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A las obras, en plural, de la carne, sigue ahora el, en singular, fruto del Espíritu.

No se
trata del resultado del esfuerzo personal del creyente, sino de la obra del Espíritu Santo.
Son los efectos íntimos del Espíritu, que lleva a cabo en el creyente el proyecto divino, de
producir fruto agradable a Dios. Se trata del fruto, en singular y no de los frutos, por
tanto, el Espíritu produce como fruto todas las perfecciones que se detallan por el
apóstol. Quiere decir que el creyente que vive en el Espíritu expresa en su vida todas las
virtudes del fruto y no solo algunas de ellas.
Todos los aspectos señalados no son perfecciones humanas, sino divinas, llevadas a cabo
por Dios en el creyente. Son las obras preparadas de antemano para que anduviésemos
en ellas (Ef. 2:1O). El objetivo del Espíritu en el tiempo actual es que el creyente
reproduzca al Hijo en su vida, esto es, la imagen moral de Jesús sea reproducida como
identificativo de vida en el creyente. Esto es el fin de la predestinación que el Padre
determinó para cada creyente, que sea conformado a la imagen de su Hijo (Ro. 8:29). El
Espíritu produce virtudes que ponen de manifiesto la identidad del cristiano con Cristo.
Estas virtudes expresan la realidad del llamamiento celestial. Las virtudes que
comportan el fruto del Espíritu determinan no el obrar, sino el andar, es decir, el estilo
de vida del creyente. El propósito de Dios es que el cristiano lleve fruto, más fruto,
mucho fruto, vinculados a la vid verdadera que es Cristo (Jn. 15: 1, 2, 5).
Las manifestaciones del fruto del Espíritu son cualidades sobrehumanas del carácter.
Ninguna de ellas puede producirse por habilidad o recursos del hombre natural. El ca
rácte r cristiano no se alcanza por esfuerzo tenaz del creyente, sino por dependencia
absoluta y entrega incondicional al Espíritu de Dios. El fruto es la consecuencia de una
acción divina que no puede alca nzarse ni tan siquiera como resultado de un penoso
esfuerzo propio, y se hace experiencia personal en el creyente cuando la relación
correcta con el Espíritu Santo no es estorbada.
Las perfecciones del fruto del Espíritu tomadas en su conjunto, son la manifestación del
carácter moral de Jesús. Tal acción divina permite la realidad de vivir a Cristo, único
modo de vida en poder y libertad (2:20; Fil. 1:21). Al expresar el carácter de Jesús, se les
puede llamar a las virtudes del fruto del Espíritu, la biografía abreviada de Cristo.

