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EL INDIO

SILVIA MUNAFÓ

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INTRODUCCIÓN

La ignorancia es tal vez el mayor de los pecados, porque nos lleva a


cometer errores irreparables.

Sentimos miedo por lo desconocido, en vez de intentar descubrir lo


nuevo, atesorarlo y enriquecernos, luchamos sin descanso por
destruirlo.

La soberbia compañera inseparable de la ignorancia, nos empuja a


creer que lo único bueno es lo que conocemos y rechazamos lo nuevo,
lo desconocido, lo diferente.

El miedo que sentimos ante el forastero, se disfraza de odio y rencor


ante un daño, que hipotéticamente nos hará en un futuro.

Juzgamos y condenamos de antemano, humillamos y despreciamos,


sin intentar siquiera averiguar quién es el otro, qué nos puede aportar
y que necesita.

Nadie es mejor, ni peor. La verdadera maravilla del Universo es la


gran diversidad que existe.

Valorar a las personas por su origen, color de piel, cultura o religión,


dando diferentes grados de validez según a la etnia a la que
pertenecen, no hace otra cosa que confirmar, que el verdadero miedo,
radica en ser nosotros inferiores. Ante ese complejo o estupidez,
reaccionamos peor que las bestias.

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Nunca olvidaré lo que nos dijo un profesor en la Universidad: “Existe


una sola raza, la humana, los diferentes colores de la piel no son más
que matices”. Hoy la genética, le pese a quien le pese, lo ha
confirmado.

Sería maravilloso que muchas utopías del siglo veinte, en este tercer
milenio dejaran de serlo. Debemos entender de una buena vez, que
son demasiados los muertos que hemos dejado a lo largo de la
historia, como señal indiscutible de nuestra ignorancia.

Hemos matado y marginado al distinto, al que le da un nombre


diferente al creador de todas las cosas, pero que en esencia es la
misma fuerza, con diferentes rostros y nombres.

Basta ya de perseguir al forastero, cuyo único pecado fue nacer en


nuestro mismo planeta, pero en otra latitud.

En el pasado hemos hecho ya todas las barbaridades posibles,


simplemente porque variaba la tonalidad de la piel, hemos arrancado
culturas enteras de la faz de la tierra, porque no las entendíamos.

Digo hemos, porque aunque los responsables directos fueron nuestros


antepasados, nosotros no estamos exentos de responsabilidad.
Continuamos permitiendo esas diferencias, en uno u otro sentido.
Llegó la hora de alzar la voz y decir ¡BASTA!

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Creo fervientemente, que llegó el momento de dejar la soberbia en
cualquiera de sus formas de lado, porque sino, seguiremos
demostrando nuestra cobardía y temor a los misterios de la creación.

Dejemos de rechazar y temer a lo desconocido, adentrémonos en la


gran aventura de conocer a los demás, en la búsqueda de respuestas.
Descubriremos que el mundo es más alto, más ancho y más grande de
lo que creíamos.

“EL INDIO”, es una historia de amor y sacrificio, un canto en contra


del racismo y la xenofobia. Un minúsculo grano de arena, que no
pretende otra cosa que entretener y transmitir el dolor que se siente, al
ser despreciados por ser distintos.

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La Navidad

Todos los sirvientes estaban muy atareados ayudando a los


electricistas a colocar metros y metros de cable y bombillas
multicolores, bordeando puertas y ventanas de la gran mansión.

El inmenso parque también estaba siendo cableado para que no


quedase ni un rincón sin iluminar.

Los jardineros, podaban los árboles, cortaban el césped y arreglaban


con esmero el jardín. El clima en el sur de California era benigno
inclusive en el invierno y había que dejar el aspecto de todo el entorno
lo mejor posible.

Esas Navidades eran especiales. El abuelo estaba muy mayor y


bastante enfermo. Tal vez, fuesen las últimas que compartiese con su
gran familia.

El anciano pidió a sus tres hijos que reuniesen a sus nietos y biznietos
en esa Navidad. Sabía que le quedaba poco tiempo sobre este mundo y
quería dejarles un importante legado.

Era gente con una gran fortuna, sus antepasados habían tenido
muchas tierras y con la llegada de la fiebre del oro negro, habían
ganado tanto dinero, que por lo menos diez generaciones no deberían
preocuparse de su sustento.

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Todo lo ganado se había reinvertido en tierras, ranchos, y diversas
empresas que se habían extendido por el mundo.

El abuelo quería entregarles algo que valía más que el dinero, pero
deseaba hacerlo al mismo tiempo con sus once nietos y sus biznietos.

Pidió a su familia que ese año no invitasen a nadie ajeno a la familia,


porque sería esta una Navidad, especial e íntima.

Durante dos semanas no cesaron los preparativos, la familia también


quería que fuese un día muy especial para el patriarca.

Por fin llegó la Noche Buena, se sentaron todos a la gran mesa y


degustaron deliciosos manjares y champagne francés.

La cena transcurrió tranquila como todos los años, pero flotaba en el


ambiente una gran expectación ante ese legado misterioso que deseaba
hacerles el abuelo.

Luego de los postres, vino el brandy, el café y el puro. Cuando los


más pequeños se fueron a dormir, los demás fueron entrando al gran
salón, donde un gran pino natural adornado con exquisitas figuras de
cristal, oro y plata transformaba la suntuosa estancia en un lugar muy
acogedor.

Se reunieron todos en torno a la gran chimenea. Algunos sobre los


sillones y otros en el suelo sobre la gran alfombra persa. Sobre el
hogar había colgado un gran cuadro al óleo a tamaño natural, de un
indio con su cabellera al viento. Tenía la piel cobriza, el pelo rubio

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oscuro y unos preciosos y profundos ojos azules, que miraban con
intensidad el horizonte. El hombre estaba montado sobre un hermoso
caballo blanco con manchas negras y largas crines que apenas
dejaban entrever sus ojos.

Ambos, animal y hombre transmitían elegancia y gallardía, parecían


ser los soberanos del bello paraje boscoso que les rodeaba.

La pintura parecía tener vida y sobrecogía su expresión a quien lo


miraba. Su pintor era desconocido, lo había hecho pintar la abuela del
abuelo del abuelo. Hacía aproximadamente doscientos cincuenta años.
Era un tesoro familiar muy preciado, aunque los más jóvenes no
sabían que significaba.

Cuando estuvieron todos cómodamente sentados, entró el anciano en


su silla de ruedas con las piernas cubiertas por una manta escocesa y
carraspeando. El hombre estaba muy concentrado en sí mismo, no
quería que su frágil memoria le jugara una mala pasada. Se ubicó de
espaldas a la chimenea, los observó detenidamente a todos y cada uno
y les dijo.

- Hoy voy a contarles algo realmente importante, así que les


pido me presten la mayor atención. Sé que algunos de ustedes
creerán que el abuelo chochea, lo cual, puede ser, pero como
todos saben, difícilmente pase otra Navidad junto a ustedes.
Por eso, es que quiero que me regalen esta noche, para
contarles algo muy importante que todos deben conocer.

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El silencio era total, la curiosidad también. El anciano sabía que
esa sería una gran noche y continuó diciendo.

- Les robo este tiempo, porque a mis noventa y seis años, no es


mucho lo que me queda en este mundo. A esta familia lo que
le sobra es dinero, así que ningún regalo material, sería tan
grande e importante como el que hoy quiero hacerles. Sé que
lo que les transmitiré es muy valioso y cuando termine de
contarles esta historia, me lo van a agradecer.

Respiró profundamente y bebió un sorbo de coñac y continuo con su


relato, todos guardaban un silencio total. El anciano continuó con su
relato.

- Esto ocurrió alrededor de 1730 o 1750, la fecha exacta se ha


perdido en el tiempo. Cuando nuestro país estaba siendo
colonizado por los europeos que venían en busca de tierras,
con la promesa de una vida mejor. Cuando el hombre daba su
sangre por la tierra y hundía sus manos en ella para extraer su
riqueza a pala y pico, día a día…

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La Caravana

Amanecía en el valle, los primeros rayos de sol invadían los verdes


pastos. Era primavera, el perfume de las flores y la quietud
reinante maravillaba a los colonos.

Decidieron detenerse durante todo el día, para lavar ropa y


recuperar fuerzas, tras varias semanas de camino, estaban agotados
y los caballos se habían ganado el derecho a un día completo de
descanso. El sitio era ideal, por su belleza y paz.

Recién llegados al nuevo continente, llenos de ilusiones y sueños se


descubría ante sus ojos un paisaje inimaginable. Ni en el mejor de
sus sueños, pensaron en encontrar sitios tan amplios y bellos,
donde la naturaleza exultante le imprimía fuerza y entusiasmo al
entorno.

La magnificencia monumental del lugar, no dejaba de asombrarles,


una tierra llena de promesas, donde esperaban realizar el sueño de
dejar a sus descendientes amplios campos con ganado, siembra y
una vida mejor.

Sabían que no sería fácil, que tendrían que luchar y sufrir, pero al
final obtendrían su recompensa. Un sueño imposible en la vieja
Europa.

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En América todo sería distinto, todo estaba por hacerse. Tendrían
que trabajar duro, pero estaban acostumbrados a luchar y el
sacrificio tendría su premio.

La tierra salvaje y virgen les esperaba ansiosa, y ellos venían


cargados de entusiasmo para trabajarla y extraer de ella su riqueza.

La larga fila de carretas se dirigía hacia el noroeste, donde los


inviernos eran muy fuertes y las primaveras y los veranos benignos.

Procedían del norte de Europa en su gran mayoría y estaban acostumbrados


a las temperaturas más gélidas.

En el contingente venían pocos hombres, la mayoría eran mujeres,


adolescentes y niños que acudían al llamado de sus maridos, que años
atrás habían iniciado la aventura de buscar una nueva vida, en una tierra
rica, inexplorada y salvaje.

El sol brillaba intensamente en los prados, los colores se volvían más


intensos danzando provocativamente ante los forasteros que no daban
crédito ante lo que disfrutaban sus ojos.

Las mariposas multicolores, en un rito sensual y mágico, revoloteaban


dejando al descubierto la belleza inexplicable de sus alas de terciopelo,
mientras succionaban el polen de las delicadas flores silvestres que se
mecían suavemente con la brisa.

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Los picos nevados de las altas cumbres a lo lejos, coronaban el paisaje con
su magnificencia. Se podía palpar la indiscutible presencia de Dios en
todas las cosas.

Inmensidad y belleza describían el entorno en esa jornada primaveral,


acunada dulcemente por el canto de los pájaros. Algunos colonos se
pellizcaban para cerciorarse de que estaban despiertos.

El día transcurrió normalmente. Se detuvieron para comer, refrescarse y


descansar. Las carretas cargadas con víveres y pertenencias traídas de
tierras lejanas, se movían pesada y lentamente pero sin pausa.

Dieron de comer a los animales, limpiaron las carretas, se lavaron y las


mujeres en un riacho cercano, lavaron la ropa y la tendieron en las ramas
de los árboles.

El atardecer parecía sacado de un cuadro maravilloso. Formaron un círculo


con las carretas, algunos hombres fueron en busca de leña para el fuego y
otros organizaron los turnos para las guardias.

Treinta y dos carretas y ochenta y seis personas componían la caravana.


Les esperaban sus familiares en un pequeño pueblo recién fundado, la
mayoría se conocía entre sí, o bien porque venían del mismo lugar de
Europa, o bien porque habían compartido el largo viaje en barco a través
del Océano Atlántico.

Cuando oscureció solo se oía el crepitar de la gran hoguera central y a lo


lejos el aullido lastimero de los lobos. El cielo estaba claro, la luna llena y

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las estrellas, formaban un espectáculo increíble, bañando con rayos de
plata la pradera.

De pronto gritos y ruidos invadieron el silencio. Era ya entrada la noche,


cuando la paz, sueños y esperanzas de los colonos se rompieron
brutalmente.

Fueron atacados por un grupo numeroso de indios. Despertaron


sobresaltados con los gemidos de dolor y muerte de sus compañeros.

Las flechas zumbaban sobre sus cabezas, al atravesar el aire de esa tranquila
noche y el fuego transformaba las carretas en parcelas del infierno.

Todos los colonos fueron asesinados brutalmente y despojados de sus


rubias cabelleras, a la mayoría se las arrancaban estando aún vivos.
Los salvajes robaron todo aquello que les podía ser de utilidad:
caballos, comida, ropa etc.

El horror y la muerte se apoderaron del campamento. Todo fue


confusión, sangre, fuego y alaridos de dolor de los moribundos. La
escena era dantesca.

A Cinthia, la dejaron viva. Les llamó poderosamente la atención, era


de una belleza inigualable, con sus largos cabellos hasta la cintura,
lacios y tan rubios como la luna. La piel de porcelana tan blanca como
la nieve y los ojos de un azul tan claro como el cielo en una mañana
de primavera. Nunca habían visto una belleza tan frágil y perfecta.

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Con sus apenas trece años era alta y esbelta. Les llamó la atención
una cara tan angelical y tan blanca.

La admiración y curiosidad de los pieles rojas, hacía que la niña


temblara de pánico, en medio del horror y la confusión reinante.
Estaba inmóvil, paralizada por el shok que le produjo la matanza,
apenas podía respirar.

El padre había venido desde Suecia con sus tres hermanos mayores, a
buscar un futuro en América. Ella y su madre esperaron durante
cuatro largos años el momento del reencuentro, pero la fatalidad quiso
que la ansiada reunión se truncara cruentamente.

El gran sueño se transformó en terrible pesadilla. Las ilusiones en


desesperación, el mundo se había desmoronado de golpe, sin previo
aviso. La vida le había dado una bofetada sin piedad.

Cinthia vio como asesinaban a su madre y le arrancaban la cabellera,


ella salvó la vida en medio del horror, pero se vio arrastrada como un
trofeo, por los asesinos de la caravana, por los asesinos de un sueño.

Boca a bajo sobre el caballo de uno de ellos, escuchaba los gritos de


alegría y el galope frenético de los animales en un viaje a lo
desconocido.

La invadió aún más el pánico, su cuerpo se entumecía, más y más,


sudores fríos la recorrían, mientras en el estómago se le hacía un
vacío. El corazón se le salía del pecho y apenas podía respirar.

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No estaba muerta aún, pero no sabía cuál sería su futuro. Era demasiado
joven e ignoraba las costumbres de esos seres distintos y sanguinarios, que
habían asesinado a su gente sin motivo, mientras dormían, cuando no podían
defenderse. Escondiéndose cobardemente entre las sombras de la noche y en
silencio, les habían sorprendido sin darles tiempo a comprender que ocurría.

Solos sabía una cosa con certeza. Los odiaría el resto de su vida.

Las imágenes desfilaban antes sus ojos confusos, como en cámara lenta, los
sonidos los oía lejanos, huecos, distorsionados. Se desmayó y despertó
varias veces durante el trayecto. De pronto los caballos se detuvieron y vio
un poblado con mujeres y niños. Estaba amaneciendo.

Las ancianas de la tribu se la llevaron, le quitaron sus ropas y la vistieron


con un traje de piel, entonces comprendió que debería vivir con aquellos
rudos y extraños seres.

Cinthia no comía, ni bebía, ni hablaba. Era como una estatua con la mirada
perdida, inmersa en los recuerdos de su infancia, cuando estaban todos
juntos en su lejana Suecia y era feliz. La realidad era demasiado dura, así
que huía de ella, echaba a volar sus pensamientos a otro tiempo y lugar
Pensaba que aquello, no era más que una pesadilla de la que en algún
momento despertaría.

Su momento preferido era el de la noche, cuando la vencía el sueño y podía


escapar de esa realidad imposible de soportar y entender. Se sentía indefensa
e impotente. Apenas se despertaba en las mañanas y descubría que la
pesadilla continuaba, comenzaba a llorar desconsoladamente, presa de la
desesperación, el terror y la angustia.

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Su Dios y su religión le hablaban de resignación, pero ella se preguntaba que


había hecho para merecer tan duro castigo. No había respuestas, no existía
ninguna explicación.

Pasaron unos días, comenzó a comer frugalmente, pero seguía paralizada por
el miedo, sabía que sería su gran compañero el resto de su existencia, ya no
abrigaba la esperanza de despertar, estaba segura de que era su realidad.

El miedo le había penetrado hasta los huesos, era parte de su carne y nunca
podría ahuyentarlo. Ya no podía llorar, se habían secado sus lágrimas para
siempre. Debía hacerse un caparazón para no sentir el dolor, encerrarse en su
mundo e ignorar a los salvajes.

Poco después, un día llegaron las mujeres y la vistieron con un atuendo de


cueros muy bien curtidos y decorado con pinturas de diversos colores,
mientras, se hacían los preparativos para un gran festejo. Los hombres traían
piezas de caza y la tribu se aprontaba alegremente. Ella aún temblaba al
escucharlos, al verlos, al recordar los asesinatos de aquella fatídica noche,
que desfilaban nítidamente en su memoria.

Cuando finalizaron los preparativos comprendió lo que ocurría, vio al hijo


del jefe vestido con su atuendo ceremonial, la tomaría por esposa, era la
fiesta de su boda. El joven guerrero, muy apuesto, se enamoró de ella al
verla, siempre la había tratado con amabilidad, pero para ella no había
ninguna diferencia, eran unos salvajes y los odiaba.

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Entre tanto su padre y hermanos y los familiares de los asesinados,
recibieron la noticia del exterminio de los componentes de la caravana. Su
calma, se transformó en un odio profundo y violento hacia los indígenas
y todo lo que tuviese relación con ellos.

Su amada esposa y su niña ya no estaban, habían sido brutalmente


asesinadas y no le importaba que tribu hubiera sido la responsable,
para él, todo indio era culpable. El rencor del hombre anidaría en su
corazón hasta el momento de su muerte, maldiciéndolos y clamando
venganza.

La sangre de las dos mujeres de su vida había regado esa tierra,


cobrándole un alto precio por un sueño, que ahora sería para siempre
su gran angustia, su mayor pesadilla. Se sentía culpable por haber
iniciado esa aventura, que había terminado con la vida de ambas
brutalmente.

El guerrero que se desposó con la joven se llamaba Halcón Veloz, tal


vez, fue el único que comprendió los sentimientos de la joven. La
trataba con delicadeza, incluso se tomó su tiempo para que ella se
acostumbrara a compartir la vida con él antes de poseerla. Cinthia a
pesar de su odio, se sentía protegida a su lado, sabía que él la amaba, y
a pesar de su juventud era muy respetado por su valor.

