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Apuntes acerca del cine sobre

papel
Si por algo Tarantino se ha hecho célebre, es porque deja a sus personajes hablar y los hace
hablar de un cierto modo, con cierta cadencia y poesía. Ahora, en su primera novela, titulada
Érase una vez en Hollywood, todos hablan mucho y la apuesta está más en las emociones que en
la violencia. Y bueno, el autor también combina la tradición pulp de sus admirados Raymond
Chandler y Dashiell Hammett, con lo mejor de Manuel Puig y Foster Wallace, jugado por
entero en una historia que seduce y arma complicidades a partir de las películas vistas y los
libros leídos.

por Alberto Fuguet I 28 Octubre 2021

1. Érase una vez en Hollywood, la primera novela de Quentin Tarantino, no está nada
de mal. Mejor que muchos libros que lograron llegar a librerías tal como nacieron,
escritos en laptops en cafés que sirven chai: quietos, inertes, emos, en tono menor, sin
capacidad de remecer, preocupados de no conectar, para no contaminarse con lo que
lee la gente que anda en metro. Tarantino no es de ese tipo de escritor: él quiere que lo
lean en cualquier parte. Desea muchas cosas, pero la primordial es seducir y lograr que
el espectador, ahora lector, no pueda quedarse fuera de su narración. Tiene
moral OnlyFans. Su meta es abducir a aquel que decide ver una cinta suya (“si entras,
no sales hasta el final”) o, que ahora, abra su libro.

2. La novela, recientemente editada a nivel mundial y en una docena de idiomas, es un


remezón. Tarantino demuestra que es posible escribir bien y al mismo tiempo contar
una historia, crear personajes y, además, conectar con el público. Todo eso a la vez.
Posiblemente su libro se parece a un best seller, Tarantino ha aprendido leyendo.
Quizás no ha leído a Bolaño, pero tienen cosas en común. Bolaño, creo, hubiera
celebrado esta novela. Tarantino sabe todos los trucos. Por algo lleva años diciendo en
entrevistas: “Escribí este guion como si fuera una novela”; “En las novelas siempre hay
cambios de puntos de vista o saltos temporales”. Ahora lo adapta de manera literaria y
deja lo visual para el cine.

3. ¿Por qué Tarantino escribe un libro y no hace, por ejemplo, una noche de stand up
comedy para un especial de Netflix? Está claro que tiene muchos intereses ligados a lo
histriónico. Quiso ser actor y ha actuado. Es un crack a la hora de ir a un podcast o a
un programa de televisión. Pero no: escribió y lo hizo de largo aliento. Es importante
subrayar este gesto, esta pose. Y al escribir le tocó ejercitar un músculo que pocos
autores han tenido que poner en práctica: escribir sabiendo que te van a leer. Por eso
mismo, no se atrevió a publicar cualquier cosa. Tarantino, a su vez, puede darse el lujo
burgués de ser libre. Esta libertad, tal como sucede con Stephen King y Philip Roth, lo
convierte en otro tipo de artista: el que es verdaderamente libre. Vive y vive bien de lo
que crea. No necesita estar atado a nadie, ni siquiera a una ideología o una moda.
Nada de vivir de la academia o la enseñanza, nada de podcasts forzados o columnas
semanales o tener que filmar comerciales o series de TV. Literalmente, puede rodar lo
que sea. También puede quedarse callado. El estudio se moldea a él. Sus triunfos y
caídas dependen de él, no de otros. Y si decide publicar un libro es porque quiere. O
desea darse un gusto.

4. Tarantino se puso metas literarias altas: llegar al nivel de Elmore Leonard, de Jim
Thompson; a lo mejor, de Patricia Highsmith. Al querer novelizar su guion, que terminó
siendo la base de la película que dirigió, tenía más que claro que iba a ingresar a un
territorio pulp, al de los libros editados sin cariño y en papel roneo entre los años 30 y
80. Esto no es raro, incluso es consecuente con alguien que puso al autor y
expresidiario, Edward Bunker, como actor en su primer largometraje, y que tituló su
segundo largo con el extraño y genérico título de Pulp Fiction. Tarantino cree en las
novelas pulp de escribanos que ahora son míticos, como Hammett o Chandler, pero
también admira a los autores casi anónimos de lo que en el mundo hispano se llama
novelitas de vaqueros.

