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1.

EL ECLIPSE DE LA RAZÓN

En las palabras de Bonhoeffer, el «estúpido» es impermeable a cualquier intento de


persuasión racional. Hablar con él es inútil. Ni la evidencia de los hechos ni la lógica de los
argumentos parecen afectar a sus certezas graníticas. Para quienes creen en el diálogo se
trata de un innegable obstáculo, al que sin embargo no es difícil encontrar alguna
explicación, si partimos de la tesis de que la «estupidez» afecta «no al intelecto sino a la
humanidad de la persona» y parece estar relacionada sobre todo con la esfera emocional y
afectiva. La relevancia política de esta esfera había sido inicialmente puesta en evidencia,
en la cultura europea, mucho antes de que la catástrofe del nazismo se abatiera sobre
Alemania: basta mencionar los nombres de Nietzsche, Freud, Bergson, Sorel, Weber o
Pareto. Todos ellos pensadores que, en alguna medida, han expresado su insatisfacción por
una visión de la política que toma como motivaciones fundamentales de la acción humana
únicamente las pasiones «frías», como los intereses, borrando el papel que las pasiones
«calientes», ajenas al control de la razón, ejercen en la historia. Entre tales autores, un lugar
destacado le corresponde a Gustave Le Bon, que en 1895 publica Psicología de las masas”.

Este texto, que obtuvo un enorme éxito en el momento de su aparición, ha vuelto en los
últimos años a ser objeto de un interés que no es solo de naturaleza historiográfica, por los
elementos de anticipación de problemas contemporáneos que en él aparecen. Releyéndolo
hoy, son muchas las tesis que resultan desfasadas y se han visto falsificadas: desde la
teoría de las razas a la del «alma colectiva» de los pueblos sobre la que se pronunció
críticamente Freud, así como los prejuicios antisocialistas que el autor no consigue
esconder bajo la capa de cientificidad con la que intenta revestir su trabajo. Muchas son
también las nociones imprecisas, comenzando por la de «masa», cuya extensión es tan
grande que se aplica indiferentemente a una reunión casual de personas, a un movimiento
organizado, a un jurado o a una asamblea parlamentaria”. Y, sin embargo, en esta obra de
hace más de un siglo es posible encontrar un análisis sorprendentemente revelador de las
técnicas de la propaganda política que habrían de ser experimentadas en el siglo XX y
agudas observaciones sobre los límites de la racionalidad como motivación de los
comportamientos humanos.

Entre las tesis centrales de Le Bon se encuentra la idea de que la acción colectiva solo
puede ser comprendida reconociendo el papel preponderante ejercido por el subconsciente
en la vida psíquica. Lo que define a la masa, en sentido psicológico, es precisamente la
prevalencia de los instintos y pulsiones subconscientes sobre la parte consciente de la
personalidad de los individuos que la forman. Escribe a este propósito Le Bon: «En el alma
colectiva se borran las aptitudes intelectuales de los hombres y, en consecuencia, su
individualidad. Lo heterogéneo queda anegado por lo homogéneo y predominan las
cualidades inconscientes». Y también, en relación con la influencia de las teorías científicas
y filosóficas sobre los comportamientos de las masas: la idea «no Operará sino cuando se
convierte en sentimiento. No hay que creer que una idea produce sus efectos, incluso en
espíritus cultivados, por haber demostrado que es acertada. Esto se advierte contemplando
la escasa influencia que la demostración más clara tiene sobre la mayoría de los hombres.
La manifiesta evidencia podrá reconocerse por un auditorio instruido, pero muy pronto será
equiparada por su inconsciente a sus concepciones primitivas. Si vuelve a verse al cabo de
unos días, manifestará de nuevo sus antiguos argumentos, exactamente en los mismos
términos».

