeran de la misma manera, hablaran el mismo lenguaje, tuvieran los mismos héroes
y aprendieran las mismas cosas, entonces quien o quienes persistiesen en afirmar su
diversidad serían percibidos como un peligro para esta identidad colectiva, o como sujetos
inferiores que aún no habían alcanzado el mismo grado de civilización. Con pocas
variaciones, éste fue el patrón básico con el que se procesaron las diferencias en las
escuelas. Aparecieron una variedad de jerarquías, clasificaciones y descalificaciones de los
sujetos, cristalizando la diferencia como inferioridad, discapacidad o incapacidad,
ignorancia, incorregibilidad. El curriculum que se diseñó a fines del siglo XIX estuvo
centrado en conceptos como homogeneidad cultural y neutralización de la diferencia
(McCarthy, 1998:19). En el caso argentino, además, no fue posible dejar espacio para
subculturas o culturas alternativas al patrón común, o aún en “identidades compuestas”
(hyphenated identities) como fue el caso estadounidense (cf. Lesser, 1999). La inclusión
propuso una homogeneidad con jerarquías, con diferenciaciones, incluso con expulsiones, y
sobre todo con bases muy limitadas para el disenso. Quienes fuimos a la escuela pública
tenemos anécdotas que ilustran esta dualidad: por un lado, la convivencia con otros sujetos
diferentes a los habituales en el entorno familiar, pero también la presencia de una
pedagogía que sospechaba de la originalidad, que se sentía amenazada por la libertad, y que
escasamente preparaba para algún debate o discusión plural.

¿Qué pasó con este discurso homogeneizante sobre la igualdad escolar? De nuevo, voy a
remitirme a la Argentina, que es el país que mejor conozco. Este consenso comenzó a
quebrarse en la etapa posterior a la dictadura militar que terminó en 1983, cuando se
hicieron más visibles las marcas más autoritarias de esta forma escolar. Los discursos
democratizadores y participativos de la década del ’80 lograron impactar en articular otras
formas de convivencia y en replantear, con el apoyo de las psicologías constructivistas, al
sujeto de aprendizaje como protagonista activo de la enseñanza, aunque fueron menos
efectivos en cuestionar la estructura básica del sistema escolar. Julia Varela (1995) ha
escrito agudas reflexiones sobre el peso del constructivismo en la definición de sujetos
ahistóricos y aislados, y la carga de clase (de la pequeña burguesía) de sus definiciones de
actividad, interés y participación. Aunque también debe admitirse que ayudaron, en algunos
casos, a reconocer que niñas y niños eran sujetos dignos de ser escuchados, y que no eran
tablas rasas donde se imprimía sin más el deseo adulto. Empieza a surgir con fuerza la
pregunta ética sobre qué derecho tenemos a pretender ciertas conductas y conocimientos de
la infancia.

Pero es sobre todo en los ’90 que se abrió paso una impugnación más fuerte de la tradición
homogeneizante, esta vez unificando proclamas participativas y anti-burocráticas con el
eficientismo del discurso managerial. Como lo ha señalado Beatriz Sarlo (2001), la ruptura
de un imaginario que se pensaba republicano e igualador es quizás uno de los legados más
fuertes que dejó la década del ´90 en la Argentina. La aceptación de la diferencia y de los
caminos sinuosos y originales en el aprendizaje empezó a traducirse, para algunos, como
resignación frente a la desigualdad. “Nos acostumbramos a que la sociedad sea impiadosa”
(Sarlo, 2001: 133), afirma la ensayista, tomando como parte de un paisaje estático e
inmodificable lo que fue resultado de políticas concretas, de la acción humana.

Es en esta coyuntura que la “atención a la diversidad” asume un lugar privilegiado en las


políticas educativas. Desde mediados de los ’90, muchas de las políticas educativas se
ejecutaron con la premisa de atender a la diversidad, combinando la focalización de las
prestaciones con ecos del discurso multicultural que proclama la celebración de las
diferencias. Vemos aquí, como lo señalaba al inicio de la clase, alianzas impensadas aún
para sus propios protagonistas. Lo llamativo es que, a diferencia de algunas políticas de
acción afirmativa o discriminación positiva realizadas en otros países en relación con
sectores tradicionalmente excluidos, por ejemplo la integración de las minorías étnicas al
sistema de educación superior en los EEUU a partir de los años ’60, estas políticas
focalizadas no interrogaron las condiciones institucionales y sociales que producen la
exclusión ni se propusieron exceder la forma de la caridad pre-política o del clientelismo
político (Auyero, 2000). La “atención a la diversidad” se volvió muchas veces un
eufemismo de la educación para los pobres, de la distribución compensatoria de recursos en
una situación de desigualdad que se dio por sentada.
Ello se evidencia en los sentidos sobre la diversidad que pueden escucharse entre los
docentes. La “diversidad” es leída, por muchos de ellos, como un indicador de extrema
pobreza o de discapacidad manifiesta; no engloba a la diferencia inscripta en cada uno de
los seres humanos, sino la desigualdad total sobre la que hay poco por hacer. “Yo sí que
trabajo con alumnos diversos”, se escucha en los cursos de formación cuando se comienza
a trabajar el tema, y allí inevitablemente surgen relatos terribles y dolorosos sobre la
miseria y la exclusión. ¿De qué está hablando la apelación a la “diversidad” cuando se trata
de desigualdades e injusticias? Como bien señala José Contreras, la diversidad es el
problema de “los otros”: es claro que esta pedagogía no abre ningún cuestionamiento a las
políticas de normalización y exclusión de las diferencias. Pero además está el agravante de
que “la pobreza” deja de ser una desigualdad que debe denunciarse, remediarse o al menos
provocar cierto escándalo moral, para convertirse en una “diversidad” que debe ser tenida
en cuenta como los puntos de partida inmodificables que “traen” ciertos alumnos “porque
forma parte de la sociedad”.

