Está en la página 1de 19

ANA MARÍA DEL RÍO Correa (Santiago de Chile, 1948), profesora de literatura y escritora feminista

que ha cultivado el cuento y la novela, tanto para adultos como para níños y jóvenes; pertenece al mo -
vimiento de la nueva narrativa chilena de los noventa o la generación de la post-Dictadura. El reputado
crítico Mariano Aguirre la consideró «la narradora más inquietante», junto a Diamela Eltit, surgida en la
década de 1980. Cuentos suyos figuran en diversas antologías nacionales e internacionales; y su obra -
publicada tanto en Chile como en Argentina, España y Estados Unidos- ya ha sido distinguida con impor-
tantes premios, como el Premio María Luisa Bombal, el Premio Andrés Bello y el Premio Municipal de
Literatura de Santiago en dos ocasiones: en 1995 por la novela Tiempo que ladra y en 2005 por el libro
de narrativa infantil Lita, la niña del fin del mundo

Realizó estudios de literatura en la Universidad Católica de Chile y postgrado Pittsburg (EE.UU). Debutó
en la literatura con su libro de cuentos Entreparéntesis (1985), en los que -según confesión propia- "se
hablaba de cómo reacciona una joven soltera al quedar embarazada, del aborto y de otras cosas que yo
no podía hacer pero los personajes sí". Un año después lanzó su primera novela, Óxido de Carmen, que
recibió el Premio María Luisa Bombal en 1986 y el Premio Letras de Oro de la Universidad de Miami en
1989: en ella aborda la subjetividad femenina imperante en la literatura latinoamericana escrita por
mujeres en la década de 1980, en autoras tales como Alessandra Luiselli, María Luisa Puga, Elena Ponia -
towska o Carmen Boullosa. Con su siguiente novela, De golpe, Amalia en el umbral, ganó en 1990 el
Premio Andrés Bello de 1990. Su “nouvelle” Siete días de la señora K. (1993), acompañada de varios
relatos, provocó gran escándalo en su país y fue uno de los mayores éxitos comerciales de la nueva
narrativa: por primera vez en la literatura chilena se rompía el tabú de escribir explícitamente acerca
del autoerotismo -específicamente el femenino-, abordándose aspectos de la sexualidad femenina nun-
ca expuestos a la luz pública.

RELATOS: En la vereda (p.1), Bastillas (p.7) y Ducto (p.12).

EN LA VEREDA (en "Gato Por Liebre" , 1998)

Nadie sabía más detalles, pero le decían la Italiana, tal vez por la increíble cantidad de tallarines
que compraba en el consorcio San Francisco, que era el único que traía los paquetes envueltos
en celofán. O tal vez le decían así por esa manera de caminar, tan distinta a todos, con los pies
dueños de la vereda [acera], como mascando la calle, esparciendo las caderas a diestro y sinies-
tro, con una alegría de fruta madura en el tope del azúcar. La mayoría de las mujeres, de boca
fruncida y tejido receloso, movían la cabeza al verla pasar con la cartera balanceándose como
barco henchido y se contaban historias maravillosas sobre la Italiana, pero con unos nombres tan
antiguos que nosotros no entendíamos nada: que había sido la no sé qué de un musolini. Y que
había llegado a Chile en el avión correo, metida en la bolsa de los telegramas.
—No, pues, no le pongan tampoco —decían los hombres, acodados tras el bar—. La Italiana
está bastante bien, pero no es para morirse.
No sé cómo se las arreglaba la Italiana para parecer que siempre estaba disfrutando de la vida y
que, a veces, la vida estaba disfrutando de ella: metida en una gran presión llena de fuerza, den-
tro de un inmenso racimo latiendo alegre, con el pulso de la vida.
—No es conventillera —corregían las comadres.
Y no era. La Italiana se hallaba a gusto en el medio de la gente, eso era todo.
Incluso en medio de los paseos alrededor de la plaza, los domingos por la tarde, cuando cada
uno se afanaba por sentarse con lo mejor que tenía y caminar derramando el perfil más correcto,
1
largando el sedal con el anzuelo, buscando remedio contra la arrebatada arena de la soledad.

La Italiana tarareaba, porque la Italiana era la única que sabía tararear y marcar el compás con
las uñas, y además porque tenía una de las tiendas más fascinantes que conocimos jamás, rebo-
sando de cajitas color concho de vino con Santiago de Compostela en la tapa, sin número ni
clasificación alguna. Las cajitas se encaramaban solas, unas arriba de otras en los estantes cons-
truidos para sacos harineros, y cuando a la Italiana le pedían algo, desde botones hasta medias
del cinco, ella comenzaba la búsqueda, subida arriba de una escalera de podar enredaderas, tra-
tando de adivinar cuál sería la caja correspondiente, palpando bajo las tapas con sus bellas ma-
nos olor a risa y a agitación cálida. Los clientes no sabríamos jamás que cada cosa que sacaba la
Italiana era un milagro de adivinación en cualquier cajita, sobre todo en los días nublados, en
que la luz de afuera se negaba en redondo a entrar en la casa de adobe grueso con el alero de
lluvia goteando hermetismo.
La Italiana devoraba cada momento, incluso aquel en la madrugada, cuando la mitad de los ha-
bitantes debían levantarse, medio dormidos, a ordeñar sus vacas, que esperaban heladas de oscu-
ridad junto a las ventanas, porque si no, la leche se les pudría y el queso salía amargo, lo cual
era lo peor que podía acontecer en un pueblo quesero. La Italiana partía tirando las almohadas
contra la pared, cantando una tarantela inverosímil que despertaba al valle y balanceando un
tacho de aluminio, mojándose las piernas en el duro y empecinado pasto de las madrugadas,
donde cada brizna largaba un enconado chorro de garúa conservada durante la noche.
Nadie podía entender cómo la Italiana estaba metida en tantas cosas a la vez.
—Pero esa mujer debiera tener alas en los tobillos para alcanzar todo lo que tiene que hacer y
parece, en cambio, que echara raíces en todas partes —dijo alguien de los hombres, mirándola
conversar con todos a la vez.
Era cierto que la Italiana andaba bien pegada a las cosas de esta tierra: los céntimos que le so -
braban los iba amontonando en una gran alcancía en forma de buzón, situada en el lugar de la
caja registradora de la paquetería; repartía el diario en una bicicleta vieja en la mañana, vendía
números de lotería, llevaba y traía almuerzos servidos, escribía cartas a los viejos de la Funda -
ción, mostraba las bicicletas y los caballos que estaban para la venta, recibía recados, vendía
huevos, inventaba pecados para las niñas aturrulladas con lo de los malos pensamientos, que
venían a confesarse por primera vez, buscaba empleos a quien quisiera de veras trabajar y no
tuviera miedo a transpirarse las cejas... Al mes de llegada, la Italiana había penetrado en el pue -
blo como una lanza, alcanzando la humedad de tierra temblorosa con que estábamos hechos.
Cuando recién apareció en la pisadera del bus, con sus tres maletas escandalosas de brocato [ teji-
do de/con mucha seda] rojo atronando en la plaza bajo la mirada boquiabierta del General Ber-
nardo 0'Higgins subido en su pedestal junto al temblor de las varillas de fierro de la pérgola, las
mujeres del pueblo, soplando sobre sus teteras, le echaron una sola mirada y la hicieron caer en
el hoyo de las "sueltas", ni portaligas trae, debe ser otra de las queridas de ese turco asqueroso
del almacén, dijeron.
Y se pusieron a barrer furiosas, levantando el polvo de su asombro y admiración porque el pei-
nado y el vestido de la Italiana merecían verse y contarse: sus ondas rubio oscuro, perezosas,
saliendo casi de los mismos ojos, todo merecía verse en ella, junto con sus caderas gloriosas, por
las que los hombres se salieron de las mesas del almuerzo y la partida de dominó quedó incon-
clusa esa tarde, porque todos se dedicaron a apostar sobre su edad y la continuación de sus mus-
los. La Italiana traía una flor de género en el nacimiento de sus pechos: una decidida hortensia
azul, plena como ella misma.

