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El pequeño libro de la
ASTUCIA
Estrategias, técnicas y rasgos de carácter para el cultivo de una
personalidad astuta
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El pequeño libro de la astucia. Estrategias, técnicas y rasgos de carácter para el cultivo de una
personalidad astuta, por Lucas Bracco.
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Índice
Introducción
La astucia vital: razón vs emoción
Todo está en la actitud
Entrar en acción
Nuestro trato con la gente
Haz nacer en los demás el aprecio hacia ti
Comunicación astuta
Lenguaje no verbal
Influencia y persuasión
Cultiva tu sentido del humor
Conclusión
BIBLIOGRAFÍA
Introducción
“Os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, astutos como la
serpiente y sencillos como palomas”
«Tengo que tener mucho dinero, debería ser exitoso en la vida (sería
terrible que no lo fuera pues entonces sería un perdedor y no podría
soportarlo)»
Para la persona sagaz es muy poca la suerte que se espera y mucha la que se
obtiene. En otras palabras, hay que actuar como si la suerte no existiera.
Para el individuo astuto existe solo el trabajo duro y la astucia, únicos
elementos que lo llevarán lejos en la vida. Y así como casi no hay buena
suerte que no sea la consecuencia directa del trabajo duro y la astucia, así
tampoco hay mucha mala suerte que no sea producto de la estupidez y la
pereza física y mental. Si hay que alejarse de quienes tengan mala suerte, es
principalmente porque la desdicha que su indolencia les provoca es tan
contagiosa como un virus. Si le das paso libre a un mal ajeno, ten por
seguro que detrás de él vendrán más y mayores males. Ahora bien, cuando
llegue esa poca buena suerte que es producto del puro azar, aprovéchala con
toda la audacia de la que seas capaz.
Hay que saber esperar la ocasión oportuna. De la misma manera que en
los mercados financieros hay que identificar el momento exacto en el que
nos traerá un beneficio comprar o vender una acción, en la vida hay que
aprender a reconocer el tiempo adecuado para emprender nuestras acciones.
Por ejemplo, en el momento en el que nos sintamos con fuerzas suficientes
para afrontar un problema, hay que solucionarlo inmediatamente. Siempre
que te sea posible, espera con paciencia a que se presente la ocasión
propicia para actuar. Nunca te apresures. Apresurarse casi nunca tiene un
buen resultado porque los asuntos humanos, lo mismo que los de la
naturaleza, llevan un proceso que hay que respetar. Cuando las cosas estén
por fin en su punto, es momento de actuar. Esperar a que se presente la
oportunidad nos sirve además para reflexionar con cuidado el asunto y —
como decía Schopenhauer— madurar nuestras decisiones.
Si, por el contrario, la suerte te es desfavorable, no te empecines en
enmendarla, en luchar contra ella. Mejor retírate pronto y no insistas más,
no vaya ser que ella también se ensañe contigo y te haga doblemente
infeliz. Es una regla básica de la sagacidad el saber retirarse a tiempo, tanto
en lo malo como en lo bueno. Como en un casino, es hábil quien sabe
resistir la tentación de seguir ganando y pone a salvo sus ganancias a
tiempo. En el mercado accionario, los especuladores exitosos son los que
saben conformarse con las ganancias presentes y retiran sus posiciones
antes de que vuelvan a caer las acciones. Pues los acontecimientos se
suceden con celeridad y las cosas cambian muy rápidamente. No hay éxito
que dure mucho tiempo; hay que saber asegurarlo antes de que el continuo
devenir de los asuntos humanos lo transforme en un fracaso. Como dice
Gracián, “la fortuna se cansa de llevar a uno a cuestas durante mucho
tiempo”.
Tampoco te confíes si el curso de acción que se te presenta parece
demasiado fácil. Acostúmbrate a dar lo fácil por difícil y viceversa. Cuando
un curso de acción es tan fácil que casi lo damos por hecho, es probable que
nos confiemos demasiado y terminemos por no hacerlo. Por ello es
recomendable comenzar lo fácil como si fuera difícil. Al contrario, cuando
la tarea nos parece de entrada difícil, hay que empezar por ella como si
fuera fácil, pues la visión de lo laborioso y complicado de la faena puede
llegar a paralizarnos. En otras palabras, cuando nos enfrentemos a una
ardua labor, no hay que pensarlo mucho, sino empezar a actuar
inmediatamente. A medida que nos esforcemos más y más, la tarea será
cada vez menos complicada.
No jugar a juego descubierto es una de las principales reglas de la
astucia. De todos los saberes prácticos que aquí te enseño, el saber
disimular es uno de los más importantes. Jugar a juego descubierto es muy
riesgoso, pues casi siempre nos lleva al fracaso de nuestros proyectos.
Nunca pongas todas las cartas sobre la mesa. Cuando tengas un objetivo en
mente, compartirlo con los demás suele no ser la mejor idea (a menos,
claro, que sean tus aliados y te ayuden a alcanzarlo). Acostúmbrate a decir
siempre menos de lo necesario. La gente es envidiosa y egoísta. Si muestras
todas tus cartas, muchos se convertirán en tus oponentes o competidores y
harán todo lo posible para frustrar tus planes. En el mundo de la empresa,
incluso en la oficina, todos compiten entre sí. Si declaras tus planes
abiertamente, date por muerto. Es mejor ser discreto y no exponer a nadie
tus intensiones. Francesco Guicciardini, un ambicioso filósofo, historiador y
político del siglo XVI, fue un maestro del cálculo, la prudencia y la reserva,
tanto en las palabras como en las acciones. Sabía disimular tan bien sus
sentimientos e intenciones que, pese a odiar a los sacerdotes de la Iglesia
con todo su corazón, logró obtener de los papas los más altos y prestigiosos
cargos.[19]
La acción audaz y sorpresiva tiene la ventaja de no darle tiempo a
quienes se nos oponen de concebir un obstáculo a nuestros planes. A veces
hay que aparentar anhelar incluso lo contrario a lo que realmente deseamos,
poniendo entre nosotros y nuestros oponentes una cortina de humo. El
pulpo puede huir porque el predador solo puede ver la nube de tinta que lo
ciega. De la misma manera, muchos animales se camuflan entre la maleza,
aparentando ser otra cosa que lo que son. Pues las cosas no pasan por ser lo
que son, sino por lo que parecen y son muchos los que se contentan con las
apariencias sin ver más allá. La astucia aprovecha esto en su favor y crea
una ilusión que encubre sus verdaderos propósitos. ¿Jugarías al póker con
las cartas abiertas? Pues alguien que no sabe reservarse sus secretos es un
manojo de cartas abiertas. Los asuntos importantes, como los ases, deben
permanecer totalmente secretos en las profundidades de tu pecho.
No revelar los planes es inteligente, sobre todo cuando no estamos bien
preparados. Pero incluso cuando estemos bien preparados, no es
conveniente revelarlos pues de esta manera evitaremos que los otros se nos
adelanten y frustren nuestros planes. Además, hay que tener a la mano otras
posibilidades de acción; plan A, plan B, plan C, de manera que, si uno de
ellos fracasa, tengamos otras cartas bajo la manga. Esto es parte de ir
siempre dos pasos adelante de nuestros oponentes. Prevemos las distintas
acciones y reacciones que podrían oponer a las nuestras y planeamos de
antemano nuestra respuesta. La idea es minimizar en lo posible los
imprevistos.
Y cuidado: existen varios métodos que los demás podrían usar para
sacarnos nuestros planes ocultos. Por ejemplo, alguien podría hacer y decir
como si ya supiera nuestro secreto y esperar a que nuestras reacciones lo
confirmen (aplica esta estrategia para sonsacar secretos a los demás).
