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EL METODO CRISTIANO INTERIOR :

* Recopilacion de textos sobre meditacion interna,iglesia mistica y trabajo espiritual.

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LA IGLESIA INTERIOR
Fragmentos de una conversación entre MARIE-MADELEINE DAVY y JEAN BIES
J.B: «Desde mi infancia, he estado tomado por la búsqueda de lo Absoluto, y esto
involuntariamente... Yo no he elegido ésta vía, ella me ha sido impuesta desde
adentro...» usted evoca en la misma página de tu Itinerario la «picadura de lo Absoluto»,
su «seducción». ¿Cuándo y de que manera percibió por primera vez la llamada de una
conversión a lo Absoluto, de lo cual además escribe que es «nostalgia del misterio de la
interioridad»?
M.M.Davy: Tendría unos cinco o seis años, era verano, en el campo en casa de mi
abuela. Yo tenía miedo de la noche. De vez en cuando, al anochecer, mi madre, para
hacerme dominar mi miedo, me daba una piedrecita que yo debía llevar al jardí, al
extremo de una alameda. Esta bordeaba un río. Yo tenía que ir allí a paso lento. Me
estaba prohibido correr, sobre todo porque habría podido caer al tropezarme en las
raíces de los árboles. Yo estaba aterrorizada por los ruidos que me parecían extraños:
movimientos de los pájaros dormidos y despertados súbitamente por mi presencia, el
paso rápido de las comadrejas que habían comenzado su caza, agitación de las ramas
movidas por el viento...
Una vez, me paré para escuchar esos ruidos. De repente, tuve la impresión de amar
aquello que provocaba mi miedo. Me pareció que la noche cedía ante una suave luz. La
dimensión nocturna se volvió una amiga para el resto de mi existencia.
Cuando volví, mi hermana mayor me estaba buscando. Ella estaba preocupada por mí
dada la proximidad del río. Viendo mi rostro relajado y feliz, me preguntó: ¿Qué es lo
que has visto? Yo no respondí. Ese era mi secreto. Yo sentía confusamente que no debía
decir nada.
Sus conferencias se multiplican, sus libros están en la cabecera de todos los
«estremecidos de Dios». Como esos predicadores itinerantes, de esa edad llamada
«media» que era edad «mayor», usted va despertando, estimulando, curando las almas.
¿Cómo se sitúa en el mundo intelectual contemporáneo? ¿Qué mensaje prioritario
piensa aportarle?
Tengo consciencia de no tener ningún mensaje que dar, de no hacer nunca el bien a
nadie. De vez en cuando, alguna cosa se filtra a través de mí. Y esa «cosa» no me es
imputable. Pasa a pesar de los obstáculos que puede encontrar. Después de haber sido
demasiado intelectual durante muchos años, no me sitúo en ninguna intelligentsia que,
además, no me interesa para nada. Amo apasionadamente a los seres
independientemente de su cultura. Es evidente que me intereso en este mundo
contemporáneo que marca el fin de una era.
(...)
En la noche iniciática, los astros son clavos ardientes. Pero es lo único que sosiega una
medianoche roja, una aurora sin ocaso. ¿Ha pasado por la «acedía», la duda, el
desamparo, en resumen, por la noche?
La angustia veo que se inscribe en todo camino hacia la profundidad. El desamparo
también. Pero de esto es imposible hablar a causa de su amplitud y de su densidad. Uno
puede volverse amoroso de la noche por ternura hacia la aurora. Pero nada puede
formularse.
Usted subraya que hay en el hombre diferenciado una «modificación de estructura».
Esta no está adaptada a un mundo construido a la imagen de la mayoría. La presencia
del hombre esencial hiere, altera al otro; es por eso que un hombre así está privado de
toda protección contra un mundo hostil que le rechaza. Además, el descubrimiento de la
verdad, al obligar a ciertas renuncias, crea un aislamiento; la aventura no permite la
marcha atrás porque puede acabar trágicamente... «Todos aquellos -escribe usted- que
han tenido la gracia de encontrar en su vida a hombres prendados de sabiduría han
descubierto en contacto con ellos su extrema soledad...» ¿Cuáles son los hombres
esenciales que usted a encontrado? ¿Puede decirnos algunas palabras de ellos? De
Nicolas Berdiaev, usted ha escrito: «Se le sentía batido por los vientos»; uno sentía
cerca de el «un estado paradisíaco».
El encuentro con hombres de luz -estos además pueden habitar la dimensión nocturna-
me parece comparable a oasis percibidos en el desierto de la existencia. Durante mi
juventud pude buscarlos y gozar de intercambios con ellos. Actualmente, ya no siento la
necesidad de la presencia física. Es posible comunicarse unos con otros,
independientemente del tiempo, del espacio, de nuestras diferentes ocupaciones.
El hombre más extraordinario que he podido conocer ha sido Nicolas Berdiaev. Cuando
digo «extraordinario», quiero significar su dimensión fuera de lo común. Genial, llevaba
en él a Oriente y a Occidente. Era un profeta, un visionario. Ortodoxo -estando abierto a
lo universal- , no estaba encerrado en ninguna forma. Siempre percibí su simpatía hacia
los católicos y los protestantes. El ateísmo no le molestaba. Pienso que le parecía
preferible a la idolatría... Habiendo leído mucho las traducciones de autores rusos, yo
reencontraba en Berdiaev una consonancia con los escritores que me eran tan queridos.
Lo que me resultaba raro en Berdiaev consistía en su manera de vivir, de mirar al
mundo, sin participar en sus juegos. La simplicidad de su existencia me encantaba.
Nada de mundano, todo resonaba de una manera justa como el cristal. Nunca vi en él el
menor compromiso o la más ligera mentira. No hablaba de lo esencial más que por
alusiones. Uno comprendía que él había plantado su tienda en lo indecible. Su voz venía
de lejos, de una cima difícil de alcanzar. Habitando en una cubre, su palabra debía
descender para encontrar a sus auditores. Podía ser violento; en esos instantes, estaba
lleno de tics y hablaba ruso. El francés que manejaba con mucho acento no le permitía
manifestar el rigor de sus oposiciones con sus compatriotas. A continuación, el se
excusaba de sus exageraciones.
(...)
¿Qué podemos entender de usted de aquello que dice en algún sitio: «Yo he buscado lo
Absoluto. Ya no lo busco»?
La búsqueda considero que se sitúa en la dimensión horizontal. Un punto de agua
descubierto exige una excavación para encontrar la fuente. Se pasa así de la
horizontalidad a la verticalidad. Durante la primera investigación, uno se entrega al
cuestionamiento, a los encuentros, a los intercambios. Después, la soledad y el silencio
se vuelven los intermediarios. El resto se revela superfluo...
Dejando las cuestiones personales, según usted ¿cómo se las puede arreglar uno para
extraer de su sopor a tantos y tantos hombres que, casi todos, momentáneamente se
despiertan a lo espiritual si se les habla en los términos adecuados? ¿Cómo conectar un
interruptor que sea definitivo?
Estoy absolutamente persuadida de que nos es imposible provocar el despertar del otro.
Eso no nos concierne. Es entre él mismo y su maestro interior que todo ocurre y se
desarrolla. El secreto del otro posee una puerta cerrada. Podemos llegar a desvalorar a
los demás. Lo importante es aceptar la diversidad de hombres de la misma manera que
la diversidad de flores y de cantos de pájaros. No existe un interruptor exterior. Nada es
definitivo a causa de la movilidad de la condición humana... Antes yo sufría mucho
constatando que lo esencial no era buscado por la mayoría de los hombres. Ahora, eso
no me aflige ya más. Comprendo mejor esta movilidad, la multiplicidad de estados, de
moradas. Nada de esto tiene importancia ante Dios, al menos yo así lo supongo...
Antes de la exploración de la espiritualidad moderna, usted ha recorrido la
espiritualidad medieval. ¿Por qué razones el siglo XII le parece tan importante en la
historia de las ideas religiosas de Europa?
Siendo alumna de Etienne Gilson en la Escuela de altos estudios, fui introducida por él
en el pensamiento medieval. Pase mi tesis de doctorado sobre la teología mística de
Guillermo de Saint Thierry, amigo de Bernardo de Claraval. La teología mística del
siglo XII me ha enseñado mucho, en particular el monaquismo cartujo y cisterciense. El
pensamiento y el arte del siglo XII son esencialmente cósmicos. Con su sentido de la
festividad, de la liturgia fundada en las estaciones, el hombre se movía naturalmente «en
Dios». Me interesan los valores espirituales de Europa. Ahora bien, la Europa del siglo
XII era antes que nada cisterciense. El intelectualismo y la escolástica decapantes
vendrán más tarde a oscurecer la visión de lo terrestre y de lo celeste estrechamente
unidos. Después llegara una trágica ruptura de la cual nosotros vivimos actualmente las
consecuencias.
Usted constata la socialización de nuestra época, entrevé un «movimiento de
individuación» que le sucederá, sin excluir sin embargo la «desaparición de la persona».
¿Se puede creer que los tiempos nuevos, al orientarse no hacia Dios sino hacia el
hombre, orientarán al hombre hacia Dios?
El hombre no tiene que orientarse hacia Dios. Es incapaz de ello. Es en si mismo donde
descubre la presencia divina. Mientras busca un Dios en el exterior, no encuentra más
que ídolos. Orientarse hacia el hombre equivale a orientarse hacia Dios. De todas
maneras, yo no estoy segura que hoy en día nos orientemos hacia el hombre sino más
bien hacia un robot. La dimensión humana se logra. Aquellos que deberían encontrarse
implicados por la interioridad están muy a menudo politizados y pegados a lo social.
Los tiempos nuevos no son para mañana sino siempre para hoy. Solo se puede esperar
que un número mayor de hombres irá hacia lo esencial.
Hablando en «El hombre interior y sus metamorfosis», del retorno al «país natal», usted
escribe que «no se juega impunemente con la dimensión de la profundidad». ¿Cómo
mantenerse hoy en día en esa línea fronteriza, si la ascesis nos es imposible, y sin hacer
del «justo medio» la vía real de la «mediocridad»?
La vía real es la del vacío, del despojamiento, de la desnudez. No creo que uno pueda
instalarse ahí; uno solo está ahí de paso. La ascesis consiste, según o veo, en no ceder a
la tristeza. Aceptar la total soledad y vivirla dichosamente en el interior, sin pensar ni
siquiera una fracción de segundo que uno pudiera situarse en una línea fronteriza. Las
cumbres están vacías. Incluso los pájaros no viven allí.
Usted constata que en Occidente la rareza de maestros está relacionada con la de
discípulos. ¿Qué hacer entonces? Le preguntarán muchos. ¿Existen actualmente
maestros vivos? El maestro interior es el maestro ideal, pero los síquicos -la mayoría-
toman como mensajes de lo alto los flatus vocis de una subjetividad desbocada.
Tanto se trate de Oriente o de Occidente, ya no estamos en la época de los maestros,
sino en la de el descubrimiento del guru interior, de la «Iglesia Interior». Dejemos
correr, sin juzgarlos, a aquellos que sienten la necesidad de agitarse para encontrar
intermediarios, y que a veces atraviesan continentes para encontrarlos. Siempre se
aprende algo viajando. Los desplazamientos exteriores pueden llegar a ser una
invitación a intentar el viaje interior. Cada cosa viene a su tiempo, o no llega nunca.
¡Eso no tiene ninguna importancia! Tanto mejor si los maestros encuentran discípulos y
los discípulos maestros. ¿No hay que encontrar la «dicha» ahí donde uno se encuentre?
Estoy convencida de que existen todavía verdaderos maestros. Estos se ocultan y no
reivindican ninguna paternidad espiritual. Durante mucho tiempo creí en su
importancia. Actualmente no podría creer en ello aun reconociendo que hay ciertamente
honrosas excepciones.
¿No puede existir el peligro del maestro espiritual? Se conocen numerosos fracasos,
patinazos, ¡y muchisimos falsos maestros!
En este asunto, he podido constatar muchos fracasos. Transferencias nunca
trascendidas, sexualidades reprimidas, estados engañosos, insignificantes,
perversiones... la evolución de la mujer, la libertad de su vida sexual han modificado el
comportamiento femenino. La feminidad, en el hombre y en la mujer, se lleva
actualmente. Que la mujer se asuma, que los jóvenes se hagan cargo de si mismos y el
número de seudo-maestros disminuirá. Es muy fácil abusar de la credulidad y de la
debilidad de numerosos individuos aislados. La meditación de las Escrituras -Biblia,
Upanishads, Veda- puede ayudar a condición de no mantenerse en la letra con el fin de
descubrir el espíritu velado por la letra. Numerosas traducciones de obras importantes
pueden suplir la ausencia de maestros, o la carencia de aquellos que se lanzan hoy en
día sobe el «supermercado de la iniciación espiritual». En razón de una
sobreabundancia, la elección de valor es difícil. De ahí la importancia de la lucidez y del
discernimiento.
