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SCHETTINI: Borges y Fogwill, una pareja que da para hablar. Fogwill, te damos la
bienvenida a ésta que fue tu casa, porque alguna vez contaste que trabajaste acá, en este
edificio...
FOGWILL: De sociología.
SCHETTINI: Hay un mito acerca de cómo te fuiste de esta facultad: se dice que la carta de
renuncia era escandalosa.
SCHETTINI: Hablando de las líneas en la literatura argentina, otra marca en tus novelas que
tiene toda una tradición es la marca de la oralidad. Está esa tradición que es la de tomar mate
y decir pavadas, que viene de la gauchesca, y tus novelas están llenas de diálogos que trabajan
sobre este eje, o que teatralizan incluso la oralidad.
Igual, yo creo que la oralidad está también en el narrador, no sólo en los diálogos. Yo estaba
ayer leyendo un hermoso cuento de Nielsen, el amigo de Piglia, que se llama "El café de los
micros". Salió publicado en España. Y yo veía que Nielsen falla en los diálogos. El lenguaje
del narrador te mantiene en vilo; sin embargo, cuando quiere dejar de narrar y poner la
narración a cargo de los diálogos, los diálogos suenan artificiales. Es la historia de un padre
que va con el hijo en un auto viejo por la ruta a la madrugada, cagándose los dos de frío, y el
padre quiere que el hijo aproveche el viaje para estudiar el manual de inglés o la tabla del
nueve, y el pibe quiere escuchar Hendrix. Y entonces, en este cuento que, por lo demás, es
maravilloso, Nielsen falla en narrar con diálogos. Si yo fuera profesor de Letras, con el
sueldazo que ustedes tienen, les daría autores que enseñan a narrar con diálogos. ¿Qué
autores? Cae la noche tropical, de Puig, es un tratado sobre el tema. Yo no soy un chico
culto, no fui a Letras, me recibí de sociólogo, pero no creo que haya alguien que me pueda dar
otro ejemplo como el de Puig donde el lector, después de leerlo, tenga el recuerdo de un relato
a partir de la lectura de 300 páginas de diálogos. Dos minas hablan, no paran de hablar, y uno
va viendo sin embargo el cielo, las estrellas, el anochecer, la gente que va por la vereda. Hay
que leer muchas veces eso para no cometer el error que comete Nielsen. "Dijo, levantando la
tacita de café y encendiendo un cigarrillo...". Todo al mismo tiempo. Eso pasa. Habría que
estudiar eso. Y al revés: en un indirecto narrativo, lograr que el recuerdo del lector sea el
recuerdo de diálogo. Y hacerla sin meter comillas ni negritas —si no, sería como un artículo
de Ñ.
Dice Diego Peller (PELLER): Siguiendo con el tema de la oralidad, vos recién mencionabas a
Puig -que aparece aludido en Los pichiciegos en el personaje de Manuel. Y otro autor. ..
PELLER: Yo te quería preguntar por otro autor. Porque, al releer la novela, pensé en
Esa mujer, de Walsh. Eso, a partir de la figura del entrevistador. No sé, quería ver cómo
pensás vos esta cuestión.
FOGWILL: Yo creo que Walsh, si bien tuvo éxito en la oralidad, lo tuvo por ser un gran
narrador. No es que se haya propuesto este tema.
FOGWILL: Ah. Digo, parecen diálogos, pero los diálogos reales no son así, los diálogos
reales tienen errores, etc.
FOGWILL: Quiquito es un personaje que yo, me parece, cargué demasiado. Era más el
personaje que es el Pichi de Vivir afuera: un personaje un poquito más artificial, y un poquito
más viejo -era yo unos quince años después- que venía como a contar una verdad. En mi
imaginario de narrador, lo que yo estaba tratando de narrar era la cabeza de un psicólogo
porteño. Había una canalla universitaria, que se llamaba Asociación Psicólogos de Buenos
Aires, gente de izquierda, que se plegó a Galtieri, y compareció ante el Comando en Jefe del
Ejército el presidente, que se llamaba Abelutto (fonét), y este gordo Abelutto puso la mano de
obra de los psicólogos al servicio de las Fuerzas Armadas para reparar el mal que iba a
provocar la guerra en los soldados. Igual que Macri, que salió corriendo para Italia a comprar
exocets pensando en ganarse una comisión -cada exocet valía 150 mil dólares, y vos pensá
cómo son los milicos: les dan veinte y se los gastan en un día, "ahora rompo todo"-, estos
psicólogos salieron a hacer guita con la guerra. Eso fue en la primera semana de la guerra. Y
me indignó tanto que quise poner la escena del psicólogo. Y después, efectivamente, toda la
mano de obra psicológica se movilizó con eso, pensando que el tipo que vuelve de la guerra
está enfermo. En general, el tipo que vuelve de la guerra es mil veces más sano. Es cierto que
hubo muchos suicidios no sé si tantos como dicen; sería una tasa mayor que la que tienen los
leucémicos-, pero eso es por la estigmatización que se hizo del excombatiente a partir del
momento en que terminó la guerra.
