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El papel de la familia y del Estado

en la educación, a la luz
de la Doctrina Social de la Iglesia

MARÍA MUÑOZ ORTIZ

FÉLIX BURGOS FERNÁNDEZ

1. El papel de la familia en la educación de la persona

El amor, en sentido general, es una respuesta afectiva de toda la persona que


implica el reconocimiento de la dignidad del otro, pero también el asombro
afectivo y la contemplación de su dignidad y grandeza, de donde nace la dis-
ponibilidad a comprometerse para defender su dignidad y belleza.
Para la persona, tomar conciencia de sí misma no es algo accesorio,
que pueda o no ocurrir. La autoconciencia es el acto propio de la persona,
decisivo para su autorrealización. Solamente de ese modo se puede hacer no
sólo lo que es justo, sino también vivir esa acción como propia, como algo
que la pertenece y la constituye esencialmente.
Esta autoconciencia es posible solamente a través de la mediación
del otro, es decir, en la medida en que otro, dirigiéndose a mí, despierta mi
conciencia sobre lo que debo realizar en la vida. Comienzo a existir como ser
autoconsciente al recibir la llamada del otro y responder a ella.
En este sentido ser persona es por su propia naturaleza comunión.
La relación con otra persona, de hecho, no crea ni el sujeto ni su conciencia,
sino que se integra su realidad. En la relación interpersonal, y en particular
en la educación, el hombre coopera con Dios en la creación de la interioridad
del otro. Esto es de decisiva importancia, porque nos empuja a rechazar cual-
quier pretensión de un hombre de considerar a otro hombre como producto
de su iniciativa.

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Nuestros hijos justamente a causa de esa original donación del ser y


del sentido por parte de Dios, no nos pertenecen, pertenecen a un destino
infinitamente más grande, hacia el que nosotros solamente nos esforzamos
en lo posible en guiarles y, en todo caso, acompañarles. A la vez, cada uno de
nosotros es, en cierto sentido, la suma del amor que le ha sido dado ya que
otros hombres participan realmente en la creación de nuestra personalidad
concreta, tanto que no seríamos lo que somos sin ellos. Existen relaciones
humanas decisivas, y nuestro destino depende en gran medida de cómo las
vivimos.
Comprender la familia como comunión de personas significa com-
prender la familia como lugar de esas relaciones decisivas, punto de encuen-
tro, si no de todas, al menos de algunas de ellas.
La filosofía puede enseñarnos que el hombre es persona, y que todo
hombre tiene derecho a ser reconocido y aceptado como persona. Pero para
conocer concretamente qué es una persona y qué es el amor y que este es
la única actitud adecuada para con la persona, hemos de aprenderlo, sobre
todo, en las primeras relaciones interpersonales en la familia.
La Doctrina Social de la Iglesia considera a la familia como “primera
sociedad natural, titular de derechos propios y originarios. Es el centro de la
vida social y el lugar primario de relaciones interpersonales, la ‘célula primera
y vital de la sociedad’. Es el fundamento de la vida de todas las personas y el
prototipo de toda organización social. Desplazar y relegar a la familia a un
papel secundario, excluyéndola del lugar que le corresponde en la sociedad,
supone ‘causar un grave daño al auténtico crecimiento de todo el cuerpo so-
cial’” (CDSI, 211)1.
La familia es un espacio de comunión cuyo fin es desarrollarse como
“auténtica comunidad de personas gracias al incesante dinamismo del amor,
dimensión fundamental de la experiencia humana, cuyo lugar privilegiado
para manifestarse es precisamente la familia” (CDSI, 221). Gracias a ese amor
–elemento esencial– cada persona es reconocida, aceptada y respetada en su
integridad, de ahí que sea ese clima de afecto natural que se vive en el seno de
una familia donde las personas son reconocidas y responsabilizadas en toda
su integridad (CDSI, 212).
Las obligaciones de sus miembros no son limitadas por las condicio-
nes de un contrato, sino que derivan de su misma esencia: “fundada sobre un
pacto conyugal irrevocable y estructurada por las relaciones que derivan de
la generación o adopción de los hijos” (CDSI, 212).