Cuídate de estas insinuaciones, son trampas en las que puede caer el más
reservado. Confía en esta ley: las cosas que hay que hacer no se deben
decir. Actúa, pues, sin contar a nadie tus planes. Si te vences a ti mismo en
esta cuestión, triunfarás sin ningún problema.
Todo esto no quiere decir que mientas, sino que sepas callar la verdad
cuando es conveniente. Pues la verdad es una joya de cuidado, y es tan
necesario saberla decir como saberla callar. Quien es inteligente no necesita
mentir, pues sabe además que mintiendo se pierde la buena reputación. Por
ello mentir es una estrategia que jamás funciona en el largo plazo. Sin
embargo, tampoco es muy astuto quien va por la vida soltando verdades
como si fueran rosas. Recuerda, las rosas tienen espinas. Hay verdades que
afectan a los demás y otras que nos afectan a nosotros mismos. De la misma
manera que no le decimos a una señora que tiene sobrepeso, o no les
revelamos a los hijos ajenos que Santa no existe, no hablamos de nuestras
debilidades, de nuestros planes, de nuestras carencias si no es estrictamente
necesario.
El ser humano, por naturaleza, tiene mucha malicia en su corazón. Por
ello el sagaz está en una perpetua batalla contra los demás. Es contra la
malicia ajena que el astuto debe precaverse y es por ello que nunca hace
exactamente aquello que dice. Uno de los problemas más comunes al
disimular frente los demás nuestras intenciones es que pueden descubrir
nuestro juego. En ocasiones no basta con mantenerlos en la ignorancia no
revelando el propósito de nuestros actos. Para cualquiera resultará extraño
que nuestras acciones no tengan un propósito claro y sospecharán en
seguida que algo se les oculta. Lo mejor es, pues, hacer como si deseáramos
otra cosa que lo que en realidad deseamos. Es lo que se conoce como
presentar un falso objeto de deseo. Recuerda: las personas se dejan llevar
por las apariencias. Puesto que sería agotador ir por la vida dudando de todo
lo que se vemos u oímos, los humanos tendemos a dar por cierto lo primero
que se nos muestra. Preséntale a los demás un objetivo falso, un deseo
fingido; se quedarán tranquilos cuando crean saber qué es lo que te
propones. Para despistar a los demás puedes indicar que harás algo para
luego, inesperadamente, hacer lo contrario. Es decir, para tranquilizar a los
demás, puedes insinuarles una intención que sabes que los dejará
satisfechos. Pero cuando llegue el momento, sin anunciarlo, haz del modo
que a ti más convenga. Disimula, pues, tus intenciones y actúa rápidamente
y con destreza en la dirección deseada. Esto se llama «actuar con segundas
intenciones».
Apliquemos todavía un giro de tuerca más a la astucia de esta estrategia:
haz como si trataras de ocultar que deseas el falso objeto de deseo. Haz
como si de pronto te hubieras traicionado a ti mismo, como si se te hubiera
escapado por accidente que lo que realmente quieres es ese falso objeto de
deseo que has escogido para despistar. Los demás captarán al vuelo tu
“error” y se sentirán muy astutos por haber descubierto su secreto. Esto
impedirá que se den cuenta de tu juego.
Ahora bien, no se debe abusar de las segundas intenciones, sobre todo
porque se vuelve más probable que los otros las descubran, lo que sería
ruinoso para nosotros. Hay que procurar que todos nuestros disimulos y
simulaciones queden bien ocultos, pues son siempre aborrecibles a los ojos
de los demás. La treta, cuando es descubierta, hace odioso a quien la
emplea. Asegúrate, pues, de no ser descubierto, pues una argucia revelada
traerá como consecuencia la desconfianza y la sospecha, algo que será
luego muy difícil de revertir. Por ello insisto en que la persona astuta no es
nunca un vil manipulador; no está buscando todo el tiempo cómo engañar a
los demás con segundas intenciones, engaños y simulaciones. Quien es
sagaz utiliza la simulación y el disimulo en contadas ocasiones, pues es
únicamente cuando la ocasión lo amerite que el astuto recurre a ellas.
También tienes que aprender el sutil arte de tantear el terreno. Hay cierto
tipo de acciones sobre las cuales no nos es lícito preguntar a los demás si las
aceptarían o no, pues el solo hecho de mencionarlas podría provocar en
ellos oposición y rebeldía. Para valorar si alguna de estas acciones será o no
aceptada o bien recibida, hay que aprender a tantear el terreno. Para ello la
persona astuta, con mucha cautela y antes de haberlo reflexionado
cuidadosamente, revela, de manera sutil, cierta información o habla del
tema de manera indirecta y de forma que no lo comprometa. Si lo logra,
sabrá de antemano el modo como será recibida su maniobra y así podrá
proceder con libertad o, en su defecto, retirarse si hay cualquier riesgo.
Cuando tengas la seguridad de que puedes proceder con tu maniobra,
comienza cuanto antes con resolución. No es astuto quien no es resoluto.
De nada sirve ser sagaz si no se emplea la sagacidad con decisión en cada
situación que lo requiera. La falta de decisión es incluso peor que la mala
ejecución, pues a esta le falta la excelencia, pero a la primera le falta todo.
La inteligencia no es nada en la inactividad. Cuando hayas reflexionado con
cuidado sobre el curso de acción a tomar, no lo reveles a nadie, pon manos a
la obra y no te detengas ante nada. El acierto de nuestros proyectos es
inalcanzable sin la resolución. Ahora bien, no actúes a menos que no te
queden dudas acerca del buen éxito de tu decisión. Y cuando nuestro
proyecto implica a más personas, la sospecha de que estamos inseguros de
nuestra resolución es la mejor forma de suscitar en los demás la
desconfianza y la desobediencia. Además de ser astutos, rápidos e
inteligentes, hay que ser decididos. Hoy en día los problemas que acosan a
las personas en puestos de poder, por ser tan complejos y difíciles, hace que
necesiten rodearse de especialistas e intelectuales para que les ayuden en la
toma de decisiones. No obstante la ayuda, los líderes necesitan mucha
perspicacia para salir airosos, pues son ellos los que tienen que tomar las
decisiones finales. Es por ello que una de las cualidades más importantes de
un dirigente es tomar sin titubeos una decisión firme aun en caso de no
saber si es la correcta. Como afirma Desmond Morris:
Los temores que nos impiden ser audaces muchas veces no guardan
proporción con la realidad. Se deben más bien al hábito adquirido de querer
evitar conflictos a toda costa. Pero las consecuencias de ser irresoluto son
mucho peores, pues hace que permanezcamos en nuestra zona de confort, o,
lo que es peor, puede acarrear el desastre en nuestros planes.
También hay que tener audacia para agarrar al toro por los cuernos. Ante
un problema o dificultad, nunca escondas la cabeza como el avestruz. Toda
preocupación es pequeña para quien se sabe defender. Hay que saber
encontrarle el gusto a la resolución de problemas. Hay que decir con orgullo
“Esto no podrá conmigo” y hacerle frente al obstáculo. Si nos rendimos a la
mala suerte, muy pronto se podría volver inaguantable. Por eso hay que
saber actuar rápidamente y contratacar con seso y con todas nuestras
fuerzas. Hay que ayudarse a sí mismo en tiempos de apuro, de otra manera
los problemas podrían duplicarse.