A usted la inteligencia y la mística judías le parecen excepcionales; se sitúa sin
problemas ante el protestantismo; encuentra en la ortodoxia una profundidad que falta al
catolicismo. Sin embargo, ha permanecido en esta religión, sintiéndose indiferente a la
«forma», fiel a los escritos cartujos, cistercienses y renanos. ¿Piensa que las
«confesiones» pueden enfrentarse, pero que las religiones se unen en la cumbre. Es
verdaderamente posible llegar al final de tantas antinomias, y como?
No tengo la pretensión de conocer la menor receta. Todo es asunto personal. Cada uno
posee su propia singularidad y debe referirse a ella en su caminar. Es por eso que tengo
muchas dificultades para captar los beneficios de los grupos que hoy en día, pululan y
llegan a ser un verdadero y fructuoso comercio. Solo lo que está más allá de los caminos
permite participar en un festín único. Las religiones y las confesiones son creaciones de
hombres, y son necesarias. Ellas poseen su belleza y sus enseñanzas. Pero las
confesiones se enfrentan. Conducen muy a menudo al asesinato. La historia de ayer y de
hoy está cargada de eso. Las generaciones jóvenes parecen ahorrarse las religiones; las
relegan decididamente en el pasado. En esto se equivocan. Nos haría falta sobre todo
comprender que el Evangelio no presenta una religión, sino un arte de vivir y de amar,
instaurado por Cristo y vivido por él. Si uno llega a captar el sentido de este arte, las
antinomias desaparecen.
Berdiaev decía de Rusia que era «el Oriente cristiano». Usted misma escribe que el
hombre mediocre no puede más que detestar el pensamiento ruso; este pensamiento
estimula y nutre a aquel que vive en una dimensión trágica. ¿Qué aportan Berdiaev y,
con él, la ortodoxia, a Occidente, y esto, en la eventual celebración de una espiritualidad
nueva?
Todo es nuevo y al mismo tiempo nada es nunca nuevo. Es una paradoja inevitable. Lo
que es inusitado para uno ya ha sido comprendido y vivido por otro. La mística
ortodoxa se me ha revelado como transfiguradora. Pero no pienso que el soplo liberador
aportado por Nicolas Berdiaev haya surgido de la ortodoxia. Lo que importa aquí es
referirse a la Leyenda del Gran Inquisidor, expuesta en Los Hermanos Karamazov, y a
la elección necesaria entre la esclavitud y la libertad: adhesión que hay que renovar
constantemente.
Cada época inventa un nuevo acceso a los misterios: hay hoy en día, además de un
mejor conocimiento del sufismo, del budismo y del hinduismo, el descubrimiento de los
Pneumatóforos del Desierto, de los alquimistas, de los Hesicastas, de los Cabalistas y
teósofos cristianos, de los presocráticos, de los platónicos de Persia, de los zenistas y
taoistas. Pero en lugar de alegrarse de esta sobreabundancia, muchos ven en todas estas
aportaciones los fermentos suplementarios de la disolución. ¿Qué responder a la
acusación de sincretismo? ¿Y que diferencia hace usted entre el sincretismo y la
apropiación de elementos lentamente digeridos y asimilados?
Un refrán repetido en la Edad Media me parece válido: «No mires al que habla; todo lo
que es bueno, confíalo a tu memoria». Una posición sincretista me parece muy
rechazable ya que resulta de una mezcla. Los valores surgidos de las tradiciones pueden
enriquecerse mútuamente hasta el día en el que sea posible descubrir lo que está más
allá de los caminos.
Toda su obra da testimonio a favor de las religiones comparadas y de su encuentro en el
más alto nivel. Hay sin embargo par usted una clara diferencia entre el universo
occidental y los universos orientales: la Persona de Cristo. El Cristo no es a sus ojos un
Avatara entre otros, es decir un primus inter pares: es mucho más. ¿Pero entonces, se
puede hablar todavía de una más allá de las religiones?
Si Cristo no es el fundador de una religión, en lo cual yo creo firmemente, el problema
al cual hace alusión no se plantea. Las discusiones filosóficas y teológicas son vanas. Lo
importante es tender hacia las santa unidad. No creo en la eficacia de las comparaciones.
Si ellas me convienen, puedo usarlas. Si no, lo dejo caer todo para intentar vivir en la
autenticidad. Como lo ha mostrado muy bien Eckhart, todo aquello que es dicho de
Dios es palabrería. Aquel que posee una experiencia de la presencia está más allá de las
comparaciones, de las semejanzas, de las diferencias. De ahí la importancia del silencio
con respecto a o esencial. ¡Que cada uno encuentre su vía y su más allá! Uno lo
descubre al avanzar. Uno puede rechazar lo que, la víspera, podía convenirle y
pasajeramente saciarle.
Swami abhishiktânanda deseaba no «pensar en Dios» ya más, rechazar los «signos», ya
que -como el Vedanta enseña- el verdadero conocimiento está más allá de todo
concepto intelectual, de todo saber. Es necesario zambullirse en su «fondo» para
encontrar a Dios. La originalidad de Henri Le Saux no ha sido la de reconciliar,
difícilmente, una religión histórica y una religión cósmica, sino quizás el seguir la vía de
un Dios personal: ¡Yahve se ha hecho signo en Jesús, constriñiéndose de lo Impersonal
advaita! En otros términos, ¿no ha querido desbordar la bhakti (la vía devocional,
dirigida a un Dios personal) hacia el jñana (la vía gnostica, religada a lo impersonal)?
La vía del amor y la del conocimiento son gemelas. No se puede distinguirlas más que
el lo abstracto. Lo importante consiste en vivir el contenido orientándose hacia la
unidad. La historia me parece una explicación, un reflejo de acontecimientos que se
desarrollan en otro lado. El acercamiento a los misterios se vive en un más allá de la
historia, del espacio y del tiempo.
La India recuerda sin duda a los católicos y a los reformados aquello que parece que han
olvidado. Hablando de esta tierra de anterioridad, Henri Le Saux evoca la «gracia de
interiorización» que ella otorga, y la «purificación de la noción de Dios» que ella
permite. Pero los ortodoxos han mantenido la teología negativa (el neti de los hindúes),
ese yoga que es la oración del corazón (su japa), y tienen además una admirable liturgia.
¿Qué podría entonces aportar al cristianismo oriental, el Oriente no cristiano, sobre todo
si Cristo es algo más que un avatar?
Considero que lo esencial existe en el judeo-cristianismo. De todas maneras, la
interiorización sin duda solo ha de ser vivida por un pequeño número, al no ser la
audacia una virtud humana de la cual se reconocen firmemente su importancia y su
eficacia. Yo creo en efecto, que la metafísica de la India puede provocar una
purificación, un despejamiento, un recuerdo de aquello que ha sido olvidado o no vivido
por ignorancia o por apocamiento. De ahí la extrema oportunidad de comprender cuanto
un intelectual occidental está encumbrado y como debe de deshacer todo lo que le
encumbra. La primacía que Le Saux da a la soledad y al silencio es algo a recordar. Es
un resultado al que este monje cristiano e hindú no ha llegado más que al final de su
existencia. El hablaba y escribía de buena gana, era para él una manera de clarificarlo
todo. No tenía un interlocutor válido para captar el sentido de su sufrimiento, de su
perpetua puesta en duda de los temas más esenciales. Su lealtad, su rectitud son de una
extraordinaria amplitud. Cada uno leyéndole encontrara un beneficio. Aunque solo sea
por la inquietud que experimente al leerlo... Unos encontrarán una justificación de su
adhesión al cristianismo, otros se verán fortificados en su interés por la metafísica de la
India. Algunos comprenderán la importancia del «pasaje» por los mitos y los símbolos.
Enfin, ciertas personas llegarán a liberarse de un engorro que les impedía ver claro.
Conviene no olvidar que el despertar se acompaña de muertes y de resurrecciones. Estas
operan en el crecimiento y en la profundización. El despertar liberador se realiza en el
desierto, es decir en el país interiorizado de la sed, de la lectura de los signos y del
encuentro. El verdadero encuentro se efectúa dentro, y llega a ser experiencia. Una
inexpresable experiencia de la cual lo esencial es incognoscible.

LOS ALIMENTOS DEL HOMBRE INTERIOR


MARIE-MADELEINE DAVY
Así como el hombre tiene necesidad de «alimentos terrenos» para su cuerpo exterior, así
el hombre interior, es decir el corazón, ha de alimentarse. Mucho tiempo y energía se
consagran al cuerpo. A menudo el hombre puede asegurar los gastos necesarios para el
mantenimiento de la existencia con un trabajo asiduo. El hombre interior,
subalimentado, se torna frágil, se deteriora y perece.
El alimento más sustancial del hombre interior reside en el contacto asiduo con los
textos sagrados, que le permiten alcanzar un nivel más profundo de la comprensión de sí
mismo y del sentido de su búsqueda. Para el hombre interior la lectura cotidiana de los
textos sagrados es análoga a las comidas que cada día ofrece a su cuerpo. Aquí lo que
tiene importancia no es tanto la duración o la cantidad, sino la intensidad.
Lo esencial para el hombre interior, consiste en la lectura y en la meditación de los
textos sagrados. Según la tradición judeo-cristiana el hombre no está solo, Dios le habla
y es contemporáneo de su palabra. Lo que Yahvé dice a Israel, lo pronuncia para cada
ser tomado en su singularidad. Si abre el pecho de Lidia, la vendedora de púrpura
(Actos, XVI, 14), abre también el corazón de aquel que le escucha, a fin de darle la
inteligencia del texto. Los personajes bíblicos se encuentran, como «situaciones»
sucesivas o imbricadas, en cada ser. El hombre del interior reducido a una indigencia
interior, momentáneamente abandonado, se queja como Job en la confianza y en la
amargura; obedece con Abraham; como Moisés, entra a veces en la nube. A los
monólogos de la Divinidad y el Hombre, sucede a veces el diálogo. No se trata de
refugiarse en sueños que la imaginación alimenta; todo sucede en el interior, en el
secreto de la dimensión de profundidad.
El lector de los textos sagrados tiene en cuenta interpretaciones que le presentan
comentadores; a veces le visita la inspiración y el texto se ilumina. Capta «un algo» que
un instante después se le hará oscuro.
Las palabras de la Escritura se rumian, se mastican como alimentos, y luego se
saborean, sin embargo, hace falta una preparación para favorecer el apetito. Con
respecto a la Escritura hay una apertura, un deseo de alimentarse que mantiene la
oración y el ayuno del corazón en la medida en que son medios de recogimiento que
estimulan la atención y la escucha.
La inteligencia del texto sagrado no tiene que ver con una formación intelectual,
depende únicamente de la calidad de apertura del corazón. Esta pertenece a la estructura
del hombre interior; puede estar coagulada o ser fluida, es decir, puede estar bloqueada
o privada de nudos en la medida en que la espontaneidad interior se ha conservado o se
ha reconquistado. Según Proclo -y esa misma idea se encontrará también en el
cristianismo- la atracción sentida por lo espiritual se inscribe en el alma; así, «rezar» es
«liberar una oración interior». Cuando Agustín escribe: «no me buscarías si no me
hubieres encontrado ya», esta frase posee idéntico sentido. La conversión obrada bajo el
choque que producen las palabras que llegan al corazón es consecutiva a una
orientación anterior cuya eficiencia podía ignorarse anteriormente: todo procede de la
moción divina; precede a la diversidad de sus manifestaciones.
Esta manifestación corresponde a una espontaneidad. No es con un esfuerzo con lo que
el hombre interior se abre a los signos y el texto sagrado lo libera. El hombre interior se
encuentra atento a ellos por su propia estructura; la amplifica en la medida en que da
interiormente su consentimiento a su verdadera naturaleza espiritual, el texto sagrado
permite, pues, unirse de nuevo, y por ello mismo responder, al movimiento inicial que
se sitúa en la interioridad; puede haber estado bloqueado, pero la Escritura licúa ese
bloqueo, en la misma medida en que libera una energía latente que esperaba poder
manifestarse. «La forma final de la oración -escribe Proclo- es la unidad que establece
al uno del alma en el propio uno de los dioses...» permanecemos en la luz divina y
estamos envueltos en su ciclo. Esa es la cúspide de la oración verdadera, alcanzar de
nuevo por la conversión la manencia inicial, reintegrar en uno lo que procede del uno de
los dioses, recoger la luz que hay en nosotros en la luz de los dioses.
