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CUENTOS INFANTILES

bigger smaller CUENTO SAPO VERDE (por Graciela Montes)

Humberto estaba muy triste entre los yuyos del charco.

Ni ganas de saltar tenía. Y es que le habían contado que las mariposas del Jazmín de
Enfrente andaban diciendo que él era sapo feúcho, feísimo y refeo.

—Feúcho puede ser —dijo, mirándose en el agua oscura—, pero tanto como refeo... Para
mí que exageran... Los ojos un poquitito saltones, eso sí. La piel un poco gruesa, eso
también. Pero ¡qué sonrisa!

Y después de mirarse un rato le comentó a una mosca curiosa pero prudente que andaba
dándole vueltas sin acercarse demasiado:

—Lo que a mí me faltan son colores. ¿No te parece? Verde, verde, todo verde. Porque
pensándolo bien, si tuviese colores sería igualito, igualito a las mariposas.

La mosca, por las dudas, no hizo ningún comentario.

Y Humberto se puso la boina y salió corriendo a buscar colores al Almacén de los Bichos.

Timoteo, uno de los ratones más atentos que se vieron nunca, lo recibió, como siempre, con
muchas palabras:

—¿Qué lo trae por aquí, Humberto? ¿Anda buscando fosforitos para cantar de noche? A
propósito, tengo una boina a cuadros que le va a venir de perlas.

—Nada de eso, Timoteo. Ando necesitando colores.

—¿Piensa pintar la casa?

—Usted ni se imagina, Timoteo, ni se imagina.

Y Humberto se llevó el azul, el amarillo, el colorado, el fucsia y el anaranjado. El verde no,


porque ¿para qué puede querer más verde un sapo verde?

En cuanto llegó al charco se sacó la boina, se preparó un pincel con pastos secos y
empezó: una pata azul, la otra anaranjada, una mancha amarilla en la cabeza, una estrellita
colorada en el lomo, el buche fucsia. Cada tanto se echaba una ojeadita en el espejo del
charco.

Cuando terminó tenía más colorinches que la más pintona de las mariposas. Y entonces sí
que se puso contento el sapo Humberto: no le quedaba ni un cachito de verde. ¡Igualito a
las mariposas!

Tan alegre estaba y tanto saltó que las mariposas del Jazmín lo vieron y se vinieron en
bandada para el charco.
—Más que refeo. ¡Refeísimo! —dijo una de pintitas azules, tapándose los ojos con las
patas.

—¡Feón! ¡Contrafeo al resto! —terminó otra, sacudiendo las antenas con las carcajadas.

—Además de sapo, y feo, mal vestido —dijo una de negro, muy elegante.

—Lo único que falta es que quiera volar —se burló otra desde el aire.

¡Pobre Humberto! Y él que estaba tan contento con su corbatita fucsia.

Tanta vergüenza sintió que se tiró al charco para esconderse, y se quedó un rato largo en el
fondo, mirando cómo el agua le borraba los colores.

Cuando salió todo verde, como siempre, todavía estaban las mariposas riéndose como
locas.

—¡Sa-po verde! ¡Sa-po verde!

La que no se le paraba en la cabeza le hacía cosquillas en las patas.

Pero en eso pasó una calandria, una calandria lindísima, linda con ganas, tan requetelinda,
que las mariposas se callaron para mirarla revolotearentre los yuyos.

Al ver el charco bajó para tomar un poco de agua y peinarse las plumas con el pico, y lo vio
a Humberto en la orilla, verde, tristón y solo. Entonces dijo en voz bien alta:

—¡Qué sapo tan buen mozo! ¡Y qué bien le sienta el verde!

Humberto le dio las gracias con su sonrisa gigante de sapo y las mariposas del Jazmín
perdieron los colores de pura vergüenza, y así anduvieron, caiduchas y transparentes, todo
el verano.

(Publicado originalmente en la colección Los cuentos del Chiribitil del Centro Editor de
América Latina (Buenos Aires, 1978).

CUENTO NICOLODO VIAJA AL PAíS DE LA COCINA (por Graciela Montes)

Hubo un tiempo en que el Fondo del Jardín estaba lleno, llenísimo de odos. Había odos
chicos y medianos, odos gordos y odos flacos, odos morochos, rubios y pelirrojos. Había
unos odos muy estudiosos que se llamaban doctodos y otros odos más bien tímidos que se
escondían detrás de las hojas del laurel.

Los odos vivían en latitas de azafrán y jugaban al fútbol con arvejas. Y se llevaban bien con
todo el mundo, con los grillos, con las hormigas y con los gusanos.
Los odos son buena gente: trabajan y juegan o juegan y trabajan, según el día. Menos los
odos chicos, que juegan y juegan, porque para eso son chicos, qué tanto.