Ernesto y Dulce trabajaban en la misma oficina en Argentina, ninguno
de los dos —como muchos otros en la compañía— sabía inglés. Un día, su
jefe les comunicó la “buena noticia” de que el próximo año sus colegas de
la matriz en Nueva York vendrían a dar unos cursos de capacitación; “No se
preocupen —les dijeron—, habrá intérpretes”, pero al mismo tiempo se
hablaba de la oportunidad de traer personal de la matriz en Estados Unidos
e incluso de migrar allá en busca de mejores salarios y oportunidades. Muy
pronto, empezaron a recibir correos en inglés que no entendían y a ser
visitados por estadounidenses a los que solo podían sonreír. Estaban en un
problema. Dulce, comprendiendo el aprieto en el que se encontraba y el
riesgo creciente que se avecinaba, comenzó rápidamente a aprender inglés.
Tomó cursos intensivos, compró libros en inglés, veía películas de
Hollywood sin subtítulos y avanzó lo más rápido que pudo en el
aprendizaje del idioma. Ernesto, por su parte, también se preocupó, pero
nunca se ocupó. Hablaba a sus amigos de lo intranquilo que estaba por el
problema que se aproximaba, pero se contentaba con despertar
conmiseración en ellos, ignorando los consejos y las advertencias, confiado
porque había más como él que no sabían inglés.
Cuando los colegas estadounidenses llegaron, necesitaron al principio de
los intérpretes y Ernesto estaba cómodo en su ignorancia. Pero pronto las
cosas cambiaron. Los empleados que como Dulce se habían preocupado por
aprender el idioma, comenzaron a hacerles preguntas en inglés sin la
necesidad de recurrir a los intérpretes. Entendían los correos sin ayuda y
empezaron a establecer relaciones directas con sus colegas extranjeros.
Pronto la gerencia resintió el gasto en intérpretes y en todas las nuevas
contrataciones comenzaron a pedir el conocimiento del inglés. Para el
segundo año de relaciones con la matriz, todos los empleados de nueva
contratación dominaban el idioma. Dulce, por su parte, había avanzado
mucho en sus cursos y estaba solicitando un cambio para mudarse a Nueva
York. En cambio, los problemas de Ernesto se multiplicaban. Le llegaban
correos y reportes que no podía entender; dejaron de pagar a los intérpretes
en las capacitaciones y estaba cada vez más aislado, pues no podía convivir
con sus nuevos colegas extranjeros. En el tercer año, cuando hubo recorte
de personal, Ernesto fue despedido. Dulce se enteró del recorte de personal
mientras leía el New York Times en su nueva oficina en Times Square.
Hay personas que, como Ernesto, se ayudan poco a sí mismas cuando
tienen un problema. Otros prefieren de plano no hacer nada. Quien es
avispado, cuando cae en un agujero no deja pasar un minuto antes de
ponerse a trabajar para salir de él. A nuestras debilidades y problemas hay
que ayudarnos primero con la reflexión y luego con la acción...
¡inmediatamente! A quien sabe defenderse, toda dificultad le parece
pequeña, pues toma al toro por los cuernos de inmediato y no tiene ni
tiempo para preocuparse. Quien cae en la indolencia y no acostumbra
movilizar sus recursos para salir de sus problemas, las preocupaciones lo
carcomen y le parecen enormes.
Ser audaz en la ejecución de una acción tiene muchas más ventajas que
peligros. Ojo, siempre y cuando hayas pensado con cuidado lo que vas a
hacer. Quien se arroja a la acción antes de haber evaluado fría y
cuidadosamente los peligros a los que se expone, no es audaz, sino
temerario. Temerario es quien es excesivamente imprudente arrostrando
peligros. La audacia tiene que ver con la osadía, con el atrevimiento y la
resolución a la hora de ejecutar un plan de acción previamente meditado.
Pero no se opone solamente a la temeridad, sino sobre todo a la vacilación y
la inseguridad. Una vez hemos calculado determinado curso de acción, la
vacilación en la ejecución no debe tener cabida, pues irá en detrimento
incluso del mejor plan de acción. La inseguridad atrae el desastre y la mala
fortuna de la misma manera que nuestras debilidades despiertan la crueldad
de los demás. Es, por otro lado, contagiosa: si nuestros seguidores o
subordinados perciben que dudamos, seguirán nuestros pasos por el camino
de la indecisión. La audacia, por el contrario, elimina todo obstáculo. Como
dice Robert Green:
Entre el viento norte y el sol dicen que se entabló una discusión a propósito de
quién le quitaría el abrigo a un campesino que iba de camino. Sopló el norte
primero, como cuando sopla desde Tracia, pensando que se lo arrancaría a su
portador por la fuerza. Pero éste no sólo no aflojó, sino que, al entrarle frío, se ciñó
los bordes con las manos por todas partes y se sentó, reclinando la espalda en el
saliente de una roca. El sol en cambio, al principio asomó suave, librando a nuestro
hombre del frío del nortazo y después fue añadiendo más calor. De pronto le entró
calor al labrador y él mismo tiró el abrigo y se desnudó. El norte fue así derrotado
en la competición. Y dice la fábula: «Procura, hijo, la delicadeza. Conseguirás
hacer más por la persuasión que por la violencia[25]».
La moraleja es clara: más vale maña (es decir, astucia) que fuerza. Esto
no implica que no digamos nada cuando algo (un servicio, el trato ajeno, un
producto defectuoso) no es de nuestro agrado. ¿Cuál es, pues, la manera
más astuta de expresar una queja? Empezando de forma amigable. Si en un
restaurante nos dan un mal servicio, podemos, por ejemplo, comenzar
valorando lo que encontramos satisfactorio. Le decimos al gerente o dueño
del lugar que la comida fue excelente, que nos encanta el decorado del
lugar, etc. Ante los elogios, regularmente nos devolverán gestos de
complacencia y agradecimiento. Es entonces cuando le mencionaremos “un
pequeño detalle que podría enturbiar su prestigio”. Con amabilidad y tacto
(nunca con irritación y crítica acerba) le hacemos notar los pormenores del
mal servicio que recibimos —por ejemplo— del mesero y le repetimos que
juzgamos necesario “enterarlo” de la situación de modo que el restaurante
no vea comprometida su buena reputación. Nos despedimos con tono
amigable y ya está. ¿No es esto mucho más efectivo que salir del
restaurante despotricando contra todos? Pues si nos despedimos con
regaños y amenazas, no solo lograremos que todos en el restaurante
agradezcan que nos hayamos ido, sino que mesero y gerente por igual se
burlarán de nosotros a nuestras espaldas y desearán que nunca pisemos el
restaurante otra vez.
De la misma manera, para llamar la atención de un subordinado
expresamos primero aprecio por todo lo que ha hecho bien, lo felicitamos
calurosamente por sus éxitos (por más pequeños que sean) y solo después le
mencionamos, de manera amigable, aquello en lo que podría mejorar. Pero
no le digamos “Hiciste mal esto porque…”; digámosle mejor “Esto lo
podrías hacer mejor si lo haces así y asá”, etc.
Procura, pues, no fastidiar a los demás. Al contrario, hay que aprender a
atraerlos y hacerlos nuestros partidarios. La benevolencia hacia los demás y
los favores o ayuda que les podamos brindar son los principales factores a
la hora de hacer una red sólida de amigos y aliados. Empezando por los
favores, hay que analizarlos bien, pues la naturaleza de los favores es más
compleja de lo que parece a primera vista. Los favores nunca son regalos,
es decir, nunca son algo que se dé de manera unilateral y sin consecuencias.
De hecho, la lógica del regalo tampoco es tan inocente como se piensa.
Cuando recibimos un regalo, por más que las intenciones de quien lo hace
sean desinteresadas, quedamos en deuda. De aquí que en los negocios
abunden los agasajos en restaurantes de lujo a los proveedores y clientes y
los obsequios ocasionales. Cuando nos ofrecen muestras gratis en los
supermercados, la intención es no solo que probemos el producto, sino que
nos sintamos agradecidos y en deuda y estemos más predispuestos a
adquirir el producto para devolver el favor. En este sentido, el astuto utiliza
los favores —valga la redundancia— a su favor.
