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LAURA DEVETACH

La planta de Bartolo
Bartolo sembró un día un cuaderno en un macetón. Lo regó, lo puso al
calor del sol y, cuando menos lo esperaba, ¡trácate!, brotó una planta
tiernita con hojas de todos colores.

Pronto la planta comenzó a dar cuadernos. Eran hermosísimos, como


esos que les gustan a los chicos. Tenían tapas de colores y muchas
hojas muy blancas, que invitaban a hacer sumas, restas y dibujitos.

Bartolo palmoteó siete veces de contento y dijo:

—¡Ahora, todos los chicos tendrán cuadernos!

Pobrecitos los chicos del pueblo. Estaban


tan caros los cuadernos que las mamás, en
lugar de alegrarse porque escribieran
mucho y los fueran terminando, rezongaban
y les decían:

—¡Ya terminaste otro cuaderno! ¡Con lo que


valen!

Y los chicos no sabían qué hacer.

Bartolo salió a la calle y haciendo bocina


con sus enormes manos de tierra gritó:

—¡Chicos!, ¡tengo cuadernos lindos para


todos! ¡El que quiera cuadernos nuevos que venga! ¡Vengan a ver mi
planta de cuadernos!
Una bandada de parloteos y murmullos llenó inmediatamente la casita de
Bartolo, y todos los chicos salieron brincando con un cuaderno nuevo
debajo del brazo.

Y así pasó que cada vez que acababan uno, Bartolo les daba otro, y ellos
escribían y dibujaban con muchísimo gusto.

Pero una piedra muy dura vino a caer en medio de la felicidad de Bartolo
y los chicos.

El vendedor de cuadernos se enojó como no sé qué.

Un día, fumando su largo cigarro, fue caminando pesadamente hasta la


casa, de Bartolo. Golpeó la puerta con las manos llenas de anillos: ¡Toco
toc! ¡Toco toc!

—Bartolo —le dijo con falsa sonrisa atabacada—, vengo a comprarte tu


planta de cuadernos. Te daré por ella un tren lleno de chocolate y un
millón de pelotitas de colores.
—No —dijo Bartolo mientras comía un rico pedacito de pan.
—¿No? Te daré entonces una bicicleta de oro y doscientos arbolitos de
navidad.
—No.
—Un circo con seis payasos, una plaza llena de hamacas y toboganes.
—No.
—Una ciudad llena de caramelos
con la luna de naranja.
—No.
—¿Qué querés entonces por tu
planta de cuadernos?

—Nada. No la vendo.
—¿Por qué sos así conmigo?
—Porque los cuadernos no son para
vender, sino para que los chicos
trabajen tranquilos.
—Te nombraré Gran Vendedor de Lápices y serás tan rico como yo.
—No.
—Pues entonces —rugió con su gran boca negra de horno—, ¡te quitaré
la planta de cuadernos!
Y se fue echando humo como una vieja locomotora.
Al rato volvió con los soldaditos azules de la policía.
—¡Sáquenle la planta de cuadernos! —ordenó.
Los soldaditos azules iban a obedecerle cuando llegaron todos los chicos
silbando y gritando, y también llegaron los pájaros y los conejitos.
Todos rodearon con grandes risas al vendedor de cuadernos y cantaron
“arroz con leche”, mientras los pájaros y los conejitos le desprendían los
tiradores y le sacaban los pantalones.
Tanto y tanto se rieron los chicos al ver al vendedor con sus calzoncillos
colorados, aullando como un
loco, que tuvieron que sentarse
a descansar.

—¡Buen negocio en otra parte!


—gritó Bartolo secándose los
ojos, mientras el vendedor, tan
colorado como sus calzoncillos,
se iba a la carrera hacia el lugar
solitario donde los vientos van a
dormir cuando no trabajan.
El hombrecito verde y su pájaro

Una vez me contaron


Una vez me contaron que alguien contó que el hombrecito verde de la
casa verde del país verde estaba leyendo un libro verde.
De pronto, toc-toc-toc, sonaron verdes golpes a la puerta verde.
El hombrecito verde abrió y se encontró con el hombrecito rojo, que se
puso más rojo y dijo:
—¡Perdone! Pa… parece que me equivoqué de cuento.
Y el hombrecito verde se quedó verdemente solo.
Y yo le escribí esta historia.