5. Érase una vez en Hollywood es una película que vuela con alas propias, que agarró
vuelo y espesor y se transformó en, al menos, una estupenda novela pulp. Partió como
un homenaje a las novelizaciones y se transformó en una novela. “Si estuviera mejor
escrito, estaría peor escrito”, observó con humor Dwight Garner en su elogiosa reseña
para The New York Times. De esto vale dejar constancia: alguien que no vio la película
la puede gozar y entender y, si no te gusta el cine de Tarantino, no podrás enganchar
con el libro.

6. Tarantino por escrito provoca lo que el Tarantino cinematográfico provoca: quieres


escribir o dirigir como él. Surgen deseos de imitarlo. Te dan muchas ganas de que
espectadores suyos quisieran escribir como él. El que hace algo semejante es el
mexicano Julián Herbert. Es de los pocos autores hispanoamericanos que se encarga
de sus pulsaciones pop. Es fronterizo. Al escribir, Herbert asusta, incómoda, aterra. El
también músico y poeta mexicano fue tajante: “Lo que más me satisface no es el Nobel
a Bob Dylan: es el berrinche de los puristas de a ‘librito, sino no’. Tómenla,
dinosaurios”, tuiteó. Herbert entiende a Tarantino, entre otras cosas, porque, tal como
le sucedía a Sam Peckinpah, el director de Tráiganme la cabeza de Alfredo García,
todos ellos le dan humor a la tragedia y entienden la violencia del día a día. Sus
cuentos arman su propio pulp fiction al sur de la frontera y remixea a autores tan
diversos en ambos lados del Río Grande, como Puig, Luis Zapata y Ambrose Bierce.
Esto no es Gringo viejo, parece decir con humor y estilización, esto es territorio narco
que emulan las cintas de Tarantino y Oliver Stone y De Palma. “En el fondo, aquello
que Hermann Broch llama ‘arte kitsch’ es algo que nosotros llamaríamos ‘tradición’”,
sentencia Herbert.
7. Jamás me di cuenta de que estaba en la página 406. Curiosamente, y esto da para
estudiar las diferencias entre los dos idiomas, la versión en español, que me enviaron
de regalo los de Reservoir Books, posee 868. Entre otras razones, la versión en
español no es tan compacta. Es un libro serio, no intenta ser un mass paperback que,
en el mercado americano, es a lo más bajo que se puede llegar y que posee ciertos
códigos heredados de la literatura pulp que, en su momento, era considerada “basura
para un lector analfabeto”. Un libro mass market es pequeño, aunque pocos caben en
el bolsillo más holgado de un abrigo, y el papel es reciclado o barato y tiende a secarse
con los años o agarrar moho si se guarda en una casa de la playa. La letra es pequeña
y el interlineado es escaso.

8. Dan ganas de imitar algunas cosas de Érase una vez en Hollywood. Hace tiempo
que no leía a alguien que, sin duda, lo pasó bien escribiendo. Su prosa está viva,
salpica y electrifica, siempre sabe lo que hace, incluso cuando se desvía más de la
cuenta o cuenta más de lo necesario. En Tarantino, a diferencia de tantos autores
supuestamente “de verdad”, no se nota el esfuerzo, el trauma, la desesperación y lo
complicado por articular sus ideas. Que sepa escribir no es nada nuevo: domina los
diálogos, el slang, las cadencias. Sabe lo que implica crear personajes, qué mostrar y
qué no. Sus películas alteran las líneas del tiempo y los puntos de vista. Ya en Perros
de la calle muestra más de lo necesario o lo que supuestamente no es necesario (una
sobremesa en una cafetería antes de un atraco) y omite el asalto al banco. En la
versión literaria de Érase una vez…, no solamente nos cuenta y arma escenas que no
estaban dentro del filme, sino que va para atrás, adelante y quizás al lado, para
contarnos otra historia. Lo que hace es arriesgado: el tercer acto de la película es en el
libro una suerte de anécdota que, como todo percance o vivencia real, pasa a ser un
capítulo más de muchos. Tarantino sabe la diferencia entre una novela y una película.
En el cine, al final, el tiempo es más finito y depende, lo nieguen o no, de actos. Una
novela puede ser mucho más experimental o jugada o tomarse el tiempo y fijarse en los
detalles. Le interesan los detalles, los diálogos que no dicen nada, pero que revelan un
cierto carácter y, también, los pies descalzos de las mujeres.

