Está en la página 1de 6

1.

EL ECLIPSE DE LA RAZÓN

Dietrich Bonhoeffer fue un líder cristiano alemán que participó en el movimiento de


resistencia contra el nazismo. Este, fue pastor protestante y teólogo luterano. El cual
expone, bajo sus propias palabras que el «estúpido» no es susceptible a los intentos de
persuasión racional, pues hablar con él es inútil. Aunque, se presenten evidencias de los
hechos, o la lógica de los argumentos, estos no son suficientes para afectar a sus certezas
inquebrantables; No obstante, sería un obstáculo para los creyentes en el diálogo.

Partiendo de la tesis, que menciona Dietrich la estupidez no afecta al intelecto sino


directamente a la humanidad de la persona, siendo la misma relacionada con una esfera
emocional y afectiva. Asimismo, la relevancia política sobre esta esfera habría sido
evidenciada en la cultura europea mucho antes de que la catástrofe del nazismo se abatiera
sobre Alemania: basta mencionar los nombres de Nietzsche, Freud, Bergson, Sorel, Weber
o Pareto. Pensadores que han manifestado su insatisfacción por la visión política que
recoge como motivaciones fundamentales de la acción humana las pasiones frías, como los
intereses, dejando de lado las pasiones calientes, ajenas al control de la razón. Entre tales
autores, un lugar destacado le corresponde a Gustave Le Bon, fue un sociólogo y físico
aficionado, en el campo de la psicología social es una gran influencia por sus aportaciones
sobre la dinámica social y grupal, que en 1895 publica "Psicología de las masas”. La cual
sostiene, que al igual que en las otras masas prima los sentimientos sobre la razón y que la
masa es influida como un rebaño por el líder.

Freud hace una crítica de la teoría de las razas a la del alma colectiva de los pueblos, así
como los prejuicios antisocialistas, ya que Le Bon no logra precisar nociones como la
“masa”, puesto que esta es aplicada de forma extensiva e indiferente a una reunión casual
de personas, a un movimiento organizado, a un jurado o a una asamblea parlamentaria”.

Dentro de las tesis central de Le Bon reconoce que la acción colectiva sólo podrá
comprenderse siguiendo el papel preponderante que ejerce el subconsciente en la vida
psíquica. Entonces, lo que define a la masa en el sentido psicológico, es la prevalencia de
los instintos subconscientes por encima de la parte consciente de la personalidad del
individuo. Por otro lado, Le Bon menciona que en el alma colectiva se eliminan las aptitudes
intelectuales del hombre y por lo tanto su individualidad, es decir, predominan las cualidades
inconscientes.

Le Bon considera importante las leyes psicológicas, ya que tienen el mismo valor para las
personas instruidas y para la masa de los trabajadores manuales. Cabe señalar que en la
comparación que hace el autor entre un célebre matemático y su zapatero podrá existir un
abismo de rendimiento intelectual, pero desde el punto de vista del carácter y de las
creencias, la diferencia es frecuentemente nula o muy reducida. Le Bon observa que el
fenómeno de la pérdida del espíritu crítico y de la independencia moral no afecta
exclusivamente a las capas más humildes de la población, sino a cualquier grupo de
individuos que, arrastrado por una fuerte emoción colectiva, adquiere las características de
una masa en sentido psicológico. Asimismo, podemos mencionar:

“que el hombre por querer pertenecer a una masa organizada, retrocede varios peldaños en
la escala de la civilización, presentando de esta manera la espontaneidad, la violencia, la
ferocidad de los seres primitivos aproximándose a la fácil influencia de sorprenderse por
palabras o imágenes que lo conduzcan a diversos actos que vulnerarían sus intereses. Por
ello, observamos a jurados dictar veredictos que desaprueban cada uno de sus
componentes, así como asambleas parlamentarias, que adoptan leyes y medidas que
rechazan los mismos.”

Respecto a lo mencionado anteriormente, da completamente la vuelta al argumento


aristotélico a favor de la democracia, para quien «los muchos, cada uno de los cuales es en
sí un hombre mediocre». Al unir los dos presupuestos, Aristóteles afirma que poseen
suficiente sentido y, mezclados con los mejores, benefician a las ciudades, como el alimento
impuro, mezclado con el puro, hace el conjunto más beneficioso que una pequeña cantidad
sin mezcla. Pero cada cual por separado es imperfecto en cuanto a juzgar.

Le Bon, al contrario, nos describe individuos que pese a ser razonables y equilibrados
cuando toman decisiones aisladamente en la masa se abandonan a pasiones irrefrenables,
abandonando cualquier inhibición y sentido crítico. En el caso de Le Bon, la tesis se formula
en términos tan exagerados y omnicomprensivos que resulta poco creíble: en su opinión no
existe diferencia alguna entre las deliberaciones que se producen en el ámbito de un jurado
o un Parlamento y la conducta irrefrenable de las masas revolucionarias o criminales. Todas
quedan situadas, indiferentemente, bajo la imprecisa noción de «masa psicológica».

