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Saloncito particular de un gran hotel de París. Dos puertas: una que comunica con el vestíbulo
por donde entran y salen los que vienen de la calle y el servicio del hotel, y otra que conduce a
las habitaciones de dormir. Teléfono. Muebles lujosos. (…) Se abre la puerta y entra LEONARDO.
Es un jovencillo decadente y elegante, rubio, exquisitamente vestido con ademanes vivos y
mirada miope, y un poco insolente.
LEONARDO: ¿Se puede? (Fingiendo sorpresa.) ¡Ah, señoras! ¡Perdón! Sin duda me he
equivocado de número. Buscaba…
PAULINA: Augusto ha salido, pero si usted desea o necesita algo, puede usted decírmelo.
¡Soy su mujer!
PAULINA: ¿Indiscreción?
1
Texto extraído de PERAL VEGA, E. (2021), “La verdad ignorada” Homoerotismo masculino y literatura en
España (1890-1936), Cátedra, Madrid.
LEONARDO: Nunca me hubiese permitido imponer a usted mi presencia, aun en el caso de
que Augusto hubiese estado con usted. He venido únicamente a saber si
Augusto había vuelto a Londres. Eso es lo que he preguntado en el despacho
del hotel, pero sin duda han comprendido mal. He subido creyendo encontrar
solo a Augusto.
LEONARDO: Señora…
LEONARDO: Nada. Ya lo encontraré por ahí. He entrado al pasar. Como estaba seguro de
que pensaba volver ayer de Londres…
CECILIA: ¡Fraternalmente!
LEONARDO: ¡No, por Dios! Nada de familia. Nuestra amistad es algo que está por encima de
esos calificativos… (Busca la palabra.)
CECILIA: ¿Vulgares?
LEONARDO: Oh, no me hubiese atrevido a decir tanto. Señoras, si no tienen ustedes nada
que mandarme… Señora, con el mayor respeto, encantado de haberla
conocido. ¡Es usted un espectáculo delicioso!
LEONARDO: ¡Eh!
PAULINA: (Conteniendo la risa.) Mi amiga ha querido decir que también nosotras nos
alegramos.
CECILIA: Afortunadamente.
LEONARDO: ¡Ya! ¡En este mundo pícaro! A sus órdenes, hasta siempre o hasta nunca.
LEONARDO: Por lo mismo. ¡Ay de mí! La esposa amante suele tener muy poca simpatía a los
amigos íntimos del adorado esposo. El amor conyugal exige sacrificios y en
ellos la amistad suele ser víctima.
LEONARDO: Cuando usted lo dice… Esperemos. Vivir para ver. Señoras… (Viendo que
Paulina llama al timbre.) No se moleste usted. Sé encontrar mi camino hasta en
el laberinto de un gran hotel. (Sale.)
CECILIA: (Se tapa la cara con las manos para ahogar la risa mientras supone que
Leonardo está cerca y, por fin, no pudiendo contener la carcajada.) Ja, ja, ja, ja.
CECILIA: (Riéndose.) Y tú, ¿por qué tienes esa cara tan seria?
CECILIA: ¿Es que le has exigido una lista de todos los pájaros exóticos a quienes ha
podido conocer?
CECILIA: Niña, niña, ¿vas a tener celos hasta de este final de ramillete?
Rincón en un cabaré de noche en París. Luz velada. Una cortina en el fondo oculta la entrada de
los salones interiores. En el diván, sobre la mesa, colgando de la pared, hay tres o cuatro
muñecos de trapo bastante grandes y lujosamente vestidos. (…) Una gramola lanza al aire las
notas de una canción ultra extravagante.
AUGUSTO: Nada.
DARÍO: Bebe, hijo, bebe. La vida tiene cara de hereje y hay que mirarla con lentes
ahumados.
LEONARDO: ¡Sin duda a la graciosa soberana reinante le molestan los besos que
trascienden a alcohol!
AUGUSTO: ¡Tú!
AUGUSTO: ¡Un cobarde! Esto es lo que soy, lo que he sido, lo que seré hasta…
DARÍO: (Que sigue fumando y mirando el techo.) No fijes fecha. Todo cálculo falla.
MAX: ¡Retórica!
AUGUSTO: (Con desesperación.) Feo, viscoso, amarillo, fétido… (Retorciéndose las manos.)
¿Esto es carne? ¿Esto es sangre? ¡Es barro, es podredumbre! No de sepulcro.
¡No te ofendas, muerte! ¡De estercolero!
AUGUSTO: (Con las manos apoyadas en las sienes y mirando fijamente a la mesa, sin
verla.) Y estoy aquí…
AUGUSTO: Y estoy aquí… Siendo tan fácil, la puerta abierta, la libertad… ¡Tan fácil
descansar!