Dice Fermín Rodríguez (RODRÍGUEZ): En Los pichiciegos hay toda una cuestión que tiene
que ver con la velocidad: velocidad de la prosa, velocidad de los acontecimientos que hay que
registrar, hay una fuerza que tiene que ver con la hazaña de narrar casi en tiempo real. ¿Cómo
se relaciona la velocidad con la cuestión de la forma?
FOGWILL: Para mí, es así. Hablemos del deporte. Un entrenador del equipo olímpico
soviético se pasó a Los Estados Unidos y fue el entrenador del equipo olímpico de yatch
norteamericano. Y escribió una especie de ensayo. Las regatas que compiten dependen de dos
cosas: del estado atlético y mental del deportista, pero también del estado del barco. Como en
las Olimpíadas todos los barcos son iguales, ahí es el estado del deportista, no la calidad del
barco sino el armado del barco en el momento, la puesta a punto. Entonces este tipo tipificó a
tres clases de deportistas. Unos serían los cautos: los tipos que llegan al embarcadero cuatro
horas antes de la carrera, y arman todo y revisan todo. Los puntuales: los que llegan dos
horas, y controlan y salen un ratito a navegar. Y los despistados o los enquilombados, que
llegan a último momento. Y el tipo hizo una estadística y dijo: los que ganan son los cautos o
los enquilombados, los puntuales siempre pierden. La explicación para la moda de la
psicología de ese momento era evidentemente algo así: el tipo que llega tarde quiere drogarse
con la adrenalina del estrés, que no es la misma adrenalina de la fuerza ni del entrenamiento.
La confusión mental lleva a que funcionen mucho más los mecanismos automáticos. Y el
automatismo genera intuición. Si uno está muy apurado, pone más fácilmente en
funcionamiento los mecanismos automáticos. Si vos me das un libro cualquiera, yo sé qué
libro está escrito con tranquilidad y qué libro está escrito con apuro, y quién escribe con
cálculo. Y yo prefiero los libros escritos o con cálculo o con apuro, pero no a medio camino.
RODRÍGUEZ: Hay en la novela una zona donde se habla de lo que calienta a los personajes.
A un personaje lo calienta el canje, la economía; a otro la escritura...
RODRÍGUEZ: En tus novelas escritas en el contexto del menemismo hay también pasiones.
¿Hay una diferencia entre esas pasiones y las de novelas anteriores?
SCHETTINI: Hablando de la pasión, vos sos sociólogo y trabajaste mucho tiempo como
publicista...
FOGWILL: Trabajo.
SCHETTINI: Te quería preguntar cuál es la relación de la teoría con lo que escribís. Sobre
todo te lo pregunto a partir de Runa y Restos diurnos y otros textos donde aparece la
sociología. ¿Qué relación tenés con la teoría? ¿Te olvidaste todo? ¿Te interesa?
FOGWILL: Todo lo que yo narré ahí viene de veinte años en el café La Paz hablando de
cualquier cosa. Yo no iba a narrar "un día en el café conocí a tal mina y me la regarché". No.
Es "un día el Sr González, que se casó con Tal que era profesora de tal cosa, me presentó a su
mujer"... y recién aparece el garche. Es un arte. Y era una mesa donde se sentaba el mejor
narrador argentino de la época, Miguel Briante -que era no sé si el mejor escritor pero el que
mejor narraba. Y estaba Lamborghini, estaba Germán García -todavía no se había
lacanallizado totalmente y venía todo el mundo. Pero de ninguna manera empecé un cuento
con un propósito teórico. Yo nunca supe, con los cuentos que escribí, qué iba a pasar en la
segunda página -del final, ni hablemos. Hay cierta veracidad narrativa que está en el hecho de
que todo se inventa a partir de la primera frase. Yo no agrego acontecimientos al servicio de
una finalidad; no tengo ninguna finalidad.