2
En seguida de llegar, casi antes de saludar a nadie y contraviniendo todas la profecías que brota-
ron de las escobas al mirarla —ésta no aguanta una semana aquí: quiere guerra, se le nota en las
pestañas—, la Italiana armó su negocio trapeando el suelo con lavaza (= agua sucia por contener
las impurezas de lo que se lavó con ella) y aserruchando ella misma. El letrero de la entrada lo pin-
tó, sacando un poco la lengua mientras escribía "Paquetería El Vesubio".
Todo parecía sobrar y ser fresco cerca de la Italiana. Se abrió su negocio ese día domingo, y a
pesar de las alertas que mandó la hermana del señor cura, cuidado con los que trabajan en do-
mingo, las mujeres fueron llegando con una curiosidad de narices distraídas. Se quedaron todas
hipnotizadas por la anchísima presencia de la Italiana, que las besaba en ambas mejillas y pare-
cía conocerlas a cada una con antiguos lazos familiares: se sabía el nombre de los cardúmenes
de hijos y al día les iba siguiendo las muelas cariadas, las espinillas, las primeras reglas, las no -
tas en matemáticas, las peleas, los pantalones largos. Las mujeres abandonaron las palabras afi-
ladas y las escobas detrás de la puerta y se acercaron en las tardes a la paquetería: permanecían
allí un rato, sentadas en sillas de paja, sin siquiera hablar; se hacía menos dura esa masa inmensa
que amasaban a través de los días interminables e iguales. La Italiana ofrecía al caer la tarde un
refresco de guinda tan maravilloso que hacía salir lágrimas. Desde su tienda, las mujeres veían
elevarse el humo de sus propios hogares, a veces tan desgarrados que parecían gritos de auxilio
en gris. En los hornos de tierra se cocían a fuego lento los minúsculos rencores. De esas cosas
que nunca se podía hablar a nadie, de esas cosas que a la Italiana le importaban más que los hi-
los y los botones o la fiesta de Cuasimodo.
Las mujeres se demoraban en ese descanso que no habían soñado jamás.
La primera explosión —porque el nombre de la Italiana iría asociado siempre a sucesos volcáni-
cos— fue cuando Manuel, jefe de la quesería, el que trasladaba las piedras del cuajo a mano, en
una erupción de furia, con la voz que se le oía a dos pueblos, llegó un día al negocio de la Italia-
na, indignado, a buscar a su mujer, la señora Piedad, que andaba con el pañuelo de cabeza de las
catástrofes y tiritaba de sólo oírlo caminar.
La señora Piedad era tan nerviosa que tartamudeaba en un pestañeo eterno. Pero la Italiana la
había oído hablar por dentro de su cansancio sin esquinas; la señora Piedad manipulaba todos
los palillos del mostrador y le enredó todos los tamaños en su terrible miedo de ver a su marido
a la puerta.
Entonces la Italiana mostró quién era y cuáles las cosas que le importaban. Salió tienda afuera,
dejando el chal tirado en el suelo, y enfrentó a Manuel con las palabras tan fuertes, los ladridos
tan hoscos y los zapatos tan levantadores de polvo como él.
El pueblo se llenó de tierra ardiente. La Italiana gritaba moviendo las manos, que él fuera sa-
biendo que su mujer no era su sirvienta, ni aunque ella misma creyera que lo era, y que estaba
bueno que fuera aprendiendo a prender el fuego de su cocina sólito y que para acercarse a su
mujer por lo menos se lavara los pies y que aprendiera a dar las gracias por las camisas lavadas
y planchadas, que no eran lo mismo que el sol que sale en las mañanas, invariables, y que fuera
teniendo cuidado con los golpes y los gritos, le habló a gritos de los tribunales de Santiago, que
protegían en contra de los abusos, y le dio todas las direcciones de Centros de Protección a la
señora Piedad, pero ésta no anotó ninguna, temblando como hoja, porque era la primera vez que
en su familia se le hablaba así al hombre.
El Manuel se fue preocupado sacándose la mugre de las uñas con un palito y pensando que algo
especial había ocurrido en el pueblo con esa paquetería "El Vesubio": muy a su pesar, descubrió
una admiración por la Italiana que no había sentido en los días de su vida por ninguna mujer y

3
se dio cuenta de que era algo más que bultos carnosos, nocturnos, de olor ácido y resignado: a
cada segundo volvía a ver a la Italiana gritándole, y al fuego que salía de entre sus labios rojos.
Esa noche no le hizo nada a su mujer y comió en silencio a pesar de que los vecinos le habían
recomendado que usara la tranca.
—Quedó tonto el Manuel con la Italiana esa—dijeron los hombres en el mesón tras los vasos
morados—. Y más encima, le sublevó a la mujer.
Pero todos hablaban con una secreta envidia de la entrevista, imaginándose en el fondo de sus
vasos que habrían dicho ellos a esa mujercita calentona, como le habrían puesto los puntos en
las íes, y alguna otra cosa le habrían puesto también, se rieron, si estaba como para rajarla con la
uña.
Y el coronel de Carabineros, resumiendo, dijo que cuando la gallina nueva se subía al palo del
gallo, había dos posibilidades: o dejarla, o...

La Italiana comenzó a recibir visita de mujeres en las mañanas, cuando el trabajo rugía en las
casas y los hornos quedaban gritando. Pero la pena y los sufrimientos escondidos bajo las camas
eran muy fuertes también. La Italiana sabía entender todas las cosas, hasta las imposibles de
explicar sin sollozos.
Por eso fue que a nadie le extraño cuando apareció un día la Almendrita, la hija de la señora
Piedad, que iba en camino de ser una segunda señora Piedad, con el mismo pañuelo de cabeza y
los huesitos en los codos, como teclas descompuestas.
Traía los ojos brillantes —por primera vez parecieron dos verdaderas almendras amarillas—y
venía a hablarle a la Italiana —porque en la casa no se podía hablar de eso— de un hombre, del
hombre más maravilloso del mundo que había conocido y que la había mirado por primera vez
en el galpón donde se empaquetaba la uva.
Almendrita pasó la tarde entera en la paquetería de la Italiana, sentada sobre el mostrador, derra-
mando una elocuencia que nadie le conocía, hablando del momento en que él, con el sombrero
en la mano, como en las fotos, la abrazó y le había pedido la amistad. La señora Piedad se para -
ba cada dos minutos para hacer callar a su hija, shh, cállate, iba a cascarla, esas cosas era una
cochinada decirlas. Pero las otras la detuvieron: en "El Vesubio" se hablaba de cosas que no se
podían decir en ninguna otra parte. Entonces, la Italiana, en medio de su tienda, con las cortinas
volando de un viento escandaloso, lleno de humedad prometedora, con las mujeres moviéndose,
eligiendo hilos, dedales, tapacosturas, dijo algo extraño, que hizo enredarse de pronto a todos los
hilos de bordar:
—Mándemelo para acá. Almendrita, a su joven —dijo—. Dígale que venga a verme. Yo se lo
voy a entregar suave como la piel de ante, listo para hacerla feliz.
—¿Qué? —dijo Almendrita—. ¿Quiere que...?
—Como los cueros nuevos, para curtirlo —explicó la Italiana poniéndose todas sus pulseras en
la mano derecha. Y nos miró a todas. Fue tan clara su mirada, tan sin temblor la hortensia de su
pecho, que todas le creímos de sopetón.
Las entrevistas de la Italiana con el novio de Almendrita se llevaron a cabo esa misma semana,
porque si de algo estaba convencida la señora Piedad era de la buena intención y de la fuerza
granate y terrícola de esa mujer.

