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EL PROGRESISMO COMO MENTALIDAD

Higinio Marín
(Publicado en El Debate)
I
Conocer nuestro tiempo requiere comprender los modos de pensar y vivir
predominantes en nuestras sociedades. De entre ellos, el progresismo es, más que una
mera ideología, el modo de concebir la realidad predominante en la cultura moderna.
En esa dirección, es difícil exagerar la importancia de J. J. Rousseau y su idea de un
‘hombre natural’ cuya feliz inocencia se debía a la exacta coincidencia entre deseos y
necesidades. El mundo resultaba más que pródigo y abundante para alguien con
necesidades tan elementales, y esa armonía psico-físico-mundana es la secularización
filosófica del paraíso.
Nada perturbaba aquella feliz condición. Mas, una vez, un individuo experimentó como
deseo una necesidad para la que encontró su satisfacción, y, como siempre, la necesidad
se apagó. Sin embargo, el deseo no se desvaneció con ella, sino que quedó fijado en el
objeto como un nuevo deseo sostenido desde sí mismo y que, casi como un gemido,
profirió una voz inaudita: «¡mío!».
Mediante ese deseo que excede lo necesario, y que es el origen de la propiedad privada,
el mal entró en la historia y el hombre perdió la inocencia en la civilización y sus
depravaciones. Desde entonces, hay pobreza y violencia sobre la tierra. La historia y la
civilización no son más que la perpetuación de ese mal institucionalizado en la propiedad
privada y la valla que la defiende. Ahí el hombre se hace enemigo del hombre, y,
desapercibidamente, enemigo de sí y de la humanidad misma.
Establecido el diagnostico, Marx y Engels formulan la terapia y el pronóstico: la
aniquilación del mal y la restauración del paraíso en la tierra requiere la supresión de la
propiedad y del sistema de creencias que la sustenta. Es necesario restablecer la feliz
simetría entre necesidades, deseos y satisfacciones mediante la producción de bienes
estatalmente planificada. Será inevitable, por tanto, una pedagogía severa –la dictadura
del proletariado– que discipline el deseo hasta que renazca una sociedad fraternal.
Así, «los odios que al mundo envenenan, al punto se extinguirán». Y eso, no en general,
sino en un futuro preciso y tan próximo como sean removidos sus obstáculos. La violencia
y la represión ensangrentaran las manos revolucionarias, ciertamente, pero como las de
un cirujano social. Por eso, el socialismo revolucionario progresa «matando canallas con
cañón de futuro», como todavía trova el cubano Silvio Rodríguez.
Pero, como el paraíso se hacía esquivo y el terror totalitario no alcanzaba a aniquilar el
mal, se hacía necesaria una variante que asumiera un resignado pero eficiente realismo:
el mal no es eliminable por completo de la historia, y, por tanto, el paraíso es una
referencia utópica, aunque imprescindible para orientar la historia.
Por eso, el socialismo resignado a la tolerancia del mal acepta la alternancia política y la
necesidad del mercado, es decir, se hace socialdemocracia. Pero, a sabiendas de que el
mercado y la oposición política son los agentes del egoísmo. En su contra, el progresismo

