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El teatro del siglo XVII, el llamado «Siglo de Oro» de las Letras y de las Artes,
evidencia la temática histórica puesta en escena, cuando los grandes nombres de
la Historia peninsular y, más especifícamente, de España, van a ejemplificar y
rememorar para una época de crisis política y económica, por ejemplo, la «Edad
de Oro», el reinado de los Reyes Católicos; recuperación del espacio y del tiem-
po histórico, en los que esos Reyes se muestran y se hacen presentes, congre-
gando los subditos bajo la persona real, símbolo de unidad, de nacionalidad;
bajo una comunidad lingüística. Ejemplificando una vez más, fijamos nuestra
atención en el que fue el reino de Granada, todavía con la fuerte presencia de los
moriscos en el reinado de Felipe II, en las guerras civiles allí ocurridas a partir
de 1567. Se trata de colocar en escena la memoria nacional:
como idéia coletivamente partilhada pelos cidadaos de que lhes pertence, como
seu patrimonio próprio, a vivencia de acontecimentos nacionais do passado, no-
meadamente os pontos altos dessa vivencia: vitórias ou derrotas do país no campo
militar, as glorias intelectuais e culturáis
como señala el historiador José Matoso (pág. 155).
Se desvelan, en escena, los signos de la identidad nacional rememorados por
los grandes dramaturgos, cuando la expresión más perfecta del drama barroco se
formaliza en Calderón de la Barca (Benjamín, W., pág. 27,33). Ejemplaridad
llevada a la escena teatral, búsqueda de las fuentes primarias para se explicar y
revelar el paradigma histórico de la destitución de las insignias reales de El
Gran Príncipe de Fez (Calderón de la Barca, Tomo II, pág. 1363-409). Pues la
lectura de la Crónica de Enrique IV de Alonso de Palencia, por ejemplo, nos
permite conocer la Farsa de Ávila: la destitución, el 5 de junio de 1465, de todas
las insignias reales de aquel Rey que, por ser grande admirador de la cultura
árabe, intenta dos guerras contra los moros de Granada que no se efectivan (Pa-
lencia, cap. VIII, pág. 167).
En ese momento histórico, se cuestiona la autoridad sobre el territorio de
Castilla, pues la nacionalidad «depende da formacáo de um poder político como
autoridade sobre um territorio» (Matoso, pág. 155). No se trata, apenas, de un
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España no es sólo una tierra, sino que es el espacio en que se da una vida colec-
tiva, con sus valores propios, con sentimientos y aún méritos privativos... porque
bastan los merecimientos de unos pocos, para que por su vinculación solidaria se
difundan sobre todos (Maravall, pág. 18).
De ese modo, Híspanla, como también hispanos se refieren a la existencia co-
lectiva común, con una forma determinada de vida, en un ámbito territorial. Ha-
biendo, por tanto, la consciencia de pertenecer a la tierra. Y cuando Lope de Ve-
ga pone en escena a España dominada bajo los moros y hebreos, trae además a
la memoria de sus espectadores y para sus lectores de hoy lo que significó la
palabra Hispania durante muchos siglos: la llamada a la Reconquista de todos
los habitantes peninsulares. Responder a esa llamada es exigencia histórica de
todos y determina el verdadero significado del espacio Hispania, expresión de
un sentimiento de comunidad.
Mas en la situación 3, Jornada I, leemos:
ISAB.- (Hablando entre sueños.) Los reyes cristianos fueron
¿Qué me queréis, pensamientos? Tan valerosos en todo,
Por Rodrigo, desdichado que ya al muerto valor godo
en las armas y el amor, vida con las armas dieron,
quedó el español valor Yo soy mujer, no me toca
al africano postrado. la guerra: a mi hermano sí».
