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LA CEGADORA

Su pulso firme dirigía los ágiles movimientos de su muñeca, imprimiendo en una


caligrafía perfecta las formalidades de la carta que Roselin, la actual escriba
personal del ministro de defensa de la capital, estaba redactando.
Desde hacía un par de semanas se habían vuelto recurrentes los asesinatos de
algunos caballeros, quienes junto con sus familias eran encontrados degollados
tras varios días de haber “desaparecido”, ya que el olor que empezaban a emanar
los cuerpos en descomposición se empezaba a volver insoportable para aquellos
quienes vivían cerca de los fallecidos. Los cazadores asignados, quienes eran los
encargados de rastrear a asesinos y ladrones que resultaban problemáticos en la
capital, apenas habían dado con un par de pistas acerca de la identidad del
asesino, quien resultaba ser además otro enigma en sí.
Hacía ya unos años habían asesinado a más de la mitad de los mejores caballeros
de la guarnición no solo de la capital, sino también de las regiones circundantes.
Los cazadores que por ese entonces habían tomado el caso por orden directa del
rey habían esclarecido al menos el genero del asesino, gracias a los testimonios
de ciertos mercaderes quienes decían haber visto a una mujer nueva paseándose
por las plazas y los mercados centrales. Afirmaban además que era algo
particular: cubría gran parte de su cara con una capucha, que apenas dejaba ver
sus labios y su mentón. No mostraba nada de piel aparte de lo ya mencionado,
pues vestía un gran abrigo de tela fina que cubría su cuerpo desde los hombros
hasta los tobillos, y sus pies estaban cubiertos por unas botas de cuero negro
cuya planta estaba reforzada con una gruesa lamina de acero. Era ágil entre la
multitud, pretendiendo según algunos querer pasar desapercibida, pero por si su
peculiar aura de misticismo no resaltara lo suficientemente llamativa, si lo hacía
la hoz que sobresalía de su abrigo, cuyo filo resultaba estar imbuido en escarcha
blanca.
Este tipo de herramientas eran todo un lujo para los tesoreros, una magia
prohibida para aventureros inexpertos y un arte olvidado para los herreros mas
habilidosos, pues consistía en la capacidad de traspasar alguna propiedad
elemental a una herramienta o a un arma, y la escarcha, en este caso, era por el
frío que emanaba dicha hoz.
Las miradas que atraía aquella sospechosa figura femenina se debían, más que
por su peculiar e impráctica vestimenta, al valioso artilugio que cargaba consigo,
razón por la que después creyeron que evadía tan ágilmente a las multitudes.
De no ser porque los primeros asesinatos ocurrieron por esa zona, y porque en
cada escena del crimen encontraban rastros de escarcha blanca regados por el
suelo, las paredes y las gargantas de los degollados, aquella misteriosa chica
hubiera pasado más como una anécdota que como una sospecha directa, pero
cabe resaltar el hecho de que no fue vista de nuevo en ningún lado, o al menos
con esa peculiar apariencia. Así que a los cazadores del rey solo les quedaba
averiguar el motivo de los asesinatos y encontrar a la principal y única
sospechosa, a quien empezaron a apodar como La Cegadora.
Todos los asesinados de esa época, justo como ahora, habían sido personas que
habían servido al rey en la cacería de los descendientes de la Sangre del Dragón;
una longeva raza que antaño era venerada casi como si de semidioses se tratase,
ya que su fuerza sobrehumana sirvió hace milenios a derrocar a las grandes
bestias que habitaban el mundo, permitiéndole a las razas inferiores vivir en
superioridad. Sin embargo, tras cierto evento apodado luego como “la gran
traición”, muchos de los descendientes de la Sangre del Dragón empezaron a ser
cazados y ejecutados en eventos públicos, como muestra de superioridad por
parte de la raza que alguna vez había sido salvada.
No obstante, así como La Cegadora, muchos de los luchadores remanentes de los
días de gloria de la Sangre del Dragón no se quedaron sin luchar contra aquellos
quienes deseaban dominarlos, por lo que algunos sabios y consejeros del rey
podrían incluso teorizar que los asesinatos estaban relacionados de alguna forma
con la masacre que se había llevado a cabo hacía ya varias décadas. No obstante,
eran pocos los clanes con la Sangre del Dragón que quedaban vivos, y la mayoría
vivían como marginados buscando la paz en las montañas, o la fuerza para
contraatacar, y si las teorías y conspiraciones de estos eran ciertas, La Cegadora
sería de estas últimas.