Toda la ayuda que prestamos son deudas que los demás contraen con
nosotros y que podemos cobrar cuando lo necesitemos. Es difícil que
alguien se resista a ayudarnos si en el pasado a disfrutado de nuestro
auxilio. Por esta razón, el astuto acumula favores como si fueran letras de
cambio que puede cobrar en tiempos difíciles. Ahora bien, no pongas mala
cara cuando otorgues favores a los demás. Hazlo con amabilidad, elegancia
y garbo, haciendo alarde de la amistad o de la lealtad o cosas por el estilo.
Haz como si fueras el rey que reparte a sus súbditos las atenciones que se
han ganado. Hay que estar siempre dispuesto a dar de buena voluntad.
Quien es hábil socialmente nunca es tacaño en otorgar favores a los demás.
Sobre todo estamos en un puesto de poder, es fundamental tener fama de
complacientes y de generosos. De hecho, una de las ventajas de estar en un
buen puesto es la de tener la posibilidad de dar más a quienes están abajo de
nosotros. Haremos muchos amigos si somos generosos y complacientes con
ellos, lo que creará para nosotros una gran reserva de favores en caso de
necesidad.
Con todo, no abuses de los amigos queriendo que te den más de lo que
ya te dan. No andes por ahí cobrando favores; utilízalos solo cuando sea
estrictamente necesario. De hecho, casi nunca te será necesario pedir de
vuelta los favores: la buena voluntad y la amistad de aquellos con quienes
has sido generoso bastará para crear alrededor de ti una atmósfera de
cordialidad, de protección y de buenas oportunidades, es decir, de ¡buena
suerte!, atmósfera que te permitirá ir por la vida sin mayores contratiempos.
Algo más sobre el arte de dar y recibir favores. Como queda dicho,
cuando haces un favor creas una deuda de gratitud. Crear muchas deudas de
gratitud en los demás es como aumentar tus ahorros bancarios para los
tiempos difíciles. Ahora bien, procura no otorgar favores que sean
impagables, pues no se debe poner en un aprieto a quien nos queda
agradecido. La forma más fácil de perder a un deudor es endeudarlo
demasiado de manera que le sea imposible correspondernos. Cuando
nuestro benefactor no puede pagarnos el auxilio recibido, es más fácil que
abandonen el agradecimiento e incluso se pueden convertir en nuestros
enemigos. Hay que dar con inteligencia: un poco cada vez, pero con
frecuencia.
Cuando eres tú el que recibe un favor, es como si hicieras un cargo a tu
línea de crédito. No es bueno acumular deudas, así que tendrás que ser muy
hábil para transformar este pasivo en un activo. ¿De qué manera?
Cambiando la dirección de los favores; haciendo, con mucha maña, que
parezca que hacemos un favor cuando en realidad lo estamos recibiendo.
Esto se logra premiando al otro en el momento en el que obtenemos su
ayuda. Por ejemplo, haciendo que el hecho de que nos otorgue un beneficio
sea en realidad un honor para nuestro benefactor. Las personas que tienen
un cargo importante lo tienen más fácil: cuando les hacemos un favor, su
agradecimiento público, manifestado con pompa y boato, es ya un favor
devuelto para nosotros. Cuando no tenemos la suerte de ser tan importantes,
se necesita mucha habilidad para lograr este efecto. Hay personas que, al
recibir ayuda ajena, actúan de manera que parece que los otros cancelan una
deuda al hacerlo. El otro se queda con la duda de quién hizo el favor a
quién. Esto se puede lograr, por ejemplo, elogiando a nuestro bienhechor,
ya sea alabando su generosidad y su altruismo, ya sea ensalzando su gusto
en el regalo que recibimos. Cuando premiamos de este modo la bondad del
otro por hacernos un favor, cancelamos —aunque sea un poquito— nuestra
deuda de gratitud. Cuidado, que el otro también puede hacernos caer en esta
pequeña trampa. Si se requiere de mucha destreza para lograr el truco, se
requiere aún más para descubrir la maña en el otro, pues sus elogios pueden
cegarnos en ese momento. Deshaz el engaño y recupera el beneficio que se
te debe devolviéndole al astuto sus elogios. Es decir, si cuando das un favor,
el otro se deshace en elogios y zalamería, devuélvele toda la miel y deja en
claro el gusto que te da en otorgarle un favor.
Si bien no es conveniente acumular deudas de gratitud para con los
demás, a veces te será necesario solicitar favores a los demás. Para pedir a
aquellos que siempre tienen el no en la boca hay que tener mucha maña. En
primer lugar, hay que agarrarlos de buen humor, pues es cuando están
alegres cuando se permiten dar favores. Si te enteras de que ese día ya se le
ha negado a alguien más, no hay nada que hacer; retírate y espera con
paciencia otra oportunidad.
A los amigos hay que saber utilizarlos. Claro, en el buen sentido de la
palabra. Hay que saber apoyarse en ellos cuando la ocasión lo demande.
Pero cuidado con abusar de su confianza pues el apoyo que de buen corazón
nos ofrecen no es infinito. Si pedimos su ayuda incluso para las cosas más
insignificantes, pronto se hartarán de nosotros. Y puesto que el auxilio y los
favores de nuestros allegados es un bien precioso, vale más saber conservar
a las personas que las posesiones materiales. He aquí un ejemplo de la vida
real. Como reconocido instructor de oratoria, José tenía algunos clientes
influyentes y poderosos que poseían altos cargos en la política. Al cabo de
varios años de clases, la frecuencia de las relaciones estableció verdaderos
vínculos de amistad entre José y estas personalidades, lo que le daba a José
cierta sensación de importancia y falso estatus. Cuando algunos de estos
políticos le regalaban a José asientos en un palco en la ópera, o cenas en
restaurantes exclusivos, José se sentía en las nubes. No paraba de hablar a
los demás de sus relaciones con “el Poder”, de su amistad con Mengano o
Zutano. Su falsa sensación de importancia, con la necesidad de mantenerla
de cara a los demás, fue creciendo sin medida, lo que lo llevó a solicitar
favores a sus influyentes amigos cada vez con mayor frecuencia. “¿Tendrás
otra cena gratis en x restaurante? Quiero llevar a mi novia”; “¿Me ayudarías
a ahuyentar a este agente de tránsito? Me quiere multar por una nadería”;
“¿Irás a la ópera este fin de semana? ¡Darán Carmen!”. Por supuesto, los
influyentes amigos de José comenzaron a cansarse de él. Lo comenzaron a
ver como una mediocre sanguijuela que se aprovechaba de sus relaciones.
Poco a poco fueron ausentándose de sus cursos pretextando falta de tiempo
o cualquier otra razón. Uno a uno, todos terminaron abandonando a José y
sus cursos perdieron el brillo que solían tener.
Los grandes amigos son para las grandes ocasiones. Nunca emplees
mucha de la confianza que se te tiene en cosas sin importancia, pues es un
desperdicio además de un abuso. Si el asunto puede resolverse sin ayuda, es
mejor no pedirla. Si piensas que, aunque el problema es insignificante,
necesitas un poco de ayuda externa, entonces pídela, pero procura premiarla
con otro favor o con una pequeña recompensa de manera que el otro no vea
la gratuidad de su apoyo. Procura requerir, pues, lo menos posible de la
ayuda de los demás, pues es un recurso escaso que puede perderse
totalmente si se abusa de él.