4
Por esos días se vio, sigiloso, al novio de Almendrita, con los ojos encandilados como los búhos,
cruzar los potreros para ir a encontrarse donde fuera con la Italiana, que lo esperaba sentada
como una pantera serena en los bancos de la estación o se dirigía hacia él en medio de su enlo-
quecedor caminar desde una alameda poblada por el viento. Almendrita, entretanto, dormía tran-
quila, esperando.
Adonde fueron la Italiana y el novio de Almendrita, qué hicieron o cómo pasaron el tiempo, es
cosa que no se sabe, pero lo que sí se supo fue que un mes después, el muchacho golpeó la puer-
ta de la Almendrita con la mirada desconocida del amor para siempre y en un estado de gran
solemnidad pidió su mano a su suegro, que lo miraba boquiabierto sin entender muy bien quién
iba a poner el chancho para el futuro casamiento.
El muchacho cortejó pacientemente a Almendrita, esperando que terminara de amasar el pan y
de lavar a sus once hermanos, esperándola en sus cambios de humor, cuando la Almendrita
amanecía con mil guarenes en el cuerpo y los soltaba por la lengua, o cuando le dolían los hue-
sos en el agua congelada de los inviernos.
Le construyó la casa más linda que hubo soñado mujer alguna, desde que se inventó la madera
tinglada: con una pieza de estar sola, encortinada de verde, para escuchar a la perfección el can-
to de las cigarras de la siesta...El novio de Almendrita se convirtió en un modelo inaudito de
amor incondicional y en un traidor al gremio de la fortaleza y golpear sobre el mantel exigiendo
cosas. Los hombres hablaron hasta la saciedad y se llegó a la conclusión de que después de ha-
ber pasado por las manos de la Italiana, el Medina chico había quedado suave como cuero de
ante, tal como ella había dicho.
—Huevón, digan, más mejor —dijeron los hombres, masticando su rencor. Ya no contarían más
con él para los partidos con siete chuicas, en el bajo del estero, los sábados.
Lo que se vio también fue que Almendrita era tan feliz que se le olvidó cómo se llamaba, creció
sus buenos centímetros y comenzó a estar segura definitivamente del color que le gustaba y de
la música que prefería y a darse gustos personales, como el de comerse un melón chorreándose
entera en plena plaza, acompañada de todos los pelusas que lavaban camiones en el estaciona -
miento del peaje.
—Definitivamente huevón —dijo el ferretero—. Mire que venir a decir que la cabrita esa es la
más linda del mundo entero... —Y todos recordaron entonces los ojos de fuego de la Italiana,
prendidos como luciérnagas de los árboles.

Una mañana, la hija adolescente de la Delmira, la viuda más acida del valle, apareció en la pa -
quetería con un muchacho de la mano, avergonzado y los ojos suaves como duraznos.
—Para que me lo arregle a éste también, Italiana, si puede, por favor—dijo.
Primero fueron las risas de las mujeres, y la cachetada de la Delmira a su hija, esta chiquilla está
más loca que una cabra, pero después la Italiana anunció que cerraría temprano y salió con el
muchacho del brazo, al cine del pueblo de al lado. Desaparecieron durante siete días, al cabo de
los cuales, en la micro intercomunal, se vio llegar al muchacho derecho a la casa de la muchacha
y temblándole la voz como a un hombre la llevó a la duna, detrás de la fábrica de cemento don-
de se fabricaba la cal y los hijos naturales, pero él hizo sentarse a su novia y le recitó un horrible
poema de amor lleno de vocales conmovedoras que hizo llorar a todo el pueblo, incluso hasta a
la hermana del señor cura, que creía que todos los pobres eran borrachos de nacimiento.
A partir de esa vez, la Italiana tuvo la tienda llena de muchachas parpadeando, atropellándose
por entrar, y de mujeres maduras, avergonzadas de querer hablar con ella también.
5
La Italiana resistió los embates de las lenguas retorcidas. No recibía pago alguno por este trabajo
de curtiembre y de domesticación. Su gallinero aumentaba con visos de industria y ya tenía que
ordeñar cuatro vacas fieles y líquidas en las madrugadas. Las miradas de las muchachas recién
casadas se subían al campanario y sus redondos hombros llenos de felicidad repletaron el pueblo
de un verano continuo que cubrió de hojas púrpura las avenidas. El tiempo se detuvo en las co-
pas de los árboles y la muerte no se aparecía por el pueblo. Ni siquiera en el Hogar de Ancianos
Misia Ubelinda González se había muerto nadie y estaba repleto a perpetuidad. Los bancos de la
plaza estaban llenos de gente contenta y esto le dio a la hermana del señor cura el miedo más
cerval de que después las desgracias se fueran a desatar todas juntas.
La Italiana había derramado su fuerza y su simpatía por todo el pueblo. Era venerada como un
día feriado y había una cola de jóvenes que circulaban continuamente a su lado llevándole los
paquetes de las compras o barriéndole la entrada, aunque ella insistía en levantarse a las cinco
de la mañana para dar de comer a canarios y perros huérfanos y a don Mañungo, ex chófer que
había sido despedido del servicio del fundo porque se negaba a pasar por los puentes y metía el
auto por el lecho de los ríos a pesar de las furiosas protestas de sus ocupantes, que terminaban
empapados en cada excursión a la capital. La Italiana estaba en todo.
Pero los hombres se juntaban apretando sus vasos con la mano y pensando que era necesario que
alguien con la cabeza bien puesta solucionara el problema de la mina ésta que hacía girar como
trompo a los muchachos y los dejaba convertidos en huevones a la vela, mirando a sus esposas
como tontos.
—¿No les dará algo en el licor? En ese caso se podría denunciarla —dijo el farmacéutico, que
todo lo arreglaba con pastillas más, pastillas menos. Pero no. La Italiana no se iba por el lado del
licor.
—Hay que elevar el informe correspondiente a la municipalidad. Al fin y al cabo, éste ya se
transformó en un asunto comunal —dijo el coronel de Carabineros, con el bigote latiéndole. Que
lo dejaran, vociferó, encontrarse con esa famosa Italiana en un recinto cerrado, a ver si no la
dejaba meando dos tonos más bajo y le quitaba para siempre esa manía de mirar de frente y de
ponerse chucara [arisca, huraña].
Pero en silencio, todos entibiaban sus vasos pensando en que les habría gustado irse con ella en
esas expediciones que hacía a veces con los muchachos, y el vino se les volvía un cognac de
nostalgia.
*

Un día en la mañana, como si lo hubieran llamado, llegó el camión verde.


Atronaba un parlante.
Que no se movieran de sus casas.
El destacamento que bajó estaba formado por hombres que el pueblo no había visto jamás. Se
lanzaron por los tejados de las casas disparando hacia los vidrios y postes y ruedas de los autos y
los camiones. Y gritando como descosidos. Irían todos a no sé dónde, gritaban. Venían con la
cara pintada de negro. Pisaron todos los tallos tiernos de esa primavera, petrificaron el polvo de
las veredas y los perros vagos.
La Italiana también se acercó a mirarlos.
Pero ellos no venían a perder el tiempo. Entraban en las casas de a golpes, haciendo estallar ven-
tanas, estatuitas, diarios de vida.

6
El horror se abrió como una sandía. Uno de ellos entró en la paquetería "El Vesubio" y salió con
la Italiana empuñada como un choclo, por el pelo. Ella miraba con fiereza llena de silencio. Las
moscas se detuvieron, espantadas.
La empujaron camión adentro y entraron todos. Los ruidos de ese camión invadieron como una
marea insoportable los oídos de adentro. Todos se agarraron la cabeza a dos manos para no oír,
para no saber, para no seguir sabiendo y quedar, por lo menos, en la duda de las cosas que no se
quiere creer.
Pero de pronto, ante los ojos de los que no creíamos que era para tanto, se abrió la puerta del
camión y de entre un ruido de roturas salió lo que quedaba de la Italiana.
Fue caminando por el pueblo desgarrándose cada vez más, deshaciéndose, quedando jirones de
ella entre las barandas de la tarde y las manillas de cada uno de nosotros.
Y entró, apenas, en lo que había sido la paquetería ''El Vesubio". Cuando el carnicero y el far-
macéutico y el coronel y el dueño de la quesería y el telegrafista y todos los otros llegaron, sólo
quedaba en el suelo una de esas manchas leves de sudor y tristeza penetrante que no se borraría
jamás.
Fueron llegando de a poco todos los hombres que ella había enseñado a amar, los que había de-
jado suaves como cuero de ante. Las mujeres esa vez se tragaron el llanto como baúles y fueron
los hombres los que lloraron.
Y nos sentamos a su vereda, como cuando uno no se quiere ir del teatro en que una película le
ha gustado mucho, mucho. Tosimos a duras penas el recuerdo y empezamos, como antes, a sub-
sistir no más.

