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SORTILEGIO1

por María Lejárraga

ACTO PRIMERO. CUADRO PRIMERO.

Rosaleda en el jardín de la fábrica de perfumes LA TEMPRANA, propiedad de don MIGUEL


VILLANOVA. La finca está en la costa española del Mediterráneo, entre Tarragona y Castellón.
Empieza el mes de mayo y la rosaleda, en todo el esplendor de su florecimiento, forma un
maravilloso laberinto de arcos, pedestales, cascadas, setos en todos los tonos de blanco, rosa y
rojo. Unas cuantas palmeras altísimas, a cuyos lisos troncos se enredan rosales trepadores con
profusión de flores amarillo limón, limitan la decoración del fondo. Más allá de los troncos de
las palmeras, se ven perdiéndose en profunda lejanía, bandas de rosales enanos que forman un
riquísimo tapiz de colore hasta donde alcance la vista. En primer término a la derecha, inmensa
higuera, como solo se ven en el Mediterráneo, que forma por sí sola un gran cenador a cuya
sombra hay una mesa y varios sillones de junco. Es por la mañana. El sol, que cae como lluvia
de oro de un cielo profundamente azul, parece arrancar sangre y fuego a las flores. La sombra
de la higuera forma grato contraste entre azul y verde con la orgía de vivos colores, azul de
cielo, dorado del aire, rosa, rojo, amarillo de las flores.

Al levantarse el telón, la escena está sola.

ACTO SEGUNDO. CUADRO PRIMERO.

Saloncito particular de un gran hotel de París. Dos puertas: una que comunica con el vestíbulo
por donde entran y salen los que vienen de la calle y el servicio del hotel, y otra que conduce a
las habitaciones de dormir. Teléfono. Muebles lujosos. (…) Se abre la puerta y entra LEONARDO.
Es un jovencillo decadente y elegante, rubio, exquisitamente vestido con ademanes vivos y
mirada miope, y un poco insolente.

LEONARDO: ¿Se puede? (Fingiendo sorpresa.) ¡Ah, señoras! ¡Perdón! Sin duda me he
equivocado de número. Buscaba…

CECILIA: A los señores de Alcira, ¿no?

LEONARDO: Precisamente, es decir, a Augusto.

PAULINA: Augusto ha salido, pero si usted desea o necesita algo, puede usted decírmelo.
¡Soy su mujer!

LEONARDO: ¡Oh, señora! Encantado de que una indiscreción involuntaria me permita


ofrecerle mis respetos.

PAULINA: ¿Indiscreción?

1
Texto extraído de PERAL VEGA, E. (2021), “La verdad ignorada” Homoerotismo masculino y literatura en
España (1890-1936), Cátedra, Madrid.
LEONARDO: Nunca me hubiese permitido imponer a usted mi presencia, aun en el caso de
que Augusto hubiese estado con usted. He venido únicamente a saber si
Augusto había vuelto a Londres. Eso es lo que he preguntado en el despacho
del hotel, pero sin duda han comprendido mal. He subido creyendo encontrar
solo a Augusto.

PAULINA: No se disculpe usted, no es ningún crimen.

CECILIA: (Con malicia.) ¡Aunque tal vez sea una decepción!

LEONARDO: ¡Oh, señora!

PAULINA: (Presentando.) La señora de Hernández Pachecho.

LEONARDO: Señora…

PAULINA: Siéntese usted.

LEONARDO: No, no. Una vez más, mil perdones. Me retiro.

PAULINA: ¿No quiere usted que diga nada a mi marido?

LEONARDO: Nada. Ya lo encontraré por ahí. He entrado al pasar. Como estaba seguro de
que pensaba volver ayer de Londres…

PAULINA: ¡Ah! Usted sabía.

LEONARDO: Y me sorprendió no haberlo visto anoche. Pero nada.

CECILIA: Por lo que se ve son ustedes terriblemente amigos.

LEONARDO: ¿Terriblemente? No sea usted mala.

CECILIA: ¡Fraternalmente!