Es importante notar que estas consideraciones presentadas por Le Bon como auténticas
leyes psicológicas valdrían tanto para las personas instruidas como para la masa de los
trabajadores manuales: «En todo aquello que se refiere a sentimientos religión, política,
moral, afectos, antipatías, etc. los hombres más eminentes no sobrepasan, sino en raras
ocasiones, el nivel de los individuos corrientes. Entre un célebre matemático y su zapatero
puede existir un abismo de rendimiento intelectual, pero desde el punto de vista del carácter
y de las creencias, la diferencia es frecuentemente nula o muy reducida». Esta observación,
reiterada en diversas ocasiones, es particularmente interesante para nuestro tema. A pesar
de que inicialmente sostiene que la edad de las masas coincide con el acceso de las clases
populares a la vida política y se muestra particularmente preocupado por el avance del
socialismo, Le Bon observa que el fenómeno de la pérdida del espíritu crítico y de la
independencia moral no afecta exclusivamente a las capas más humildes de la población,
sino a cualquier grupo de individuos que, arrastrado por una fuerte emoción colectiva,
adquiere las características de una masa en sentido psicológico:

«Por el mero hecho de formar parte de una masa organizada, el hombre desciende varios
peldaños en la escala de la civilización. Aislado era quizá un individuo cultivado, en la masa
es un instintivo y, en consecuencia, un bárbaro. Tiene la espontaneidad, la violencia, la
ferocidad y también los entusiasmos y los heroísmos de los seres primitivos a los que se
aproxima más aun por su facilidad para dejarse impresionar por las palabras, por imágenes
y para permitir que le conduzcan a actos que vulneran sus más evidentes intereses. Y así
vemos a jurados dictar veredictos que desaprobaría individualmente cada uno de sus
componentes; a asambleas parlamentarias que adoptan leyes y medidas que rechazaría
personalmente cada uno de sus componentes».

Obsérvese cómo en este fragmento acaba dándose completamente la vuelta al argumento


aristotélico a favor de la democracia, para quien «los muchos, cada uno de los cuales es en
sí un hombre mediocre», acaban adoptando decisiones mejores de las que tomarían los
propios aristoi. Al reunirse afirma, en efecto, Aristóteles «poseen suficiente sentido y,
mezclados con los mejores, benefician a las ciudades, como el alimento impuro, mezclado
con el puro, hace el conjunto más beneficioso que una pequeña cantidad sin mezcla. Pero
cada cual por separado es imperfecto en cuanto a juzgar»”. Le Bon, al contrario, nos
describe individuos que pese a ser razonables y equilibrados cuando toman decisiones
aisladamente en la masa se abandonan a pasiones irrefrenables, abandonando cualquier
inhibición y sentido crítico. Se trata de una tesis que, oportunamente reformulada y
delimitada, ha sido posteriormente reelaborada por las ciencias sociales y sometida a
verificación empírica, como en el caso del famoso experimento inventado y realizado por
Asch, 1955, en el que se demostraría la existencia en los seres humanos de una fuerte
propensión a dejarse condicionar por los juicios ajenos”. En realidad, en el caso de Le Bon,
la tesis se formula en términos tan exagerados y omnicomprensivos que resulta poco
creíble: en su opinión no existe diferencia alguna entre las deliberaciones que se producen
en el ámbito de un jurado o un Parlamento y la conducta irrefrenable de las masas
revolucionarias o criminales. Todas quedan situadas, indiferentemente, bajo la imprecisa
noción de «masa psicológica».
Asimismo, también tiene interés la manera en que Le Bon explica el comportamiento
irracional de las masas, apelando a las nociones de «sugestión» y de «contagio psíquico».
Ciertamente, resulta ingenua la hipótesis según la cual la propagación de los estados de
ánimo de una persona a otra se deba a los «efluvios» que emanarían de la masa, haciendo
caer a quienes están en contacto con ellos en un estado casi hipnótico. Pero el fenómeno
de las presuntas alucinaciones o psicosis colectivas sigue siendo estudiado todavía hoy por
la psicología social, donde se explica a partir de la presencia compartida, en los miembros
de un determinado grupo, de representaciones mentales y esquemas cognitivos que
distorsionan la percepción de la realidad. También las observaciones sobre la falta de
fiabilidad de los testimonios de varios individuos, que tienden a reforzarse entre sí por la
propensión del sujeto a homologarse a las opiniones ajenas, se corresponden con un
fenómeno bien estudiado por los expertos. No en vano entre los admiradores de Le Bon se
cuenta uno de los padres de la psicología social, Serge Moscovici, que ha dedicado un
trabajo precisamente al estudio de las masas”.