El hombrecito verde de la casa verde


del país verde tenía un pájaro.

Era un pájaro verde de verde vuelo.


Vivía en una jaula verde y picoteaba
verdes verdes semillas.

El hombrecito verde cultivaba la tierra


verde, tocaba verde música en su
flauta y abría la puerta verde de la
jaula para que su pájaro saliera cuando tuviera ganas.

El pájaro se iba a picotear semillas y volaba verde,


verde, verdemente.

Un día en medio de un verde vuelo, vio unos racimos


que le hicieron esponjar las verdes plumas.

El pájaro picoteó verdemente los racimos y sintió una


gran alegría color naranja.

Y voló, y su vuelo fue de otro color. Y cantó, y su canto fue de otro color.
Cuando llegó a la casita verde,
el hombrecito verde lo esperaba
con verde sonrisa.
–¡Hola, pájaro! –le dijo.
Y lo miró revolotear sobre el
sillón verde, la verde pava y el
libro verde.
Pero en cada vuelo verde y en
cada trino, el pájaro dejaba
manchitas amarillas, pequeños
puntos blancos y violetas.
El hombrecito verde vio con
asombro cómo el pájaro ponía
colores en su sillón verde, en
sus cortinas y en su cafetera.
–¡Oh, no! –dijo verdemente
alarmado.
Y miró bien a su pájaro verde y
lo encontró un poco lila y un
poco verde mar.
–¡Oh, no! –dijo, y con verde apuro buscó pintura verde y pintó el pico,
pintó las patas, pintó las plumas.

Verde verdemente pintó a su pájaro.


Pero cuando el pájaro cantó, no
pudo pintar su canto. Y cuando el
pájaro voló, no pudo pintar su
vuelo. Todo era verdemente
inútil.

Y el hombrecito verde dejó en el


suelo el pincel verde y la verde
pintura. Se sentó en la alfombra
verde sintiendo un burbujeo por
todo el cuerpo. Una especie de
cosquilla azul.

Y se puso a tocar la flauta verde mirando a lo lejos. Y de la flauta salió


una música verdeazulrosa que hizo revolotear celestemente al pájaro.
EL ENIGMA DEL BARQUERO
El chiquilín abre la boca y vuela un bostezo. Y otro. Y otro más. Todos pájaros.
El chiquilín es barquero. Cruzó el río llevando gente varias veces aquel día.
Sus hermanos pequeños duermen todos juntos en la cama de al lado. El perro los cobija y
pareciera sonreír.
El chiquilín no puede dejar de pensar en el enigma del barquero que le planteó un turista
aquella mañana, haciendo dibujos sobre la arena.
El problema era así:
hay un barquero que debe cruzar en su canoa una oveja, un repollo y un lobo. Por el
tamaño de la canoa sólo puede cruzar uno por vez;
si cruza al lobo, la oveja se queda con el repollo y se lo puede comer;
si cruza el repollo, el lobo se queda solo con la oveja y se la puede comer;
y lo mismo del otro lado. No deben quedar solos la oveja con el repollo, ni el lobo con la
oveja. ¿Qué hacer?
***