LEONARDO: ¡No, por Dios! Nada de familia. Nuestra amistad es algo que está por encima de
esos calificativos… (Busca la palabra.)

CECILIA: ¿Vulgares?

LEONARDO: Oh, no me hubiese atrevido a decir tanto. Señoras, si no tienen ustedes nada
que mandarme… Señora, con el mayor respeto, encantado de haberla
conocido. ¡Es usted un espectáculo delicioso!

CECILIA: Usted también.

LEONARDO: ¡Eh!

PAULINA: (Conteniendo la risa.) Mi amiga ha querido decir que también nosotras nos
alegramos.

LEONARDO: No se moleste usted. Es usted una intérprete misericordiosísima.

CECILIA: Todas las virtudes. No puedo remediarlo.

LEONARDO: ¡Y usted es mala, mala!

CECILIA: Afortunadamente.
LEONARDO: ¡Ya! ¡En este mundo pícaro! A sus órdenes, hasta siempre o hasta nunca.

PAULINA: ¿Hasta nunca?

LEONARDO: No me atrevo a esperar el privilegio de ver a usted a menudo.

PAULINA: ¡Siendo tan amigo de Augusto!

LEONARDO: Por lo mismo. ¡Ay de mí! La esposa amante suele tener muy poca simpatía a los
amigos íntimos del adorado esposo. El amor conyugal exige sacrificios y en
ellos la amistad suele ser víctima.

PAULINA: ¡No soy tan cruel!

LEONARDO: Cuando usted lo dice… Esperemos. Vivir para ver. Señoras… (Viendo que
Paulina llama al timbre.) No se moleste usted. Sé encontrar mi camino hasta en
el laberinto de un gran hotel. (Sale.)

CECILIA: (Se tapa la cara con las manos para ahogar la risa mientras supone que
Leonardo está cerca y, por fin, no pudiendo contener la carcajada.) Ja, ja, ja, ja.

PAULINA: ¿Por qué te ríes?

CECILIA: (Riéndose.) Y tú, ¿por qué tienes esa cara tan seria?

PAULINA: ¿Quién es este hombre?

CECILIA: Querrás decir este mamarracho.

PAULINA: ¿Tan amigos? ¿Tan íntimos?

CECILIA: Eso dice él, pero falta que sea verdad.

PAULINA: ¿Cómo Augusto no me ha hablado de él nunca?

CECILIA: ¿Es que le has exigido una lista de todos los pájaros exóticos a quienes ha
podido conocer?

PAULINA: Sabe que había prometido volver ayer de Londres.

CECILIA: Niña, niña, ¿vas a tener celos hasta de este final de ramillete?

PAULINA: No son celos. Es…

CECILIA: Chifladura. A menos que te haya sucedido algo realmente grave.

PAULINA: ¿Grave? (Con alarma.) ¿Qué estás pensando?

CECILIA: Chiquilla, mírame.

PAULINA: ¿Qué estás pensando?

CECILIA: La verdad, no tengo demasiado derecho a pedirte confidencias. Somos


parientas y yo te quiero mucho, pero no sé si tú tienes en mi amistad la fe
suficiente. (Paulina no responde.) Soy frívola, es cierto, pero mi frivolidad cae
por fuera. Por dentro tengo un corazón más serio que un juez y más sensible
que un pétalo de rosa. Es mi secreto. Cada uno se defiende como puede. Por
Dios no se lo digas a nadie, que si se entera el mundo estoy perdida. Además
soy un pozo sin fondo, de modo que, si tienes una pena de veras y te alivia
contármela, desahoga ese pecho. Me quitaré el sombrero para oírte mejor.
(Tira el sombrero y enciende un cigarrillo.) ¿Te ríes? Menos mal. Así me puedo
poner yo un poco más seria. Confesión general. Señora, ¿ha hecho usted
examen de conciencia? ¿Qué pecados comete contra usted su señor esposo?

ACTO SEGUNDO. CUADRO SEGUNDO.