PELLER: Siguiendo con este terna pero desde otra perspectiva, te pregunto por las contra
tapas. Vos escribís las contra tapas de tus libros, incluso hacés referencia a otros autores,
corno Beatriz Sarlo en este caso, para polemizar. Tradicionalmente, la contratapa es un lugar
desde donde habla o el editor o un crítico o un colega; sin embargo, vos hablás desde ahí
también.
FOGWILL: Puede ser mejor que una novela mía, o que todas, pero para mí es una mierda.
Ojalá yo supiese 5% de 10 que Chitarroni sabe de literatura inglesa. Pero no sabe elegir
autores ni sabe manejarse en la vida. No sabe redactar. Traeme diez contratapas de él.
Entonces, yo le daría la contratapa a un editor si existiera algún editor en este momento que
califique por sus gustos literarios. Pero no hay. Por ahí lo hubo en ensayo; estoy pensando en
el caso de Aricó. Sí lo hubo en poesía, y yo fui un caso… (risas). Claro, es la teoría de
Muleiro. Muleiro dice que yo soy un ególatra. Y sí... si yo soy yo, ¿a quién voy a agarrar?
RODRÍGUEZ: Vayan pensando preguntas, mientras tanto yo te pregunto por cierta lógica
subterránea en la novela Los pichiciegos, cierta economía que está tematizada y que está en la
productividad misma del texto. Esto en relación con lo que te preguntaba Diego sobre las
contratapas, que vos no dejás en manos de cualquiera. ¿Cómo es tu economía dentro de la
economía literaria? ¿Sos un pichiciego?
FOGWILL: Yo ni el currículum dejo en manos de estos tipos, porque te lo destrozan. Por
ejemplo, leí hace poquito una contratapa a un libro de un gran poeta chileno, Gonzalo Millán.
La contratapa decía "tiene un Máster en Literatura Latinoamericana en la Universidad de
Alberta, Canadá". "Tiene un master...". No se puede poner eso. ¿Qué es eso de "tener un
master"? Yo, cuando era editor, puse la frase "es autor de las colecciones de poemas... " y a
los dos años había cinco editoriales de poesía que me habían plagiado la frase. Es difícil esto
de cómo llamar a un libro de poemas. Y ese "tener”, "tiene un poemario", "tiene un master"...
mejor ni hablar. Miren ustedes las solapas de sus libros de Mondadori, de Anagrama, y van a
ver lo mal que escriben. Ni hablar si leen Ñ.
RODRÍGUEZ: Lo interesante de ese recelo tuyo es que no surge de una defensa de algo así
como la autonomía de lo literario, o cierta idealidad de lo literario, sino que, por lo contrario,
vas de frente a la relación entre literatura y mercado.
FOGWILL: Yo diría que sí hay una idealidad, y una idealidad de cuño medio borgiano,
consecuencia de alguien que alguna vez se tomó en serio los desvaríos de Borges. Yo tengo
dos frases. Yo tendría que pasar a la historia de la literatura por esas dos frases. Una es
"escribir es pensar". La otra, "escribo para no ser escrito". Son dos slogans, que me
funcionaron muy bien; hoy ya los fotocopian. Y la idealidad es la siguiente. Yo tengo un
gusto literario, caprichoso. Para mí los grandes fueron César Vallejo, Cervantes, Proust, San
Juan de la Cruz -una vez me propuse estudiarme de memoria el "Cántico espiritual" y casi lo
consigo-, Santa Teresa, Góngora, Quevedo, Borges, y poca cosa más. Y los tipos estos, en lo
que escribe, en la correspondencia, en los prólogos dan obras maestras de la persuasión.
Olvidémonos de si el Quijote revolucionó la novela, olvidémonos de todo eso y leamos los
prólogos como obras maestras de la persuasión. Esto me viene también de mi formación
publicitaria, donde yo estoy seguro que lo bien escrito vende. La idealidad mía es que... yo a
veces tengo que darles cursos a ejecutivos, y un buen poema les puede mostrar a ellos, en la
elección de una rima o de un cambio métrico o de una coloratura, las cagadas que ellos hacen
en su cotidianeidad cuando compran tal servicio o cuando inventan tal marca, etc., que son
decisiones que ellos tienen que tomar todos los días. La literatura bien hecha es un ejemplo de
cosa bien hecha. Últimamente se habla mucho del mal, y yo siempre defino el mal como el
conjunto de las cosas mal hechas. Ignoro la pintura, jamás compré un libro de arte, pero tal
vez lo mismo se podría aprender de un cuadro. De la literatura, seguro se puede aprender por
qué tal cosa está bien hecha. Yo soy un convencido de eso.