AUGUSTO: (Con violencia.) Todo es mentira, ¿sabes? Y además todo es inútil. Y además
¡no tenemos razón!
AUGUSTO: (Como si hablase consigo mismo.) Los ojos nuevos que miran cara a cara y no
se avergüenzan, la boca que se ríe, las manos frescas, las palabras claras, el
camino derecho, la esperanza alegre…
AUGUSTO: ¡Déjame!
AUGUSTO: ¡Déjame!
LEONARDO: Infeliz criatura. ¡No desvaríes! ¡Complicación y laberinto! ¡Pero si eso eres tú!
Quintaesencia. ¡Pero si eso eres tú! ¡Afortunadamente! ¡Mentira, máscara,
barro amasado en exquisita podredumbre! ¡Pero si eso eres tú! ¡Y no puedes
ser de otra manera! Aire fresco, agua clara. Lo sencillo… Seis meses has pasado
entre azahares, rosas y claveles, bajo el cielo azul, y, si no vuelves pronto al
pantano, te mueres. ¡Déjame que me ría! Lo sencillo, lo claro, para ti,
emperador de la penumbra refinada, para ti…
AUGUSTO: ¡Déjame!
LEONARDO: ¿Me tienes miedo? ¿A mí? ¿A tu sombra? ¿A tu bufón? ¿A tu perro fiel? ¿Me
tienes miedo?
AUGUSTO: (Con desafío de loco.) Atrévete a venir. Pasa, pasa, pero antes que yo. Mi
sombra… sí, pero delante, para poder pisotearla. Atrévete a venir.
MAX: (Deteniendo a Leonardo.) No seas necio. (Le tira hacia el fondo.) ¿No ves que
no sabe lo que hace?
AUGUSTO: Me voy, sí, me voy, donde no esté nadie, donde no haya nada. (Sale.)
(…) Es de noche. La luz de la luna llena, intensificada por el reflejo del mar al fondo, entra en
inundación caudalosa por las grandes puertas-ventana, poniendo en la habitación claros
intensísimos y sombras temerosas. Se ven perfectamente (si bien un tanto irrealmente) sin
necesidad de luz artificial. En el jardín trinan a más no poder dos ruiseñores, sin duda
insultándose en desafío desesperado. (…)
PAULINA: ¡Madre mía! ¿Qué es esto? (Lo mira casi con terror.) Ni los celos te mueven. ¡Ni
el amor propio, ya no que el amor! ¿Tan despreciable soy, tan poca cosa, tan
nada para ti? ¿Qué tengo? ¿Qué me falta? ¿Qué hechizo malo llevo encima?
AUGUSTO: (Que, ante el insulto, al fin encuentra fuerzas para incorporarse.) ¡Silencio!
PAULINA: Un desdichado…
PAULINA: ¡Tú!
AUGUSTO: (Apasionadamente.) ¡Yo! ¡Échame en cara un mal y más si te parece! ¡El mal
que he cometido contra ti! Di que te he defraudado, que te he mentido, que te
he atormentado. ¡Bien me duele! Di que en este momento, por mi culpa,
aborreces la vida. Ódiame, insúltame, por ti, solo por ti… ¡por lo que tú has
sufrido! (Con apasionamiento.) Pero ¡otra cosa no! Cada uno es cada uno y es
como es y siente como siente.
AUGUSTO: ¡De ti, nada! Eres joven. Tendrás todo el amor que necesitas.
AUGUSTO: (Fríamente.) Los errores se pagan. Y hay que descansar. (Ella, sintiendo la
desesperación y aún no del todo libre del hechizo que la atrae hacia él,
adelanta un paso y quiere hablar, pero él la ataja con violencia.) ¡Calla, que
ahora estoy hablando yo! ¡Se hará! Parece poca cosa y ¡sin embargo!
(Apasionadamente.) ¡Yo también le he tenido amor a la vida! ¡Y cuánto! Antes
de todo esto era una magia, una fiesta de gozo y de magnificencia. ¡Estaba
todo! El color, el perfume, la línea y el sonido. Y todo prodigioso, ¡y todo para
mí! ¡Y sabía gozarlo comprendiendo el por qué! ¡Le he tenido a la vida tanto
amor como tú! (Ella lo mira con horrorizada piedad y empieza a llorar
silenciosamente.) ¡No te angusties! ¡Ahora ya no importa!
AUGUSTO: ¡Déjame! Tiene que ser ahora. Tengo que aprovechar este momento en que
estoy cansado, ¡tan cansado!
PAULINA: (Corriendo a la puerta, forcejeando para abrir.) ¡Augusto, abre, escucha! (Con
desesperación.) ¡Eso no! (Le responde el sonido seco de un pistoletazo.) ¡No
quiero! ¡No quiero! (Con terror delirante.) ¡He sido yo! ¡He sido yo! (Se
desploma sin sentido.)