BASTILLAS

De pronto siento que me estoy achicando. Día a día. Le he dado a acortar la bastilla de mis pan-
talones a la empleada. Me ha dicho que es por los zapatos de verano. Son más bajos y los panta-
lones tienden a ser más largos. No es que yo me esté achicando, que no me preocupe, dice. La
empleada es suave. Tiene ojos como una castaña al fuego. Y me sube un poco la bastilla, como
yo quiero. Sin que ella se dé cuenta.
Pero desgraciadamente siento que si me estoy achicando. Mi esposa dice que todo eso son tonte-
rías.
Es por ella. Cada día está más grande. Más estruendosa en el amor. Más escandalosa en sus fu-
rias, cada vez más frecuentes. Más grandes sus ojos y sus pánicos. Toma tranquilizantes y hay
días en que no surten efecto. Esto me pasa porque no me amas como debieras, dice. ¿Y cómo
debiera? De pronto me veo apenas capaz de estrecharla entre mis brazos, temblando con un tem-
blor que no he visto ni en los drogadictos más avanzados. Sus músculos se salen de las órbitas.
Pega patadas a diestro y siniestro. Los ojos, aterrados miran una esquina de la pieza, ah, esta
pieza que comienza a encarcelarme. Ella lo sabe. Se ha comprado candados para el closet. Para
protegernos, dice, deberías agradecerme y en cambio. Teme que la vengan a matar durante la
noche. Los inquilinos que echamos son asesinos y drogadictos, capaces de todo, dice. Han dis-
parado desde el bajo del río una o dos veces. Pero bien pudieron estar matando conejos. Queda-
ron sin casa. Se insolentaron, dice ella. Y a mí, el que se me insolenta, va perdido. Tomó un
abogado. Dijo que lo pagaríamos entre los dos. Para echarlos de la tierra. Y los echamos. Solo
falta que salga el decreto del juez. Para ese día, dice ella, voy a hacer una fiesta. Pero no sé qué
7
va a comenzar ese día. Estoy cansado, cada vez más cansado de esperar días que no llegan y
momentos buenos que solo existen en el futuro. Pero ella siempre sueña con esos momentos,
cuando tú te des cuenta de todo lo que he hecho por ti y me devuelvas la mano, dice. Y a mí me
da miedo. No parece que vamos a comenzar nada. Todo parece terminar y envejecer. Y ella
agrandarse. Cuando salga la orden de lanzamiento del juez creo que nos encontraremos con los
ratones gigantescos de la casa de los inquilinos. Pero podremos entrar a ella por qué eres tan
negativo que cortas todos mis sueños, dice ella. No sabes todo lo difícil que ha sido tu caída para
mí. Sí lo sé. Me lo dice todo el día.
También sé que tengo la culpa de todo. Incluso de que esté nublado y del desánimo que la aque -
ja algunas mañanas. Y de sus miedos. Y de sus iras. Ella ha comprado candados para toda la
casa. Para el armario. Para la puerta. Para las ventanas. No sabría por dónde salir si ella los ce-
rrara todos. Tiene todas las llaves. Vigila todas mis entradas y sobre todo, mis salidas. Desde
arriba en su escritorio, la veo, escribiéndome. Escribe una novela sobre mí. Me tiene atrapado
como una mosca en una hoja de papel pegajoso. Cuenta cosas de mi vida pasada. De drogadicto.
Pero ahora no soy, por qué no cuentas cosas de ahora, le digo.
Entonces se para en una silla y declama: la literatura está hecha de tristeza, de soledad y de tra -
gedia. Lo dice muy fuerte. Quedo sordo. Me exige que me levante temprano. No me gustan los
ociosos, dice. He plantado sesenta paltos, pero sigo siendo ocioso para ella. Hay una lista in-
mensa que da tres veces la vuelta al mundo, de las cosas que odia, que no le gustan de mí. Yo no
puedo cambiarlas todas. No tendría vida para cambiarlas todas. No me cabrían los segundos de
la vida que me queda para cambiarlas todas. Escribe una novela sobre mi vida pasada. Mi vida
de drogadicto. Tiene como treinta casettes con cosas que me ha grabado de lo que yo digo entre
sueños. O grabaciones con la grabadora escondida, cuando hemos estado haciendo el amor.
Todo lo registra. Con fecha. Grabación del día martes veinte de febrero a las tres de la tarde. Cé
me hace el amor, graba ella. No tengo escapatoria. Estoy grabado, historizado, me siento como
una de las momias de Chinchorro, de momificación muy, muy complicada. Ella me dice Cé.
Bueno, igual tengo un nombre que comienza con C, pero nunca tan escueto. Nunca me ha lla-
mado por mi nombre. Dice que no es necesario. Que yo entiendo si me dice Cé. Y claro, yo en-
tiendo, pero no me gusta. Me gustaría que me llamara por mi nombre verdadero. Pero no lo
hace. Solo Cé y punto, dice. Dice mucho «y punto». Después de eso no se puede decir nada
más. Ha grabado cientos de casettes. Y luego pone un autoadhesivo con la fecha. Y el número
de casette. Son muchas. Mi vida parece hinchada a lo largo de tantas casettes. Las cosas que me
han pasado también. No son tantas. Son horribles pero no son tan largas. Ella es incansable. Tie-
ne una resistencia de toro para enumerar casettes y oírlas y anotar todo, todo lo que se dice en
ellas. No se cansa. La veo trabajando con sus grandes ojos bovinos a las tres, a las cuatro de la
mañana. Y me da susto. Mi vida saldrá inmensa. Mientras más se agranda y se alarga mi vida,
más me achico yo. Pero no se lo digo, claro. Estás con depresión, toma esto, diría y me obligaría
a tragar una píldora sospechosa de color calipso, que me pondría como la otra vez. Taquicardia
cuatro días sin parar. Presión en las nubes. Los ojos salidos. Como si me hubiera dado la co-
rriente. Ella es una mujer de tres mil voltios.
Huyo hacia los paltos. Esos son mis hijos. Los he plantado yo, a mano. Les he hecho una casa
de cuatro palos a cada uno. Son distintos. Algunos con las hojas brillantes, verde limón. Otros,
con las hojas opacas. Como los seres humanos, pienso. Me viene una tristeza de que el mundo
no sea como la tierra. El potrero del fondo. Bien cercado con alambre de púa. Pero por lo me -
nos, no está el techo de vigas. De cada una de las vigas cuelga cada una de sus miradas. No me
deja ni a sol ni a sombra. Me voy hacia la sombra de los sauces del fondo. Me meto en el canal.
Me iría en esta agua de torrente que corre hacia el mar. Me iría, pero no puedo. Ella me pescaría
con una rama, con un anzuelo ensartado. Luego se sentaría a mirarme cómo doy coletazos de
8
muerte. Me haría agüitas de tilo, de menta. Para guardarme vivo. Quiere guardarme vivo. Quie-
re. Quiere en todos los momentos. Está húmeda. Qué horror. Su vagina siempre húmeda, siem-
pre esperando, siempre hambrienta. Me abraza y me saca toda la sangre y el aire. Quedo como
un globo desinflado después de su amor. Y es ahí, en esos momentos, cuando siento más que
nunca, que me estoy achicando.
Todo la enoja. Golpea los platos contra el mueble de los platos. Irrumpe con las tazas entrecho-
cándose unas con otras, derramando el café. Todo es hecho en medio de un vendaval de furia, de
impaciencia. Estoy hasta la coronilla de ti, parece decirme en medio de sus silencios estruendo-
sos, que duran días, como los inviernos. Luego, de repente, se presenta carnívora y abierta, para
el amor. Y a mí me da miedo. Me da mucho miedo de que me coma, de que me chupe y me
haga desaparecer en su vientre. Hay casos, claro que no aquí, en esta época, pero igual. Me da
miedo. Por lo chico que estoy. Me arranco entre sus piernas abiertas y me voy a regar.
Ahora ella por suerte no me lleva colgado de una cadena al Centro de Rehabilitación. No me
lleva porque terminé el proceso. Con pleno éxito. No tienes otra oportunidad, me dijo una vez,
golpeando unas cucharas en una fuente de loza. La quebró. Todos sus ademanes quiebran las
cosas. Ahora ella me tuvo que entregar el dinero que ella manejaba. Porque era mío. No le gusta
que yo tenga dinero. No le gusta que yo compre las cosas eligiéndolas yo. No le gusta que tome
decisiones. Yo tomo algunas, como de perfil, sin decirle, para no enojarla, pero vano intento. Se
enojará igual.
Ahora que saliste del Programa me echaste al olvido, dice. Pero cómo uno podría echar al olvido
a una mujer tan inmensa. Tan resonante. Ocupa todo el espacio. La casa tiene su forma. Las
caderas, inmensas, redondas. Los pechos derramándose por el valle azul de este pueblo. Todo
tiene su forma, su olor. A veces, quisiera otros olores. Quisiera viajar. A Europa. Ver catedrales.
Ella es como una catedral de grande. Y yo, aunque quiero, no puedo echarla al olvido. No puedo
echarla a ninguna parte. Siempre está a mi lado preguntándome ¿cómo te sientes ahora? Es
como si tuviera obligación de contestar “bien, muy bien”. Porque tanto tiempo me he sentido
mal. Dos años y medio duró el Programa de Rehabilitación. Y ella estuvo todo ese tiempo ra-
llando inmensas manzanas con miel y metiéndomelas con cuchara para que me viniera el sueño.
Me venían náuseas. Odio las manzanas con miel. Pero no me venía el sueño. Pasé tanto tiempo
sin dormir, que lo olvidé. Ahora en la noche, la miro dormir. Antes se levantaba, se ponía su
inmensa bata y se sentaba en mi lado de la cama. La cama se combaba un poco hacia ella. Es
muy grande. Y muy fuerte. Y muy generosa. Mi mamá la encuentra una santa. Yo la encuentro
como una legión de santos. Tan impredecible que me canso de husmear desde la bisagra de la
puerta su perfil para ver el ánimo con que habrá amanecido cada día. Hay días buenos. Amanece
suave. Y es como si pesara menos, como si gravitara menos y el día es alegre, liviano y de colo -
res suaves, con un sol grácil y una luna desmelenada y joven. Pero cuando amanece de malas,