Nicolodo era un odo mediano, más bien chico, aunque ya usaba pantalones largos y
zapatos redondos. Pero Nicolodo trabajaba. Era mecánico de escarabajos en la calle del
Hormiguero, cerca de la Plaza Margarita.

Nicolodo se despertaba muy temprano todas las mañanas. Se peinaba el flequillo con un
peine de tres dientes y salía a buscar su desayuno. Los odos desayunan siempre al aire
libre: toman dos o tres gotas de agua con pajita y se comen un pastito. (A Nicolodo le
encantaba mojar el pastito en el agua antes de comérselo).

Después del desayuno Nicolodo se iba al taller silbando bajito para no despertar al grillo
Gardelito, que se había pasado la noche cantando tangos.

Y al llegar al taller agarraba el destornillador y la llave inglesa y se ponía a arreglarles las


alas y las patitas a los escarabajos, que como andan mucho siempre se descomponen.

Pero un día Nicolodo quiso viajar. Se despidió de Gardelito, de la hormiga Andrea, siempre
tan atareada, y del gusano Arístides. Pidió licencia en el taller y se fue caminando ando
ando ando por la ruta Tres. Cruzó la Frontera de los Rosales, atravesó el Desierto del Patio
y ya era casi de noche cuando llegó al País de la Cocina, del que tanto le habían hablado
las hormigas.

Justo, justo en el medio de la cocina estaba Cristina, que acababa de encender la luz y se
estaba poniendo el delantal para preparar la comida. Cristina era enorme, enormísima,
enormisimísima, lo más enorme que había visto Nicolodo en toda su vida. Las rayas de la
blusa le parecían grandes avenidas azules. En un bolsillo de ese delantal bien podían vivir
siete familias de odos y un par de grillos.

Nicolodo estaba más bien asustado. Todo, todo era grande. Las cacerolas parecían
rascacielos redondos con manija y la pileta llena de agua era como el mar.

Así que Nicolodo se fue acurrucando detrás de un montón de huevos, calladito y un poco
arrepentido de haber salido de viaje solo a un país tan extraño. Pobrecito Nicolodo. Creía
que no lo iban a ver, pero Cristina dijo: -Me parece que voy a hacer una tortilla.

Así que peló las papas y las cortó en rodajas, y después agarró un huevo, y después otro
huevo, y otro huevo más, y detrás del cuarto huevo estaba Nicolodo, tapándose los ojos
para que no lo vieran. Cristina no dijo OH ni AY ni HUIA ni HOLA ni nada porque era buena
y enseguida se dio cuenta de que las cosas chicas se asustan si uno les grita. Entonces
hizo como que no veía y se puso a batir los huevos sin hacer demasiado ruido.

Nicolodo espió primero con un ojo y después con el otro y después con los dos, y cuando
vio que todo seguía igual y que Cristina era una giganta amable y comprensiva, empezó a
mover las patitas, que es lo que hacen los odos cuando están contentos. Cristina levantó un
dedo (a Nicolodo le pareció que era el Obelisco) y después lo bajó despacio y le acarició el
flequillo. Era un dedo inmenso, pero suavecito, y Nicolodo se sintió feliz.
Después Cristina puso dos gotas de leche y dos gotas de agua, un montoncito de
mermelada, una miga de pan y un pedacito de lechuga, para que Nicolodo eligiera. Nicolodo
eligió el agua y la lechuga, que era lo más parecido al pastito. Y después de comer se
quedó dormido en el fondo de una cuchara sopera.

Cristina y Nicolodo no se hablaron, pero se hicieron muy, muy amigos.

A la mañana siguiente Nicolodo regresó a su casa. Salió del País de la Cocina, atravesó el
Desierto del Patio, cruzó la Frontera de los Rosales y ya era casi de noche cuando llegó a
su latita de azafrán. Estaba por ponerse la tapita para dormir cuando oyó a Gardelito que le
preguntaba: -¿Qué tal el viaje, Nicolodo?- -Lindo, lindo –dijo Nicolodo, y se quedó dormido
sin cerrar la latita. Pero antes de ponerse a soñar pensó: “Si junto unos pesos la semana
que viene me hago otra visita al País de la Cocina”.

13 de agosto de 2000
Tengo que contar lo que pasa con mi abuela Eugenia.

Mi abuela Eugenia ama las artes. Todas las artes. Cualquiera.

El año pasado descubrió que podía pintar y eso la puso muy contenta. Se fabricó un
caballete. Compró telas, pinceles y pomos de óleo.