PELLER: ¿Cómo pensás la reedición de Los pichiciegos hoy?
FOGWILL: Me vino muy bien, me dieron la guita, nada más. Yo qué sé... Si el libro funciona
y no está reeditado, va a estar en la web tarde o temprano, alguien lo va a piratear.
PELLER: Hice el esfuerzo el otro día de ver Iluminados por el fuego. La música es de León
Gieco, y vos hablabas de León Gieco...
FOGWILL: Es que lo hacen contra mí, para indignarme. ¿Qué es el mal? El mal es decir
"sólo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente". Pero, pelotudo, si la guerra te
resultara indiferente no se lo pedirías a Dios. ¿Quién se va a tomar el trabajo de ir a pedirle a
Dios eso? Ahora, ojo, por algo los milicos lo utilizaron como cortina a Gieco, porque la
ideología del pacifismo de Gieco se prestaba, se prestaba el menú de sus canciones -no sus
letras, porque Gieco nunca hizo una letra. Fíjense en ese cubano pésimo, ¿cómo se llama?...
ALUMNO: Por ahí lo que entendí de cómo escribió Los pichiciegos tiene que ver con esa
necesidad de ponerlo en un momento que es ahora, es ya.
FOGWILL: Yo llegué tarde a todo, hasta a la chica del escote -sí, se fue. Y correr contra reloj
era un método. Nunca algo escrito rápido me salió peor que algo escrito lento. Yo en esa
época tenía tres mecanógrafas, por mi trabajo. Una buena mecanógrafa produce 17 páginas
por hora, esas páginas de 47 x 33, que es el tamaño en que a mí me gusta leer los libros. Eso
libros de 60 tipos por 40 líneas me resultan difíciles, pero no por el largo sino por el
movimiento de los ojos en la línea. A mí me gusta captar la línea sin mover demasiado los
ojos. Entonces, una 20 páginas por hora, la mecanógrafa. Yo soy muy mal mecanógrafo. Si
yo fuera un buen mecanógrafo, podría en diez horas terminar una novela. La voz interior, la
que cuenta el cuento, va a una velocidad de 50 páginas por hora o más; es más rápida que la
lectura en voz alta. Entonces, la velocidad es un método, un ejercicio como muchos otros. Yo
hice mil ejercicios para provocar la escritura. Yo pude escribir literatura recién cuando se
inventó la bochita. Con las máquinas de escribir mecánicas no puede escribir nunca y con las
máquinas de escribir eléctricas me costaba mucho escribir. En cuanto tuve una máquina con
bochita, pude escribir -en el '77 llegaron acá las IBM. Y cuando salió una máquina con
bochita portátil escribí "Mis muertos punk", en un mes y medio en Punta del Este -estaba al
pedo y absolutamente oxigenado, sin droga; a las nueve de la noche se iban todos a dormir y
empezaban las puteadas por el ruido que hacía esa máquina, que dentro de un barco se
expandía más. Pero la máquina no temblaba, no se sacudía, y eso para mí era fundamental.
Alumna: Usted habla de cierta escritura automática, pero en los autores que usted mencionó
como modelos -Cervantes, por ejemplo- no hay nada de ese automatismo...
FOGWILL: ¿Probaste con Wellapon? ¿Te soltaste el pelo? (risas y aplausos) Yo ya perdí la
vergüenza. ¿Cuándo la perdí? La perdí cuando dejé de publicar. En el '83 decidí dejar de
publicar por cinco años, y no publiqué más por unos cuantos años. Fue un repudio personal a
la "primavera cultural". Y desde ahí ya no tuve más vergüenza de nada. Tengo un libro, que lo
van a leer el año que viene, que se llama Gente muy fea, y a veces aparecen cartas a la prensa,
por ejemplo una carta que yo mandé a Clarín -y que apareció- de lector indignado por la
mierda de los perros en mi barrio. Es en serio. Si yo soy un ciudadano... Es así, te va a pasar
con la edad, cuando pases toda la vergüenza de este mundo -y peor vergüenza que ser pobre
no hay.