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CDSI: Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia.

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La familia es la comunidad natural en donde se experimenta la socia-


bilidad humana. En ella “se inculcan desde los primeros años de vida los va-
lores morales, se transmite el patrimonio espiritual de la comunidad religiosa
y el patrimonio cultural de la nación. En ella se aprenden las responsabilida-
des sociales y la solidaridad” (CDSI, 213)
La familia, construyendo cada día esta red de relaciones interperso-
nales, se convierte así en la “primera e insustituible escuela de socialidad,
ejemplo y estímulo para las relaciones comunitarias más amplias en un cli-
ma de respeto, justicia, diálogo y amor” (CDSI, 221). Ella “se configura como
el instrumento principal e insustituible para el crecimiento integral de toda
persona y para su positiva inserción en la vida social” (CDSI, 227).

2. Familia y libertad de educación

La libertad se relaciona al menos de tres formas diferentes con la educación:


en primer lugar, la libertad es el propósito primero de la educación, al tener
esta por objeto la formación de seres humanos libres. En segundo lugar, los
sistemas democráticos reconocen legalmente la libertad de enseñanza2 y, fi-
nalmente, los Derechos Humanos y las legislaciones nacionales reconocen
la libertad de los padres a elegir el tipo de educación que sea conforme a sus
convicciones morales y religiosas.
Esta libertad de enseñanza –reconocida a nivel nacional e internacio-
nal– obliga a los Estados a favorecer o al menos permitir una oferta suficiente.
La Constitución Española convierte al Estado en garante de unos mí-
nimos que resultan obligatorios y gratuitos obligándose, por tanto, a finan-
ciar. Si el Estado se obliga a sí mismo a financiar la educación, debe también
respetar el derecho que reconoce en los padres a elegir una educación con-
forme a sus convicciones morales, filosóficas o pedagógicas.
El derecho y el deber de los padres a la educación de sus hijos se pue-
de considerar esencial –está relacionado con la transmisión de la vida–, origi-
nal y primario respecto al deber educativo de los demás –por la unicidad de la
relación de amor que existe entre padres e hijos–, insustituible e inalienable.
Es por ello que este derecho y deber “no puede ser totalmente delegado o
usurpado por otros”. Al ser un deber primario que la familia no puede des-

2
En nuestro caso, en España, se reconoce en el artículo 27.1 de la Constitución que contiene un
doble derecho: “la libertad de cátedra que ampara a los docentes a enseñar sus conocimientos sin
la tutela del Estado” y “el derecho de los particulares y asociaciones a crear centros docentes dentro
de los límites que las leyes establezcan”.

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cuidar o delegar, “no puede ser cancelado por el Estado, antes bien, debe ser
respetado y promovido” (CDSI, 239).
Los padres son los primeros educadores de sus hijos pero no los úni-
cos. Existen otras instancias civiles y eclesiásticas que intervienen en su edu-
cación. Estas son necesarias y cada una intervendrá “con su competencia y
contribución propias”, contando con la colaboración de los padres. Señala
la Doctrina Social, en este sentido, que “los padres tienen el derecho a elegir
los instrumentos formativos conforme a sus propias convicciones y a buscar
los medios que puedan ayudarles mejor en su misión educativa, incluso en
el ámbito espiritual y religioso. Las autoridades públicas tienen la obligación
de garantizar este derecho y de asegurar las condiciones concretas que per-
mitan su ejercicio. En este contexto, se sitúa el tema de la colaboración entre
familia y la institución escolar” (CDSI, 240)
La libertad de educación engloba el que los padres tengan “el derecho
de fundar y sostener instituciones educativas” (CDSI, 241).
La autonomía deseable de la comunidad política y de la Iglesia, no
supone que se excluya la colaboración entre ellas, pero dentro de las “formas
estables de relación e instrumentos aptos para garantizar relaciones armóni-
cas” (CDSI, 427), la Iglesia pide respecto del Estado por, entre otras, la libertad
de enseñanza, de elección, de educación y de asociarse para fines educativos
y culturales.
Partiendo de la consideración de que la libertad de elección en edu-
cación en España es algo relativo –al venir fijadas oficialmente la escolaridad
de los niños y adolescentes, los contenidos curriculares a impartir en todos
los cursos y etapas, las horas mínimas de cada una de las materias, las condi-
ciones de promoción y titulación, los requerimientos de los profesores para
impartir clase,…– deberíamos reflexionar sobre cómo legalmente se limita la
oferta de los centros siendo las diferencias reales entre ellos mínimas.
Se produce así un efecto casi necesario socialmente: todos los centros
“terminan pareciéndose mucho y diferenciándose sobre todo por la estruc-
tura socioeconómica de los potenciales electores de esa enseñanza. Al final
terminan siendo los barrios los que marcan los resultados de las escuelas”, lo
que significa que la libertad de elección está relacionada con la cuestión de la
búsqueda de la equidad en el sistema educativo.

