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Elena Poniatowska
El doctor Ignacio Chávez Rivera, director del Instituto de Cardiología durante 10 años, de
1989 a 1999, falleció el viernes 14 de diciembre a las dos de la madrugada. Su impronta,
tanto como la de su padre, dura hasta ahora. Imposible olvidar su pericia, su modestia, su
inmensa compasión. Además de ser internista en el Hospital de Nutrición y desde luego
internista y residente en el de cardiología, en sus inicios estuvo en el Hospital General de la
Universidad de Harvard, donde fue investigador, así como en el Hospital Peber Bent
Brigham, en los departamentos nefrológico y cardiopulmonar. Entonces, como ahora, era
un joven carismático, guapo y prudente, pulcro en cada uno de sus gestos y en cada uno de
sus pensamientos, dispuesto a escuchar al enfermo en la más interminable de las consultas,
listo para regalarle no sólo su tiempo y su esfuerzo, sino las medicinas, el tratamiento, la
propia vida. Es que a mí no me gusta cobrar, decía con timidez, como avergonzado de sí
mismo. También habría podido decir: es que a mí no me gusta que me vean, tanta era su
capacidad de hacerse a un lado. Supongo que así son todos los grandes hombres.
Con Ignacio Chávez Rivera desaparece una gran estirpe de médicos mexicanos, una
generación de hombres que no buscan los reflectores ni estar en el candelero. Maestro en la
Facultad de Medicina de la UNAM, miembro de la Academia Nacional de Medicina y de la
Junta de Gobierno de la UNAM, su libro Hipertensión arterial esencial resultó tan
sobresaliente que el Profesor Pierre W. Duchosal, quien fue presidente de la Sociedad
Internacional de Cardiología en Ginebra, Suiza, le hizo un prólogo felicitándolo, y escribió
que tanto el estudiante como el médico deberían memorizar lo que sabe Chávez sobre
posibilidades terapéuticas, medicaciones sicoterapeuticas, cardioprotectores y
vasoprotectores. Su talento y erudición lo hicieron sobresalir en neumología fisiopatológica
y clínica, pero sobre todo lo convirtieron en un médico y en un ser humano excepcional.
Con una paciencia infinita, el doctor Ignacio Chávez Rivera prevenía a los fumadores que a
los 40 podrían perder todos los dientes, a las mujeres las prevenía contra arrugas faciales
precoces que podrían hacerlas parecer de 60, cuando en realidad tenían 40. Hablaba de la
osteoporosis y la menopausia precoz, la esterilidad y la pérdida de la satisfacción sexual, así
como del incremento de riesgos en la fumadora hipertensa que toma píldora anticonceptiva.
Había sentido de humor en su decir cuando afirmaba que no era un argumento despreciable
recalcar que no hay nada atractivo o sexy en el fumador, ya que el olor a tabaco impregna
su aliento y sus ropas en forma nada agradable.
Muy pronto se dio cuenta de que era más difícil convencer a las mujeres y a los jóvenes,
porque utilizan múltiples argumentos y mecanismos de defensa para seguir en lo mismo: la
irritabilidad del carácter, el incremento del apetito con ascenso de peso (hecho cierto que
habrá de vigilarse), el gozar la vida en forma plena. Enumeraba la terapia de grupo, la
hipnosis, las técnicas de relajamiento, el electrochoque, los placebos, los tranquilizantes y
estimulantes, los sedantes con resultados contradictorios. Finalmente, Chávez Rivera creía
que el joven o el adulto tienen la última palabra y el consejero sólo puede recomendar.
Terminaba no sin un dejo de ironía: Debe decirse finalmente que el médico es con mucha
frecuencia un importante transgresor de sus propias recomendaciones, y con ello carece de
toda autoridad para aconsejar y de calidad moral para convencer.
En una reunión social Nacho escuchaba con paciencia y de pronto se decidía a hablar y
ponía el punto agudo de su inteligencia en ideas que de pronto ya no eran ni triviales ni
ordinarias, porque él les había dado un sentido antes inexistente. Siempre procuró no pasar
por alto a nadie, no herir a nadie, darle a cada quien lo que esperaba por más misterioso que
fuera, interrogar, informarse y también asombrarse. Oírlo tenía mucho de descubrimiento
también de uno mismo. Jamás lo oí decir algo banal. Cuando preguntaba: ¿Te ha ido bien?
era porque de veras quería saberlo. Era un hombre esencial, culto y por eso mismo un buen
médico que supo poner su energía al servicio de otros.
Alguna vez, el doctor Chávez Sánchez escribió: El médico no es un mecánico que debe
arreglar un organismo enfermo como se arregla a una máquina descompuesta. Es un
hombre que se asoma a otro hombre, con afán de ayuda y ofreciendo todo lo que tiene, un
poco de ciencia y un mucho de comprensión y simpatía.
El México de hoy es muy inferior a su pasado. Entonces, en la época de los Chávez primero
el padre y luego el hijo, México estalló en el cielo como un país formidable, una piñata de
bonanza a la que no había más que pegarle para que se regara a nuestros pies. Pintores de la
talla de los grandes muralistas, los novelistas de la Revolución, Teotihuacán sin Walmart, el
tezontle de los palacios coloniales y las iglesias barrocas, las calles calientitas, ningún
segundo piso, ningún paso a desnivel, si acaso uno que otro balazo o algún estallido de
cohetes de posadas decembrinas, una gran plaza asoleada, ése era nuestra patria
lopezvelardiana.
Hoy, en este juego de canicas en el que todos quisiéramos participar, hay jugadores más
jóvenes: sus cuatro espléndidos hijos: Ignacio, Ofelia, Coqui (Georgina) y Fene
(Fernando), y su única nuera, Camila. Asimismo, ya están listos para arrancar sus ocho
nietos y nietas: Ignacio, Mariana, Alejandra, Amaya, Álvaro, Pedro, Georgina y Ariadna.
Sus dos yernos, Luis Llorente y Pedro Iturralde, quienes también escogieron la medicina y
la investigación y sus vástagos de bata blanca formaron a una familia que. al igual que sus
progenitores. se dirige hacia la medicina.
A Celia