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conmovedora historia de uno de los primeros colombianos en pedir la eutanasia

Pocos saben lo que hay detrás del drama familiar de un enfermo terminal. Así fue la vida de José, contada
desde un ángulo muy íntimo.
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La conmovedora historia de uno de los primeros colombianos en pedir la eutanasia Foto: Archivo familiar

Todo estaba listo a las 8:00 p.m. El medicamento del sueño y la anestesia general de tres dosis más de la
normal para bloquear su sistema neurológico, ya le habían sido suministradas y estaban recorriendo su
cuerpo. El silencio ensordecedor con música de fondo se apoderó de su casa, de su esposa, de sus hijos y
de uno de sus sobrinos, quienes lo rodeaban mientras él se encontraba recostado en el sofá.

“¿Está seguro?”, él asiente con su cabeza y dice: “Ya”. Y ahí viene la inyección final: el cloruro de
potasio que va camino a cumplir un deseo por el cual luchó a lo largo de dos años porque, como él solía
decir de joven, “la vida es para vivirla y cuando ya no se puede disfrutar, no se está haciendo nada”.

Su corazón se relaja, acepta su destino y deja de latir. No hubo un 6 de septiembre tan triste como ese.

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¿Quién?

José ‘Chepe’ Gómez Cardona nació el 2 de febrero de 1955 en Manizales, «ay, Manizales de malva. Ay,
Manizales de armiño, prende a tu cuello de nácar el collar de mi cariño», capital cafetera de Colombia.
Era uno de los once hijos de la pareja Gómez Cardona, conformada por José Manuel Gómez Giraldo y
Ana Rita Cardona de Gómez.

Él era el menor de los hombres, pero eso nunca fue un impedimento para que ayudara con los gastos de la
casa cuando apenas era un niño que estudiaba en el colegio: se montaba en su bicicleta y trabajaba
haciendo domicilios en una droguería del municipio. En la ciudad de las puertas abiertas cursó hasta
cuarto de primaria, debido a que sus padres decidieron trasladarse a Bogotá.

Ya en la capital, siguió con sus estudios primarios, así como también continuó trabajando para ayudar a
su familia. Y sí, también haciendo domicilios, solo que esta vez se expandió: no solo hacía entregas para
droguerías sino también para supermercados.

Luego, en su juventud, trabajó como DJ en el Unicorn Club, una exclusiva discoteca de los años 70 que
se ubicaba en la calle 94 con carrera novena. Allá sonaban las mejores canciones de la época: «whether
you‘re a brother or whether you‘re a mother you‘re stayin‘ alive, stayin‘ alive». Y allí estuvo él las
noches que le correspondieron, con su pelo largo un poco crespo, un poco liso, su camisa verde, su
pantalón bota campana y el toque final que no le podía faltar a su conjunto: las gafas oscuras al estilo
John Lennon.

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Años más tarde, José empezó a adentrarse en el oficio de peluquero. Y es que su papá fue profesor de
peluquería en la desaparecida Escuela de Artes y Oficios San Cottolengo, pero cuando José se interesó
por esta labor, su padre ya había fallecido. Sin embargo, inició un curso para adoptar las destrezas que
requería este quehacer de la belleza. Sin haber terminado el curso aún, y bajo su premisa de “yo no quiero
ser empleado de nadie”, abrió su propia peluquería en el garaje de la casa de su familia, ubicada en el
barrio San Rafael.

Con lo conseguido allí, logró montar su segunda peluquería en Trinidad Galán, que luego de muchos años
funcionando fue vendida para abrir una en Pablo VI, de la localidad de Teusaquillo. Por último, se
trasladó al barrio Castilla, donde llegó a ser aún más conocido que en sus otras dos peluquerías anteriores.
Las tres llevaron el nombre de José Peluquería. “Se caracterizó por su carisma y su forma de tratar a la
gente —relató Francia Gómez—. Yo trabajé con él desde que inició en la peluquería y siempre atendió
generaciones de varias familias. Su misma clientela decía que, aparte de ser su peluquero, también era su
psicólogo”.

