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II
III
IV
El autor es una función del discurso vinculada a la necesidad económica del
Espectáculo por establecer una falsa escasez sobre las producciones inmateriales. Al
autor se le otorga el derecho de posesión de su obra porque de esa forma ésta se
mercantiliza y entra en el culto capitalista al valor de cambio. Para Foucault “el autor
es una producción ideológica en la medida en que tenemos una representación
invertida de su función histórica real”, ya que la tradición lo considera,
erróneamente, como la personalidad que da unidad de sentido a la obra. En realidad,
el autor es la función del discurso a través de la cual se limita el uso y la circulación
de las producciones inmateriales, puesto que ‘pertenecen’ a aquel que las ha creado.
La propiedad intelectual se fundamenta en el autor, el cual sólo es posible por su
posición política en el discurso.
El genio puede entenderse como aquel que genera. Para Kant el genio crea a partir
de una condición extraordinaria que le fue dada por nacimiento. Así, el artista que
hace arte bello no puede ser cualquier ser humano, sino sólo aquel que tiene talento
de forma innata y que, además, ha aprendido la técnica correspondiente a su arte.
Agamben responde a esta consideración con la idea del Genius como antítesis
del Yo-Autor-Genio. El Genius habita en todo ser humano, pero lo hace como algo
impersonal. “Comprender la concepción del hombre implícita en Genius significa
entender que el hombre no es solamente Yo y conciencia individual, sino más bien
que desde el nacimiento hasta la muerte convive con un elemento impersonal y
preindividual”. Para Agamben todos vivimos en una tensión de fuerzas entre una
parte individuada y otra aún impersonal. A diferencia de Kant, Agamben no ve la
genialidad en la individuación del Yo, del autor o del genio, sino que pone la
creatividad del lado impersonal que supera al individuo particular. El Genius cuando
escribe no produce arte como lo hace un autor, porque su actividad es solamente un
juego con las palabras, es sólo la potencia que impulsa a escribir, sin la pretensión de
individuarse como autor y crear una obra. El artista genial de Agamben es aquel que,
al no producir una obra, arremete contra el arte.
VI
El autor es productor. La idea metafísica que la tradición sostiene sobre los autores,
que son gente genial autorizada para crear sentido en su obra, debe abandonarse.
Walter Benjamin llamó la atención al respecto al ver que el autor está inmerso en el
proceso de producción como cualquier otro trabajador. El autor deja de ser el genio
de Kant que nace con dotes especiales para el arte, y pasa a concebirse como un
productor de cultura que no es más especial por privilegios de la naturaleza que
ningún otro ser humano. El escritor no es un tipo especial de ser humano, sino que
todo ser humano está en potencia de ser un tipo especial de escritor si se dispone del
medio de producción adecuado.
Benjamin entendió que no bastaba con una obra con contenido revolucionario
para considerar a su autor revolucionario. “No se desea una renovación espiritual,
como la proclamada por los fascistas; se proponen innovaciones técnicas”. Una
renovación espiritual llevada a cabo a través del contenido de la producción artística
no puede ser revolucionaria en tanto que no logra poner en cuestión las relaciones
sociales de producción; en términos de arte, no es lo suficientemente incisiva para
trastocar el límite que separa al autor del espectador. Por ello es necesario
transformar el aparato de producción del autor, para que así aquel que antes recibía
pasivamente la obra ahora pueda por sí mismo expresar sus pensamientos y
sentimientos. Benjamin entendió perfectamente la dialéctica que existe entre la
producción y el consumo. Quien produce consume a su vez la cultura del pasado, y
quien consume la cultura del presente está en potencia de producir a partir de ella.
Así, transformar el aparato de producción significa romper los límites entre quien
escribe y quien lee, y permitir que el consumidor devenga productor. Y enunciar al
autor como productor es, a la vez, enunciar la muerte del autor como la tradición lo
ha entendido.
VII
VIII
Agamben define la religión como aquello que sustrae las cosas del uso común y las
transfiere a una esfera aparte. “Toda separación contiene o conserva en sí un núcleo
auténticamente religioso”. En el mundo del arte esto puede entenderse como el culto
a la obra y a la personalidad del autor. La secularización del arte durante la
modernidad no le quitó a éste su velo religioso. Tanto la iglesia como el museo son
lugares de culto donde los objetos están separados del uso cotidiano humano. Por
ello, el arte ha mantenido su esfera religiosa en tanto que es un dispositivo que
separa objetos del uso común, mundano.
Por el contrario, la profanación, entiende Agamben, es el proceso a través del
cual aquello que fue separado y sacralizado es devuelto al uso común. Durante el
siglo XX, con la llegada de la fotografía y demás formas de reproducción técnica de
las obras, el aura de las obras artísticas (aquel halo de autenticidad que las recubre)
entró en decadencia porque la reproducción dejaba obsoleto cualquier pretensión de
originalidad. El arte ya no sólo se secularizó en su contenido, sino que se abrió la
posibilidad de su profanación, de la destrucción de todo lo sagrado que aún
permanecía en él. La profanación del arte permite que cualquier pueda intervenirlo.
La obra es introducida así en el campo del libre uso, de la estética donde el
espectador participa también del proceso creativo y por lo tanto puede profanar el
aura que sacraliza a la obra y al nombre del autor. En la estética de la participación
producción y consumo son sólo dos momentos del mismo proceso.
Quien transforma y participa de la obra de arte nos recuerda al niño que se
entretiene jugando con objetos consagrados a las actividades serias e importantes del
mundo adulto; aquel que transforma un crucifijo en un transbordador espacial o el
que orinaría en el mingitorio de Duchamp.