Por eso puede decirse que la iniciación es operativa en el interior, anteriormente a toda
iniciación conferida desde el exterior; lo que inicia, consagra y sitúa al alma en el seno
del misterio es la obra creadora; en este sentido puede hablar Sócrates, en el Fedro, de la
más perfecta de las iniciaciones; de ahí la «simpatía» que se establece entre los textos
sagrados y el hombre, entre el hombre y los textos sagrados. Por este término de
«sympatheia», hay que entender una atracción recíproca, una atracción ineluctable que
orienta la mirada, acentúa la percepción y provoca la revelación.
En el Fedro, explica Sócrates que toda cosa es vista por otra que nosotros no vemos. Se
accede a un conocimiento nuevo en la medida en que se lo posee anteriormente. Toda
experiencia exige, o más bien implica, un preconocimiento (74, e). «¿Habrá una
experiencia antes de la experiencia?», escribe Jean Trouillard en su obra L´Un el l´âme
selon Proclos. Y añade: «Pero esta experiencia antecedente exigiría por sí misma otra
experiencia, anterior por las mismas razones, y así hasta el infinito. Es, pues, preciso
que ese preconocimiento sea anterior, no según el tiempo, sino según el orden. No
puede pertenecer a un saber adquirido, ha de entrar en la contextura del alma
conocedora.»
Esta experiencia anterior se manifiesta por la reacción espontánea experimentada con
respecto al contenido de un texto sagrado. El alma «reconoce» de un modo más o menos
claro su parentesco, la idea recibida no le parece ajena a aquello hacia lo que él tiende.
El alma es movida por la Vida, se mueve en la Vida; en ese sentido existe un desarrollo
constante para el hombre interior. A este respecto, la enseñanza de los neopitagóricos
permite comprender tal movimiento. El alma es un número que se mueve sobre sí
mismo, «procediendo por una procesión y una conversión interna cuyo movimiento
parte de la unidad para concluir en la unidad».
Cuando el alma recibe el choque de las Escrituras sagradas se produce una
espontaneidad espiritual; en el espacio interior, lugar de las ideas, todo es recepción,
relación y unificación. Un texto sagrado, por ejemplo el versículo de un salmo, no
producirá una «idea» idéntica en todos cuantos lo lean. No existe aquí uniformidad ni
unilateralidad, todo se captará según la calidad de apertura, de espacio interior y sobre
todo de exigencia más o menos limitada o ilimitada. En la comprensión misma se
presentan intervalos, especies de vacíos que llaman a lo lleno, deseándolo con violencia,
o deseando desearlo durante los movimientos oscuros. Así, la Sagrada Escritura
corresponde a un apetito sentido: «mi alma tiene sed de ti» (Ps. XLI,3). Cuando no se
siente ese apetito, conviene, no obstante, alimentar al hombre interior de la misma
manera que el que existe ha de alimentarse para vivir. El sujeto se da cuenta de que no
comprende sino una parte de toda una totalidad; experimenta cruelmente esa carencia
que hace más aguda su atención, acecha el instante en el que un conocimiento más
denso va a surgir.
No habría que creer que la lectura de la Biblia conviene tan sólo a los monjes, pues la
Palabra se dirige a todos los hombres indistinta e independientemente de su profesión y
de su modo de vida, tanto a los sabios como a los individuos incultos. Pensar lo
contrario sería tan irrisorio como afirmar que sólo los ricos han de alimentar su cuerpo y
que los demás están condenados a morirse de hambre, incluso si tienen alimentos ante
ellos.
Cuando el hombre se deja modelar por la Palabra que se le dirige, comprende que ésta
va ante él y que él va ante ella. Su escucha es una respuesta, pues él ha sido precedido.
El Antiguo Testamento, particularmente, con el Génesis, los libros sapienciales y los
profetas, sitúan y orientan. Los salmos, cuya belleza es incomparable, alimentan el
corazón. El lector se encuentra, así, situado a la espera de la nueva alianza, preparado
para reconocer a Cristo. Con el Nuevo Testamento, Dios se hace más próximo, se le
ofrece un nuevo acceso que conduce al padre, mientras que el Espíritu introduce a los
secretos, es decir que le hace atravesar la corteza para saborear la almendra, que es lo
único que puede alimentarlo. «El Verbo -dirá San Bernardo en su estilo figurado- se
presenta en la carne, el Sol en la nube, la luz en el recipiente de la tierra, la miel en la
cera, la llama en la lámpara». Cristo no es solamente un personaje histórico cuya vida
conviene meditar; interiorizado, se convierte en un estado.
Los acontecimientos históricos tienen su importancia, pero también han de ser
interiorizados y desarrollarse en el interior; toman entonces relieve y una densidad más
preñada. Hoy, los textos bíblicos se ven tamizados por una crítica científica exigente, a
veces son analizados como cualquier texto profano. A menos que uno sea teólogo en el
sentido occidental del término (el teólogo oriental, es, ante todo, un hombre de oración),
el hombre interior debe alimentarse sobre todo con sencillez. No lee la Biblia como
intelectual, sino como un ser hambriento que busca su alimento. Como el ángel, el
hombre interiorizado es un «velador», su mirada quisiera imitar la de los querubines, y
poder contemplar lo inefable a través de las palabras y, a veces, a pesar de las palabras;
pues las palabras, como las imágenes, han de ser superadas.
La escritura, dirigiéndose al corazón del hombre, se convierte en su morada, pues la
Palabra, semejante a una mano, llama a la puerta de lo interior; abrir es darle entrada, de
ahí el texto del Apocalipsis (III, 29): «He aquí que me encuentro a la puerta y llamo; si
alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré... cenaré con él y él conmigo». Un sentido
idéntico se encuentra en el texto del apóstol Juan (XV, 4-5): «si alguno me ama,
conservará mi Palabra; entonces mi Padre también lo amará, y vendremos a él y
haremos en él nuestra morada». Se trata, pues, de una habitación de la Palabra en el
hombre interiorizado.
Leer los textos sagrados considerándolos ajenos a uno mismo sería absolutamente vano.
Así, numerosos meditantes no hacen ningún progreso, incluso si se consagran durante
horas a la lectura de las Sagradas Escrituras. El selo de los libros sagrados sólo se rompe
cuando el meditante abandona lo manifestado y pasa desde lo grosero a lo sutil, desde el
discurso al silencio. Es estado de tranquilidad no concierne únicamente al cuerpo, la
mente ha de mantenerse en reposo, de ahí la importancia dada a la vigilancia del
corazón a fin de rechazar los pensamientos errantes y dispersantes. El corazón se
mantiene en la contemplación apacible y se descubren los misterios, el texto sagrado
entrega sus secretos ocultos, que arden por ser descubiertos, y toda posibilidad de
ensoñación queda eclipsada.
Según el taoísmo, la concentración se convierte en contemplación cuando el hombre
recogido alcanza a fijarse en su centro y esa operación se lleva a cabo de una manera
suave y no rígida. En cuanto huyen los pensamientos, comienza la contemplación: «Una
fijación sin contemplación es una revolución sin luz. Una contemplación sin fijación es
una luz sin revolución» (Lou Tsou, Le secret de la fleur d´Or). El espíritu original se
derrama en el ser por la contemplación. Así, el texto sagrado pone en movimiento
imágenes comparables a corredores que se encaminan hacia el centro. Cuando se
efectúa la entrada al centro, conviene abandonar esas imágenes simbólicas, ellas han
conducido hacia la orada interior pero no pueden penetrar en ella; de ahí la necesidad
rigurosa de abandonar las imágenes que no son en realidad vehículos indispensables
pero peligrosos para aquellos que avanzan en el camino de la perfección.
Poco a poco, el espíritu consciente se somete al espíritu original, que es lo que Lu Tsu
llama el trabajo de fundación.
Se trata de las bases para la construcción de una morada de que habla el Evangelio (Cf.
Mateo VII, 24). El apóstol Pablo dirá también: «He puesto el fundamento como un
sabio arquitecto» (I Coritios III, 10).
La lectura de los textos sagrados requiere las mismas disposiciones que la oración
cuando es considerada una toma de contacto consciente y no un estado; conviene entrar
en su cámara y cerrar la puerta (Cf, Mateo vi, 6) es decir, interiorizarse en el interior,
retirando la atención del exterior.
Los consejos dados por el sabio Lu Tsu son concretos: primero hay que sentarse en una
habitación tranquila, el cuerpo ha de ser comparable a madera seca y el corazón como
ceniza fría, con los párpados cerrados, que permitan que la mirada se fije en el interior,
el corazón purificado se convierte a su vez en mirada. La lengua situada contra el
paladar reduce la facultad gustativa, el oído se cierra al ruido del exterior, la respiración
se una a un ritmo lento. La boca cerrada no habla ni ríe y el corazón cumple con
atención su trabajo de velar con respecto a los pensamientos. Los pensamientos justos se
van formando poco a poco: «el espíritu es el pensamiento, el pensamiento es el corazón,
el corazón es el fuego, el fuego es la flor de oro...
Cuando se procede así de manera recogida, se ve aparecer espontáneamente en la luz...
un punto de la pura luz creadora» y los pensamientos vanos se acallan como ruidos
insólitos.
Rechazando sin cesar la indolencia y la distracción que a cada instante acechan y tratan
de invadir al meditante, el corazón se conmueve. Ya anteriormente lo ha afectado la
lectura de los textos sagrados. Podría decirse más bien que, en la contemplación que la
lectura provoca, va más allá de toda emoción y se licúa como una piedra que se vuelve
agua.
El discernimiento permite diversificar los pensamientos verdaderos de los pensamientos
imaginativos. Cuando los pensamientos obedecen a un movimiento rápido, se agitan y
hacen aparecer representaciones imaginarias y se acelera la respiración, los
pensamientos y la respiración se responden. Desde el momento en que la mente se
clama, se produce un apaciguamiento en todo el ser, cuerpo, alma y espíritu, se
mantienen en la inmovilidad y la respiración se hace lenta.
Lu Tsu plantea una cuestión esencial: ¿Cómo no respirar, puesto que el hombre
continuamente piensa y respira? «El corazón y la respiración dependen uno del otro, hay
que unir la revolución de la luz con un ritmo dado de respiración.» La luz del ojo y la
luz del oído van a desempeñar su función. La primera luz, la del ojo, es, según el sabio
taoísta, «la luz unida del sol y de la luna en el exterior». La luz del oído procede
también de la luz del sol y de la luna, pero se derrama en el interior. Por eso, según
todos los sabios y maestros espirituales, el oído -como hemos visto ya anteriormente
(1)- tiene precedencia sobre el ojo durante la condición terrestre.
Los cantos sagrados animan los chakras. El hombre participa del ritmo y sobre la
modulación de la melodía se acuerda la respiración: inspiración, espiración y retención
del aliento. Así, el canto gregoriano sacraliza, hace que emerjan las energías latentes
que esperan a ser llamadas para expresarse. Tal animación de los chakras armoniza y
produce su equilibrio. Suprimiéndolo, en ciertos monasterios cristianos, se privan así de
un orden y una medida introducidos por el canto de los neumas. De ahí los desórdenes
psíquicos y las depresiones más numerosas que antaño y que hoy día afectan a
numerosos monjes(2). No hay que olvidar que el canto gregoriano ejercía una función
purificadora de carácter ascético concerniente a la respiración. Cierto es que el latín no
es una lengua sagrada y muchos jóvenes lo ignoran hoy en día; sin embargo, su uso
correspondía a una experiencia que tenía por objeto sacralizar al sujeto(3). En los cantos
religiosos de la India, por ejemplo, la melodía y la utilización del sánscrito en cuanto
lengua sagrada ejercen una función idéntica. Podría decirse otro tanto del canto hebraico
en los templos judíos.
Cuando la lectura de las Escrituras sagradas se convierte en meditación, evoca además
la oración; sin embargo, se diferencia netamente de ella. Monseñor Antoine Bloom
escribe: «la meditación es una actividad del pensamiento, mientras que la oración es el
rechazo de todo pensamiento»(4).