El Señor instruyó a los suyos para que no emprendieran ningún servicio sin la venida
del Espíritu Santo (Le. 24:49). El testimonio cristiano tiene que ver con la manifestación
visible de la realidad de Cristo en su vida (Hch. 1 :8). Para tal manifestación no existe
fuerza humana capaz de llevarla a cabo, por lo que ha de ser Dios mismo quien actuando
en el creyente la produzca. Se ha dicho antes que el destino de los salvos es ser hechos
confirmes a la imagen del Hijo, de modo que Dios está llevando a cabo una
transformación en cada cristiano (2 Co. 3:18). La imagen de Dios deteriorada en el
hombre por el pecado es restaurada en Cristo, imagen perfecta y absoluta de Dios (2 Co.
4:4; Col. 1:15). Se refiere a la condición moral de Jesús que el Espíritu reproduce en el
cristiano. Este propósito se cumplirá definitivamente en la glorificación de los santos (Fil.
3:21).
La voluntad de Dios en el creyente nunca podrá ser lograda dependiendo de la
capacidad humana (Ro. 7:15-25) , porque depende de que los creyentes ya no anden
conforme a la carne, sino conforme al Espíritu (Ro. 8:4). Las dos leyes contrastadas, la
de la carne y la del espíritu, quedan claramente expuestas por el apóstol en la Epístola y
de forma marcadamente precisa en los versículos que se están considerando. La ley de
la carne produce pasiones y obras contrarias a Dios, mientras que la del Espíritu produce
fruto para Su gloria. Hay creyentes que ajustan la vida de santificación a hacer obras
dependiendo de sus propios recursos humanos. Los tales están en una relación legal con
Dios. Este método procede también y representa las obras de la carne. La vida de
santificación al impulso de la voluntad y carácter humanos conduce al fracaso espiritual
(Ro. 7:15-25). Es patente el conflicto espiritual que esto genera, porque en el hombre
interior, que es la nueva forma de vida comunicada en la regeneración (2 Co. 4:16; Ef.
3:16 ; Col. 3:9, 1 O). Este hombre nuevo aborrece el mal (Sal. 97:1 O; 119:104),
distinguiéndolo del malvado que no lo aborrece (Sal. 36:4), deleitándose además en la
ley de Dios (Sal. 1:2). Por otro lado la vieja naturaleza se manifiesta por otra ley, que se
rebela, literalmente hace la guerra, a la ley de la mente, esto es, la inteligencia reflexiva
que desea hacer lo bueno. La derrota, en el esfuerzo del hombre, es absoluta: me lleva
cautivo, arrastrándolo hacia lo que no desea. Esto produce un grito angustioso en la
experiencia de la vida cristiana en el poder humano (Ro. 7:24). El creyente se siente
miserable a causa del tremendo esfuerzo de querer vencer por sí mismo sobre esta
situación. La victoria plena se alcanza en Cristo (Ro. 7:25). Dios da la victoria librando al
creyente de esa situación de fracaso. La victoria es por medio de Jesucristo en quien el
pecado es perdonado en toda la dimensión (Col. 1:14) y es llevado cada día en triunfo (2
Co. 2: 14), fortalecidos en el poder de Su fuerza (Ef. 6:1O). Es el Espíritu quien fortalece
al hombre interior (Ef. 3:16). De ahí que el secreto para la vida victoriosa, conforme a la
enseñanza del apóstol en esta Epístola, es dejarse conducir por el Espíritu (5: 16).

