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"La sociedad colonial americana como soporte cultural de los imaginaros de

colombianidad"

Mauricio Páez Ochoa


mauropaez1979@gmail.com
Lorena Chacón Ortiz
llorechacon@gmail.com

Resumen

Dejando claro que, la colonia hispánica fue un periodo histórico definitivo para los

destinos de América Latina, y que mientras acá se padecían sus estructuras más profundas

y superficiales el resto de Europa gozaba de la Modernidad, es pertinente afirmar que ese

tiempo moderno estableció las bases de la civilización contemporánea: libertades,

derechos, pacto social, individualidad, entre otros avances; sustentado en la expoliación,

el genocidio y la imposición religiosa a todo un continente, acciones básicas de una

pirámide social que hoy es tan difícil de superar, a partir del orden manifiesto y latente

que plantea Althusser (2003).

En este sentido, este texto surge de una serie de preguntas que indagan la relación entre

aquel mundo colonial hispánico y la producción de los imaginarios de nación y

nacionalidad en Colombia. Representaciones sociales que van desde lo político, hasta lo

afectivo y anónimo como bien afirma Castoriadis (2007).

En consecuencia, las marcas profundas del confesionalismo, el clasismo, el racismo, el

patriarcalismo y todo un aparato de violencias sutiles y concretas que azotan desde

siempre a Colombia, tienen un origen histórico en los tiempos remotos de la conquista y

la colonia que han mutado hasta el presente y se encarnan en el atraso económico,

educativo y cultural, a la vez que se mimetizan en la arbitrariedad estatal, la corrupción

pública y la barbarie de élites que se niegan a negociar el poder o a permitir las reformas
sociales que impliquen el ingreso de la nación a criterios elementales de civilidad y

modernidad.

Desarrollo de la ponencia

La necesidad de comprender comportamientos sociales e individuales, las formas del

lenguaje, el ánimo festivo, las manifestaciones culturales de masa que unen

momentáneamente a todo un país, las expresiones de cercanía o de rechazo frente a

contextos particulares o la fragilidad en las experiencias políticas, podrían dar luces frente

a la búsqueda del concepto de colombianidad y los rasgos propios del colombiano y de la

identidad nacional.

En esta vía, y como también lo refiere Anderson (1993), las visiones de futuro, las

frustraciones del pasado y el apuro del presente desde esas perspectivas privadas y

públicas, contienen parte del complejo aparato de la imaginación nacional, fuente

primordial en la producción de nación y de identidad nacional.

De tal modo que, la nación colombiana deviene de una mezcla cultural amplia entre los

nativos americanos, primeros pobladores del continente y componentes de una sociedad

avanzada en cuanto a su organización social, sus formas de economía y su reconocimiento

del territorio.

Por otro lado, la llegada de los europeos con el proceso de conquista que se caracterizó

por el uso de violencias extremas, movilizó el establecimiento de un régimen colonial que

promovió la diferenciación de clases sociales con prácticas como la segregación o la

encomienda, consolidando progresivamente a la corona española en territorios

americanos desde el trabajo esclavo del negro africano, otro elemento de la mencionada

mezcla racial.
Así mismo, la edificación de las ciudades coloniales no solo forjó un profundo proceso

de aculturación, sino el emplazamiento del trabajo forzado en la construcción de templos,

viviendas, puentes y todo el andamiaje de la infraestructura arquitectónica hispánica,

proceso que paradójicamente diversificó el mestizaje y a la vez separó a las poblaciones

según su origen racial

En ese orden, fue así como la población africana traída al puerto de Cartagena se

mercantilizó con prácticas deshumanizantes que, si bien fueron abolidas en gran parte de

su materialidad más cruel, persisten en prácticas sutiles y simbólicas de la cotidianidad

presente desde discursos anónimos, el abandono estatal o los medios de comunicación.

Los negros eran comprados para el trabajo en las grandes haciendas, marcados,

encadenados y sus descendientes eran propiedad del comprador. Inicialmente se

compraban hombres fuertes y saludables para garantizar la inversión, pero luego se

adquirieron mujeres esclavas que pudieran reproducir nuevas generaciones de sometidos.