Roselin estaba cansada de escribir. Ya había redactado casi toda la información
relevante acerca del caso en la carta, que por cierto iba dirigida al rey.
Únicamente le faltaba concretar con la petición del permiso para llevar a cabo la
estrategia con la que el ministro de defensa pensaba dar con el paradero de La
Cegadora.
Ella parecía atacar periódicamente a los objetivos mas desprevenidos, por lo que
creían firmemente en que si la atraían con una carnada en un par de noches
sería lo suficientemente descuidada como para caer en la trampa, puesto que, al
fin y al cabo, desde el primer día que apareció fue lo suficientemente descuidada
como para pasearse literalmente por el medio de la capital a plena luz del día.
Roselin era cuidadosa con sus palabras. Sabía que el rey podría negar la petición
al ser una estrategia planteada partiendo desde el hecho de que la única
sospechosa que tenían podría no ser la culpable, y de que se basaban en los
testimonios de mercaderes, quienes prestan atención a cada movimiento de los
clientes que atendían, mas no en aquellos quienes evitan pasar por sus puestos
de ventas.
Roselin ya estaba por concretar cuando llamaron a la puerta de la habitación de
la posada en la que se hospedaba.
El pulso se le aceleró ligeramente. No esperaba ninguna visita, puesto que había
sido orden de su actual cliente que la redacción de la carta se llevara en completo
secreto. Roselin se levantó de su silla, y caminó sin hacer apenas ruido hasta la
puerta. Pegó su ojo derecho a la delgada mirilla y se sorprendió al ver no mas ni
menos que a Lewis, el ministro de defensa, su actual cliente. Aún con eso Roselin
se hallaba extrañada, pues no esperaba que fuera a visitara su cliente tan pronto,
ya que el trato acordado era encontrarse en cierta dirección lejos de donde se
estaba redactando el documento, con el fin de que fuese enviado desde otra
dirección a la residencia del rey.
El ministro parecía algo impaciente, así que Roselin no dudó en abrirle la puerta
apenas comprobó su estado. Una vez no hubo barrera se miraron a los ojos por
unos segundos, y sin decir palabra alguna, Lewis entró en la habitación y justo
después Roselin cerró la puerta y puso el pasador. No empezaron a hablar hasta
que estuvieron al otro lado de la habitación.
— ¿Estás por acabar? — preguntó Lewis en voz baja.
— Si… Diría que solo falta su firma y estaría hecho, señor ministro —
respondió Roselin mientras volvía a sentarse.
El silencio se mantuvo durante el proceso, cosa que era habitual entre un escriba
contratado y su cliente, ya que estos tenían por mandato interactuar única y
exclusivamente cuando fuera debidamente necesario con la persona que los
contrataba, con el fin de preservar la confidencialidad de los asuntos que estos
trataban diariamente.
Pero Roselin era diferente.
Una vez firmado el documento, doblado y sellado adentro de un sobre, Roselin se
levantó para estirarse un poco, mientras que por otro lado ahora era Lewis quien
se sentaba en su lugar.
— ¿Necesita algo más, señor ministro? — preguntó Roselin mientras se
incorporaba de nuevo.
Lewis apenas se fijaba en ella, pues todo el caso que tenía entre manos nublaba
su mente por completo. Tras varios pares de segundos, Lewis pudo regresar en
si y volteó a mirar a Roselin, quien seguía paciente esperando una respuesta del
ministro.
— No… Estoy bien.
La mirada de Roselin cambió por una de aburrimiento. Sabía que tenía a alguien
importante frente a ella, pero tal vez en su mente ese tipo de personas eran más
dinámicas en cuanto al arte de la conversación se refiere. Tras unos segundos de
silencio, Roselin se dirigió hacia donde estaba sentado Lewis. Se agachó un poco
hasta quedar mas o menos a la altura de su frente.
— ¿Alguien más aparte de nosotros sabe que estamos aquí? — preguntó
mientras clavaba sus ojos en su rostro.
— Ni siquiera el rey sabe que te tengo conmigo, sería vergonzoso admitir que
la punta de la lanza de este reino no sabe escribir— contestó Lewis,
mientras desviaba la mirada hacia el lado contrario debido a su
incomodidad.
A Roselin cada vez le parecía mas gracioso lo que pasaba con Lewis. Un
importante ministro cuya labor era dirigir la fuerza de una nación no sabía
redactar una simple oración. ¿Cómo había hecho entonces para llegar tan lejos?