3. La educación, entre la asistencia, la piedad y la justicia

¿Qué se hace con la diversidad entendida de este modo? ¿Qué espacio hay para que cada
historia pueda aparecer en su singularidad, para que pueda abrirse y desplegar otra cosa que
el estereotipo? En este apartado, me gustaría poner a discusión algunas de las respuestas
pedagógicas que se fueron estructurando en estos años para “atender a la diversidad”.

La primera cuestión que destacaría es que hay un uso de la palabra (me refiero al
“hablar/dar voz” y al “escuchar”) que me resulta, de a ratos, bastante problemático. A
diferencia de otras épocas en que hablar de política, de economía o de pobreza no estaba
bien visto, hoy en las escuelas la realidad irrumpe todo el tiempo, y no hay más fronteras
claras y definidas sobre lo escolar y lo no escolar. El declive de las instituciones con
programas institucionales fuertes (Dubet, 2003) hace que cobren importancia las dinámicas
particulares, los afectos y las personalidades de quienes las habitan, y que eso esté en el
primer plano todo el tiempo (algo de lo que habla, de otras maneras, el citado Ian Hunter).
Pongo un ejemplo un tanto extremo, pero real. Hace pocos años, en una escuela muy pobre
en el conurbano bonaerense, una docente señalaba cómo un alumno le contaba que había
participado en un secuestro express. Lo que más llama la atención, en la Argentina de hoy,
no es que un alumno regular participe de actividades delictivas, sino más bien que las
cuente abiertamente frente a la clase sin temor a ser sancionado aunque sea moralmente. No
está claro qué buscaba ese adolescente al contar esto (¿aval o sanción? ¿apoyo o freno?),
pero lo cierto es que la escuela sigue siendo una de las pocas instituciones estatales que,
aunque débil, sigue en pie, que está obligada a escuchar dolores, padecimientos y demandas
de una manera mucho más abierta que otras instituciones, y que tiene que navegar en esas
turbulencias.

Decimos que la escuela está “obligada a escuchar” porque, al menos en Argentina, la


atención a la diversidad se conjuga con los verbos incluir y asistir. Los “diversos”, los
pobres, los excluidos, deben ser asistidos y contenidos antes que la fractura social se
agrande. La escucha, la contención social, la atención alimentaria, sanitaria y social de los
marginados, son las enormes demandas que se ponen sobre una escuela que ya está bastante
maltrecha en sus recursos materiales y simbólicos. Algunas veces desde los discursos de la
seguridad ciudadana (construir escuelas para evitar que estos chicos se transformen en
delincuentes) y otras veces desde discursos que les reconocen derechos ciudadanos
igualitarios, los docentes se ven compelidos a hacer algo con estos chicos, algo que la
sociedad no ha resuelto en la medida en que no ofrece a las nuevas generaciones una
perspectiva de futuro de pleno derecho, pero que pretende que las escuelas resuelvan por sí
mismas.

No hay dudas que éste no es un problema meramente educativo o que vaya a resolverse
solamente desde la pedagogía. Pero me vienen a la mente algunos ejemplos de acciones
pedagógicas concretas que sí construyen otros espacios y otras políticas a partir de “lo que
escuchan”. Una escuela media en una villa urbana, ante reiterados episodios de abuso
policial a los adolescentes del colegio, se propuso realizar reuniones periódicas entre las
madres activistas y los jefes policiales de la zona para promover más protección para los
alumnos. También reorganizó la enseñanza de la formación ética y ciudadana alrededor de
la idea de sujetos de derecho y derechos vulnerados. Hay otra ética en estas pedagogías que
buscan incluir y asistir de una manera que no desprecie a quienes recibe.