Asimismo, Le Bon explica el comportamiento irracional de las masas, apelando a las


nociones de «sugestión» y de «contagio psíquico»; Sin embargo, lo que convierte la obra de
Le Bon en un referente extraordinariamente rico de sugerencias para la reflexión sobre los
desafíos de la democracia en la era de las masas son sus observaciones sobre las técnicas
que consiguen influir sobre los comportamientos colectivos, formuladas por lo general en la
forma de consejos a los políticos que aspiren a realizar gestas grandiosas, convirtiéndose
en meneurs des foules (líderes de multitud)

La idea fundamental, coherente con la concepción antropológica elaborada por nuestro


autor, es que «no puede rehacerse toda una sociedad a base de las indicaciones de la
razón pura», ni pretendiendo en vano oponer argumentos a sentimientos. Las masas, pero
también muchos individuos individualmente considerados según Le Bon, no tienen siquiera
capacidad para entender los razonamientos más sencillos y se encuentran en un grado de
desarrollo intelectual comparable al de los salvajes y los niños.

Hay quien ha advertido que no es conveniente ver en fragmentos como estos una
prefiguración de las formas de propaganda de masas desarrolladas por las dictaduras del
siglo XX.

Las consideraciones de Le Bon resultan sin embargo significativas para reflexionar sobre la
vida de nuestros sistemas democráticos, en los que el cine, la televisión e internet han
multiplicado las posibilidades de crear y hacer circular imágenes, en cantidades muy
superiores a las revistas ilustradas en las que estaba pensando Le Bon, y en las que la
publicidad ha refinado sus técnicas, imponiéndose por doquier como la lengua franca de la
civilización contemporánea.

La revalorización de la dimensión instintiva y sentimental de la existencia humana, frente a


la lógico-racional, aparece posteriormente, en contextos diferentes, en un teórico de las
élites como Pareto y en un intelectual ecléctico como Elias Canetti. El paralelismo entre
propaganda política y publicidad comercial encuentra un desarrollo en Joseph Schumpeter,
quien le reconoce a Le Bon el mérito de haber desvelado el carácter irreal de la
antropología racionalista en la que se basa la teoría clásica de la democracia”.

Finalmente, un considerable número de pensadores, desde finales del siglo XIX, comparte
la necesidad de rebajar la confianza ilustrada en la racionalidad de la acción humana,
invitando a considerar con ojos desencantados el funcionamiento real de las instituciones
políticas. Desde esta perspectiva los regímenes democráticos vienen a ser habitualmente
reinterpretados en clave elitista, sobre la base de la tesis según la cual, incluso tras la
victoria del sufragio universal, el curso de la historia sigue estando en manos de las
minorías, que son capaces de orientar y manipular la voluntad del pueblo.

2. DE LA IDEOLOGÍA AL MARKETING

Le Bon, expone que la masa o la multitud son materia moldeable en manos del caudillo
político, siendo la guía de los hombres, la cual entra en su mente, escucha sus exigencias,
comprende sus sueños y pretende darles respuesta.En este mismo sentido, la multitud no
se da cuenta que están gobernadas por una voluntad ajena.

En la edad de las masas, se presentan paradojas, sobre la figura clásica del demagogo
(Estrategia política que apela prejuicios y miedos para ganar apoyo popular), pues ésta
obtiene los rasgos del psicagogo (arte de conducir y guiar el alma), la cual se incorpora a
las conciencias de los hombres, convirtiéndose en un intérprete de sus fobias, de sus
pulsiones profundas, etc. Por ello, un apoyo fundamental es el que le ofrecen los nuevos
medios de comunicación, como el cine y la radio. Medios que, precisamente por su carácter
«de masas», pueden parecerles a muchos, «democráticos», por más que luego sucumban
a los intereses de los monopolistas de la información y sean perfectamente funcionales a la
propaganda totalitaria.

Es necesario aclarar, en todo caso, que las nociones de «foule» y de «masa» son
susceptibles de ser utilizadas de maneras distintas, más o menos conectadas con el
significado etimológico que acabamos de recordar. Las masas trabajadoras a las que se
dirigen los representantes del pensamiento socialista y comunista no son las mismas a las
que se refieren los teóricos de la «sociedad de masas» del siglo XX, como José Ortega y
Gasset, Emil Lederer, Sigmund Neumann o Hannah Arendt.