Antes de que haya llegado al suelo, se apaga bruscamente la luz de la luna y hay menos de un
segundo de oscuro absoluto, sustituido por una vaga luz fosforescente. A su resplandor irreal se
ve el cuerpo de ella tendido en el suelo, en actitud, más que desmayada, de sueño. La figura de
Augusto, que la extraña luz hace aparecer vestida de blanco fosforescente, se inclina para
mirarla con piedad y habla suavemente.
EPÍLOGO
En la oscuridad van apareciendo las diferentes víctimas del amor, cada una iluminada con luz
diferente. Hablan todas con apasionamiento. Unas con tristeza, otras con amargura, otras con
rebeldía.
Con un resto de tristeza ilusionada, Paulina, la que aún no sabe lo que es el amor, con franca
alegría segura, como Paulina en el primer cuadro de la obra.
LA DESOLADA: (Luz violeta y fosforescente. Repitiendo las palabras del Fantasma.) Difícil es
ganar. ¿Por qué he perdido yo en el juego fatídico, cuando todas mis cartas
eran triunfos? Es verdad, lo he querido, como una esposa, como una madre,
como un compañero alegre y leal. ¡Y estaba tan segura de su amor! Temblaba
entre mis brazos y, al mirarse en mis ojos, los suyos, que eran tan tristes, se
reían. Habíamos clavado -mariposa de oro en la página blanca de la vida- la
hora feliz. ¡Ay! Pasó otra mujer y nada más. ¡No hizo sino volver la cabeza,
sonreírla y me he quedado sola para siempre! ¿Qué ha visto en ella que no
tuviera en mí? ¿Por qué? ¿Por qué he perdido en el juego fatal? (Esconde la
cabeza entre las manos.)
LA DESESPERADA: (Luz roja.) ¡No me lo ha robado mujer ninguna! ¡Y nunca ha sido mío! No he
tenido rival de carne y alma, pero todas las furias del Infierno habían hecho
nido en sus entrañas. ¡Juego, vino, orgía hedionda! ¡Y luego a llorar en mis
brazos! Y, antes de darme un beso, ¡andrajo humano!, se hundía en la
inconsciencia. ¡Y lo he querido desesperadamente! ¡Y nunca he tenido rival de
carne y alma! ¡Y hubiera dado la vida por salvarlo! ¡Y nunca ha sido mío! (Se
clava las uñas en las sienes y se desvanece su luz.)
PAULINA: (Luz azul.) Ha sido un sortilegio, un maleficio. ¡Mi amor se ha estrellado contra
lo imposible! ¡Aun no he despertado del sueño torturante! ¡Despertaré! (Como
si hablase al Fantasma de Augusto.) Descansa tú, mi verdugo y víctima.
¡Descansa! Despertaré olvidando, como tú lo has querido. ¡Descansa! (Con un
hondo suspiro.) ¡Soy libre! (Con renovada ilusión.) ¡Quiero ser feliz! Buscaré mi
sueño, el hombre que me quiera absolutamente. ¡Otra vez, otra vez! (Pasa y su
luz se extingue.)
LA ATORMENTADA: ¡Otra vez! ¿El hombre que te quiera? ¡Yo lo tengo! ¡El hombre que me
quiere como quise al hombre que no me quería! ¡Se abrasa en el deseo de mi
cuerpo y quisiera anegarse en mis ojos para encontrarme el alma! Lo busqué,
lo encontré, ¡es mío! Y mi ternura se ahoga en tedio. Su amor es cadena de mi
servidumbre. ¡Y su fuego me hiela! ¡Y tengo que morderme las manos para
soportar su caricia! ¡El sueño! ¡Es imposible!
LA QUE AÚN NO CONOCE EL AMOR: (Luz rosada del amanecer. Mira desde lo alto con gracioso
desdén y se ríe.) ¿Imposible? Pobres fracasadas. Porque no habéis sabido. Pero
yo sabré. ¡Yo, que acabo de abrir los ojos a la vida! ¡Yo, que aún sospecho a qué
sabe el amor! Yo sabré. Me lo dice el ansia de ventura que anida en mi pecho.
Mi esperanza es promesa. Y no miente. ¡A mí no! Yo sujetaré el instante
inefable. ¡Yo sí! ¡Yo sí! ¡Fantasmas lamentables de la noche del alma, huid!
¡Dejadme paso! ¡Amanece!
En efecto, los fantasmas más dolientes se han desvanecido, pero se oyen lejanos, apagados,
más como ecos que como sonidos reales, un suspiro, un sollozo, un “Ay de mí” y una amarga
risa. Luego, ruido de viento huracanado que sacude no se sabe qué invisibles frondas.