Sin embargo, la lectura de los textos sagrados conduce inevitablemente a la oración:
«...Cuando oramos, hablamos a Dios, pero, cuando leemos, es Dios quien nos habla»(5).
La lectura de la Escritura sagrada, como también la oración, supone previamente la fe,
al menos para los judíos y los cristianos. Fe en una Presencia que se afirma en la medida
en que se actualiza. La comprensión de las Escrituras se muda en conocimiento y amor,
pues es ante todo relación entre dos personas. En este sentido la lectura de la Biblia
puede ser llamada divina (lectio divina). No son las palabras lo que se ama, sino la
verdad que divulgan(6). Todo ha de pasar en la vida, no se trata, pues, de una cuestión
de duración dedicada a la lectura, sino de una abertura a la vida en la cual la Escritura se
encarna.
A las Escrituras sagradas, consideradas como alimento esencial del hombre interior, hay
que añadir la lectura de los Padres de la época patrístrica y del desierto, los tratados
hesicastas, y los pertenecientes a la Filocalía. Algunos textos del siglo XII que emanan
de autores cartujos (Guigues I y Guigues II) y cistercienses (San Bernardo y su escuela)
son inapreciables. El maestro Eckhart se impone y, en su órbita, los textos de la escuela
renana. Así se presenta el tesoro esencial del hombre interior. Cabe añadir,
naturalmente, escritos del siglo XVII. El hombre interior, a de ser prudente respecto a
las lecturas llamadas «edificantes» de los últimos siglos, aparte el padre Foucauld.
Parece necesario volver a las fuentes y atenerse a ellas. Hagamos notar que los escritos
orientales y, en particular, la literatura siríaca constituyen después de la Sagrada
Escritura un alimento substancial.
Lo importante, en la lectura de las Escrituras Sagradas, es ponerse en contacto con una
Presencia: la de la luz inmediata. Al situarse en el instante, esta Presencia engendra una
experiencia. Así, la Presencia se sitúa en el presente. Al propio tiempo implica una
comprensión más lúcida que determina un nuevo nacimiento y un nuevo amor. El
despliegue se produce por repercusiones de esperas y de recepciones. Arraigando en la
intuición, la espera y la recepción son otras tantas experiencias; no se suman, se
multiplican. Por lo demás, esta Presencia no es exterior, la palabra que se expresa en el
interior encuentra la Palabra que emana de la Escritura: no hacen sino una.
Gracias a la presencia de la Palabra, el hombre escapa de la soledad; eso no significa
que sepa siempre dirigirse en la andadura de su existencia hacia la interioridad; por eso
le es necesario, a veces, aconsejarse con hombres experimentados, aptos para traducir el
sentido de una llamada y de una vocación personal.
__________________________________________
NOTAS
1.- En un capítulo anterior del libro del que está extraído este fragmento.
2.- Son conocidos y están perfectamente documentados los estudios hechos en Francia
en comunidades de monjes y monjas de clausura que habían abandonado el canto
gregoriano tras el Concilio Vaticano II, y cuyos miembros sufrían depresiones y otras
alteraciones del ánimo y físicas. La mayoría de estas alteraciones se resolvieron solo
con volver al canto tradicional. (N.D.R)
3.- En los monasterios que dan alojamiento, parece normal utilizar la lengua del país. En
cambio, no es muy comprensible el abandono del latín en ciertas órdenes
contemplativas estrictamente cerradas al exterior.
4.- Cf. Mgr. Antoine Bloom, Living Prayer, London, 1966, p. 57.
5.- Véase a este respecto, Sr. Mrie-François Herbaux, Formation a la lectio divina, en
Collectanea Cisterciensia, t.32, 1970, 3, pp. 219 ss.
6.- San Isidoro de Sevilla, Sentencias III, 8, P. L. LXXXIII, 679.
(M. M. Davy - El Hombre Interior y sus Metamorfosis - Editorial Integral - Colección:
Rutas del Viento)

EL MISTERIO DE CIERTOS ESPACIOS


MARIE MADELEINE DAVY
Los lugares insólitos significantes de una alteridad pertenecen tanto a Oriente como a
Occidente. Ningún país posee el monopolio de ellos. De todos modos, es evidente que
en la Antigüedad la geografía sagrada privilegiaba a Egipto y Grecia. Estos lugares han
sido habitados por los dioses. Al abandonarlos, han dejado huellas permanentes casi
imborrables, incluso donde los fieles han abandonado el resplandor de su fe y quizás de
su credulidad ingenua.
Huellas de los dioses o del Dios único según el politeísmo o el monoteísmo. Huellas de
pasos de los espíritus del intermundo, ángeles y demonios. Huellas de los hombres de
luz. Espacios vírgenes visitados por la brisa en la cual el Eterno está. Espacios extraños
que no manifiestan ni dioses ni hombres, en los que el alma del mundo se manifiesta y
provoca visiones, alucinaciones revelándose así. Espacios comparables a aperturas en
las que las energías vitales y divinas se mezclan. Especie de aperturas, de ventanas, de
puertas dando acceso al mundo invisible. Puntos de eternidad, festines, reposos para el
pasante; especie de albergues permitiendo a la montura (el cuerpo) y a su conductor (la
psique) tomar un bocado. Mejor todavía, altos lugares paradisíacos estimulando la
búsqueda, permitiendo rozar el paraíso y vivenciar la dulce beatitud que emana de él.
Paradas del viajero donde se multiplican por diez sus sentidos interiores, simientes
fecundas, esponsales celebrados en el misterio de lo invisible. La bien amada pertenece
al tiempo y el bien amado es percibido en un resplandor, del cual Henri Le Saux podrá
decir en su Diario: «Tu has visto el resplandor, guarda tu secreto». Es de secretos de lo
que se trata. Aquel del que el profeta Isaias (24,16) murmuraba. «Secritum meum
mihi»; «Mi secreto está en mi», ya que se sitúa en ese fondo abisal del hombre de donde
las palabras no podrían surgir. Todo sale a la luz en el silencio y se despliega en el no-
decir.
GEOGRAFÍA SAGRADA
En una época en la que la desacralización no solamente se extiende sino que se
generaliza, puede parecer infantil hacer alusión a los espacios que la consciencia común
no podría de ninguna manera distinguir. La Antigüedad poseía el culto de los lugares
sagrados, saboreaba multitud de ellos y su herencia no podría ser discutida. Esta forma
una trama sobre la cual los ornamentos se dibujan. Incluso el hombre contemporáneo
conserva en sus genes vestigios de la Antigüedad. Y estos reclaman -a veces a su pesar-
su alimento.
Conviene no olvidar nunca que el politeísmo ha favorecido a las montañas, las islas, las
rocas, los ríos, las grutas. Los claros sagrados de los bosques de los Galos, de los
Germanos y de los Lituanos eran lugares secretos. Los judíos tenían el gusto de las
montañas, de los lugares elevados. El Eterno aparece a Moisés en el Sinaí. (1)
Puede ser, se podría decir, que los lugares sacralizados formulaban antiguamente una
enseñanza oral. Toda comunicación verbal supone una boca y unos labios y ellos no los
tenían. Sin embargo, las fuerzas telúricas son operantes en el silencio, ellas modifican
las estructuras y los comportamientos. Un lugar sagrado se expresa. La piedra se vuelve
parlante, como el bosque y sus claros. El agua murmura su mensaje. Los lugares
sacralizados se emparentan con «el lenguaje de los pájaros». Todo puede volverse
templo, Sancta Santorum revelando los secretos que hacen franquear el umbral de la
cámara nupcial.
Los santuarios, ermitas, monasterios han sido lugares privilegiados. Muy a menudo en
Europa, es alrededor de las iglesias donde el agrupamiento rural se normalizó del siglo
VI al IX . La parroquia amaba a los muertos con la proximidad del cementerio y de las
habitaciones de los vivos, o mejor las protegía con un amor idéntico, como un ave con
las alas extendidas. Durante mucho tiempo, vivos y difuntos mantuvieron relaciones
afectuosas. Las sepulturas de los padres y amigos eran visitadas frecuentemente. Las
montículos abandonados podían retener a los que pasaban. Ocurría a veces que una
tumba hablara. El difunto quería ayudar al vivo un instante recogido. El muerto no
estaba ya realmente presente en su carne y huesos y sin embargo él se expresaba en un
lugar donde su cuerpo había sido enterrado. No olvidemos que las reliquias de los
santos irradiaban ante los ojos asombrados de sus admiradores. Ahora bien la
canonización no es siempre significativa. Cajas conteniendo osamentas atraen siempre a
las multitudes. Los peregrinajes a lugares santos se perpetúan. Tales lugares no son sin
duda más evocadores que otros espacios ignorados, constantemente a descubrir. En la
medida en la que el hombre se vuelve capaz de transfigurar la tierra, él la percibe en su
belleza luminosa que se vuelve para él una amiga, una hermana, su madre o su propio
hijo. En Europa, el emplazamiento de las parroquias estuvo a menudo ligado a los
ámbitos galo-romanos; algunos santos -legendarios o reales- han dado sus nombres a
pueblos y aglomeraciones, desde las aldeas a las ciudades. La localización de la
divinidad tiene a veces necesidad de soledad, de alejamiento de los hombres. Se
presenta entonces un contraste entre regiones divinas y regiones humanas. Estudiando
las Religiones de la Prehistoria, el Padre Maigage ha precisado los lugares sagrados
situados en parajes inaccesibles.
Para el judeo-cristianismo, Dios solo es santo. Lo sacralizado siendo reflejo, extensión
proveniente del despliegue de lo que emana de la divinidad única. Con el cristianismo
todo bascula: Dios se encarna. Y el cosmos se difumina en beneficio de la historia. Lo
sagrado y lo profano cesan de oponerse. Sacralizar la historia sería un error de óptica.
Es el hombre que, vuelto teoforo, debería irradiar el sol divino.
EL CORAZÓN VIGILANTE
Los lugares habitados por el Espíritu no podrían emitir distinciones entre los seres. Ellos
ofrecen lo que ellos encierran y cada uno se sirve según su apetito. Se pueden también
compararlos a las campanas, a los gongs formulando una llamada. Respondiendo a la
invitación, uno acude; uno se dirige hacia... Las respuestas serán diversas.
Existen espacios que se mantienen en estado de vigilia a la manera de un corazón del
que una de sus funciones es la de estar vigilante. Estos lugares sobre los cuales planea el
misterio, como el pájaro cubriendo con sus alas el huevo del mundo, son doblemente en
estado de atención. Por una parte, parecen contener un secreto. Por otra, desean
revelarlo. A la espera de dar, dichosos en su prodigalidad totalmente gratuita, ellos
desean que se les visite con el fin de ejercer su amor. Su generosidad no podría
empobrecerlos. La cisterna demasiado llena desborda y el vacío engendrado permite
recibir un aporte nuevo.
LUGARES ESPIRITUALES
El microcosmos lleva en si al macrocosmos. La monja Hildegard von Bingen, del siglo
XII, lo ha comprendido bien y todos los autores de la Edad Media sabían la estrecha
relación entre los dos universos. Ya no es más necesario descubrir en la naturaleza
lugares sutiles cargados de vibraciones. Las energías vitales y divinas no son
extranjeras, ellas se sobreponen a la vez que se mezclan. El termino «sobrenatural» no
debe ser empleado. Lo meta-natural pertenece a lo natural, constituye la excelencia de
ello, la fina punta. La naturaleza es una totalidad, un todo que no ha sido fraccionado.
Antes de la llegada de la ciencia aristotélica, el pensamiento de Platón anima los
espíritus. El tratado de Bernardo Silvestre, De universitate mundi, proclama la
homogeneidad de los fenómenos de la naturaleza, de ahí el empleo de la palabra
universitas -universo. «La universitas es un cosmos y su contemplación se comprueba
deleitable», dirá Honorius de Autun (2). De ahí el amor de los hombres de la Edad
Media hacia las piedras, los vegetales, la flora, la fauna y el hombre que recibe de ellos
los secretos. De todas maneras, al cristianismo se le acusará de desacralizar el cosmos.
Numerosas polémicas se elevarán a propósito de esto contra los cristianos de la Iglesia
primitiva. Sin embargo, sitios considerados como "altos lugares" llegarán a ser centros
para el ejercicio del culto o incluso serán elegidos para establecer ahí no solamente
iglesias o capillas, sino monasterios. De alguna manera el paganismo permanecerá
presente aunque designado por otros vocablos. Aguas con virtudes benéficas
conservarán sus poderes saludables cambiando de atribución, pasando así de una diosa
pagana a la divina madre de Cristo. La naturaleza es un templo de una inmensa
vastedad. Pero el santuario de este templo es el hombre, imagen divina llamada a
reconquistar una semejanza momentáneamente suspendida.
