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Elogio del arroz con huevo

Por Oscar Domínguez

Es plato de soltero, de separado, de echado de la casa, de vago, de


bien y de mal casado, de ocupado, de enemigo personal de la comida
de muchos trinchetes, de facilista, de sujeto escaso de equipaje en
materia gastronómica.
De perezoso, de informal, de cómodo, de no me jodan con comida
fusión ni yerbas afines, de amor por la tierra y el reino animal. Porque
el de arroz con huevo es el mejor matrimonio de cereal con proteína
y un nutriente perfecto.
Me gusta porque se puede “maridar” con chocolate, café, agua, jugo;
porque se deja acompañar de arepa o pan, y se le puede vaciar un
frasco de salsa de tomate y sabe mejor.
Porque se puede comer con cuchara o tenedor, porque la yema del
huevo que queda esparcida en el plato se puede recoger con la arepa
(mejor con el pan); mejor todavía, con el dedo.
Porque no tenés que ponerte a lavar harta loza, porque quita el
hambre, no engorda, no enflaquece, porque el arroz es del carajo, así
sea solo, frío o caliente. Porque la exigente fauna de los dietistas no
tienen nada contra ellos.
Porque nos hermana con millones de orientales pero nos permite
seguir viendo con nuestros ojos occidentales.
Porque a las gallinas se les hace el homenaje de engullírseles su
principal producto de exportación.
Porque se puede comer frito, «arroz a caballo», o revuelto el arroz
con el huevo, porque es económico, porque es el plato colombiano
más consumido, dicho por especialistas, si es que el DANE no se
pronunció al respecto.
Porque nadie le ha hecho un poema, porque se puede mezclar: una
vez comés arroz con huevo, otras huevo con arroz; porque pueden
ser dos los huevos, «en» dependiendo de la gurbia que tengas. Es
ideal al final de la quincena cuando en casa no hay con qué
envenenar una cucaracha.
Porque estéticamente esa mezcla se ve bien sobre el plato, porque
está listo en par patadas, porque es barato (hasta Bill Gates lo puede
comer), porque uno lo aprende a preparar sin que haya ido a la
universidad, ni leído todos los libros del mundo. Es plato de
analfabetas gastronómicos.
También el Papa lo puede preparar en la claustrofobia de su celibato
(y si no, pobre del Papa, de la que se está perdiendo. Se equivocaría
menos y el Espíritu Santo podría tomar compensatorio).
Porque la gente se burla de uno cuando uno dice que le gusta ese
plato, porque no hay que averiguar el pedigrí de la gallina que puso
el huevo; porque sin arroz no hay paraíso.
Porque cómo será de bueno que uno dice de pronto: tal cosa me puso
arrozudo; a nadie se le ocurriría decir: me puse frijoludo.
Porque no enferma, antes te alivia de alguna maluquera. Porque
cuando uno está enfermo o de mal comer, allí tiene la solución;
porque es un plato que no lo inventó nadie: lo inventamos cada vez
que lo preparamos. Porque nunca sabe igual el plato.
Porque sabe igual de sabroso a cualquier hora del día, sobre todo por
la mañana y más por la noche, porque nos vamos a roncar llenos
pero con el buche ligero.

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