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se sabe la encarnación de los ideales históricos de la humanidad compasiva. Así que ser
progresista y ser bueno resulta ser lo mismo.
Además, como vieron Hegel y Rousseau, se puede hacer nacer «nuestra dicha de los
medios que parecían colmar nuestra desgracia». Así como los reactores nucleares
producen una colosal energía letal, que debidamente blindada se transforma en benéfica,
así también la codicia capitalista transformada fiscalmente por el Estado se convierte en
servicios públicos igualitarios. Así el mal se convierte en bien e impulso para la creciente
realización de la utopía que significa el estado del bienestar.
Sin embargo, esta primera gran oleada del progresismo había desatendido la causa del
persistente malestar en el seno del bienestar. Y es que el deseo sexual también profirió
su «mío», es decir, la apropiación de su objeto más allá de la necesidad, instituyendo la
propiedad en el seno de las relaciones sexuales: el matrimonio heteropatriarcal.
Marx se hizo freudiano (Engels, Reich, Marcuse). Así que las cuestiones medulares ya no
son las sociolaborales, sino las relativas a la institución familiar. En el matrimonio la lucha
de clases suscita un nuevo proletariado: las mujeres y los jóvenes. El propietario de los
medios de producción quiere serlo también de los medios de reproducción sometiendo
a la mujer como esposa y madre de una prole sojuzgada.
La liberación sexual es la restauración de la armonía entre necesidades sexuales, deseos
y satisfacciones socialmente disponibles encarnada en la juventud como vanguardia
moral. De ahí que la ‘educación’ sexual de los niños a cargo del Estado y fuera del influjo
familiar no sea un azar, sino un objetivo irrenunciable para el sentido común progresista:
«simplemente, (decía W. Reich en 1936), eliminamos las represiones sexuales infantiles
y disolvemos los vínculos con los padres».
Así, la educación se hace la forma ejecutiva del poder modelador de los Estados y sus
políticas progresistas. Y otro tanto ocurre con los medios de comunicación y las
producciones culturales que refuerzan un sistema informal pero efectivo de ‘formación
continua’ de la ciudadanía.
La nueva terapia del deseo consiste otra vez en recomponer la armonía entre deseos y
satisfacciones, pero ahora la medida del deseo ya no surge de las necesidades, sino de
las satisfacciones disponibles y siempre crecientes gracias a los desarrollos
tecnocientíficos. Satisfacciones que, por primera vez, anteceden y amplían los deseos
originándolos: es la sociedad de consumo como estrategia de saturación del deseo en el
bienestar estatalmente administrado.
Así que la naturaleza, también la física, ha sido desplazada como criterio por la
tecnociencia, cuyos progresos generan novedades que se industrializan como ofertas del
mercado, se interiorizan como necesidades y se legislan como derechos. Para el
progresismo, esa transformación anómica de los deseos en derechos realizada por el
Estado es todo cuanto hemos sido capaces de acercar el paraíso a la tierra.

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II
La Revolución Francesa opuso el individuo y la ciudadanía a los linajes o sujetos
genealógicos que habían protagonizado la vida política durante el Antiguo Régimen y
desde las primeras sociedades políticas occidentales. En el orden religioso había ocurrido
mil ochocientos años antes, cuando el cristianismo se proclamó religión de almas y no de
tribus o linajes.
Aunque la nueva religión distinguía sin separar al individuo del pueblo, la afirmación del
sujeto individual como sede de la libertad ante Dios (y su juicio) dio forma al conjunto de
la civilización europea según un modelo pionero: la cancelación de las dimensiones
genealógicas del sujeto en la profesión de la vida religiosa monástica mediante los votos
de pureza, pobreza y obediencia.
Ajenos a la procreación, la propiedad y el poder civil, los religiosos suspendían los vínculos
con sus linajes y abrazaban un oficio cuya misión no se podía recibir como herencia
familiar, sino que requería la libre determinación personal. De ese modo, la vida religiosa
se convirtió en la primera forma institucionalizada de autodestinación social, y, por tanto,
de emergencia del individuo como sede electiva de las formas de vida.
Desde entonces el sujeto individual –la persona– podía reivindicarse sin quedar fijado en
su destino por su linaje. Y así fue, por ejemplo, en tanto que sujeto del consentimiento
matrimonial y enfrentándose a los linajes (Montescos y Capuletos). No fue hasta 1563 en
Trento cuando se definió formalmente que la validez del vínculo no requería el
consentimiento paterno.
La universidad fue la institución que amplió esa libertad individual al ámbito de los oficios
civiles, al capacitar a los individuos para perseguir su propio futuro guiándose de una
inclinación interior, y no de la destinación social que fijaba su estirpe. Fue en las
universidades de la cristiandad europea donde las nociones religiosas de vocación y
profesión se amalgamaron en la de vocación profesional. Y fue allí donde el futuro
mundano –a imagen de la salvación– se hizo también efecto de la propia libertad
biográfica y no de la ascendencia.
Uno tras otro, todos los ámbitos de la cultura moderna fueron configurándose mediante
esa afirmación del sujeto ante las dimensiones genealógicas (La Invención de lo humano,
2007). Pero, en algunos momentos cruciales, esa afirmación de la subjetividad individual
se convirtió en ruptura dialéctica mediante la desautorización de toda forma de
antecedencia: ocurrió con Lutero en el orden de la religión y con Descartes en el
filosófico. Por supuesto que hay mucho de apreciable en ellos, pero lo que ahora interesa
es que ambos contraponen al individuo como la sede de la certeza de la salvación y de la
verdad, con explícita repulsa de la tradición y de todas las dimensiones genealógicas de
la fe o el saber.
Ese antagonismo se hizo eruptivo y violento en las revoluciones y constituyó el corazón
del progresismo como posición prevalente de la modernidad. Una vez enfrentadas las
ideas de libertad y de toda antecedencia condicionante, el individuo se origina a sí mismo
en el nuevo marco de los estados modernos, cuyo adanismo es correlativo al del
ciudadano. Desde entonces, no ya el oficio, el matrimonio o la posición social

