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Laura Devetach - El hombrecito verde y su pájaro

El hombrecito verde de la casa verde del país verde tenía un pájaro.


Era un pájaro verde de verde vuelo. Vivía en una jaula verde y picoteaba verdes
verdes semillas.
El hombrecito verde cultivaba la tierra verde, tocaba verde música en su flauta y
abría la puerta verde de la jaula para que su pájaro saliera cuando tuviera ganas.
El pájaro se iba a picotear semillas y volaba verde, verde, verdemente.
Un día en medio de un verde vuelo, vio unos racimos que le hicieron esponjar las
verdes plumas.
El pájaro picoteó verdemente los racimos y sintió una gran alegría de color naranja.
Y voló, y su vuelo fue de otro color. Y cantó, y su canto fue de otro color.
Cuando llegó a la casita verde, el hombrecito verde lo esperaba con verde sonrisa.
—¡Hola pájaro! —le dijo.
Y lo miró revolotear sobre el sillón verde, la verde pava y el libro verde.
Pero en cada vuelo y en cada trino, el pájaro dejaba manchitas amarillas, pequeños
puntos blancos y violetas.
El hombrecito verde vio con asombro cómo el pájaro ponía colores en su sillón
verde, en sus cortinas y en su cafetera.
—¡Oh, no! —dijo verdemente alarmado.
Y miró bien a su pájaro verde y lo encontró un poco lila y un poco verdemar.
—¡Oh, no! —dijo, y con verde apuro buscó pintura verde y pintó el pico, pintó las
patas, pintó las plumas.
Verde verdemente pintó a su pájaro.
Pero cuando el pájaro cantó, no pudo pintar su canto. Y cuando el pájaro voló, no
pudo pintar su vuelo. Todo era verdemente inútil.
Y el hombrecito verde dejó en el suelo el pincel verde y la verde pintura. Se sentó en
la alfombra verde sintiendo un burbujeo por todo el cuerpo. Una especie de
cosquilla azul.
Y se puso a tocar la flauta verde mirando a lo lejos. Y de la flauta salió una música
verdeazulrosa que hizo revolotear celestemente al pájaro.
El hombrecito verde de la casa verde del país verde tenía un miedo verde. Un buen
día se encontró con que su verde pájaro cantaba canciones amarillas y violetas,
volaba con vuelos azules, y ya nada estaba igual.
Todo era un verde dolor de cabeza.
Por eso el hombrecito verde empezó a pensar qué cosas habría un poco más allá de
su país verde, detrás de la mata verde. Qué cosas de allá hacían que todo cambiara
tanto del lado de acá.
Estaba desconcertado y tenía verdes dudas sobre las cosas.
—El mundo siempre fue verde —rezongaba, tomando un verde mate—. Siempre fue
verde y así está bien.
Y reprimía los suspiros porque vaya a saber de qué color le saldrían.
Entonces el hombrecito verde se metió en la cama verde y se tapó la cabeza con la
verde almohada.
Cerró con fuerza los ojos y no pudo evitar ver, en el fondo de lo negro, un montón
de dibujos dorados.
Soñó que su pájaro se escapaba y se iba más allá de las matas verdes. Y en el cielo
del atardecer empezaba a planear sobre un montón de paisitos, uno al lado del
otro.
Un país era azul.
Otro era violeta.
Otro era blanco.
Otro, amarillo.
Y otro.
Y otro.
Y otro.
Ninguno se mezclaba con su vecino. Los hombres violetas tenían casas violetas y
los perros violetas olisqueaban el pasto violeta y violetamente hacían pis en los
árboles violetas.
El humo de las fábricas azules hacía toser azulmente a la gente azul.
Y en el Banco blanco, la blanca gente cobraba cheques blancos, para comprar
blancos bifes.
Los chicos marrones salían gritando palabras marrones de la escuela marrón.
Y así otro.
Y otro.
De pronto, una rosa vio al pájaro. Un pájaro verde en el cielo rosa.
—¡Qué es eso! —gritaron todos con rosado grito, y empezaron a tirarle tomates
rosas.
Y los violetas empezaron con los tomates violetas, los celestes con los tomates
celestes, los dorados con los dorados, mientras el pájaro planeaba, iba y volvía por
el aire, subía, se hamacaba en medio del tiroteo de tomates de todos colores. De vez
en cuando picoteaba algún tomate y estaba encantado, porque los tomates, según
su color, tenían un riquísimo sabor diferente.
Pasó también que los tomates iban cayendo a tierra, pero caían en cualquier parte.
Un tomate azul, sobre la cabeza del quiosquero blanco. Un tomate amarillo, sobre
el zapato de la doña Anisia, la rosa. Un tomate anaranjado, sobre el caballo de don
Antelino, el bordó.
Y así, tomate va, tomate viene, los paisitos se fueron matizando, mezclando sus
colores, volviéndose un bochinche nunca visto entre esa gente.
¡Paf!, un tomate amarillo cayó sobre el hombrecito verde que soñaba.
—¡Perejiles! —dijo, porque siempre trataba de nombrar cosas verdes. Y se vio un
poco amarillo y recordó todos los colores del sueño.