IX
Podemos considerar 4’33 como una de las piezas musicales más radicales de la
humanidad. En ella John Cage problematizó la distinción entre el artista y el
espectador. Esta pieza consiste en una partitura de cuatro minutos treinta y tres
segundos de silencio, donde el intérprete se sienta frente al piano y no hace más que
esperar a que el tiempo transcurra. No se trata de una oda al silencio, sino todo lo
contrario: es una pieza que busca denunciar la falsedad del silencio. Según se cuenta,
a Cage se le ocurrió esta idea tras entrar en una cámara anecoica que se supone
debería estar aislada totalmente de ruidos exteriores. No obstante, al estar ahí
dentro, logró escuchar su sistema nervioso y circulatorio, llegando a la conclusión de
que el silencio no es realmente posible. De esta forma, cuando el intérprete se sienta
frente al piano sin tocarlo, lo que se busca es escuchar los sonidos de la cotidianidad:
los murmullos incómodos del público, los pasos indiscretos de quien sale o entra a la
sala, los autos que van y vienen fuera del teatro. No es el artista legitimado por la
institución del arte el que hace la música, sino la persona común, el público profano.
John Cage no es el autor de 4:33, sino sólo quien propuso una práctica que hace
aparecer la música en la cotidianidad, que elimina la barrera entre arte y vida.
Por ello mismo, 4’33 es un buen ejemplo para entender cómo la
espectacularidad del arte se recupera de toda práctica profana que hasta ahora
hayamos conocido. El hecho de que esta pieza se ‘interprete’ en grandes salas de
conciertos, por grandes pianistas o músicos académicos de cualquier instrumento,
pone en manifiesto que la sacralidad del arte puede reponerse de la profanación de
la estética de la participación, y así reforzar la idea del Autor-Dios a quien hay que
venerar por su excelso talento para el arte. La radicalidad que esta idea significó en
un inicio desaparece cuando todo vuelve a estar mediado por un escenario, un
artista de academia, un recinto especial donde llevar a cabo el culto; es decir, por la
institución del arte. Aplaudir cuando el falso intérprete ha terminado su
colaboración con el público es ya el colmo, es regresarle toda la carga aurática al
autor y al arte que en un inicio se pretendía destruir. No hay cotidianidad ni vida en
un acontecimiento de este tipo, sino sólo una esfera separada del uso común de la
gente.
La muerte del autor deja tras de sí un vacío de sentido. Pero esa nada no es
necesariamente la negatividad que arroja al nihilismo y conduce inevitablemente al
suicidio. La nada es también la potencia de algo. El receptor de la obra es un sujeto
aún impersonal, aún sin biografía -una potencia y no un acto- que abre la posibilidad
a un entramado infinito de nuevas significaciones estéticas, discursivas y políticas. El
anarquismo ontológico exclama: “no hay ser, sólo llegar a ser”. Sin embargo, este
llegar a ser no se trata de una nueva instauración de valores absolutos que rijan la
vida (o el arte), si no el constante devenir del ser, su eterna potencia. La creación de
nuevos valores estará dirigida por el deseo, y no por un ordenamiento externo, fijo,
sacralizado, contrario a la profanación, al nomadismo, al juego. Siempre es posible, y
necesario, volver a empezar.
XI
Agamben vio en el juego, sobre todo en el juego de los niños, la forma de desactivar
los dispositivos de sacralización. A través del juego se puede pasar de lo sagrado a lo
profano, porque jugar devuelve las cosas a la esfera del uso inmediato. Para
Agamben, los niños no sólo profanan lo religioso propiamente dicho, sino que
también los objetos del mundo adulto que están consagradas a un consumo utilitario
son devueltas al uso especial de la profanación. “Los niños, que juegan con cualquier
trasto viejo que encuentran, transforman en juguete aun aquello que pertenece a la
esfera de la economía, de la guerra, del derecho y de las otras actividades que
estamos acostumbrados a considerar como serias”. Si profanar se ha vuelto una tarea
política, entonces jugar también se vuelve político.
Por este motivo, después de la muerte del arte, sólo es posible realizar la
producción estética mediante el juego. La participación, la tergiversación, el plagio,
el remix, y algunas otras, son modalidades de un juego que toma la obra para ser
usada y hacerla decir cosas que tal vez no estaban ya dichas en un principio. El arte
ya no se presenta separado de la vida, mediatizado por instituciones, por el Estado o
por el capital, ya no obliga al espectador a mantener una recepción pasiva, sino que,
por el contrario, incita al uso de la obra, a que el espectador se apropie y juegue con
ella guiado por sus deseos más inmediatos. La espontaneidad debe ser la única
norma a la cual apegarnos.
XII
XIII
XIV
No se trata de que el artista es un tipo especial de ser humano, una mente brillante
dentro de la masa que debe contemplar su obra, sino que cada persona es un tipo
especial de artista que en cualquier momento está lista para crear. De aquí que el
Inmediatismo que propone Hakim Bey surja de prácticas artísticas que encuentran
su sentido en la vida cotidiana y en el deseo inmediato de crear. “El Inmediatismo no
es un movimiento en el sentido de un programa estético. Depende de la situación,
no del estilo o del contenido, el mensaje o la escuela”. El Inmediatismo es un juego
que responde a la muerte del arte. Es una forma de crear que no está mediatizada
por el Espectáculo, y que se da en o como una Zona Temporalmente Autónoma de
cualquier ejercicio de poder. En el Inmediatismo el arte se vuelve una hermandad
festiva porque “es una asociación libre de individuos que se han elegido unos a otros
como objeto de la generosidad del grupo, su ‘expresividad’”. El Inmediatismo es la
respuesta positiva al nihilismo ocasionado por la muerte del autor.
XV
Benjamin dijo alguna vez, y suscribimos: si no has leído el libro que anhelas leer,
¿qué esperas? Escríbelo tú mismo.