Solo hasta 1921 se decretó la libertad de vientres, hecho que se concretó con la abolición

de la esclavitud en 1951.

La resistencia de las comunidades negras se expresa en el folclore, como por ejemplo en

la cumbia que grita la libertad del espíritu en medio del encadenamiento del cuerpo. Así,

en el baile tradicional, un pie se mantiene inmóvil mientras el resto del cuerpo se mueve

en libertad, al son de la percusión producida inicialmente por sus pieles y posteriormente

por las tamboras.

De tal manera que, la esclavitud fue abolida como consecuencia a las resistencias del

pueblo afro que se negó a permanecer en estado de minoría y subordinación por su origen

o color de piel. Los cimarrones son otro ejemplo, pues prefirieron huir del régimen

colonial a pesar de la violencia ejercida por parte de las autoridades coloniales, en busca
de la libertad en palenques o quilombos. Es así como San Basilio de Palenque es el primer

pueblo libre de Sudamérica, fundado en 1713 por esclavos africanos fugados que se

establecieron en una zona montañosa de Cartagena.

No en vano, Múnera (1998) insiste en la poco probable unidad nacional que se origina

entre otras causas, en la exclusión sistémica de las comunidades afrocolombianas a partir

de tiempos coloniales y republicanos, y que se sigue sosteniendo en el presente. Esa

exclusión indica, como se dijo antes, en el uso del abandono estatal o la indiferencia social

como elementos del racismo estructural que se padece en Colombia.

En consecuencia, entender cuáles son los rasgos culturales que, desde la conquista, la

colonia y posteriormente la república se han producido, es vital para enunciar desde el

discurso y el territorio los imaginarios de nación colombiana que propendan por la unidad,

la construcción de país y la concreción del Estado.

Así, comprendiendo en principio que esos insumos identitarios que se han reforzado a lo

largo de la historia y que aún permanecen en la familia, las instituciones educativas, el

púlpito de las iglesias y en general que contienen la idiosincrasia de los colombianos, son

la repetición de viejas violencias y la continuidad de prácticas inaceptables como el

racismo o el clasismo.

De tal forma que, en Colombia la violencia es tan natural y cotidiana que la dura realidad

registra como se promueve, a partir de la negación de los derechos y del acceso a lo

público o desde el simple conflicto que se escala con agresiones, lesiones u homicidios.

Pero ¿la histórica falta de garantía de derechos reproduce la violencia? ¿La violencia

estructural es aceptable pero la cotidiana no? ¿el conflicto no es marca política o

democrática sino causa de barbarie? ¿se ha normalizado en la sociedad colombiana estas

formas de enfrentar los conflictos?


En esa dinámica, Gutiérrez (1966) sostiene que contrario a ideas erróneas, mentiras o al

falseamiento de la realidad, la sociedad colombiana está lejos de permitir valores

civilizados, y más bien empieza a ejercer esas violencias descritas desde el mismo

lenguaje y prácticas inconscientes que alejan la actividad de la razón o la reflexión del

diario quehacer.

Desde esa perspectiva, Colombia ha escrito su historia política con sangre y su

organización social se ha cimentado en la barbarie, tal y como se puede evidenciar en

cada uno de sus fragmentos. Ya desde la conquista, con el sometimiento de la población

originaria, la violencia sexual contra mujeres africanas y americanas; o en las perpetuas

guerras civiles que llevaron a cabo el genocidio contra etnias, campesinos y partidos

políticos o quizás en el exilio de poblaciones enteras y la aculturación sistemática

En esta medida es preciso recordar que, la Colonia como sistema mundo es a la vez el

orden yuxtapuesto de la Modernidad europea o mejor, cara de la misma moneda que

consistió desde la más extrema crueldad y pillaje, en sostener el bienestar de la metrópoli

con base en el dolor y expoliación de la periferia, de otra manera, la colonia americana es

la extensión de la era medieval europea que incluyó todos sus valores confesionales,

atrabiliarios y brutales.