3. La persona y la vida social

“Toda la vida social es expresión de su inconfundible protagonista: la persona


humana” (CDSI, 106) ya que el hombre es el sujeto, el fundamento y el fin de

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toda la vida social. Sólo si se reconoce la dignidad de la persona es posible el


crecimiento personal y común.
Una sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgáni-
ca por un principio de unidad que supera a cada una de ellas. Perdura en el
tiempo recogiendo el pasado y preparando el futuro. La vida en la comunidad
es una característica natural que distingue al hombre. La actuación social es
un signo particular del hombre y de la humanidad: el de la persona que inter-
viene en la comunidad de personas. Ello forma parte de su propia naturaleza.
Hablar de una sociedad justa supone pensar –a la luz de la concepción
de persona que hemos considerado– que ha de estar basada en el respeto a la
dignidad trascendente de cada uno de sus miembros. La persona representa
el fin último de la sociedad, que ha de estar a ella ordenada. “El orden social,
pues, y su progresivo desarrollo en todo momento debe subordinarse al bien
de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al
contrario” (CDSI, 132).
“Ni su vida, ni el desarrollo de su pensamiento, ni sus bienes, ni cuan-
tos comparten sus vicisitudes personales y familiares pueden ser sometidos
a injustas restricciones en el ejercicio de sus derechos y de su libertad” (CDSI,
133). Las autoridades públicas deberán, entonces, estar vigilantes a que una
posible restricción de la libertad o la imposición de cargas concretas a la ac-
tuación de la persona no lesione nunca su dignidad y exista garantía y respeto
real a los derechos humanos.
El hombre es el sujeto, el fundamento y el fin de la vida social, de ahí
que “toda la doctrina social se desarrolla […] a partir del principio que afirma
la inviolable dignidad de la persona humana” (CDSI, 107).
La sociabilidad humana reviste múltiples expresiones, no homogé-
neas ni uniformes, para todos los grupos sociales. “El bien común depende,
en efecto, de un sano pluralismo social. Las diversas sociedades están llama-
das a constituir un tejido unitario y armónico en cuyo seno sea posible a cada
una conservar y desarrollar su propia fisonomía y autonomía” (CDSI, 135).
A fin de fomentar y favorecer la participación en la vida social, es pre-
ciso impulsar la acción del mayor número de personas en ella y alentar la
creación de asociaciones e instituciones de libre iniciativa. Esta socialización
expresa “la tendencia natural que impulsa a los seres humanos a asociarse
con el fin de alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales.
Desarrolla las cualidades de la persona, en particular, su sentido de iniciativa
y de responsabilidad. Ayuda a garantizar sus derechos” (CDSI, 151).
La sociedad civil es un conjunto de relaciones y de recursos, culturales
y asociativos, que persigue el bien común. Se caracteriza por “su capacidad