Otra de las ventajas de otorgar favores y ayuda a los demás es que
reforzamos así la dependencia que ellos tienen hacia nosotros, sobre todo si
para ello nos valemos de un talento difícilmente remplazable. Aquí el
agradecimiento ajeno se convierte en verdadera dependencia. Pues, ¿quién
es más sagaz, el que logra que la gente le esté agradecida o el que consigue
que le necesiten? Quien está agradecido con nosotros, o pronto lo olvida, o
se sentirá en deuda, por lo que pronto nos rehuirá. Quien depende de
nosotros, por el contrario, no solo nos buscará, sino que nos apoyará en
todas las dificultades por una sencilla razón: de nuestra suerte depende la
suya. Quien necesita de nosotros no dejará de correspondernos y de
estimarnos. No así el que queda satisfecho con nuestros favores, pues
enseguida nos volverá la espalda. Por eso es necesario mantener necesitados
a quien queramos tener bajo nuestro control sin satisfacer nunca su ansia. El
astuto está atento a aquello que las personas más parecen necesitar para
dárselo luego a cuentagotas. ¿La amada quisiera sentirse bella? ¿El patrón
inseguro necesita halagos? Dáselos, pero sin satisfacer nunca del todo su
necesidad. Podemos hacernos necesarios por nuestro dinero, por nuestro
talento o por nuestros conocimientos. Esta es la importancia de hacernos
necesarios. Hacer que los demás dependan de nosotros, que nos quieran y
nos necesiten es una de las mejores formas de hacer que los demás hagan lo
que queramos. Si los demás son incapaces de funcionar sin nosotros, es más
probable que nos lo retribuyan con algo a cambio. Quienes dependen de
nosotros tratarán de tenernos contentos, así que procurarán complacer
nuestros deseos y peticiones.
Se dice por ahí que en el mundo de la empresa todos somos
prescindibles. En buena medida, esto es cierto. El mundo laboral está tan
competido que para cualquier puesto puede encontrarse pronto un sustituto.
Sin embargo, eso no quita que podamos darle a nuestros superiores buenas
razones para que se lo piensen dos veces antes de ponernos en las listas de
recorte de personal. Para ello tenemos que hacernos tan indispensables
como podamos, utilizando para ello algún talento o habilidad difícil de
reemplazar. Hacer que los demás dependan de nosotros, que nos quieran y
nos necesiten es la mejor forma de hacer que los demás hagan lo que
queramos. Esto cae dentro de la ley de la reciprocidad: si los demás son
incapaces de funcionar sin nosotros, es más probable que nos lo retribuyan
con algo a cambio. Por lo general (y como mínimo), en el mundo de la
empresa se nos compensa con la permanencia en nuestro trabajo. Pero
también quienes dependen de nosotros tratarán de tenernos contentos, así
que procurarán complacer nuestros deseos y peticiones.
Esto se ve muy bien en las relaciones amorosas en las que la
dependencia emocional está presente. El amante que depende del cariño de
su pareja para sentirse bien es el más complaciente del mundo, incluso si
sus atenciones van en contra de sus propios intereses. La dependencia
emocional en las parejas es, por supuesto, algo con lo que cualquier
terapeuta estaría en contra, pero es un buen ejemplo en la medida en que
nos muestra cómo funciona la dependencia. Quien es dependiente no solo
desea que el objeto de su dependencia permanezca cerca, sino que hará todo
lo posible para que así sea. De aquí que tendamos a ser complacientes y
obsequiosos con aquellos a quienes necesitamos. Acatamos su voluntad y
nos subordinamos a sus deseos precisamente para no poner en peligro una
relación sin la cual no funcionamos.
De modo que, si logras que tu jefe dependa de ti, en cierto modo los
papeles se invierten: no funcionará sin tus servicios, así que le será muy
difícil privarse de ti. Es como cualquier adicción: el cuerpo se habitúa tanto
a la sustancia adictiva que privarse de ella causa un tremendo malestar. Esto
se traduce en control. Si logras hacerte necesario y crear así una relación de
dependencia, podrás lograr que el otro haga lo que tú quieres. Cuando se
habla del ‘poder detrás de la silla’, se hace referencia al poder y el control
que ejerce algún subordinado sobre el líder. Y este control no es otra cosa
que dependencia.
Lo contrario también es cierto: en general, cualquier cosa de la que
dependamos ejerce poder sobre nosotros. La libertad, en este sentido, está
en relación inversa con la dependencia. Mientras menos cosas necesitemos,
más libres seremos. De la misma manera que es conveniente hacer que los
demás dependan de nosotros, nos conviene depender lo menos posible de
los demás. Cuando dependemos de los otros, es más fácil que ellos puedan
impedir nuestro desarrollo, pues la dependencia ejerce sobre nosotros un
poder del que solo se puede escapar funcionando sin ellos.
Es fundamental entender la ley de la dependencia. Nosotros, como seres
humanos, dependemos de una infinidad de cosas. Sin aire, sin agua, sin
alimentos, moriríamos. De ahí que nuestra naturaleza dependiente tenga que
procurarse estos recursos durante todo el transcurso de nuestra vida.
Cuando somos niños, dependemos en todo de nuestros padres y por ello
estos tienen sobre nosotros un poder casi absoluto, poder que nos empieza a
pesar cuando nos empezamos a volver más independientes hasta que,
finalmente (cansados de seguir viviendo bajo su autoridad), nos volvemos
totalmente independientes y dejamos el nido.
Volviendo al aspecto amoroso, quien es dependiente emocionalmente es
más propenso a sufrir en la relación, pues será más proclive a los celos
injustificados o al temor irracional de perder a la persona amada. En el
ámbito laboral encontramos la misma ley, pues cuando dependemos de un
salario, la empresa para la cual trabajamos tiene un poder inmenso sobre
nosotros. Ser independiente económicamente es, por esta razón, algo
liberador, pues somos nosotros quienes decidimos sobre nuestros horarios,
días de descanso e incluso sobre el monto que queremos ganar. En una
palabra, dependencia es esclavitud, independencia es libertad.
Por ello es inteligente no poner todos los huevos en una canasta. Astuto
es quien multiplica sus recursos de manera que no dependa de uno solo.
Cuando hablamos de fuentes de ingresos, todos sabemos lo riesgoso que es
depender de un solo trabajo. Si te despiden, todo se acabó. En estos tiempos
en los que es fácil tener otras fuentes de ingresos fuera de la principal
(sobre todo con el advenimiento de internet), no dudes en multiplicarlas. Y
esto no solo aplica con los ingresos: las fuentes de provecho, de placer y de
favores también tienen que variarse. Cuando inviertes en la bolsa de
valores, no pones todo en una sola acción, sino en varias, ¿no es así?.
Diversificas tu cartera. Cuando tienes documentos importantes que guardar,
haces un respaldo en otro medio de almacenamiento. Es prudente no tener
solo un banco, como es listo quien no tiene solo un abogado o quien recurre
a más de un diagnóstico médico cuando la enfermedad es seria. De igual
manera, tus círculos sociales deberán ser lo más amplios posibles, sobre
todo aquellos en los que puedas brindar favores a los demás y recibirlos
cuando los necesites. En definitiva, el arte de vivir del astuto demanda
duplicar y triplicar las fuentes de recursos vitales, pues la suerte es frágil y
puede traicionarnos en cualquier momento y para ello lo mejor es la
prevención.