Estira los brazos y los animales que tiene adentro trotan y salen por las manos, por los
pies, corcovean sin hacer ruido. El bosque se despliega árbol por árbol. Es noche de cuarto
lleno.
El chiquilín se zambulle en el río de la cama. Navega como una hoja. Algún pez salta ágil
desde su pelo. También las ranas. Por ahí cerca, muy cerca, tic tac, se oye al cocodrilo que
vio en la televisión del puerto y que quería comerse al capitán Garfio. Por suerte en el
agua se balancea un zapato.
El chiquilín se embarca y navega en el zapato. Por suerte hay un buen par de remos. De
pronto pega un respingo porque desde la orilla de este lado de la cama lo llama la señorita
Sonia, la de primero, esa que usaba minifalda debajo del guardapolvo, olía a chicle y hacía
que él se muriera de ahogo cuando le revolvía el pelo con un solo dedo.
Un suspiro hondo, hondo, y el chiquilín suelta un lobo. Debe ser uno de esos lobos de la
canción del abuelo. Esos lobos que aúllan de hambre en Moscú, que está cubierto de
nieve. No cantes, hermano, no cantes, tararea el abuelo, afuera, arreglando anzuelos.
Es mejor mandar al lobo por otro camino para que no ataque a la señorita Sonia, tan
hermosa, con su color praliné.
De pronto, en medio de los tréboles, aparece un canasto reventando de manzanas
perfumadas, gordas, como espejos rojizos. Son las manzanas de la madrastra de
Blancanieves. Una está envenenada, vaya a saber cuál.
La señorita Sonia hace un gesto de atrapar dos o tres. También está muerta de hambre.
El lobo se relame y aúlla estirando el hocico hacia la señorita Sonia. Es pura boca, puro
estómago. La señorita Sonia inclina el cuerpo y estira las manos hacia el canasto de
manzanas. Está lista para el mordiscón con gusto a fruta a orillas del río. El cocodrilo, tic
tac, tic tac, merodeando a todos.
No avanzan los unos sobre los otros sólo porque el chiquilín está despierto.
Sabe bien que no podrá dormir hasta que logre llevar a cada cual al otro lado del río,
donde hay una canción a la que le falta un lobo, un cuento al que le falta un canasto de
manzanas con una manzana envenenada y una escuela que no tiene a su señorita Sonia.
El chiquilín no va a permitir que el lobo se coma a la señorita. Y aunque él quisiera
convidarle a ella algunas manzanas, no lo haría porque hay una manzana envenenada.
El cocodrilo es otra cosa. Ése siempre está metido en el río de su cama y a veces se hace el
inocente. Él ya sabe que no es bueno descuidarse.
El chiquilín los cruzará en zapato, para eso es el barquero. Pero durante las noches de
cuarto lleno nunca faltan problemas. Tendrá que llevarlos de a uno por viaje.
Y ahí está el cocodrilo, tic tac, tic tac.
El chiquilín ni pestañea en la noche. La cabeza le funciona velozmente. Si lleva primero al
lobo, la señorita se puede hacer un buen picnic con las manzanas.
Si lleva primero las manzanas, el lobo se puede hacer el picnic con la señorita Sonia.
Mejor la lleva primero a ella y la deja del otro lado. Al lobo no le gustan las manzanas.
La señorita Sonia y el barquero navegan en el zapato. El cocodrilo los escolta, tic tac,
mordisqueando un cordón del bote, hasta que el chiquitín le pega con el remo haciendo
ruido de coco golpeado. El cocodrilo se zambulle.
El barquero deja a la señorita Sonia del otro lado del río.
Ella saluda con la mano al barquero, que regresa. Toc, se oye. Otro remazo al cocodrilo,
que se había prendido al talón del bote.
Ahora el chiquilín embarca al lobo, que lleva las orejas mustias y la cola entre las patas
porque el agua no lo convence. Toc, toc, dos remazos al cocodrilo que cada vez se vuelve
más confianzudo.
El lobo se pone como de fiesta al ir llegando. Ahora sí que la suerte le sonríe. Por fin solos.