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anteriormente fijada por los linajes, sino lo que se puede creer, saber o preferir tenía que
surgir de la autonomía desvinculada del individuo, que solo así se hacía justicia a sí mismo.
El futuro se abrió como el campo ilimitado del progreso que se convirtió, además, en la
unidad de medida del pasado convertido en infancia tutelada. Hegel terminó de dar
forma a esa visión con la afirmación de lo nuevo como la negación de lo viejo: el pasado
se conserva en el presente mediante su negación. Y una vez cancelado todo vínculo con
el pasado, el futuro deviene el tiempo de lo ilimitadamente posible. Así que desear lo
imposible no solo había dejado ser absurdo, sino que constituía el impulso histórico del
progreso y de su autoconciencia, el progresismo, cuya encarnación histórica es el Estado.
Además, sin saberlo, Darwin y la evolución habían convertido la forma biológica de la
especie en el antepenúltimo vestigio de la genealogía como destinación.
Consiguientemente, la autoafirmación ya no se podría detener ni ante la dualidad sexual
de una especie mamífera, ni ante la polaridad heterosexual del deseo. Una cosa y la otra
no son –por naturales que se pretendan– más que restricciones de la libertad individual,
es decir, mera biología que los reaccionarios pretenden convertir en destino.
Familia, naturaleza, polaridad sexual, tradición y hasta el lenguaje mismo que soporta
todo lo anterior como sentido común, no son más que allanamientos de la ilimitada
disposición de sí en que consiste la libertad. En cambio, quienes violentan las estructuras
lógicas del lenguaje, la polaridad heterosexual del deseo, la dualización mamífera de los
sexos, la continuidad embriológica del crecimiento fetal, las tradiciones y convenciones
morales, y, en suma, suspenden en su conciencia el ascendiente de cualquier tipo de
ascendencia, ésos, son la vanguardia libertaria del progreso.
Los adelantados políticos del progresismo, es decir, quienes ejercen el poder sobre sí de
elegir la eutanasia, de cambiar de sexo o de ‘orientación sexual’, por ejemplo, no solo
ejercen la libertad consumadamente, sino que nos hacen libres a los demás convirtiendo
en electivo el hecho de no matarnos ni cambiar de sexo. Sin ellos nuestro
convencionalismo sería sumisión. En cambio, la mera desafección del suicidio y la
eutanasia, del incesto, del transformismo quirúrgico de sexo, del poliamor, de la
hibridación genética o quirúrgica con otras especies o con suplementos tecnológicos de
nuevas y acrecentadas potencias cognitivas, no son más que avasallamientos de la
conciencia en represiones atávicas.
Ser progresista es creer que la libertad es el resultado de la transgresión elevada a
derecho.