Síntomas ocultos

A sus 57 años descubrió que tenía una enfermedad para la cual no existía cura. Al principio, José no
quería preocupar a su familia. Además, chocaba con su orgullo. Ese orgullo del que todos tenemos al
menos una pizca, ese que nos obliga a no sentirnos frágiles. “Y es que él era muy orgulloso”, contó su
esposa. Humano, al fin y al cabo.

La primera sospecha por parte de su esposa fue la debilidad que José comenzó a desarrollar en su brazo
derecho. Un día salieron a bailar, como acostumbraban a hacerlo, y ella notó que mientras bailaban, José
se movía de una forma extraña. Enredado. Sin fuerza. “Es que tú no estás bailando bien”,
decía Chepe para no levantar sospechas y librarse de culpas. Pero quién conoce mejor a un esposo que su
propia esposa, y quién puede mentirle a ella que también es madre. La segunda sospecha se dio un día en
que se encontraba jugando fútbol con su hijo José David. Ambos tuvieron un choque fortuito
y Chepe cayó al piso, donde tuvo dificultades para hacer uso del pleno de su fuerza para levantarse. Algo
andaba mal en ese 2012, pero él no decía nada. Seguía guardando su pequeño gran secreto como una
tumba.

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José, consciente de lo que esta enfermedad iba a causarle y de que su secreto no iba a llegar muy lejos,
decidió reunir en el comedor de su casa a su esposa y a sus hijos: Jéssica, Sebastián y José David. Era
2013 cuando decidió revelarles qué era lo que había estado pasando con él en ese tiempo: “Familia, tengo
ELA (Esclerosis lateral amiotrófica). Ustedes se imaginarán lo que viene. Yo quiero hacerme la
eutanasia”. Un baldado de agua fría para tres caras largas que no sabían qué decir. Apenas se escucharon
los suspiros. Él, en su inagotable humor ?que siempre lo caracterizó? e ironizando por lo mucho que
siempre se preocupó por ser original, dijo: “Dios me envió una enfermedad exclusiva. Esto no le da casi a
nadie”. Sus hijos respondieron: “Papá, tú siempre a la moda”.

Conforme avanzaban los meses, el panorama se complicaba aún más. La movilidad de su brazo cada vez
le demandaba más esfuerzo y estaba afectando su comodidad en el trabajo de la peluquería, tanto que él
hacía lo posible para que sus clientes no vieran lo que le costaba usar su brazo derecho mientras hacía un
corte de cabello. Porque ya se habían enterado en su casa, pero nadie más podía enterarse. Él no quería
que nadie le tuviese lástima.

Sin embargo, llegó el día inevitable, ese en el que, definitivamente, ya no pudo volver a su salón de
belleza a ejercer ese oficio que lo había cobijado durante tantos años. Lo que no cambió, en ese entonces,
fue que nadie más, aparte de su esposa e hijos, podía saber de su condición. Y sus empleados siempre
creyeron que a Chepesimplemente le habían hecho una cirugía y pronto estaría de vuelta.
Se vio obligado a usar un bastón para sostenerse mejor y poder seguir caminando. Visitaba a su familia, y
ante los múltiples “¿qué le pasó, Chepito?”, él solo respondía “es que me lesioné el manguito rotador”,
como el hijo, hermano y tío que no quiere angustiar a sus seres queridos.

El principio del fin

Un estudio del National Institute of Neurological Disorders and Stroke (NINDS), publicado en el año
2002 y modificado en el 2010, señala que el ELA “es una enfermedad neurológica progresiva,
invariablemente fatal, que ataca a las células nerviosas (neuronas) encargadas de controlar los músculos
voluntarios. Esta enfermedad pertenece a un grupo de dolencias llamado enfermedades de las neuronas
motoras, que son caracterizadas por la degeneración gradual y muerte de las neuronas motoras. Las
neuronas motoras son las células nerviosas localizadas en el cerebro, el tallo del cerebro, y la médula
espinal, que sirven como unidades de control y enlaces de comunicación vital entre el sistema nervioso y
los músculos voluntarios del cuerpo”.