Rincón en un cabaré de noche en París. Luz velada. Una cortina en el fondo oculta la entrada de
los salones interiores. En el diván, sobre la mesa, colgando de la pared, hay tres o cuatro
muñecos de trapo bastante grandes y lujosamente vestidos. (…) Una gramola lanza al aire las
notas de una canción ultra extravagante.

LEONARDO: ¿Qué vas a beber?

AUGUSTO: Nada.

LEONARDO: ¿Tampoco ahora?

AUGUSTO: (Con paciencia.) Tampoco.

DARÍO: Bebe, hijo, bebe. La vida tiene cara de hereje y hay que mirarla con lentes
ahumados.

AUGUSTO: Gracias, no.

LEONARDO: ¡Sin duda a la graciosa soberana reinante le molestan los besos que
trascienden a alcohol!

AUGUSTO: (Molesto.) ¿Vamos a volver a empezar?

LEONARDO: ¡Ay, ay, qué susceptibles nos pone el matrimonio!

AUGUSTO: Si no tienes empeño en que me marche, te suplico que cambies de


conversación.

LEONARDO: ¿Tanta prisa tenemos por volver al dulcísimo tálamo conyugal?

AUGUSTO: (Secamente.) ¿Y si la tuviera?

LEONARDO: No me sorprendería. La dama es imperiosa. Sabe lo caro que cuesta un esposo


y exigirá intereses bien pagados. Hay que oír con qué orgullo de propietaria
afirma su derecho. “¡Soy la mujer de Augusto!”

AUGUSTO: (Con ira.) ¿La has oído tú?

LEONARDO: Hace unas cuantas horas.

AUGUSTO: ¡Tú!

LEONARDO: No te alteres. Yo, en tu cuarto, en el hotel.

AUGUSTO: ¡No es verdad!

LEONARDO: ¿Por qué no? Te esperaba en la calle. Tardabas. Subí.


AUGUSTO: ¿Tardaba? ¡No es verdad! He estado esperando. Me has visto salir. ¡Has subido
sabiendo que yo no estaba!

LEONARDO: ¿Es un crimen?

AUGUSTO: (Que apenas puede contener la ira.) ¡Eres un insensato!

LEONARDO: (Sonriendo.) ¡Y tú un héroe!

AUGUSTO: ¡Un cobarde! Esto es lo que soy, lo que he sido, lo que seré hasta…

DARÍO: (Que sigue fumando y mirando el techo.) No fijes fecha. Todo cálculo falla.

AUGUSTO: ¡Un cobarde! (Exaltándose dolorosamente.) Un miserable gusano pusilánime.


¡He temblado y no sé ante qué! Me he vendido ¡y no sé por qué!

LEONARDO: (Entre dientes.) Por conservar la vida.

AUGUSTO: (Con violencia.) ¡No me importa la vida, no me importa, no me ha importado


nunca!

LEONARDO: ¡Eso se dice a ratos!

AUGUSTO: Pantano negro de aburrimiento y pestilente de desolación. Amaneceres fríos,


noches desesperadas, melodías aborrecidas. Y eso es vivir.

MAX: ¡Retórica!

AUGUSTO: Todo es horrible… y todos.

LEONARDO: (Poniéndose en pie y haciendo una reverencia burlesca.) ¡Gracias, Alteza!

AUGUSTO: (Con desesperación.) Feo, viscoso, amarillo, fétido… (Retorciéndose las manos.)
¿Esto es carne? ¿Esto es sangre? ¡Es barro, es podredumbre! No de sepulcro.
¡No te ofendas, muerte! ¡De estercolero!

MAGDA: (Poniéndole una mano en el hombro con cariño.) ¡Cálmate, Augusto!

LEONARDO: Déjale que se desfogue. Con eso se le purga el intelecto.

DARÍO: (Ofreciendo un vaso a Augusto.) ¡Bebe, alma mía, bebe!

AUGUSTO: (Sin hablar, rechaza el vaso violentamente.)

MAX: ¿A qué va a beber más? ¡Ya está con el delirium tremens!