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III
Que el corazón violento de la revolución sigue latiendo en el progresismo contemporáneo
se pone de manifiesto en el anhelo por cancelar toda precedencia. Ni las singularidades
mamíferas de nuestra especie, ni las tradiciones culturales o morales en las que vivimos,
ni la familia o la estructura lógica del lenguaje pueden suponer ningún condicionante
sobre la ilimitada disponibilidad de sí del sujeto. Para el progresismo, el Estado capacita
al individuo para darse origen y forma a sí mismo sin vinculación alguna con las
precedencias que lo constituyen.
Toda prefiguración de la existencia –como, por ejemplo, el sexo biológico– reduce al
sujeto a la condición de mero ‘actor’ de una vida cuyo guion no ha escrito. La concepción
progresista de la libertad nos pretende ‘autores’ en exclusiva no ya del curso de nuestra
vida, sino de nuestra propia identidad, que solo es la de un sujeto libre si éste se la debe
a sí mismo por entero. Cualquier clase de disminución al respecto lo es también de la
libertad. Y de ahí que la idea misma de Dios sea un atentado contra la libertad del sujeto
porque le disputa la condición de autor. Luego para que nazca el sujeto libre es necesaria
la muerte de Dios.
El deicidio es el epítome de la lógica cancelatoria de toda precedencia: nada que dispute
el carácter ilimitado del poder sobre sí del sujeto es respetable para la libertad. Ni la
genética de la especie y del linaje familiar, ni la historia de las comunidades políticas y
culturales, ni el propio cuerpo e identidad del sujeto modelado por todo lo anterior,
pueden ser asumidos en una existencia libre si no es en el marco jurídico y fáctico de su
disponibilidad para cambiarlos. Y es lo que hacen posible el Estado y la tecnociencia
creando derechos y nuevas posibilidades técnicas.
Por eso, se pone a los niños a salvo de los prejuicios paternos inoculados familiarmente,
o se les libera de la prefiguración gramatical del pensamiento heteropatriarcal mediante
la titularidad estatal de la educación. Así que es el Estado el que sustituye todas las
instancias subyugantes de la existencia: la biología, la familia, las tradiciones morales,
religiosas. Ser libre es, pues, vivir según el horizonte de posibilidades crecientes e
ilimitadas abierto por el Estado. Y ser progresista es no ver en lo anterior la imposición –
totalitaria en términos culturales– de un punto de vista ideológico que se tiene a sí mismo
como el único democrático y que, con ese título, aspira incluso a desautorizar y hasta
proscribir legalmente a los demás por antidemocráticos, es decir, no progresistas.
Como adivinó Tocqueville, «el despotismo, que en todas las épocas es peligroso, resulta
particularmente de temer en los siglos democráticos», porque se presenta como la
realización misma de lo democrático. Se trata de «un poder inmenso y tutelar» al que «le
gusta que los ciudadanos disfruten, con tal de que no piensen sino en disfrutar. Trabaja
mucho para que sean felices, pero pretende ser el único agente y árbitro de esa
felicidad». Y todo ello según una concepción anómica de la libertad en cuyo nombre se
puede y debe allanar toda discrepancia.
Todo lo anterior se sigue de un malentendido antropológico según el cual la libertad
requiere su independencia de las formas zoológicas, genealógicas e histórico culturales
que la han hecho posible. Y así, por ejemplo, el patrimonio genético o el sexo no son sino
potenciales imposiciones restrictivas. Ni rastro, pues, de la experiencia masivamente

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mayoritaria de los seres humanos de todos los tiempos, que no han padecido su sexo
como una restricción a su libertad, sino como la forma singular y venturosa de la completa
realización de lo humano en uno mismo.
Otro tanto ocurre al respecto de la pretendida autoría exclusiva del sujeto. Por supuesto
que aspiramos a conducir nuestra vida, pero, sencillamente, no es verdad que
pretendamos hacerlo en exclusividad. De hecho, aspiramos a poder hacer de nuestra vida
una historia de coautorías cruzadas con aquellos sin los cuales vivir tendría menos
sentido. No es la autoría solitaria la forma plenamente libre de una existencia, sino
exactamente lo contrario, es decir, la populosa forma coral de una vida repleta de
relaciones, amores y amistades con intensas dependencias mutuas.
Los hombres somos una conversación (Gadamer), y nadie es más libre y más sí mismo
por su soledad, sino en una vida poblada por aquellos cuya libre autonomía no solo no
disminuye, sino que crece y se multiplica con el impulso de su mutua dependencia. Eso
es una familia, un grupo de amigos, incluso un país capaz de vincular agradecidamente a
los vivos entre sí y con sus muertos.
Y de ahí que, si se diera el caso insólito de un Dios dispuesto a sumar su voz al coro de
voces cuyo diálogo nos constituye, la vida humana misma se desbordaría en una plenitud
de otro modo impensable. De hecho, la idea de una omnipotencia creadora de seres
libres es de suyo la de una omnipotencia conversacional, ante la que la libertad humana
no solo no desfallecería, sino que la conversación que somos cobraría una riqueza y
profundidad insospechables.
El sujeto que se pretende autor en exclusiva del guión de su vida se hace, por ello mismo,
solitario en un monologuismo delirante. Medio en serio medio en broma, Lewis
aseguraba que la política debe cuidar de apenas de la familia, la amistad y la soledad. La
mentalidad progresista no está tan lejos como parece, pero considera al individuo
solitario lo primero y, consecuentemente, hace de la soledad desvinculada el principio al
que siempre se ha de poder volver. De manera que familia y amistad tienden a disolver
sus diferencias en la misma medida que desaparecen los vínculos incondicionales. Sin
embargo, basta con experimentar que la soledad solo es un lujo –imprescindible– en el
contexto previo de relaciones incondicionales como las familiares y duraderas como las
amistosas, para alejarse del núcleo generativo de la antropología progresista y del
imperativo de hacer ‘libres’ a los demás, aunque no quieran.

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