líbreme Dios. Me escondo. Hay que esconderse. La prudencia más esencial manda esconderse.
Amanece rugiendo que todo lo tiene que hacer ella y que está hasta la nuca de algo que no sé
qué es, pero que tiene que ver directamente conmigo. De que yo sea tan frágil. De que yo sea tan
débil. De que no me pueda la máquina de cortar pasto, ni cortar pasto puedes, dice, malhumora-
da. Se pone horrible cuando está malhumorada. Entonces yo escapo. Me siento al computador y
mando muchos emails a todo el mundo. A quien quiera que sea. Son como S.O.S. Pero se me
han acabado los amigos. Tengo uno solo. El Oso. En Holanda. Pero está muy lejos. No podría
venir a socorrerme. Aunque pudiera. Él también está casado con una mujer fuerte.
Ella me exige que haga clases. Cada vez más clases. Ya llevo ocho cursos semestrales. Lo me-
nos que podrías hacer, dice. Ten en cuenta que con el trabajo no se juega y no abunda. Ocho
cursos. Apenas puedo prepararlos. No alcanzo. Se me confunden los temas, además. Por qué
estás tan distraído, deberías inyectarte vitaminas, dice, con los ojos inyectados en sangre y
9
malhumor. Hago todas las clases que puedo. Hago ocho cursos diarios. Ocho por cinco. Cuaren-
ta horas semanales. Es mucho. Es como los cuarenta ladrones pero de mi vida. De mi sangre.
Llego los viernes a tumbarme, sin pulso. Caigo sobre la cama. Medio muerto. Ella me abre la
boca y me echa sopa de espinaca, pésima, y me obliga a comer merengue con azúcar. Para recu-
perar la energía, dice. Tiene razón. Siempre tiene razón. Mañana deberías cortar el pasto, agre-
ga. Y llamar para que vengan a podar los paltos y que traigan gas licuado. Hay que estarte di-
ciendo todo. Se están secando todos los árboles, amenaza. Todo es del último día de la creación
con ella. Todo es trágico. Su madre fue terrible con ella y la hizo sufrir mucho de chica. Se ven -
ga conmigo. Ahora ella es igual a su madre. Una vez se lo dije y me tiró una lámpara prendida.
Casi me electrocuto. Nunca más me diga eso, lo lamentarás, dijo. Tenía razón. Siempre tiene
razón. Esas cosas no se dicen.
No sé, pero tengo fuerte la sensación de que todo el mobiliario es más grande. Las sillas son
inmensas. Tengo que subirme como los niños. Trepando por ellas. Y las lámparas. Ahora no
alcanzo a cambiar las ampolletas. Hacen falta cortinas y postigos pasa diciendo ella gigantesca,
con el pelo canoso como un gran sombrero blanco, iluminado casi incandescente por la luz de la
ampolleta. Su madre también es canosa como ella, pero eso ya no lo digo. No aguantaría otra
lámpara prendida lanzada a mi tórax.
Cuando llegamos en la noche, prendo las noticias. Veo todas las noticias que puedo. Necesito
saber qué pasa en el mundo, al que casi no asisto. Veo noticias de Pakistán, del ataque a las To-
rres Gemelas, de la corrupción en Chile y las huelgas de médicos. Veo todos los informes eco-
nómicos. Tres veces cada uno. Ella no se da cuenta. No entiende nada de economía. Es mi fuer-
za. Sé que el planeta va hacia su perdición y ella no lo sabe. Cree que basta con regar los paltos
y el césped, cree que basta con gritonear y decir «y punto» para que la vida continúe y se haga
lo que ella quiera. No sabe que dos gigantescos hoyos negros están a punto de chocar en el espa-
cio interestelar. No sabe que la otra noche vi una luz vertical y redonda que bajaba y subía sobre
nuestro valle. Luminosa. Radiante. Salí corriendo al potrero. Pero ya no estaba. Se habían ido.
Tal vez tienen un radar interior de las personas. Y no quisieron bajar aquí. Es todo tan triste en
esta casa. Tan solo. Tan enemigo. Ella ni siquiera sabe lo que son hoyos negros. Y cree que el
cometa que arrasará con la tierra el año 2137 es puro cuento. No sabe cuánto es el IPC de este
mes. No sabe cuánto es el reajuste del sector público. Yo todo eso lo sé. Son datos que guardo.
Datos sobre la tierra. Por si viene un cataclismo, para tener memoria, para protegerme contra el
olvido y el dar vueltas eternamente alrededor de una elipse. Ella mira con desconfianza las noti-
cias. Son todas iguales, dice. Me cargan. Pero yo las pongo igual. Es el único momento en que
soy el hombre de la casa. Amo las noticias. Ellas me permiten entrar al club de los vivos.
Las comidas son penosas. Nunca tengo hambre. Pienso en los ocho cursos semanales y se me
quita el hambre. Ella pone dos individuales rojos en la mesa, en silencio helado. A ver si te atre -
ves a encontrar mala mi comida, parece decir. Pero no lo dice. También el puré está helado. Me
sirve platos cada vez más grandes. Furiosa porque tiene que lavar los platos después. Yo manejo
y ella hace y lava la comida. Yo no soy tu empleada, me silba como una boa. Y me cuesta tomar
los cubiertos. Y los pedales del auto. Me cuesta tanto alcanzarlos que me duelen las pantorrillas
cuando nos bajamos. Todos los días viajamos ciento veinte kilómetros. Desde que me compré la
camioneta hemos recorrido seis veces el largo de Chile. La camioneta. Ese es mi lugar. Allí ella
va callada y se ve como más pequeña. Pero igual llena la cabina con su silencio feroz y su mu-
tismo como una ola de inundación quieta, una sombra que se cierne. Cuéntame algo bueno,
digo, mientras manejo y miro la carretera con las luces de los autos en contra. Me hieren las
luces altas. Pero cada vez las veo más grandes. Y más altas. Ponte el cinturón de seguridad y no
corras a más de ciento veinte. Es el máximo permitido, dice ella. Le importan mucho las cosas
permitidas y las no permitidas. Las no permitidas se las sabe de memoria. No podemos decir que
10
hemos gastado menos luz si hemos gastado más luz, dice cuando quiero falsear los kilowatts del
marcador, para que no nos salga una cuenta espantosa de luz. Porque ella tiene miedo a la oscu-
ridad y duerme con todas las luces prendidas. Incluso la del televisor. Despierto en medio de la
noche con la luz de luna del televisor lanzando señales luminosas blancas a la nada. Cada vez
tenemos un televisor más grande. Pero eso no se lo digo, porque diría no digas tonterías. Solo
que me parece que es más grande. Y las puertas. Y las cerraduras más altas. Cada vez más lejos
la puerta de reja. No se lo dije pero me puse un cojín en el auto. Lo vio y bufó. ¿Por qué no me
pusiste uno a mí? ¿No sabes que tengo hernia a la columna? Eres el colmo del egoísmo. Solo
piensas en ti. Le puse un cojín y topó el techo. Se veía tan alta, que ella misma se lo quitó. No
veo el camino, dijo. Pero igual, eres un egoísta.
A veces le hago el amor. Cada vez con más miedo. Ella, inmensa, excitada, me toma en vilo, me
mete entre sus piernas. Es una región, un valle húmedo y oscuro que temo. Sus pezones se le-
vantan como dedos. Conmigo tuvo orgasmos. No los ha tenido con nadie más. Por eso me ha
encerrado y no me deja ni a sol ni a sombra. Nunca te dejaré, dice con voz de amor, con la ron -
quera de la excitación. Pero eso a mí me da miedo. Suena como candado. Después del amor,
quedo exhausto. Como después de las cuarenta horas de clase. Ella me acaricia el pelo, me lo
chasconea. Mi niño, dice. Y es cierto. Estoy cada vez más bajo. El otro día fuimos a un matri-
monio. Se puso tacos. Y después de mirarme un poco, se los sacó. Igual me veía bajo. Creo que
te llego hasta el codo, le dije. No digas tonterías, dijo ella. Ya me saqué los tacos. Vamos a ir al
matrimonio de todas maneras. No sacas nada con manipular y buscar excusas para quedarte.
Aprendió la palabra manipular en el Programa de Rehabilitación cuando era mi apoderada y
ahora la usa todo el tiempo. Pero era cierto que yo me veía muy bajo. Ahora tengo que saltar
para poder lavarme los dientes y para peinarme. No me veo en el espejo. Lo mandaré bajar. Voy
a hacer un espejo de cuerpo entero en el baño. Enmarcado en roble. Después pondré cortinas.
Pediré un adelanto de mi sueldo. Ella me pregunta, ¿pediste adelanto? ¿cuánto pediste?, y se
acerca por sobre mi hombro cuando me llega la cartola [extracto contable] del Banco.
Esa mañana, la oí gritar, llamándome. Pero yo estaba al lado suyo, como siempre. Habrá queda-
do ciega, pensé. Me contó que en situaciones de extrema angustia, le venía ceguera temporal.
Pero ahora no era angustia. Era rabia, simple, pura y roja rabia de mujer gigante. Porque amane-
ció gigante. Sus muslos parecían colinas beige. Sus brazos, ramas de árboles.
Echó hacia atrás las sábanas y casi me tiró al suelo. Yo agité los brazos, haciéndole señas, aquí
estoy amor. El psiquiatra me ha dicho que hay que tratarla suavemente, que ella es una niña
asustada en el fondo. Parecía de todo menos una niña asustada. Sería bien en el fondo, porque
por fuera no. La vi recorrer una y otra vez las piezas gritándome cada vez con más furia. No
sacas nada con evadir. Tienes que ir a hacer clases. No han comenzado las vacaciones, gritaba,
descontrolada. Dónde estás, golpeando los platos, la loza todo. Tazas y platos gigantes. Después
tomó la escoba y comenzó a levantar los muebles a volcarlos, llamándome, revolviendo debajo
de las camas.
Entonces tuve terror. El terror más inhumano. Salté por la celosía. Cupe perfectamente. Por
suerte no tengo tanta hambre y estoy más delgado, pensé, mientras me perdía en la selva de
césped del jardín infinito. Las briznas de hierba me tapaban. Cuánto me voy a demorar en llegar
hasta la camioneta, pensé, rendido antes de comenzar. Y en subirme. Realmente, debería haber
tomado vitaminas como ella decía, pensé. Tenía razón. Siempre tiene la razón.