Hablábamos antes del autocontrol. El autocontrol implica discreción y
circunspección en las palabras. Por eso se dice que la reserva es la marca de
la inteligencia. Ahora bien, si nos equivocamos, no hay que insistir en el
error. Cuanto te equivoques y te des cuenta de ello, reconoce tu error y
rectifica. Parece algo obvio, pero hay personas que, aun dándose cuenta de
su error, se sienten obligadas a defenderlo contra viento y marea. Ven el
error, pero exteriormente lo defienden y hacen como si estuvieran en lo
correcto. Proceder así es claramente una necedad, pues convierten su error
en una obligación. ¡Cosa ridícula! Una cosa es ser despistado, imprudente o
descuidado, y otra muy diferente ser un necio. No persistas en tu torpeza
inicial; no seas constante en la impertinencia.
Recuerda que las palabras tienen un poder inmenso, para bien y para
mal. Como dice Gracián:
Las saetas atraviesan el cuerpo y el alma las malas palabras. Una buena pastilla
hace que huela bien la boca: saber vender el aire es una muestra de perspicacia. La
mayoría de las cosas se paga con palabras. Ellas solas pueden realizar imposibles.
Los negocios se hacen con aire y son aire. El aliento del superior alienta mucho.
Siempre hay que tener azúcar en la boca para endulzar las palabras, pues saben
bien hasta a los enemigos. El único medio para ser amable es ser apacible.[26]
Hay que hablar, pues, con prudencia. Como dice el refrán, «La lengua es
una fiera: si se suelta una vez, es muy difícil volver a encadenarla». Soltar
las palabras es fácil, siempre hay tiempo para ello. Para retirarlas, en
cambio, aún no existe método alguno. Por ahí se dice que habría que hablar
como en los testamentos: mientras menos palabras, menos pleitos. Mientras
menos hablemos, menos estaremos propensos a ser objeto de malas
interpretaciones. Hay que ser, pues, muy cautelosos con lo que decimos.
Muchas veces la verborrea provoca males sin término. El locuaz es siempre
tenido por atolondrado e irreflexivo. Quien guarda silencio, en cambio, crea
sobre sí un aura de misterio y es respetado, pues el secreto colinda con lo
divino.
Es cierto que en nuestras sociedades occidentales la libertad de opinión
se aprecia y se respeta. De hecho, está mal visto que uno se adapte siempre
a la opinión ajena. Con todo, en ocasiones vale la pena ser un poco
camaleónico y no discrepar con los demás. Hay que guardarnos muy bien
de decir exactamente lo que pensamos, sobre todo cuando lo decimos a un
público muy amplio. Nuestros pensamientos y sentimientos más veraces
hay que reservarlos para nuestro círculo más íntimo. Con el gran público la
persona astuta es más discreta, más adaptable y complaciente. Pues la
simpatía de los demás la podemos ganar no solo con generosidad, sino
simplemente asemejándonos a sus gustos y opiniones. Para ganarse a todos,
hay que saber observar y ajustarse a la personalidad de cada uno según
convenga. Esto es más fácil para quien tiene amplios conocimientos y
refinada cultura, pues así es más sencillo adaptarse a la gente llana. Lo
contrario es imposible y por ello la persona astuta procura instruirse y tener
gustos refinados.
Evita también corregir los errores de los demás en las conversaciones,
ya se trate de la pronunciación de una palabra o de un lapsus línguae. Puede
que actúes con buena intención, pero el otro con toda seguridad se sentirá
humillado, sobre todo si hay más personas presentes. Recuerda, la gente se
ofende con mucha facilidad y el ofensor nunca sale indemne. Como dijera
alguna vez Schopenhauer, “El hombre que llega al mundo con la idea de
que instruirá a todos en temas de la más alta importancia podrá agradecer a
su buena estrella si escapa con vida”. En la vida hay que llevar una máscara
o, mejor dicho, muchas máscaras, una para cada ocasión. La libertad de
expresión total es algo socialmente imposible. Lo que no quiere decir que te
vuelvas un hipócrita. Lo único que se requiere es que no seas tan franco que
llegues al descaro y la insolencia.
Si te encuentras con gustos u opiniones diferentes a las tuyas, no te
apresures a decir “Eso es una mierda, deberías escuchar (pensar, ver, leer,
opinar, creer) esto que es mil veces mejor”. Quien así habla es
verdaderamente odioso y no se gana la simpatía de nadie. Son individuos
que sienten una imperiosa necesidad de demostrar la superioridad de sus
gustos y sus opiniones. Su soberbia ofende y fastidia a los demás. En lugar
de juzgar y criticar, calla. Si vas a hablar de lo que a ti te gusta, exprésalo
como una recomendación. Si quieres decir tu opinión sobre algún asunto
candente, dilo como una sugerencia, como una posibilidad sobre la cual ni
Dios sabe cuál es la verdad. En estos tiempos en los que los temas políticos
y económicos provocan tanta división entre las personas, es mejor no ser
confrontativos y ásperos en nuestros juicios. No digo que no expresemos
con libertad nuestros juicios y opiniones, después de todo las democracias
se construyen en los disensos y en la discusión abierta de los temas que
interesan a todos. Pero esto no quiere decir que tengamos que ser secos,
rígidos e intratables a la hora de discutir. Es mejor buscar coincidencias.
Busca el consenso, los puntos en común. En lugar de ser un peleón
insociable, conviértete en un mediador.
Si el asunto es de mucha importancia y tu suerte pende de un hilo, oculta
tus verdaderos pensamientos y vístete con el camuflaje de las ideas
convencionales. Los individuos más sagaces aprenden pronto que pueden
mostrar un comportamiento común y expresar ideas convencionales sin
tener que creer en ellos. En algunos círculos puede que incluso tengas que
ser el abogado más celoso de las ideas que ahí se tienen. En grupos en los
que predominan ideas y comportamientos ortodoxos y en donde todo
disidente es censurado y castigado como a un hereje, la mejor manera de no
levantar sospechas es guardar las apariencias y adecuarse al contexto.
Aunque aquí sostenemos que la persona verdaderamente astuta tiene
muy poco que ver con la mentira y el engaño del manipulador, también es
cierto que la ausencia total de mentira y engaño en una persona es, si no
imposible, por lo menos muestra de credulidad y candidez excesiva. No hay
que ser tan buenos que permitamos a otros ser malos a nuestra costa, pues
nada es más fácil de engañar que un hombre de bien. Hay que alternar la
astucia de la serpiente con la candidez de la paloma, como decía Jesús, pues
no solo el necio se engaña, sino también quien es demasiado bueno. Sobre
todo, tenemos que ser muy cautos y sagaces frente a la astucia de los
demás, pues muchos se aprovecharán de nosotros si confiamos demasiado
en ellos.
Y es que la sinceridad absoluta tal vez valga para las relaciones íntimas,
los amigos cercanos, la familia. En el juego de la astucia, sin embargo, es
inadmisible. De hecho, ni siquiera en nuestras relaciones más cercanas
somos totalmente sinceros. Ofenderíamos a todo el mundo si lo fuéramos.
Es más prudente medir y elegir bien nuestras palabras, dorar la píldora,
callar verdades hirientes.
El engaño y el disimulo es una estrategia frecuente en el reino animal.
Muchos animales emiten señales falsas para engañar a individuos tanto de
la propia especie como de otras. Hablamos de engaño animal cuando el
emisor de un mensaje falso pretende con ello modificar el comportamiento
de otro individuo en beneficio propio. Las tres clases de engaño en el
mundo animal se pueden englobar en tres clases principalmente: el engaño
táctico, el mimetismo y el camuflaje. Tenlas bien presentes pues también
son útiles en el mundo humano.
Hay muchos mentirosos y tramposos entre los animales, pero las sepias
son maestras del engaño. Son capaces de cambiar de color gracias a un tipo
de células especiales en su piel: los cromatóforos. En la Sepia plangon, una
especie que vive en los mares de Australia, el engaño llega al descaro.