Ella estaba muerta, aunque su cuerpo siguiera en este mundo, su alma


había fenecido la noche de la gran masacre, su ser interno estaba
mustio y seco como un árbol sin raíces. Su corazón no latía, solo
clamaba venganza y se prometió que hasta el último aliento que le
quedase, usaría sus fuerzas para hacer justicia, para vengarse, para

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cobrar un fuerte tributo a esas gentes que le habían arrancado su niñez
y su felicidad.

Nunca olvidaría lo ocurrido. Todas las mañanas cuando se


despertaba, repasaba las sangrientas escenas de la noche fatídica,
cuando sus ojos descubrieron el terror y la muerte.

Tenía el corazón lleno de dolor, horror y miedo. No podía, ni debía


darse el lujo, de olvidar aquellos momentos cuando le arrancaron los
sueños y la mataron en vida.

Halcón Veloz, hacía lo imposible para que ella confiase en él, para
que se sintiese mejor, la trataba con respeto y cariño, pero Cinthia,
nunca dejaría que sus verdaderos sentimientos afloraran. Se negaba a
ser feliz, a aceptar su destino con resignación. Prefería la muerte a esa
realidad.

Tras varios meses de intentar conquistarla y tratarla con suma


delicadeza, el joven se cansó de las repetidas negativas de su esposa,
del desprecio y el odio con el que lo trataba.

Finalmente una noche no pudo resistir más, y la hizo suya por la


fuerza, ella lucho para escabullirse, pero finalmente fue doblegada, en
lo más profundo de su ser Cinthia, lo amaba, pero no permitiría nunca
que él lo supiese. Se sentía muy atraída por él, y al mismo tiempo
culpable de sus sentimientos. Su sed de venganza y su rencor eran más
fuertes que su amor secreto. Después de todo él era un indio, el hijo
del jefe de los asesinos de su gente.

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Su mente le decía que debía ser fría, no podía dar rienda suelta a los
sentimientos que el joven guerrero despertaba en ella. Se rebelaba a
diario con su hombre, lo provocaba e insultaba públicamente,
humillándolo ante la tribu. Era el hijo mayor del jefe, sabía que así
hería en lo más profundo al cacique, responsable final de lo ocurrido.

Aprendió rápidamente la lengua de los indios, para poder insultarlos y


despreciarlos, para que no tuviesen ninguna duda del odio que les
dispensaba.

Su esposo cansado de tanto despropósito, solo se acercaba a ella para


hacer el amor, ella se resistía o bien permanecía indiferente
canturreando, lo que al joven le resultaba muy doloroso. Había
perdido toda esperanza de que ella cambiase de actitud. Era una fiera
embravecida.

El rictus del odio se marcó en la cara de Cinthia a pesar de su


juventud. Halcón veloz, perdió la alegría, amaba con todas sus fuerzas
a esa mujer blanca, pero sabía que ella nunca le mostraría sus
sentimientos. Él había descubierto por pequeñas cosas que lo amaba,
pero también sabía que nunca se lo diría, ni se lo demostraría. La
tristeza y la preocupación quedaron impresas en su semblante.

Cinthia vivía aislada, las mujeres se reían de ella y del duro camino
que había elegido en la tribu, los niños correteaban a su alrededor para
tocar los cabellos de plata. Se sentía como una atracción de feria.

Tuvo que acostumbrarse a las rudas tareas de las mujeres de la tribu y


parir un hijo por año, sola y agarrandose a un árbol, como era

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costumbre de ese pueblo. Durante ochos años consecutivos le dio
hijos al futuro cacique.

Halcón Veloz, pensó que tal vez, al tener a un niño entre sus brazos,
cambiaría de actitud, se disolvería parte del odio que sentía, pero no
fue así, ni siquiera sentir entre sus brazos al primer hijo, le hizo ver las
cosas de otra forma.

En el último embarazo sufrió una gran infección que la dejó estéril. El


desgaste físico, unido a los sentimientos que tenía hacia la tribu,
desestabilizó su salud. Las duras condiciones de vida y su fragilidad la
sumieron en una larguísima dolencia.

Las pocas fuerzas que tenía las utilizaba para seguir viva, necesitaba
vengarse, clavar un puñal muy profundo en el corazón de aquellas
gentes, de alguna forma tenía que dañarlos, ella no importaba, estaba
muerta desde la fatídica noche.

Aquel momento de sangre y muerte debía quedar en la memoria de los


salvajes y ser la causa del dolor que tenía que infringirles, para que
nunca olvidaran.

Temerosos de sus desplantes, pues actuaba como una alienada, la


gente evitaba acercarse a ella y hablarle, a Cinthia le gustaba que la
creyesen loca, ellos temían a los locos. Le temían a ella.

Ese miedo que inspiraba, le daba más fuerzas para herirlos en lo más
profundo de su orgullo, su venganza comenzaba a tomar cuerpo.

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La venganza

En los años que había convivido con los indios, aprendió que el
orgullo y la dignidad eran valores fundamentales en ese pueblo,
incomprensible y sanguinario para ella.

Nunca pudo ver el dolor enquistado en el alma de esos salvajes, al


verse invadidos, dominados, engañados, humillados y expulsados de
la tierra donde descansaban los huesos de sus ancestros.

Nunca entendió que la brutalidad, era la única respuesta que tenían


hacia el hombre blanco que llegó a imponer su cultura, religión y
costumbres.

El blanco llegó arrasando, ignorando a la naturaleza y a la idea


integral que el aborigen tenía sobre todo ser vivo. Sus armas eran muy
poderosas, y la lucha, entre los hombres perdía nobleza.

El mundo indígena estaba decadente, intentaban resistir, pero sabían


que era el comienzo del fin, así estaba escrito, esa era la profecía.

El odio de Cinthia era tan grande y oscuro, que no pudo distinguir el


dolor de sus enemigos al ver desaparecer su mundo en manos del
invasor.

El hombre blanco no había respetado siquiera el suelo sagrado, donde


descansaban los muertos. Habían ahuyentado al Gran Espíritu y el
indio percibía el ocaso de su raza.

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Se sentía indefenso ante las armas de los caras pálidas, el exterminio


del búfalo y las cercas que parcelaban las tierras adjudicándoles
propietarios. La tierra no era de nadie y era de todos ¿Cómo podían
dividirla y sentirse dueños de algo que era parte del todo? La madre
tierra les había dado el sustento, desde el principio de los tiempos y
ahora unos extraños venidos de tierras lejanas, con ideas absurdas, les
echaban, les obligaban a vivir lejos de las zonas que siempre habían
recorrido, libremente.

Mataban al búfalo solo por sus pieles, talaban los milenarios pinos que
los habían cobijado siempre, para vender su madera.

Ellos sabían que era el fin del mundo que conocían. Ya nada sería
igual. Una antigua profecía decía que el Gran Hermano Blanco
vendría desde el este, pero estaba claro, que no era a los invasores a
quienes esperaban, éstos solo habían venido a destruir.

Pasaron los años y mientras Cinthia planeaba la venganza final, ella


había sobrevivido al gran asesino y festejó su muerte ante la mirada de
la tribu, burlándose del dolor de su esposo y del resto de la familia.

Ahora Halcón Veloz era el cacique, un hombre fuerte, pero triste que
aún la amaba con todas sus fuerzas. Cuando ella lo provocaba o
insultaba, bajaba la mirada. Su gente, sabía que no era cobardía, sino
un amor incondicional el que le hacía resistir tantas afrentas.

Ella no dejaba pasar oportunidad para reírse de todo aquello, que para
ellos era sagrado.

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Los tres primeros hijos del matrimonio, eran indios en cuerpo y alma
y se avergonzaban de su origen materno, una mujer blanca, débil y
que se comportaba como una demente, una mujer que rechazaba a su
marido, a sus hijos y a la tribu.

Luego había parido a cuatro niñas, las dos pequeñas, habían muerto
por una fiebre extraña, y las mayores estaban ya casadas y totalmente
integradas a la tribu.

El más pequeño, nació justamente en el momento en que los lobos


aullaban, así que se le bautizó Lobo Blanco, teniendo en cuenta que su
piel era muy clara. Era el más apegado a ella, físicamente podía pasar
por un blanco. Tenía los cabellos rubio oscuro, ojos azules y la piel al
darle el sol tomaba una tonalidad cobriza. Era alto, delgado y muy
bien proporcionado como su padre.

Desde pequeño, Cinthia le inculcó las costumbres de los blancos y la


lengua de sus antepasados, le enseñó a leer y escribir. Le destacaba los
defectos de la tribu y le explicaba las grandes diferencias con el
hombre blanco. Un hombre blanco inexistente, pues Cinthia había
conocido muy poco de la vida e idealizaba a los de su raza.

Poco a poco, fue influyendo en él para que cuando fuese mayor


repudiase a la tribu y se marchase con su verdadera familia. Lobo
Blanco le creía, como no iba a hacerlo era su madre.

Le repetía una y mil veces los nombres de sus hermanos y de su padre,


y el sitio donde estaban. Lobo Blanco mantenía distancia con la tribu,

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el dolor de su madre lo hizo suyo. Desde pequeño era un solitario, que
le gustaba perderse por el bosque y observar a la naturaleza. Subir a
una montaña y sentarse en su cima a escuchar los sonidos del silencio,
donde las voces de los espíritus le hablaban. Sentir la brisa en su
rostro y ver los atardeceres cuando el cielo se teñía de rojos y
naranjas.

Su padre veía lo que estaba ocurriendo, pero no hacía nada, su amor


por Cinthia perduraba, creía que si prohibía a su hijo la relación tan
estrecha que mantenía con su madre, ella sufriría. No quería que la
mujer tuviese más dolor en su alma.

Halcón Veloz prohibió los ataques a los colonos, comprendía el


padecimiento de su esposa, después de tanto tiempo podía leer en su
alma atormentada, así que, quiso poner su grano de arena para
terminar con las muertes absurdas.

Entendía que tanto, unos como otros, habían cometido atrocidades


demasiado grandes para continuar, quiso pone fin al circulo vicioso.
Nadie se opuso a su decisión, había demostrado ser un valiente y
honorable guerrero.

Todos sabían que no lo movía la cobardía sino el amor, y respetaron


su palabra.

Cuando Lobo Blanco cumplió los catorce años, Cinthia le hizo jurar
en su lecho de muerte que se iría de allí, que repudiaría a la tribu. Un
juramento a un antepasado moribundo era una promesa sagrada.

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Ella se había encargado de inculcarle y hacerle respetar algunas
enseñanzas indias, aquellas que podían serle útiles, haciendo de Lobo
Blanco el mejor instrumento de su venganza y su odio.

Sabía que cuando repudiase su condición de indio, dañaría en lo más


profundo a ese esposo impuesto, al que nunca demostró sus
sentimientos, aunque en lo más profundo de su corazón lo amase. Él
había sido su único refugio seguro, pero siempre le demostró que lo
detestaba como a su mayor enemigo.

Del amor al odio hay un solo paso y ella nunca supo distinguir ese
sentimiento sólido y fuerte que Halcón Veloz le inspiraba,
confundiendo la intensidad de su amor con un odio desmesurado.

Si hubiese aceptado el amor que le sentía hacia su marido, habría


traicionado a los suyos, a los asesinados aquella lejana noche.

Su esposo había sufrido mucho con el desprecio y las actitudes de ella,


él siempre la había amado, cuidado y respetado a pesar de sus
desplantes, porque entendía su dolor, lo sentía. Sabía que la noche de
la masacre de la caravana, se le había clavado en lo más profundo de
su corazón una flecha invisible de terror y de odio.

Lobo Blanco deambulaba por los bosques y las montañas, buscando


en el viento la voz de su madre, intentando encontrarla en las nubes,
en los silencios y en el murmullo del río. No se sentía parte de la tribu,
pero debía esperar a ser mayor para irse, para cumplir la promesa
hecha a ella, antes de que partiera al mundo de los espíritus.

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Cuando cumplió los dieciocho años, era un apuesto guerrero como lo
fue su padre, muy alto y con un atractivo especial, el que da el
mestizaje de etnias tan diferentes.

Su mirada se perdía en el horizonte, sus profundos ojos azules


buscaban respuestas, necesitaba encontrar su lugar en el mundo,
necesitaba entender tantas cosas.

Ya tenía edad para tomar una esposa, según lo mandaba la tradición,


pero se negó ante toda la tribu a hacerlo y repudió su condición de
indio, mostrando desprecio por las creencias, los ancianos, los
antepasados, sus hermanos y su padre.

El cacique sintió que el mundo se le venía encima. Su hijo pequeño,


aquel que aunque lejano a él, ocupaba un lugar muy importante en su
corazón, por ser el más parecido a su amada y desaparecida esposa, lo
había dejado en ridículo ante su gente. Había faltado el respeto al
Gran Espíritu, los ancestros y a los ancianos.

Ahora comprendía Halcón Veloz, hasta que punto su esposa había


trabajado la voluntad del joven, y sabía que nunca más podría ser su
hijo. Ella le había contagiado su odio, grabándolo a fuego en su mente
y su corazón.

Le invadió una gran tristeza por Lobo Blanco, por él mismo y por
Cinthia, que había utilizado a su pequeño transformándolo en un
doloroso puñal para la venganza, sin saber que había destrozado la
vida de su hijo.

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Halcón Veloz sabía que los blancos no lo aceptarían como parte de
ellos, conocía bien el desprecio y la arrogancia de los caras pálidas
hacia los mestizos. También sabía que aunque intentara explicárselo a
su hijo, no le creería y aunque lo hiciera, la tribu no lo aceptaría.
Un indio debe sentirse orgulloso de su raza y Lobo Blanco no lo
sentía así.

El joven cogió sus pocas pertenencias y su caballo y abandonó el


lugar, en busca de la que consideraba su verdadera familia.

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El desengaño

Cabalgó durante dos días y dos noches, a veces se detenía para darle
un descanso al caballo, para comer algo y hacer sus necesidades.
Atravesó desfiladeros, ríos, valles y montañas.

Desde lo alto de una colina divisó el pueblo del que tantas veces su
madre le había hablado, un pueblo, que ella nunca llegó a conocer.
Cuando llegó a sus calles, fue insultado, provocado y humillado, pero
mantuvo la calma y preguntando logró encontrar la granja de su
abuelo y tíos.

Eran iguales a su madre, con el cabello casi blanco, los ojos celestes y
la misma mirada de odio hacia los indios. Su corazón palpitaba
ansioso, había logrado hallarlos. Ahora tendría la vida que su madre
le había prometido y aprendería todas las costumbres de las lejanas
tierras europeas.

A pesar de su aparente rudeza, los ojos se le nublaron por las lágrimas


de emoción contenida. Encontrarlos, era como recuperar un tocito de
esa madre tan amada, a la que no podría volver a abrazar.

Una vez con ellos, les relató en un perfecto sueco la suerte seguida por
Cinthia, y les contó algunas cosas ocurridas durante la infancia de su
madre en su país natal, que solo ellos podían conocer.

Los cuatro hombres lo escucharon sin interrumpirlo, el abuelo le clavó


la mirada como intentando encontrar a su hija en él.

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Esperaba una buena acogida de su “verdadera familia”, pero lo
rechazaron violentamente, especialmente su abuelo, que se le tiró al
cuello. Sus tíos cogieron al viejo y le gritaron que se fuese.

El viejo no pudo soportar la idea de que su niña pequeña, hubiese


sido la mujer de un salvaje, engendrando ocho mestizos y que hubiera
sido mancillada durante tantos años.

Eso, unido al dolor de revivir mentalmente, el ataque de los indios,


cuando masacraron a la caravana e imaginar el sufrimiento de su única
hija, humillada por esos asesinos sanguinarios, multiplicó su odio a
los indios.

La antigua herida había sido abierta y sangraba con más intensidad


que nunca. ¿Quién era ese salvaje, que ensuciaba el recuerdo de su
hija?

Lobo Blanco les mostró una pequeña bolsa, con pertenencias de su


madre y un mechón de rubios cabellos, no quería que hubiese dudas
sobre su parentesco.

Cometió el error de contarles todo lo que su madre le había


inculcado, sus sentimientos de venganza hacia la tribu, y su muerte
temprana a los treinta y cinco años.

Le echaron a patadas, amenazándolo de muerte si se atrevía a repetir


esa inmunda historia, que ensuciaba la memoria de Cinthia. Era mejor
creer que había muerto a saber que había sido obligada a vivir en
pecado con los indios.

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No podía entender que ocurría, esa moral de los blancos era absurda,
pues se anteponía al amor por los de su sangre. Estaba desconcertado,
los indios no miran esas cosas, se repetía.

En ese instante lo embargó la duda, vio la misma brutalidad del indio


en el blanco. Entonces ¿Dónde estaba la diferencia?

Abandonó la casa con el cuerpo y el alma vencida y muy confundido.


Se marchó a las montañas, no podía comprender el odio con el que le
trataron, él era mitad blanco, era el hijo de una mujer muy amada por
sus tíos y abuelo, era inocente de la matanza y del secuestro de su
madre.

Pensó en volver al campamento, pero allí no había ya lugar para él.


Con su actitud había ofendido al Gran Espíritu, al orgullo de su
pueblo, a su familia, ya nadie lo aceptaría. Los ancianos le habían
condenado al destierro de por vida, era una vergüenza para todos.

Cuando se marchó, nadie le había mirado a los ojos, ni su padre. El


abismo que él había puesto, al repudiar su origen le había convertido
en un paria.

Estuvo deambulando unos días en el bosque, llorando amargamente,


intentando entender todo lo ocurrido, preguntando al viento y a las
nubes el porque de tanto odio.

Finalmente decidió hacerse guía de los blancos, pero soportó poco


tiempo el trato que le dispensaban. No podía vivir sintiéndose

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despreciado y marginado. No estaba dispuesto a perder su dignidad,
era todo cuanto tenía, y en la tribu nunca se había sentido un esclavo,
ni había sido tratado peor que a las bestias.

Ni con los blancos, ni con los indios era feliz, no pertenecía a ninguno
de los dos mundos, así que decidió crearse un mundo propio, donde
no tuviese cabida el odio ni el rencor.

Se fue a una hermosa montaña, llena de pinos y atravesada por un río.


En un pequeño claro del bosque cercano al río cortó algunos pinos y
se construyó una cabaña muy rudimentaria con una sola habitación.