La señorita Sonia se encoge de miedo. Pero el barquero, con rapidez, la embarca
nuevamente por un lado del bote mientras por el otro desembarca al lobo que allí queda,
otra vez como perejil sin agua.
El bote regresa con el chiquilín y la muchacha. Toc al cocodrilo, toc, toc.
La señorita Sonia desembarca y corre directo hacia el canasto de manzanas. Pero el
chiquilín pega un salto, gambetea y carga el canasto sobre la capellada del bote. Y se va,
sonriendo y haciendo señas de que ya regresa.
La señorita Sonia se sienta sobre el pasto y la minifalda se le arruga.
El cocodrilo cabecea peligrosamente debajo del bote. El barquero no puede pegarle con
ruido a coco. Entonces se desplaza y hace peso en distintos lugares para mantener el
equilibrio. Los barquinazos son terribles.
Ya en la orilla, deja el canasto. El lobo mira con indiferencia. Está más interesado en estirar
el cuello hacia la otra orilla, tratando de ver a la señorita
Sonia.
El barquero regresa otra vez. Navega alerta porque el cocodrilo además de morder y
cabecear, ahora pega unos tremendos coletazos. Con remo y contrapesos, el barquero se
defiende.
Cuando llega, toma aire. La señorita Sonia le pasa el dedo por el pelo, admirada. Él la
embarca sin perder tiempo y cruza esquivando al cocodrilo que está completamente loco,
es un remolino, los envuelve en olas y tormentas. Él logra aturdirlo con un rápido y certero
remazo mientras la señorita Sonia le pega con el taco del zapato, que se pierde en el agua.
Pero llegan.
El lobo quiere acercarse, la señorita Sonia se tira hacia las manzanas, pero no. El barquero
tiene que enviar a cada cual a su lugar. Y lo hace.
Un sendero del bosque se chupa al lobo, que no puede resistirse.
Por otro desaparecen las manzanas. Pero antes, el chiquilín roba una. Las mira bien, elige
la más hermosa, seguramente la que está envenenada, y se la guarda sin que nadie lo vea.
La señorita Sonia toma el tercer sendero, que seguro va a una ciudad.
Saluda, agitando la mano.
Al barquero sólo le queda el regreso.
Rema y el cocodrilo ya no tiene reparos. Muerde, cabecea, coletea y acerca tanto las
fauces abiertas al barquero que éste, como un relámpago, le tira la manzana. Rueda por el
tobogán de la garganta y glup, el cocodrilo se la traga como una píldora.
El barquero no respira, el agua no se mueve, los pájaros se detienen. De pronto, un hipo y
el cocodrilo queda desinflado como un guante.
El barquero vuelve a respirar y salta hacia la orilla. Suspira, el aire le entra hasta los pies.
Se da vuelta, se acurruca. El agua suena lejana, pequeños chasquidos, pececitos, lo
arrullan. El lobo aúlla nuevamente en la canción del abuelo, a la señorita Sonia le faltará
un zapato, y ahora hay un cuento sin manzana envenenada.
El chiquilín duerme. Quién sabe con qué podrá llenar mañana el cuarto mientras le llega el
sueño; quién sabe con qué enigmas se va a encontrar.
HISTORIA DE RATITA
Había una vez una ratita gris que vivía con sus papás en una cueva tan tibia, tan
tibia y tan cerrada, que un día tuvo ganas de salir. Y salió.
Y se quedó un rato encantada en la puerta de la cueva, porque el mundo le
pareció más lindo que un jardín de quesitos. Despacio, se puso a explorar, a
oler, a mordisquear, a hacer tumbacabezas, a conocer.
Y Ratita sintió que no hay nada más lindo que descubrir el mundo pasito a paso.
Bailó con una hoja. Patinó sobre un papel de chocolatín. Fumó un cigarrillo de
pasto. Se puso anteojos de papel de caramelo. Tomó mate en una flor de
campanilla color lila. Se adornó con aros de arroz.
Y le dieron unas ganas bárbaras de ponerse de novia.
Cuando vio al sol del amanecer, tan redondo, tan naranja con luz, le dijo:
—Señor Sol, usted es muy buen mozo. ¿Quiere ser mi novio?