9. Algunas confesiones: como muchos nacidos después del Mundial de 1962, algunos
de los primeros libros que leí se deben al cine o, incluso, a la televisión: Avenida del
Parque 69 de Harold Robbins, Ruedas y Aeropuerto de Hailey, Hombre rico, hombre
pobre de Irwin Shaw, La aventura del Poseidón de Paul Gallico. Y novelizaciones que,
durante mucho tiempo, no entendí que eran inferiores o cutres o hechas por
encargo. Terremoto o El enjambre me parecieron cumbres literarias a los 12 años. No
me quedaba claro si lo que hacía Stephen King (en Emecé, traducido por César Aira)
era novela o cine. Sabía de Carrie por los afiches y los comentarios, y vi Salem’s
Lot en la televisión, pero aún no filmaban las que leí: The Dead Zone o Cementerio de
animales. Vi la serie Raíces antes de leer el libro (o la mitad). Estaba Michael Crichton,
que escribía, pero también dirigía: la aterradora Coma es una cinta suya basada en
una novela de Robin Cook, pero el El gran robo del tren es una novela suya que
después se hizo película, u Oestelandia, con Yul Brynner, ¿era, además, una novela?

10. Existen numerosos casos de escritores que han querido dirigir y lo hicieron o
participaron en la adaptación, nada nuevo ahí; lo curioso es que Tarantino ha hecho un
gesto complicado y audaz, el tipo de acto no evaluado y llevado a cabo de su enorme
inconsciente que no lo hace medir las consecuencias. Dicho eso, la aparición del libro
no es el terremoto literario prometido o deseado (por los fans, por los que creen en la
variante pop del virus creativo), pero es un buen sismo que sacude y alcanza a botar
los libros de la repisa arriba de la cama, dan ganas de reordenarlos.

11. Todo esto tuvo su apogeo en los 70 y 80, justo antes de que llegaran los primeros
aparatos tecnológicos, y nos ayudarían a pasar del trauma de abandonar lo concreto a
apostar por lo digital y virtual. Podría ir lejos y partir mucho antes que Tarantino lograra
poner en agenda su fetiche con las novelizaciones y, para no depender solo de citas o
fotos o colecciones privadas, entendió que debía escribir un libro en este formato
híbrido o maldito (mitad folletín, mitad experimento), usar su fama y poder mediático,
para que los ojos y las luces se fijen en algo que siempre estuvo, pero fue omitido de la
historia oficial por ser, a la larga, un ítem de consumo, no solo pop sino popular. Dios:
¿cuándo llegará el día en que por fin el mundo de la cultura admita que son elitistas y
que, con ciertas excepciones, la academia no cree en que el arte popular puede dar
placer y orientación, y no solo supurar información externa y secundaria? Me refiero a
las canciones populares o la moral AM; la televisión, partiendo en estas partes por las
telenovelas, hijas del melodrama y el radioteatro; el cine comercial extranjero
procesado por mentes alertas y locales, y toda la literatura de segunda, como la de los
géneros policiales, thrillers, terror, Corín Tellado, romances, wéstern o novelitas de
vaqueros. Tarantino no desea analizar o diseccionar estas “excentricidades” ni ironizar,
sino volver a sentir ese placer inicial. Y lo que hace es algo que nunca ha hecho en el
cine: deja el confort de la producción de primera línea y más que citar, ahora escribe y
exige que el libro salga en un formato inferior, de bolsillo, mass market, con avisos de
los libros que están por editarse al final como addendum. Es cierto: en el cine ha
pasado por todos los géneros y todos los ha estilizado. Creer que la versión literaria
de Érase una vez en Hollywood es equivalente a las novelizaciones de cintas
populares es errar y, digamos, no entender nada. Sin duda: muchas cintas de terror se
pueden leer como un texto feminista o de castración o incluso una metáfora acerca del
neoliberalismo, pero eso es simplemente la lectura particular de alguien que ha sido
entrenado para fijarse más en los pies de página que en la posibilidad de leer y gozar el
todo.