Decidió que lo mejor era empezar pintando fruta, como habían hecho todos los artistas
célebres. A eso se le llama naturaleza muerta. Consiste en poner unas cuantas frutas
dentro de una frutera y pintarlas de modo que salgan lo más parecidas posible.

Cuando llegó el otoño juntó manzanas y peras de la quinta. Las acomodó en la frutera, puso
la frutera sobre la mesa del comedor y pintó.

Le festejamos mucho el cuadro. Ella se entusiasmó.

El invierno lo pasó pintando cítricos. No dejó una naranja, un pomelo, una mandarina ni un
quinoto sin pintar.

A fines de octubre ya había pintado todo lo que se podía cosechar en casa. La fruta variaba
con el correr de los meses; la frutera era siempre la misma.

Colgó las telas en su pieza y organizó visitas de parientes para admirarlas.


Llegó noviembre, que es el mes de los nísperos.

En casa no hay nísperos. El único que los tiene es don Cosme, que vive al lado.

No sé qué habrá pasado por la cabeza de mi abuela aquel día fatal de primavera. Siempre
la tuvimos por una persona seria. Pero debe ser cierto que cuando el arte se le mete a
alquien dentro, es capaz de hacer cosas que nadie imaginó.

Aquel día mi abuela se coló en el terreno de don Cosme por un agujero de la ligustrina y fue
derecho al árbol de nísperos.

Lo vi todo. Espantoso.

El vecino la pescó justo cuando se descolgaba de una rama baja con el delantal anudado
lleno de nísperos suyos.

Me acuerdo de los ojos desafiantes de mi abuela y de sus zapatillas de lana balanceándose


a ras del suelo. Don Cosme la miraba petrificado, apoyado el cuerpo en el rastrillo para no
derrumbarse. Así estuvieron un rato.

Rojo de vergüenza ajena, don Cosme se metió por fin en el edificio de su casa y mi abuela
volvió a la nuestra a través del agujero, ofendida porque la habían descubierto.

Rápidamente se puso a pintar los nísperos. Pintó sólo un puñado y completó la frutera con
unos cuantos carozos brillantes.

Yo pensé que la cosa quedaba ahí y que nadie más se enteraría.

Pero al día siguiente el vecino mandó llamar a mi papá.

Le contó lo que había hecho mi abuela. Le dijo que la vigilara, que nunca la hubiera creído
capaz de portarse así y que era un mal ejemplo para nosotros.

Mi papá volvió furioso. La retó.

A ella el reto le entró por una oreja y le salió por la otra. Estaba cada vez más indignada con
el vecino: antes porque pensaba que no era de caballeros pescar a una dama en un
momento así; ahora, por alcahuete.

Mi papá la obligó a regalarle a don Cosme el cuadro de sus nísperos; al menos eso. Ella
obedeció de mala gana. El vecino no supo si agradecerlo o qué.

Desde ese día mi abuela le tomó el gusto al asunto y empezó a visitar otras quintas de la
manzana. Siempre con motivo de su arte, se dedicó a levantar fruta madura, bien elegida.
Todo a la luz del día, sin esconderse ni ocultar siquiera las huellas de sus zapatillas.

En eso está ahora mi abuela.


Los vecinos se quejan a gritos. Por ellos, ya hubieran guardado todos sus árboles en los
dormitorios.

Notamos que cada vez es más lo que se lleva y menos lo que pone en la frutera. Pero sigue
pintando.

Van mal las cosas. Debo decir que está completamente sublevada.

La sorprendieron trepada a las medianeras eligiendo fruta con prismáticos, huyendo por
debajo de los alambrados y arrojando granadas, que son duras, para retrasar a sus
perseguidores. Mi papá tiene pesadillas en las que mi abuela capitanea una banda de
forajidos.

Estamos a mediados de enero.

Ella sabe bien que en febrero maduran los higos y no se va a perder el pintar una
naturaleza muerta con higos; especialmente esos de cáscara oscura, muy dulces, que
crecen en la casa del fondo. Se prepara, creo, para dar el gran golpe.

Armó un artefacto ingenioso para cortar los higos altos: una vara con una tijera en la punta
accionada por un piolín y una pequeña red debajo. También consiguió una escalera larga
porque la medianera del fondo es alta. Se la pidió prestada al dueño de los higos; el hombre
está aterrorizado.

Hay que evitar a toda costa que llegue a febrero con esos planes.

Estamos tratando de convencerla de que pinte otras cosas. El mar, por ejemplo, que no
molesta a nadie. El problema es que donde vivo no hay mar.

Ella dice que cuando acabe con la fruta va a seguir con los animales.

