Genes Saltarines

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Genes saltarines: Barbara

McClintock y la pasión por el


maíz
Manuel Peinado Lorca

Barbara McClintock / Ilustración: hackaday.com


Marzo, 2023
En 1983, hace ahora 40 años, Barbara McClintock se convirtió en la
primera y única mujer en ganar en solitario el Premio Nobel de Medicina
por el descubrimiento en el genoma del maíz de los “genes saltarines”. En el
M8, aquí la recordamos y celebramos…
En este 2023 se cumplen 40 años desde que Barbara McClintock (1902-
1992) se convirtiera en la primera y única mujer en ganar en solitario el
Premio Nobel de Medicina por su descubrimiento de los “genes
saltarines”, un hito científico que reveló que los genomas no son
estáticos, sino que pueden automodificarse y reorganizarse.

Al mirar una mazorca de maíz la mayoría de nosotros no imaginaría


que pudiera contener los secretos de la vida. Barbara McClintock
dedicó su vida al estudio del maíz y con su pasión investigadora
descubrió la posibilidad de cambios en el genoma humano. Su
descubrimiento de los que terminarían por llamarse “genes saltarines”
reveló que un genoma no es estático, sino que puede modificarse y
reorganizarse.

Esta idea sentó las bases para la genética actual, incluidas las
posibilidades de edición del genoma con las técnicas CRISPR.
Una sólida y tenaz carrera investigadora
McClintock nació en Connecticut en 1902 en una familia conservadora
que esperaba que dedicara su vida a ser esposa y madre. No pudo ser
porque la joven Barbara sentía pasión por la investigación. En la
Universidad de Cornell se licenció y obtuvo un doctorado en Botánica
antes de comenzar a investigar sobre el maíz en la escuela de
posgrado.

Allí, con tan sólo 28 años, describió por primera vez los
entrecruzamientos que se producen entre cromosomas homólogos
durante la meiosis. En 1934, después de que el ascenso del nazismo
pusiera punto final a una beca Guggenheim con la que investigaba en
Alemania, regresó a Cornell.
En aquella época, en la conservadora universidad neoyorquina no
contrataban profesoras, así que en 1936 tuvo que conformarse con una
plaza en la mucho más modesta Universidad de Misuri. Pero el cambio
más decisivo en su carrera se produjo en 1941, cuando se incorporó al
prestigioso laboratorio Cold Spring Harbor en Long Island, Nueva York,
donde continuaría el resto de su vida.
Barbara McClintock con uno de sus resultados. / Foto:
Cristian472735 (Wikimedia Commons).
El descubrimiento de los transposones
En Cold Spring Harbor, McClintock se centró en investigar cómo se
podían transmitir los diferentes colores de los granos de maíz y vinculó
esa herencia a cambios en los cromosomas. Hasta ahí ninguna
novedad: era un típico caso de herencia mendeliana. Lo que
verdaderamente constituyó un hito en la investigación genética fue
demostrar que los cambios de posición de un elemento genético en un
cromosoma podían provocar que los genes cercanos se activaran o
inactivaran.
Estudiando en profundidad el genoma del maíz, es decir, observando
los miles de «letras» que componen su ADN, McClintock vio por
primera vez que existían series de secuencias genéticas que podían, sin
saber cómo, cambiar de posición.

En un famoso artículo, publicado en 1950, los llamó “elementos


controladores” porque al variar su posición en el genoma podían de
alguna forma desconocida «encender» o «apagar» la expresión de
otros genes en el maíz.
Más adelante a esos genes «saltarines» se les llamó transposones.
El hallazgo de McClintock no sólo era revolucionario: también resultaba
teóricamente muy complejo. Los «genes saltarines» cambiaban en
buena medida el paradigma conceptual que se tenía sobre la genética
en aquel momento. Aunque la idea de unos segmentos de ADN que
pueden cambiar de posición fue ampliamente aceptada por los
genetistas en la década de 1950, sus aplicaciones más amplias no se
reconocieron hasta la década de 1970, cuando los biólogos
moleculares comenzaron a notar la presencia generalizada de
transposones en virus, bacterias y en el genoma humano.
Transposones y salud humana
Cuando a principios de este siglo se obtuvo la secuencia nucleotídica
de los 3000 millones de pares de bases que constituyen el genoma
humano, se confirmó que más del 60 % está constituido por
transposones o secuencias relacionados con ellos, como ciertos virus.
Los transposones invadieron el genoma de nuestros antecesores a lo
largo de la evolución. Debido a que mayoritariamente se insertaron en
regiones genómicas no funcionales, se extendieron por los genomas
aunque no fuesen portadores de funciones moleculares de utilidad
para las células o los organismos.
Así, pese a no ser funcionales, no causaban efectos negativos y se
fueron acumulando como “parásitos genómicos”.

En la actualidad, los transposones de nuestro genoma están fijados en


sus posiciones inocuas y, en general, han perdido la capacidad de
transponerse. Sin embargo, excepcionalmente algunos se pueden
mover de novo a la hora de formarse las células reproductivas o
embrionarias tempranas, integrándose en el interior de algunos genes,
alterando su expresión y pudiendo originar algunas enfermedades
como ciertos casos de hemofilias o leucemias, cánceres de colon o de
mama y ciertos trastornos degenerativos neurológicos provocados por
su integración en genes claves de células somáticas adultas.

A hombros de gigantes
La ciencia avanza a pasos, no a saltos. A pesar del empeño en construir
una épica en la que las ideas son como un relámpago que ilumina
súbitamente las tinieblas de la ignorancia, la realidad no funciona así.
Una buena hipótesis o un gran hallazgo no son chispas que prenden
súbitamente una hoguera. Son, con absoluta seguridad, un ascua
desprendida de una fogata que ya habían alimentado otros.

Ramón y Cajal ganó en 1906 el Premio Nobel de Medicina usando


un sencillo microscopio monocular. El equipo usado por McClintock en
sus comienzos en Cornell era también muy elemental: un microscopio
monocular fabricado en 1927 que se conserva en el National Museum
of American History.
Aunque sea mucho más sobrio y simple que muchos de los modelos
actuales, el sistema de ajuste de piñón y cremallera y la platina de
vidrio siguen siendo elementos familiares para los científicos
modernos. Cuando uno contempla ese microscopio se da cuenta de
que cualquier descubrimiento científico es más que un simple
“¡eureka!”: es la acumulación de años de duro trabajo y de
colaboración multidisciplinar.

Decía Bernardo de Chartres que «somos como enanos a los hombros


de gigantes. Podemos ver más, y más lejos que ellos, no por alguna
distinción física nuestra, sino porque caminamos levantados por su
gran altura». La frase fue retomada por Luis Vives y llegó a los
científicos del siglo XVII quienes, como Isaac Newton, no tuvieron
empacho en reconocer que sus logros se levantaban sobre la obra de
sus predecesores.

En 1902 la teoría cromosómica de Sutton y Boveri planteó que los


alelos que Mendel había postulado en 1865 como reguladores de la
herencia estaban localizados en los cromosomas. Cien años después,
se completó con éxito el Proyecto Genoma Humano. Un siglo de
avance que fue posible gracias a gigantes como Barbara McClintock,
sobre cuyos hombros han cabalgado cientos de genetistas.
[Manuel Peinado Lorca: catedrático de Universidad. Director del Real Jardín Botánico de la
Universidad de Alcalá, Universidad de Alcalá // Fuente: The Conversation. / Texto reproducido
bajo la licencia Creative Commons.]

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