11
DUCTO (en Antología del cuento chileno reciente, Letras de Chile, Santiago, 2022)

Nadie sabe por qué, pero ahora con lo de la pandemia y consecuente obsesión por la limpieza, se
acaban las bolsas negras de basura. No hay sino bolsas transparentes. Las nuevas vienen en bol-
sas de a cincuenta y son reciclables. Más caras, obvio. Alguien se está forrando de dinero, pien -
sas.
Lo otro es el incinerador del edificio. Okey, el edificio es viejo, eso está a la vista. Pero dig-
no. Es de esos Möller y Pérez Cotapos de pasillos anchos, respetables. Pero viejo. El tubo de la
basura se ha torcido y las bolsas del departamento de arriba caen en tu depósito. Es un hecho de
la causa.
Has bajado cientos de veces a conserjería, a reclamar, con y sin cara de pico. Has expuesto el
problema en todos los tonos: alto, bajo, conciliador, divergente, altanero, humilde, hippie. Al fin
el conserje se apersona y echa un vistazo.
—Hay un problema en el ducto —dice, con cara profesional.
Te sientes tentada de gritarle en la cara que ya sabes que hay un problema en el ducto, que no
necesitas el diagnóstico sino la solución, que cuándo mierda lo arreglarán.
—Un día de estos —dice el conserje.
Esa es la definición de la eternidad: «un día de estos».
Pasan los días. Amaneces el domingo con las copas de la noche anterior en la cama, la boca
de papel, casi sin forma humana, el galope de la resaca en las sienes.
Entonces, un estruendo. Un ruido como si viniera cayendo un cadáver hacia tu logia. Te aso-
mas. La bolsa de basura del departamento de arriba ha caído en tu incinerador.
Maldiciendo, la empujas hacia abajo. «Cochinada de ducto», piensas.
Me cae la basura del departamento de nuevo, piensas.
Del que se ha mudado recién.
Alto. Polera con cocodrilito a la altura de la tetilla izquierda. Solo. Mucho equipo de música.
Mucho libro de música. Atriles. Un piano, oh. Músico. Pelo rulo, mirada como pidiendo permi-
so para vivir, aire vago, medio ido. Un pelo como el de James Dean. Pero menos rebelde. Y los
ojos, mejores que los de Dean.
Lo has visto una o dos veces en la entrada, esperando los ascensores pares.
Vaga sonrisa.
—Hola, ¿llegaste hace poco?
—Sí.
Sólo eso. Un «sí» cagón. Lata.
Cero datos. Es de los introvertidos.
«Ándate a la chucha», piensas entrando a tu ascensor impar. Lo miras entrar al de él.
—Qué me importa ese huevón —dices en voz alta, sola en tu ascensor.
Introvertido, pero igual tu bolsa de basura me cae a mí, piensas, divertida.
Cuando cae la próxima, decides ver qué hay adentro.

