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Este concepto presenta dificultades de definición.

El humanismo
filosófico es la tendencia, que hizo explosión en el Renacimiento, a
explicar los fenómenos del hombre y de la naturaleza en términos y
dimensiones humanos, es decir, a través de una concepción
antropocéntrica del mundo. Apartándose de las ideas dominantes
en la Edad Media, buscó una interpretación humana y no divina de
las cuestiones del universo. Tuvo una connotación iconoclasta al
contraponer lo humano a lo divino. Fue el poder autosuficiente del
hombre para buscar la verdad y conducir sus destinos sin
interferencias dogmáticas, enfrentado al poder que los dogmas
atribuían a las deidades.

Esto llevó al hombre a sentirse libre de las ataduras tradicionales, a


afirmar su propio valor, a tener plena conciencia de sí mismo, a
profesar el libre examen, a confiar en la capacidad de la ciencia
para desentrañar la verdad y a implantar el regnun hominis sobre
la tierra.

El humanismo literario fue el cultivo de las letras de la Antigüedad


clásica y la vuelta al estudio de los autores griegos y latinos en sus
propias fuentes, prescindiendo de los copistas y de los traductores.
Fue, en resumen, la afición por el estudio de las lenguas muertas y
de las literaturas clásicas griega y romana.

Desde este punto de vista, el humanismo se caracterizó por la


consecución de la perfecta latinidad, el equilibrio en el pensamiento
y la armonía estética. El movimiento se inició en Florencia, Roma y
Nápoles en el siglo XV con Flavio Biondo, Lorenzo Valla, Giovanni
Pontano, el Conde de Scandino, Leonardo de Vinci, Nicolás
Maquiavelo, Ludovico Ariosto, Benvenuto Cellini, Torcuato Tasso,
AntonioFilarete, León Battista Alberti, Leonardo da Vinci, Giovanni
Giocondo, Michelangelo Buonarroti, Giorgio Vasari y muchos otros.
Y luego se extendió a Francia con Guillaume Budaeus, Pierre
Ronsard, Robert Garnier, Michel Eyquem Montaigne, François
Rabelais; a Alemania con Martín Lutero, Felipe Melanchthon, Ulrico
de Hutten; a Inglaterra con Tomás Moro, Roger Aschan, Edmund
Spencer, Tomás Wyatt; a Holanda con Desiderius Erasmo, que fue
el símbolo de los humanistas; y a España con Luis Vives, Diego
López de Cortegana, Juan de Valdés y muchísimos otros que
hicieron del humanismo español uno de los más completos e
influyentes entre los humanismos europeos.

En su sentido político, sin embargo, esta palabra tiene poco que ver
con el cultivo de las letras y con la doctrina de los humanistas del
Renacimiento.

El humanismo, en el campo político, es el esfuerzo por colocar al


hombre como el centro y razón de ser de las lucubraciones
políticas, del trabajo de los actores de la vida pública, de las
postulaciones de las ideologías y de la acción de los partidos.
Estimando que el hombre es la medida de todas las cosas, según la
vieja expresión de Protágoras (480-410 a. C.), la idea primordial
del humanismo político fue la de hacer del ser humano un punto de
vista sobre todo lo existente y la de situarlo en el centro de la
organización social. Consideró que el servicio al hombre es la razón
de ser de todo lo que existe: sociedad, gobierno, leyes, economía,
ciencia, tecnología. Nada cobra sentido a menos que tenga un valor
instrumental para satisfacer finalidades humanas.

El humanismo
político es, en consecuencia: racionalismo, tolerancia,
secularización y cosmopolitismo.

Este es el humanismo en el sentido político de la palabra. Él


sustenta una concepción antropocéntrica del mundo social. Todo
debe estar al servicio de las necesidades humanas. El Estado es un
medio para la satisfacción de ellas y no un fin en sí mismo. La
organización política adquiere sentido en la medida en que es un
instrumento del bienestar humano y debe aproximarse cada vez
más a la realidad del hombre concreto, en sus particulares
situaciones de fortaleza o debilidad económica frente al grupo.

El humanismo ha ampliado su sentido en los últimos tiempos. Ha


hecho un esfuerzo por aproximarse más a los seres humanos
concretos, integrados a la vida colectiva y sometidos por tanto a las
fuerzas sociales. Ha sustituido la forma individual—incluso
individualista— de mirar al hombre, por una forma más humana y
realista que toma en cuenta las desigualdades en que, de hecho,
están colocadas las personas dentro del grupo y el diferente grado
de su participación en el disfrute de la riqueza y de los beneficios
sociales.
Es una nueva visión del hombre, integrado a la vida social y
ubicado en su particular situación de fortaleza o debilidad
económicas.

No todas las >ideologías políticas son humanistas. Lo son las que


sostienen una concepción antropocéntrica del mundo social y dan al
Estado un valor meramente instrumental. Las otras no. Los
<fascismos, por ejemplo, en la medida en que divinizaron al Estado
y lo convirtieron en el fin último de la vida y del sacrificio de los
hombres, no fueron humanistas.

EL humanismo coloca al Estado al servicio del hombre y no al


hombre al servicio del Estado.

La pandemia del nuevo coronavirus ha trastornado nuestro modo


de vivir y de convivir. También ha trastocado las agendas
gubernamentales y las metodologías de diseño y gestión de
políticas públicas. En oposición a lo que muchos sostienen, lejos de
contradecir lo que venimos sosteniendo desde el humanismo
cristiano, la pandemia ha ratificado los contenidos centrales de
nuestro marco teórico y metodológico.

La confianza ciudadana sigue siendo el tesoro de las democracias.


En América Latina, esa confianza se ha perdido. El apoyo a la
democracia atraviesa una crisis que podría ser terminal. Mucho más
alarmante es la insatisfacción con la democracia. Apenas el 48% de
apoyo y el 24% de satisfacción (Latinobarómetro, 2018). Nada
hace presumir que la pandemia haya mejorado esos números, todo
lo contrario.

En el libro: Innovación política, he planteado que «la desconfianza


ciudadana constituye una de las resultantes del péndulo entre el
neoliberalismo y el populismo. Los países latinoamericanos han
oscilado de un extremo a otro, sin solución de continuidad». Así, los
defectos de las políticas neoliberales dan lugar a los populistas y, a
su vez, los excesos de las políticas populistas dan lugar a los
neoliberales.

La crítica al neoliberalismo no va en contra de la economía de


mercado. En rigor, esta admite dos enfoques diferentes:
la economía liberal y la economía social de mercado. En lo personal,
critico a la primera y adhiero a la segunda. Una cosa es defender
las libertades políticas y económicas, propio de lo liberal, y otra
cosa es despreciar el bienestar general y el rol del Estado social de
derecho, un vicio neoliberal.

La crítica al populismo no va en contra de la noción de pueblo. En


rigor, esta admite dos enfoques diferentes: el pueblo como masa
uniforme y como comunidad organizada. Personalmente, rechazo la
primera y adhiero a la segunda. Una cosa es gobernar para las
grandes mayorías, propio de lo popular, y otra cosa es
menospreciar la iniciativa privada y el rol del mercado capitalista de
bienes y servicios, un vicio populista.
La pandemia ha mostrado que el neoliberalismo es parte del
problema y que el populismo no es parte de la solución. La salida
es doble. Necesitamos que los neoliberales vuelvan a ser más
liberales y menos antipopulares. A la vez, necesitamos que los
populistas vuelvan a ser más populares y menos antiliberales. Esa
es la gran tarea del humanismo político. Buscar coincidencias entre
las diferencias y, así, recuperar la confianza perdida.

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