Pero lo que convierte la obra de Le Bon en un referente extraordinariamente rico de


sugerencias para la reflexión sobre los desafíos de la democracia en la era de las masas
son sus observaciones sobre las técnicas que consiguen influir sobre los comportamientos
colectivos, formuladas por lo general en la forma de consejos a los políticos que aspiren a
realizar gestas grandiosas, convirtiéndose en meneurs des foules. La idea fundamental,
coherente con la concepción antropológica elaborada por nuestro autor, es que «no puede
rehacerse toda una sociedad a base de las indicaciones de la razón pura», ni pretendiendo
en vano oponer argumentos a sentimientos. Las masas, pero también muchos individuos
individualmente considerados según Le Bon, no tienen siquiera capacidad para entender los
razonamientos más sencillos y se encuentran en un grado de desarrollo intelectual
comparable al de los salvajes y los niños. De ahí que no haya que intentar convencerlos
mediante la lógica, sino recurriendo a imágenes y asociaciones de ideas, basadas en
simples relaciones de semejanza o sucesión. «La masa escribe Le Bon piensa mediante
imágenes y la imagen evocada promueve, a su vez, una serie de ellas sin ningún nexo
lógico con la primera». De ahí la impresión que suscitan en las masas las representaciones
teatrales o la prensa popular, densamente ilustrada, que iba extendiéndose a finales del
siglo XIX. De ahí la sugerencia dirigida a los meneurs de foules a conquistar el auditorio
acuñando eslóganes y expresiones de significado confuso, pero cargado de resonancias
emotivas, recurriendo a la consolidada técnica de la repetición.

«La afirmación pura y simple, desprovista de todo razonamiento y de toda prueba,


constituye un medio seguro para hacer penetrar una idea en el espíritu de las masas. Sin
embargo, esta última no adquiere influencia auténtica sino a condición de ser
constantemente repetida y, lo más posible, en los mismos términos. Napoleón decía que no
existe en retórica más que una figura seria: la repetición. Lo afirmado llega, mediante la
repetición, a establecerse en los espíritus hasta el punto de ser aceptado como si fuese una
verdad demostrada. Así se explica la asombrosa fuerza del anuncio».

Hay quien ha advertido que no es conveniente ver en fragmentos como estos una
prefiguración de las formas de propaganda de masas desarrolladas por las dictaduras del
siglo XX, observando el carácter en el fondo «banal» de la receta de Le Bon, enteramente
centrada en aspectos de tipo retórico. Se impone la cautela. La movilización total de la
sociedad lograda por el nazismo o el estalinismo precisa recursos organizativos que
desbordan con mucho las sugerencias de Le Bon, por no hablar del recurso sistemático al
terror. Las consideraciones de Le Bon resultan sin embargo significativas para reflexionar
sobre la vida de nuestros sistemas democráticos, en los que el cine, la televisión e internet
han multiplicado las posibilidades de crear y hacer circular imágenes, en cantidades muy
superiores a las revistas ilustradas en las que estaba pensando Le Bon, y en las que la
publicidad ha refinado sus técnicas, imponiéndose por doquier como la lengua franca de la
civilización contemporánea.

Al destacar la fuerza movilizadora de las imágenes y de todo aquello que apela a la esfera
emocional y subconsciente, Le Bon no está solo, en su tiempo. Además de los autores que,
en alguna medida, habían anticipado sus temas e intuiciones, como Tarde y Sighele, no
puede no recordarse a Freud, «el mejor discípulo de Le Bon y Tarde» según Moscovici, o
Sorel, con su defensa del mito, que no es, de por sí, ni verdadero ni falso, pero que se
revela eficaz para llevar a la acción a las masas obreras”. La revalorización de la dimensión
instintiva y sentimental de la existencia humana, frente a la lógico-racional, aparece
posteriormente, en contextos diferentes, en un teórico de las élites como Pareto y en un
intelectual ecléctico como Elias Canetti. El paralelismo entre propaganda política y
publicidad comercial encuentra un desarrollo en Joseph Schumpeter, quien le reconoce a Le
Bon el mérito de haber desvelado el carácter irreal de la antropología racionalista en la que
se basa la teoría clásica de la democracia”. Y muchos otros pensadores podrían ser
mencionados aquí, como Wilhelm Reich, autor del polémico Psicología de masas del
fascismo, o como Max Weber, con su defensa de la democracia plebiscitaria y su teoría del
poder carismático, que recalca los apuntes de Le Bon sobre el «prestigio» del jefe (una
especie de «fascinación que paraliza nuestras facultades críticas y nos llena de estupor y de
respeto»).

