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EL ECLIPSE DE LA RAZÓN
Freud hace una crítica de la teoría de las razas a la del alma colectiva de los pueblos, así
como los prejuicios antisocialistas, ya que Le Bon no logra precisar nociones como la
“masa”, puesto que esta es aplicada de forma extensiva e indiferente a una reunión casual
de personas, a un movimiento organizado, a un jurado o a una asamblea parlamentaria”.
Dentro de las tesis central de Le Bon reconoce que la acción colectiva sólo podrá
comprenderse siguiendo el papel preponderante que ejerce el subconsciente en la vida
psíquica. Entonces, lo que define a la masa en el sentido psicológico, es la prevalencia de
los instintos subconscientes por encima de la parte consciente de la personalidad del
individuo. Por otro lado, Le Bon menciona que en el alma colectiva se eliminan las aptitudes
intelectuales del hombre y por lo tanto su individualidad, es decir, predominan las cualidades
inconscientes.
Le Bon considera importante las leyes psicológicas, ya que tienen el mismo valor para las
personas instruidas y para la masa de los trabajadores manuales. Cabe señalar que en la
comparación que hace el autor entre un célebre matemático y su zapatero podrá existir un
abismo de rendimiento intelectual, pero desde el punto de vista del carácter y de las
creencias, la diferencia es frecuentemente nula o muy reducida. Le Bon observa que el
fenómeno de la pérdida del espíritu crítico y de la independencia moral no afecta
exclusivamente a las capas más humildes de la población, sino a cualquier grupo de
individuos que, arrastrado por una fuerte emoción colectiva, adquiere las características de
una masa en sentido psicológico. Asimismo, podemos mencionar:
“que el hombre por querer pertenecer a una masa organizada, retrocede varios peldaños en
la escala de la civilización, presentando de esta manera la espontaneidad, la violencia, la
ferocidad de los seres primitivos aproximándose a la fácil influencia de sorprenderse por
palabras o imágenes que lo conduzcan a diversos actos que vulnerarían sus intereses. Por
ello, observamos a jurados dictar veredictos que desaprueban cada uno de sus
componentes, así como asambleas parlamentarias, que adoptan leyes y medidas que
rechazan los mismos.”
Le Bon, al contrario, nos describe individuos que pese a ser razonables y equilibrados
cuando toman decisiones aisladamente en la masa se abandonan a pasiones irrefrenables,
abandonando cualquier inhibición y sentido crítico. En el caso de Le Bon, la tesis se formula
en términos tan exagerados y omnicomprensivos que resulta poco creíble: en su opinión no
existe diferencia alguna entre las deliberaciones que se producen en el ámbito de un jurado
o un Parlamento y la conducta irrefrenable de las masas revolucionarias o criminales. Todas
quedan situadas, indiferentemente, bajo la imprecisa noción de «masa psicológica».
Hay quien ha advertido que no es conveniente ver en fragmentos como estos una
prefiguración de las formas de propaganda de masas desarrolladas por las dictaduras del
siglo XX.
Las consideraciones de Le Bon resultan sin embargo significativas para reflexionar sobre la
vida de nuestros sistemas democráticos, en los que el cine, la televisión e internet han
multiplicado las posibilidades de crear y hacer circular imágenes, en cantidades muy
superiores a las revistas ilustradas en las que estaba pensando Le Bon, y en las que la
publicidad ha refinado sus técnicas, imponiéndose por doquier como la lengua franca de la
civilización contemporánea.
Finalmente, un considerable número de pensadores, desde finales del siglo XIX, comparte
la necesidad de rebajar la confianza ilustrada en la racionalidad de la acción humana,
invitando a considerar con ojos desencantados el funcionamiento real de las instituciones
políticas. Desde esta perspectiva los regímenes democráticos vienen a ser habitualmente
reinterpretados en clave elitista, sobre la base de la tesis según la cual, incluso tras la
victoria del sufragio universal, el curso de la historia sigue estando en manos de las
minorías, que son capaces de orientar y manipular la voluntad del pueblo.
2. DE LA IDEOLOGÍA AL MARKETING
Le Bon, expone que la masa o la multitud son materia moldeable en manos del caudillo
político, siendo la guía de los hombres, la cual entra en su mente, escucha sus exigencias,
comprende sus sueños y pretende darles respuesta.En este mismo sentido, la multitud no
se da cuenta que están gobernadas por una voluntad ajena.
En la edad de las masas, se presentan paradojas, sobre la figura clásica del demagogo
(Estrategia política que apela prejuicios y miedos para ganar apoyo popular), pues ésta
obtiene los rasgos del psicagogo (arte de conducir y guiar el alma), la cual se incorpora a
las conciencias de los hombres, convirtiéndose en un intérprete de sus fobias, de sus
pulsiones profundas, etc. Por ello, un apoyo fundamental es el que le ofrecen los nuevos
medios de comunicación, como el cine y la radio. Medios que, precisamente por su carácter
«de masas», pueden parecerles a muchos, «democráticos», por más que luego sucumban
a los intereses de los monopolistas de la información y sean perfectamente funcionales a la
propaganda totalitaria.