Aceptó resignado el destino que había sido escrito para él, viviría
aislado de unos y otros, en la paz del bosque, escuchando el murmullo
del agua, el canto de los pájaros y el bramido del viento.
Tal vez con el tiempo entendería su lenguaje y tendría con quien
hablar.

Cazaba y pescaba para alimentarse y vendía las pieles a los blancos,


con lo que se abastecía de harina, sal, pólvora y todo aquello que no
podía conseguir por sus propios medios.

Con el tiempo compró otro caballo y un carro, así podía transportar


más pieles, traer más víveres y bajar con menos frecuencia al pueblo
más cercano. Se acostumbró tanto a estar solo en comunión con la
naturaleza, que no le gustaba estar con otras personas.

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Durante el verano dormía bajo las estrellas y la luna, y durante los
gélidos inviernos se guarecía en la cabaña junto a sus dos únicos
amigos, los caballos.

Los inviernos eran demasiados duros, porque no le permitían salir


prácticamente de su humilde refugio y entonces su mente recordaba
todo su pasado, se sentía vacío. ¿Qué sentido tenía su vida?

Por más que intentaba comprender el odio entre blancos e indios le era
imposible hallar una respuesta coherente. Aquella tierra era tan
extensa y rica que todos podían vivir sin molestarse unos a otros.

Se hallaba sin hogar, condenado a la soledad de por vida. El


sufrimiento de su madre le había convertido en instrumento de una
absurda venganza, haciendo de él la mayor víctima.

Había aprendido que el odio no tenía ningún sentido, que la venganza


era un sentimiento que solo traía dolor y que las luchas por el poder de
unos y otros, no era más que miedo. El miedo que sienten los cobardes
y pobres de espíritu, que no son capaces de comprender que todos
merecen una oportunidad.

Lobo Blanco había crecido como ser humano, estaba por encima de
todas las rencillas y odios, y aunque la soledad en algunos momentos
le pesara, en otros, la prefería. A pesar de su rudeza y fortaleza, tenía
una gran sensibilidad, había aprendido a sentir las emociones ajenas, a
leer en los ojos del prójimo, a ver el alma a través de las miradas.

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A pesar de su juventud, la vida que le había tocado vivir, lo había
hecho madurar. Observaba el comportamiento de la gente y hablaba lo
menos posible, cuando se encontraba con un ser humano, fuese del
color que fuese. Pieles rojas o caras pálidas, eran lo mismo, sufrían,
odiaban, amaban y sentían igual.

Sabía que la responsable de sus desgracias era Cinthia, pero aún así
era su más bello recuerdo. Ella no había podido manejar los
sentimientos que la invadían, desbordada por los acontecimientos que
le tocaron vivir, cuando aún era una niña.
Entendía que recién llegada a una tierra extraña, se había visto
envuelta en un mundo de violencia y muerte gratuita, que nunca llegó
a comprender.

Sabía que ella lo había amado, había sido una madre cariñosa y tierna,
y estaba seguro que si hubiese sabido cual sería su destino, no le
hubiese inculcado abandonar el poblado.

Cinthia no llegó nunca a descubrir que el odio y la violencia también


anidaban en el corazón del blanco, no tuvo tiempo de hacerlo. Sólo
conoció una idílica infancia rodeada del amor y los mimos de su
familia, y eso fue para ella su único referente.

Con cierta frecuencia Lobo Blanco se acercaba al campamento indio,


sin que lo viesen, observaba a sus hermanos y a su padre desde lejos,
era lo más parecido a una relación familiar que tenía. Veía a los hijos
de sus hermanos correteando por el poblado y se entristecía, él nunca
tendría hijos, ninguna mujer india lo aceptaría y tampoco una mujer
blanca.

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En una ocasión Halcón Veloz lo descubrió escondido tras un pino. Se


aproximó a su hijo, quería saber que había sido del joven, sintió
mucha tristeza al saber que había sido rechazado por su familia
blanca. No podía hacer nada, ya no dependía de él, las ofensas del
guerrero habían sido para todo su pueblo.

Un verdadero cacique debía ser firme en sus decisiones y respetar al


Consejo de Ancianos. A veces el joven encontraba junto a su puerta
alguna pieza de caza. Su padre le acercaba comida con mucho sigilo,
para no ser visto por su gente, ni por su hijo.
Sabía que el joven no pasaría hambre, era muy bueno cazando, pero
llevarle de tanto en tanto alimento era una forma de darle un sutil
mensaje: “Estoy cerca, te quiero y me preocupas a pesar de todo”.

Para Lobo Blanco era mucho más que comida, era una especie de
contacto tácito con su progenitor. Era saber que tenía a pesar de todo
el amor de su padre de alguna manera.

Su padre, era otra victima de la venganza de Cinthia, siempre había


sido un hombre justo, valeroso y respetado por los suyos. Ahora que
Lobo Blanco podía leer las miradas de las personas sabía del
sufrimiento del cacique.

Pudo comprobar como había envejecido, desde su partida. El dolor


ante la pedida de su hijo pequeño lo había tornado sombrío y
silencioso, solo esperaba que el Gran Espíritu le llevase junto a sus
antepasados y tal vez... junto a su amada. Decía que en el mundo de

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los espíritus no había lugar para el odio y el rencor, y solo ansiaba la
paz que allí reinaba.

Halcón Veloz, era la otra victima del odio y la venganza de Cinthia.


Ella había herido en lo más profundo a quienes más la habían amado y
a quienes más amaba ella misma: su marido y su hijo.

Cuando se deja crecer el rencor y solo se siente sed de venganza, se


hace daño a quienes más se ama.

Odio, rencor, miedo, son los peores consejeros, finalmente nos dañan
a nosotros mismos y a nuestros seres queridos.

Los sentimientos oscuros, no hacen otra cosa que sumergirnos en lo


tenebroso del alma, destruyendo todo a su paso.

Desangrándonos a cada paso, envolviéndonos en la incomprensión y


haciéndonos perder de vista la verdad.

Transformándonos en el prisionero, de un círculo interminable del que


resulta cada vez más difícil huir.

Lobo Blanco creía firmemente que cada hombre tenía un destino y ese
destino tenía un porqué, aunque no podía entender cuál era el suyo.

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El destino

Habían pasado cuatro años desde que el joven había abandonado a su


pueblo. Su vida si bien bastante monótona, transcurría tranquila,
evitaba tener demasiado contacto con la gente. Tres o cuatro veces al
año se encontraba con su padre y hablaban de muchas cosas, ese era el
único encuentro que le hacía feliz.

Padre e hijo habían hecho un trato, cuando alguno necesitase ver al


otro, colocaría una cinta roja en la rama de un árbol que estaba a mitad
de camino entre el poblado y la colina donde vivía Lobo Blanco. Si
era el joven quien la colgaba, el cacique iba por la cabaña, si era a la
inversa, el hijo la reemplazaba por una cinta azul, indicándole que
había recibido su mensaje y que le esperaba en su casa.

Sentía que ese día sería especial, la noche anterior había tenido un
sueño, se veía teniendo en los brazos a un niño recién nacido, con el
pelo tan rubio como el de Cinthia, sabia que era un mensaje de los
espíritus, pero no podía acercarse a la tribu a preguntar a los ancianos.

Tenía el presentimiento que le anunciaba algo bueno, tal vez... su


espíritu guardián, había escuchado sus cánticos y había intercedido
ante el GRAN ESPIRITU, para que modificase su destino.

Ese destino que todo indio traía escrito, que en su caso y hasta el
momento era nefasto. Cabalgaba lentamente, escuchando el canto de
los pájaros, observando el horizonte, donde el sol comenzaba a
asomar.

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Sus hermosos y profundos ojos azules se entornaron y esbozó una
sonrisa, todo a su alrededor era bellísimo. Detuvo a su caballo y
disfrutó del paisaje, mientras seguía cavilando sobre el significado del
sueño.

Su corazón le decía que algo maravilloso ocurriría en su vida. Sostuvo


con fuerza, la bolsita donde llevaba sus amuletos, cerró los ojos y
agradeció al mundo de los espíritus esa sensación de paz que le
embargaba.

Lobo Blanco se dirigía a cazar, como lo hacía habitualmente, continuó


su camino, y poco antes de llegar a la cima de la colina, vio una gran
columna de humo, proveniente del valle al otro lado de la montaña.

Desmontó y se acercó a lo más alto del monte con sigilo, y vio los
restos de lo que había sido una caravana de colonos. Muerte y sangre
teñían el hermoso paraje, mientras... los carroñeros volaban en
círculo, acechando y ansiosos ante el cercano banquete.

La imagen era dantesca, los pastos enrojecidos, los cuerpos


destrozados, irreconocibles. Sintió como su mitad blanca se rebelaba
ante la barbarie.

Los rastros dejados por los atacantes indicaban claramente, que no


había sido su pueblo el responsable de la masacre. Pudo comprender
el sentimiento de su madre ante el horror que presenciaba.

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Ahora estaba seguro de que había hecho bien en dejar la tribu, no
quería tener vínculos con quienes no respetaban la vida. Pensó que el
Gran Espíritu no podría estar de acuerdo con aquello.
Comenzó a danzar entre los cadáveres, mientras entonaba un cántico,
para pedir al Gran Espíritu que acogiese las almas de los blancos
asesinados.

El corazón le latía como si se le fuera a salir del pecho, las lágrimas


rodaban copiosamente por sus mejillas. Lagrimas de dolor, de
impotencia y desesperación ante la brutal e innecesaria carnicería
humana.

Él era pequeño cuando su padre prohibió atacar a los colonos, nunca


había visto algo así. La angustia lo aprisionó, donde mirase veía los
cuerpos destrozados, ensangrentados, quemados. La hermosa mañana
se tornó oscura ante sus profundos y azules ojos nublados por las
lágrimas.

Caminó lentamente entre los restos de la caravana, reinaba la


desolación, cuando el viento le trajo un débil gemido. Revisó uno a
uno los cuerpos cercanos y finalmente halló a una joven moribunda.
La levantó con sus fuertes brazos y se alejó rápidamente del lugar,
por momentos comprobaba si aún respiraba, acercando su cara a la
boca de la mujer. Tenía demasiadas heridas y la sangre la bañaba
completamente.

La respiración era muy débil y entrecortada, la subió a su caballo y en


un frenético galope como si lo llevaran mil vientos, con su larga

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cabellera flameando como una bandera, la llevó rumbo a su casa en la
montaña.

Una vez en la cabaña la entró y recostó sobre unas pieles. Le cortó los
jirones de ropa que le quedaban sobre el maltrecho cuerpo y la lavó
de pies a cabeza con sumo cuidado. Solo si estaba limpia podría
distinguir las heridas. Desinfectó cuidadosamente los cortes más leves
con wisky. A las heridas más profundas les colocó un emplaste de
hierbas machacadas, que retiró tras unos minutos y con un cuchillo al
rojo vivo, las fue quemando una a una, debía evitar que se desangrase.

La mujer estaba tan débil, que ni siquiera gemía por las quemaduras.
Salió rápidamente en busca de más hierbas y raíces, las trituró
rápidamente entre dos piedras y las mezcló con un poco de grasa.
Con este improvisado ungüento cubrió las quemaduras y con los
restos del vestido, las fue vendando.

Ella aún respiraba, pero había perdido demasiada sangre. Preparó una
medicina india con raíces y le hizo beber poco a poco, el amargo y
pestilente brebaje. Cuando un niño indio estaba débil, le curaban con
este preparado, que según decían, fortalecía la sangre.

Fue a buscar unos leños fuera de la casa, y encendió el fuego del


hogar, la llevó en sus brazos y la acostó cerca del calor, cubriéndola
con pieles. Se marcó luego en busca de comida, debía alimentarla
bien y tal vez se salvaría, sentía que el Gran Espíritu, le daba las
fuerzas necesarias para ayudar a la mujer. Si ella sobrevivía él no se
sentiría tan mal por su mitad india.

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No entendía ni aceptaría el odio entre las dos etnias, él llevaba ambas
sangres por sus venas y no podía renegar de ninguna.

Poco después, entró con unos peces, y los guisó con unas papas. La
joven gemía débilmente por el dolor, era un buen indicio, estaba viva.

Cuando la comida estuvo lista, trituró el pescado con sus manos para
evitar que tuviese espinas y un poco de papa, lo mezcló con el caldo y
poco a poco le fue dando alimento, mientras con el otro brazo la
sujetaba por la espalda.

La desconocida aunque semi-inconsciente, tragaba los alimentos


lentamente. El guerrero permaneció a su lado durante el resto del día
y la noche velando su sueño y atento a cualquier cambio que se
produjese. Periódicamente le daba un sorbo de la medicina india y un
poco de comida. Decían que después del brebaje había que comer,
porque así la comida alimentaba mejor.

A la mañana siguiente, cuando la vio más repuesta bajó al pueblo más


cercano en su rustica carreta y cambió pieles: por un vestido para ella,
verduras, frutas, tela blanca para hacer vendas y compró una cabra.
Cuando estuvo trabajando para los blancos, escuchó que la leche de
este animal era muy buena.

Por momentos parecía que el carro se desarmaría y saltaría en mil


pedazos. Lobo Blanco iba con la velocidad del rayo, no podía perder
ni un solo instante, de su rapidez dependía que la joven se salvase.

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Regresó pasado el mediodía, ordeñó al pequeño animal y de la misma
manera que le hizo beber la medicina, le fue dando pequeños sorbos
de leche.

Continúo el resto del día y la noche siguiente pendiente de ella, le


cambio las vendas, le desinfectó las heridas y renovó el ungüento,
cambiando las improvisadas vendas por unas nuevas y limpias. Las
heridas mostraban una leve pero franca mejoría.

A mitad de la noche, la mujer comenzó a moverse inquieta, Lobo


Blanco se despertó sobresaltado, estaba volviendo en sí, se apresuró a
calentar más leche y le ayudó a beberla. Ella apenas entreabrió los
ojos lo miró por una fracción de segundo y se desmayó nuevamente.

A la mañana siguiente el joven guerrero, atrapó un conejo lo limpio y


lo asó, el sabor no era muy bueno, nunca se le dio muy bien cocinar,
pero lo importante era alimentarla, para ayudarle a recuperar las
fuerzas cuanto antes.

Le hizo beber más medicina, con la esperanza que el sabor amargo y


fuerte la hiciera volver en sí, y así fue, al abrir los ojos y ver ante ella
a un indio, hizo una mueca de miedo. Lobo Blanco se apresuró a
tranquilizarla contándole lo ocurrido con su mal inglés pues solo
conocía algunas palabras sueltas. Luego le ayudó a incorporarse y le
dio la comida en la boca.

Cuando la vio más repuesta le preguntó:

- ¿Cómo llamarte?

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- Melissa
- ¿Viajar con familia?
- Si

Le respondió con tristeza. Se hizo un breve silencio. Lobo Blanco


sabía que lo siguiente que le debería decir dañaría a la joven, pero
había aprendido que la verdad aunque dolorosa, no se debe postergar
ni esconder y añadió.

- Tu ser única superviviente


A Melissa se le hizo un nudo en la garganta

- ¿Estás seguro?
- Si, Lobo Blanco no saber si tu salvar, tener muchas heridas,
salir mucha sangre. El Gran Espíritu devolver vida a mujer
blanca.
- ¿El Gran Espíritu?

Preguntó ella extrañada.

- Espíritu de la naturaleza, con hierbas y raíces, devolver el aliento de


la vida.

Melissa levantó las pieles que la cubrían y se vio totalmente desnuda y


llena de vendajes, sintió un poco de vergüenza y le preguntó.

- ¿Tú me curaste?

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El joven se percató de la incomodidad de la mujer y respondió
bajando la cabeza.

- Si, Lobo Blanco traerte vestido del pueblo, para tu vestir


cuando estar mejor.

La joven se quejó al hacer un movimiento y dijo con la voz


entrecortada por el dolor.

- Me arden y duelen mucho las heridas.


- Quemar heridas para que tu no quedar sin sangre, no preocupar
tu sanar. Ahora comer bien, beber medicina india y descansar,
en pocas lunas estar bien, indio llevar al poblado blanco.

Ella frunció la nariz y le preguntó

- ¿Por qué huelo tan mal?


- Por ungüento quemaduras

Respondió el joven con una leve sonrisa.

Esa noche Melissa durmió mucho, y se alimentó, cada vez que Lobo
Blanco la despertaba para dale comida y medicinas. Durante las dos
semanas siguientes el guerrero la curó y cuidó con esmero. Cada dos
días salía de caza o de pesca, cocinaba, alimentaba la cabra con
hierbas, para que diese buena y sustanciosa leche y siguiendo las
instrucciones de la mujer, aprendió a hacer queso y mantequilla con
la leche sobrante.

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Desde su improvisado lecho de pieles, Melissa le iba diciendo paso
por paso que hacer. Se reían mucho cada vez que al joven le salía algo
mal en lo referente al arte culinario, ella era muy simpática y el
descubrío que la vida tenía el ingrediente maravilloso de la risa, algo
que prácticamente no había conocido.

Ya repuesta la joven, durante una de las ausencias de él, se levantó,


vistió, limpio la cabaña minuciosamente y preparó una buena comida.
Cuando él regresó de vender pieles en el pueblo, vio el gran cambio
en el interior de su vivienda y sintió el aroma de una deliciosa
comida invadiendo el recinto.

Se quedo en el umbral de la puerta y sus miradas se cruzaron con una


sonrisa de complicidad. Ella había dispuesto lo poco que había con
muy buen gusto, la cabaña era ahora un hogar acogedor y limpio.

El olor a pan recién horneado y a un delicioso guiso de legumbres y


carne de caza, le abrió el apetito, Melissa quería de alguna forma
retribuirle sus cuidados, cenaron en silencio. Hacía mucho que no
comía algo hecho por las manos de una mujer y la diferencia era
notable

Los sabores le recordaron, la comida de Cinthia, después de mucho


tiempo sintió que su corazón volvía a latir como antaño. La compañía
de la mujer le hacía sentirse muy feliz, tenía con quien hablar, a veces
reír, saber que al regresar a casa no se encontraría con su gran
compañera, la soledad.

Comió saboreando cada bocado

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- Mmmmm
- ¿Qué?

Preguntó la joven

- Mujer, tu comida gustar mucho a guerrero


- Me alegro mucho que te guste, es lo menos que puedo hacer
por quien me salvó la vida.

Respondió la joven con una amplia sonrisa y agregó.