La afirmativa «que ya al muerto valor godo» configura la visión en sueños de
España bajo los moros y los hebreos, como observamos ya; se abre la escena a
la teatralidad, a otro espacio, dentro de la misma representación: espacio escéni-
co privilegiado de lo maravilloso. Hay que rememorar la pérdida de España a
los moros y acordarse, en aquel «Siglo de Oro» que «los Reyes Católicos habían
pasado ya a la historia como símbolos de una Edad dorada a la que Castilla
siempre desearía volver» como observa Elliot (pág. 160). Distintamente de la
Corte de Isabel y Fernando, «la caza, el teatro y las despilfarradas fiestas de la
Corte ocupaban los días del rey y de sus ministros» (pág. 331). Pero en la defi-
nición de identidad nacional, en el enfrentamiento presente / pasado, la Infanta
rememora el valor godo que, a su vez, acuerda a los espectadores / lectores la
herencia goda (Maravall, págs. 299-326).
El juego de espejos, espacios y tiempos se multiplican y nos llevan a la Nue-
va España. Sor Juana Inés de la Cruz, seguidora de Calderón de la Barca, en el
auto El Mártir del Sacramento, San Hermenegildo (Tomo III, pág. 97-183) anti-
cipa, en didascalia implícita, réplica de Leovigildo, la visión de ese rey godo:
ojos de la imaginación, fantasía, teatro de la memoria; descripción de la España
visigoda, «la serie Regia de la gloria goda» puesta en escena, recuperación de la
memoria histórica peninsular:
LEOVIGILDO
Una Belleza y de acero lustroso
Que de laurel corona la cabeza, Viste y adorna a un tiempo el pecho
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Oro» de Castilla, la unidad política y religiosa que representa 77 años de paz pa-
ra los moriscos, es decir, de tolerancia de la autoridad Real. Derrotas- la Tregua
de Doce Años firmada por el Rey Felipe III con los Países Bajos, el 9 de abril de
1609, juntamente con la expulsión de los moriscos, cuando señalamos la opor-
tunidad de la obra de Lope de Vega de 1611, delante de hechos tan recientes.
Nos cabe acordarnos, juntamente con los espectadores de Calderón de la Barca
en 1626, de la conquista de Breda representada en el «Sitio de Breda...» en
1633, la guerra mantuana de 1628, «que dejó entrever que tarde o temprano
Francia y España se verían enzarzadas nuevamente en una guerra abierta», co-
mo afirma Elliot pues
parece desde la perspectiva actual, el más grave error cometido por Olivares en
el campo de la política exterior. Resucitó todos los antiguos temores europeos de
una agresión española... Aunque Francia no declaró la guerra a España hasta
1635, los años de 1628 a 1635 transcurrieron bajo la continua amenaza de un con-
flicto (pág. 364).
Frente al espejo de la memoria histórica, la imposibilidad de paz con Francia
en aquellos años de crisis del XVII, en el reinado de Felipe IV, cuando el sueño
imperial se deshacía, el dramaturgo Calderón de la Barca recuerda a los espec-
tadores a Felipe II en la afirmación de la identidad nacional española, cuando
dicta la pragmática contra los moriscos. Pero en aquel 1633, aunque expulsados
en 1609 por Felipe III, los moriscos estaban puestos en escena. Su cultura es re-
cordada y permanece allí en la memoria. En el teatro del siglo XVII señalamos,
parafraseando al historiador José Antonio Maravall, que sujetos de distintos he-
chos históricos toman un carácter de comunidad al que les correponde el carác-
ter unitario de ese espacio -España- en que se encuentran instalados. La unidad
de ese ámbito es el escenario en donde viven grupos humanos —castellanos, mo-
riscos— actores de la Historia bajo distintos Reyes: Isabel y Fernando unieron
los reinos y los mantuvieron unidos por una Corte que se mostraba a sus vasa-
llos, que se veía en distintas partes del reino; Felipe II se centró en El Escorial y
se mostraba poco. Sus sucesores hicieron de Madrid la Corte de la fiesta y del
teatro; poco viajaron por sus reinos. Lo expuesto nos lleva la atención para la fi-
gura del Rey que, por su presencia o ausencia, reafirma o no la unidad de sus
reinos en su persona que se muestra como símbolo de la identidad nacional. Pe-
ro ese es otro tema.
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