EL LUGAR Y EL ESPÍRITU
Según el pastor sajón Valentin Weigel (1533-1588), al cual Bernard Gorceix ha
consagrado su tesis, «lugar y espíritu son fundamentalmente incompatibles: el espíritu
no puede estar circunscrito a ningún lugar, porque ningún círculo podría ser lo
suficientemente grande para contenerlo» (3). Un semejante punto de vista es discutible
aún pareciendo justo en una primera apreciación. Ciertamente, el Espíritu no está
encerrado tal como un pájaro en una jaula. Libre, él no es nunca cautivo ni de los
lugares ni de los hombres. Una vez más, se trata de la entera gratuidad de un amor
surgido quizás de una compasión. Semejantes a los escasos refugios en las montañas,
los espacios sacralizados son puertos que permiten sus pender su paso, retomar el
aliento y orientar su mirada interior hacia otra dimensión. Así, una iglesia románica
conserva en sus flancos la oración de los orantes, los antiguos monasterios cartujos o
cistercienses devenidos centros culturales propulsan a «aquellos que tienen oídos para
oír» a un silencio sonoro animado por la mirada de os contemplativos.
PRESENCIA SECRETA
Parece que ciertos lugares sean esencialmente reveladores de una presencia, de algo que
se relaciona no con la existencia sino con la Esencia. Estos lugares son comparables a
puentes entre lo visible y lo invisible, a llamas verticales iluminadoras. A uno le gustaría
construir su morada en tales espacios, aunque solo nos sea permitido plantar
momentáneamente nuestra tienda. Esos lugares están demasiado cargados de energía
para poder vivir en ellos. Solo el ser alado podría soportar su densidad. Ahora bien, el
ser alado vive en el elemento aire que le es suficiente. El pez no podría dejar el agua, su
elemento nativo, sin correr el riesgo de morir. Los altos lugares pueden ser visitados.
Querer construir allí su casa sería un error.
Ciertos espacios, que pueden aparecer bienhechores gracias a las leyendas que los
envuelven, están a veces cargados de ambigüedad. Lo positivo y lo negativo se mezclan.
Según las viejas tradiciones monásticas, los demonios no atacan más que a los santos
monjes, ¡para los mediocres no hay peligro! Ocurre lo mismo en ciertos altos lugares:
fuerzas oscuras hacen su nido y proliferan en los emplazamientos privilegiados. En el
siglo IV, los hombres iban a vivir al desierto con el fin de afrontar a los demonios en sus
madrigueras.
Un lago en calma toma el color del firmamento. Los altos lugares comparables a espejos
reflejan el misterio del mundo invisible. En cierta manera hacen frente a la eternidad.
No se podría hablar en su caso de una visión divina, sin embargo, ellos están visitados
por la luz increada, la luz de gloria, la del Thabor. El misterio de ciertos espacios se
impone a todos y provoca una emoción. Sin embargo, solo los ojos iluminados y el
corazón unificado son capaces de degustar su sabor. En razón de su sutilidad, los
sentidos interiores pueden discernir la realidad de una presencia privada de nombre. La
belleza oculta se revela y su despliega a aquellos que mantienen la capacidad de
contemplar. Así, el padre Tikhon, que deseaba orientar a uno de sus auditores hacia la
luz, le relató lo siguiente (4): «Las mariposas de noche, a causa de su apariencia gris, no
llaman nuestra atención. Pero a los ojos de las otras mariposas que son diferentes de los
nuestros, brillan, chispean con todos los colores del arco iris». Así la mirada iluminada
contempla la naturaleza de una manera diferente; la belleza secreta eclosiona.
De la misma manera que el hombre interiorizado no emite ningún juicio de valor
concerniente a los demás, estos espacios sagrados no juzgan a nadie. Es por eso que el
hombre «justo» que los visita no está forzosamente favorecido con relación al
«pecador» -para emplear el lenguaje de antaño hoy prescrito. En otros términos, el puro
y el impuro son enseñados. El ser se juzga a si mismo. En efecto, el lugar sacralizado se
hace «balanza» al respecto. Aquí no es el ángel el que pesa las almas, el lugar, por si
mismo, se hace «operante».
En razón de las nuevas modas de viajes que aseguran la rapidez, el hombre moderno
está privado de la posibilidad de descubrir los espacios susceptibles de aportarle no
solamente energías nuevas, sino también vibraciones sutiles provocando mutaciones y
metamorfosis. No se trata en absoluto de añorar los tiempos pasados sino simplemente
de evocar un pasado del que corremos el riesgo de olvidar su importancia. Uno solo
ejemplo será aquí evocado. A lo largo del Loira, villas como Orleans, Blois, Tours,
Saumur, Angers, Nantes están separadas por cortas distancias de entre cincuenta a
sesenta kilómetros, recorridos que podría efectuar un caballo durante una jornada. El
reposo estaba reservado para la noche. La pequeñas carreteras, los senderos, a veces los
atajos -los recaladeros, según la antigua expresión- encubrían sus tesoros. Entendemos
por ello los espacios abarcando lugares reveladores de esta innegable sutilidad a la cual
hemos hecho alusión anteriormente. Cabalgando una montura -caballo o mula según la
fortuna personal-, el caballero no tenía prisa. Gustosamente se paraba. Y esto no
solamente en los lugares que le habían sido señalados, sino que poseía a veces el
privilegio de descubrirlos. Fuera de los espacios que le retenían en razón de su
celebridad, el viajero iba a visitar por ejemplo la cueva de un solitario, o su cabaña
situada en el seno de un frondoso bosque. En la literatura medieval, el eremita ocupa un
papel tan importante como el caballero. Lo más a menudo su anonimato le situaba en un
más allá de toda apelación, indicando así que él pertenecía a otro mundo. visionario,
leyendo igual de bien los corazones como los lugares, recorriendo en una misma mirada
los espacios de dentro y de fuera, él formulaba juiciosos consejos. Siendo su función la
de orientar hacia lo esencial, distinguía los niveles que van de los lugares terrestres a los
lugares espirituales.
HISTORIA Y TIEMPO
Estos espacios sutiles se sitúan en la historia y en el tiempo a la vez que escapan a esta
doble empresa. Para designar el impacto, se podría apelar a un lenguaje incluido en las
Escrituras sacras y también en las leyendas y cuentos con las expresiones: «Erase una
vez» o también «En aquel tiempo» (in illo tempore). Se trata de un tiempo especial,
original y originario, perteneciendo a la historia y sobrepasándola.
Tiempo rasgando el continuo histórico, religando lo relativo a lo absoluto, lo perecedero
a lo imperecedero, la duración momentánea a la eternidad. Tiempo accesible al hombre
cuyas raíces han cambiado de lugar, no encontrándose más en la movilidad del
movimiento sino emergiendo en la estabilidad de su más allá. Josué detiene el sol, lo
que significa que bloquea el tiempo, él suspende de alguna manera el ritmo de lo
creado. Según Mircea Eliade, «el judeo-cristianismo presenta la hierofanía suprema: la
transfiguración del acontecimiento histórico en hierofanía. Se trata -precisa el
historiador de las religiones- de algo más que la hierofanización del Tiempo, ya que el
Tiempo sagrado es familiar a todas las religiones» (5). El judeo-cristianismo sitúa el
acontecimiento histórico en un «máximum de trans-historicidad» (6).
De todas maneras, los «altos lugares» sobrepasan el acontecimiento histórico y el
tiempo. Ya, los textos del Antiguo Testamento se refieren a lugares sacralizados los
cuales se construyen, destruyen, santifican o mancillan. Los Libros 1 y 2 de los Reyes se
refieren a ellos particularmente así como los Profetas. Los lugares santos se distinguen
de los altos lugares al mismo tiempo que presentan una semejanza con ellos. El profeta
Ezequiel (43,8 sg.) hace alusión a los lugares santos a propósito de la vuelta de YHVH a
su templo: «Tal es la ley de la casa: en la cumbre de la montaña, su territorio todo
alrededor es santo de los santos» «Este lugar es una tierra santa» (3,5), dirá el autor del
Exodo. En el Antiguo Testamento, por su santidad el Eterno sacraliza los espacios. La
sacralidad del Tiempo revela su presencia. Cuando Jacob parte de Bersabe para ir a
Haran, llega a un lugar donde pasa la noche ya que el sol se ha puesto. Tomando una
piedra, hace de ella su cabecera. Visitado por un ensueño, él ve una escala uniendo
tierra y cielo. En la escala, los ángeles suben y bajan. El Eterno se mantiene en la
cumbre y él escucha su voz. A su despertar, Jacob exclama: «El Eterno está en este
lugar y yo no lo sabía» (Gen. 28, 10 sg.)
Así, el espacio insólito y sutil no es obligatoriamente conocido de antemano.
Descubrirlo empuja a un estado nuevo. Lo más a menudo la enseñanza recibida no
proviene de fuera. Se puede creer que es percibida del exterior, pero de hecho, emana lo
más a menudo de adentro. La fuente oculta en el misterio mana, fluye y se desliza en un
murmullo o en el silencio. En ciertos casos, lleva el ruido de las grandes aguas con el fin
de ser escuchada operando así una ruptura.
Por que es de una ruptura de lo que se trata. Hay un antes y un después. Entre ambos, el
tiempo se detiene: una enseñanza que proviene del mundo invisible, es recibida. Lo que
es «escuchado» es visto. «Escucha hija mía y ve» (Sal. 45, 10). El oído y la vista se
juntan. Voz divina, voz del Si mismo, voz de la profundidad rompiendo los obstáculos,
las envolturas protectoras; revelación del misterio, del secreto. Como no acordarse aquí
de un texto del Eclesiates (16,22):
Escúchame, hijo mío, y aprende la sabiduría
Y vuelve tu corazón atento...
Yo te descubriré una doctrina pesada en la balanza
Y yo te haré conocer una ciencia exacta.
Así, el secreto oculto se descubre en parte a todo hombre atento en capacidad de
recibirle.
EL MISTERIO DEL ESPACIO INTERIOR
La voz divina llega dando brincos por encima de los montes y las colinas, según el
lenguaje bíblico. Y habitualmente se atribuye su origen al exterior. En ciertos casos,
convendría mencionar la alianza secreta, la connivencia entre los espacios insólitos del
universo, y el espacio secreto del interior. Este espacio interior puede recibir un eco del
lugar que él visita. O al revés, es la profundidad del interior la que permite descubrir los
espacios insólitos que le llegan como ecos. Lo que está oculto accede a la luz y muestra
su rostro. Lo oculto se revela. Anteriormente, la realidad se disimulaba con el fin de
provocar la búsqueda, de estimularla. Encontrado el punto esencial, se trata entonces de
un ahondamiento. El secreto retrocede ya que posee siempre un contenido que es
importante de investigar aun más.
«Digo mis misterios a aquellos que son dignos de mis misterios», leemos en el
Evangelio según Tomas. Y además:
... yo soy el Todo:
el Todo ha salido de mí, y el Todo a llegado a mi.
Partir la madera: yo estoy ahí; elevar la piedra, y ahí me encontrareis.
Así, todo es portador de la realidad luminosa. Sin embargo, ciertos espacios
privilegiados la condensan. Esos espacios son faros durante el claro-oscuro de la
existencia. A veces, ellos desvelan la claridad o todavía el crepúsculo. El amante de la
claridad sabe que la sombra acompaña a la luz. En lugar de pararse en la sombra, en lo
negativo, a aquel que divisa y da la vuelta totalmente, como lo susurra el himno de
Completas retomando un texto de Pedro (5,8), él es seducido por la enseñanza dada por
la aurora o por el pleno mediodía. El misterio de ciertos espacios aparece insólito para
aquellos que ignoran la presencia de lo invisible que de vez en cuando nos interpela
invitándonos a proseguir nuestra ruta yendo siempre más lejos.