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de iniciativa, orientada a favorecer una convivencia social más libre y justa,


en la que los diversos grupos de ciudadanos se asocian y se movilizan para
elaborar y expresar sus orientaciones, para hacer frente a sus necesidades
fundamentales y para defender su legítimos intereses” (CDSI, 417).
Por ello, “es esencial que el crecimiento de la vida democrática co-
mience en el tejido social. Las actividades de la sociedad civil –sobre todo
de voluntariado y cooperación en el ámbito privado-social, sintéticamen-
te definido “tercer sector” para distinguirlo de los ámbitos del Estado y del
mercado– constituyen las modalidades más adecuadas para desarrollar la di-
mensión social de la persona, que en tales manifestaciones puede encontrar
espacio para su plena manifestación. La progresiva expansión de las iniciati-
vas sociales fuera de la esfera estatal crea nuevos espacios para la presencia
activa y para la acción directa de los ciudadanos, integrando las funciones
desarrolladas por el Estado” (CDSI, 419).
La persona, además, debería encontrar en la sociedad –expresados y
vividos– los valores que influyen en los procesos formativos. Será, por tanto,
deber de la sociedad, civil, en cuanto se trata del bien común, vigilar con el
fin de que se asegure un sano ambiente físico y moral en las escuelas y se pro-
muevan las condiciones que respondan a la positiva petición de los padres o
cuenten con su libre adhesión.

4. El papel del Estado en la educación

Hemos señalado anteriormente que la riqueza de la persona humana ha


de ser entendida en todo momento en su irrepetible singularidad. Es decir,
existe como subjetividad, como centro de conciencia y de libertad, cuya
particularidad y circunstancias vitales hacen que sea necesario promover
hacia ella el respeto por parte de todos y, especialmente, de las institucio-
nes políticas y sociales y de sus responsables. Comporta, además, que “el
primer compromiso de cada uno hacia el otro, y sobre todo de estas mismas
instituciones, se debe situar en la promoción del desarrollo integral de la
persona” (CDSI, 131).
Y surge aquí cuál será el papel a desempeñar por el Estado.
El punto de partida será el de que el Estado “debe aportar un marco
jurídico adecuado para el libre ejercicio de las actividades de los sujetos so-
ciales y estar preparado a intervenir, cuando sea necesario y respetando el
principio de subsidiaridad, para orientar al bien común la dialéctica entre
las libres asociaciones activas en la vida democrática” (CDSI, 418). “La acción
del Estado y de los demás poderes públicos debe conformarse al principio

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de subsidiariedad y crear situaciones favorables al libre ejercicio de la acti-


vidad económica; debe inspirarse en el principio de solidaridad y establecer
los límites a la autonomía de las partes para defender a la más débil. La so-
lidaridad sin subsidiaridad puede degenerar fácilmente en asistencialismo,
mientras que la subsidiaridad sin solidaridad corre el peligro de alimentar
formas de localismo egoísta” (CDSI, 351)
La tarea fundamental del Estado será la de definir un marco jurídico
idóneo capaz de regular las relaciones económicas con el fin de salvaguardar
cierta igualdad entre las partes. La acción del Estado ha de ser una garantía
para la libertad de los individuos y la propiedad, así como de la eficiencia de
los servicios públicos y no deberá “ocasionar un menoscabo en las diversas
actividades de mercado, cuyo desarrollo debe permanecer libre de superes-
tructuras y constricciones autoritarias” (CDSI, 352).
A su vez, el Estado deberá determinar su acción buscando un justo
equilibrio entre la libertad privada y la acción pública, entendida esta como
intervención directa en la economía o como apoyo y ayuda al desarrollo eco-
nómico. “La intervención pública deberá atenerse a criterios de equidad, ra-
cionalidad y eficiencia, sin sustituir la acción de los particulares, contrariando
su derecho a la libertad de iniciativa económica. El Estado, en este caso, resul-
ta nocivo para la sociedad: una intervención directa demasiado amplia ter-
mina por anular la responsabilidad de los ciudadanos y produce un aumento
excesivo de los aparatos públicos, guiados más por lógicas burocráticas que
por el objetivo de satisfacer las necesidades de las personas” (CDSI, 354).
El sistema económico-social debe caracterizarse por la presencia
conjunta de la acción pública y privada, incluida la acción privada sin fines
de lucro. Se configura así una pluralidad de centros de decisión y de lógicas
de acción. El papel del Estado ha de ser el de valorizar las iniciativas sociales
y económicas promovidas por la sociedad civil. Esta, organizada en sus cuer-
pos intermedios, ha de ser capaz de contribuir al bien común basando su
relación en la colaboración y la complementariedad.
Por otro lado, la DSI establece con claridad (CDSI, 214) la prioridad de
la familia sobre la sociedad y sobre el Estado ya que precede, por su importan-
cia y valor, a las funciones que estas deben desempeñar. La familia encuentra
su legitimación en la propia naturaleza humana y no en el reconocimiento
del Estado y, por tanto, la sociedad y el Estado han de estar en función de la
familia y no al revés: “todo modelo social que busque el bien del hombre no
puede prescindir de la centralidad y de la responsabilidad social de la familia”.
La sociedad en su conjunto –y las instituciones estatales en particu-
lar–, está llamada a reconocer el papel fundamental que la familia representa