FOGWILL: Peor que vos, en serio. Eso se lo digo a todos los poetas jóvenes, "yo a tu edad
escribía peor que vos". Y o tengo un libro escrito que se llamaba Señales de vida, escrito
antes de que Neruda usase ese nombre; si te muestro ese libro, vas a ver que te van a dar
ganas de escribir (risas). Vas a ver. Pero tenés que venir a casa a buscarlo (aplausos).
ALUMNO: En un pasaje de Los pichiciegos citás una frase de Perón que dice "se puede decir
una mentira pero no se puede hacer una mentira".
FOGWILL: En realidad es de Wittgenstein, pero la dijo Perón también. Es buena, eh. ¿Saben
ustedes cuál era el seudónimo de Perón para escribir en los diarios? Descartes. ¿Y saben por
qué? Porque Descartes firmaba sus cartas con el apellido de su madre, que era Perón.
ALUMNO: ¿Cuál sería la diferencia entre decir una mentira y hacer una mentira?
FOGWILL: Buena pregunta. En la ciencia, ninguna. ¿Por qué las ciencias sociales no pueden
ser ciencias? Las ciencias auténticas observan propiedades que se prueban. Si yo digo que la
materia del universo tiene fuerzas gravitatorias y que la luz, que es nuestra única medida, es
sensible a las fuerzas gravitatorias, con esto estoy diciendo que lo puedo probar.
Efectivamente, las estrellas cercanas distorsionan o tuercen la posición de las estrellas lejanas
por efecto de la luz. Eso se probó, y chau. Una ciencia es un saber que formula proposiciones
que se pueden probar en lo real. En cambio, las ciencias sociales, y la teoría literaria entre
ellas, son disciplinas cuyos enunciados no se pueden probar en lo real, sino que se pueden
realizar. Si yo tengo una teoría diciendo que los judíos son malos no la voy a demostrar
nunca, pero la puedo realizar.
FOGWILL: Sí. Yo creo que hay un objeto, de todos modos. El deseo de estudiar Letras tiene
que ver con la existencia de una partida presupuestaria en algún lugar del Estado que dice
"esto es para gastar en la carrera de Letras". O sea: algo hay ahí, una meta, aunque no se cuál
es, si preservar el lenguaje o si contener a un montón de jóvenes que de otro modo caerían en
la droga, la subversión y el piqueteo, o si mantener a la FUBA, no sé. O si catapultar a la
Beatriz Sarlo. Hay una polémica ahora en el diario El Mercurio de Chile que la pueden seguir
por internet, y un periodista dice así: "¿quién es Fogwill? Si Caparrós y Beatriz Sarlo ya se
manifestaron a favor de Diamela Eltit como Premio Nacional de Literatura, ¿quién es Fogwill
para decir lo contrario?", A mí me mandaron una carta para que vote a esa mina, que es
espantosa como escritora, y yo escribí lo que yo pensaba, y se armó un quilombo hasta hoy,
acusándome además de publicista, diciendo "Fogwill, el publicista", como si ellos fueran
escritores que viven de ... Ellos son marxistas que viven de Finisterre, una universidad que es
propiedad de la organización Los Legionarios de Cristo, una secta de la derecha del Opus Dei
-se fueron del Opus porque les parecían medio zurdos (risas). Entonces, el argumento mío, mi
respuesta en El Mercurio -que no me tocaron nada, son muy respetuosos- fue: doy fe que
Piglia, Aira y Tabarovsky son escritores argentinos que están atentos a la literatura chilena y
la conocen, pero me consta que Caparrós y Sarlo ignoran la obra de los seis competidores de
Eltit para el premio, algunos de los cuales son excelentes poetas que a Eltit la dan vuelta.
FOGWILL: Hagan alguna pregunta de tipo de las que hace Martín Kohan: "usted, cuando
salía con Ursula Andrews..." o "usted, cuando ganó el Premio... "
FOGWILL: Bueno, ahora me acuerdo de una vez que Pezzoni [titular de Teoría y Análisis
Literario en los '80] me dice que para Borges yo era el escritor que más sabe de autos y de
cigarrillos. Entonces yo dije "¡qué bárbaro!" y Pezzoni me dice "boludo, ¿no te diste cuenta
que cuando Borges dice 'es el hombre que más sabe' está diciendo que no sos un escritor?".