PUENTES ENTRE LO VISIBLE Y LO INVISIBLE
Este comentario en torno al tema del «misterio de ciertos espacios» no ha sido abordado
de manera exhaustiva. Algunos ejemplos han sido simplemente presentados con el fin
de provocar una reflexión. Es importante despertar en la memoria recuerdos más o
menos escondidos. Cada uno posee su propia experiencia con referencia a los lugares
insólitos, espacios sutiles, del exterior y del interior, cargados de vibraciones a veces
antinómicas. Quizás conviene interpretar estos espacios como otros tantos signos,
mensajes que nos son dirigidos. Signos de ternura para recordar al hombre a la vez su
origen y la doble posibilidad de su destino del cual él hace una elección en la medida de
la plenitud de su libertad y de su propia capacidad con vistas al mundo invisible.
«Asómbrate y comprenderás», aconsejaba Hesiquius de Jerusalén. El poder de asombro
coincide con un estado de espontaneidad, de frescura pertenecientes a la juventud del
corazón. Esta está privada de relación con la edad, y por tanto con la temporalidad.
Cuando durante su vieja terrestre el hombre encuentra lugares insólitos por el hecho de
su sutilidad, su fuego interior está animado por briznas o brasas de paja. Así la llama se
mantiene. Ciertamente, llega un momento en el que su horno interior no se encuentra ya
en la necesidad de ser alimentado. Se ha vuelto comparable a la zarza ardiente que «arde
sin consumirse». Todo se vuelve camino de luz, puente entre lo visible y lo invisible.
Que el hombre intente la maravillosa aventura del viaje interior, él irá de
descubrimiento en descubrimiento. Son las huellas de la dimensión divina las que él
descubre en su profundidad. Y ya no padecerá en adelante ninguna necesidad de
investigarlas fuera. Sin embargo, en la medida de sus encuentros con los espacios
sutiles, él podrá sonreírles para agradecerles su presencia, considerándolas como los
arcos de paz y de luz emergiendo del mar sombrío y caótico del mundo.
NOTAS ----------------------
1.- Sobre este tema ver Pierre Deffontaines, Geographie et Religions, Paris, Gallimard,
1948
2.- Sobre la naturaleza, ver M. D. Chenu, La Théologie du XIIe siècle, Vrin, p. 23.
3.- B. Gorceix, La Mystique de Valentin Weigel et les origines de la théosophie
allemande, Université de Lille III, 1972.
4.- Serge Bolshakoff, Rencontre avec la prière du coeur, éd. Martingay, Genève, 1981,
p.35.
5.- Mircea Eliade, Images et symboles, Paris, Gallimard, 1952, pp. 223-224.
6.- Ibidem.
************
Extraído de: Questión de... nº116: Marie-Madeleine Davy, Les Chemins de la
profondeur. Revue trimestrielle - Albin Michel, B.P. 21 - 84220 Gordes (Francia).
************
Sobre la "Metafísica de la Naturaleza" puede consultarse:
http://usuarios.tripod.es/geosofía
Sobre las influencias oscuras adheridas a ciertos espacios puede consultarse:
"RESIDUOS PSIQUICOS" de René Guénon

CUERPO, ALMA, ESPIRITU


El Hombre Tridimensional
El estudio de los textos premodernos nos desvela la importancia que tenía antiguamente,
tanto para la sociedad como para el individuo, la idea de la tripartición del hombre en
Cuerpo, Alma y Espíritu.
Hasta Descartes, el Alma fue comprendida como la parte síquica del hombre, lo que hoy
diríamos la mente; el Espíritu era visto como perteneciente a una dimensión intemporal,
impersonal y metafísica.
Descartes estuvo en el origen de la confusión dramática entre el alma y el espíritu. Lo
que antes que él era claramente diferenciado como procedente del Alma (lo síquico), o
proveniente del Espíritu (lo metafísico), hoy en día ya no lo es.
En esa reducción de la existencia, Descartes está igualmente en el origen de ese enorme
error y esa enorme ignorancia que es el "pienso luego existo".
De esta manera hemos llegado a un dualismo "cuerpo-alma", una visión binaria que ha
conducido al hombre a creer que solo es cuerpo e intelecto, o mejor todavía cuerpo y
mente, ya que la palabra intelecto designaba antiguamente la capacidad de captación
espiritual y no la capacidad mental racional como designa hoy en día.
Esta visión binaria ha conducido al hombre a negar toda dimensión transcendental.
Concibiendo al hombre como Cuerpo y Mente, y olvidando el Espíritu, se corta por
arriba cualquier dimensión superior, y por tanto cualquier salida a la encerrona de las
emociones y los procesos mentales.
Este hombre que ignora el Intelecto o la Intuición Intelectual (el Budhi de los orientales)
no tiene acceso a ese "organo" que le permite conocer las verdades absolutas.
Permanece así encerrado en la duda y en lo relativo ya que la mente pensante no puede
abarcar lo que está por encima de ella. Solo el Intelecto, el Espíritu, puede asirlo.
Este hombre "Cuerpo-Alma" tiene en si potencialidades insospechadas, que él deja
yacer en lo más recóndito. Este hombre permanece en el estado larvario anterior a la
metamorfosis.
Esta metamorfosis es el segundo nacimiento según Rabí Jesús; tema principal
desarrollado en los Evangelios y los escritos de Pablo de Tarso. La condición previa a
este nacimiento es la "muerte del hombre viejo" (San Pablo), la disolución del ego
cuyas manifestaciones hechan raíces en el siquismo.
La diferenciación entre síquico (Alma) y espiritual (Espíritu) pasa por un proceso de
observación de las manifestaciones del ego; permitiendo esto ver el límite, en vivo y en
directo, de la irrealidad del hombre "cuerpo-alma".
Volver a una idea ternaria del hombre es una vía de esperanza, en la cual puede ponerse
de manifiesto un posible porvenir para el ser humano.
*** *** ***

EL HOMBRE INTERIOR
María Toscano / Germán Ancochea
Desnudo el pecho y descalzo entra
El hombre en el mercado. Está cubierto
De barro y polvo, pero ¡como sonríe! Sin recurrir
A poderes místicos hace florecer, en un momento,
Los árboles marchitos. (Cuento Zen)
Atraídos por lo envolvente
El protagonista de todos esos procesos que hemos descrito hasta aquí (1), desde Plotino
y Proclo, hasta Eckhart y sus sucesores, ha sido el hombre. ¿Quién es ese hombre
interior que ha permitido a Eckhart ser Eckhart, a Proclo ser Proclo y a Dionisio ser
Dionisio, y, en definitiva, a todos nosotros ser aquello que somos? No hay otra misión
en el hombre, no hay otro valor, no hay otra plenitud que alcanzar lo que uno ya es.
Estamos llamados a ser lo que somos y por lo tanto toda la vida de interiorización nos
va a conducir o nos debe conducir a ser eso que, en el fondo, ya somos; no vamos a
conseguir otra cosa fuera de nosotros mismos sino lo que ya somos.
Cuando nos acercamos a esos grandes místicos que nos han fascinado y atraído,
tenemos que plantearnos, precisamente, por qué nos han fascinado y por qué nos han
atraído. En el fondo nos fascinan y nos atraen porque hay algo en nosotros mismos que
refleja lo que ellos son.
El hombre de hoy tiene una verdadera necesidad de interiorización, de profundización.
El mundo que tenemos fuera cada día nos atrae más, hay más ruido, nos atrae el
consumo, el dinero, el mundo de fuera es un mundo lleno de incitaciones, y de repente,
el hombre se siente como desgarrado, dividido entre eso que está fuera y nos atrae,
incluso legítimamente nos atrae, y esa otra cosa que hay dentro que nos está
interpelando y llamando desde una interioridad que nos cuesta mucho trabajo saber que
es exactamente.
El camino de la interioridad, el camino de la contemplación es intentar oír por un
instante esas voces que vienen desde dentro del hombre; intentar oír esas voces, unas
voces que están veladas, ocultas, pero que nos están instando a que las oigamos, porque
de ello depende nuestra felicidad.
El camino hacia dentro es el camino de la búsqueda del "yo", el camino de la búsqueda
de uno mismo, del uno mismo que está ahí escondido, del uno mismo que está
queriendo ser interpelado pero que está oculto en el fondo, velado, más allá de toda
explicación, y ese "uno" es un Él que se convierte en Tu, para permitirme descubrir que
es un Yo, y así al final de nuestro camino nos vamos a encontrar que lo que nos
interpela y nos llama y nos fascina, es precisamente lo divino que hay en todo hombre.
Todos nosotros guardamos una chispa divina, y esa chispa divina siente que se ahoga y
que necesita ser oída. El camino de interiorización será intentar la búsqueda de esa
chispa que escondida y oculta nos llama y nos interpela; y esta interpelación es para
todo hombre.
Cuando hablamos de mística estamos hablando de la necesidad que tiene todo hombre
de sentir, de alguna forma, la vivencia de lo envolvente, por el gran misterio; ese
misterio interpela al hombre, y nos interpela a todos los hombres. La mística no está
reservada a unos pocos, como si la experiencia de Dios no estuviese hecha par el
hombre, cualquier hombre tiene derecho a esta experiencia y no sólo tiene derecho, sino
que la necesita y la ansía. más aún sin participar de algún modo de esa experiencia corre
el serio riesgo de frustrarse como hombre.
Pero esta experiencia, en occidente, se la ha proyectado casi siempre hacia fuera, como
si Dios fuese algo ajeno al hombre, cuando en el fondo se trata de un Dios íntimo,
donde uno se encuentra a sí mismo, ahí va a encontrar lo divino. Por lo tanto, el camino
de la interiorización es un camino al centro, es un camino hacia adentro, es un camino
de interioridad, no hacia fuera. ¿Por qué? Porque cuanto más identifique yo mi propio
camino con lo que yo soy, encontraré en el fondo de lo que yo soy, lo que estoy
buscando, que es a Él. "Él" que es el nombre de Dios, último, definitivo, que no
sabemos bien lo que significa pero presentimos que hay algo cuando decimos: Él. Él se
yo y yo soy Tú y Tú eres Yo, y ahí es dónde el hombre se encuentra con la divinidad.
Más allá de la ascética
Cuando emprendemos el camino de la interiorización, tendemos a detenernos en la parte
de la ascética: hay que limpiar, hay que purificar, y hemos perdido tanto tiempo
purificándonos, hemos perdido tanto tiempo en la penitencia, que nos hemos olvidado
del motivo. Es como cuando se invita a alguien importante a casa y se está todo el día
arreglado la casa, pero haciendo tanto hincapié en la preparación (la limpieza, la
purificación, la ascética, el pecado) acabamos olvidándonos del invitado. Él llama a la
puerta y no le oímos porque estamos enfrascados en el ruido de la aspiradora. Ha
llegado el momento de que nos olvidemos un poco de tanta limpieza. Nosotros no
hemos e perder el tiempo continuamente en purificarnos, nosotros no podemos perder el
tiempo en la penitencia, porque si estamos todo el tiempo limpiando la casa y llegan las
once de la noche y el invitado no ha venido, hemos perdido el fin de la invitación. No es
que no sea imprescindible la limpieza para la vida espiritual, pero no es el fin de la vida
espiritual (2). Dios o el misterio, o como lo queramos llamar, esa última esencia de la
realidad nos ama mucho antes de habernos purificado, no nos ama porque seamos
limpios, nos ama gratuitamente: «Desde el seno materno me llamó; desde las entrañas
de mi madre recordó mi nombre» (Isaias 49:1)
Nuestra vida está hecha para buscar la presencia del invitado, la vida espiritual no es
más que la búsqueda de la presencia de lo envolvente. Y esa pura presencia ya es
purificadora, si alguna vez alcanzáramos de verdad llevar a nuestra mesa el "invitado",
su sola presencia purificaría todo lo demás. Por eso, a veces, es nuestra espiritualidad
tan pobre, porque se limita a hacernos luchar, continuamente, contra el pecado, contra la
suciedad. Y está claro que si uno invita a alguien tiene interés en que encuentre lo mejor
posible la mesa, es obvio para las personas que se sienten atraídas por la invitación que
traten de buscar la limpieza, pero no como fin, sino como medio. La purificación a la
que nos lleva la ascesis es un medio para el fin, y el fin es la presencia de lo envolvente,
la presencia de lo último, es Dios mismo quien queremos que esté allí, no pasarnos la
vida luchando con nuestras imperfecciones, nuestras pequeñeces, nuestra falta de
limpieza, nuestra opacidad; está claro que somos opacos, está claro que a veces no
estamos limpios, pero todo eso es previo al encuentro, y hay que darle la importancia
que tiene. La purificación está en todas las religiones de todos los pueblos de la Tierra,
todo hombre sabe que la presencia de Dios por sí misma abrasa, limpia, quema, ella sola
limpia todo lo demás. Es verdad que se necesita la predisposición para el encuentro,
pero el encuentro mismo es purificador, es lo que se llama en la tradición clásica de
nuestra mística, la purificación pasiva, ¡que más purificación que estar en la presencia
del Amado!