En relación con Ortega, el hombre-masa inmaduro, mediocre, «sin atributos» es una presa
fácil para la política simbólica e identitaria de los movimientos nacionalistas e irracionalistas.
Asimismo, en la reflexión de Hannah Arendt la vulnerabilidad de los individuos a la
propaganda totalitaria, su tendencia a «estupidizarse», renunciando a pensar con la propia
cabeza y hasta a mirar con los propios ojos, es directamente proporcional al nivel de
aislamiento social y depende de la inclusión, por primera vez en la historia, de masas hasta
entonces desorganizadas y apáticas. En esta perspectiva ya no es posible como hacía Le
Bon equiparar a los trabajadores activos del movimiento socialista y sindical con las
multitudes anónimas que se agolpan en las plazas, obedeciendo a leyes psicológicas
primitivas. Es posible, en cambio, encontrar el hilo que une a las teorías de la sociedad de
masas del siglo XX con las reflexiones anticipadoras de Tocqueville.
De acuerdo al marketing desde la aparición de la televisión y, de momento, en menor
medida el internet supuso una mutación radical de las modalidades de la política. No puede
decirse lo mismo sobre la medida efectiva en que la televisión está condicionando la
orientación del voto y contribuyendo a formar además de informar a los
ciudadanos-electores, condicionando sus gustos, esquemas mentales y criterios de juicio,
pues aquí el debate sigue abierto”. Además, ante el generalizado deterioro del discurso
público, parece obligado preguntarse si la televisión no se ha convertido, en realidad, en
una «fábrica de estúpidos». De personas que no razonan y que se dejan felizmente
tele-dirigir tanto en la elección de una pasta de dientes, como de un candidato al
Parlamento. Ello es una prueba de la tesis acerca del peligro que conlleva la disolución de
las organizaciones y los grupos en los que tiene lugar la educación política de los
ciudadanos.

Sin embargo, no puede negarse la influencia de los medios de comunicación en la


formación de las opiniones y, más aún, en la construcción y circulación de los imaginarios
sociales. En relación con el primer aspecto, los medios de comunicación, y quienes
los manejan, no solo contribuyen a definir la agenda política, sino que sugieren también
visiones del mundo por medio del específico frame con el que presentan las noticias. Con
una eficaz fórmula sintética, los medios de comunicación no nos dicen tanto «qué cosa
pensar, y no solamente en qué pensar, sino sobre todo en qué términos pensar sobre un
determinado tema o materia».

Pero no es este el único aspecto de la cuestión. Está, además, el papel de la publicidad y


de los programas de entretenimiento o de infotainment en la formación de los gustos.
Es en este nivel cultural, antes que político en el que los medios de comunicación pueden
resultar un formidable vehículo de deseducación para las capas más débiles de la
población. Que los mensajes transmitidos por la televisión comercial no vayan precisamente
en la dirección de favorecer la «salida de la minoría de edad» de los
espectadores-ciudadanos es algo que está a la vista. Tratándose de un consumidor
compulsivo a cada hora del día, ya no tiene espacio mental que dedicar a cuestiones menos
útiles, y más cercanas a la realidad. Esto vale, naturalmente, para quienes no saben, o no
pueden, acudir a fuentes alternativas de información o entretenimiento, como libros,
periódicos, espectáculos teatrales, o incluso programas de televisión «inteligente». Como
expone Bourdieu: “la televisión posee una especie de monopolio de hecho sobre la
formación de las mentes de esa parte nada desdeñable de la población. Pero al privilegiar
los sucesos y llenar ese tiempo tan escaso de vacuidad, nada o casi nada, se dejan de lado
las noticias pertinentes que debería conocer el ciudadano para ejercer sus derechos
democráticos».

También se menciona a la vacuidad, pues la televisión representa para muchas personas un


espacio lleno de emociones, valores y significados capaz de compensar una existencia
opaca y monótona, ofreciendo modelos con los que identificarse.

4. ENTRE IGNORANCIA Y AUTOENGAÑO

El subalterno y el «estúpido» tienen en común la docilidad con la que ceden ante las
simplificaciones y las mixtificaciones de la propaganda. Ambos se distinguen del tipo ideal
del ciudadano corrupto, el cual sin embargo favorece, y no poco, la degradación de los
actuales regímenes democráticos y su progresiva transformación en «kakistocracias», o
«gobiernos de los peores». El ciudadano corrupto persigue conscientemente objetivos que
están en conflicto con la ética pública. Los subalternos y los «estúpidos», exteriormente,
pueden comportarse de forma idéntica, pero sobre la base de motivaciones distintas, y ello
hace que sean más opacos, más difícilmente encuadrables. Su inclinación a creerse todo
aquello que se les quiere hacer creer lleva a pensar que sean víctimas de alguna forma de
carencia o ignorancia.