Otra es cuando Pezzoni le leyó un cuento mío, "Sobre el arte de la novela", y Borges definió
mi literatura como una literatura que domina el arte de la elipsis. Y lo que pasaba es que a
Pezzoni le daba vergüenza leer las partes cuando el tipo cojía (risas). Después pasó que, por
un fallo en un concurso, tuvieron que volver a leer ese cuento a Borges, y en ese momento se
lo leyó esta mina...
FOGWILL: No, la Matilde Sánchez de la época, Josefina Delgado. Y se lo leyó con la misma
operación de Pezzoni: salteando los polvos. Los polvos y los deseos del narrador contagiados
al personaje. Entonces, definitivamente yo dominaba el arte de la elipsis. Pero es todo lo que
dijo Borges de mí.
FOGWILL: Por supuesto. Es un género norteamericano de los '30. La marca Bazooka en los
Estados Unidos se lanzó en el '40 para consumo de los soldados. Los chicles tenían forma de
cartucho de escopeta; venían en un cartón que se sacaba y se comía. Los soldados usaban
chicles para matar el hambre, para producir saliva, para descargar motricidades. Cuando
terminó la guerra, todos los soldados siguieron mascando chicles. Entonces, una empresa
Harrods comenzó a importar esos chicles, que valían una fortuna. Yo me hice adicto. Pero un
señor más inteligente que yo, en vez de hacerse adicto, los quiso fabricar. Se llamaba
Stanislavski, fabrica caramelos, tenía una empresa Stani y tuvo dos ideas: voy a fabricar
chicles en Argentina, voy a robarle la marca a los norteamericanos. Gobernaba Perón. Y
lanzó Bazooka en el '51. Cuando viene la democracia de los '80, un señor de la empresa Tops
que era dueña de Bazooka descubra que Bazooka existía en Argentina y que además le
invadía sus propios mercados, porque se exportaba de acá a México por ejemplo. Entonces
Tops le inició juicio a Stani, un juicio que duró como diez años. Terminado el juicio, llegaron
a un acuerdo: le quedó la marca Bazooka para Stani pero sólo dentro de Argentina -no podía
exportarlos, para eso creó la marca Jirafa. Y además el acuerdo incluía aceptar los patrones de
producción de la marca original. Entre esos patrones, hay una norma elaborada por el
fundador de la marca, que es cambiar las planchas cada dos años. Las planchas son unas
bobinas de papel donde están impresos un montón de chistes y un montón de horóscopos; se
supone que a lo largo de dos años, todos los consumidores van a haber leído los más o menos
700 chistes que entran en las planchas -eso es un cálculo hecho en Estados Unidos. Entonces,
cada dos años Stani -ahora Cadbury' s- tiene que cambiar las matrices. Y a mí, que laburaba
en publicidad para ellos, me dijeron che, loco, vos que escribís versos, ¿no querés escribirte
unos chistes?". Les dije dejame pensarlo". Cuando pregunté cuánto pagaban, me dijeron 50
dólares por chiste y 30 por horóscopo. Yo me senté en la máquina de escribir a bolita y
empecé. Y salieron 7 chistes. De los 7, les gustaron 5. Escribí 10 horóscopos, les gustaron 8.
Firmé el acuerdo. Al día siguiente, escribí 3 chistes. Al otro día, escribí uno. Y NO SE ME
VOLVIÓ A OCURRIR UN CHISTE MÁS. Me volví loco. Entonces, conocí a un chico,
Pablo, uno de los Vergara que en ese entonces hacían graffitis en las calles. Durante el
Proceso, ver esos graffitis era una cosa conmovedora. Entonces, lo llamé a Pablito sabiendo
que él era un genio. Y, efectivamente, el primer día me trajo 7 chistes, el segundo me trajo 3,
después uno, y después me dice "no se me ocurre nada". Faltaban 120 chistes por lo menos.
Entonces se me ocurre algo: vamos a buscar los números de la revista Selecciones de los años
'40 Y '50 Y sacamos chistes de ahí. Pablo me dice: "tengo algo mejor: Condorito". Y nos
encerramos dos días con Condorito y fuimos mita y mita. Y después estaban los horóscopos,
que tampoco era fácil. Igual, yo llegué a inventar el mejor horóscopo de la historia: "Este
horóscopo siempre se cumple".
Versión: Cristian Dé