— ¡Cómo no! — dijo el sol, porque la ratita le pareció preciosa—, te cubriré con
mis hilos de oro y todo el mundo será sol para los dos.
- ¡Ah, no! —dijo Ratita. Así no vale. El mundo es más que eso. ¿Qué haría yo en
un mundo todo de sol? Bastante tuve ya con un mundo todo de cueva.
—¡Qué lástima! -dijo el sol. Te presentaré al nubarrón, que a veces me tapa, y
no es tan de sol como yo. A lo mejor te gusta.
—Bueno, gracias -dijo Ratita.
Y se sentó a esperar hamacándose en una violeta.
Llegó el nubarrón, vestido de gris.
A Ratita le gustó muchísimo porque a veces tenía forma de helados, a veces de
calesita y a veces de dibujo que no se entiende.
—Señor Nubarrón —dijo Ratita— usted es muy buen mozo. ¿Quiere ser mi
novio?
— ¡Cómo no! —dijo el nubarrón, porque la ratita le pareció preciosa. Te
envolveré en mi capa fluflú y todo el mundo será nube para los dos.
-¡Ah, no! —dijo Ratita. Así no vale. ¿Qué haría yo en un mundo todo de nube?
— ¡Qué lástima! —dijo el nubarrón. Te presentaré al viento que a veces me
empuja por el cielo.
A lo mejor te gusta.
—Bueno, gracias —dijo Ratita.
Y se sentó a esperar recostada en un maní.
Llegó el viento soplando flautas. A Ratita le gustó muchísimo porque se movía
bailando a la moda.
—Señor Viento —le dijo—, usted es muy buen mozo. ¿Quiere ser mi novio?
— ¡Cómo no! -dijo el viento, porque la ratita le pareció preciosa—. Te haré
cosquillas en el pelo, y todo el mundo será viento para los dos.
— ¡Ah, no! —dijo Ratita. Así no vale. ¿Qué haría yo en un mundo todo de
viento?
— ¡Qué lástima! —Dijo el viento. ¿Por qué no vas a buscar al muro, que a veces
me detiene en mi vuelo? A lo mejor te gusta.
—Bueno, gracias —dijo Ratita, y se fue hasta el muro.
El muro sonrió quieto, quieto, derecho, derecho.
Estaba hermoso.
A Ratita le gustó porque tenía un monigote dibujado, justo a la altura de un
chico.
—Señor Muro —dijo, usted me gusta. ¿Quiere ser mi novio?
—Cómo no! —dijo el muro, porque la ratita le pareció preciosa. Te esconderé
en un huequito de mis ladrillos y todo el mundo será muro para los dos.
— ¡Ah, no! -dijo Ratita. Así no vale. El mundo es más que eso. ¿Qué haría yo en
un mundo todo de muro?
— ¡Qué lástima! — dijo el muro. Y siguió quieto. Quieto, derecho, derecho.
—Me parece que así no voy a encontrar novio —pensó Ratita.
Lo que pasa es que ni el sol, ni el nubarrón, ni el viento, ni el muro, tienen una
colita como la mía, ni un corazón que hace tipi tepe. Yo me equivoqué.
Y pensando así caminó y caminó por el sendero de las margaritas. De repente
llegó a un lugar donde había muchísimos ratones color café que la saludaron
amablemente diciendo:
—Cómo-te-va.
Ratita paseó contenta por el barrio hasta que vio a Ratón-Ratón.
Estaba fabricando muebles con fósforos y tapitas de botellas.
A la ratita le gustó muchísimo cómo silbaba y llevaba el compás con la cola.
—¡Hola! —saludó Ratón-Ratón.
—¡Hola! —saludó Ratita, y se acercó para mirar los trabajos.
Y sintió que al lado de Ratón-Ratón se estaba muy bien.
—Me alegro de verte —dijo Ratón-Ratón, y también sintió que al lado de Ratita
se estaba muy bien.
— ¿Podríamos ponernos de novios? —preguntaron los dos juntos.
Y los dos juntos contestaron que sí y se dieron un beso con muchísimo cariño.
Después siguieron explorando, oliendo, mordisqueando y descubriendo el
mundo pasito a paso.
Ratita se hizo una hamaca de plumas. Ratón-Ratón aprendió a saltar de rama en
rama como Tarzán. Ratita pintó cuadros con la punta de la cola.
Y los dos juntos aprendieron a contarse cosas. Y los dos juntos aprendieron a ser
papás. Tuvieron hijos y les dieron una cueva tibia, pero con una puerta fácil de
abrir, para que pudieran salir a conocer el mundo pasito a paso, cuando
tuvieran ganas.

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