AUGUSTO: (Con las manos apoyadas en las sienes y mirando fijamente a la mesa, sin
verla.) Y estoy aquí…

LEONARDO: Aquí estamos todos.

AUGUSTO: Y estoy aquí… Siendo tan fácil, la puerta abierta, la libertad… ¡Tan fácil
descansar!

MAGDA: (Con dulzura.) Augusto, vuelve en ti.

AUGUSTO: (Mirándola.) ¿Volver? ¡Si pudiera salir de mí mismo!

DARÍO: (A Leonardo.) ¿Pero qué habéis bebido por ahí?


LEONARDO: Nada. Ya le has oído. Le emborracha la niebla. Es que se está volviendo
romántico. La felicidad conyugal. (Augusto levanta la cabeza y le mira con
odio.) ¡No me mires así, que no he dicho nada!

AUGUSTO: (Con violencia.) Todo es mentira, ¿sabes? Y además todo es inútil. Y además
¡no tenemos razón!

DARÍO: (Con languidez.) ¿Quién la tiene?

AUGUSTO: Complicación, laberinto, quintaesencia… ¡Mentira, mentira! (Se pone de pie y


se pasa la mano por la frente echándose hacia atrás el cabello.) ¡Lo sencillo es
la única verdad!

MAX: (Burlón.) ¡A buena hora te enteras!

AUGUSTO: (Como si hablase consigo mismo.) Los ojos nuevos que miran cara a cara y no
se avergüenzan, la boca que se ríe, las manos frescas, las palabras claras, el
camino derecho, la esperanza alegre…

LEONARDO: (Que también se ha puesto de pie.) ¡Conmovedor! Pero no es para ti.

AUGUSTO: ¡Déjame!

LEONARDO: (Riendo y volviendo a ponerle la mano en el hombro.) También yo tengo las


manos frescas, también sé reírme… de ti, si es menester.

AUGUSTO: ¡Déjame!

LEONARDO: Infeliz criatura. ¡No desvaríes! ¡Complicación y laberinto! ¡Pero si eso eres tú!
Quintaesencia. ¡Pero si eso eres tú! ¡Afortunadamente! ¡Mentira, máscara,
barro amasado en exquisita podredumbre! ¡Pero si eso eres tú! ¡Y no puedes
ser de otra manera! Aire fresco, agua clara. Lo sencillo… Seis meses has pasado
entre azahares, rosas y claveles, bajo el cielo azul, y, si no vuelves pronto al
pantano, te mueres. ¡Déjame que me ría! Lo sencillo, lo claro, para ti,
emperador de la penumbra refinada, para ti…

AUGUSTO: ¡Déjame!

LEONARDO: ¿Dónde vas?

AUGUSTO: (Volviéndose desde la puerta.) No te importa, ni me importa. ¡Donde no estés


tú, donde no esté yo, donde no esté mi alma!

LEONARDO: Espera, voy contigo.

AUGUSTO: ¡Tú no, tú no!

LEONARDO: ¿Me tienes miedo? ¿A mí? ¿A tu sombra? ¿A tu bufón? ¿A tu perro fiel? ¿Me
tienes miedo?

AUGUSTO: (Con desafío de loco.) Atrévete a venir. Pasa, pasa, pero antes que yo. Mi
sombra… sí, pero delante, para poder pisotearla. Atrévete a venir.

LEONARDO: ¡Sí que me atrevo! (Todos se han puesto de pie.)

MAX: (Deteniendo a Leonardo.) No seas necio. (Le tira hacia el fondo.) ¿No ves que
no sabe lo que hace?
AUGUSTO: Me voy, sí, me voy, donde no esté nadie, donde no haya nada. (Sale.)

ACTO TERCERO. CUADRO TERCERO.