Por la obra del Espíritu, la voluntad de Dios puede ser cumplida en el creyente
(Ro. 8:3-4). El Espíritu Santo es el Agente ejecutor de la voluntad de Dios en el
cristiano, imposible a la naturaleza humana (Ro. 8:4).
El fruto del Espíritu es una obra de Dios que Él mismo opera a través del
creyente. Las nueve manifestaciones del fruto del Espíritu representan
cualidades sobrehumanas del carácter. Tales manifestaciones no pueden se r
producidas por habilidad o recursos del hombre natural.
Las nuevas manifestaciones del Espíritu son características divinas que se
manifestaron plenamente en Jesús. Esas nueve perfecciones son el carácter
del creyente según el propósito de Dios. Tal acción divina permite vivir
realmente a Jesús.
De la misma forma que las obras de la carne afectan a las distintas áreas de la vida
humana y se agrupan de esa manera, como se ha considerado, así también el fruto
del Espíritu puede agruparse en virtudes que manifiestan una correcta relación de
vida. Las tres primeras tienen que ver con la relación personal con Dios: amor, gozo,
paz. Las tres siguientes con la perfecta relación con el prójimo: paciencia, benignidad y
bondad. Las tres última s tienen relación con la intimidad del propio creyente: fe,
mansedumbre y templanza.
ἀγάπη (agápe)La primera manifestación es amor. En griego hay distintos términos para
expresar lo que llamamos amor. ' ἀγαπαω (agapao), es originariamente apreciar, acoger
amistosamente, posiblemente, dentro de las palabras del griego clásico para referirse a
amor o amar, es la que tiene menos significado específico, usándose a menudo como
equivalente de φιλέω (filéo), amor filial o amor fraterno.
En el Nuevo Testamento se le da el significado más alto y especial al usarla para expresar
el amor de Dios y la vida que está basada en ese amor y que deriva de él. Esta palabra se
usa para referirse a las relaciones de Dios con el hombre o entre Dios y el hombre.
Cuando Pablo habla del amor de Dios y utiliza el término á,yám;, se está refiriendo al
amor de predilección, especialmente cuando se refiere a la elección divina.
El amor de Dios se convierte en un hecho manifiesto , en la obra de salvación (Ro. 5:8;
8:35 ss.). Ahora bien, s i el actuar de Dios es definido como amor, el amor de Dios
producido por el Espíritu Santo en el creyente, viene a conformar la vida del salvo a la
expresión de la vida de Dios.
La certeza de la salvación está fundamentada en el hecho de que la acción amorosa de
Dios es más fuerte que cualquier poder esclavizante e incluso más fuerte que la muerte
(Ro. 8:37 ss. 1 Co. 15:55 ss.) El creyente es el pecador amado por Dios y en la medida
que reconoce este hecho entra en esfera del amor de Dios. Para que pueda expresarlo
en su v ida, el Espíritu de Dios derramó el amor divino inundando el corazón del
creyente (Ro. 5:5). Por este amor el regenerado se convierte en amante, cuyo amor no
solo se orienta hacia Dios, si no también hacia el prójimo.
El impulso de la entrega y del compromiso cristiano es el amor (2 Co. 5:14). De otra
manera, quien se reconoce amado por Dios, se vuelve activo en el amor de Dios
derramado en él. Esa es la razón por la que el amor aparece en el fruto del Espíritu,
vinculándolo a la fe en distintos lugares (cf. Ef. 6:23; 1 Ts. 1:3; 3:6; 5:8; 1 Ti. 1:14).
Mediante la presencia de Cristo en la vida del cristiano y, todavía más, mediante la vida
de Cristo que se hace, por el Espíritu, vida del cristiano, el amor de Cristo se manifiesta
en la dinámica de la vida, de manera que ama, no por obligación ni mandamiento, sino
por comunión vinculante con Jesús que es amor.
Para Pablo no puede haber separación entre el amor y la vida cristiana, puesto que el creyente recibió
el Espíritu por la fe (5:6), por tanto la primera manifestación del fruto del Espíritu en el creyente es
amor. En el contexto de la Epístola a los Corintios, el amor es el mayor de los dones del Espíritu, aunque
aquí en Gálatas no se habla de dones, sino de fruto que el Espíritu produce. Puesto que Cristo por amor
murió por los pecadores y, en esa obra, la ley quedó cumplida, así también enseñó antes el apóstol que
quien ama cumple la ley. No es posible identifica r la realidad de un genuino cristiano más que por la
manifestación del amor, porque "en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los
unos con los otros" (Jn. 13:35).
Como se dice antes, el amor, como fruto del Espíritu es abundantemente instalado,
derramado, en el corazón del creyente, de modo que el amor de Dios se manifiesta en
su vida por el Espíritu residente (Jn. 14:23). La provisión de amor no es pobre, sino
abundantísima para satisfacer sobradamente cualquier demanda al creyente. El amor
está establecido por Cristo como mandamiento para los suyos (Jn. 13:34). La ética del
reino descansa en el amor (Mt. 5:43-46). Los objetos de amor en el creyente,
consecuentes con la acción del Espíritu es el mundo entero (Jn. 3:16), de manera que
cuando se ama con la orientación del amor divino, se despierta el interés por los
perdidos que era manifestación de la vida de Jesucristo. El segundo objeto del amor
debe ser la iglesia de Cristo (Ef. 5:25). De ahí que el creyente pueda amar a sus
hermanos sin distinciones (1 Jn. 3: 16-17). El amor es, como ya se ha dicho, evidencia del
nuevo nacimiento. El amor divino es infinito hacia quienes son objeto de su amor (Jn.
13: 1). El amor cristiano hace persistente el amar en toda circunstancia (1 Co. 1 3 :4-7).
El apóstol da una relación del comportamiento en el amor, poniendo de manifiesto las
características del amar conforme al Espíritu (1 Co. 13:4-7) 13 El amor siendo sufrido es
paciente, magnánimo, capaz de soportar las injusticia y los males que recibe (Pr. l O:12).
Es también benigno porque usa de gentileza y amabilidad. No tiene envidia, porque no
siente celos por el progreso ajeno. No es jactancioso, produciendo una vida carente de
vanagloria. No se envanece, porque impide la arrogancia personal. No hace nada
indebido, ya que no tiene un comportamiento indecoroso. No busca lo suyo, puesto que
es un amor desinteresado. No se irrita, impidiendo toda contienda entre hermanos. No
guarda rencor, porque no tiene en cuenta el mal recibido. No se goza en la injusticia,
porque no simpatiza con el mal. Además todo lo sufre, excusándolo todo, dispuesto
siempre a perdonar las faltas de otros. Todo lo espera, porque confía siempre en la
enmienda del pecador. Es un amor que lo soporta todo, porque es un amor
perseverante.
13 Para una mayor extensión ver comentario a los versículos en / Corintios, de esta
misma serie.