Eso puede ser peor. No me animo a contárselo a mi papá, pero la encontré dibujando los
planos de los gallineros del barrio.

Un destello en la penumbra

¡Uf! Me la paso leyendo historias de miedo que te ponen los pelos de punta. Antes ni las
entendía porque vienen con palabras más raras... ¡Uf! Para decir "casa", nunca dicen
"casa"... dicen "lúgubre mansión". Para decir "una viejita", dicen "una anciana decrépita".
Para decir "lombriz", dicen "gusano viscoso ". Todo así. Hay rostros que se transfiguran, hay
manos esqueléticas, uñas curvas y por todos lados aparecen luces fantasmales, cuchillos
que destellan y siluetas siniestras que se deslizan.
¡Yo qué sé! De tanto leer historias de miedo, al final me fui poniendo práctica con las
palabras y justo a mí me tiene que pasar lo de la tía.

Es una tía de mi mamá que se vino a mi casa porque andaba un poco enferma. Yo ni la
conocía, pero le tuve que dar el beso y ¡ffffs! la cara era huesuda. Para colmo habla poco y
tiene uno ojos ¡de verdes! Como eléctricos.

Yo la empecé a vigilar.

Vi que a la noche sacaba un frasco y se tomaba 30 gotas después de comer. Desconfié


más.

A la mañana se levantaba amarilla y descompuesta y no se entendía por qué, con lo poco


que comía.

Había que tratarla como si se fuera a romper. Se reía para un costado, justo del lado donde
tenía el diente negro.

Aplastaba el zapallo hervido, le daba algún mordisco al pollo, apenas probaba la compota.

—¡Ay, ese hígado! —decía mi mamá y la tía arqueaba las cejas, estudiándonos con sus
ojos eléctricos. Después se iba a su cuarto sin mirar para atrás.

—¡No tomó las gotas! —decía yo, pero ella no se daba vuelta.

—Cada vez más sorda, pobre... —decía mi mamá—. Lleváselas al dormitorio.

¿Yo? Ni loca entraba ahí. La alcanzaba en el pasillo.

—¡Ah!..mis gotitas —decía ella y el rostro se le transfiguraba. Era una mueca horrenda que
me hacía transpirar. El diente negro me daba espanto.

Y no me podía dormir.

Una noche oí deslizarse pasos hacia la cocina. Eran sus pasos, inconfundibles. Un ruido
apagado de puerta que se abre. Pero ¿cuál?... Distinguí una claridad tenue. Me senté en la
cama. ¿De dónde venía esa luz? Oí el roce de un cajón al abrirse. Otros ruidos que no
reconocía. Yo apretaba la sábana con las manos frías. Después, los pasos que volvieron. Y
silencio.

A la mañana siguiente, la tía más descompuesta, más pálida, más amarilla.

—¡Si no come nada! —decía mi mamá.

—¡Ajá! —decía mi papá.

—¡Ajmm! —decía el doctor.


La tía cenaba un caldito, tomaba las gotas y vuelta a la cama. Cada vez más flaca. La cara
hundida. Las ojeras.

Nos íbamos a acostar y, al rato, las pisadas, la luz, los ruidos, el silencio.

Durante varias noches pasó lo mismo y, a la mañana, la tía más enferma.

Tuve que juntar mucho coraje para espiar, pero lo hice. Sí que lo hice. Esperé a oírla
deslizarse por el pasillo de la lúgubre mansión y me levanté.

Me temblaban las rodillas.

Sus pasos llegaron a la cocina. Yo me pegué a la puerta entreabierta y vi cómo su mano de


espectro abrió la heladera. El sitio se iluminó apenas. Claridad fantasmal. Vi los respaldos
de las sillas, la panera sobre la mesa y la silueta de la anciana decrépita que sacó de la
heladera un envoltorio de bordes rectos. Mi estómago era un revoltijo de gusanos viscosos.

Transparente como una aparición, ella deslizó su mano huesuda por lamesada y abrió el
primer cajón. La mano entró y salió. Empuñaba un cuchillo que destelló en la penumbra. Me
tapé la boca con las dos manos. Mi sangre se helaba. La silueta siniestra giró, cuchillo en
mano, hacia la mesa. Con sus dedos esqueléticos de uñas curvas desenvolvió lentamente
el paquete, levantó el cuchillo en dirección a la panera... y se puso a comer pan con
manteca hasta las tres de la mañana.

—¡Así no hay hígado que aguante! —dijo mi mamá cuando le conté.

Extraído, con autorización de la autora, del libro Cuentos con tías/Vivir para contarlo (Lanús,
Ediciones del Cronopio Azul, 1997; colección Frente y Dorso

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