(…) Es de noche. La luz de la luna llena, intensificada por el reflejo del mar al fondo, entra en
inundación caudalosa por las grandes puertas-ventana, poniendo en la habitación claros
intensísimos y sombras temerosas. Se ven perfectamente (si bien un tanto irrealmente) sin
necesidad de luz artificial. En el jardín trinan a más no poder dos ruiseñores, sin duda
insultándose en desafío desesperado. (…)

PAULINA: (Apasionadamente.) ¡Pues es verdad, verdad! Tengo un amante. Me quiere. Lo


quiero. ¿No lo crees? ¡Toca! Estoy ardiendo. ¡Aún tengo en las manos la fiebre
de las suyas! ¿No preguntas quién es? ¡Es Francisco, Francisco Moncada! ¿Y
ahora qué dices?

AUGUSTO: (Dolorosamente.) Estás en tu derecho.

PAULINA: (Con espanto.) ¡Eh!

AUGUSTO: (Lentamente.) No es verdad, pero ¡estás en tu derecho! Y si hoy no lo es, lo


sería mañana.

PAULINA: ¡Madre mía! ¿Qué es esto? (Lo mira casi con terror.) Ni los celos te mueven. ¡Ni
el amor propio, ya no que el amor! ¿Tan despreciable soy, tan poca cosa, tan
nada para ti? ¿Qué tengo? ¿Qué me falta? ¿Qué hechizo malo llevo encima?

AUGUSTO: (Sordamente y siempre sentado, más bien hundido en el sillón, porque su


depresión nerviosa es tal que no tiene aliente para moverse.) No eres tú. No te
angusties. Eres como todas, mejor que casi todas. Si alguna mujer hubiera
podido llegar, no a mi corazón… ¡en él estás bien dolorosamente!... a mi deseo,
habrías sido tú. Pero no puede ser. ¡No puede ser!

PAULINA: ¿Qué dices?

AUGUSTO: ¿No está claro?

PAULINA: No es posible que ninguna mujer… Pero entonces… ¡eres un miserable!

AUGUSTO: (Que, ante el insulto, al fin encuentra fuerzas para incorporarse.) ¡Silencio!

PAULINA: Un desdichado…

AUGUSTO: (Poniéndose en pie.) ¡Silencio! ¡No consiento!

PAULINA: ¡Tú!

AUGUSTO: (Apasionadamente.) ¡Yo! ¡Échame en cara un mal y más si te parece! ¡El mal
que he cometido contra ti! Di que te he defraudado, que te he mentido, que te
he atormentado. ¡Bien me duele! Di que en este momento, por mi culpa,
aborreces la vida. Ódiame, insúltame, por ti, solo por ti… ¡por lo que tú has
sufrido! (Con apasionamiento.) Pero ¡otra cosa no! Cada uno es cada uno y es
como es y siente como siente.

PAULINA: ¡Qué horror! ¡Qué horror!

AUGUSTO: Perdona, si puedes.

PAULINA: ¿Qué va a ser de nosotros?

AUGUSTO: ¡De ti, nada! Eres joven. Tendrás todo el amor que necesitas.

PAULINA: ¿Cómo y cuándo, infeliz?

AUGUSTO: ¡Pronto, mujer! Mañana, en cuanto yo no estorbe.

PAULINA: ¿Qué quieres decir?

AUGUSTO: ¿Decir? Con hacer basta.

PAULINA: ¡No es posible!

AUGUSTO: ¿Qué importa si se hace? ¡Y se hará! ¡Tienes mi palabra!

PAULINA: ¡No! ¡No!

AUGUSTO: (Fríamente.) Los errores se pagan. Y hay que descansar. (Ella, sintiendo la
desesperación y aún no del todo libre del hechizo que la atrae hacia él,
adelanta un paso y quiere hablar, pero él la ataja con violencia.) ¡Calla, que
ahora estoy hablando yo! ¡Se hará! Parece poca cosa y ¡sin embargo!
(Apasionadamente.) ¡Yo también le he tenido amor a la vida! ¡Y cuánto! Antes
de todo esto era una magia, una fiesta de gozo y de magnificencia. ¡Estaba
todo! El color, el perfume, la línea y el sonido. Y todo prodigioso, ¡y todo para
mí! ¡Y sabía gozarlo comprendiendo el por qué! ¡Le he tenido a la vida tanto
amor como tú! (Ella lo mira con horrorizada piedad y empieza a llorar
silenciosamente.) ¡No te angusties! ¡Ahora ya no importa!