Este predominio del cristianismo católico, el erigir iglesias con las ruinas de los templos

ancestrales, el sojuzgamiento a la cosmovisión indígena, el etnocidio y la evangelización

criminal como práctica de la conversión, son algunos de los vejámenes cometidos por una

de las instituciones coloniales fundamentales en el proceso colonial. Sin embargo, la

resistencia de los pueblos indígenas, tal vez soterrada, pero en últimas fuerte y permanente

en los mestizos a través de los saberes de los curanderos, las parteras y los taitas que

resisten a pesar del paso de los años surge mimetizada en el sincretismo cultural.
Adicionalmente, en las luchas por la independencia entre 1810 y 1819, miles de

indígenas, negros, zambos, mulatos y mestizos pelearon junto el ejército libertador para

lograr la expulsión de los conquistadores del territorio y patentar el sueño de la República.

Con relación a la imposibilidad perpetua de la unidad nacional, la historia da cuenta de la

dificultad del empoderamiento por parte del pueblo en el episodio de la Patria Boba, pues

refleja la incapacidad organizativa, la sumisión latente al rejo del amo esclavista y la

fuerte herencia de la sociedad colonial, ya que a pesar de haber logrado la expulsión de

los invasores a través de la resistencia americana, fue imposible dirigir a la nación, y como

consecuencia hubo enfrentamientos entre federalistas y centralistas, descartando el

derrotero popular, desviando alguna estructura política y trayendo como consecuencia la

reconquista en manos del más sangriento y vengativo de los ejércitos en manos del

“pacificador” Pablo Morillo quien vuelve al territorio para purgar los intentos de

revolución y autonomía.

Esta “Patria Boba” es un fantasma que persigue al pueblo colombiano, que añora la

libertad, pero tiene miedo al cambio y opta por adorar a sus tiranos, por emular la

corrupción del Estado que lo oprime y por pugnar con sus pares fragmentando la necesaria

consolidación social frente a esos imaginarios nocivos que le impiden ingresar a criterios

básicos de modernidad y civilización como enuncia Anderson (1993) en la imaginación

de las naciones.

Así, durante la Guerra de los Mil Días, un conflicto armado y civil disputado entre el 17

de octubre de 1899 y el 21 de noviembre de 1902, donde se enfrentaron miles de

colombianos en la defensa de colores políticos, derivó no solo en la pérdida de

innumerables vidas, sino en el atraso económico, la repetida ruptura del tejido social y el

descuido del territorio que capitalizaron naciones imperiales y que permitió la separación

de Panamá.
En esta infausta y tradicional subordinación a los poderes imperiales, hacia 1928 se

produce otro episodio trágico conocido como la Masacre de las bananeras que postra la

vida de un grupo de 3000 a 4000 trabajadores de la multinacional United Fruit Company,

asesinados en la más grave impunidad a manos de las armas del Estado y en connivencia

con dominios extranjeros, demostrando de nuevo la barbarie como mecanismo de

respuesta a demandas laborales y como en otros fragmentos desgarrados, las cifras de

ejecutados nunca coincidieron con las del gobierno y hasta el día de hoy hubo un esfuerzo

oficial por convertir tan cruento crimen en una invención literaria, omitiendo los relatos

de los pobladores que hablaban de la manera en que los cuerpos fueron transportados y

arrojados al rio Magdalena.

Los años siguientes no fueron diferentes bajo la crudeza de la violencia política

bipartidista de la década del 40 con prácticas terroríficas de descuartizamiento,

ahorcamientos en plazas públicas, masacres en varias regiones del país por matricularse

en uno u otro partido político, situación que desembocó en el magnicidio del importante

líder político Jorge Eliecer Gaitán que desató el Bogotazo, un hecho histórico que todavía

recuerdan los más viejos, pues en el 9 de abril 1948 no solo asesinaron a un gran dirigente

carismático, sino que paralizaron en Colombia cualquier posibilidad de gobiernos

populares por décadas y dieron paso a la conformación de guerrillas campesinas y urbanas

que recrudecieron el panorama violento de la nación.

Posterior a ello se implanta la dictadura militar del general Rojas Pinilla, periodo de corta

duración que hace transitar “pacíficamente” al Frente Nacional, pues los traumas a los

que la población había estado sometida hicieron que se impusiera una democracia de

papel, en la que los ciudadanos por muchos años vivieron una tensa calma en las ciudades

principales, pero un estado de guerra permanente en zonas rurales con la formación de las

guerrillas como forma de resistencia ante la falta de garantías en el escenario político.