12
—A ver, tu vida, muñeco —pronuncias y te sirves una copa de vino.
Miras la bolsa de basura transparente.
«Así es que esta es tu basura, príncipe valiente», piensas, mirando la bolsa transparente bio-
degradable en medio de tu logia.
La levantas y la miras al trasluz. Hay cajas de leche, envases de yogurt natural, dos bolsas de
Ticas, un VIM, una bolsa de avena integral, bolsa de alulosa, envases de probióticos.
«Uh, Mr. Vida Sana», piensas.
No hay botellas. Ni envases de gotas para los ojos.
Cero faltas, piensas. Un boy scout sanito, sobrio, una especie de Opus Dei, pero sin espini-
llas. Y músico, mejor que mejor.
—Deberían clonarte, ricura —dices casi en voz alta en la soledad de tu depto. caótico, lleno
de envases de todos los tamaños y tipos. Predominantemente de vodka y cajas de jugo de naran -
ja.
Al día siguiente, otra bolsa queda atascada en el ducto. Basta empujarla hacia abajo, pero
abres la tapa del incinerador, la sacas afuera y la miras también, minuciosa.
Un envase de desodorante del bueno, para hombres, puré en polvo, más cajas de leche, más
yogurt un envase de queso fresco, galletas de soda.
«Chuta, eres como un cura, o algo así», piensas. Tal vez haces clases de PNL o de Control
Mental Silva.
Igual, raro, piensas.
En una de esas eres un terrorista y un día bajas con un chaleco bomba puesto y nos cagas a
todos de una.
Nadie normal puede no tomar alcohol nunca.
No sabes qué pensar.
Cómo mierda ni una sola cerveza siquiera, te dices.
Y eso que ha habido partidos heavy, Copa del Mundo, todos gritando aquí en el edificio, or-
ganizando asados, cocidos como rana, cantando en los ascensores.
Él, en silencio. A veces, lejanísimo, el piano.
Siempre Bach.
¿Estás estudiando para santo, cabrito?
Haz un milagro entonces y termina con el virus —ríes sola, en voz alta.
Pasan los días. Esperas sus bolsas de basura.
Es una vergüenza. Pero no puedes dejar de hacerlo.
De hecho, acomodas tus horas de llegada a esa hora de la tarde en que caen las bolsas sobre
tu logia.
No, no puedes ser así, no es verdad todo esto, te dices.
Pero las esperas.
Son casi como cartas, te da por pensar una vez.
13
O como leerle el diario de vida a alguien. Te avergüenzas un poco, pero se te quita en segui-
da.
Un día miras tu propia bolsa de desechos. Enrojeces.
Lamentable, claro.
Llena de botellas. Vacías. Ron. Vodka. Pisco. Tequila. Champaña. Envases de todas las mu-
gres de la sociedad de consumo: doritos, ramitas, nachos, tritón, pingüinos, trencitos, papas fri-
tas Marco Polo. Último. Realmente último.
Piensas en cambiar de vida.
Si tú puedes, por qué no yo. Y bajo los kilos de llapa, piensas. Si te logras meter en el panta -
lón 27 de H&M será bacán.
Vas al súper, compras yogurt, pan de arroz, agua Benedictino, huevos de gallinas felices,
verduras orgánicas, pan de arroz, avena integral, endulzante, mermeladas sin azúcar agregada,
pollos de la granja magdalena, arroz basmati, café descafeinado.
Como si estuviera en un retiro, piensas.
O en esos campamentos de Tercero Medio del grupo de Pequeñas Exploradoras.
Total, mal no me va a hacer.
No. Ni una botella. Todo o nada.
Permaneces uno, dos, diez, quince, veinte días consumiendo eso, con la barbilla temblándote
de ganas de un vodka con naranja a la vena. Te comes los pellejos de los dedos con desespera-
ción. En el trabajo, piensas todo el día en un trago, un trago largo, corto, un Tom Collins, hasta
un whisky, que no te gusta. Piensas en vodka y salivas.
Tus envases usados van directo a las bolsas de basura transparentes, las únicas que había aho-
ra en los súper. Reciclables ciento por ciento.
Cuando juntas la primera bolsa, se te ocurre.
Por supuesto.
Subes dos pisos y tiras la bolsa por el incinerador de ese piso. Así le llegará a él.
Entonces él sabrá que tenemos la basura igual, algo nos une y en una de esas…
No se te ocurre nada después del «en una de esas».
Y comienza el juego.
Todos los días.
Subes los dos pisos y tiras tu basura por el ducto.
«Hola, sweetty, vivo igual que tú, podríamos vivir juntos incluso», piensas al tirarla. Un con-
juro.
Te imaginas cosas.
Te lo imaginas mirando los mismos envases que su bolsa.
Si no es imbécil, tendrá que sacar conclusiones.
Todos los días, antes de irte al trabajo, subes dos pisos y luego bajas en los ascensores pares.
Comienzas a vestirte bien. Te compras enteritos, vestidos de diseñadoras. Gastas lo que no tie-
nes en Juana Díaz.
14
Qué chucha me pasa, te dices, al volver con los paquetes.
En esos días, anuncian cuarentena total. Fase 1. Todos encerrados. Pidiendo víveres online.
Teletrabajo. Todo el día tecleando. Reuniones por Zoom.
Pagarías oro por sapear su computador.
Algunos días lo ves bajar al patio del edificio. Para estirar las piernas. Siempre con sus rulos,
castaños color miel, bonitos, su eterna polera de cocodrilito… ¿tendrá siete iguales?
Su mirada con esa timidez jamesdeanesca, sonriente, como pidiendo permiso para pestañear
en el gesto de sacarse una foto con el sol de frente.
Pero justo cuando le vas a hablar —casual, encantadora, tímida también, por qué no, siempre
eso cae bien—, entra alguien al ascensor y se establece el tácito silencio de los triángulos ascen-
soriles, en que todos miran hacia lo alto los números de los pisos como si fueran una deidad.
Un día te detienes en medio de tu departamento. Miras el caos de Chernobyl a tu alrededor.
—Me gustas más que la mierda —formulas en voz alta—. ¿Y qué? Me importa un pico si
eres menor que yo.
Toda una declaración de principios.
Haces un orden a sangre. Hasta que tu departamento se vuelve apartamento. Parece una sala
de operaciones. Nada en las paredes, nada en los rincones, ni un solo envase en la despensa,
cocina antiséptica, baños relucientes, piso brillante. Mucho POETT, mucho VIM, DIM, SIM.
Cloro. Asepsia a chorros.
Cuando terminas te sientes mejor persona. Todos los pecados perdonados.
Pero pasa un mes. Temblores de barbilla, insomnios, mareos, desesperación por un trago,
sueños con botellas, hiperexcitabilidad de tu sistema nervioso central.
A punto del delirium tremens. Estás intratable. En la oficina, eres advertida del despido dos
veces.
—Esto es una mierda de vida —declaras un día, en voz alta, sola en tu depto-pabellón. En-
tonces te decides.
Vuelves a comprar todo lo letal.
Y haces DOS bolsas de basura: una para él y otra, la tuya, normal, con todo las que debe te-
ner una bolsa de basura humana.
Una, la tuya, la verdadera. La otra, la subes y la tiras por el ducto de él.
«Soy demasiado TOC», piensas.
Recuperas tus pulsaciones, tu buen ánimo, tu ironía, las botellas vuelven a poblar tu despensa
en todo el lado izquierdo. Y después en el derecho, y después, en cualquier parte, hasta en la
lámpara colgada en el living. Vuelves a tener el pick de rendimiento en tu pega. Y sigues miran-
do las bolsas de SU basura.
Y entonces, como pasa en las historias malas, te enamoras de él.
Chica se enamora de la basura de chico.
Bueno ¿y qué?, dices. Me puedo enamorar del que se me pare.
Ruegas a San Tinder encontrarte con él.