- Siempre te tendré en mi corazón, has sido muy bueno conmigo


y nunca lo olvidaré. Tienes un alma pura y llena de amor hacia
tus semejantes y la naturaleza, seguramente el Gran Espíritu te
compensará, porque te mereces lo mejor, le pediré a mi Dios te
colme de felicidad y bendiciones.

Él bajó la vista se sentía incómodo ante las palabras de la joven.


Luego de un corto silencio, le dijo con suma tristeza, pues se había
acostumbrado a la compañía de la mujer blanca, a su voz, a su sonrisa,
a sus bromas...

- Tú ya estar bien, mañana llevar con blancos.


- ¡No! Aún no

Se apresuró a responderle ella. La miró asombrado, pensaba que la


noticia le haría feliz, pero percibió el miedo en la voz de ella.

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- ¿Por qué?
- No tengo a nadie, los míos han muerto, no tengo dónde ir.

La respuesta de ella tenía una gran carga de tristeza, él sabía lo que era
estar solo, sin nadie cerca y le contestó.

- Alguna familia blanca cuidarte

Ella movió la cabeza negándolo y le contestó.

- Seguramente terminaré en un burdel, el Oeste es muy duro


para sobrevivir y una mujer sola no tiene muchas
posibilidades, no creas que estaría segura entre los blancos.
-
- ¡Es tu gente, no renegar de tu raza!

Dijo el joven con tono imperativo y el ceño fruncido, regañándola.


Sus profundos ojos azules se clavaron en los de ella. La mujer vio el
dolor en su mirada y con mucha cautela le preguntó.

- Entonces... ¿Por qué no estas con los tuyos?

Bajo la cabeza y con infinita tristeza le contó su origen, la historia de


su madre, de cómo el odio y la venganza le habían sumido en esa vida
de paria, lejos de todos sin pertenecer a nada.

Le explicó con todos los detalles que pudo en su ingles mal hablado,
cuando repudió a la tribu y cuando su familia blanca lo repudió a él.
Le habló de su soledad, de su aislamiento, de cómo había aprendido

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con el propio sufrimiento a descartar de su vida el odio, la venganza y
el racismo.

Ella sintió su tristeza como si una lanza le hubiese atravesado el


corazón, pero descubrió en aquel hombre a un ser muy especial, al que
el dolor, lejos de transformarlo en una bestia rencorosa, le había hecho
crecer interiormente hasta niveles difíciles de hallar, en cualquier
persona de aquella época y menos en aquellas latitudes.

Un profundo silencio, los envolvió, hasta que ella le dijo con infinita
dulzura.

- Comprende que con ellos, no estaré a salvo, son tan salvajes


como tu gente. El odio anida en el corazón del hombre y lo
ciega, sin importar su religión o el color de su piel.

Él la miró sin comprender ¿Cómo podía hablar así cuando los indios
atacaron a la caravana en la que venía? Ella continuó diciéndole:

- Eres un ser muy especial, has aprendido solo lo que otros no


aprenden en toda una vida, por muchos maestros que tengan,
por muchos golpes que les dé la vida. Tú has aprendido que el
amor y el perdón son la base del Gran Espíritu.

- ¿No odiar indios por matar familia?

Dos lágrimas rodaron por las mejillas de la joven cuando le respondió:

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- Mi padre era predicador, él creyó que si traía la palabra de
Dios a estas tierras ayudaría a suavizar los rencores, pero los
bajos sentimientos existen desde que el hombre es hombre. Si
no hubiesen sido los indios, tal vez... un borracho o un asesino
hubiese terminado con él.

- Pero ser indios quien matar

- En el Este donde la gente es más refinada y culta, no se está


exento de violencia y odio, con mucha más razón aquí. Estas
tierras son salvajes, duras, y la lucha por la supervivencia a
veces nos transforma en monstruos. Cuando abandonamos
Europa, allí quemaban a la gente en hogueras por pensar
distinto, por no aceptar la idea de Dios que unos pocos querían
imponer a los demás. Y todos eran blancos, victimas y
verdugos. Por eso mis padres decidieron venir al nuevo
mundo, esperando hallar algo diferente, pero muy pronto
descubrieron que sea cual sea la excusa, el hombre es como es.

Lobo Blanco, la miraba asombrado ante lo que le contaba, la


admiraba por no sentir rencor hacia los indios. Ella era alguien muy
especial. Melissa continuó diciéndole

- Todo comenzó cuando los blancos los atacaron. Esta tierra era
del indio desde el comienzo de los tiempos y les fue usurpada.
Nunca el blanco entendió el amor y respeto a la naturaleza, la
devoción a los antepasados y a las tradiciones de los mayores.

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Mi gente llegó con engaños, violencia, mentiras, soberbia y les
arrancó su mundo sin importarle el dolor y la ofensa.

- ¿Cómo saber tu eso?

Le preguntó el guerrero mientras crecía su admiración por la claridad


mental de la joven.

- Mi padre me lo explicó. El blanco quiere exterminar a los


dueños de esta tierra para apropiársela. Iniciaron una
conquista, una invasión sangrienta y ahora pagan su precio. El
indio sabe que está llegando el fin de una era, sabe que
sobrevivirán muy pocos, que están asfixiando a sus tradiciones
y que solo quedarán aquellos que se dobleguen ante el poderío
del blanco. El indio lucha contra la injusticia, de una forma
equivocada, pero no se puede pretender otra cosa, les fue
arrancada su paz y su vida. No justifico las acciones de
ninguno de los dos bandos, pero intento comprender la causa
de este despropósito sangriento y brutal.

- ¿Dónde tu madre? ¿ir en caravana también?

- No, ella murió hace dos años, creo que la tristeza de ver que no
había servido de nada venir al nuevo mundo, la debilitó, se fue
apagando poco a poco.

- ¿Tu tener hermanos?

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- No, mi nacimiento fue muy difícil, mi madre salvó la vida por
un milagro y no pudo tener más hijos.

Lobo Blanco la miraba, le resultaba extraña la postura de la joven,


que distinta era a su madre, tal vez porque Melisasa era mayor que
Cinthia cuando ocurrió la masacre. Tal vez, porque no fue secuestrada
sino salvada por un indio. De alguna manera, la sentía como una alma
gemela, pensaba lo mismo que él y eso era difícil de encontrar. Por un
momento creyó que era un regalo de los dioses, una mensajera que
venía a decirle que no estaba equivocado en sus pensamientos.

Sintió que no todo estaba perdido, si con el tiempo había más


personas que creyesen lo que ellos, entonces, tal vez, el indio no sería
exterminado, entonces, tal vez, pudiesen algún día vivir todos en paz
y compartir la bonanza de aquella tierra.

- ¿Aceptar lo ocurrido sin rebelarte?

- Si, Dios nos enseña a tener resignación a través de su hijo


Jesús.

- ¿Quién ser Jesús?

Preguntó sorprendido, nunca había oído hablar del hijo de un Dios.

- ¿Tu madre no te habló de él?

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- No, ella solo saber odiar y clamar venganza, único que ella
enseñarme, aparte hablarme de su familia y enseñarme su
lengua. Ella ser una niña cuando la robaron, tal vez ella olvidar
a su Dios, nunca hablar de él.

- Yo te hablaré de Jesús y del amor de Dios por sus hijos, verás


como podrás entenderlo, mi padre decía que había un solo
Dios, el mismo para todos, pero que cada hombre le daba un
nombre diferente, un rostro distinto. Tú me hablaras del Gran
Espíritu y verás como juntos descubriremos que creemos en lo
mismo, con otras palabras, con otras costumbres, con otras
ceremonias, pero en definitiva, la esencia es la misma.

- Indios pensar que si blancos vencer, es que Dios de blancos ser


más poderoso que Dios de indios.

- Eso no es verdad, el ganar una batalla no tiene que ver con el


Dios de cada uno, sino con la cantidad y las armas de un
bando u otro. Poco puede hacer tu pueblo con flechas y lanzas
ante los cañones y los rifles del blanco.

- Muchos indios tener ahora rifles

- Si pero son más los rifles que tienen los blancos y son muchos
más, el blanco, no pelea con todas las tribus al mismo tiempo,

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si todos los pueblos se unieran y todos estuviesen igual de
bien armados, entonces no sé quien vencería.

El guerrero se quedó en silencio, mientras la escudriñaba con su


profunda mirada, ella era diferente a todas las personas que había
encontrado en su vida. Era transparente, vital y fresca como el agua
de un manantial. Era como la luz del sol en los amaneceres de verano,
irradiaba un brillo único.

- Entonces... ¿No irte?

Preguntó sin poder disimular la alegría, sus hermosos ojos azules eran
dos ventanas incapaces de esconder sus sentimientos. Se había
acostumbrado a ella, a su voz, a su risa, a tener con quien hablar, a
comer en compañía, a regresar a su cabaña y no encontrarse con el
silencio y la soledad. Ella no hizo esperar su respuesta.

- Preferiría quedarme contigo si tú me lo permites, eres ahora lo


más parecido a una familia que tengo, además eres el único en
quien confío, salvaste mi vida. ¿Sabes que hay algunos
pueblos más allá de Europa, que creen que quien le salva la
vida a otro pasa a ser su dueño, y otros, dicen que el salvado
no puede abandonar al salvador hasta que le devuelva lo que
hizo? Es decir, ahora debo yo salvarte la vida a ti, entonces
pagaré mi deuda contigo.

- Tu... entonces ¿Ser mía?

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- Algo así...

- Tu ya salvar mi vida, no deber nada

- ¿Cuándo?

- Cuando tu dar comida rica a guerrero, yo estar muriendo de


comer comida fea

Ambos rieron ante el comentario del joven

- Pronto llegar nieves, ser duro vida aquí ¿Tu creer aguantar
frió invierno?

Ella sonrió, la nobleza del joven la maravillaba y le contesto.

- Podré si tú me ayudas. Haré los quehaceres domésticos, tendrás


siempre comida caliente y sabrosa, ropa limpia y si enfermas te
cuidaré. Ambos estamos solos en el mundo ¿Por qué no ayudarnos
mutuamente? Verás que así la vida será más fácil para los dos.

Se sintió inmensamente feliz, como nunca lo había sido. En ella había


dulzura, perdón y amor, sentimientos que no pudo encontrar en su
pobre madre. Melissa era una esperanza, tal vez el mundo no fuera tan
duro al fin y al cabo, ella no era bella, pero hablaba tan bien y era tan
amable con él, que se sentía envuelto y acariciado con ternura y
respeto.

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Nunca ningún blanco lo había tratado así, a excepción de su madre,
pero en Melissa había algo más, un encanto indescriptible.
Desbordaba felicidad, era toda alegría, risas, ocurrencias. Había
recuperado la sonrisa o mejor dicho con ella había aprendido a
sonreír, a aceptar y hacer bromas.

Se estaba reconciliando con la vida, salvarla, fue como salvar a su


madre de la masacre y la barbarie, escucharla hablar, era recuperar la
esperanza en el género humano. Encontrar en la vida los ingredientes
que ella aportaba, era un tesoro de inigualable valor para el guerrero,
que desde su nacimiento, se había visto envuelto en odio y venganza.

Melissa sabía que aquel hombre fuerte y apuesto, sufría la soledad a la


que había sido empujado por la incomprensión y el racismo. Para
intentar romper ese instante eterno, en el que él había visto pasar su
vida dijo:

-¿Sabes leer y escribir?

- Mi madre enseñar un poco

-Pues aprovecharemos durante el invierno y te enseñaré ¿Quieres?

Él asintió con la cabeza mientras le decía entusiasmado:

- Si, tu primero enseñar hablar lengua del blanco, la que enseñar


mi madre no servir aquí.

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- De acuerdo ahora vete a dormir, debes estar cansado, yo
recogeré todo.

- Mañana irme por varios días, indio cazar mucho, así tener
carne para invierno y vender pieles para comprar provisiones,
antes que venir manto blanco, Lobo Blanco dejarte rifle para tu
proteger.

- No temas, sabré cuidarme.

Se echó sobre unas pieles y se cubrió con otras, mientras Melissa lavó
y ordenó todo. Luego también se fue a dormir envuelta en pieles.

Apenas amanecía cuando el joven se despertó al escucharla ir de un


sitio para otro y le preguntó.

- Mujer ¿Qué hacer?

- Te preparo comida para que te lleves y un buen desayuno,


pronto deberás partir.

Mientras desayunaban, él le explicó como debía utilizar el rifle, se


organizaron para pasar el invierno. Melissa le pidió que trajera barriles
grandes y mucha sal del pueblo, pues así podría salar carne y pescado
para tener suficiente alimento para la época de las nieves.

Se marchó con los dos caballos, mientras se alejaba volvía la vista y la


veía saludándole sonriente con la mano desde el umbral de la cabaña.

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Era inmensamente feliz ella estaría allí a su regreso, el corazón le daba
brincos como si quisiese salírsele del pecho.

Ella le inspiraba unos sentimientos que no podía definir. Había una


conexión especial con ella, sabía que el Gran Espíritu se la había
enviado, quien sino, porque todas las cosas ocurren por algo.

Melissa pasó los días recorriendo los alrededores de la cabaña,


recolectando hierbas silvestres, espárragos y hongos. Colgó las
hierbas de unas cuerdas de piel para secarlas, luego limpio los hongos
y los espárragos y los puso a secar. Servirían para hacer más
apetitosas las comidas durante el invierno.

Limpio bien la casa y lavó todo con agua del río. Pescó un poco para
tener alimento mientras esperaba el regreso del joven y saló otros
para tener comida para los próximos días.

El río, el bosque, el sol, el canto de los pájaros y la paz reinante la


regocijaban. Era un lugar maravilloso, una manifestación divina
indudablemente. La naturaleza era digna de admirar y disfrutar, el
mundo era un lugar espléndido, un regalo de Dios para el hombre,
pero el hombre desperdiciaba su potencial en peleas y venganzas
absurdas.

Tal vez en ese rincón perdido, lejos de todo y de todos estaba la


verdadera felicidad. Melissa era muy inteligente, demasiado para lo
que se le permitía a las mujeres de aquella época. Comprendía al ser
humano y sus arrebatos, pero no podía explicarse porqué no entendían

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la felicidad de las cosas simples, porqué ese deseo de poder y
dominio los sumía en la oscuridad y malgastaban su vida.

El mundo era demasiado complejo para encontrar una respuesta


verdadera a tanta atrocidad reinante, el ser humano estaba cegado por
valores absurdos y quería lograr sus metas con sangre, odio, venganza
e intolerancia.

Los altos pinos se erguían majestuosos, como vigías centenarios del


paisaje, aparentemente impasibles, pero tal vez en lo más profundo de
su ser, en las venas por donde corría la savia, también se preguntasen
porque tanta estupidez anidaba en el corazón del humano.

Melissa cortaba flores del bosque, las maceraba con alcohol y luego
les agregaba agua hervida, obteniendo unas rudimentarias colonias.
Secaba ramilletes de violetas silvestres y los colocaba entre la poca
ropa que había en la cabaña. Sentía que el bosque la cobijaba, se
sentía segura acompañada por el trinar vibrante de las aves.

Él mientras cazaba frenéticamente, no estaba solo, alguien le esperaba


a su regreso, había terminado el aislamiento. También se planteaba
las mismas cosas que ella. Agradecía cada pieza lograda al Gran
Espíritu y se regocijaba con el resultado a cada momento.

Se sentía acariciado por el bosque y todos los seres que lo pueblan


visibles e invisibles. Tampoco comprendía al ser humano y el odio de
latía en su interior, le preguntaba a los espíritus si tanto rencor no sería
un veneno para sus cuerpos, pero sabía, que él no tenía la fórmula para

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hacer que el hombre despertase de ese oscuro sueño en el que estaba
sumido.

Hombres que daban tanta importancia al matiz de la piel y olvidaban


las maravillas del mundo, la vida, el amor, el cielo, el brillo del sol.
Hombres que en vez de agradecer la grandeza de la creación y el
milagro de la vida, gastan su energía en causar dolor en poner
diferencias y luchar por poseer cosas. La tierra no es de nadie, sino un
lugar dado por el Gran espíritu, para ser aprovechada con amor y
respeto. Los animales son para alimentarse y protegerse del frío con
sus pieles, pero no para convertir su muerte en una diversión.

Pensaba que si el hombre blanco no entendía eso, pronto las praderas


se quedarían sin el búfalo, sin comida y sobrevendría la muerte. Eran
demasiados porques sin respuestas. Porque los indios se habían vuelto
tan crueles y sanguinarios, tal vez por el miedo a perder su mundo. Se
estaba cumpliendo la ancestral profecía que decía que cuando llegasen
hombres provenientes del lugar donde sale el sol, ellos
desaparecerían. Quería entender a unos y otros pero no podía
encontrar una sola respuesta.

Había aprendido a escuchar a la naturaleza. A comprender el camino


de las hormigas y el vuelo del águila. A entender el lenguaje del
viento, el murmullo del río, la danza del fuego y los latidos de la
tierra. A ver el camino del arco-iris y sentir el palpitar de los pinos. En
soledad había logrado descifrar los símbolos ocultos del mundo. El
guerrero aprendía de sí mismo, del silencio que le hablaba desde lo
más profundo de su alma. El conocimiento venía a su encuentro como
una revelación, no necesitaba buscarlo, sólo saber escuchar.

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Salir a cazar o a pescar, era el camino para obtener la comprensión, y


a medida que crecía en su interior, el mundo material perdía fuerza.

Si una hierba, raíz o flor podían curar al hombre, era sin lugar a dudas
la prueba irrefutable de la interrelación del cosmos, de la diversidad
en la unidad.

Cada ser o cosa por minúscula que pareciese, era muy importante y
necesaria, todo conformaba la naturaleza y nada ni nadie podía ser
considerado inferior o innecesario.

Por eso el indio, pedía permiso a su pieza para cazarla y agradecía que
lo alimentase. Porque el ser vivo sacrificado era su sustento, no un ser
inferior al que se podía matar arbitrariamente, sino un ser superior
que se entregaba en pos de la supervivencia del otro. La vida es un
gran círculo, como el sol, las estrellas, los nidos de los pájaros y las
estaciones que se cierran en un ciclo.

El Gran Espíritu había dotado al mundo de muchas maravillas y se


manifestaba en todo su esplendor, en cada flor, en cada mariposa. El
olor de la hierba fresca era un claro mensaje de la naturaleza, la lluvia
daba de beber a la tierra, pues con sus gotas el cielo alimentaba al
mundo. Entonces... el bosque se mostraba en todo su esplendor
exultante.