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en ella, el beneficio y el bien que reporta y el compromiso que asume con


el bien común. Esto exigirá que “la acción política y legislativa salvaguarde
los valores de la familia, desde la promoción de la intimidad y la convivencia
familiar, hasta el respeto de la vida naciente y la efectiva libertad de elección
en la educación de los hijos” (CDSI, 253).
Este reconocimiento legal y estatal de la familia no es especial ni in-
merecido, sino que nace de la consideración de “la dimensión familiar como
perspectiva cultural y política, irrenunciable en la consideración de las perso-
nas”. No ha de colocarse “como alternativa de los derechos que las personas
poseen individualmente, sino más bien como su apoyo y tutela” ya que “las
personas no deben ser consideradas sólo singularmente, sino también en re-
lación a sus propios núcleos familiares, cuyos valores específicos y exigencias
han de ser tenidos en cuenta” (CDSI, 254).
La DSI reconoce el “derecho de las familias y de las personas a una
escuela libre y abierta” marcando como contrapartida “el compromiso por la
educación y la formación de la persona” como “primera solicitud de la acción
social de los cristianos” (CDSI, 557).
Igualmente establece el derecho de los padres a “sostener institucio-
nes educativas” estableciendo que “las autoridades públicas deben cuidar
que las subvenciones estatales se repartan de tal manera que los padres sean
verdaderamente libres para ejercer su derecho, sin tener que soportar cargas
injustas” y que “no deben soportar, directa o indirectamente, aquellas cargas
suplementarias que impidan o limiten injustamente el ejercicio de esta liber-
tad” (CDSI, 242).
Reconoce incluso como injusticia y merma de la garantía de ese ejer-
cicio de libertad “el rechazo de apoyo económico público a las escuelas no
estatales que tengan necesidad de él y ofrezcan un servicio a la sociedad civil”
y señala que “cuando el Estado reivindica el monopolio escolar, va más allá
de sus derechos y conculca la justicia. El Estado no puede, sin cometer injus-
ticia, limitarse a tolerar las escuelas llamadas privadas. Éstas representan un
servicio público y tienen, por consiguiente, el derecho a ser ayudadas econó-
micamente” (CDSI, 242).
Se ha citado anteriormente el principio de subsidiaridad como mar-
co a ser respetado en la actuación del Estado. Este es principio permanente3

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Se consideran principios permanentes la dignidad de la persona humana, del bien común, de la
subsidiaridad y de la solidaridad. Estos principios tienen “carácter general y fundamental, ya que se
refieren a la realidad social en su conjunto”. Son permanentes en el tiempo y tienen universalidad de
significado por lo que la Iglesia los señala como “primer y fundamental parámetro de referencia para
la interpretación y valoración de los fenómenos sociales, necesario porque de ellos se pueden deducir
los criterios de discernimiento y de guía para la acción social, en todos los ámbitos” (CDSI, 161).