El problema principal de este padecimiento es que no todos los casos son iguales: se pueden comparar
cuatro casos y todos van a tener matices distintos. Algunos pueden perder únicamente la movilidad en las
piernas, otros solo en los brazos, así como se puede desarrollar en todo el cuerpo. Esto ha dificultado el
hallazgo de una cura, a pesar de que es una enfermedad que data del año 1869. Por tal razón, gran parte
de los pacientes recurren a la eutanasia.

Cuenta Jéssica que, probablemente, José decidió que la eutanasia sería el camino a seguir mientras veía
un documental que fue emitido en el 2012. En él se mostraba a John Quintero, un hombre de 33 años, que
durante cuatro años padeció ELA y pidió que le practicaran la eutanasia para acabar con el sufrimiento
que le causaba estar postrado en una cama las veinticuatro horas al día. El documental también ayudó
a Chepe a ver cómo iba a ser su condición después de que la enfermedad evolucionara.

Así que toda su historia clínica pre-eutanasia empezó con una cita de medicina general en Sanitas, en la
que consideraron que quizá su caso podía tratarse de “problemas musculares”, por ello lo mandaron a
hacer unas terapias de movimiento y, mientras le fue posible, las hizo. Caminaba por las mañanas con la
ayuda de su hijo José David y se bañaba él mismo.

Pero cada día, cada hora, cada minuto y cada segundo que transcurrían, sus músculos se iban
endureciendo más y más. Cada vez le era más complicado mover sus brazos, caminar o hablar.

Tanto que llegaron al punto de adquirir un fármaco que le fue recetado en una cita con un neurólogo en
Sanitas. El medicamento de llamaba Riluzol y costaba dos millones de pesos. Traía diez pastillas. Ellos
tenían claro que los efectos del medicamento únicamente ayudaban a retrasar un poco el progreso de la
enfermedad, así como la necesidad de implementar un tubo respiratorio. Seguía sin existir la posibilidad
de una cura.

Familia es familia, finalmente. Y esa familia trataba de mitigar el sufrimiento de su amado padre y esposo
con todos los recursos que estaban a su alcance.

Sin embargo, un día como cualquiera, José, en el esfuerzo que hacía en su limitado rango de movimiento
frente a un computador, y en la que parecía la mejor labor de periodismo investigativo, descubrió a
Martha Peña, neuróloga del Instituto de Ortopedia Infantil Roosevelt y miembro de la Asociación
Colombiana de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ACELA).
Él la contactó por correo electrónico y empezaron a interactuar por dicho medio. Ella le agendó una cita
para la que tuvo que esperar aproximadamente un mes y medio. A partir de esa cita, Martha Peña se
convirtió en la asesora de José: y aquí fue cuando su proceso para llegar a la eutanasia, que estaba siendo
ignorado por su seguro médico, empezó a convertirse en una posibilidad.

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Amargo adiós

Sucedería un hecho que, sin duda, empeoró su condición: El 21 de noviembre de 2014, en horas de la
noche, falleció su hermana Gessy Gómez a causa de un infarto. Él solía visitarla a ella y a su madre Ana
Rita, que vivían juntas, los fines de semana. Siempre estaba pendiente de ellas lo que más pudiese. Y
ahora la abuela Rita quedaría sola, y quién la iba a cuidar. Y cómo reaccionar ante una noticia inesperada
que no le permitía articular ni una sola palabra. José no podía creerlo.

Lo peor de este episodio fue que él, en aquel noviembre de 2014, aún no había considerado contarle a su
familia que estaba padeciendo ELA: que nadie se enterara porque Chepe no quiere que le tengan lástima,
y mucho menos preocupar a su madre, sus hermanas, sus sobrinos y sus cuñados. Entonces decidió no
asistir ni al velorio ni al entierro, porque la enfermedad ya era notoria y con esta tragedia, solo podía
empeorar.

Ahí quedaron clavados el dolor, la tristeza y la impotencia de no poder despedirse de su hermana. Cómo
sobreponerse a esas pruebas tan arduas de la vida que rozan lo inverosímil, llegando de sorpresa a atentar
contra la tranquilidad.

Adiós, Gessy.