PAULINA: ¿Por qué yo?

AUGUSTO: ¡Porque yo he sido cobarde!

PAULINA: ¿Por qué?

AUGUSTO: Yo no quería, pero tú quisiste y mi madre lloraba. ¡No te angusties! No todo ha


sido grandeza de alma. ¿Tenía mas que haber dicho “no”? Cuando se ha sido
rico y se es pobre, siempre se dice sí. Y luego hay que decir… ¡No hay que decir
nada! Sí, una cosa: no te he querido como tú soñabas, pero los que te quieran
como sueñas no harán por ti, ¡ninguno!, lo que voy a hacer yo. Cada uno paga
como puede, si es buen pagador. ¡Y yo nunca he sabido deberle nada a nadie!
(Con resolución, se dirige a la puerta que da al interior.)

PAULINA: (Precipitándose hacia él en un inevitable arranque de cariño.) ¡No!

AUGUSTO: ¡Déjame! Tiene que ser ahora. Tengo que aprovechar este momento en que
estoy cansado, ¡tan cansado!

PAULINA: (Queriendo sujetarlo.) ¡No quiero!


AUGUSTO: (Con resolución fría.) ¡Quiero yo! (Sin violencia pero con maña -su característica
de siempre-, de un empujón la hace ir vacilante hasta el sillón, contra el cual
tropieza y en el que cae un instante en el que él aprovecha para salir
rápidamente, cerrando la puerta.)

PAULINA: (Corriendo a la puerta, forcejeando para abrir.) ¡Augusto, abre, escucha! (Con
desesperación.) ¡Eso no! (Le responde el sonido seco de un pistoletazo.) ¡No
quiero! ¡No quiero! (Con terror delirante.) ¡He sido yo! ¡He sido yo! (Se
desploma sin sentido.)

Antes de que haya llegado al suelo, se apaga bruscamente la luz de la luna y hay menos de un
segundo de oscuro absoluto, sustituido por una vaga luz fosforescente. A su resplandor irreal se
ve el cuerpo de ella tendido en el suelo, en actitud, más que desmayada, de sueño. La figura de
Augusto, que la extraña luz hace aparecer vestida de blanco fosforescente, se inclina para
mirarla con piedad y habla suavemente.

FANTASMA: ¡Olvídame! Deprisa, absolutamente. ¡Olvídame! Si me quedo dentro de ti en


recuerdo, en piedad, en dolor, en odio o en desprecio; si algo de mí persiste en
tu memoria, ¿de qué habrá servido que yo quiera dejarte el paso libre? ¡Olvida,
olvídame! ¡Tienes toda la vida por delante y quieres ser feliz! ¡Juega otra carta!
¡Corre otro albur! Difícil es ganar, ¡pero tú sabes exigir! ¡Porque tú exiges,
acreedora inexorable, yo desaparezco! No te pido perdón, ¡que perdonarme
sería recordar! Olvida, olvídame. Deprisa, también inexorablemente.

El FANTASMA se ha desvanecido mientras con lentitud, pero sin monotonía convencional de


aparecido de comedia, pronunciaba la última palabra. Se hace un oscuro absoluto.

EPÍLOGO

En la oscuridad van apareciendo las diferentes víctimas del amor, cada una iluminada con luz
diferente. Hablan todas con apasionamiento. Unas con tristeza, otras con amargura, otras con
rebeldía.

Con un resto de tristeza ilusionada, Paulina, la que aún no sabe lo que es el amor, con franca
alegría segura, como Paulina en el primer cuadro de la obra.