Diez días después el guerrero regresó con una gran carga, había
improvisado con unos palos y pieles dos carros que los animales
arrastraban, donde se apilaban las pieles, los caballos traían colgando

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en sus lomos hacia ambos lados una gran cantidad de carne de caza.
Lobo Blanco tiraba de las riendas caminando por delante de los
equinos, venía agotado.

Salió muy contenta a recibirlo y le ofreció un buen caldo caliente de


pescado. Mientras el armaba los bultos de pieles para bajar a
venderlas al pueblo más cercano, ella desalaba un poco de pescado y
se aprontaba a preparar la cena.

Lobo Blanco se sintió muy feliz, ella lo hacía sentirse importante.


Olvidó su cansancio y comió saboreando todo y alabando a Melissa
por su buena mano en la cocina.

A la mañana siguiente, antes de marcharse, le pidió a la mujer le


hiciera una lista de las provisiones que necesitaban para pasar el
cercano y duro invierno.

Melissa ya la tenía preparada e incluyó también, una tina para lavar la


ropa y bañarse, varios barriles y mucha sal. Debían preparar todo bien
porque cuando llegasen las nieves, el guerrero no podría salir en busca
de sustento.

Al atardecer el joven regresó con el carro repleto de provisiones:


harina, garbanzos, lentejas, trigo, sal etc.

Melissa comenzó a ordenar todo dentro de la pequeña cabaña y le


pidió le entrase los barriles, donde comenzó a distribuir la carne y a
salarla abundantemente.

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El invierno

Al día siguiente el joven se puso a talar algunos pinos, hasta que


oscureció, ella pensó que era leña para el hogar, pero continuó durante
varios días. Luego en tres jornadas de duro trabajo, levantó otra
estancia que comunicaba con la cabaña.

Una vez finalizada, volvió a salir de caza. No podían faltarles


alimentos ni pieles. Cuando volvió a bajar al pueblo, trajo hilos, telas,
agujas y todo lo que ella le encargaba. Melissa le sorprendía con
deliciosos pasteles de manzanas, arándanos o moras silvestres que ella
misma recolectaba.

Después de la segunda cacería, dedicó unos días a pescar, ella


limpiaba y salaba meticulosamente el pescado y así lograron tener
una despensa bien provista.

La joven hizo unas cortinas para las ventanas de las dos estancias y
otra para la puerta que las comunicaba.

Lobo Blanco seguía talando pinos hasta reunir mucha leña, luego le
dijo que le haría una cama como la de los blancos para que no tuviese
que dormir en el suelo.

Comenzó a sentirse atraída por ese hombre que la mimaba y la


cuidaba sin pedir nada a cambio, que la hacía partícipe de las
decisiones de organización de la casa para el invierno. Ese hombre
que estaba dispuesto a complacerla siempre en sus deseos. Por un

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momento pensó que no era tan malo ser secuestrada por los indios y
ser la esposa de uno de ellos. Él estaba pendiente de ayudarla si la veía
haciendo alguna tarea muy dura.

Lobo Blanco era amable, protector, un poco tímido y para nada


dominante. La hacía sentirse como una reina, dándole toda la libertad
necesaria para que ella dispusiese de las cosas, así no se sentía una
extraña, sino parte de ese mundo que él había fabricado allí, lejos, en
las montañas, entre los pinos de ese maravilloso parque boscoso.

Era tan apuesto, su piel levemente cobriza la inquietaba, como su


nobleza, bondad y dulzura. El indio era incansable trabajando, lo hacía
además con mucho entusiasmo.

Cuando la cama estuvo terminada, Melissa le pidió que construyese


un cuarto pequeño fuera de la casa, para guardar: la cabra, los
caballos, las gallinas y el gallo. Ella no estaba dispuesta a convivir
todo el invierno con los animales, pero sabía que no los podían dejar a
la intemperie, porque morirían durante el tiempo inclemente.

No podían tenerlos dentro de la cabaña, ya había dejado de ser un


mero refugio, ahora era un hogar. También le pidió hiciese una mesa
con dos sillas para no tener que comer en el suelo.

El no se hizo esperar, se puso a trabajar de sol a sol, no entraba ni a


comer. Lo hacía de pie y rápidamente ante la insistencia de ella.

El tiempo estaba ya muy inestable y las temperaturas bajaban día a


día.

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Mientras, ella continuaba salando carne de conejo y de otras piezas


pequeñas que él conseguía por los alrededores. Melissa hacía
conservas y secaba algunos vegetales para tener para el invierno,
además de confeccionar un rústico colchón para su nueva cama.

La cabaña quedó más habitable, una vez que los animales quedaron
fuera de la casa. Con la esmerada limpieza y con pequeños detalles
que la joven colocó con muy buen gusto, parecía el hogar de cualquier
blanco. Estaba muy contento, nunca había esperado vivir así de bien.
Reconocía que los blancos tenían una vida mucho más confortable
que los indios.

Antes de comenzar las nieves, hizo una estantería con las indicaciones
de Melissa, para ordenar en ella las conservas y los alimentos no
perecederos. También fabricó el esqueleto de lo que luego sería un
sillón, ya que la joven le puso tiras sobrantes de piel de animales
entrecruzadas en el respaldo y en el asiento.

Cosió un mantel, servilletas, algunos cojines de vivos colores con


retazos sobrantes, unas sabanas para su cama, algunas camisas y
pantalones para él, unos vestidos y delantales para ella.

No pudo convencerlo de que se hiciese una cama, él prefería dormir


en el suelo junto al fuego. Mientras el tiempo se lo permitía,
continuaba cazando y pescando, esto ultimo cada vez menos porque a
medida que el agua se enfriaba los peces escaseaban.

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Melissa continuaba salando carnes y acumulando víveres para el
invierno, aprendió, enseñada por él, a curtir pieles e iba mejorando día
a día las condiciones de la vivienda, haciéndola más acogedora.
Trabajaban duramente de sol a sol, apenas amanecía ya estaba cada
uno abocado a sus tareas.

Llegaron las nieves. El frío era insoportable, a pesar del fuego que
ardía permanentemente en el interior de la cabaña, el aire gélido se
filtraba por las rendijas de los troncos. La joven con restos de pieles
curtidas confeccionó, una especie de chalecos hasta la rodilla y muy
holgados, para que les permitiesen moverse con soltura, mientras
hacían los quehaceres de la casa. Incluso tenían que dormir con ellos,
así pudieron protegerse de ese invierno demasiado frío.

Tenían mucho tiempo libre. No se levantaban tan temprano, sólo


había que dar de comer a los animales, limpiar el pequeño establo y la
casa, mantener el fuego siempre encendido y preparar los alimentos
del día. Las largas y frías tardes las pasaban sentados sobre unas
pieles, en el suelo, frente a fuego.

Melissa le hablaba de Jesús como símbolo de amor, vida, perdón y


resurrección. Le enseñaba a leer y hablar correctamente la lengua de
los blancos.

Llevaban alrededor de veinte días prácticamente sin salir cuando


Melissa le pidió que le trajese varios cubos con nieve, los puso a
derretir en la chimenea y colocó la tinaja de la ropa frente al fuego.
Cuando el agua comenzó a echar humo, el joven le preguntó:

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- ¿Tu Bañar? Yo ir otro cuarto

- No, tu bañar

Le dijo mientras lo señalaba con el dedo. El nervioso le dijo

- No, indio no bañar ahí, indio bañar en el río.

- Indio, no poderse bañar en el río, agua congelada, e indio oler


mal, así que indio bañar.

Él la miró como asustado, no entendía porque la mujer quería que se


bañase.

- Ayúdame a poner el agua caliente en la tinaja

- Si

Le respondió él. Luego ella lo miró a los ojos y le pareció ver a un


niño asustado así que le dijo.

- Te desnudas totalmente y te metes en la tinaja, sino yo misma


te quitaré la ropa. Tú eliges.

- Indio quitar ropa

Le respondió rápidamente, sabía que ella era capaz de hacerlo.


Melissa se fue al otro cuarto muerta de risa. Lobo blanco se desnudó y
se metió en el agua. Le agradó el agua caliente, se sintió reconfortado,

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continuaba descubriendo que las costumbres de los blancos le
gustaban.

Unos minutos después apareció Melissa con una barra de jabón y le


dijo:

- Primero te lavaré el pelo y luego te jabonaré el cuerpo

Él la miró asustado tapándose con las manos sus partes. Comenzó a


lavarle la cabeza el agua salía negra, tenía el pelo muy enredado, así
que Melissa puso vinagre en un cubo y un poco de agua tibia y le
enjuagó los cabellos, luego con mucho cuidado le peinó y le explicó
que debía jabonarse todo el cuerpo. Él le respondió.

- No, con agua es suficiente para indio.

- O te jabonas tú o lo hago yo

- Esta bien

Dijo él meneando la cabeza, con el ceño fruncido y visiblemente


incomodo y fastidiado. Melissa fue a buscarle ropa limpia y una
toalla. Se dio la vuelta mientras él salía del agua, se secaba y vestía.

- Dime la verdad ¿Cómo te sientes?

- Mejor

Le contestó bajando la vista y sonriendo.

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- Ahora tener menos frió

- Y, oler mejor ¿Verdad?

- No

- ¿No?

- No, este no ser olor de Lobo Blanco

- Ese ser olor de persona limpia

- ¿Por qué tú burlar de mi?

- No me burlo, nunca lo haría, pero me haces mucha gracia,


pareces un niño asustado.

- No decir eso, yo valiente...

Hizo una breve pausa y continuó diciendo

- Pero con mujer cobarde, yo temerte, tu un poco loca

Ambos se rieron de la situación. Lobo Blanco aprendió a bañarse


todas las semanas y aunque siempre hacia la parodia de que no le
gustaba con Melissa, se sentía mucho mejor

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Ambos se contaron al detalle su vida con las tristezas y las alegrías, se


reían mucho al hablar de las travesuras de la infancia, y lloraron
mucho especialmente cuando él le relataba cosas de su vida con más
detalles.

- Las madres indias son muy cariñosas y protectoras con sus


hijos, mi madre despreció a todos sus hijos, menos a mí. A mis
hermanos los crió mi abuela.

Luego siguió hablándole de las creencias, del significado de los


sueños y de que los sueños son los mensajes de los espíritus. Le contó
el sueño con el bebe rubio, la noche antes de encontrarla, de los
presagios, de las señales que los dioses envían para avisarnos de las
cosas. Le dijo que todo indio tenía un espíritu guardián que lo
protegía.

Melissa le habló del ángel de la guarda. Ambos disfrutaban al cotejar


las dos creencias y encontrar coincidencias tan grandes.

Le mostró su bolsa con amuletos y le relató el origen de cada uno de


ellos: una piedra negra, la había encontrado en él estomago de un
ciervo que había cazado, un diente de conejo, era su primera pieza
lograda cuando solo tenía diez años, un mechón de pelo de Cinthia, y
más pequeñas cosas muy importantes para él.

Le habló de rituales y leyendas, de ceremonias, bailes y cánticos, de


los chamanes, del Consejo de Ancianos. Le explicó que el Gran
Espíritu estaba en el aire que respiraba envolviendo a seres y cosas.

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Él estaba en todas las cosas. Le habló de los antepasados, de la
naturaleza, de lo sagrado, de la importancia de la tierra y los seres
vivos como parte de un todo. Le habló del daño que hacía el hombre
blanco al cazar indiscriminadamente al búfalo, de las profecías de su
gente.

Lo mágico y lo místico se entrelazaban en las creencias del guerrero y


ella se sentía fascinada, así le era más fácil comprender a Dios, que
era el mismo para ambos, no importaba el nombre que se le diese. Así
era más sencillo entender al Cristo. Tal vez, el verdadero rostro de
Dios sea el que cada uno le dé, y ambos lo veían de la misma manera.

Lograron comprender a esas fuerzas misteriosas que están


envolviendo a los humanos de forma invisible. Las sentían, se
conectaban con ellas, comenzaron a sentirse realmente parte de un
todo infinito y único.

Tomaron conciencia de que el racismo y la intolerancia era producto


de la estupidez e ignorancia del hombre, que no se detenía a admirar
el universo que les rodeaba, a pensar... llegaron a convencerse que
eran unos privilegiados al haberse encontrado en ese solitario y
alejado lugar.

La soledad, el entorno natural y el tiempo del que disponían les


habían permitido llegar a un alto estado de misticismo.

Eran realmente felices. Él por su parte se entusiasmaba mucho con el


aprendizaje. A pesar de tener toda la gallardía, valor de un gran

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guerrero, y la ferocidad de un lobo, su corazón era blanco como la
nieve, noble, dulce e inocente.

Melissa se sentía atraída por él. Un sentimiento muy profundo la


embargaba, pero intentaba disimular, él la trataba con mucho respeto
y admiración, como a una hermana. Había aprendido tanto de él como
él de ella.

Vivían en un mundo especial, un mundo intermedio, sin influencia


externa, y eso les había permitido escuchar el latido de sus corazones,
recordándoles todo lo que ya sabían, aquello que estaba inserto en sus
células, habían aprendido a entender la voz interior de las cosas y
seres.

Ese invierno no solo fue uno de los más duros que recordaba Lobo
Blanco, sino que parecía interminable, las nevadas se sucedían más de
lo normal, y las provisiones se estaban acabando.

No les quedaba casi nada de carne y pescado. Ella racionó la comida,


pero las nieves estuvieron un mes más de lo previsto.

A pesar de los ruegos de Melissa, decidió salir a cazar. Solo les


quedaba un poco de harina, garbanzos, lentejas, maíz, arroz y sal, pero
sin la sustancia animal, no era suficiente para resistir el frío. No
podían pescar, pues el río estaba totalmente congelado.

Salió por la mañana hundiéndose en el manto blanco. Pasó ese día y


esa noche y no regresó. Melissa no pudo dormir. Rezaba a su Dios y

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al Gran Espíritu para que se lo devolviesen sano y salvo. Ella lo
amaba y era demasiado joven y noble para morir.

Dio de comer a los animales y aseo la cabaña, pero a las pocas horas
terminó con la tarea y comenzó a deambular por la casa como una
sonámbula.

Pasó la noche sentada junto al fuego, con la vista clavada en las


llamas, sollozando, suplicando una señal. Llegó la mañana y ante
cualquier ruido salía al umbral a ver si era él que regresaba.
Escudriñaba el bosque en busca del mínimo indicio de su llegada.

Ese segundo día se le tornó un siglo. No le importaba morirse de


hambre o de frío, ni ser atacada por algún animal salvaje, en realidad
su vida sin él ya no tenía ningún valor.

Esa noche la despertó del sopor en el que había caído por tantas horas
de vigilia, el aullido lastimero de los lobos y entremezclado unos
ruidos, como que algo se arrastraba en la nieve. Se asomó por la
ventana y lo vio, acercarse lentamente, como si las piernas le pesasen,
traía a hombros a un gran venado. A pocos metros de la casa cayo
como fulminado por un rayo.

Salió corriendo de la casa y saco a uno de los caballos con gran


esfuerzo, pues las patas se le hundían en la nieve. La tormenta y el
viento arreciaban duramente. Lo ató por las piernas y lo arrastró hasta
la cabaña, lo puso junto al fuego, luego hizo lo propio con el venado y
devolvió el caballo al refugio.

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A pesar de estar a pocos metros de la casa, la ventisca, no le permitía
avanzar, el frío le cortaba la cara como si fuesen cuchillas. Cuando
logró entrar a la casa, se calentó unos segundos en la chimenea.
Estaba entumecida.

Con mucho esfuerzo arrastró al hombre hasta su cama, lo puso arriba


y lo desnudó. Tanto la ropa como el calzado de Lobo Blanco estaban
congelados. Lo secó y lo cubrió con mantas y pieles, con todo lo que
había en la casa. Luego colocó brasas en varios cacharros y los
dispuso rodeando la cama. Rápidamente el calor comenzó a sentirse
en la estancia. Le hizo beber un trago de wisky, el se estremeció pero
no volvió en sí.

Agregó más troncos a la chimenea y le dio a beber caldo caliente.


Levantó las mantas y comprobó que las piernas del guerrero, no
entraban en calor, así que hirvió agua y llenó algunas cantimploras y
las colocó entre las mantas y las pieles sobre las piernas del guerrero.

Melissa se acostó junto a él, el calor de su cuerpo y lo demás tendrían


que hacerlo entrar en calor. Mientras esperaba que reaccionase,
rezaba con todas su fuerzas

Poco después comenzó a quejarse, el calor en sus piernas semi-


congeladas le hacía sentir, como si mil agujas se le clavasen. El dolor
lo despertó y la encontró tendida durmiendo junto a él.

Era tan menuda y frágil en apariencia y con el calor de su cuerpo lo


había salvado. Acarició los cabellos rojos de la joven, el rostro pálido

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y lleno de pecas mostraban el cansancio de la vigilia y la
preocupación. Había caído rendida en un sueño apacible y profundo.

- Melissa...

Le susurró. La joven entreabrió los ojos mientas él le decía.

- Ya estoy bien, mis piernas se han recuperado.

Melissa no le contestó, solo esbozó una sonrisa y se abrazó a él


llorando, entonces descubrió los sentimientos que anidaban en ella, y
respondió al abrazo con infinita ternura. Entre sollozos Melissa le
contó como lo vio desmoronarse frente a la casa y el miedo que la
había invadido durante su ausencia

- Tuve miedo, creí que morirías

- Si no me hubieses ayudado, seguramente habría muerto.

Melissa se apartó un poco de el, y él hizo el ademán de levantarse,


pero ella lo retuvo diciéndole enérgicamente

- ¡Ni lo pienses! Aún necesitas calor y la cama es lo


suficientemente grande para ambos.

Él sonrió y le respondió

- Tranquila, me quedo en la cama ¿Sabes que ya pagaste tu


deuda?

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- ¿Que deuda?

- Yo te salvé la vida y tú me la salvaste a mí, así... que ya no


eres de mi propiedad.

- Soy de tu propiedad, lo que ocurre es que ahora tú eres de mi


propiedad.

El sueño los venció y a la mañana siguiente cuando despertaron


estaban abrazados, se miraron largamente y Melissa en un impulso
beso dulcemente los labios del joven, con infinito amor y pasión.
Cuando se separó él le dijo.

- Soy un hombre, no juegues conmigo, no quisiera hacer nada


por lo que luego me odiases.