χαρά (jará). La segunda manifestación del fruto del Espíritu es gozo. El gozo puro es el
gozo en Dios, como fuente y objeto del mismo. Dios es el Dios del gozo (Sal. 104:31).
En el Nuevo Testamento se utiliza el término xapa, para referirse a la alegría
íntima del corazón. Pablo utiliza el sustantivo y el verbo, bajo la influencia de pasajes
veterotestamentarios. El gozo, o el júbilo llega a los gentiles en el mensaje del
evangelio. La presencia de Jesús era un tiempo de júbilo que no permitía el luto (Mt.
9:15). La alegría es un efecto esencial de los hechos prodigiosos de Jesús (Le. 13:17). Los
discípulos viendo el poder sobre los demonios se llenaron de gozo (Le. 1 O:17). Todo
esto incide necesariamente en la vida del cristiano, por la presencia de Cristo en ella. El
gozo de Cristo, aplicado a la vida cristiana por el Espíritu Santo, es algo que el mundo es
incapaz de dar (Jn. 14:27; 16:33). El gozo que se hace experiencia en el creyente es el
mismo gozo que sentía Jesús, por eso, lo que se manifiesta por la acción del Espíritu, es
Su gozo en el cristiano (Jn. 15:11).
El gozo se manifiesta en cualquier circunstancia o situación externa. El mundo no puede
aceptar la separación de los creyentes de su control, amenazándolos con odio y
persecución (Jn. 15:19; 16:2). Sin embargo el gozo no disminuye en el conflicto porque
Jesús ha vencido al mundo (Jn. 16:33; 1 Jn. 1:4), de modo que hay gozo porque nada
puede hacer ya el mundo con quienes no solo no son de él, sino que lo han vencido en
Cristo. De modo que el gozo de la condición cristiana sólo se puede poseer en paradójica
alternancia con la tristeza, la tribulación y la inquietud, porque es ahí cuando el gozo
demuestra toda la intensidad y la fuerza. La alegría por la salvación permanece en
tensión con la tribulación, de manera que en medio de situaciones que el hombre
considera como desalentadoras e incluso escarnecedoras, está el consuelo divino en la
tribulación, descansando en el Dios del gozo y de la bendición.

El gozo divino es operado en el creyente (Neh. 8:10). El gozo del Espíritu es el mismo
gozo de Jesús en el cristiano (Jn. 15:11). Es también el resultado en la vida cristiana
como consecuencia del conocimiento íntimo de Jesús (1 P. 1:8). En medio del conflicto,
persecución o prueba, el gozo debe ser manifestado como resultado de la acción del
Espíritu en la vida del cristiano (Hch. 5:40-4l; 16:22-25). Nada puede impedir que el
Espíritu opere en el cristiano que está entregado totalmente a Él. Esa es la razón por la
que el apóstol puede decir: "regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo:
¡Regocijaos!" (Fil. 4:4), y establecer el mandamiento: "Estad siempre gozosos" (1Ts.
5:16). El gozo se expresa exteriormente en alegría, de ahí que esa filosofía de un
creyente serio, distante, alejado de las sanas distracciones, ausente de un correcto
esparcimiento, que disfruta de la vida y saborea lo que Dios da , no es un buen
testimonio , sino todo lo contrario. Un creyente con rostro triste, es un triste creyente.