Cuando un macho nada entre una hembra a su izquierda y otro macho a su
derecha, le emite a la hembra, con la parte izquierda de su cuerpo, señales
de macho, mientras que al competidor le emite señales de hembra. ¡Muy
astuto! Cuando pases por un estanque repleto de ranas croando, escucha con
atención. Es probable que varias estén mintiendo. El croar está directamente
relacionado con el tamaño de la rana. Un croar grave indica a las ranas
vecinas que es una rana grande la que lo emite. “Ni te acerques a mi
territorio, flacucha —dice este corpulento croar—: perderías fácilmente en
un combate limpio”. Pero hay ranas pequeñas que han aprendido a croar en
un tono más grave que el que correspondería a su tamaño. Son ranas más
débiles y mentirosas, pero finalmente intimidantes. Más vale maña que
fuerza.
Y es que la selección natural parece favoreces una mezcla de verdad y
mentira. Algunas mariposas, por ejemplo, desarrollaron los mismos dibujos
en sus alas que las mariposas venenosas para ahuyentar a los pájaros. Y
hablando de pájaros, los alcaudones tienen un llamado especial para avisar
a sus compañeros de la presencia de depredadores. Pero a veces, cuando la
comida es escaza, los alcaudones utilizan este llamado como falsa alarma
con el propósito de alejar a sus compañeros de la comida. ¡Qué bribones!
Como puedes ver, la mentira está muy extendida en el reino animal y el
homo sapiens no es la excepción. La historia humana está plagada de
engaños y mentiras, algunos célebres, otros infames. Desde el caballo de
Troya del astuto Ulises, hasta el caso Watergate en el mandato de Richard
Nixon. Como en el reino animal, el humano también tiene la necesidad
biológica de fingir para sobrevivir. Esto es lo que sostenía el filósofo
alemán Friedrich Nietzsche en uno de sus ensayos de juventud más
provocativos, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. En él,
Nietzsche proponía que, por razones de seguridad social, los seres humanos
hemos adquirido el compromiso moral de «mentir gregariamente». De la
misma manera que el croar mentiroso de las ranas o la piel engañosa de la
sepia, el intelecto humano tendría el principal fin de conservar al individuo
y a la especie. Puesto que no tenemos la fuerza de nuestra parte para
defendernos de las enormes fuerzas antagonistas de la naturaleza, lo que
utilizamos es nuestra inteligencia, esto es, nuestra astucia, muchas veces
expresada en el engaño, la farsa y la escenificación. Cito a Nietzsche:
El hombre pacífico tiene larga vida y la astucia nada mejor en las calmas
aguas de la paz. Es más inteligente vivir pacíficamente que estar pleiteando
y discutiendo todo el tiempo y con todo mundo. Vive y deja vivir; no te
preocupes de lo que no te importa y no te tomes todas las cosas tan en serio.
Oír, ver y callar. Pues no es muy inteligente tener malas maneras y ser de
trato difícil. Una cosa es el qué y otra cosa es el cómo: el último debe
facilitar el primero. Pues incluso cuando se tiene la razón y nuestra petición
o reclamo es justo, los malos modos pueden echarlo todo por la borda.
Los buenos, por el contrario, todo lo remedian. Sé diestro en el arte de
endulzar las negativas, los reclamos y las feas verdades con maneras
simpáticas que agraden a todos. Cualquier situación difícil de la vida puede
solucionarse con un comportamiento cortés. Nuestros conocimientos,
habilidades y cualidades nos forjarán nuestra reputación, y ser benévolo y
generoso con todos nos granjeará el afecto de los demás. A veces vale más
el afecto de los demás que su admiración. Es lo que se conoce como tener
don de gentes, algo que tiene que ver con el carisma natural y la buena
estrella de la persona, pero que se puede también trabajar mediante la
cortesía y la generosidad. El secreto está en tener siempre buenas palabras
para los demás, pero más aún mejores acciones. Amar para ser amado. Si
quieres dar siempre una buena primera impresión, sonríe. Más que un buen
atuendo, la sonrisa es nuestra carta de presentación más importante. Una
sonrisa sincera, que nazca del corazón, dice “Hey, usted me agrada, que
gusto verlo”. La sonrisa no cuesta nada y tiene un extraordinario poder.
Para ganarnos el apoyo de los otros y evitar su malevolencia, nada como
hacer y hablar de lo que a ellos les agrada. Hay que concebirse a sí mismo
como una fuente de placer y obtener placer también de ello. Pues para quien
tienen un alma grande, produce más placer hacer el bien que recibirlo. Se
influye mejor y de manera más directa en los demás con el premio que con
el castigo. Cuando haya que castigar, se debe procurar hacerlo a través de
un intermediario, de manera que el rencor y la malevolencia que el castigo
indefectiblemente provoca no recaiga sobre la verdadera causa sino sobre el
instrumento.
Todos conocemos a algún yoista: es la persona que solo sabe hablar de
sí misma. “Yo esto, yo lo otro, yo siempre y para toda la eternidad”. Son
fastidiosas, ¿no es cierto? Van por la vida tratando de hacer que los demás
se interesen por ellas sin lograr otra cosa que repeler a todos. Y nunca
escuchan; están tan interesados en seguir hablando de sí mismos... Ya lo
dijo Dale Carnegie:
Si quiere usted que la gente lo eluda y se ría de usted apenas le vuelve la espalda, y
hasta lo desprecie, aquí tiene la receta: Jamás escuche mientras hablen los demás.
Hable incesantemente de sí mismo. Si se le ocurre una idea cuando su interlocutor
está hablando, no lo deje terminar. No es tan vivo como usted. ¿Por qué ha de
perder el tiempo escuchando su estúpida charla? Interrúmpalo en medio de una
frase [...] Majaderos, esto es lo que son: majaderos embriagados por su propio yo,
ebrios por la idea de su propia importancia.[29]
Es una máxima de los prudentes —afirma Gracián— dejar las cosas antes de que
ellas los dejen. Uno debe saber hacer un éxito de la muerte misma. A veces el sol,
con buena luz, suele retirarse a una nube porque no le vean caer, y deja con la duda
de si se puso o no. Se deben evitar los ocasos para no reventar de desaires. Que no
aguarde a que le vuelvan las espaldas, pues le sepultarán vivo para su propio
sentimiento y muerto para la estima. El prudente jubila con tiempo al caballo de
carreras y no aguarda a qué, cuando caiga, se rían en medio de la prueba.[30]
La vergüenza, aunque no sea una virtud, es buena, sin embargo, en cuando indica
que el hombre que se ruboriza tiene el deseo de vivir honestamente; así como el
dolor, que se dice bueno en cuanto indica que la parte enferma no está aún podrida.
Por lo cual, aunque el hombre que se avergüenza de alguna acción esté, en
realidad, triste, es, sin embargo, más perfecto que el desvergonzado que no tiene
ningún deseo de vivir honestamente.[34]
Hay que cuidar, pues, nuestra reputación y nuestro buen nombre pues
nos precede a donde vayamos. «Es más fácil soportar una mala conciencia
que una mala reputación», decía Nietzsche. Y si nuestros enemigos
levantan falsos y atacan con calumnias nuestra reputación, hay que emplear
toda nuestra energía en desmentirlos y, más aún, contraatacar y procurar
que queden como difamadores.