Es necesario aclarar, en todo caso, que las nociones de «foule» y de «masa» son
susceptibles de ser utilizadas de maneras distintas, más o menos conectadas con el
significado etimológico que acabamos de recordar. Las masas trabajadoras a las que se
dirigen los representantes del pensamiento socialista y comunista no son las mismas a las
que se refieren los teóricos de la «sociedad de masas» del siglo XX, como José Ortega y
Gasset, Emil Lederer, Sigmund Neumann o Hannah Arendt.
En relación con Ortega, el hombre-masa inmaduro, mediocre, «sin atributos» es una presa
fácil para la política simbólica e identitaria de los movimientos nacionalistas e irracionalistas.
Asimismo, en la reflexión de Hannah Arendt la vulnerabilidad de los individuos a la
propaganda totalitaria, su tendencia a «estupidizarse», renunciando a pensar con la propia
cabeza y hasta a mirar con los propios ojos, es directamente proporcional al nivel de
aislamiento social y depende de la inclusión, por primera vez en la historia, de masas hasta
entonces desorganizadas y apáticas. En esta perspectiva ya no es posible como hacía Le
Bon equiparar a los trabajadores activos del movimiento socialista y sindical con las
multitudes anónimas que se agolpan en las plazas, obedeciendo a leyes psicológicas
primitivas. Es posible, en cambio, encontrar el hilo que une a las teorías de la sociedad de
masas del siglo XX con las reflexiones anticipadoras de Tocqueville.
De acuerdo al marketing desde la aparición de la televisión y, de momento, en menor
medida el internet supuso una mutación radical de las modalidades de la política. No puede
decirse lo mismo sobre la medida efectiva en que la televisión está condicionando la
orientación del voto y contribuyendo a formar además de informar a los
ciudadanos-electores, condicionando sus gustos, esquemas mentales y criterios de juicio,
pues aquí el debate sigue abierto”. Además, ante el generalizado deterioro del discurso
público, parece obligado preguntarse si la televisión no se ha convertido, en realidad, en
una «fábrica de estúpidos». De personas que no razonan y que se dejan felizmente
tele-dirigir tanto en la elección de una pasta de dientes, como de un candidato al
Parlamento. Ello es una prueba de la tesis acerca del peligro que conlleva la disolución de
las organizaciones y los grupos en los que tiene lugar la educación política de los
ciudadanos.
El subalterno y el «estúpido» tienen en común la docilidad con la que ceden ante las
simplificaciones y las mixtificaciones de la propaganda. Ambos se distinguen del tipo ideal
del ciudadano corrupto, el cual sin embargo favorece, y no poco, la degradación de los
actuales regímenes democráticos y su progresiva transformación en «kakistocracias», o
«gobiernos de los peores». El ciudadano corrupto persigue conscientemente objetivos que
están en conflicto con la ética pública. Los subalternos y los «estúpidos», exteriormente,
pueden comportarse de forma idéntica, pero sobre la base de motivaciones distintas, y ello
hace que sean más opacos, más difícilmente encuadrables. Su inclinación a creerse todo
aquello que se les quiere hacer creer lleva a pensar que sean víctimas de alguna forma de
carencia o ignorancia.
Todo ello obliga a reflexionar sobre los límites de un enfoque ilustrado del problema del
populismo. Kant pensaba que la maduración moral y cultural de los ciudadanos sería
posible garantizando a todos la posibilidad de hacer un uso público de la razón, pues habría
finalmente conseguido disipar las sombras de la ignorancia y la superstición. Las cosas se
ha visto que son un poco más complicadas. La irrupción de la sociedad del conocimiento y
el crecimiento generalizado del nivel educativo no han sido suficientes para erradicar las
cambiantes formas de credulidad, ni para disolver la continua tentación del «miedo a la
libertad». Nos guste o no, otras fuerzas, además de la razón y del interés bien entendido,
guían a las personas y sirven de motivos para la acción.
Finalmente, no se trata únicamente de reconocer que los individuos no son siempre los
mejores jueces de sus propios intereses. Se debe entender que los individuos en la
acepción no siempre actúan, y votan, en función del interés más material del término, sino
sobre la base de fines y necesidades de distinta naturaleza, que tienen que ver con los
ideales en los que creen y con la imagen que se han hecho de sí mismos y del mundo. «La
gente no vota necesariamente por sus intereses. Votan por su identidad. Votan por sus
valores. Votan por aquellos con quienes se identifican». Por esperanza o miedo, por
simpatía o antipatía. Dejándose llevar a veces por fantasmas que la razón, por sí sola,
difícilmente puede derrotar.