- Tú eres un hombre y yo una mujer y...te amo, te amo con


locura.

Él sintió que el corazón se le salía del pecho, también estaba


locamente enamorado de ella, aunque no había abrigado esperanza
alguna y se apresuró a aclararle.

- Tú eres blanca y yo un mestizo.

- Un hombre y una mujer, que solo se tienen el uno al otro, se


cuidan y se aman, eso es lo único que importa.

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El no pudo resistirse y comenzó a besarla apasionadamente, sentía
como si la razón de su existencia hubiese sido conocerla a ella. Como
si siempre la hubiese estado esperando. Se separó y le dijo

- No puede ser

- ¿Por qué no? Tu gente y la mía cree que somos iguales ¿Qué
nos importan ellos? Aquí en nuestro mundo solo estamos
nosotros.

- Esta vida no es para ti.

- Deja que sea yo quien decida la vida que quiero.

- Nadie casará a un salvaje contigo.

- ¿Y?

- Me dijiste que no era correcto aparearse como los caballos,


que a tu Dios no le gustaba.

- Conozco el rito del matrimonio, y en ausencia de un pastor


puede oficiarse sin él.

Le dijo la joven. Luego el silencio y las miradas de ambos se cruzaron

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en un instante eterno y profundo como los sentimientos que se
profesaban. En el fondo saber que el otro sentía lo mismo, fue un
alivio, habían amordazado sus sentimientos para no ofenderse
mutuamente.

- Dime si me amas, si deseas que sea tu esposa, la madre de tus


hijos. Dime si has pensado alguna vez que te gustaría
envejecer a mi lado. Si es así, todo lo demás carece de
importancia.

- Te amo con locura, pero temo hacerte daño, no quiero que


sufras como mi madre.

- Tú no me has raptado, ni mancillado. Deseo con toda mi alma


ser tu esposa, lo desea mi mente, mi corazón y mi cuerpo.

- ¿Estás segura?

- Sin ti no quiero seguir viviendo, he descubierto que tú eres la


razón de mi existencia. Contigo me siento segura, libre, plena.

El se emocionó y esbozó una sonrisa, ella continuo diciendo:

- Nunca había sido tan feliz en mi vida, como lo soy ahora y sé


que ninguna otra vida me dará más dicha que estar junto a ti
hasta el final de mi existencia.

Él le acarició el rostro, no dijo nada, pero no fue necesario, sus ojos


hablaban, la mirada del joven desbordaba ternura y amor. También él

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sentía que sin ella la vida dejaría de tener sentido, era la única persona
que lo había amado verdaderamente.

Ella se incorporó en la cama y con toda solemnidad le dijo:

- Lobo Blanco ¿Quieres que yo, Melissa Gordon sea tu esposa


en la salud y la enfermedad, en la riqueza y la pobreza?
¿Prometes amarme, cuidarme, respetarme y serme fiel hasta
que la muerte nos separe?

- Si quiero

- Yo, Melissa Gordon te quiero Lobo Blanco como mi legitimo


esposo, en la salud y la enfermedad, en la riqueza y en la
pobreza, y prometo amarte, respetarte, cuidarte y serte fiel
hasta que la muerte nos separe. Y si soy llevada al mundo de
los espíritus antes que tú, te esperaré en el otro lado, porque mi
amor por ti trasciende la vida y la muerte. Le pido al Gran
Espíritu permiso para unirnos en matrimonio, prometo respetar
la naturaleza y venerar a los antepasados. Que el creador de
todas las cosas del cielo y de la tierra nos convierta al uno en
prolongación del otro por siempre.

Él la miraba asombrado, la vitalidad y las ocurrencias de Melissa, le


hacían gracia pero le encantaban. Ella dijo riendo.

- ¿Qué esperas para besarme? Ya soy tu esposa.

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La beso dulcemente, tímidamente, sin poder convencerse de lo que
ocurría, era real, por fin la vida le daba algo bueno, por fin era
plenamente feliz, podría olvidar el pasado, ya no importaban los
odios entre indios y blancos, ahora tenía su mundo, un mundo lleno de
amor.

El Gran Espíritu, le había premiado con una mujer que siempre reía,
que a todo le buscaba el lado positivo y que trabajaba incansablemente
por hacer ese hogar que habían creado más acogedor.

Él la había bautizado con un nombre indio: Ardilla de Fuego. Ardilla


por lo inquieta y fuego por el rojo de sus cabellos.

La carne del venado sería suficiente hasta que terminara el crudo


invierno. Ese día ella lo saló y racionó para que su hombre no tuviese
que volver a arriesgar la vida.

Se amaban, eran felices, ya no les molestaba el frío y hasta los más


pequeños problemas los solucionaban con alegría. Ambos sabían que
juntos podrían vencer todo.

El otrora Lobo Blanco, serio, pensativo, callado, preocupado, triste y


con el ceño fruncido, había dejado paso a un hombre divertido,
bromista, juguetón, tremendamente tierno, apasionado, feliz.

Melissa comenzó a llamarlo Lobo a secas, era más corto, él lo aceptó


riéndose y la empezó a llamar Mel. Se acostumbró a dormir en la
cama y continuó aprendiendo cosas de los blancos.

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Muchas tardes, las pasaron acostados sobre las pieles junto a la
chimenea, amándose y prodigándose dulces palabras, mientras
continuaba nevando fuera de su nido de amor.

El se quedaba a veces en silencio observándola. Sentía un poco de


temor a que la vida le arrebatase ese mundo pequeño y maravilloso
que se habían construido. Miedo a perder a su Ardilla de Fuego. La
mujer destinada en esta vida y en otras para él.

No tenia dudas, estaban unidos por un lazo invisible y sagrado, una


cadena mágica que invadía todos los mundos. Ellos habían sido
creados desde el principio para estar juntos hasta el final de los
tiempos.

Ahora comprendía su pasado, él lo había llevado hasta donde estaba,


si su pasado hubiera sido distinto no la habría hallado. El precio que
había pagado había sido alto, pero merecía la pena. Ahora entendía
que las cosas ocurren por algo, que nada es arbitrario, que todo tiene
un porqué.

Sabía que si un día sus cuerpos se separaban, continuarían unidos en


un amor sublime, conectados por el corazón. Porque palpitaban al
unísono, aún en la distancia, en el tiempo, en la vida y en la muerte.

Nunca hubiera podido imaginar que hallaría un amor tan grande.


Sentía que el sentimiento trascendía del mundo visible, que iba más
allá del amor de un hombre y una mujer.

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Se cortó el pelo como los blancos y dejó su bolsa de amuletos en un
baúl junto con todas sus cosas indias, debía transformarse en un
blanco, con el tiempo nadie debería conocer su origen, tal vez cuando
estuviese listo, podrían abandonar la montaña e irse lejos.

Era el comienzo de su nueva vida, una vida llena de promesas y futuro


junto a su amada, a su pequeña e inquieta Ardilla de Fuego. Cuando
las nieves cesaran, iría a colocar la cinta roja en el viejo árbol, quería
que su padre supiese que era feliz, quería que conociese a Mel. Tal
vez así el viejo cacique podría recuperar la sonrisa. Tal vez era el
momento de que Halcón Veloz tuviese una alegría.

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La primavera

Por fin el manto blanco comenzó a remitir, las plantas brotaban


exultantes, la nieve había sido provechosa para el mundo vegetal que
recuperaba su esplendor con un verdor sin igual.

Los pájaros cantaban alegremente, anunciando a los cuatro vientos, el


inicio de la estación más bella. Época de renovación y renacimiento.
Se iniciaba el gran ritual anual, emergiendo victoriosa del oscuro y
frío invierno, la esplendorosa primavera, llena de promesas.

El paraje era invadido por la alegría y el colorido, contagiando a los


jóvenes, ya inmensamente felices por haberse encontrado. Sus
corazones enamorados descubrían, junto a la naturaleza renovada, que
cada instante vivido era un gran milagro.

Las cosas más simples tenían connotaciones especiales. Lobo, que


antes se sentía triste en esa soledad, daba gracias al Gran espíritu por
haberle dado el privilegio de residir en ese lugar maravilloso y único
junto a su Ardilla de Fuego.

Mel descubría la grandeza de la naturaleza y agradecía a su Dios el


haber sido premiada con ese destino.

Abrió las ventanas de par en par, dejó que el aire, el sol, el perfume de
los pinos y las flores entraran en la casa. Iba de un lado a otro
canturreando y haciendo bromas.

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El no esperó al verano, inmediatamente se dedicó de lleno a la caza y
la pesca. A la venta de las pieles. No quería el próximo invierno tener
que alejarse de su amada y poner en riesgo su vida, era demasiado
feliz para hacerlo.

Cazó mucho, vendió muchas pieles a muy buen precio, ya que las
llevaba al pueblo curtidas lo que aumentó su valor. Melissa
confeccionó algunos abrigos de pieles y de cuero para los blancos.

Pudieron así comprar muchas provisiones y cosas para mejorar la


casa. El joven colgó la cinta roja en el viejo árbol, quería que su padre
viniese a verlo. Cuando Halcón Veloz se acercó días después a la
cabaña, la vio, le llamó la atención el color rojo del pelo de la joven.

Lobo Blanco los presentó, Mel le ofreció a su suegro un trozo de su


delicioso pastel de moras. El cacique no pudo disimular su emoción y
alegría al ver a su hijo pequeño feliz, como nunca antes lo había
visto. Ese verano fue a verlos con frecuencia y a llevarle a Melissa
presentes. Deseaba agradecerle de alguna forma la felicidad que le
daba a su hijo. Además ella le encantaba por su simpatía, su risa y su
sencillez.

Halcón Veloz disfrutaba viendo como ambos habían hallado la


felicidad total en el otro, en ese paraje solitario, rodeados de pinos y
silencios, donde solo les acompañaba El Gran Espíritu y el murmullo
del río cercano les acunaba.

Cuando el tiempo se los permitía, daban largos paseos, por el bosque


o en canoa por el río. Las noches de luna llena se tendían sobre la

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hierba y admiraban la bóveda celeste, plagada de minúsculas
luciérnagas brillantes, las estrellas. Lobo le relataba antiguas leyendas
de su pueblo que hablaban de la llegada de los dioses desde las
estrellas lejanas.

Todos los descubrimientos que había hecho Lobo en su diálogo mudo


con los espíritus del bosque se los fue explicando a Mel. Ella abría la
boca y los ojos asombrada ante la gran sabiduría de su hombre. Ante
sus palabras todo cobraba sentido y lo más maravillosos era el
lenguaje simple, la explicación clara de temas tan profundos.

Ir al bosque y escuchar el sonido de las cosas, era la gran aventura del


conocimiento. La joven aprendió a escuchar los susurros del silencio.
El lenguaje mudo de los árboles, el mensaje del aleteo de las
mariposas, a sentir la mágica presencia de los seres invisibles que
poblaban el bosque, los murmullos del aire. Se abrazaban a los
troncos de los pinos milenarios y sentían la energía de la savia viva
recorriendo sus carnes.

Las creencias de los indios eran mágicas y poderosas por su sencillez,


por sus verdades tangibles. Vivir con el guerrero en ese maravilloso
entorno era muy enriquecedor.

El carácter jovial y alegre de Mel, había devuelto la sonrisa, las


ilusiones y las esperanzas al apuesto guerrero. Ella vivía pendiente de
él, de complacerlo, mimarlo, prepararle ricas comidas, confeccionarle
ropa como la del blanco y hacer buenos abrigos de pieles para ambos.

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El nunca le exigía nada, la admiraba por su voluntad y su fuerza, por
su capacidad de adaptación. Gracias a ella había aprendido a leer y
escribir la lengua del blanco correctamente y se preocupaba de que no
le faltase nada.

Para ambos, hacer feliz al otro era su meta, era la forma de


demostrarse el amor que se profesaban.

Una tarde vio que brillaba algo en el fondo del río, se zambulló y
comprobó sus sospechas. Era oro, grandes pepitas de oro en el lecho
del río, en una zona de muy poco declive, donde la corriente era casi
imperceptible. Decidió no decirle nada a su esposa.

Se dedicó a extraer todo lo que pudo, alternando su tiempo con la caza


y la pesca. No era conveniente venderlo por el momento, pues el
blanco comenzaría a invadir la paz del lugar y se ensañarían con su
unión.

Además, si un indio intentaba vender el oro seguramente hallaría la


muerte en alguna emboscada. Decidió atesorarlo y guardarlo para el
momento oportuno.

En la tienda del pueblo compró unas pequeñas redes que le permitían


pescar más en menos tiempo. Las piezas pequeñas las devolvía al río y
solo dejaba para alimentarse a los peces adultos.

Así consiguió no solo tener más que suficiente para el invierno, sino
vender pequeños barriles con pescado salado en las tiendas de los
pueblos circundantes. Lo que no se le ocurría a él se le ocurría a ella,

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tenían una buena economía, con la venta de pieles, abrigos, pescado,
huevos y leche, habían logrado un pequeño capital, además de tener
reservas de alimentos para dos inviernos.

La estancia principal, se les quedó pequeña y olía bastante mal con el


pescado almacenado, así que anexó otro cuarto como despensa y para
guardar la leña del invierno.

Cubrió las rendijas de la pared con una mezcla de paja, barro y resina
de los pinos para evitar que se filtrase el frío. Puso cristales en todas
las ventanas y piso de madera en todas las habitaciones. Construyó un
pequeño establo para los caballos y la cabra a la que ya le había
conseguido un compañero. Tuvieron cabritos y así aseguraron la
provisión de leche.

Reunió pastos frescos y compró tres carretas para tener alimento


suficiente para los caballos durante el invierno. Durante la primavera,
el verano y comienzos del otoño, los llevaba a pastar cerca, en un
pequeño valle cercano, durante un breve paseo matinal que ambos
realizaban, todos los días. Mel aprendió a cabalgar a horcajadas y a
pelo y resultó ser un gran jinete.

La cabra daba mucha leche, así que Mel pudo hacer bastante queso
para el invierno, no solo de cabra, ya que su economía les permitió
comprar una vaca lechera. Los quesos y la mantequilla que hacía Mel
se vendía a muy buen precio en los pueblos cercanos.

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Lobo distribuía las mercancías en diferentes sitios, no quería levantar
sospechas. Era evidente que toda la tarea para llegar al producto final
no podía hacerlas una sola persona. Él daba igualmente a entender que
los productos eran resultado de trueques.

Nadie debía saber que la mujer blanca y el mestizo eran marido y


mujer. A veces bajaban cabalgando juntos y se separaban poco antes
de llegar a la civilización, Mel hacía algunas compras y luego se
reunían a las afueras, para no ser vistos.

El claro del bosque donde vivían no quedaba de paso a ningún pueblo,


por el momento su amor y su secreto estaba a salvo, aunque ambos
sabían que un día u otro, deberían irse.

Mel hizo una pequeña huerta y así pudieron comer ese verano
verduras frescas. Preparó conservas de frutas, verduras y mermeladas.
La casucha inicial de los animales, la dejaron para las gallinas, ya
tenían veinte y un gallo.

Llegó el invierno y con él la época del descanso pues las tareas se


limitaban a atender los animales, limpiar la casa, lavar la ropa y
cocinar, lo que les dejaba mucho tiempo para aprender el uno del otro,
disfrutando de su gran amor, que se agigantaba cada día más.

La felicidad los embargaba, a medida que más se conocían, sabían que


nadie podría borrar ese amor y que ni la muerte podría separarlos.

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Llegó nuevamente la primavera, ansiada por la maravilla de su
esplendor, pero época en la que podían disfrutar muy poco el uno del
otro, era el momento del trabajo duro.

Lobo Blanco alternaba la caza, la pesca, la búsqueda de oro, con las


compras para cubrir sus necesidades y la venta de los deliciosos
productos de Mel.

Tenía ya reunidos cinco kilogramos de oro, una gran fortuna que les
permitiría vivir holgadamente en el Este, para el resto de sus vidas.
Mel no sabía nada, era el gran regalo, la gran sorpresa que le daría a
su esposa, si todo continuaba así de bien, en uno o dos años podrían
marcharse muy lejos, donde nadie los conociese y comenzar una
nueva vida. Tal vez a las tierras de donde provenía el hombre blanco,
a Europa.

Lobo aprendía con ahínco las costumbres del blanco, ya comía con
cubiertos, Mel le cortaba periódicamente el pelo, se vestía como los
blancos, hablaba como los blancos. Pero su parte india afloraba con
frecuencia, quería olvidarse de ella, necesitaba olvidarse de ella. Su
aspecto era el de un blanco a pesar de su piel sutilmente cobriza.

Soñaba algún día poder vivir integrado con la gente. Así trabajando
muy duro y amándose intensamente, transcurrieron dos veranos
más.

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El hijo

A finales de ese quinto verano Mel le dio la buena nueva, la llegada de


un hijo. El fruto de un gran amor.

La noticia les llenó de regocijo a ambos y la felicidad fue creciendo


con el transcurso de los días. Estaba ya muy cerca la llegada del
invierno, el quinto que pasarían juntos disfrutando el uno del otro, en
ese pedacito maravilloso del mundo que el destino les había dado.

No les preocupaba demasiado la duración o crudeza de la estación de


las nieves. Con el duro trabajo de la primavera y el verano,
conseguían no solo tener alimentos más que suficientes, sino que
podían vender prácticamente la mitad de ellos, permitiéndoles ahorrar
dinero. La buena fortuna les sonreía.

Los primeros meses Mel no se hallaba muy bien, pero era lo normal
en el embarazo. Muchos vómitos y mareos, pero a medida que
pasaban los días y el frío iba en aumento, la salud de la joven se
resentía.

A pesar que las tareas del invierno eran pocas, su estado, el


agotamiento del trabajo de la época de calor, unido a la fragilidad
física y a la rudeza de la vida que llevaba, hicieron que Lobo se
preocupase.

Temía por la vida de su esposa y el bebe que esperaban. No le


permitía prácticamente hacer nada más que la comida, el resto del

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tiempo estaba junto al fuego leyendo, tejiendo o cosiendo la ropita
para el niño.

En la mente de Lobo, comenzó a anidar el miedo. Ellos eran lo más


importante de su vida. El Gran Espíritu no podía abandonarlo, pidió
perdón por querer renegar de su mitad india, por querer parecerse al
blanco, por pretender un futuro como cara pálida.

Él sabía leer las señales, comprendió que su parte piel roja necesitaba
un respeto, que no podía anular algo que era parte de él. Estaba
obrando con sus pensamientos como un racista. Estaba negando su
esencia.