Un considerable número de pensadores, por tanto, desde finales del siglo XIX, comparte la
necesidad de rebajar la confianza ilustrada en la racionalidad de la acción humana,
invitando a considerar con ojos desencantados el funcionamiento real de las instituciones
políticas. En esta perspectiva los regímenes democráticos vienen a ser habitualmente
reinterpretados en clave elitista, sobre la base de la tesis según la cual, incluso tras la
victoria del sufragio universal, el curso de la historia sigue estando en manos de las
minorías, que son capaces de orientar y manipular la voluntad del pueblo. Un diagnóstico
despiadado, que sería de tontos ignorar. Y que nos ayuda a observar el «problema de los
estúpidos» con instrumentos interpretativos nuevos.

2. DE LA IDEOLOGÍA AL MARKETING

Con su habitual rigor filológico, Remo Bodei invita a reflexionar sobre el significado
etimológico de los términos «masa» y «foule» (en italiano, folla, multitud). El primero deriva
del griego máza, que indica la masa para hacer el pan. El segundo se remonta al latino
follare, que significa «retorcer y golpear los vestidos para lavarlos».

«La idea de “masa” y la de “multitud” implican, por tanto, la actividad de plasmar y presionar.
En Le Bon, en particular, la foule o la masa son una materia modelable en manos del
caudillo político, que guía a los hombres entrando en su mente, escuchando sus exigencias,
comprendiendo sus sueños y pretendiendo darles respuesta como a un eco redoblado de
sus propios pensamientos y deseos. Las multitudes no se dan cuenta por tanto de que
están siendo gobernadas por una voluntad ajena: tienen más bien la impresión de que es el
caudillo quien da voz a sus expectativas tácitas y quien refleja sus nebulosos sentimientos».

Encontramos así una síntesis de las paradojas de la edad de las masas, en las que la figura
clásica del demagogo adquiere los inquietantes rasgos del «psicagogo», que se adentra en
los meandros de las conciencias convirtiéndose en intérprete de humores, fobias, pulsiones
profundas y en ocasiones inconfesables de su «pueblo», reducido a masa inerte que espera
ser plasmada y modelada. En esto, un apoyo fundamental es el que le ofrecen los nuevos
medios de comunicación, como el cine y la radio. Medios que, precisamente por su carácter
«de masas», pueden parecerles a muchos, naturaliter, «democráticos», por más que luego
sucumban a los intereses de los monopolistas de la información y sean perfectamente
funcionales a la propaganda totalitaria.

Es necesario aclarar, en todo caso, que las nociones de «foule» y de «masa» son
susceptibles de ser utilizadas de maneras distintas, más o menos conectadas con el
significado etimológico que acabamos de recordar. Las masas trabajadoras a las que se
dirigen los representantes del pensamiento socialista y comunista no son las mismas a las
que se refieren los teóricos de la «sociedad de masas» del siglo XX, como José Ortega y
Gasset, Emil Lederer, Sigmund Neumann o Hannah Arendt. No se trata solo de una
diferencia de tipo sociológico: los obreros y los campesinos, de un lado; las clases medias,
de otro. Más allá de las ambigiiedades de algunas teorías de la vanguardia revolucionaria,
para los marxistas las masas de explotados y subalternos siguen siendo des tinatarias de
una labor de educación política que ha de llevarse a cabo con las armas de la razón. El
hombre-masa del que trata Ortega inmaduro, mediocre, «sin atributos» es una presa fácil
para la política simbólica e identitaria de los movimientos nacionalistas e irracionalistas.
Asimismo, en la reflexión de Hannah Arendt la vulnerabilidad de los individuos a la
propaganda totalitaria, su tendencia a «estupidizarse», renunciando a pensar con la propia
cabeza y hasta a mirar con los propios ojos, es directamente proporcional al nivel de
aislamiento social y depende de la inclusión, por vez primera en la historia, de masas hasta
entonces desorganizadas y apáticas. En esta perspectiva ya no es posible como hacía Le
Bon equiparar los trabajadores activos del movimiento socialista y sindical con las
multitudes anónimas que se agolpan en las plazas, obedeciendo a leyes psicológicas
primitivas. Es posible, en cambio, encontrar el hilo que une a las teorías de la sociedad de
masas del siglo XX con las reflexiones anticipadoras de Tocqueville, lúcido observador de la
evolución de las costumbres y de la mentalidad en la sociedad americana de los años
treinta y cuarenta del siglo XIX. En el segundo libro de La democracia en América, en
particular, el peligro de que aparezca «un despotismo de nuevo tipo» se relaciona con la
presión hacia el conformismo que ejercen las mayorías y con la tendencia de los individuos
a refugiarse en el ámbito privado, empujados por «una especie de materialismo honesto
que no corrompería las almas, pero que las ablandaría y acabaría por debilitar
silenciosamente todas sus fuerzas».

