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Igualdad y
diferencia en el contexto educativo. Inés
Dussel. Tabla de contenidos
1. Introducción
Bibliografía citada
1. Introducción
Inés Dussel
En la transmisión del cine, que para Bergala tiene el valor de un encuentro con el
arte y con la alteridad, encuentro que no se hace sin esfuerzo y que no
necesariamente es inmediato, la escuela puede jugar un papel importante. Lo
mismo podría decirse en relación a otros aspectos de la cultura. Contra la visión
espontaneísta y romántica de la naturaleza humana, uno llega a ser quien es
después de muchos avatares en los cuales la confrontación con la cultura y con los
otros son fundamentales. Claro que esto no implica defender a la escuela tal cual
es, ni mucho menos. Las escuelas de hoy muchas veces no ayudan a percibir el
mundo de manera más plural, ni siempre permiten encuentros desafiantes e
interesantes con los saberes. Lo que quiero sostener es que pensar en su carácter
contingente y histórico habilita a señalar que hay otras articulaciones posibles, que
hay otros caminos o tecnologías que podrían haberse tomado, y que, tal vez,
hubieran supuesto otros recorridos para muchos sujetos, otra relación con el
saber, otra relación con el poder, otras prácticas de libertad.
Hay un elemento que me gustaría traer a la discusión, y tiene que ver con colocar
en alguna serie histórico-política las transformaciones de los modos de hacer de
las escuelas en el último medio siglo. Me baso para esto en un trabajo interesante
y polémico de un australiano, Ian Hunter. Este autor dice que fue en el mandato
de hacerse más y más popular, más y más inclusiva, que la escuela fue adoptando
formas y saberes del entorno y de las familias, al punto que la demanda de
volverse receptiva y hospitalaria se puso en el centro de su ideario (Hunter, 1998).
La escuela se fue familiarizando, y la familia se fue escolarizando. En palabras de
Hunter:
Como espero haber dejado en claro, creo que hay una tensión no demasiado bien
resuelta (debería decir más modestamente: no para mí), en las relaciones entre
igualdad y diferencia en el sistema escolar. Es esa tensión la que me gustaría
desplegar en esta clase, en la que seguramente plantee más preguntas que
respuestas. Y es quizás por eso que me decido a incluir un subtítulo que quiere
interrumpir esa discusión desde otras lógicas, las de la justicia y el amor. Que son,
y no son, maneras de rondar las mismas preguntas: qué hacemos en/con la
escuela para hacerle lugar a la diferencia y la singularidad, y cómo lo hacemos para
que eso no implique renunciar a la igualdad como proyecto ético -político
democrático.
2. De la igualdad homogeneizante a la heterogeneidad desigualadora
Pero es sobre todo en los ’90 que se abrió paso una impugnación más fuerte de la
tradición homogeneizante, esta vez unificando proclamas participativas y anti-
burocráticas con el eficientismo del discurso managerial. Como lo ha señalado
Beatriz Sarlo (2001), la ruptura de un imaginario que se pensaba republicano e
igualador es quizás uno de los legados más fuertes que dejó la década del ´90 en la
Argentina. La aceptación de la diferencia y de los caminos sinuosos y originales en
el aprendizaje empezó a traducirse, para algunos, como resignación frente a la
desigualdad. “Nos acostumbramos a que la sociedad sea impiadosa” (Sarlo, 2001:
133), afirma la ensayista, tomando como parte de un paisaje estático e
inmodificable lo que fue resultado de políticas concretas, de la acción humana.
Ello se evidencia en los sentidos sobre la diversidad que pueden escucharse entre
los docentes. La “diversidad” es leída, por muchos de ellos, como un indicador de
extrema pobreza o de discapacidad manifiesta; no engloba a la diferencia inscripta
en cada uno de los seres humanos, sino la desigualdad total sobre la que hay poco
por hacer. “Yo sí que trabajo con alumnos diversos”, se escucha en los cursos de
formación cuando se comienza a trabajar el tema, y allí inevitablemente surgen
relatos terribles y dolorosos sobre la miseria y la exclusión. ¿De qué está hablando
la apelación a la “diversidad” cuando se trata de desigualdades e injusticias? Como
bien señala José Contreras, la diversidad es el problema de “los otros”: es claro
que esta pedagogía no abre ningún cuestionamiento a las políticas de
normalización y exclusión de las diferencias. Pero además está el agravante de que
“la pobreza” deja de ser una desigualdad que debe denunciarse, remediarse o al
menos provocar cierto escándalo moral, para convertirse en una “diversidad” que
debe ser tenida en cuenta como los puntos de partida inmodificables que “traen”
ciertos alumnos “porque forma parte de la sociedad”.