La última navidad

Era 24 de diciembre de 2014. A las 11:55 de la noche ya sonaba el «faltan cinco pa’ las doce, el año va a
terminar», seguido de El brindis del bohemio. Y el cinco, cuatro, tres, dos, uno: ¡Feliz Navidad! Abrazos
vienen, abrazos van. La pólvora retumba en el barrio Castilla mientras las familias brindan y bailan.

Jéssica, Sebastián y José David querían darle un regalo a sus padres. Algo que nunca olvidarán. Y es que
ellos siempre quisieron hacer actividades extremas, entonces qué puede ser mejor que llevarlos a montar
en parapente: ¡Sorpresa! Les tocó hacer un esfuerzo para ahorrar lo necesario, pero sus padres lo valen.
Por ellos, cualquier cosa.

“Entonces vamos a acostarnos, que mañana hay que madrugar”, le dijo José a su familia. Y así fue. Al día
siguiente madrugaron a Sopó. Llegaron al lugar y allí empezaron a preparar a los dos participantes. Al
principio estaban asustados, pero sabían que iban a experimentar una sensación de libertad que nunca
olvidarían.

A Chepe, que ya tenía una movilidad limitada, lo sujetaron con su equipo de seguridad desde el piso.
Además, lo acompañó alguien especializado por su condición.

Todo estaba listo. El instructor corre desde la montaña y a volar se dijo. El viento les golpea la cara
mientras el Sol alumbra el paisaje verde que ven desde arriba. Y todo huele a naturaleza. Y el césped se
ve más bonito. Y la vida se ve más bonita. Un recuerdo más al baúl de la memoria.

Hay un refrán que dice que “uno se muere y nada se lleva”. Al final, lo que queda son los recuerdos, y
este fue uno de ellos.

Un día con José

A esas alturas, el rango de movimiento de Chepe se encontraba prácticamente en cero. Su conciencia


estaba atrapada en un cuerpo que no podía suplir las necesidades básicas por sí mismo.

Podía mover mínimamente las manos mediante un esfuerzo titánico, pero sus piernas ya no respondían al
llamado de su cerebro y su capacidad del habla se había ido para no volver. Entonces, su hijo José David
le hizo una tabla que tenía el abecedario para que él señalara las letras que formaran una palabra y, por
último, una frase con el fin de poder comunicarse. Formar esa frase podía tomarle media hora, pero no
había otra manera.

Su rutina iniciaba cuando lo levantaban en la mañana, porque José se negó rotundamente en los días de su
enfermedad a estar postrado en una cama. Lo sentaban en una silla de ruedas improvisada: era una de
escritorio con rodachines. Lo llevaban a la sala para que viera televisión, aunque él toda su vida odió la
televisión.

Luego llegaba la hora del baño. Lo acomodaban en una silla Rímax que estaba situada justo debajo de la
regadera. Y él siempre intentaba bañarse por su propia cuenta hasta donde podía, pero con la supervisión
de Sebastián y José David, quienes lo cuidaban las veinticuatro horas del día.

Porque aquí los papeles eran distintos: Los dos hombres cuidaban de su padre mientras las dos mujeres
trabajaban.

Después del baño, le correspondía la alimentación. Había que ponerle un trapo debajo del cuello para que
no se ensuciara, y por lo general tenían que darle sopas: los granos ya estaban prohibidos por riesgo de
ahogo. La sobremesa tenía que tomarla en un vaso de plástico para que no fuera muy aparatosa la caída
en caso de que se le resbalara de las manos, aunque él toda su vida odió los vasos de plástico.

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Para la siesta diurna, les pedía a sus hijos que le recostaran la cabeza sobre una mesa. Ahí se quedaba un
buen rato, pero sin exceder un lapso de tiempo de dos horas. Y es que a un paciente que sufre ELA, tienen
que cambiarlo de postura cada dos o tres horas porque empieza a experimentar dolores insoportables.

Moverlo a cualquier lado era lo más difícil: cuando lo alzaban, quedaba en posición recta y luego tenían
que ‘doblarlo’ para acomodarlo en la silla de rodachines. Lo mismo sucedía cuando tenían que sentarlo en
la silla de la ducha.