Estas masas «intermedias», individualistas, estructuralmente «desmovilizadas» pero


siempre movilizables, si bien superficialmente, por nuevos meneurs de foules han vuelto a
ocupar el escenario con la crisis de los partidos de clase y de opinión propios del «siglo
breve». Ellas son el blanco del moderno marketing electoral en la era de la video-política, la
que hoy estamos viviendo. La época en que la centralidad de Parlamentos y partidos ha
dado paso a la de los líderes que hablan directamente al pueblo a través de los medios de
comunicación, en una «campaña permanente» que pretende contrastar y suscitar el
consenso de los ciudadanos en tiempo real, durante el entero arco temporal de la legislatura
%. Y en la que los encargados de las relaciones públicas, los spin-doctors, los expertos en
sondeos que forman el staff del político profesional, tienden a desplazar a los viejos
militantes, en un entorno de personalización de la política y caracterizado por un claro viraje
hacia modelos institucionales de tipo presidencial.

Que la aparición de la televisión y, de momento, en menor medida internet haya supuesto


una mutación radical de las modalidades y los tiempos de la política, es algo que nadie
puede negar. No puede decirse lo mismo sobre la medida efectiva en que la televisión está
condicionando la orientación del voto y contribuyendo a formar además de informar a los
ciudadanos-electores, condicionando sus gustos, esquemas mentales y criterios de juicio,
pues aquí el debate sigue abierto”. Claro que ante el generalizado deterioro del discurso
público, que no puede más que adaptarse a la lógica simplificadora de los medios, que
imponen intervenciones rápidas y buena presencia, parece obligado preguntarse si la
televisión no se ha convertido, en realidad, en una «fábrica de estúpidos». De personas que
no razonan y que se dejan felizmente tele-dirigir tanto en la elección de una pasta de
dientes, como de un candidato al Parlamento. En realidad, probablemente las cosas son un
poco más complicadas y la televisión no es el único factor a tener en cuenta. Los estudios
sobre la percepción subjetiva de la inseguridad en presencia de campañas mediáticas
alarmistas sugieren, por ejemplo, que el miedo injustificado está más directamente
relacionado con el grado de aislamiento social que con la intensidad de la exposición a los
medios de comunicación, la cual, no obstante, también tiene su influencia. Ello es una
prueba de la tesis acerca del peligro que conlleva la disolución de las organizaciones y los
grupos en los que tiene lugar la educación política de los ciudadanos.

Y, sin embargo, no puede negarse la influencia de los medios de comunicación en la


formación de las opiniones y, más aún, en la construcción y circulación de los imaginarios
sociales. En relación con el primer aspecto, los medios de comunicación, y quienes los
manejan, no solo contribuyen a definir la agenda política (aquello de lo que se debe y se
puede discutir), sino que sugieren también visiones del mundo por medio del específico
frame («encuadre», ángulo visual) con el que presentan las noticias. Con una eficaz fórmula
sintética, los medios de comunicación no nos dicen tanto «qué cosa pensar, y no solamente
en qué pensar, sino sobre todo en qué términos pensar sobre un determinado tema o
materia». Así, dependiendo de si la inmigración es presentada como un problema de orden
público o en clave de universalidad de los derechos, las personas tenderán a adoptar
posiciones distintas sobre la materia. Incluso las mismas personas, sujetas a estímulos
diferentes.