3. La educación, entre la asistencia, la piedad y la justicia
¿Qué se hace con la diversidad entendida de este modo? ¿Qué espacio hay para
que cada historia pueda aparecer en su singularidad, para que pueda abrirse y
desplegar otra cosa que el estereotipo? En este apartado, me gustaría poner a
discusión algunas de las respuestas pedagógicas que se fueron estructurando en
estos años para “atender a la diversidad”.
La primera cuestión que destacaría es que hay un uso de la palabra (me refiero al
“hablar/dar voz” y al “escuchar”) que me resulta, de a ratos, bastante
problemático. A diferencia de otras épocas en que hablar de política, de economía
o de pobreza no estaba bien visto, hoy en las escuelas la realidad irrumpe todo el
tiempo, y no hay más fronteras claras y definidas sobre lo escolar y lo no escolar.
El declive de las instituciones con programas institucionales fuertes (Dubet, 2003)
hace que cobren importancia las dinámicas particulares, los afectos y las
personalidades de quienes las habitan, y que eso esté en el primer plano todo el
tiempo (algo de lo que habla, de otras maneras, el citado Ian Hunter). Pongo un
ejemplo un tanto extremo, pero real. Hace pocos años, en una escuela muy pobre
en el conurbano bonaerense, una docente señalaba cómo un alumno le contaba
que había participado en un secuestro express. Lo que más llama la atención, en la
Argentina de hoy, no es que un alumno regular participe de actividades delictivas,
sino más bien que las cuente abiertamente frente a la clase sin temor a ser
sancionado aunque sea moralmente. No está claro qué buscaba ese adolescente al
contar esto (¿aval o sanción? ¿apoyo o freno?), pero lo cierto es que la escuela
sigue siendo una de las pocas instituciones estatales que, aunque débil, sigue en
pie, que está obligada a escuchar dolores, padecimientos y demandas de una
manera mucho más abierta que otras instituciones, y que tiene que navegar en
esas turbulencias.
Este epígrafe, en cierta manera, desmiente la foto, y trae nuevos sentidos que
abren otras preguntas. El ejercicio de ver la foto y discutir su epígrafe permite una
primera entrada a lo que “vemos” cuando “vemos” imágenes de niños pobres.
¿Qué sentidos estamos acostumbrados a poner, y a encontrar, en esas imágenes
de infancia? ¿Puede un niño pobre aburrirse? ¿Puede estar cuidado aunque esté
solo? Y también, en línea con lo que dice Jorge Larrosa en su clase, ¿puede esa
violencia de la representación artística ser, sin embargo, más amable y más
hospitalaria que el pretendido realismo?
Habría mucho más para decir, y para traer al debate, sobre el “escuchar” y el “ver”
que se despliega en nuestras pedagogías de las diferencias. Digamos por ahora
que, como ha venido sosteniéndose a lo largo de este curso, son dos verbos que
no habría que tomar a la ligera.
La otra cuestión, con la que me gustaría ir terminando este apartado, es otro tipo
de respuesta que surge frente a tanta impiedad: la tentación de ser piadosos, y de
vincularse a los alumnos desde una piedad que sólo los ve como víctimas, nunca
como iguales. La compasión es un sentimiento bien antiguo, ya discutida por
Aristóteles en su Retórica, y que asume otras connotaciones desde su articulación
al discurso religioso del cristianismo. Lo que es menos habitual es considerarla
parte de las políticas “progresistas”, inauguradas con la Revolución Francesa.
Recurro aquí al texto de Hannah Arendt, “Sobre la revolución”, donde ella describe
la política de la compasión que estructuró los lazos sociales sobre las premisas del
sufrimiento y la conmiseración (Arendt, 1990). La emergencia de la esfera pública
burguesa centrada alrededor del “espectáculo del sufrimiento” (les malheureux,
los infelices/pobres cuyo dolor debe ser reparado por la revolución) establece un
modo de relación con los otros que privilegia una política de la compasión (Arendt,
1990). Arendt oponía una política de la compasión (conmiserar a los pobres, y
hacerlo desde un punto de vista distante y externo, un punto de vista “del
espectador”, que convierte al sufriente en una víctima), a una política de la
justicia, que se centra en una lógica de la equivalencia y los derechos.