No podía despreciar sus orígenes, la honra a los muertos y el respeto a


los ancestros era fundamental para poder sentir el espíritu del viento,
la fuerza de la tierra, la pasión del fuego y la pureza del agua.

Finalmente a solas con sus pensamientos y creencias, tomó una dura


decisión, tan drástica que Mel no podía saberlo, nunca aceptaría algo
tan concluyente. Hablaba con los caballos en la lengua india, mientras
les daba de comer y les ponía agua. Solo ellos conocían su decisión.

Lo notó extraño cuando entro a la casa, presintió que algo no iba bien.
En los cinco años que llevaban juntos, nunca se había comportado de
esa forma, lejano y apesadumbrado. Pensó que la pronta llegada del
hijo lo había tornado reflexivo, pero no le hizo preguntas. Si algo
había aprendido era a saber cuando guardar silencio, cuando Lobo
Blanco no quería hablar de algo, no había forma humana de
convencerlo de lo contrario.

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Finalizado el invierno y con Mel de unos seis meses de embarazo.


Lobo se ausentó unos días. No quiso decir donde iba. Ella no se lo
preguntó.

Cuando se alejaba solo unos metros de la casa, el hombre detuvo el


caballo, se giró y le gritó:

- ¡A mi regreso te diré donde fui!

La actitud terminante de él, la hizo que solo asintiera con la cabeza y


le saludara agitando la mano.

El indio cabalgó sin descanso durante un día y una noche, solo se


detenía unos momentos para beber y comer, él y el caballo.
Finalmente divisó el pueblo donde vivían sus tíos y abuelo, su familia
blanca.

No lo recibieron de muy buena gana, pero aceptaron hablar con él.


Les llamó la atención, como se había civilizado el salvaje, casi parecía
un blanco. Vestía como un blanco, hablaba como un blanco se
comportaba como un blanco.

Les contó su historia con Mel, el amor y la felicidad que compartían.


Todo lo que ella le había enseñado, como la conoció y el delicado
estado de salud en que se encontraba. Les rogó que la aceptaran en su
casa hasta que diera a luz, ya que temía por su vida.

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En el pueblo estaría bien atendida y segura, pues había un médico que
podría ayudarla para que sobreviviera al parto. Lobo Blanco había
visto muchas mujeres indias así de debilitadas, como lo estaba su
esposa, algunas con la ingestión de raíces se recuperaban y
fortalecían, otras se quedaban en el camino, a veces dejando un hijo
vivo, otras veces sin poder conseguirlo.

Él le había dado todas las medicinas indias que conocía, pero ella
seguía igual, aunque a veces hacía esfuerzos para disimular ante él y
no preocuparlo. Pero Lobo Blanco sabía como estaba, solo con
mirarla.

El viejo se quedó mirándolo, escudriñándolo con desconfianza. Al


mismo tiempo que sentía una gran emoción dentro de su ser, ante la
gran historia de amor que los jóvenes habían vivido.

Se hizo un largo silencio, sus tíos y su abuelo se miraron entre sí.


Lobo Blanco entonces dijo:

- Aunque te niegues a aceptar mi origen, sabes que no miento,


sabes que soy de tu misma sangre, no te pido nada para mí,
hazlo por el recuerdo de Cinthia, por Mel que es blanca y por
mi hijo que tiene más de blanco quede indio.

El aciano le respondió:

- De acuerdo, tráela, pero tú no podrás quedarte.

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- La dejaré contigo y regresaré a las montañas. Vendré a
buscarla, cuando ya haya nacido el niño, cuando ya esté bien,
para el verano.

Eso eran unos cuatro meses. Lobo Blanco volvió a hablar.

- Hay algo más, no le digan a nadie, que el niño tiene una parte
india.

- ¿Cuándo la traerás?

Preguntó uno de sus tíos

- En una semana o diez días.

El viejo sin mediar palabra, dio media vuelta y entró en la casa. Sus
tíos asintieron con la cabeza y le dijeron que no se preocupase, que la
cuidarían y el origen del niño quedaría a salvo con ellos. Se
mostraron más afables que cuando los conoció. Su corazón se alegró,
era un pequeño paso. Sabía que tal vez, un día lejano, el hombre
despertaría de su ceguera, poco a poco, paso a paso. El cambio de
actitud de su abuelo y tíos era otra señal.

Lobo Blanco descansó por unas horas, comió y bebió, consiguió


hospedaje en una especie de pensión. Lo aceptaron sin problemas, no
se percataron de que era un mestizo. El caballo hizo lo propio en los
establos.

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A la mañana siguiente desayunó copiosamente, se montó en su caballo
y cabalgó raudo como el viento al encuentro de su amada.

Mientras galopaba, sentía el aire perfumado de los campos


acariciándole el rostro, necesitaba los espacios amplios a cielo abierto.
Necesitaba su tierra, sus montañas, al viento bramando, a la fuerza
de los ríos y a la amplitud de las praderas.

Su lado salvaje no se dormía ni un instante, estaba ahí agazapado, tras


la apariencia de un blanco, pero recordándole sus orígenes. No podía
traicionar a su esencia, porque sería traicionarse a sí mismo.

Llegó por la mañana. Le contó a su esposa el motivo de su viaje,


ella hubiera querido negarse. Lo quería demasiado para estar tanto
tiempo separados, pero entendió que era lo mejor.

Se sentía débil y sabía que no estaba en condiciones de afrontar


sola el parto, además sería una carga para Lobo Blanco y él debía
trabajar para pasar tranquilos el invierno. Ese niño que esperaban
era un regalo del cielo, y nada podía malograrlo, así que por él
sabía que debía aceptar la decisión de su esposo.

Lobo Blanco colgó la cinta en el viejo árbol. Dos días después


Halcón Veloz los visitó, se alegró mucho al ver la barriga de Mel,
y estuvo de acuerdo con la decisión de su hijo, nadie mejor que él
sabía lo que se sentía, el miedo que tuvo cada vez que Cinthia daba
a luz.

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El cacique se despidió de la joven y miró fijamente a los ojos a su
hijo, él escondía la mirada, como temiendo que descubrieran sus
intenciones.

Los días que pasaron juntos antes de la partida fueron


maravillosos, Lobo Blanco no se alejaba de la casa y vivía cada
instante como si fuera el último, prodigándole un sin fin de
atenciones, besos, caricias y ternura. Ella sabía que algo le
perturbaba, pero no quiso incomodarlo con preguntas, sabía que si
él no hablaba sería inútil interrogarlo. Cuando Lobo Blanco, no
quería hablar de algo, simplemente bajaba la mirada y se marchaba
a hacer alguna cosa sin contestar. Mel después de cinco años, lo
conocía muy bien.

Cuando llegó el momento de la partida sintió que un escalofrío le


recorría el cuerpo, un mal presentimiento la embargó. Algo en su
fuero interno le decía que no volvería a ver su casa, sintió la
necesidad de llorar y aferrarse a los troncos de los muros de la
cabaña, pero se contuvo, sabía que su esposo también sufría ante la
cercana separación, así que se sobrepuso y disimuló.

Lobo Blanco intentaba parecer el mismo, pero sus ojos, sus


profundos ojos azules, tenían lenguaje propio, su mirada gritaba el
dolor que lo embargaba, sus largos silencios hablaban por sí solos.

Durante el viaje los acompañó el silencio, un silencio que bramaba


en las ausencias y gemía en las presencias. La mirada del guerrero
se perdía en el horizonte, como si la lejanía lo transportase a otras
dimensiones, como buscando huir de la realidad.

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Había perdido la alegría. Había vuelto a ser el Lobo Blanco que


conoció, solitario, con un profundo dolor en su corazón. Por
momentos, sentía que él no estaba allí, porque su alma se elevaba y
Mel no lograba alcanzarlo. Tenía miedo de preguntar y no lo hizo.

Sabía, estaba segura que lo que le estuviese pasando, ella no podría


cambiarlo. Lobo Blanco se hallaba más allá de las cosas del
mundo. Pero aún así distante, taciturno, no dejó de atenderla y
mimarla, como lo que era, su más preciada joya, su vida, su amor,
su otra mitad para la eternidad.

Mientras él se ensimismaba con la maravillosa grandeza del cielo y


de la tierra, ella, veía los sitios tristes, los verdes opacos, el cielo
gris y las estrellas del firmamento titilando apenas, casi apagadas.
Cuando estaban frente a frente, les cambiaba la mirada. Entonces
afloraba toda la ternura que sentía por Mel y el hijo que muy
pronto llegaría. La abrazaba como si quisiera protegerla del mundo
y ella así se sentía segura. Su hombre era valiente y fuerte como el
que más, pero de una ternura y nobleza indescriptible. Hubiese
dado su vida por él.

Cuando llegaron a la granja, el anciano y los tíos la recibieron con


mucha cortesía y respeto. Lobo Blanco valoró esa actitud,
olvidando el rechazo que su familia blanca sentía por él, después
de todo él era solo un indio.

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Mel se despidió de él con mucho miedo, su corazón le decía que
algo ocurriría, que su felicidad no sería completa. Temía no
volverlo a ver y con las lágrimas bañándole el rostro le dijo:

- Júrame que vendrás a buscarme

Él agachó la cabeza y huyendo de la mirada de la mujer, le dijo.

- Lo juro, aquí estarás bien por el momento.

Dio media vuelta y se subió al carromato. Giró la cabeza por unos


segundos y fijó su mirada en el pecoso rostro de Ardilla de fuego, en
sus ojos verdes. Cerró sus párpados y retuvo en su memoria esa
imagen, luego adivinó el rostro de su hijo y sin decir palabra se alejó
del lugar.

Mel vio como su figura se hacía más pequeña hasta que se perdío en
el horizonte. El abuelo la ayudó a instalarse en la casa y la colmó de
atenciones y cuidados. Ella por su parte le devolvió la alegría al
anciano, era como recuperar de alguna manera a su hija.

Mel como siempre inquieta y directa no dudó en preguntarle al


abuelo, el porque del rechazo hacia Lobo Blanco. Él le explicó que
verlo era revivir el sufrimiento de su hija, el dolor de la pérdida de su
esposa. Sabía que su actitud no era la correcta, pero las heridas que
tenía en el alma, no cicatrizaban. Era más fuerte el odio que la razón.

Ardilla de Fuego, le contó lo maravilloso que era el guerrero, quería


que se sintiese orgulloso de ese nieto al que rechazaba, que lo

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conociese a través suyo, que supiese que era un gran hombre que
había sufrido injustamente circunstancias ajenas a él. El abuelo
comprendió en sus palabras, cuan injusto había sido, la disyuntiva del
joven al pertenecer a dos mundos irreconciliables. Aunque no lo dijo
se prometió a sí mismo, tratarlo más amablemente cuando lo volviese
a ver, aceptarlo como lo que era, su nieto, el hijo de su amada hija
Cinthia.

Por su parte Lobo Blanco dedicó esos meses, solo a la búsqueda de


oro, en la casa aún habían provisiones suficientes para alimentarse.
Duplicó la cantidad del noble metal, tenía una gran fortuna en oro.
Mel y el niño tendrían el futuro asegurado.

Se reunió una vez más con Halcón Veloz, no pudo continuar en su


postura de hermetismo y le contó sus planes, el cacique se quedó en
silencio, lo miró y comprendió que nada lo haría cambiar de idea. Tal
vez la decisión de su hijo era muy drástica, pero entendió que era el
único camino.

Se despidieron con un largo abrazo, sabiendo ambos que pasaría


mucho tiempo para que se volviesen a ver. El cacique se marchó
galopando en su caballo, y cuando estuvo lejos comenzó a gritar en su
lengua, increpando al Gran Espíritu, con impotencia y desesperación.
Lobo Blanco lo escuchó en la lejanía y se le encogió el corazón.

A finales del verano, cargó en su carreta las cabras, las gallinas, las
provisiones que aún quedaban, las pertenencias de su esposa, las
pieles que había en la casa, las bolsas de oro, el dinero ahorrado, todo
lo que tenía valor y amarró la vaca por detrás del carro.

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Luego como en un ritual mágico, se vistió con sus prendas de indio, el


pelo le había crecido y cogió su bolsa de amuletos. Regó la vivienda
con aceite y pólvora. Incendió la casa, cogió su rifle y emprendió la
partida.

Durante dos días y dos noches viajó en busca de su destino, el único


posible. Llegó entrada la noche. El abuelo salió a recibirlo con una
amplia sonrisa e infinita alegría y le dijo:

- Melissa tuvo un niño

Estaba tan feliz el abuelo, que ni se percató de que su nieto venía


como un indio.

- ¿Es blanco?

Preguntó secamente Lobo Blanco

- Es igual a Cinthia
Respondió el viejo con los ojos llenos de lágrimas por la emoción.

- ¿Cómo esta Mel?

Inquirió el mestizo

- Bien, hiciste bien en traerla, el parto fue muy difícil, el doctor


tuvo que operarla, aún está convaleciente y no se puede
levantar ni hacer esfuerzos, de no estar el médico, quizás

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ninguno se hubiera salvado. Ella estuvo durante una semana
muy mal, temimos por su vida, se le infectó la herida y tuvo
mucha fiebre, pero ahora felizmente ya está bien. Ven entra a
verlos.

Lobo Blanco lo miró, descubrió en los ojos de su abuelo algo


diferente, se sintió parte de él, el rechazo de antaño había
desaparecido.

Amarró las riendas del caballo y entro a la casa. El corazón le latía


desenfrenadamente, como si se le fuera a salir del pecho. Sus tíos le
dieron la bienvenida amablemente, le presentaron a sus esposas y
conoció a sus primos. Toda la familia al completo le recibió con
alegría. Su hijo y Mel habían obrado el milagro.

Agradeció al Gran Espíritu que su esposa e hijo estuviesen bien, que


su familia blanca lo hubiese aceptado. No todo estaba perdido, había
una esperanza para los hombres. La alegría que sentía se empañaba
con la tristeza de saber que sería la última vez que los vería, a todos.

Subió las escaleras, Mel estaba despierta en la cama, lo había


escuchado llegar. Le recibió con una amplia sonrisa y los brazos
abiertos. Se abrazaron, lloraron y él besó su frente y sus manos con
infinita ternura.

Cogió al pequeño entre sus manos, tenía los cabellos casi blancos,
como su madre Cinthia. La piel era blanca como la nieve y los ojos
azules como el cielo. Se le llenaron los ojos de lágrimas por la

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emoción al mirarlo. Besó suavemente su frente y el pequeño con sus
manitas acarició el rostro de su padre.

Las piernas le temblaron, pero no podía fallarles, era un guerrero y


debía tener la suficiente fuerza para decidir lo mejor para los suyos.
Un hombre debe hacer lo que tiene que hacer, por el bien de su
familia, sin titubear.

Debía aprontarse con valor para la contienda final, no podía dudar, ni


flaquear. La gran batalla de su vida, de la que debía salir victorioso
por ella y por el niño. No temía a nada, ni a la muerte, porque sabía
que viviría en su hijo y su descendencia.

Su espíritu cabalgaría en el viento, en el canto de los pájaros, en la


copa de los pinos, en la hierba de las verdes praderas, en la corriente
del agua, en el fuego de las hogueras.

Sabía que cuando regresase al Gran Espíritu, esa fuente inagotable de


vida, sería poderoso, muy poderoso y podría proteger a sus seres
queridos, de las luces y las sombras del mundo material.

El tiempo que compartió con Mel, el haber podido ver los ojos de su
hijo, eran premio más que suficiente para un hombre. La felicidad que
había vivido era tan inmensa que había borrado los malos recuerdos.

Era un privilegiado en el mundo. Pedir más hubiese sido irreverente.

Tener a ese niño en sus brazos y sentir sus manitas acariciándole el


rostro, hizo que la tristeza ante la inminente separación desapareciese

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de su alma. Solamente por tenerlos a ellos había merecido la pena
vivir.

Lobo Blanco había aprendido en poco tiempo a conocer otros mundos


invisibles, más reales que la propia realidad. El saber de sus
antepasados había prendido fuertemente en su alma.

No era una mera repetición de sus tradiciones, él había logrado


comprender los mensajes ocultos en su total magnitud cósmica. La
soledad, el dolor y el bosque habían sido sus maestros. Le habían
iluminado interiormente, el murmullo del agua, los bramidos del
silencio le habían señalado el camino.

Se sabía parte de un todo universal y único, se sentía parte de ese


infinito e inexplicable. Había traspasado el umbral del mundo
conocido, acariciando otras realidades, reveladas sólo a los elegidos.

El silencio, el maravilloso silencio del bosque le había hablado


muchas veces de corazón a corazón. Sabía que esa vida era solo un
eslabón de una gran cadena, que era la existencia eterna.

Había aprendido lo que tenía que aprender: que el ser humano con su
inteligencia deductiva se había separado de la totalidad, había
olvidado su origen divino y por ello ponía fronteras, separaba, dividía
y sojuzgaba.

Sabía que el mundo no mejoraría hasta que recordara su esencia, hasta


que intentase comprender a los demás, hasta que aprendiese a
perdonar, hasta que supiese el verdadero significado del amor.

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Lobo Blanco había logrado vivir en distintas dimensiones al mismo


tiempo y por ello no tenía miedo a la renuncia.

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El fin

Dejo al bebe en su cuna, se sentó junto a ella en la cama, tomo sus


manos entre las suyas, y con voz firme le pregunto:

-¿Qué nombre has pensado en ponerle?


-Me gustaría que se llamase Kevin como mi padre, si estas de
acuerdo.

- Si, me gusta... su nombre secreto será Halcón Veloz, como mi


padre.

- De acuerdo

Se hizo un pesado silencio Lobo Blanco la miro fijamente a los ojos y


le dijo:

- Quiero que me escuches, lo que tengo que decirte. Debes


entenderme. Tú eres muy inteligente. Sé que me amas como yo a ti,
pero por sobre todas las cosas, hay alguien a quien amamos mas,
somos responsables de su futuro, este niño es fruto de un gran amor,
es nuestro amor.

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Hizo una breve pausa y continúo diciendo:

- He quemado nuestro hogar

Melisa lo miraba sin entender, mientras se le estrujaba el corazón,


algo en su interior le decía que las siguientes palabras de su esposo la
desgarrarían, pero no lo interrumpió.