Pero no es este el único aspecto de la cuestión. Está, además, el papel de la publicidad y


de los programas de entretenimiento o de infotainment en la formación de los gustos, los
deseos, los valores de las personas expuestas, de forma cada vez más precoz y constante,
a la socialización televisiva: es la cuestión planteada por Pasolini sobre la influencia del
Carosello en el desarrollo de las conductas de los italianos, promoviendo una verdadera
«transformación antropológica» de la masa. Es en este nivel cultural, antes que político en
el que los medios de comunicación pueden resultar un formidable vehículo de deseducación
para las capas más débiles de la población. Que los mensajes transmitidos por la televisión
comercial no vayan precisamente en la dirección de favorecer la «salida de la minoría de
edad» de los espectadores-ciudadanos es algo que está a la vista. Pero quizá no se haya
reflexionado lo bastante sobre cómo la dramatización de los hechos de la crónica cotidiana
y la continua creación de «mundos imaginarios» por parte de la publicidad y la telenovela
está contribuyendo a ese fenómeno de «desconexión de la realidad» que es, para Wolin,
una de las patologías de la edad contemporánea. Agotado por sus lágrimas por la muerte
de Lady Diana o por la derrota de un concursante de Gran Hermano, al
ciudadano-espectador ya no le quedan emociones para vivir en cuestiones que, sin
embargo, le están afectando directamente, como los recortes al Estado social o la calidad
del aire que respira. Consumidor compulsivo de «representaciones fantásticas en formas
dramáticas», a cada hora del día, ya no tiene espacio mental que dedicar a cuestiones
menos fútiles, y más cercanas a la realidad. Esto vale, naturalmente, para quienes no
saben, o no pueden, acudir a fuentes alternativas de información o entretenimiento, como
libros, periódicos, espectáculos teatrales, o incluso programas de televisión «inteligente».
Como apunta Bourdieu:

«el tiempo es un producto extremadamente escaso en televisión. Insisto sobre este


particular porque, como es sabido, hay un sector muy importante de la población que no lee
ningún periódico, que está atado de pies y manos a la televisión como única fuente de
informaciones. La televisión posee una especie de monopolio de hecho sobre la formación
de las mentes de esa parte nada desdeñable de la población. Pero al privilegiar Jos
sucesos y llenar ese tiempo tan escaso de vacuidad, nada o casi nada, se dejan de lado las
noticias pertinentes que debería conocer el ciudadano para ejercer sus derechos
democráticos».

En realidad, la «vacuidad» en torno a la que está construida la fortuna de la televisión


sensacionalista representa, para muchas personas, un «espacio lleno» de emociones,
valores y significados capaz de compensar una existencia opaca y monótona, ofreciendo
modelos con los que identificarse y algún que otro «monstruo», construido a propósito,
contra el que proyectar la ira y las frustraciones.

Vuelven entonces a ponerse de actualidad las páginas de Tocqueville sobre el despotismo


atemperado, que no precisa del recurso a la fuerza para obtener el dominio y que «quiere
que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar». «Es absoluto,
minucioso, regular, previsor y benigno», un poder que «se asemejaría al poder paterno si,
como él, tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril, pero, al contrario, no
trata más que fijarlos irrevocablemente en la infancia».

3. ENTRE IGNORANCIA Y AUTOENGAÑO

El subalterno y el «estúpido» tienen en común la docilidad con la que claudican ante las
simplificaciones y las mixtificaciones de la propaganda. Ambos se distinguen del tipo ideal
del ciudadano corrupto, el cual sin embargo favorece, y no poco, la degradación de los
actuales regímenes democráticos y su progresiva transformación en «kakistocracias», o
«gobiernos de los peores». El ciudadano corrupto persigue conscientemente objetivos que
están en conflicto con la ética pública y, en ocasiones, con el código penal: ofrece su voto a
cambio de favores; razona y actúa a partir de sus intereses personales, siguiendo la lógica
privada del free-rider. Los subalternos y los «estúpidos», exteriormente, pueden
comportarse de forma idéntica, pero sobre la base de motivaciones distintas, y ello hace
que sean más opacos, más difícilmente encuadrables. Su inclinación a creerse todo aquello
que se les quiere hacer creer lleva a pensar que sean víctimas de alguna forma de carencia
o ignorancia.