Las noches tampoco eran sencillas. Tenían que cambiarlo de postura aún más seguido por su
incomodidad y estar pendientes de que no se ahogara. Porque a veces le daban esas crisis de ahogo, y sus
ojos se brotaban mientras él vibraba. En estos casos, ellos solo podían esperar a que se le pasara y
volviera a su estado de tranquilidad.

Esos episodios representaban uno de los mayores miedos de su esposa e hijos: que José muriera ahogado.
Porque ellos querían que pudiera cumplir su deseo de morir en la tranquilidad de la eutanasia y no en la
crueldad del ahogo.

“Mi papá era mi año viejo”, dijo Sebastián entre risas.

El principio del fin II

“Negra, estoy cansado”, le dijo José a su hija Jéssica, mientras sus ojos se volvían dos lagunas de dolor y
desesperación. Había que hacer algo para acelerar este proceso: quizá la doctora Martha podía ayudarlos,
así que acudieron de nuevo a ella.

La neuróloga les echó una mano: expidió una orden que certificaba que José Gómez Cardona padecía
ELA, una enfermedad sin posibilidad de cura. Por lo tanto, su proceso de eutanasia debía hacerse efectivo
tan pronto fuera posible.

Jéssica se dirigió a la Superintendencia de Salud e interpuso una acción de tutela con el certificado
adjunto, con el fin de que Sanitas acelerara el proceso. Llegó la respuesta: un documento de autorización
para dirigirse a la EPS a generar el trámite.

Ella fue a Sanitas del barrio Salitre. Y después de una espera interminable, se dirigió hacia una mujer que
estaba atendiendo en la recepción, le dio el documento de autorización y “ella no tenía idea de qué era
eso, ni sabía qué hacer”, afirmó Jéssica.

— Vamos a archivar esto y vuelva dentro de ocho días, por favor.

— No, ¿cómo así? Yo de aquí no me muevo hasta que me den una respuesta. Denme una solución o les
armo un escándalo en los medios.

Un nuevo caso de lucha contra el sistema de salud nació. Otra persona peleando con uñas y dientes por
los derechos de su padre.

Entonces bajó el supervisor a tranquilizar la marea. “Dame dos días. Iniciaremos el proceso y te
estaremos llamando”. Pocos días después la llamaron como habían prometido, solo que en este caso era
un abogado de Sanitas a preguntar: “¿De casualidad ustedes no están detrás de una fortuna de José?”. Y
es que a veces la realidad supera a la ficción.

El proceso de tramitología consistía en un montón de citas médicas. Primero, con el neurólogo, para que
hiciera varios exámenes que ayudaran a determinar si José de verdad tenía ELA. Pero había que esperar
por esa primera cita, porque el neurólogo que lo atendió meses atrás ya no existía en Sanitas.

La segunda cita fue con la nutricionista, para decirle con qué debían alimentarlo y para recetarle
un Ensure. Y de paso ver si era real su enfermedad.

La tercera con el psicólogo, porque un hombre que desde hace tres años decidió que quería hacerse la
eutanasia y una esposa que lo sabe desde hace dos, necesitaban prepararse para ese día.

— Tú sabes cómo es de duro este proceso, ¿no?

— Sí, pero la verdad es que nosotros como pareja nos hemos complementado muy bien. Por eso apoyo la
decisión de mi esposo.

— Si necesitas más citas, puedes comunicarte con nosotros.

— No, yo por acá no vuelvo.

La cuarta cita fue con el psiquiatra, porque tenían que ver si ese señor no era un loco que creía tener
esclerosis lateral amiotrófica. “El psiquiatra no sabía nada de la enfermedad —aseguró Jéssica—, apenas
la estaba estudiando”.

La EPS tenía que agotar sus recursos: les ofrecieron cuidados paliativos. Lo consultaron con Martha Peña
y ella les aconsejó no someter a José a dicha práctica. Jéssica me contó que “querían volverlo sonso con
morfina. Así él ya no estaría en sus cabales para expresar su voluntad de querer hacerse la eutanasia”.
Opción rechazada.

Ahora, vendrían las juntas médicas para determinar la autorización de la eutanasia, mientras ellos tenían
que llamar a la Superintendencia de Salud para que el proceso se moviera y concluyera lo más pronto
posible.