12. Igual tendré (o quiero) escribir algo de este subgénero. Lo que deseo hacer es
saltarme el paper o el artículo y solo dejar algo así como los pies de página. No es
necesario leer todos los pies de páginas, ni siquiera en ciertos libros de David Foster
Wallace o de Manuel Puig (DFW leyó a MP y quedó alterado, como es lógico; había
encontrado a alguien que lo guiara). Tanto Puig como DFW están muy ligados al cine y
es posible establecer que ambos poseen una prosa visual, con vínculos con el cine
pero quizás más con el guion, y no por eso son fáciles de adaptar. Quizás sea
imposible hacerlo. Adaptar a Puig o a DFW es un error. Sea cual sea el resultado, una
cosa es clara: si escribir es el acto de intentar captar trozos de memorias y articularlos,
novelizar es algo así como articular el recuerdo de haber visto la película. Esto, que
parece complicado o acaso imposible, es algo que casi en todas las casas o familias
del mundo caía en manos del niño freak, el rarito. Este tendía a contar las películas. En
los barrios y en los colegios, los mayores les contaban a los menores lo que ellos
vieron o que quizás nunca vieron. Esto es lo que hace, casi a lo que se dedica, el
decorador de vitrinas Molina en la novela El beso de la mujer araña: seducir y armar
complicidades, no a partir de lo vivido sino de lo que ha visto. Aquí, como en casi todo
en la obra de Puig, hay un intento por novelizar la vida y, más esquizofrénicamente,
hacer lo posible por novelizar la literatura, es decir, acercarla más al cine, a la cultura
popular oral, para un público más amplio y menos docto. Lo curioso es que, a partir de
cierto momento, Puig fue cooptado por la gente incorrecta. Es probable que él ayudara
en el proceso de ser secuestrado por aquellos que no eran de fiar.

13. Al llegar al final de la novela de Tarantino, justo al aterrizar en un final epifánico,


que no solo no lo esperaba (es un gran final, como el final abierto-y-cerrado-a-la-vez
de Jackie Brown), sino que me pasaron cosas. Si por algo Tarantino se ha hecho
célebre, es porque deja a sus personajes hablar y los hace hablar de un cierto modo,
con cierta cadencia y poesía. Tarantino no cree mucho en la voz en off, pero sí en otros
narradores; en la película Érase una vez en Hollywood o Había una vez en
Hollywood cuenta con un personaje secundario —el gran Kurt Russell— a cargo de la
narración que va y viene, tiene el tono de ser una suerte de pelambre que ocurre en un
bar más que el de narrador omnisciente. En las cintas de Tarantino la gente habla y se
explica y a veces se explaya largo en algo como monólogos falsos (alguien está al lado
y comenta poco, casi nada, un truco notable para que el monologuista se explaye y se
dé vueltas y se vaya por las ramas, ¿Tarantino habrá visto los filmes chilenos de
Ruiz?). Esto es extremadamente claro en True Romance, la cinta que Tony Scott hizo a
partir del primer guion escrito por Tarantino, que parte con el personaje de Clarence en
un bar hablando del cine de Elvis como una forma de revelar su mun do interno. En su
novelización, que terminó siendo una novela, sucede lo mismo: todos hablan mucho. Y
Tarantino apuesta más por las emociones que por la violencia. Uno se ríe a cada rato,
pero también nos hace mirar estas vidas mínimas, casi extras, de actores sin pantalla,
de gente que no logró lo que deseaba. Tarantino no se ríe de ellos, empatiza. ¿Qué
hubiera sido de Quentin si nunca hubiera podido filmar? ¿Hubiera escrito unas seis
novelas a partir de mediados de los 90? ¿Habría sido un guionista con suerte?
Tarantino ama lo pulp, pero en este libro se conecta con la tradición literaria de esos
hombres que no se saben expresar del todo y que deben reprimir sus penas. Érase
una vez en Hollywood une los dos Tarantinos: el histriónico y el silente. Ahora sabemos
lo que sus personajes piensan. Accedemos a sus monólogos interiores. Ingresamos de
manera privilegiada al ruido interno que sucede cuando en la pantalla la gente se
queda en silencio.

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