Miró a su alrededor, la almohada verde, la verde pava y su sillón verde.
—Un poco verde —dijo—. Todo es un poco demasiado verde.
Y con un silbido naranja llamó a su pájaro.
Con la salida del sol llegó una pajarita que empezó a revolotear entre los azahares.
De pronto cada uno salió disparado para un lugar diferente. Y fueron regresando
con algo en el pico.
Primero no se notaba nada. Pero al tiempo, lana va, pelo viene, empezó a crecer un
nido de colores reforzado con palotes y tapizado con todas las cosas suaves, blandas
y mullidas que encontraron por ahí.
Hasta que un día el hombrecito se asomó al nido para espiar y vio en el fondo tres
pequeños huevos violetas. Y una mañana escuchó un alboroto muy grande en el
limonero. El pájaro cantaba en la punta sus silbidos de arcoiris mientras la pajarita
hacía chip chip, calentando a los pichones pelados que comían como dragones todo
lo que sus padres les trajeran.
El vecindario verde estaba un poco alborotado.
Las vecinas barrían con sus verdes escobas las veredas verdes y hablaban muy
temprano sobre esos pájaros que tenían reflejos un poco lila y un poco verdemar.
Doña Soledad no dejó que su nieta se quedara mirando los pájaros.
Don Andresito se hizo el que no vio nada.
Mejor no meterse.
Dalila y su marido encerraron en una pieza a la nena y al canario verde.
Marinés, la que tejía en telar con lana verde, se puso a espiar a los pájaros. Y el
hombrecito la espiaba espiarlos.
Los chicos fueron los primeros en ver la novedad. Entonces llevaron corriendo una
casita para pájaros a la plaza, así podrían acercarse. Pero el guardián verde de la
plaza verde sacó la casita.
Los chicos la pusieron de nuevo.
El guardián la sacó.
Los chicos y el hombrecito la pusieron.
El guardián la sacó.
Los chicos, el hombrecito, Marinés y el diarero la pusieron.
El guardián y otra gente verde de bronca la sacó.
Los chicos, el hombrecito, Marinés, el diarero, las maestras y otra gente la pusieron
de nuevo.
Y los dos bandos estaban muy enfrentados cuando chip, chip, empezaron a
chisporrotear los pichones, y alguien empezó a comentar en voz baja que las
siemprevivas podrían quedar muy lindas debajo del limonero. Y una señora dijo
que le gustaban los bancos anaranjados para sentarse a tejer. Y un señor le dijo que
quedaría lindísima tejiendo con lana gris sobre un banco anaranjado.
Y a la maestra le gustó que las tizas escribieran en rosa sobre los pizarrones verdes.
Y a los chicos les gustó que los avioncitos de papel que se tiraban fueran de todos
colores.
Y como quien no quiere la cosa todos empezaron a mirarse y a decirse qué les
gustaba y qué no.
—¡Nunca me lo habías dicho! —comentó una vecina a la otra.
—¿Así que te gustan los paraguas rojos? —le preguntó un intendente a su señora.
—No me gusta tu cara verde —dijo alguien.
—Y a mí no me gusta tu bocaza de decir cosas verdes —contestó el otro.
Y no faltaron los enojos.
Y no faltó tampoco el que dijo:
—¡Pero qué desorden! ¡Ya nada es como antes, si esto empieza así...!
Y no faltaron los que dieron las espaldas verdes rezongando verdes rezongos contra
esa gente que desbarataba el vecindario verde y alborotaba tanto.
El hombrecito se sumó a los corrillos donde todos decían me gusta, no me gusta,
me gusta, no me gusta. Vio a Marinés, la del telar, que ahora hablaba de cambiar la
lana.
Y le entró algo así como un suspiro.
—¿Y de dónde sacaré cosas nuevas? —se preguntó el hombrecito mirando su pava
verde, su sillón verde, su casa verde. Y miró soñadoramente por sobre las matas,
pensando vaya a saber qué. Por fin llamó a sus pájaros y les pidió que silbaran un
mensaje en las comarcas detrás de las matas.
Y fue una buena idea, porque al poco tiempo una fila de gente de todos los colores
llegó serpenteando por los matorrales.
Cada uno traía una cosa de color para cambiarla por una cosa verde.
Y eran tantos pares de pies viniendo uno tras otro, que terminaron abriendo
caminos en donde antes había sólo matorrales.
Todo el mundo parloteaba y conversaba y se reía, y por ahí se tironeaban un poco,
pero finalmente todo anduvo bien, y la gente se fue encantada de haber conocido
un lugar tan lindo.
Y el hombrecito no pudo más de ganas y se puso a acomodar la casa. La pava roja
en el lugar de la pava, los banquitos, las cacerolas, los carreteles de hilo.
La casa era un destello.
Cansado, el hombrecito se fue haciendo un ovillo en la cama tibia.
Los pájaros se esponjaban en el nido entre suaves parloteos.
Y vaya a saberse. Vaya a saberse qué sueños soñaron aquella noche en que la casita
tuvo todos los colores del mundo.

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