εἰρήνη (eirene) Una tercera manifestación del fruto del Espíritu es paz. Al derivarse del
hebreo salom, la paz es una consecuencia natural del ser-salvo, que irrumpe como una
nueva realidad en la experiencia de vida del creyente y, aunque espera el glorioso
cumplimiento escatológico de la paz perfecta, ya la disfruta en el tiempo presente,
sintiéndola como la consecuencia de la acción redentora de Dios, que libra
absolutamente de la ira y de la condenación (Ro. 8:1). El creyente vinculado con Dios en
Cristo, participa de la paz de Dios que lo abarca todo. En contraste con lo que significa el
desorden y la confusión, del Dios de la Biblia es Dios de paz (Ro. 15:33; 16:20; 1 Co.
14:33; 1 Ts. 5:23; He. 13:20). La paz real solo puede ser experimentada en la posición en
que se encuentra el creyente, esto es, en Cristo, por eso Jesús lo anunció al decir: " Estas
cosas os he hablado para que en mi tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero
confiad, yo he vencido al mundo" (Jn. 16:33). La paz se anunció en el nacimiento de
Cristo, como un mensaje profético que se extiende a toda la tierra, como consecuencia
de la obra de salvación que el que nacía en Belén, llevaría a cabo con su muerte (Lc.
19:38).
Cristo es el mediador de la paz con cuya venida irrumpe una nueva manifestación del
reino de Dios en el pueblo formado en Él, que es la Iglesia. Jesús hace posible la
paz porque hace realidad la reconciliación (Ro. 5:1; 1 Co. 1:30). Él es nuestra paz (Ef.
2:14-18). El mensaje de paz es una de las manifestaciones del mensaje del evangelio de
Dios, el único conforme a lo que el apóstol enseñó enfáticamente en el primer capítulo
de la Epístola. De ahí que cuando el Señor envío a los discípulos a predicar el evangelio,
durante el tiempo de Su ministerio, les envía para anunciar la paz, manteniéndose en
aquellos que reciben el mensaje y volviendo a los discípulos cuando es rechazada (Mt. 1
O:13; Le. 10:5 , 6). De este modo podemos llegar a la conclusión de que paz designa en
el Nuevo testamento la paz de Cristo (Col. 3:15), adquirida y disfrutada como
consecuencia de la unión vital con Él (Jn. 16:33; Fil. 4:7; 1 P. 5:4). La perfección cristiana
está vinculada al Dios de paz (He. 13:20). Fuera de Dios, el hombre no puede conocer
camino de paz (Ro. 3:17).

La paz, como consecuencia de la salvación y, por consiguiente, de la regeneración,


establece una nueva relación entre creyentes, hijos del mismo Padre, cuyas relaciones
han de ser llevadas en la esfera de la paz, de ahí las continuas exhortaciones a practicar
la paz y vivir en ella: tened paz los unos con los otros"(Mr. 9:50); "por lo demás,
hermanos, tened gozo perfeccionaos, consolaos. sed de un mismo sentir, y vivid en paz"
(2 Co. 13:11). Este ambiente de paz alcanza a la relación con todos los hombres, en
cuanto sea posible al creyente (Ro. 12: l8). La edificación de la iglesia no es posible sin
vivir en todo lo que contribuye a la paz (Ro. 14:19). El Dios de paz, llena de paz al
creyente (Ro. 15:13). Esa paz, generada y producida por Dios, debe reinar en el corazón
cristiano, como es natural por la presencia del Espíritu Santo, de modo que esa paz
debe ser la que gobierna el corazón cristiano (Col. 3:15). Es también en el vínculo de la
paz en que puede mantenerse la unidad de la Iglesia (Ef. 4:3). En Cristo los hombres
disfrutan la paz, pero es más, llegan a ser pacificadores, para quienes hay una
bienaventuranza, que permite la identificación delante y por los hombres, corno hijos de
Dios (Mt. 5:9). El pacificador es aquel que vive la paz y, por tanto, la busca
insistentemente. Es el que procura y promueve la paz. La demanda para el creyente en
una vida de vinculación con Jesús, ni puede ser otra que Su mismo sentir (Fil. 2:5). Por
tanto, la paz es una consecuencia y una experiencia de la unión vital con Cristo. La
identificación con Él convierte al creyente en algo más que un pacífico, lo hace un
pacificador. A éstos, por reproducción del carácter de Cristo en ellos por la acción del
Espíritu, son llamados hijos de Dios, quien es Dios de paz. La paz de Dios se ha hecho
vida en ellos gozándose en esa admirable experiencia.