En el caso del subalterno, la ignorancia desemboca en ocasiones en auténtico


analfabetismo o, en todo caso, en una tal escasez de instrumentos cognitivos que le impide
comprender la realidad y su posición dentro de ella. De aquí la propensión del subalterno a
engañarse sobre sus propios intereses. Diferente es el caso del «estúpido», que por lo
general dispone de bastante instrucción y está suficientemente integrado para saber qué es
lo que le conviene y que, no obstante, se muestra aparentemente incapaz de actuar de
manera consecuente, dada su propensión a dejarse arrastrar por promesas absurdas,
palabras vacías, imágenes tramposas. Pese a ser perfectamente capaz de desenvolverse
en la vida profesional y familiar, el «estúpido» «tan pronto como penetra en el campo de la
política desciende a un nivel inferior de prestación mental. Argumenta y analiza de una
manera que él mismo calificaría de infantil si estuviese dentro de la esfera de sus intereses
efectivos», sobre la base de inferencias ilógicas, de tipo puramente «asociativo y afectivo».

Respecto de la ignorancia que persigue al «estúpido» no puede decirse que consista en la


ausencia de los saberes necesarios para decidir con conocimiento de causa. En regímenes
de censura rígida y de absoluto control sobre la información contrastada, estaría fuera de
lugar hablar de estupidez. Tiene sentido utilizar esta categoría cuando la posibilidad de
saber y, por tanto, de entender y juzgar existe, por más que se vea entorpecida por el
ingente empleo de «“armas de distracción masiva”, vinculadas a la espectacularización no
solo (y no tanto) de la política, como de la vida social» %. Retomando el caso histórico al
que nos hemos referido en este capítulo, es impresionante constatar que Hitler obtuvo los
votos de la mayoría relativa de los electores alemanes sin haber nunca ocultado sus
proyectos criminales, ilustrados con toda clase de detalles en Mein Kampf y en centenares
de discursos públicos. Como observara Arendt, la propaganda de los movimientos que han
precedido y acompañado los regímenes totalitarios era «tan franca como mendaz». Mendaz
porque estaba plagada de inferencias infundadas y fácilmente criticables como la que se
establecía entre crisis económica y existencia de una conjura judía internacional. Franca
porque era perfectamente explícita a la hora de declarar cómo los judíos habrían de pagar
sus presuntas culpas. Ello lleva a excluir que quienes se vieron arrastrados por la
propaganda nazi puedan ser retratados simplemente como víctimas de un castillo
excepcionalmente bien construido de mentiras. Los que quisieron comprender, tuvieron la
posibilidad de hacerlo; quienes quisieron ver, encontraron en torno suyo más de un indicio.

No obstante, no hay duda de que no es suficiente plantear el problema simplemente en los


términos de una alternativa tajante entre «saber» y «no saber», y quizá produzca incluso
algo de confusión, por la imposibilidad de establecer una frontera precisa entre conciencia y
falta de conciencia. Puede, entonces, ser útil reflexionar sobre un tipo particular de
ignorancia, del que se ha ocupado Ernesto Garzón Valdés, que no es fruto de la censura o
el engaño ajeno, sino de una forma peculiar de autoengaño. El diagnóstico de este tipo de
ignorancia ha de cumplir dos condiciones: la posibilidad de tener fácil acceso al
conocimiento y el hecho de que el proceso de aprendizaje tenga consecuencias
desagradables para quien lo experimenta. Dadas estas premisas, es posible que haya
quienes prefieran no saber aquello que intuyen pueda resultarles poco agradable. Así es
como podría interpretarse la posición de Eichmann, cuya ignorancia de las consecuencias
de sus propias acciones, en caso de que fuera tal, «era seguramente el resultado de no
haber querido plantear ciertas preguntas porque sabía que las respuestas serian
desagradables». Podemos extender esta observación a la figura del «estúpido» y poner en
evidencia un aspecto fundamental que lo distingue del subalterno: mientras que este último
ha sido descrito como aquella persona que «desea contra su propio interés», en relación
con el «estúpido» no puede afirmarse lo mismo, ya que sus deseos a menudo parecen estar
en perfecta sintonía con sus intereses inmediatos y materiales (y, si acaso, en contradicción
con sus principios morales). Lo cual no significa que el camino por él escogido sea
realmente el más adecuado, en el medio y largo plazo, para obtener sus fines. En su
propensión a creer solamente aquello que quiere creer, y a ver solamente aquello que le
conviene ver, el «estúpido» acaba poniéndose en cuerpo y alma en manos de hábiles
prestidigitadores y de vendedores de sueños.