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de la enseñanza social católica. En base a él, no es posible promover la digni-


dad de la persona si no se cuidan todas las agrupaciones de tipo económico,
social, cultural, deportivo, recreativo, profesional y político –familia, grupos,
asociaciones, realidades territoriales locales,…– propias de la sociedad civil.
Esta sociedad civil es entendida como “el conjunto de las relaciones
entre individuos y entre sociedades intermedias, que se realizan en forma
originaria y gracias a la subjetividad creativa del ciudadano” es lo que cono-
cemos como tejido social y “constituye la base de una verdadera comunidad
de personas, haciendo posible el reconocimiento de formas más elevadas de
sociabilidad” (CDSI, 185).
Este principio presenta dos implicaciones (CDSI, 186 y 187), una en
sentido positivo por el cual aquellas funciones que los cuerpos sociales in-
termedios pueden desarrollar adecuadamente –en aras del bien común– de-
ben ser permitidas y apoyadas por el Estado a través de ayudas económicas,
institucionales y legislativas y, otra, en sentido negativo por la que el Esta-
do debe abstenerse de todo aquello que restrinja, de hecho, el espacio vital
de las entidades menores, no debiendo suplantar su propia iniciativa ni sus
responsabilidades. Su acción tendrá que evitar “las formas de centralización,
de burocratización, de asistencialismo, de presencia injustificada y excesiva
del Estado y del aparato público” señalando incluso que “la ausencia o el in-
adecuado reconocimiento de la iniciativa privada, incluso económica, y de
su función pública, así como también los monopolios, contribuyen a dañar
gravemente el principio de subsidiaridad”.
La DSI considera de máxima importancia este principio de subsidiari-
dad ya que los organismos estatales pueden encontrar en su actuación gran-
des elementos de desarrollo del cuerpo social, de su iniciativa y su responsa-
bilidad: “el respeto y la promoción efectiva del primado de la persona y de la
familia; la valoración de las asociaciones y de las organizaciones intermedias,
en sus opciones fundamentales y en todas aquellas que no puedan ser delega-
das o asumidas por otros; el impulso ofrecido a la iniciativa privada, a fin que
cada organismo social permanezca, con las propias peculiaridades, al servicio
del bien común; la articulación pluralista de la sociedad y la representación
de sus fuerzas vitales; la salvaguardia de los derechos de los hombres y de las
minorías; la descentralización burocrática y administrativa; el equilibrio entre
la esfera pública y la privada, con el consecuente reconocimiento de la fun-
ción social del sector privado, una adecuada responsabilización del ciudadano
para ‘ser parte’ activa de la realidad política y social del país” (CDSI, 187)
Junto a este reconocimiento también se deja la valoración de las
distintas circunstancias y tiempos que pueden hacer –en atención al bien

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común de la sociedad– que el Estado asuma determinadas funciones. Así,


habrá ocasiones en las que sea necesario que este desarrolle funciones de
suplencia a causa de “la imposibilidad de que la sociedad civil asuma autó-
nomamente la iniciativa” o en “realidades de grave desequilibrio e injusticia
social, en las que sólo la intervención pública puede crear condiciones de
mayor igualdad, de justicia y de paz” (CDSI, 188). No obstante, esta suplencia
estatal no debería prolongarse más allá de lo estrictamente necesario –se le
da un carácter, pues, de excepcionalidad–.
Junto al principio de subsidiariedad, y como consecuencia directa de
él, se encuentra el principio de participación, expresado como las “activida-
des mediante las cuales el ciudadano, como individuo o asociado con otros,
directamente o por medio de los propios representantes, contribuye a la vida
cultural, económica, política y social de la comunidad civil a la que pertene-
ce” (CDSI, 189).
La participación engloba todos los ámbitos de la vida social –mundo
del trabajo, actividades económicas, la información, la cultura, la vida social
y política,…– y ha de ser una de las mayores aspiraciones del ciudadano, lla-
mado a “ejercitar libre y responsablemente el propio papel cívico con y para
los demás” (CDSI, 190)
El que la democracia sea participativa supone que todos los sujetos
que forman parte de la sociedad, en los niveles en que actúen, han de ser in-
formados, escuchados y estar implicados en la consecución del bien común.

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