Hace unos años, el sociólogo Richard Sennett publicó un libro en el que habla del
respeto y la dignidad en las sociedades desiguales; allí señala que la compasión
por los pobres conlleva en general un fondo de desprecio, y que sustituye a la
justicia (Sennett, 2003: 146 y ss.). Por eso me parece importante interrumpir el
discurso de la diversidad desde la pregunta por la justicia. Esta es una pregunta
política y ética que atraviesa al conjunto de la organización escolar y al curriculum,
que no se resuelve en el espacio de la “educación para los pobres” sino que exige
que nos replanteemos el horizonte de igualdad ciudadana que estamos
proponiendo a las nuevas generaciones, e involucra al sistema en su conjunto.
Desarmar el discurso de la diversidad implica, antes que nada, sacarlo del coto de
“los otros/los diferentes” y transformarlo en un discurso pedagógico sobre el
conjunto, y sobre cada uno de nosotros.
Veamos, entonces, algo de lo que quería traer con mi subtítulo. Las lógicas de la
justicia y del amor en la educación, ¿podrán decirnos algo nuevo sobre la escuela y
sobre la pedagogía de la diferencia? En el curso, ya se ha discutido sobre la
relación educativa como relación amorosa y su relación con el “don”, el “dar”
como elemento intrínseco al acto de educar. También se habló de la justicia,
porque las pedagogías de las diferencias se articulan fundamentalmente a partir
de la voluntad de una educación más justa.
En lo que sigue, me gustaría tratar de poner juntas las lógicas de la justicia y las del
amor, para ver si pueden ayudarnos en esta tensión entre igualdad y diferencia en
la pedagogía escolar. El filósofo Paul Ricoeur, en un agudo ensayo sobre ambos
términos, dice que el amor tiene que ver con la dinámica desproporcionada del
dar, del preocuparse por el bienestar del otro sin esperar nada a cambio; la
justicia, a su vez, se vincula a una dinámica del distribuir, de pensar en el reparto,
de la reparación y de la igualdad de los seres humanos (Ricoeur, 2001).
Propongo, para eso, revisar una serie de imágenes de la justicia, porque quizás
haya que volver a abrir esos términos para poder pensarlos conjuntamente. Tomo
como base el trabajo del historiador de la cultura Martin Jay (1999), que con una
gran erudición recorre la iconografía de la justicia en la cultura occidental. Empieza
por una imagen romana de la diosa Justitia, personaje femenino que tenía una
espada en una mano, representando al poder del Estado, y la balanza en la otra,
imagen que- señala Jay- ya estaba presente en el Libro de los Muertos de los
egipcios y que simbolizaba la claridad de juicio sopesando los méritos de ambas
partes.
La segunda imagen, “La erupción de la Justicia en causas imaginarias: El juicio a
Satán y la Reina Ratio”, es una representación del siglo XV. La justicia sigue siendo
un ícono femenino, como hasta nuestros días; lo que llama la atención es que esta
justicia basa su habilidad en la evidencia visual que puede recolectar, en su
capacidad de vincularse a lo sensible.
Una tercera imagen, de 1494, muestra a la Justicia con los ojos vendados, en lo
que Jay refiere como “el modo más enigmático de los atributos de la Justicia”. Esta
imagen está tomada de un libro en alemán, El barco de los locos, y se hizo muy
popular rápidamente. Lo curioso es que en esta versión, el hecho de estar tapados
sus ojos significa que le han robado la capacidad de entender bien las cosas, de
sostener bien su espada y de ver qué hay en su balanza.
Jay señala la relación entre este vendaje en los ojos y la iconografía de muchas
otras figuras medievales, igualmente vendadas: la Muerte, la Ambición, la
Ignorancia, la Ira. Incluso Cupido era representado como un niño con ojos
vendados, “no sólo porque el amor oscurece el juicio sino porque Cupido estaba
en el lado equivocado del mundo moral” (Jay, 1999:20). Un caso emblemático es
la representación de los judíos. En una escultura de la Catedral de Estrasburgo, del
siglo XIII, llamada “La sinagoga”, puede observarse cómo la ceguera o incapacidad
de ver es connotada negativamente como “la resistencia a la iluminación de la luz
divina, (…) contrastada con la Iglesia de ojos abiertos.” (Jay, 1999:21)
Martin Jay reconoce que esta imagen de los ojos vendados tenía algunos
antecedentes en Plutarco y en otras imágenes egipcias donde la ceguera implicaba
neutralidad; esa serie, sin embargo, había sido minoritaria por muchos siglos. A
partir de la reforma protestante, la iconografía –incluso en los países católicos-
empieza a ser más austera, y la imagen de la justicia comienza a ser emplazada
dentro o cerca de los edificios públicos, invistiendo al emergente Estado de los
valores ético-políticos del protestantismo. La justicia empieza a ser subsumida por
la ley, que quiere reducirla a una cantidad perfectamente mensurable, dominada
por un principio de intercambios equivalentes -como si la ética y la política
pudieran reducirse a eso-.