Otras escuelas y docentes, sin embargo, no tienen necesariamente estas estrategias o actores
a mano. Una de las preguntas que nos aparece últimamente es qué escuchan los docentes
“obligados a escuchar” –valga la redundancia- el dolor y la injusticia que enuncian sus
alumnos: ¿escuchan una historia? ¿escuchan un destino? ¿Qué significa incluir al otro, con
todo lo que trae? Más aún, nos preguntamos: ¿qué necesitan saber hoy los docentes para
educar de otra manera? ¿Necesitan saber todo sobre la historia de sus alumnos, o más bien
necesitan saber que pueden educar? Algunos docentes nos manifestaban hace poco:
“prefiero no saber tanto de mis alumnos. Prefiero no enterarme, si no, no puedo trabajar.”
Escuchar, en estos casos, es confirmar un diagnóstico sociológico ya determinado: un
estigma. Es preferible no escuchar, pero también en ese caso tampoco parece haber lugar
para conmoverse, para algún encuentro con el otro. Otros docentes, con trescientos o
quinientos alumnos por semana, literalmente ni saben a quién tienen enfrente, y, casi
anestesiados frente al sufrimiento ajeno, perciben a sus alumnos como amenaza o como
enemigos. El tema de la escucha, por otro lado, viene a caracterizar cada vez más a las
profesiones que están en contacto con poblaciones con alto grado de padecimiento social.
Didier Fassin (2004), en un estudio sociológico sobre los psicólogos y asistentes sociales
que trabajan en zonas marginales, señala la dificultad en que se encuentran estos
profesionales que pueden hacer poco más que escuchar el dolor de los demás. Es aquí
donde la frase de Sarlo sobre la impiedad vuelve a cobrar sentido: por un lado, la impiedad
del desamparo, de los alumnos que portan historias duras y terribles pero también de los
docentes que no saben qué hacer con ellas, muchas veces igualados en el desamparo.

La otra cuestión, con la que me gustaría ir terminando este apartado, es otro tipo de
respuesta que surge frente a tanta impiedad: la tentación de ser piadosos, y de vincularse a
los alumnos desde una piedad que sólo los ve como víctimas, nunca como iguales. La
compasión es un sentimiento bien antiguo, ya discutida por Aristóteles en su Retórica, y
que asume otras connotaciones desde su articulación al discurso religioso del cristianismo.
Lo que es menos habitual es considerarla parte de las políticas “progresistas”, inauguradas
con la Revolución Francesa. Recurro aquí al texto de Hannah Arendt, “Sobre la
revolución”, donde ella describe la política de la compasión que estructuró los lazos
sociales sobre las premisas del sufrimiento y la conmiseración (Arendt, 1990). La
emergencia de la esfera pública burguesa centrada alrededor del “espectáculo del
sufrimiento” (les malheureux, los infelices/pobres cuyo dolor debe ser reparado por la
revolución) establece un modo de relación con los otros que privilegia una política de la
compasión (Arendt, 1990). Arendt oponía una política de la compasión (conmiserar a los
pobres, y hacerlo desde un punto de vista distante y externo, un punto de vista “del
espectador”, que convierte al sufriente en una víctima), a una política de la justicia, que se
centra en una lógica de la equivalencia y los derechos.

Hace unos años, el sociólogo Richard Sennett publicó un libro en el que habla del respeto y
la dignidad en las sociedades desiguales; allí señala que la compasión por los pobres
conlleva en general un fondo de desprecio, y que sustituye a la justicia (Sennett, 2003: 146
y ss.). Por eso me parece importante interrumpir el discurso de la diversidad desde la
pregunta por la justicia. Esta es una pregunta política y ética que atraviesa al conjunto de la
organización escolar y al curriculum, que no se resuelve en el espacio de la “educación para
los pobres” sino que exige que nos replanteemos el horizonte de igualdad ciudadana que
estamos proponiendo a las nuevas generaciones, e involucra al sistema en su conjunto.
Desarmar el discurso de la diversidad implica, antes que nada, sacarlo del coto de “los
otros/los diferentes” y transformarlo en un discurso pedagógico sobre el conjunto, y sobre
cada uno de nosotros.

Sobre la foto

BOLIVIA. Esta mañana, en un rincón de la clase, fotografié a un alumno que se aburre. Es


el hermano de un alumno mayor. Se encuentra allí porque sus padres trabajan en el campo.
Está esperando a ser más grande para poder aprender. Le han dado un papel. Quizás, para
que se acostumbre. Este chico es bello como una postal de América del Sur. Tengo miedo
de esta foto, y de la ambigüedad de esta forma de estetización. Tengo miedo de que en
otros lugares, la gente no vea más que un niño pobre de otro país pobre de una América del
Sur forzosamente pobre. Sin embargo, yo no quise más que fotografiar a un alumno que se
aburre. (Olivier Culmann, Les mondes de l’école)

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