-Esposa mía el odio entre blancos e indios no cesará, por lo menos,


no ahora, y ser mestizo es una maldición, no se tiene hogar ni pueblo.
Antiguas profecías de mi gente hablan de la llegada del cara pálida
del este y del fin de nuestra forma de vida. Pasaran siglos hasta que
volvamos a recuperar la tierra de los antepasados. Mientras el dolor y
el sufrimiento asolaran a los de mi sangre. Quien sobreviva será
humillado, marginado y pisoteado. Cuando te encontré yo era un
paria, un ermitaño muerto en vida, tu me diste cinco maravillosos años
de inmensa felicidad que han bastado para darle sentido a mi vida. Tu
no puedes vivir siempre aislada y aunque pudiéramos, no podemos
condenar al niño a esa vida, además los blancos avanzaran y llegaran
un DIA a nuestro bosque. Si seguimos juntos, él será repudiado por
blancos e indios y ya que tu Dios le bendijo dándole esa piel tan
pálida y rasgos de blanco, es justo que su lugar este entre los blancos.
Nunca nadie debe saber que tiene sangre india, dile que su padre era
un cazador blanco, que murió antes de él nacer.

- No entiendo, ¿Adonde quieres llegar?

Replicó Melisa asustada temiendo que la nobleza del indio lo hubiese


llevado a tomar una decisión desesperada.

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-¡Júramelo¡

Insistió el hombre en tono imperativo. Nunca antes le había hablado


así. Melissa temiendo la separación, le dijo en tono suplicante:

- Tú puedes pasar por blanco, vámonos lejos de aquí.

- No puedo renegar de mi origen, casi los pierdo a ambos: El


Gran espíritu no me permite rechazar ni despreciar mi raza.

- Eso no es cierto Dios no nos pide esos sacrificios.

- Nunca me arriesgaré a provocar las iras del viento y pagar un


precio tan alto. Soy un guerrero y debo estar pronto para la
batalla, sea cual sea. Júrame que protegerás a nuestro hijo de la
pesada loza que supone ser un mestizo.

- Te lo juro amor mío

Le respondió entre sollozos y la voz entrecortada. Comprendió que


su frágil salud, para él había sido una señal de los espíritus, y que no
podría luchar contra la superstición, elemento fundamental en las
creencias indias.

- No puedo vivir entre tu gente dignamente, si niego mi otra


mitad, tú y él deben quedarse aquí.

- ¿Y Tú?

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Preguntó la joven aferrándose a las fuertes y grandes manos del


hombre, como queriendo fundirse con él para la eternidad, para que
nada ni nadie los pudiese separar.

- Pediré a mis dioses y al tuyo me lleven pronto al mundo de los


espíritus y allí te esperare. Me reuniré contigo cuando llegue tu
hora.

- ¡Dios mío estas loco¡ Te amo ¿Es que acaso no lo entiendes?


No puedo vivir sin ti.

- Podrás por nuestro hijo¡ Por ti y por mí y porque es la única


solución¡

Respondió Lobo Blanco, mientras se soltaba de las manos de la


joven, ella se deshizo en llanto, pero fueron inútiles sus ruegos. Se
mantuvo firme en su decisión, la beso mil veces en el rostro, mientras
sus lagrimas se entremezclaban en sus mejillas, luego, le dio una
carta que había escrito a su hijo, beso al niño, dio media vuelta y salió
de la habitación. Mientras bajaba las escaleras escucho los gritos
desesperados de Mel, entrecortados por el llanto y la impotencia.

- ¡No importa donde estés, te buscare¡ ¿Me oyes indio estúpido?


¡ Iré al fin del mundo si hace falta y te encontraré¡ ¡Si crees
que porque aún no me puedo mover huirás de mi te equivocas,
tú eres mío¡ ¿Me oyes? ¡Sé que me oyes, vuelve, maldito seas,
vuelve aquí, no te permito que me dejes¡ Eres un cobarde¡

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El dolor y la desesperación de Mel lo desangraban, ella continuaba
gritando.

- ¡No importa lo lejos que huyas, te encontraré, descenderé a los


infiernos si es necesario, pero tu volverás conmigo, verás como
volverás¡

Las piernas le temblaban, cada centímetro que avanzaba era como si


tuviese que luchar con mil vientos. El corazón se le hacia añicos, le
faltaba el aire y de sus ojos las lagrimas salían como en cascada,
Respiraba con dificultad y la cabeza parecía estar a punto de estallarle.
Los gritos desesperados de ella le restaban valor y fuerza. De nada
valía ser un gran guerrero, el dolor era demasiado intenso e
insoportable.

Mientras Mel se levantaba de la cama, con fuertes dolores en el


vientre y se arrastraba como podía junto a la ventana, entre gritos y
sollozos desesperados.

En la sala lo esperaba el abuelo, el resto de la familia se había ido a


sus habitaciones, habían escuchado los gritos de Mel y no querían
incomodarlo. Se secó las lágrimas, el viejo se quedó mirándolo y le
preguntó. :

- ¿Vas a abandonarlos?

Lobo Blanco asintió con la cabeza y le dijo:

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- Ven, en el carro hay sacos con oro, es para ellos, protéjelos.
Corre la voz que en el río que baja por la ladera de la gran
montaña roja a dos días de camino hacia el norte hay oro.
Cuando la fiebre se haya despertado, véndelo poco a poco sin
despertar sospechas y compra tierras y ganado, vete con ellos
ayúdales a organizar todo. No quiero que nunca les falte de
nada.

Entraron en silencio el carro en el cobertizo. El joven guardó los


animales y bajó las pertenencias de Mel. El abuelo entonces le
preguntó:

- Tú ¿Dónde iras?

Lobo Blanco cargó el rifle y se lo entregó al viejo mientras le decía:

- Si hubieras tenido un arma cuando raptaron a Cinthia, y la


hubieras tenido a tiro ¿Hubieras disparado para evitarle una
vida llena de sufrimiento?

- Si

Le respondió el abuelo, él continuo diciendo:

- No quiero que Mel siga la suerte de mi madre, ni mi hijo la


mía. Hay un solo modo de evitar que cuando ella esté mejor
me busque.

- ¿Cuál?

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Preguntó el abuelo

- Que alguien de mi sangre me ayude. Un guerrero no puede


quitarse la vida, no podría luego reunirse con sus antepasados.

Comprendiendo el anciano lo que Lobo Blanco le pedía le dijo.

- Hay otra opción, irse al este, Melissa me dijo que lo habían


planeado.

- No puedo renegar de mi mitad india. No puedo elegir una parte


y despreciar la otra. No puedo partirme en dos, soy parte de los
dos mundos. Mi sangre india y blanca conviven en armonía en
mi interior, y sé que eso es lo correcto. Es el mundo exterior el
que está mal, al no entender que no hay diferencias. En el
mundo de los espíritus podré vagar tranquilo mientras espero a
mi amor. Allí no importa el color de la piel, todos los espíritus
son iguales, porque son parte del todo y se reconocen como
tales.

Se hizo un breve silencio y el joven continuo diciéndole al abuelo.

- No solo desprecie a mi pueblo al dejar la tribu, sino al cambiar


mi aspecto, al cazar para reunir dinero y no para satisfacer mis
necesidades, he vivido como un blanco, he intentado ser un
blanco y he ofendido a la madre tierra. No puedo ser solo
indio, no puedo ser solo blanco, por favor ayúdame, hay un
único camino.

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- Un buen cristiano, no puede asesinar a otro fríamente, sin ir al
infierno

- Pero hubieras disparado contra tu hija

Dijo Lobo Blanco escudriñándolo

- Eso hubiera sido un acto de piedad.

- No me aceptas, ni sientes ningún tipo de afecto por mí, aunque


sabes que eres mi abuelo, solo te pido un poco de piedad.
Hazlo por esa mitad de sangre blanca que corre por mis venas
que es la tuya. En este mundo no hay sitio para mí. Estoy muy
cansado, necesito paz.

Los ojos del joven se humedecieron. Los gritos de Melissa habían


cesado, ya no tenía fuerzas, solo se escuchaban débiles gemidos
suplicando.

- Esposo mío no me abandones

Salieron del cobertizo. Lobo Blanco miró fijamente al anciano, vio en


sus ojos algo parecido al amor cuando lo miraba. Dio media vuelta y
se alejó canturreando un cántico ritual indio, llamando a los
antepasados. Los ojos del abuelo se llenaron de lágrimas nublando su
vista ya cansada por los años y el dolor. Se encomendó a Dios y elevó
sus ojos al cielo plagado de estrellas.

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- Señor, no es por odio, es por piedad y amor. Cinthia, hijita, allí
donde estés perdóname por lo que voy a hacer. Espéralo, va a
tu encuentro.

Amartilló el arma, Lobo Blanco escuchó el ruido y se detuvo, no


quería que el anciano fallase. Subió el tono de su voz y su canto
invadió la tensa noche. El abuelo apuntó a la cabeza y aunque sus
manos temblaban, sabía que no erraría el tiro. El blanco estaba quieto.

Apretó el gatillo con firmeza y un fuerte estampido quebró el canto


del guerrero. Solo quedó el silencio de la noche y el olor a pólvora.
Lobo Blanco se desplomó en un gran charco de sangre, murió
instantáneamente, el cráneo le quedó destrozado, no en vano el rifle
era para cazar búfalos. El disparo fue certero, entró por la nuca.

Mientras se encendían las luces de las granjas cercanas y venían los


vecinos a ver lo ocurrido, alguien le preguntó:

- ¡Don Eric! ¿Está usted bien?

El hombre hizo un esfuerzo para reponerse de la lanza invisible que le


había atravesado el alma, para que no se le notara en la voz el dolor y
respondió.

- ¡Si, estoy bien! Solo he matada un indio que intentaba


robarme.

Bajó el rifle y entró en la casa. Mientras... confundido con los


bramidos del viento se escuchaban los alaridos de Mel, que había

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visto todo desde la ventana. El viejo hacía un esfuerzo por contener
las lágrimas por la muerte de su nieto EL INDIO.

El cielo estaba claro, lleno de estrellas que parpadeaban llorando en


silencio la muerte del guerrero. Los espíritus venían a su encuentro
para llevarlo a ese mundo invisible donde no existen razas ni
religiones.

La luna llena rojiza y grande presidía el ritual nocturno, en ese gran


templo que une a todos los mundos en uno, en ese punto de encuentro
cósmico y único.

El viento traía en el aire, mudos cánticos indios que invocaban al Gran


Espíritu para que acogiera al valiente guerrero, para que Lobo Blanco
tuviera la paz y el descanso del que se había hecho acreedor, por su
renuncia y nobleza.

El universo entero sollozaba en silencio, ante el cuerpo inerte del


guerrero, que yacía sobre la tierra.

Sus tíos fueron a recoger el cadáver y lo pusieron en el cobertizo. A la


mañana siguiente se internarían en el bosque y lo llevarían a un
cementerio indio cercano.

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Nobleza y honor

Pasaron los meses y Melissa logró reponerse de su gran perdida,


aprendió a vivir sin él, aunque sabía que habitaba en su interior para
siempre. Comenzó a encontrar a Lobo Blanco en los amaneceres y los
atardeceres, en el canto de los pájaros, en el brillo del sol, en la danza
de las nubes del cielo, movidas por la brisa.

Pudo entender la grandeza de su hombre, pero nunca su drástica


decisión, sabia que tenía razón, que era la única forma de que su hijo
no sufriera la locura de los hombres de aquellos tiempos.

Sabía que cuando llegase su hora, él estaría junto a ella, intangible


pero real, que la llevaría al mundo de los espíritus y que juntos
cabalgarían en otras dimensiones sin miedo a ser descubiertos.

Sabía que en el otro mundo vivirían su amor en plenitud. También


sabía que Lobo Blanco sería su único esposo ¿Cómo podría
reemplazar a un hombre de su talla? Era imposible, le había enseñado
tantas cosas trascendentales, le había mostrado su alma sin trabas ni
recelos.

Era imposible hallar a alguien que lo superase y Melissa no estaba


dispuesta a conformarse con menos. La plenitud de esos cinco años
fue tal, que le bastaba con su recuerdo para alimentar los años
venideros, porque sabía que nunca estaría sola. Él estaba en su
corazón, en su alma, en su mente y en su piel para siempre.

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Se sentía una privilegiada por haber conocido esa clase de amor, muy
pocos seres lo logran. La intensidad de esos años, era más que
suficiente para el resto de su vida.

Durante algunos meses los tíos de Lobo Blanco se dedicaron a buscar


oro, luego corrieron la voz y vendieron la granja. Se fueron hacia el
sur, muy lejos, a comprar tierras. Lograron tener los mejores ranchos
de la comarca. El de Mel y Kevin era el más grande y lo atravesaba un
gran río. Entre toda la familia, les ayudaron a trabajarlo, el abuelo
vivía con Mel y el niño, con el tiempo su fortuna se acrecentó.

Melissa veía crecer a Kevin feliz y despreocupado, tenía los ojos de su


padre, unos ojos azules con una mirada profunda. Decidió escribir un
diario con lo que su esposo le había contado y donde reflejó la
maravillosa historia de amor con Lobo Blanco. No se le escapó un
solo detalle de lo vivido. Quería que a su muerte su hijo supiera quien
era y de donde venía. Encargó a un buen pintor de la época un gran
retrato de su amado esposo, al que fue describiéndole minuciosamente
cada rasgo del guerrero.

Cuando llegó su momento, le entregó a Kevin la carta de su padre, el


diario que había escrito y le dijo que el indio del cuadro era su padre.

Melissa sintió como su alma se elevaba de su cuerpo viejo y cansado y


sintió la mano de su esposo que la llevaba junto a él. El rostro de la
mujer esbozó una dulce y tranquila sonrisa en el instante de la partida,
había hallado la paz y la felicidad infinita. Había llegado el momento
del reencuentro largamente esperado.

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Se fue flotando de la mano de Lobo Blanco, mientras las luciérnagas
de la noche les acompañaban en ese viaje a la eternidad.

Algo maravilloso, una mezcla de tristeza y amor infinito, penetraba la


biblioteca de la gran mansión, mientras el abuelo continuaba con su
relato, esa noche de Navidad.

- Kevin dejó a su hijo el legado, y así fue generación tras


generación, yo he hecho algo más con el diario de Melissa, la
abuela de mi abuelo.

Los ojos de sus nietos y bisnietos permanecían fijos mirando el cuadro


de Lobo Blanco sobre la chimenea, nadie se atrevía a abrir la boca, ni
siquiera a hacer ruido respirando. El crepitar del fuego resultaba
inquietante. El anciano en su silla de ruedas continúo con la historia.

- La hacienda se hizo cada vez más grande. Kevin era un buen


terrateniente y muy hábil con los negocios, así consiguió
multiplicar sus cabezas de ganado por mil y sus tierras por
cien. En generaciones posteriores, se descubrió petróleo y de
ahí viene nuestra inmensa e incalculable fortuna.

Continúo diciendo:

- He hecho una edición limitada del diario de Mel, cada uno de


ustedes recibirá varios ejemplares, para que puedan legarlo a
las generaciones venideras. He encargado varias réplicas
exactas del cuadro de Lobo Blanco, para que todos puedan
colgarlo sobre sus chimeneas.

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Respiró profundamente y bebió un sorbo de coñac:

- Es importante que todos los días lo veáis, para que nunca


olvidéis vuestras raíces, la nobleza y el honor de Lobo Blanco.
Gracias a él desde Kevin hasta nuestros días no ha faltado el
sustento a esta familia, hemos sido respetados por el vencedor,
el blanco, y aunque ya solo nos quede en nuestras venas una
sola gota de sangre india, nunca reneguéis de ella, sentiros
orgullosos de Lobo Blanco.

Los miró a todos y sonrió, sabía que la historia del antepasado había
llegado a sus corazones, porque eran de su estirpe.

- Somos lo que somos gracias a él, a su sacrificio, a su renuncia


a su amor incondicional. Allí donde se encuentren Lobo
Blanco y Ardilla de Fuego, debe ser un paraíso, y aunque
lejanos en nuestro árbol genealógico, debemos honrar su
recuerdo siendo honestos y amando a todos los seres vivos.
Este es mi legado en esta noche. No os vayáis sin llevaros los
libros y los cuadros.

Era entrada la noche, el abuelo al finalizar su relato, dio una cabezada


y se quedó dormido. Sus hijos, nietos y biznietos salieron de puntillas
y en silencio del suntuoso salón y fijaron la mirada en los ojos del
indio del cuadro, en esos azules y profundos ojos de Lobo Blanco su
noble antepasado.

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Epilogo

Mel y Lobo hubiesen podido ser muy felices, tener muchos hijos y
envejecer juntos, pero el destino no lo quiso así.

El blanco llegó un día, arrasó con las costumbres del indio, mató
engañó y asesinó. La soberbia y la ambición fueron su estandarte y
despertaron el lado oscuro del alma del conquistado, y nadie pudo
parar las luchas y las matanzas.

Ríos de sangre regaron la tierra y la muerte asoló valles y montañas.


Aquellas verdes y extensas praderas donde galopaba el indio libre
como el viento, se quedaron en silencio.

Era como si cada grupo, quisiera mostrar al otro cuan sanguinario


podía ser y así se cayó en una guerra absurda, que solo dejo dolor y
muerte a ambos lados.

El rencor fue creciendo y la sed de venganza de unos y otros. Llegó un


momento que el blanco no supo cuál era el origen del odio, mientras
el indio, se apagaba junto a la cultura milenaria y a sus creencias.

Tribus enteras fueron exterminadas, borradas de la faz del mundo. El


búfalo desapareció de las praderas. Las tierras tuvieron dueños y
alambradas, porque el invasor nunca comprendió que la tierra no es de
nadie, que solo somos inquilinos en ella. Mientras... el indio se

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consumía, viendo como su raza milenaria se extinguía ante los
invasores sin poder hacer nada.

Los amerindios están resurgiendo de sus cenizas, como el Ave Fénix


¡Ojalá! Que este renacimiento sea sin odio, sin rencor, solo así se
romperá la rueda kármica de América. Sino, volverá la lucha y esta
vez ellos, vencerán. Pero otra batalla así desangrará a América, tierra
de promesas.

Han demostrado tener la gran capacidad de saber esperar, hasta que el


blanco comprendiese muchas cosas que ellos ya sabían. Han visto
diezmados a sus pueblos, pero aún así, han seguido respetando a los
antepasados y sintiendo al Gran Espíritu latiendo en sus corazones, en
el cielo, en el agua, en el fuego, en la tierra y en el viento.

FIN

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