LA DESOLADA: (Luz violeta y fosforescente. Repitiendo las palabras del Fantasma.) Difícil es
ganar. ¿Por qué he perdido yo en el juego fatídico, cuando todas mis cartas
eran triunfos? Es verdad, lo he querido, como una esposa, como una madre,
como un compañero alegre y leal. ¡Y estaba tan segura de su amor! Temblaba
entre mis brazos y, al mirarse en mis ojos, los suyos, que eran tan tristes, se
reían. Habíamos clavado -mariposa de oro en la página blanca de la vida- la
hora feliz. ¡Ay! Pasó otra mujer y nada más. ¡No hizo sino volver la cabeza,
sonreírla y me he quedado sola para siempre! ¿Qué ha visto en ella que no
tuviera en mí? ¿Por qué? ¿Por qué he perdido en el juego fatal? (Esconde la
cabeza entre las manos.)
LA DESESPERADA: (Luz roja.) ¡No me lo ha robado mujer ninguna! ¡Y nunca ha sido mío! No he
tenido rival de carne y alma, pero todas las furias del Infierno habían hecho
nido en sus entrañas. ¡Juego, vino, orgía hedionda! ¡Y luego a llorar en mis
brazos! Y, antes de darme un beso, ¡andrajo humano!, se hundía en la
inconsciencia. ¡Y lo he querido desesperadamente! ¡Y nunca he tenido rival de
carne y alma! ¡Y hubiera dado la vida por salvarlo! ¡Y nunca ha sido mío! (Se
clava las uñas en las sienes y se desvanece su luz.)

LA DESATINADA: Lo he querido desatinadamente. Y era un santo. Y no supo entender mi


locura. ¡Y, junto a él, he pasado la vida abrasándome en vano! No creo en el
Infierno. ¡Qué fuego podrá Satanás haber prendido en él peor que el que ha
quemado mis entrañas!

PAULINA: (Luz azul.) Ha sido un sortilegio, un maleficio. ¡Mi amor se ha estrellado contra
lo imposible! ¡Aun no he despertado del sueño torturante! ¡Despertaré! (Como
si hablase al Fantasma de Augusto.) Descansa tú, mi verdugo y víctima.
¡Descansa! Despertaré olvidando, como tú lo has querido. ¡Descansa! (Con un
hondo suspiro.) ¡Soy libre! (Con renovada ilusión.) ¡Quiero ser feliz! Buscaré mi
sueño, el hombre que me quiera absolutamente. ¡Otra vez, otra vez! (Pasa y su
luz se extingue.)

LA ATORMENTADA: ¡Otra vez! ¿El hombre que te quiera? ¡Yo lo tengo! ¡El hombre que me
quiere como quise al hombre que no me quería! ¡Se abrasa en el deseo de mi
cuerpo y quisiera anegarse en mis ojos para encontrarme el alma! Lo busqué,
lo encontré, ¡es mío! Y mi ternura se ahoga en tedio. Su amor es cadena de mi
servidumbre. ¡Y su fuego me hiela! ¡Y tengo que morderme las manos para
soportar su caricia! ¡El sueño! ¡Es imposible!

LA QUE AÚN NO CONOCE EL AMOR: (Luz rosada del amanecer. Mira desde lo alto con gracioso
desdén y se ríe.) ¿Imposible? Pobres fracasadas. Porque no habéis sabido. Pero
yo sabré. ¡Yo, que acabo de abrir los ojos a la vida! ¡Yo, que aún sospecho a qué
sabe el amor! Yo sabré. Me lo dice el ansia de ventura que anida en mi pecho.
Mi esperanza es promesa. Y no miente. ¡A mí no! Yo sujetaré el instante
inefable. ¡Yo sí! ¡Yo sí! ¡Fantasmas lamentables de la noche del alma, huid!
¡Dejadme paso! ¡Amanece!

En efecto, los fantasmas más dolientes se han desvanecido, pero se oyen lejanos, apagados,
más como ecos que como sonidos reales, un suspiro, un sollozo, un “Ay de mí” y una amarga
risa. Luego, ruido de viento huracanado que sacude no se sabe qué invisibles frondas.

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