15
A veces se encuentran.
Se saludan como se saluda la gente en los ascensores viejos y lentos: mirando al suelo, o ha -
cia el espejo, rehuyéndose los ojos. Como Adán y Eva después del pecado original.
Siempre hablan, en este orden de: el clima, lo viejo de los ascensores del edificio, los tacos,
el problema de los incineradores.
—Sí, mal —ríe él—. Hay que tirar la bolsa de arriba. A mí me toca tirar la tuya y a ti, la mía,
¿no?
—Algo así —sonríe ella, con una sonrisa arrebatadora.
Luego se despiden sonriendo.
Te sientes ágil, alada. Intercambian celulares.
Después, los dos comienzan a chatear. Comentan cosas. Cifras de contagiados. Crecen. Sí.
Atroz. La política, una lata. Los políticos, todos corruptos, ¿viste la compra de armas? Es que la
derecha es un horror. Sí. Son siniestros. Tanta plata que manejan. Da rabia. Y mira cómo tienen
el país. La corrupción. El fútbol. La corrupción del fútbol.
—No tengo tele —dice él.
No tiene tele. Dios, piensas.
Él comienza a contarte cosas.
—Hoy tengo un día del terror con unos alumnos.
Conservatorio de Música, por supuesto. Mejor alumno. Ayudante de todos los ramos y profe-
sor adjunto de Armonía I. Tratando de conseguir beca para la Julliard en seis años más. Piano.
Sueñas yéndote con él a la Juilliard.
Un día, tocas su timbre. En las manos, un kuchen (comprado en una pastelería artesanal).
Qué importa. Te fascina y punto.
—Me trajeron esto de regalo y pensé compartirlo, ¿quieres?
—No puedo creerlo. Claro, pasa —dice él.
Departamento de película. Todo soplado. Asepsia al cubo.
Te hace pasar. Abre una botella de agua mineral.
Dios mío, dame fuerzas, piensas.
Pone música. Concierto Nº 3. Bach.
—No —dice de pronto, la cara iluminada—. Quiero que escuches algo increíble.
—Ya, súper —dices esperanzada.
Esperas cualquier cosa. Nirvana. Beatles. Ed Sheridan. Pero no.
—Variaciones de Goldberg, tocadas por Eliot Gould, imagínate —dice él.
Esto no está pasando, es mentira, piensas.
Pero no dices nada. Pones cara de transporte a esfera celeste y te mamas las 37 Variaciones.
Una más y vomito, piensas seriamente.
Por último, si se iba a ir en la clásica, podría haber puesto el Bolero de Ravel, ¿no?
16
Pero te quedas. Esa noche se besan.
Beso de boca cerrada.
Es que no lo estás creyendo. Beso de tía.
Una cagá de beso.
Él te toma la mano. Dios, como tu primer pololo en Octavo Básico. Permanece mucho rato,
los ojos cerrados, tu mano entre las suyas. Oye la música. Tiembla de excitación con las notas.
Qué desastre, qué hago aquí, piensas, con tu garganta a punto de explotar.
Apoyas tu cabeza sobre su hombro, táctica del rozamiento. No pasa nada. No rodea tus hom-
bros con su brazo izquierdo. No hurga por entre los botones de tu blusa. No toca tus pezones
levantados a través de la batista. No mete dedo por tus calzones.
Oyen música. Nada más.
Te despides a las doce de la noche. Te llevas tus dos zapatos que no son de cristal.
De nuevo, beso de tía. Muac.
Bajas los ojos. te las arreglas, no sabes cómo, para enrojecer.
Él se turba. Cree que se ha pasado de la raya. Se encuentra una bestia. Se acerca mucho a ti.
Respira con dificultad. Ladeas la cabeza, él te acaricia el pelo, cierras los ojos, virginal.
—Espero volverte a ver. Eres maravillosa —susurra la voz emocionada de él.
Mierda. Esto será más largo que Lost, piensas.
No. Él no te besa.
Uh, te respeta.
Al revés. Te toma del brazo, te acompaña hasta la puerta, se despide con un beso en la frente.
Si hubieras levantado tu estúpida cara ahí él te hubiera besado en la boca por equivocación, lo
que le hubiera producido un trauma moral delicioso, con la culpabilidad adjunta y todo eso.
Pero no. Tienes que contentarte con un beso en la frente.
Lo miras con ojos luminosos.
Dices:
—Fue maravilloso estar contigo. Es como si Bach hubiera entrado en mi alma.
—Para mí fue… inefable —dice él, los ojos húmedos—. Soy yo el que te da las gracias.
Ya. Eres oficialmente inefable. Te ha definido. Peldaño ganado.
Llegas de cabeza a tu diccionario de la RAE. Te cuesta encontrarlo en el caos de Vodka y
cojines. Al final lo encuentras en el lavadero. ¿Qué hace ahí? Lo abres. Qué chuchas es inefable.
Tienes esperanzas de que sea algo así como comible, palpable, tocable, calentable, horadable.
Pero no. No es nada de eso.
Casi todo lo contrario. Es una huevada espiritual.
Bueno, algo que sea.
En esos días, por las dudas, vuelves a hacer un orden antiséptico. Metes todo lo etílico en una
pieza. Conviertes el resto en una vivienda monacal. Refrigerador con yogures, leches de almen-

17
dras, frutos secos, harinas de todo, menos de trigo, huevos de gallinas intensamente felices, todo
el hueveo.
Just in case.
Hasta que pasa.
Un día, el timbre. Es él. Se acaba de bañar. Tiene el pelo mojado. Trae una rosa en la mano.
—Es la rosa de El Principito —dice—. Lo traje también. Quiero leerlo contigo, en voz alta.
Dios mío, piensas. Esto va a ser educativo. Con comprensión de lectura y todo eso.
—Qué maravilla —dices.
Lo leen. Juntos. Hasta la palabra «Fin».
Un planeta más y me suicido, piensas, varias veces durante la lectura. Intentas rozarle la pier -
na. Él se aparta, ruboroso. Cree que la culpa es de él.
—¿Oigamos música? —propone.
Lo miras.
—Bach, por supuesto, ¿no? —dices, sonriendo con sonrisa de Villa María, abriendo Spotify.
—¿Cómo sabes lo que más quiero? —dice él. Sonrisa inefable. Manos en el corazón.
—Namasté —dice.
Puta la cagá, piensas.
Oyen música de Bach. Las Invenciones. Todas.
Chucha. Por qué Bach hizo tantas, piensas.
Él escucha la música, quieto, sin moverse. Pones tu mano en la de él. Alojada, como un paja-
rito en un nido. Algo parecido a una sensación gozosa comienza a hinchársete por dentro. Muy
adentro.
Como si él hubiera empezado, por fin, a penetrarte, muy muy lento, como siempre has soña-
do que alguien lo haga.
Te sientas entonces, el cuerpo inclinado hacia él, en el sillón, vertiendo tu escote hacia él. Te
mira los pechos.
Yaaa, piensas, animada. Vamos que se puede. Y los acercas más.
Pero él dice:
—Perdona, por favor, soy un animal.
Se pone rojo.
—No sé cómo pudo pasarme —dice después. Te acaricia la cara.
—Es que me gustas… mucho —dice como si dijera una obscenidad.
Beso en la frente de nuevo.
Puta, tengo siete hoyos, imbécil, piensas. ¿No se te ocurre nada que meterme por ninguno de
ellos?
De qué planeta paralelo vienes, piensas.

18
Te acercas un poco más, enrojecida, caliente como tetera, ojos bajos, perfecta mirada de pu-
dor. Dices:
—¿De veras?
—Sí, de veras —dice él—. Eres… demasiado para… mí, eres… no sé cómo decirlo.
Y no lo dice.
Pasan varios días sin verse. Tienes un rash de trabajo en la empresa. Te tomas todo el vodka
en las noches haciendo un guion para la serie que te han pedido urgente. Celular y teclado.
Esa noche sientes el ruido de la bolsa cayendo en el incinerador.
A ver, sweetty, qué produjiste, piensas y vas a la logia.
Lo mentalizas. Te calientas. Evocas su cuerpo largo, indeciso, su nariz perfecta, sus ojos cas-
taño tímido.
¿Cuándo me vas a besar, tonto?, piensas. ¿Naciste dado vuelta o qué? ¿Eres de incubadora?
¿De probeta?
La bolsa. A verla.
Ahí está la bolsa transparente.
La tomas con una especie de ternura extraña.
De pronto, te fijas en un envase diferente.
Alzas las cejas, miras mejor.
—¿Qué mierd…?, no puede ser —dices en voz alta.
Vas a buscar tus anteojos. No puedes creer lo que acabas de ver.
Vuelves. Miras mejor. No puede ser.
Pero es.
Abres la bolsa y sacas su contenido. Lo pones bajo la luz cenital de la cocina, fuertísima. Te
quedas boquiabierta. Resuena un silencio de redonda. Ahí están. Dos envases de Chivas Regal,
etiqueta negra.
No puede ser.
Pero es.
Y otra cosa, además. O ademenos. Una, dos, tres, cuatro cajas de condones. Importados. Ja-
más vistos en Chile. De la mejor calidad.
Cajas abiertas. Condones goteantes. Vibratorios. Otros, con texturas rugosas. Tactil Pleasure,
dice la caja.
Te quedas mirándolas.
Algo parecido a caerse por la escalera.
Algo parecido a un mazazo en el alma.
Sentada en las baldosas de la logia, lloras a lágrima viva.
Tomándote el resto de vodka de una botella de la basura. Sin naranja.
No sabes por qué estás llorando. Pero estás. A veces pasa.

19

También podría gustarte