El camino es a la vez viaje y fin, pero en la medida en que en cada instante del viaje se
convierta en el encuentro con el Amado, si no hay encuentro con la Presencia, mi viaje
espiritual no vale para nada. No vale nada si uno lucha con sus defectos y al final no
encuentra la presencia de lo que está buscando. Solamente tengo que luchar contra mis
defectos para que no me obnubile la vista ante la presencia del Amado, una vez que
estoy delante de Él todo se borra.
Por eso, una primera actitud que uno descubre en los grandes místicos, es su actitud de
predisposición al encuentro, indudablemente limpia, honesta, como base, pero no como
fin. la predisposición última de la vida espiritual es el sentimiento profundo de una
presencia incognoscible, incomprensible, inaprensible y cuando uno nota y vislumbra la
presencia, puede decir que está empezando a entender que es esto del viaje o del camino
espiritual.
También el cuerpo que somos forma parte de nuestra vida contemplativa. De hecho,
cuando una persona inicia una vida de oración, inicia una vida contemplativa, el cuerpo
entero parece que va cambiando y se va habituando y hasta se producen cambios
fisiológicos. La persona que ora normalmente tiene un cuerpo flexible, atractivo,
acogedor. Los cuerpos rígidos, duros, repelen hacia fuera porque el hombre se está
defendiendo y no está acogiendo. La oración siempre hace que un cuerpo sea atractivo,
aunque no cumpla ninguna de las reglas de la estética, porque la oración cambia los
hábitos del hombre y cambia hasta la fisionomía, un hombre que ora, un hombre
contemplativo acaba teniendo un cuerpo de contemplativo, porque el cuerpo es parte de
la contemplación. El cuerpo forma parte de nuestra integridad y de nuestra integridad
espiritual, somos un todo espiritual.
Toda nuestra creación está gimiendo con dolores de parto (3), pero aunque gimamos
con dolores de parto sabemos que un parto siempre acaba dando a luz al algo que es la
vida. Y mientras gimamos tenemos que preparar el cuerpo para el cuerpo glorioso, que
es en definitiva para lo que estamos llamados a ser.
El silencio
El silencio. Purificación, cuerpo, silencio. El silencio es condición sine qua non de la
vida interior: «Tu cuando ores entra en tu cuarto y después de cerrar la puerta ora a tu
Padre que está allí en lo secreto» (Mt. VI,6)
El silencio tiene muchos grados, muchas formas, muchas actitudes. En la mística, se
empieza por lo que se llama el silencio de los sentidos. El silencio físico es el primero,
el silencio como punto de encuentro con lo divino. El silencio como punto de encuentro
con algo que no se deja oír, porque no le dejamos que se manifieste.
El siguiente silencio es mucho más costoso, mucho más problemático, mucho más
difícil: el silencio mental o psíquico. Vivimos desgarrados existencialmente, vivimos
desgarrados por el sufrimiento, por la incomprensible presencia del mal en la vida del
hombre. Vivimos desgarrados por los deseos. Por tantas cosas que gritan llamando
nuestra atención para ser deseadas. Vivimos desgarrados por nuestros miedos, que se
alzan vociferantes para detener nuestros pasos. Y todo eso genera ruido, un ruido que
nos impide oír y que nos impide enfrentarnos con una realidad que está llamando a la
puerta, pero que no oímos. Segundo momento de silencio: el silencio psíquico, este
cuesta más trabajo que el anterior. Este es el que aparece imprescindible en todas las
culturas contemplativas.
Para la vida espiritual es necesario el sentido de la «epogé» del que hablaba Husserl en
la filosofía existencia, es decir, el poner entre paréntesis. Y lo que debe ser puesto entre
paréntesis, en este caso, es mi yo entero. Y el silencio es el paréntesis que encierra mi
yo.
Esa epogé sirve para encontrarme con mi propia desnudez. La desnudez espiritual es
absolutamente imprescindible, aquello que llevó a Francisco de Asís a quedarse
desnudo en la plaza delante del obispo y decir "en este instante empieza mi camino
espiritual", y con esto significo que no hay nada que me ate", ese acto de desnudez es un
acto fundamental en la vida para poder avanzar hacia el fondo de lo divino. La desnudez
espiritual es absolutamente previa a toda otra cosa, necesitamos desnudarnos, quitarnos
todas las capas que tenemos encima y eso, que no es nada fácil, forma parte íntegra del
silencio. Desnudez del éxito, de la vida, del que dirán, de lo que opinan los demás.
Desnudez de mis propios apegos, es decir, de aquello que me gusta, de aquello que
quiero, de aquello que me ata. En el fondo nos encantan las ataduras, estar atado a lo
hondo de la caverna es muy confortable, estar atado a lo terreno, a la tierra, a lo físico,
da mucha seguridad y la vida espiritual es riesgo; y la vida espiritual es, con frecuencia,
frío y desconcierto. ¿Por qué supo Abraham que era Dios quien le hablaba? Porque no
sabía adonde iba, porque aquello que Dios le pedía era una locura, por eso sabía
Abraham que era verdadero. ¡Sal de tu tierra y deja todo y vete! ¿A dónde? No se sabe.
La vida espiritual es pura fascinación, pura locura, no saber a dónde se va, y cuanto
menos sepamos a dónde vamos, y cuanto menos trillado sea el camino, más seguros
estamos de que es verdadero. El camino espiritual es riesgo, es desnudez, es
simplicidad. La simplicidad consiste en desprenderse del yo, de todo lo que es múltiple,
de todo lo que no es el Uno. Lo que Dios quiere es la pureza del corazón del hombre.
No hay más sacrificio que un corazón puro, es decir, desnudo, sin ataduras,
completamente entregado a una Realidad que se le escapa, que reside en la oscuridad
que está al fondo del camino espiritual, que encierra aquella Tiniebla Luminosa de la
que hablaba Dionisio. Precisamente en la tiniebla, en esa tiniebla oscura, en esa
densidad se oculta lo que nosotros vamos buscando.
De la nada a la Nada
Por eso la contemplación, el camino espiritual, es un camino de la nada a la Nada, y de
la oscuridad a la Oscuridad. Por eso, a veces, la misericordia de Dios, en medio de esa
lucha por la vida espiritual, de ese miedo, de ese pavor, nos proporciona consuelos
espirituales que son como descansillos en el camino. Si uno está atento se dará cuenta -
en definitiva el camino espiritual no es más que un permanente afinamiento del «ojo del
corazón» para aprender a «darse cuenta»- , se dará cuenta de que la vida está llena de
regalos, aparentemente muy pequeños, pero que permiten descansar, intuir, paladear por
anticipado. Eso que llamaban en la mística clásica: las consolaciones. Las consolaciones
están ahí, son absolutamente necesarias porque somos débiles, no podemos avanzar sin
ellas, pero son gratuitas, Dios regala el consuelo cuando quiere, a quien quiere, donde
quiere. No se puede vivir la vida espiritual en una exaltación continua, no se puede
pensar que la vida espiritual es puro júbilo espiritual. Los místicos lo han experimentado
pero es el final de un largo proceso, mientras tanto, hay que vislumbrar el objeto, que en
el fondo es la plenitud humana; esa plenitud, esa totalidad, se hace presente en un
instante en nuestra vida, y a ese instante le llamamos iluminación.
Podemos darle muchos sentidos a la palabra iluminación. Cuando uno inicia el camino
de la meditación, de la purificación, del olvido de sí mismo, de la desnudez, empieza a
tener pequeños flashes, de repente hay algo que se ilumina, ves algo. ¿Qué es lo que
ves? Ves la realidad de una manera nueva y dura un segundo, luego quieres volver a
repetir la experiencia y eres incapaz, como esos sueños que por la mañana están
recientes y cuando los vas a atrapar ya se han escapado, no hay sueño que uno pueda
retener. Pues con esta iluminación pasa igual, el hombre que inicia la vida espiritual, el
hombre que inicia el camino, se encuentra de repente con pequeños destellos, con una
luz interior que le ilumina y le hace ver que hay una cierta certidumbre profunda.
Hay otro tipo de iluminación. En la espiritualidad orienta, la luz forma parte de la vida
espiritual de sus santos, tanto es que se dice que sus santos son ¡santos iluminados!.
Esto tiene mucho que ver con la forma en que uno vive su propia espiritualidad. Para un
santo oriental, la luz, sale del cuerpo, es un cuerpo luminoso porque la santidad es una
realidad objetiva en el hombre; la santidad no es una cosa ajena al ser humano, la
santidad es algo que está en la propia naturaleza del ser humano en tanto en cuanto por
este camino se acerca a la única y verdadera santidad que es el Uno que está detrás del
camino. Los santos orientales hablan de iluminación como iluminación física, como una
iluminación real; cuando a un santo se le pinta con una aureola, es la forma popular que
hemos tenido de decir que irradiaba santidad. Los santos irradian, se les ve, porque han
alcanzado una plenitud tal que su cuerpo se vuelve traslúcido, dicen los hesicastas.
El hesicasmo es una forma de oración espiritual que consiste, fundamentalmente, en
vivir continuamente la presencia de Dios repitiendo el nombre divino. Grandes místicos
orientales viven continuamente la presencia de Dios, simplemente repitiendo el nombre
de Dios durante todo el día. Esta oración, que se llama la "oración de Jesús", consiste en
la repetición continua de un nombre hasta que se convierte en melodía. Eso que llama
San Juan de la Cruz: La música callada; «mi amado las montañas, los valles solitarios
nemorosos, las ínsulas extrañas, la música callada». Esa es la presencia del Amado, una
presencia sutil, pequeña, que va formando parte de tu respiración y de tu vida, todo el
día, y toda la noche, porque cuantas veces en la vida de estos místicos, se levantan y no
son capaces de dormir porque repiten continuamente el nombre, o, mejor dicho, el
nombre se repite en ellos. Y ese nombre se va entrando en la vida del hombre, y ese
nombre pasa a formar parte de su luminosidad. La luz de los santos, lo que ellos llaman
luz cósmica, es luz real, se ve.
¿Qué papel juega, en el impulso contemplativo, el amor? "Dios es amor" (1Jn IV,16) y
si Dios es el/lo único que en realidad es, el Amor es lo único que en realidad existe y,
por tanto, parafraseando el citado discurso de Pablo en el Areópago «en Él (el Amor)
vivimos, nos movemos y existimos». El amor es el origen de nuestra existencia, el
medio en que se desenvuelve, la energía que la mantiene, la atracción que nos pone en
marcha en el camino de retorno, y el punto final de ese camino.
Y cuando el impulso amoroso nace en el hombre ¿qué es lo primero a lo que impulsa?
Lo primero a lo que impulsa el amor es a romper los límites; el amor lo que intenta,
precisamente, es que ese yo pequeño rompa los límites y alcance un amor ilimitado, no
sin sufrimiento -el amor es una de las experiencias humanas más duras, profundas y
comprometidas- cuando uno rompe sus propios límites siente el abismo de la divinidad.
Dios es abismo, Dios es profundidad, Dios es totalidad, y el hombre, de repente, se
encuentra perdido en esa totalidad.
El impulso contemplativo, nace de una necesidad de plenitud que está dentro de la
naturaleza humana, no es algo añadido a la naturaleza. El amor es el gran suplicante, el
amor es lo que te hace ver la distancia enorme que existe entre ese yo pequeño que
nosotros somos (ese yo limitado, ese ser lleno de debilidad, de pequeñez, de límites,
límites mentales, límites intelectuales, límites físicos contra los que chocamos
continuamente) y la infinitud del Amado.