Sin embargo la paz de experiencia, que hace posible la acc1on del Espíritu Santo, es la
misma paz del legado de Jesús, esto es, Su paz personal (Jn. 14:27). De otro modo, la paz
que Jesús sentía frente a la inquietud de los discípulos es el regalo que hace al creyente
y que se hace posible por la acción del Espíritu, que reproduce a Cristo en él. Debe
observarse la diferencia entre la paz con Dios, y la paz de Dios. La primera es
consecuencia de una posición de reconciliación con Dios en virtud del sacrificio de Cristo
(Ro. 5:1). La segunda es una experiencia subjetiva operada en el creyente por el Espíritu.
La paz no significa ausencia de conflictos externos (Jn. 16:33). Es el resultado de la
operación del Espíritu actuando en el interior del corazón cristiano, suprimiendo la
inquietud propia del sentimiento frente a las dificultades y problemas. No hay dificultad
ni conflicto que logre inquietar al que vive en el Espíritu, por tanto, al no estar inquieto,
no es medio para inquietar a otros, sino todo lo contrario. El que ha experimentado la
realidad de la paz de Dios en su vida es necesariamente un pacificador. Si no procura la
paz y la sigue, debe preguntarse si ha tenido alguna experiencia personal con el Dios de
paz. La diferencia entre un cristiano normal y un pacificador es que el primero suele
hablar de Dios, de Su obra y de Su paz, el segundo vive al Dios de paz de tal modo que
no necesita palabras para hablar de su paz. El Espíritu confirma al creyente su condición
de hijo de Dios (Ro. 8:16). La paz íntima se experimenta ante la certeza de que Dios
puede dar a sus hijos todo cuanto necesiten, ya que les ha dado el don más grande: su
propio Hijo (Ro. 8:32).

μακροθυμία makrodsumía. A la paz sigue la paciencia, tal vez mejor la longanimidad,


en las manifestaciones del fruto del Espíritu. La longanimidad, es una virtud de Dios y
del hombre que está unido a Jesucristo. Algunos consideran que Dios invita al creyente a
imitar esta perfección divina, sin embargo, debido a la incomparable dimensión de la
paciencia divina, se entiende que sólo Dios mismo, por su Espíritu, puede generarla en la
vida del creyente. Continuamente, la longanimidad de Dios conduce al arrepentimiento
(Ro. 2:4). La expresión de esa perfección es que Él soporta con mucha paciencia a los
hombres que se han hecho acreedores de su ira. La paciencia solo es posible para quien
anda en el Espíritu.

La longanimidad, es equivalente a la tolerancia y significa una manifestación de anchura


de ánimo. La paciencia divina es ilimitada (Ex. 34:6; Sal. 86:15). De ahí que tolere al
pecador en su paciencia, cuando lo que merecería en justicia es el castigo por su pecado
(Ro. 2:4; 9:22; 2 P. 3:9, 15). Esta paciencia divina, como se ha dicho, es operada en el
creyente por el Espíritu Santo (Col. 1:11). Por esa razón, como la presencia del Espíritu es
continua en el creyente, se demanda de él la paciencia (Col. 3:13; Stg. 5:7- 8). La
paciencia debe, por tanto, manifestarse en la vida cristiana (Ef. 4:2-3; 1 Ts. 5: 14). Esta es
una de las condiciones personales requeridas para los líderes de la iglesia,
especialmente para los maestros (2 Ti. 4:2).
χρηστότης (jrestótes). El Espíritu produce también benignidad. Es también una
expresión propia de Dios. El Salmista dice que debemos gustar y ver que Dios es
bueno, aquí concretamente benigno, que es sinónimo de afable, piadoso (Sal. 34:8).
No se trata de debilidad, sino de entrega sin resistencia a favor de otros.
La benignidad se manifiesta en la dimensión admirable de la entrega de Jesucristo: "
Angustiado él, y afligido, no abrió su boca: como cordero fue llevado al matadero; y
como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca" (Is. 53:7).
De otro modo expresa Pablo esa benignidad: "Ciertamente, apenas morirá alguno por
1111 justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios
muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por
nosotros'' (Ro. 5:7-8). La benignidad es la capacidad de favorecer a todos, incluyendo
a los ingratos y malos (Le. 6:35).
La benignidad debe manifestarse en la vida cristiana: "Antes sed benignos unos con
otros" (Ef. 4:32). Por formar parte del carácter moral de Jesús, tiene necesariamente que
ser producida por el Espíritu Santo en el creyente. Expresando en cada momento de la
vida cristiana el carácter de ser hijos de Dios, que es capaz de favorecer a todos,
incluyendo a los ingratos y malos, de modo que quien es hijo de Dios en Cristo debe
manifestarlo (Mt. 5:45). Lucas ajusta ese modo de actuar a la benignidad de Dios "
porque Él es benigno para con los ingratos y malos" (Lc. 6:35). La benignidad es una de
las virtudes requeridas para el servicio (2 Ti. 2:24-26).