Cabe aclarar que Jay sigue de cerca, en estas reflexiones, la “Dialéctica del
Iluminismo” de Adorno y Horkheimer. Un enunciado me parece particularmente
interesante para la reflexión en este curso:
“El vendaje sobre los ojos de Justitia no sólo significa que no debería haber ningún
asalto sobre la justicia, sino que la justicia no se origina en la libertad…” (citado
por Jay, p. 25)
Jay termina abogando por una justicia que pueda habitar una tensión creativa
entre las particularidades concretas y contingentes y algunos criterios
prescriptivos abstractos que nos protejan de los “malos legisladores y juristas”.
Lanzados al libre arbitrio de los jueces, es probable que mucha injusticia sucediera;
pero una justicia ciega a lo singular es también pasible de tremendas injusticias –
como expresamos en la primera parte de esta clase-. La erudición de Martin Jay
viene al rescate para proponer una imagen de la justicia que combine “el rigor de
la subsunción conceptual con la sensibilidad a la particularidad individual” (a la
singularidad, diríamos nosotros). Es una imagen de los Países Bajos, de 1567,
tomada de un libro de J. de Damhoudere, “Praxis rerum civilium”, y muestra a la
justicia con dos caras.
“La primera cara tiene los ojos abiertos, capaz de discernir la diferencia, la
alteridad y la no identidad, mirando hacia la mano que sostiene la espada,
mientras que la otra, mirando hacia la mano que tiene la balanza de la
imparcialidad de las reglas, tiene los ojos vendados. Porque sólo la imagen de una
deidad de dos caras, una criatura híbrida y monstruosa, una alegoría que resiste la
subsunción en un concepto general, sólo esa imagen puede hacer, por así decirlo,
justicia a la dialéctica negativa, quizás incluso aporética, que vincula a la ley y la
justicia.” (Jay, 1999:35).
Esta imagen de la justicia, entonces, asume algo de la lógica del amor de la que
habla Ricoeur en la cita mencionada al principio de este apartado. Es una lógica
que no es sólo la de las equivalencias, aunque las tenga que incluir en tensión
permanente. Es una mirada atenta a lo singular, una mirada sensible y una mirada
implicada en el mundo. En ese sentido, me parece evidente que es una mirada
amorosa. Es una justicia que se pregunta por la igualdad sin desatender la
diferencia.
Llego, entonces, al último punto del recorrido que quiero proponerles aquí, y que
se suma a las conversaciones que vienen sosteniendo en el curso sobre la cuestión
del amor. Recurro a la literatura: se trata de un ensayo de palabras e imágenes
escrito a dúo por las chilenas Diamela Eltit (escritora) y Paz Errázuriz (fotógrafa),
sobre la experiencia del amor entre los enfermos mentales del hospital chileno
de Putaendo: Cito (disculpen la extensión):
(Eltit, Diamela y Errázuriz, Paz, El infarto del alma, Francisco Zeigers Editor,
Santiago de Chile, 1999)
Ahora bien, ¿es eso todo? No es que sea poco, por supuesto; pero me da la
impresión que a veces nos instalamos demasiado cómodamente en los discursos
amorosos, y parece suficiente con “amar a los niños”, “amar al diferente”. Insisto
con la sensación de incomodidad e inquietud del principio, y a la idea de que hay
que vivirla como “tensión creativa” –en las palabras de Martin Jay-.
Arendt, H. (1996). “La crisis de la educación”, en: Entre el pasado y el futuro. Seis
ensayos de filosofía política. Madrid, Paidós.
Auyero, J. (2000), Poor People´s Politics. Peronist Survival Networks and the
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Bergala, A. (2007). La hipótesis del cine. Pequeño tratado sobre la transmisión del
cine en la escuela y fuera de ella. Barcelona, Laertes.
Fassin, D. (2004). Des maux indicibles. Sociologie des lieux d’écoute. Paris, La
Découverte.
Jay, M., “Must Justice Be Blind? The Challenge of Images to the Law”, en:
Douzinas, C. N., Lynda, Ed. (1999). Law and the Image. The Authority of Art and the
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