Mientras que las ciudades se industrializaban, los campos vivían en completo abandono.

Sistemas de carreteras, pavimento, acueducto, alcantarillado, energía eléctrica en las

principales ciudades y en el campo caminos de herradura, pozos y velones para las noches

oscuras, un sentimiento de desigualdad y desprecio por el campesino que llena la

despensa del obrero de la ciudad. Nuevamente una muestra de una nación fragmentada y

desigual muy conveniente para los nuevos herederos del poder que, en el desprecio por

el pobre y la fractura social, encuentran un motivo para su riqueza.

Paralelo al fortalecimiento de las guerrillas campesinas, se empezó a robustecer el peor

de los males de la Colombia contemporánea, el narcotráfico, la formación de cárteles de

la droga y su incidencia en todas las esferas de la vida nacional y la conformación de

pequeños ejércitos privados, que derivan en lo que hoy se conoce como el fenómeno

paramilitar, pero que tuvo sus orígenes desde la protección de grandes terratenientes que

mezclaban negocios lícitos con la comercialización de estupefacientes a gran escala.

El narcotráfico permeó la cultura nacional, se infiltró en los imaginarios de niños y

jóvenes que veían en la cultura narco, de autos lujosos, mujeres voluptuosas, consumo de

drogas, su proyecto de vida, aunque esta durara muy poco. Muchos de ellos no soñaban

con ser bomberos o maestros, mucho menos médicos, sus planes estaban en la

consecución de “dinero fácil” aunque estuviese untado de sangre, la misma sangre con la

que se ha escrito la historia de la nación.

Esta época de la mafia en las décadas de los 80 y 90 también permeó la política nacional,

pues intervino en elecciones del legislativo y del ejecutivo por mucho tiempo hasta hoy,

con el objetivo de contener cualquier intento de desmantelamiento de los negocios ilícitos

dentro y fuera del país e ir desangrando a la nación colombiana, haciéndola frágil y débil,

incapaz de buscar un rumbo diferente y permaneciendo como una colonia de nuevos

patronos en reemplazo de un Estado moderno.


Paralelo al narcotráfico se iba fortaleciendo el conflicto interno entre las guerrillas y los

grupos paramilitares, estos últimos, como lo ha podido establecer la Comisión de la

Verdad y la Justicia Especial para la Paz eran el brazo armado ilegal del ejército nacional,

que actuaba coordinadamente haciendo lo que legalmente está prohibido, como masacres

a pueblos enteros, asesinatos a líderes sociales y comunidades indígenas que se

convirtieran en estorbo para la consecución de alguno de sus propósitos: tierras baratas,

extracción minera y petrolera, reacomodamiento poblacional, entre otros.

Cabe mencionar el exterminio de la Unión Patriótica, que es un partido político surgido

de las bases de la guerrilla de las FARC y el Partido Comunista Colombiano, durante el

proceso de paz fallido con el gobierno de Belisario Betancourt, en los llamados Acuerdos

de la Uribe y que luego sufrieron una serie de atentados mortales contra sus principales

líderes con grandes posibilidades de ganar en las urnas, logrando así, eliminar a los

adversarios y condenar al exilio a los sobrevivientes, todo ello un ejemplo más de

violencia política.

En tiempos más recientes, la tragedia de los “falsos positivos” que es la manera

eufemística de mencionar el genocidio más cruel de los últimos tiempos en Colombia

durante los gobiernos de Álvaro Uribe, expresidente, quien es relacionado directamente

con la política de efectividad de las fuerzas armadas de la época, que consistía en dar

resultados operacionales en la lucha contra las guerrillas y provocando directamente el

asesinato a sangre fría de personas inocentes que eran dados por bajas en combate, pues

los trasladaban a territorios alejados, vestidos como guerrilleros y entregados para obtener

beneficios económicos o permisos. Este episodio habla de la deshumanización de la

guerra y de la violación sistemática de los derechos humanos. Aún lloran las madres de

Soacha la desaparición de sus hijos, que fueron engañados y llevados al panteón en busca

de una oportunidad de empleo.