El propio desgarro que sufre el yo del hombre, respecto a ese otro Yo que le está
esperando, es un desgarro total, es una lucha entre mi pequeñez y Su grandeza. Es
precisamente esa grandeza, algo que se presenta fuera y a la vez dentro, lo que me hace
ver mi propia precariedad. Es esa sensación de precariedad la que inicia la plegaria. La
plegaria nace de la sensación que tiene el hombre de la pequeñez, ante lo grande de la
divinidad, ante lo inmenso de la divinidad, ante algo que me sobrepasa y sin embargo
me ama y me atrae. "... porque también somos de su linaje" (Hech XVII, 20)
Esa lucha entre la pequeñez y la grandeza es lo que le hace a Pablo decir: "cuando soy
débil es precisamente cuando soy fuerte" (2Co XII, 10), porque a la debilidad no le
queda más salida que la entrega y la entrega produce la unión y la unión lleva a la fusión
que le hace al hombre exclamar: «El Padre y yo somos uno» (Jn x,30)
El noble viajero
«Un hombre noble partió hacia un país lejano a fin de conseguir un reino y volvió
luego» (Lc XIX, 12)
La vida contemplativa culmina en el hombre con una ampliación de la conciencia. La
conciencia rompe sus limites, y de repente, el contemplativo percibe mucho más allá
que la gente normal. Nosotros mismos somos los que le ponemos limites a nuestra
conciencia de la realidad, pero, ¿qué ocurre con la contemplación? Que la
contemplación al ir derribando todos los muros, al ir rompiendo los limites, hace que la
conciencia emerja y aparezca una conciencia totalizante, unificadora, el hombre integro,
el hombre integrado.
El final de toda vida contemplativa es que el hombre acaba siendo una conciencia
integrada, integrada consigo mismo, integrada con el cosmos y con el misterio de Dios.
Raimon Panikkar suele citar un dicho indio que afirma que cuando un gong está bien
templado no importa donde le des el golpe, siempre emitirá un sonido armónico. Una
persona integrada no importa dónde reciba los golpes siempre emitirá armonía,
necesitamos forjarnos, y eso es la vida espiritual. Forjarnos para llegar a una conciencia
tan integrada que nuestro centro constituya el centro de una realidad inamovible.
Para el hombre centrado, el hombre de la conciencia cósmica, el hombre que ha
alcanzado en la meditación una situación de realidad tal que le permite volver al centro,
no hay problema vital, por terrible que sea, que le impida recuperar su centro una y otra
vez. Por eso la conciencia de meditación es una conciencia integradora. ¿Qué prueba
tenemos de que hemos llegado a esto? Una cosa clásica, sobre todo en nuestra cultura
cristiana: las obras.
Dice el Maestro Eckhart: «Si el hombre se hallara en un arrobamiento tal como San
Pablo y supiera de un hombre enfermo que necesitara de él una sopita yo consideraría
mucho mejor que tú, por amor, renunciaras (al arrobamiento) y socorrieras al necesitado
con un amor más grande».
Todos los místicos acaban en la cotidianeidad. Igual que en el Zen el hombre, después
de haber encontrado el buey, símbolo de su búsqueda espiritual, vuelve al mercado.
Ellos con una conciencia expandida, con una conciencia sin límites, con una conciencia
de cristificación total, acaban haciendo bien lo que tienen que hacer a diario,
convirtiendo cada acto cotidiano en un acto Creador. ¿Dónde se nota que un hombre es
íntegro? En la vida de diario, ¿dónde se nota que la conciencia integradora ha hecho de
ti un hombre luminoso? En la obra de cada día. ¿Dónde reconoce uno que está en el
camino que tiene que estar? Cuando hace bien lo que tiene que hacer a diario
luminosamente, libremente, radiante. Un santo siempre irradia. La santidad consiste en
vivir con transparencia una vida que me lleve a la presencia del Amado. No hace falta ir
a ningún sitio raro, no hace falta hacer nada extraño, sino emprender un camino de
interioridad, un camino hacia dentro. Hacia «tu Padre que está en lo secreto» (Mt. VI,6)
Es verdad que el camino de interioridad está lleno de dificultades, como hemos dicho,
que a veces uno tiene frío, que tiene desolación, que tiene miedo, que tiene pavor, que
se encuentra inseguro; pero si uno no corre esos riesgos de la frialdad, de la soledad, de
la inseguridad, no merece la pena vivir, porque uno viviría siempre en la capa externa
del hombre, en la superficie de la realidad, el hombre tiene que abrir los límites a lo
ignoto, a lo desconocido, a lo pavoroso. Dios tiene todos esos rostros. Cuando uno tiene
una experiencia profunda de Dios, se da cuenta que es siempre una experiencia
ambivalente, porque en definitiva Dios se nos escapa por todas partes. Y como se nos
escapa, percibimos en ese instante lo que nosotros estamos preparados para recibir. Dios
es siempre el mismo, pero nosotros no.
Cada uno de nosotros, va a ir percibiendo de Dios el rostro que en ese instante esté
preparado para percibir. Por eso Dios se presenta como atrayente y como repulsivo.
Como algo que te atrae y algo que te fascina pero también como algo que te da miedo.
Dios, a veces, aparece como algo inalcanzable, demasiado grande para ser percibido,
demasiado pavoroso. Pertenecemos a una tradición en la que se han empeñado en
mostrarnos el aspecto justiciero de Dios, como si justiciero quisiese decir vengativo.
Pero justiciero significa que pone cada cosa en su sitio; es verdad que a veces el que
pongan cada cosa en su sitio es doloroso. Como vivimos llenos de trampas espirituales,
nos gustaría que esas trampas se las creyera hasta Dios mismo y entonces a Dios lo
tendríamos un poco entrampado. Dios es justiciero cuando nos quita las trampas y
coloca en nuestra vida interior cada cosa en su sitio, eso es siempre doloroso, pero es
siempre bueno porque nos coloca en nuestro propio ser.
El sufismo nos recuerda que de los 99 nombres don los que se invoca a Dios en el Islam
sólo uno se refiere a su aspecto justiciero. Si es verdad que Dios es justiciero, es, por
encima de todo profundamente misericordioso. «Superexultat misericordia juditio», la
misericordia se ríe del juicio. La misericordia y la bondad de Dios son tan grandes que
junto a su justicia hacen que nosotros percibamos de Él aquel aspecto que necesitamos
en cada momento de nuestra vida espiritual. Si a veces desde un punto de vista externo
nos van mal las cosas, hemos de pensar que esa cosa que nos está pasando tiene un
sentido espiritual profundo, Dios siempre habla a través de los signos. Y, al final del
camino, ¡Todo es Gracia!
¿Cuáles son las características del mundo interior? Después de haber emprendido este
camino de soledad, de frío, de pavor, de apertura, ¿a dónde nos lleva? Para empezar,
todo en la vida interior del hombre se nos vuelve, de repente, cargado de significado.
Hay un momento en la vida espiritual en que uno entra en un mundo donde todo se
convierte en signo. Por eso es tan importante durante el camino abrir bien los ojos y
destapar los oídos, porque los ojos del espíritu y los oídos necesitan estar abiertos pues
si los tenemos cerrados los signos pasaran delante de nosotros y no los veremos. Hace
falta estar atento a los signos.
«Benedictus qui venit un nomine Domini» (Mt. XXI,9), ¡Bendito el que viene en
nombre del Señor!, ¿Qué viene en nombre del Señor? Cualquier cosa, un nombre, una
palabra, un acontecimiento, una desgracia, una gran alegría, todo eso viene en nombre
del Señor. Dios nos habla siempre a través de signos y si tenemos el oído y el ojo
abiertos veremos qué cantidad de signos hay a nuestro alrededor.
La vida espiritual es significativa, por eso el que vive una vida sin interiorizar vive una
vida opaca, vive una vida fría, vive una vida muerta, vive una vida que no es Vida.
Aunque pueda parecer incomprensible hay algo en nosotros que atrae la amistad de
Dios. «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta,
entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap. III, 30) ¡No hay nada más bonito!
«Si me abres», hay que abrirle, Dios no fuerza, Dios suplica. «El Señor tu Dios es un
fuego devorador, un Dios celoso» (Dt IV, 24), exige, absorbe, pero con una exquisitez y
con una blandura maravillosas. Ya ha llegado el invitado y de abrir la puerta es de lo
que se trata y cuando una ha abierto la puerta y ya tiene en casa al invitado todo reluce,
todo está limpio, ya no hace falta limpieza, porque la presencia ya Es. Ya ha hecho de tu
vida espiritual el fin, después de eso morir, no se puede ver a Dios y vivir porque en el
instante que uno lo ve, muere, ya no puede segur viviendo, porque la vida tiene ese
único fin.
Es Dios quien actúa. Por eso dice Eckhart que el desasimiento es la virtud grande que
Dios busca en el alma. Cuanto más vacíos estamos de nosotros mismos, más llenos
estamos de Dios. Cuanto más llenos estamos de nosotros mismos, Dios tiene menos
sitio. Si soy una oquedad cerrada, Dios no va a forzar la puerta para entrar. Si me
limpio, si me vacío, si admito esa presencia como único sentido de mi vida, Él se ira
colando por las rendijas. Es una especie de colarse en la vida interior del hombre. El
hombre se abre para que Dios entre. El hombre desaparece para que Él sea, con lo cual
se culmina la paradoja total de la vida espiritual: yo soy un yo que sin ser yo acaba
siendo Él, y Él acaba siendo mi yo que ya deja de ser yo.
Toda vida espiritual culmina en una plenitud de unión par que Él sea lo que ha sido
siempre en mí, y que yo, mi "yo" no me permitía ser. Por eso yo tengo que ser un yo
pequeño pero afianzado, ara que ese yo afianzado psicológicamente y limpio pueda
destruirse en la vida espiritual, la última y gran y tremenda paradoja del hombre: el
hombre se autodestruye cuando Es. Ser es el final de toda vida espiritual y ser Él. Por
eso ser Él acaba siendo el fin del proceso y el principio, el alfa y el omega. El principio
y el fin de una realidad que comienza en el corazón del hombre y termina en el corazón
del hombre, empieza en él y acaba en él. Este camino nuestro es un camino de ida y
vuelta, es un camino de búsqueda y de regreso. Es un camino donde vamos a encontrar
aquello que buscamos, pero que los buscamos porque en el fondo ya lo hemos
encontrado. Buscamos lo que ya sabemos que estamos buscando porque si no lo
supiéramos ni siquiera iniciaríamos el camino de búsqueda.
Cuando Juan dice: ¡Dios nos amó primero! (4), está diciendo una verdad que nos aturde.
Porque nos amó primero es Él el que inicia la vida espiritual en nosotros. Dios me ama
no porque yo sea santo, sino para que sea santo. Yo no consigo la santidad, Dios me da
su amor porque si, y al recibirlo me dignifica, me cristifica, me hace digno de su
presencia. La vida espiritual es pura paradoja, es pura renuncia, porque cuanto más
somos menos somos, cuanto más damos más tenemos, cuanto más desaparecemos más
estamos en la presencia. La vida espiritual, en el fondo, acaba siendo una búsqueda de
algo encontrado. «¡El misterio escondido desde los siglos... el mismo Cristo en
vosotros!» (Col I, 26-27)
El amor que inspira toda búsqueda espiritual es un impulso de amor ciego. Un impulso
de amor desnudo, hay que amar a Dios por Dios mismo, no por sus delicias, por sus
recompensas, por su paraíso. No puedo amarlo para que me compense, no puedo amarlo
para salvarme, ¡que espiritualidad, la de la salvación, tan pobre! A Dios hay que amarlo
por Él, porque me llama y me enamora, porque me llama y me fascina, porque me llama
y me atrae. Absolutamente sin nada más, sin recompensa.
Y entonces «todos nosotros, a cara descubierta, reflejaremos como espejos la gloria (la
presencia gloriosa) del Señor y nos transformaremos en esa misma imagen, de gloria en
gloria, movidos por el Espíritu del Señor» (2Co. III, 18)
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Fragmento del libro: «MÍSTICOS NEOPLATÓNICOS - NEOPLATÓNICOS
MÍSTICOS: de Plotino a Ruysbroek» de María Toscano y Germán Ancochea. Editorial
ETNOS - INDICA. ISBN 84-87915-10-8
NOTAS ____________________________
1.- Se refiere a los capítulos precedentes del libro.
2.- Los tratados clásicos de mística -como hemos señalado anteriormente- siempre han
hablado de las tres fases de la vida interior: la purgativa, la iluminativa y la unitiva, pero
-dejando de lado el miedo visceral de todas las estructuras eclesiásticas a la experiencia
mística- parece que el hombre común debiera limitarse a la fase "purgativa" y como
mucho aspirar a la iluminativa, como si el resto fuese el "privilegio" de unos pocos y no,
como hemos señalado, la necesidad -y, por tanto, el derecho- de todo hombre.
3.- «Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre con dolores de
parto... esperando ansiosa la manifestación gloriosa de los hijos de Dios» (Ro. VIII, 22
y 19)
4.- «...Quien teme no ha alcanzado la perfección en el amor. Nosotros amamos porque
Él nos amó primero» (1Jn IV,19)
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