ἀγαθωσύνη (agadsosune) También produce bondad. Dios se manifiesta de este modo


en la Escritura, a Moisés dice que haría "pasar todo mi bien delante de tu rostro" (Ex.
33:19). Por esta causa podemos sentir la certeza de que el bien y la misericordia me
seguirán todos los días de mi vida" (Sal. 23:6). La segura esperanza de cada día
descansa en la benignidad de Dios: “ Hubiera yo desmayado. si no creyese que veré
la bondad de Jehová en la tierra de los vivientes" (Sal. 27:13).
Benignidad es la expresión de la generosidad en hechos concretos y la manifestación de
la nobleza de carácter, por tanto, es una combinación perfecta de la justicia y del amor
(Ro. 5:8).
Esta virtud manifestada en todo el obrar de Jesús, solo es posible alcanzarla por medio
del Espíritu Santo, que reproduce a Cristo en la vida cristiana, corno lo enseña también
en otro lugar: "Porque el fruto del Espíritu es en toda bondad..." (Ef. 5:9), si bien en el
texto griego la lectura más segura es el fruto de la luz, sin embargo, tiene que ver
también con el Espíritu. Equivale a decirles que quien vive en la luz, esto es, quien vive
en Cristo y a Cristo practica todo lo que es bueno. Por esta razón dice a los creyentes en
Roma que estaba "seguro de vosotros, hermanos míos, de que vosotros mismos estáis
llenos de bondad..." ( Ro. 15:14).
La raíz de la palabra significa ser útil o servicial. Cristo anduvo haciendo bienes (Hch.
10:38), por consiguiente, quienes viven a Cristo tiene que hacerlo en toda bondad. No se
trata de manifestar alguna bondad, sino toda bondad. No es una benignidad natural,
sino la expresión externa de la plenitud del Espíritu. La oración de Pablo por los
creyentes en Tesalónica tenía que ver con la manifestación de la bondad en ellos (2 Ts.
1:11).
πίστις (pístis). Sigue ahora el fruto manifestado en fe. En este caso es mas bien
fidelidad, es decir, la manifestación de la fe en la esfera de la santificación. Esto se
confirma por las veces que aparece la fe entre los dones del Espíritu (1 Co. 1:9), no
como el ejercicio de la fe que justifica, sino corno la medida de fe necesaria para
actuar conforme a lo que Di os demanda. Una de las características de Dios es su
fidelidad (Lm. 3:22-23; Sal. 36:5; 89:1, 2, 5, 24, 33; 92: 1-2).
Dios debe ser reconocido por su fidelidad: “conoce, pues. que Jehová tu Dios es Dios,
Dios fiel, que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus
mandamientos, hasta mil generaciones" (Dt. 7:9).
A pesar de cualquier circunstancia, la fidelidad de Dios es inalterable (2 Ti. 2:13). Porque
Dios es fiel es digno de confianza, ya que hace honor siempre a todas sus promesas y
cumple su palabra (He. 10:23). Del mismo modo sus hijos deben ser distinguidos porque
los hombres pueden confiar en ellos. Un título de Cristo es el de testigo fiel y verdadero
(Ap. 1:5), de modo que cada uno de los suyos, en quienes Su vida se hace vida, deben
ser como Él, hasta alcanzar la expresión de la máxima fidelidad que es dar la vida (Ap.
2:13). Una entrega de esta dimensión solo es posible por la acción del Espíritu que
reproduce la fidelidad de Jesús en la vida del creyente. La fidelidad es un principio de
vida cristiana, no sólo en relación con Dios, sino con sus semejantes en todos sus actos
(Col. 3:9). Todas las esferas de la vida cristiana han de corresponderse con la fidelidad,
propia del nacido de nuevo; en los negocios, matrimonio, amistades, relaciones
laborales, etc.

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