Se hizo la primera junta médica: hay que hacer una segunda. Se hizo la segunda junta médica: hay que
hacer una tercera. Se hizo la tercera: hay que hacer una cuarta. El desespero y la impotencia se
apoderaban de José, su esposa e hijos.

Hasta que por fin, después de ocho meses entre finales del 2014 e inicios del 2015, autorizaron la
eutanasia. Él eligió el 6 de septiembre.

Entre la espada y la pared

José sabía que ese 6 de septiembre se iba a ir para siempre y aún no le había contado a su familia que
tenía una enfermedad. “O les cuentas tú o les cuento yo”, fueron las palabras de una esposa que
consideraba injusto que su esposo no estuviese siendo sincero con sus seres queridos. Entre la espada.

Era 5 de julio del 2015 y su sobrina Marcela lo llamó para que al día siguiente fuera a la celebración de su
cumpleaños en Villeta. Y por favor, tío, por favor, venga. Entre la pared.

Cómo iba a negarse José si siempre fue el tío favorito. Así que, a regañadientes, el 6 de julio del 2015 se
reunió con su familia. Y allí, después de tres años, todos se enteraron de lo que estaba pasando.
Lo vieron en su silla de ruedas y se alegraron de verlo después de tanto tiempo. Comieron. Rieron.
Adelantaron cuaderno. Y a las 4:00 de la tarde, cuando el sol estaba reduciendo su esplendor, su hijo
Sebastián leyó una carta que había sido escrita por el mismo José:

“Despedida

Celebro este encuentro familiar en mejores condiciones que las dos últimas ocasiones. Quería esta
reunión para contarles acerca de mi situación:

Hace cerca de dos años me acompaña una amante llamada ELA, que hizo lo que mi esposa nunca pudo
hacer: acabarme. Nunca quise hacerla pública para no causar preocupación. Es un mal que desgasta
mucho, y espero que hoy no esté causando lástima, ni pesar.

Yo no estoy enfermo, solo me falta caminar y hablar, nada más. Hoy quiero pedir perdón a quienes en
algún momento ofendí, que me imagino, lo hice.

Les cuento que mi estadía en el planeta tierra es muy corto, pero me iré tranquilo porque logré tener una
buena familia, desde mis padres hasta el último sobrino. Logré tener una gran esposa y unos hijos
espectaculares. Logré crear una marca comercial. Logré vivir la mayoría de edad. Hubiese sido muy
duro si esto me daba a los treinta con hijos pequeños. La verdad, viví a mi manera.

Le agradezco a Dios por haberme dado la oportunidad de decir estas cosas. Gócense este día como yo lo
voy a hacer. Y para empezar, vamos a celebrar el cumpleaños de mi Marce”.

Y nadie pudo aguantar las lágrimas en el silencio. Solo se escuchaban los sollozos.

Entonces, Sebastián puso una canción que Chepe hizo suya en esa época: A mí manera, un cover de
Frank Sinatra interpretado por José José. «Tal vez lloré o tal vez reí, tal vez gané o tal vez perdí. Ahora sé
que fui feliz. Que si lloré, también amé. Puedo seguir hasta el final a mi manera».

El fin del principio

Era 6 de septiembre de 2015. José, con 60 años, sabía que tenía una cita importante. Se levantó para ir
donde cada uno de sus hermanos a comunicarles que se iba para no volver: Elí, Iván, Emma, Francia,
Nubiola…

Mientras señalaba las letras de su tabla con el abecedario, les comunicó: “vengo a decirles que hoy me
voy”. Y cada uno lloró y le dio en la frente el beso del adiós. Se despidió de todos porque a las 8:00 p.m.
todo iba a estar listo. Tenía una cita con la muerte y con El doctor muerte, Gustavo Quintana.

Mientras regresaba a su casa en el carro de su sobrino Diego, articuló una frase con las letras de su tabla:
“con la eutanasia me siento como cuando monté en parapente: al principio puedo sentir el miedo, pero sé
que después me sentiré libre”. Y pocos 6 de septiembre fueron tan tristes.

Adiós, José.

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