¿Cómo es que sabía firmar, pero no escribir? ¿Había estado contratando
diferentes escribas hasta entonces? Una posibilidad que a Roselin se le pasó por
la cabeza consistía en la idea de que en realidad solo tenía un escriba personal,
pero que había decidido hacer uso de una nueva persona debido a la
confidencialidad del asunto, pero en todo caso, ¿No era mas práctico usar a la
misma persona en la que había confiado hasta entonces para redactar algo tan
importante en vez de confiarle semejante tarea a un completo desconocido? Lewis
volteó ligeramente la mirada para ver a Roselin, y no pudo evitar sentir una aún
mayor incomodidad cuando se dio cuenta de que la escriba tenía una expresión
de curiosidad y extrañeza, pues se hallaba pensando y cuestionando aquello ya
descrito. Así que, para parar este hilo de pensamiento, Lewis contraatacó,
estúpidamente cabe aclarar, con una pregunta:
— ¿Por qué me lo preguntas?
Lewis no tardó mucho en darse cuenta de su error. Su cara se puso roja cuando
se dio en cuenta de que la respuesta que le diera Roselin ahora sería en parte la
confirmación de la validez de su vergüenza por no saber escribir, pero Roselin
solo se limitó a soltar una breve carcajada.
Pasaron unos segundos hasta que Roselin pudo volver a una expresión más
relajada.
— Estaba pensando en algo que le quitara el estrés, señor — expresó Roselin
mientras se acercaba a la cara de Lewis —. Algo tal ves menos formal…
Algo por lo que sin duda alguna no me pagan.
Lewis quedó perplejo ante la proposición de Roselin aún cuando esta ni siquiera
había sido confirmada, pero pudo deducir cierta tensión debido a la cercanía de
la muchacha que prácticamente estaba por besarlo. Pero ella no lo besó.
— ¿A q-que te refieres…? — preguntó el ministro con la voz temblorosa.
— Digamos que preparar sorpresas se me da mejor que escribir cartas —
respondió Roselin mientras suavizaba su voz.
Las mejillas de Lewis estaban completamente rojas, y de su frente se empezaban
a notar pequeñas gotas de sudor que no llegaban a caer.
— ¿Que clase de mujer eres?... — preguntó el ministro con la voz quebrada.
A Roselin le pareció extraña la pregunta, pero notó la incomodidad del hombre,
y lo que menos deseaba llegados a este punto era asustar al ministro, así que se
alejó un poco de su rostro.
— De la clase de mujer que juega con su presa — respondió en un tono de voz
seductor, justo antes de guiñarle el ojo izquierdo al hombre que ahora,
definitivamente, se encontraba completamente atolondrado.
Roselin se dirigió desde atrás hacia los hombros de Lewis y puso sus manos sobre
él, y no pudo evitar soltar otra carcajada cuando el ministro se sobresaltó de tal
manera que casi se cae de la silla debido al repentino contacto físico.
— Relájese señor — le recomendó Roselin amablemente mientras se alejaba
y le daba la vuelta —. Iré por algo que está en el armario, usted no se
altere. Piense que pronto todo este asunto terminará.
Roselin empezaba a alejarse hacia el armario de la habitación, el cual era tan
grande que prácticamente era como una segunda habitación pequeña incrustada
en la pared.
Aparentemente las palabras tranquilizantes de Roselin habían hecho efecto en
Lewis, pues ya se encontraba ligeramente más tranquilo, ya que después de todo,
lo que decía la chica en la habitación era cierto; si todo salía bien, pronto acabaría
todo este asunto para él.
Una vez en el armario, Roselin cerró la puerta y se agachó para sacar de uno de
los cajones una caja hierro de no más de sesenta centímetros de largo por unos
treinta de ancho. La puso en el suelo y empezó a liberar el candadito del seguro
de la caja, igualmente hecho de hierro.
— Realmente deseo acabar con este asunto — susurró el ministro que se
hallaba del otro lado —. Realmente espero convencer al rey con esta carta.
— Seguro que sí, señor ministro. — afirmó Roselin elevando la voz desde el
otro lado de la puerta, mientras sacaba de la caja una hoz escarchada.
Lo último que hizo antes de salir del armario fue pasar los dedos por el hierro,
helado gracias a la escarcha, comprobando una vez más su filo.
Y una vez más, La Cegadora atacó de nuevo.

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