Respecto al subalterno, la ignorancia desemboca en ocasiones en auténtico analfabetismo


o, en todo caso, en una tal escasez de instrumentos cognitivos que le impide comprender la
realidad y su posición dentro de ella. De aquí la propensión del subalterno a engañarse
sobre sus propios intereses. Caso distinto es el del «estúpido», que por lo general dispone
de bastante instrucción y está suficientemente integrado para saber qué es lo que le
conviene y que, no obstante, se muestra aparentemente incapaz de actuar de manera
consecuente, dada su propensión a dejarse arrastrar por promesas absurdas, palabras
vacías, imágenes tramposas.

Respecto de la ignorancia que persigue al «estúpido» no puede decirse que consista en la


ausencia de los saberes necesarios para decidir con conocimiento de causa. En regímenes
de censura rígida y de absoluto control sobre la información contrastada, estaría fuera de
lugar hablar de estupidez. Por ejemplo, retomando un caso histórico, tenemos que
mencionar que en las elecciones en las que participó Hitler, obtuvo los votos de la mayoría
relativa de los electores alemanes sin haber nunca ocultado sus proyectos criminales,
ilustrados con toda clase de detalles en Mein Kampf y en centenares de discursos públicos.
De acuerdo a Arendt, la propaganda de los movimientos que han precedido y acompañado
los regímenes totalitarios era «tan franca como mendaz». Mendaz porque estaba plagada
de inferencias infundadas y fácilmente criticables como la que se establecía entre crisis
económica y existencia de una conjura judía internacional. Franca porque era
perfectamente explícita a la hora de declarar cómo los judíos habrían de pagar sus
presuntas culpas.

No obstante, no hay duda de que no es suficiente plantear el problema simplemente en los


términos de una alternativa tajante entre «saber» y «no saber», y quizá produzca incluso
algo de confusión, por la imposibilidad de establecer una frontera precisa entre conciencia y
falta de conciencia. Puede, entonces, ser útil reflexionar sobre un tipo particular de
ignorancia, del que se ha ocupado Ernesto Garzón Valdés, que no es fruto de la censura o
el engaño ajeno, sino de una forma peculiar de autoengaño. El diagnóstico de este tipo de
ignorancia ha de cumplir dos condiciones: la posibilidad de tener fácil acceso al
conocimiento y el hecho de que el proceso de aprendizaje tenga consecuencias
desagradables para quien lo experimenta. Así es como podría interpretarse la posición de
Eichmann, cuya ignorancia de las consecuencias de sus propias acciones, en caso de que
fuera tal, «era seguramente el resultado de no haber querido plantear ciertas preguntas
porque sabía que las respuestas serían desagradables». Podemos extender esta
observación a la figura del «estúpido» y poner en evidencia un aspecto fundamental que lo
distingue del subalterno: Pues el estúpido puede poner en contradicción hasta sus principios
morales.
En esta perspectiva, los «estúpidos» nos parecen menos inocentes que los subalternos.
Ellos están emparentados con esa peculiar categoría de «errantes» descrita por Locke en
una página del Ensayo sobre el intelecto humano: personas que cometen errores de bulto
en sus valoraciones no por falta de información, ni por su incapacidad para servirse de ella
(como los subalternos), sino porque, aun teniendo a su disposición numerosas «pruebas»,
les «falta la voluntad para usarlas.

Todo ello obliga a reflexionar sobre los límites de un enfoque ilustrado del problema del
populismo. Kant pensaba que la maduración moral y cultural de los ciudadanos sería
posible garantizando a todos la posibilidad de hacer un uso público de la razón, pues habría
finalmente conseguido disipar las sombras de la ignorancia y la superstición. Las cosas se
ha visto que son un poco más complicadas. La irrupción de la sociedad del conocimiento y
el crecimiento generalizado del nivel educativo no han sido suficientes para erradicar las
cambiantes formas de credulidad, ni para disolver la continua tentación del «miedo a la
libertad». Nos guste o no, otras fuerzas, además de la razón y del interés bien entendido,
guían a las personas y sirven de motivos para la acción.

Finalmente, no se trata únicamente de reconocer que los individuos no son siempre los
mejores jueces de sus propios intereses. Se debe entender que los individuos en la
acepción no siempre actúan, y votan, en función del interés más material del término, sino
sobre la base de fines y necesidades de distinta naturaleza, que tienen que ver con los
ideales en los que creen y con la imagen que se han hecho de sí mismos y del mundo. «La
gente no vota necesariamente por sus intereses. Votan por su identidad. Votan por sus
valores. Votan por aquellos con quienes se identifican». Por esperanza o miedo, por
simpatía o antipatía. Dejándose llevar a veces por fantasmas que la razón, por sí sola,
difícilmente puede derrotar.

También podría gustarte