Es así, que los datos sobre víctimas del conflicto armado ocurridas durante los 50 años

del conflicto armado en Colombia, supera por mucho las cifras de muertos por las

dictaduras en América Latina. La historia de violencia describe con angustia la naturaleza

violenta del colombiano, pero también la resiliencia de este pueblo ante tanta barbarie.

Según cifras de INDEPAZ en su informe del 2023, presenta datos sobre 1450 asesinatos

de líderes sociales entre el 24 de noviembre de 2016 y el 31 de marzo de 2023 y 191

asesinatos cometidos hacia líderes/as y defensores/as de DDHH, Mujeres lideresas y

defensoras de DDH.

Todo lo anterior, es apenas un esbozo de la crudeza de la violencia política, pero es

importante mencionar para el objetivo de este texto, que el espíritu de la violencia es

natural al ser humano, pero hay factores que lo incrementan o disminuyen y la historia de

esta nación en lugar de aplacar ese espíritu, han potenciado al león dormido que desde la

colonia recibió ataques, maltrato, insultos, violaciones, torturas y matanzas, dejando

niños huérfanos y madres que criaron a sus hijos con el dolor de la guerra latente en las

siguientes generaciones.

Acciones violentas que, desde la colonia con la imposición de la cruz, la tortura por la

incomprensión de rituales ancestrales, el desprecio y la deshumanización por la población

negra e indígena y las lecciones aprendidas de una sociedad estratificada, donde son los

campesinos y los trabajadores quienes sostienen a una minoría enriquecida por el trabajo

de otros.

La violencia en Colombia trasciende el escenario de lo político, pues es evidente en

acciones cotidianas. Así por ejemplo en el uso del transporte público se evidencian riñas,

agresiones verbales y físicas que en algunos casos derivan en actos de intolerancia en los

que se puede perder la vida. La inseguridad en las calles está a la orden del día, pero
parece haberse normalizado entre los habitantes. Sin embargo, hay un ambiente de

prevención constante por el desconocido, la hostilidad es evidente en muchas partes del

territorio nacional. Los traumas de los atentados terroristas de los años 80 y 90 en las

principales ciudades, las acciones sicariales, los secuestros exprés y demás actos violentos

asociados con la delincuencia, han grabado el miedo y la zozobra en los ciudadanos del

común, víctimas de este flagelo.

Este miedo paraliza, doblega y sobre todo mantiene a los ciudadanos en una profunda

desconfianza por el cambio. En su lugar, según el dicho popular... “mejor malo conocido,

que bueno por conocer”. En este orden de ideas, es mejor el padre, esposo y el gobierno

maltratador…ideas nuevas, se ven como patrañas, populismo, palabrería.

En este sentido, Colombia es un país de regiones fragmentadas y divididas, algunas de

ellas permanecen en la edad media, imbuidas en discursos dominados por el misticismo

y la religión, en las que se niega los avances del estado moderno, donde lo que es pecado

también es considerado delito, regiones donde la religión tiene un papel preponderante en

las acciones políticas, donde el cuerpo de las mujeres no les pertenece y se decide su

destino, y se crea su futuro, regiones donde el clasismo y el racismo hacen parte del

panorama natural, es allí donde la servidumbre nunca acabo.

Paralela a esta realidad, las ciudades a punto de explotar por la densidad poblacional,

causada por el desplazamiento forzado y los imaginarios de progreso, se visten de una

gama de colores, permitiendo la variedad de discursos, la búsqueda y defensa de los

derechos en una sociedad en estado de coma permanente que se resiste a fenecer. Esa

misma sociedad que se resistió hasta la muerte contra los colonizadores, que no se

doblegó, sino que se mimetizó para salvaguardar las tradiciones y los saberes que las

comunidades indígenas, negras y ROM defienden y que los mestizos aún no comprenden,

pues están confundidos entre la añoranza por el mundo occidental que no les pertenece y
la latencia del saber americano que sigue abriéndose al mundo como respuesta ante las

acciones humanas imperantes.

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