En esta perspectiva, los «estúpidos» nos parecen menos inocentes que los subalternos.
Como los ciudadanos-niños del Gorgias platónico, ceden a las artes del cocinero aun
sabiendo, en el fondo, que más les valdría seguir las prescripciones del médico. Ellos están
emparentados con esa peculiar categoría de «errantes» descrita por Locke en una página
del Ensayo sobre el intelecto humano: personas que cometen errores de bulto en sus
valoraciones no por falta de información, ni por su incapacidad para servirse de ella (como
los subalternos), sino porque, aun teniendo a su disposición numerosas «pruebas», les
«falta la voluntad para usar[las]»: «Gente que dispone de riquezas y de ocio y a quien no
falta el ingenio y otros auxilios, temiendo que una investigación imparcial no favorecería las
opiniones que mejor se acomodan a sus prejuicios, a sus modos de vida y a sus propósitos,
se conforman con recibir, sin examen y bajo palabra de otro, aquello que más les conviene y
que esté de moda».

Todo ello obliga a reflexionar sobre los límites de un enfoque ilustrado del problema del
populismo. Kant pensaba que la maduración moral y cultural de los ciudadanos sería
posible garantizando a todos la posibilidad de hacer un uso público de la razón. Libre de
investigar sin censuras, la razón habría finalmente conseguido disipar las sombras de la
ignorancia y la superstición. Las cosas se ha visto que son un poco más complicadas. La
irrupción de la sociedad del conocimiento y el crecimiento generalizado del nivel educativo
no han sido suficientes para erradicar las cambiantes formas de credulidad, ni para disolver
la continua tentación del «miedo a la libertad». Nos guste o no, otras fuerzas, además de la
razón y del interés bien entendido, guían a las personas y sirven de motivos para la acción.
Bien lo saben los psicólogos y los educadores, encargados de la complicada tarea de
desalentar las conductas socialmente peligrosas, como la conducción bajo los efectos del
alcohol o las relaciones sexuales de riesgo. Como observan Miguel Benasayag y Gérard
Schmit, cuando «los psicólogos de la prevención del riesgo en carretera se han interrogado
sobre el fracaso de sus campañas de información se han dado cuenta de que mensajes del
tipo “La velocidad es la muerte” o, peor todavía, “Si aceleras, te matas”, podían convertirse
inconscientemente en una tentación». La asociación entre velocidad y muerte no produce el
efecto automático de favorecer la adopción de conductas prudentes, sino que genera a
menudo el resultado contrario. «Los responsables de la prevención mantienen una
confianza kantiana en la razón como instrumento para evitar la muerte, el dolor y el
sufrimiento. Pero las personas a las que se dirigen pueden actuar y de hecho así lo hacen
contra su propio interés vital o, más concretamente, contra su interés racional».
No se trata únicamente de reconocer que los individuos no son siempre los mejores jueces
de sus propios intereses. Es preciso añadir entendido que los individuos en la acepción no
siempre actúan, y votan, en función del interés más material del término, sino sobre la base
de fines y necesidades de distinta naturaleza, que tienen que ver con los ideales en los que
creen y con la imagen que se han hecho de sí mismos y del mundo. «La gente no vota
necesariamente por sus intereses. Votan por su identidad. Votan por sus valores. Votan por
aquellos con quienes se identifican». Por esperanza o miedo, por simpatía o antipatía.
Dejándose llevar a veces por fantasmas que la razón, por sí sola, difícilmente puede
derrotar. Reconocer esto no significa batirse en retirada ante el avance del irracionalismo,
sino constatar el papel crucial que desempeñan las emociones en los procesos decisorios,
como ha sido sobradamente demostrado por las ciencias cognitivas y la neurología.

CONCEPTOS
● La resistencia alemana fue la oposición de individuos y grupos tanto civiles como
militares en Alemania al régimen Nazi entre 1933 y 1945.
● El nacionalsocialismo, comúnmente acortado a nazismo, fue la ideología de
extrema derecha del régimen que gobernó Alemania de 1933 a 1945 con la
llegada al poder del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán de Adolf Hitler
(NSDAP). Hitler instituyó una dictadura.
● El luteranismo es una de las principales ramas del cristianismo, que se
identifica con la teología de Martín Lutero (1483-1546), un reformador
doctrinario, teólogo y fraile alemán.

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