La buena reputación es, pues, algo que los demás dan por sentado
mientras no les demos razones para cuestionarla. Ahora bien, mediante
nuestros actos podemos incrementarla y encaminarla a algo más parecido a
la fama. En cierto sentido, podemos ir un poco más allá del buen renombre
que todos nos adjudican a priori y fabricarnos una reputación a la medida
de acuerdo a nuestras habilidades, fortalezas y virtudes. Puedes, por
ejemplo, magnificar a los ojos de los demás tu generosidad, tu habilidad
para conciliar o tu sentido del humor (diremos más sobre el humor en la
última sección). El truco está en lograr que una cualidad personal te distinga
de los demás y te identifique como alguien excepcional. Es como crear una
ilusión sobre tu persona que te favorezca, refuerce tu presencia y destaque
tus fortalezas. Recuerda que el poder de la reputación es tremendo y nos
ahorra muchos esfuerzos. Una vez que tu reputación se esparza entre la
sociedad, hará todo el trabajo de presentación por ti. Es como reza el dicho,
«Crea fama y échate a dormir». Es como tu carta de presentación: cuando
creas para ti una reputación a tu medida, serán tus triunfos pasados los que
hablen por ti.
A la reputación le puede ayudar un poco de ilusionismo. ¿A qué me
refiero? Primero, pongamos las cosas en claro: la persona astuta es un
excelente ilusionista, pero esto no quiere decir que sea un mentiroso o un
manipulador que engaña a la gente. Los manipuladores y mentirosos son,
como dijimos, personas narcisistas e inmorales. Las ilusiones que crea la
persona astuta trabajan con las posibilidades que brinda la realidad para
transformarla en su favor. En tanto que ilusionista, la persona astuta debe
conservar una férrea comprensión de la realidad, pues su ilusión trabaja con
los esquemas y patrones de esta realidad. Cuando la ilusión tiene éxito, deja
de serlo pues entonces se convierte en realidad. Por ello el ilusionista es
como un visionario que supo hacer presente las posibilidades futuras con las
que la realidad ya estaba preñada.
Cuando Ernesto empezó a trabajar en una nueva empresa de
mercadotecnia, se dio cuenta del ambiente competitivo entre sus
compañeros. Todos trataban de mostrarse los mejores a ojos de sus
superiores, y muchos de sus colegas eran ambiciosos, listos y llevaban ya
un buen tiempo en la compañía. Ernesto tenía que escoger una reputación
que le sirviera para destacarse de sus compañeros y que fuera, al mismo
tiempo, agradable para sus superiores. De pronto recordó sus cursos de
oratoria en la universidad. Le había dedicado varios años al arte retórico y
tenía facilidad de palabra. Comenzó a aderezar sus presentaciones como si
fueran verdaderos discursos ante la ONU. Organizaba cada exposición ante
sus colegas y superiores con todo lujo de detalles. Incluía citas de autores
antiguos, ordenaba los argumentos del más débil al más fuerte, incluía
exhortaciones y gesticulaba como todo un orador romano. Sus compañeros
y superiores estaban maravillados. Cuando Ernesto hablaba, salían de la
junta pasmados, extrañamente alegres y altamente motivados. Tenían ante sí
a un líder nato, a un jefe en potencia. Por supuesto, Ernesto se cuidó de
halagar y atribuir los éxitos de la compañía a sus superiores, lo que
contribuyó a que no se sintieran opacados y amenazados. No ocultó, por
otro lado, que había tomado cursos de oratoria y abrió incluso un taller en
las tardes para enseñar a sus compañeros el antiguo y noble arte de la
retórica. Pronto fue apodado el “Cicerón de la mercadotecnia”, empezó a
hacer los discursos de los jefes y escaló en pocos años a los puestos más
altos.
Crear una ilusión no significa engañar ni decir mentiras. Significa
simplemente subrayar un aspecto de tu carácter o de tus habilidades de
manera que la realidad sea interpretada por los demás como tú lo deseas.
Las buenas ilusiones no falsean la realidad: edifican sobre ella. Se trata de
recalcar aspectos de nuestra personalidad para moldear la perspectiva que
los demás tienen de nosotros. Para ello, debemos ser observadores y
entender además el tipo de personalidades a las que nos tendremos que
adaptar.
Cuando Lucía y Catalina llegaron a la compañía, ambas estaban en el
mismo nivel jerárquico y tenían algunos subordinados a su cargo. Mientras
que Lucía inmediatamente se puso a observar y clasificar los tipos de
carácter a su alrededor, Catalina se conformó con aplicar una severa e
inflexible disciplina a sus subalternos. Era seria, trabajadora, estricta y un
poco mandona, pues pensaba que esa era la actitud profesional más
adecuada y la que agrada más los jefes. Lucía, por el contrario, observó que
el ambiente de la compañía era muy relajado y la estructura vertical era más
aparente que real. Supo leer entre líneas los valores implícitos de la
compañía, su cultura organizacional y las maneras como se hacían las
cosas. Se dio cuenta de que los empleados estaban acostumbrados a
considerar a sus jefes como iguales y estos estaban a gusto con aparentar la
mayor horizontalidad posible. Mientras que Catalina insistía en su estilo
draconiano, repartiendo órdenes estrictas y distanciándose de sus
subalternos “como todo jefe debe hacer”, Lucía comenzó a organizar juntas
en las que delegaba el liderazgo de las reuniones por turno. Además,
permitía a sus mejores empleados exponer frente a los altos mandos de la
empresa los resultados del departamento. “Todos estamos aprendiendo a ser
líderes”, decía, y sus empleados se sentían casi como si fueran los jefes de
su departamento. Compró también con su propio dinero un futbolito para
que sus empleados se desestresaran y organizaba frecuentemente cenas y
parrilladas con ellos los fines de semana. Estaban definitivamente
encantados con Lucía, mientras que en los cubículos del área de Catalina
todo era insatisfacción y chismorreo. Las murmuraciones comenzaron a
filtrarse a los niveles superiores, mientras que los subalternos de Catalina
estaban cada vez menos dispuestos a trabajar aguantando el férreo estilo de
su jefa. Comenzaron a cometer errores y descuidos, a trabajar sin
motivación y todos los problemas que esto causó en su departamento fueron
atribuidos, por supuesto, a Catalina. “Es una mala jefa”, se decía, a pesar de
que Catalina era tal vez la más puntual, responsable y trabajadora de la
compañía. Pero de poco servía que Catalina fuera la última en irse a casa.
La mala fama comenzó a enraizar en ella y pronto el hecho de que se fuera
tan tarde a casa comenzó a percibirse no como trabajo duro, sino como
ineficacia. La ceguera de Catalina, su necia obstinación en utilizar un estilo
de liderazgo inapropiado para el ambiente de la empresa, aceleró su
destitución. Lucía, por el contrario, creo la ilusión de ser la “líder de la
horizontalidad”, es decir, de ser la adalid de una cultura organizacional que
las mejores empresas del mundo estaban cada vez más dispuestas a adoptar.
La compañía de hecho ya estaba adoptando, casi inconscientemente, ese
estilo cuando Lucía llegó. Los empleados jóvenes conocían el concepto de
horizontalidad y secretamente deseaban trabajar en una compañía así. Ella
entendió esta realidad muy pronto y trabajó por crear la ilusión de ser ella
quien llegaría a cambiar definitivamente las cosas en la dirección que la
compañía, de hecho, ya estaba tomando. Lucía se convirtió en la directora
general de la empresa e hizo de ella una compañía casi completamente
horizontal. Su primera ilusión se convirtió en realidad.
Como puedes observar, la ilusión que creo Lucía nunca fue un engaño,
sino simplemente una selección de acciones que replicaban y amplificaban
los patrones de la realidad que más servían a sus intereses y a los de la
compañía. Insisto, hay que construir la ilusión sobre los cimientos de la
realidad. De todas nuestras cualidades, hay que acentuar y amplificar
aquellas que mejor se adecuen a la situación real que estamos trabajando.
Esto lo hacen las parejas inconscientemente en los primeros meses del
noviazgo: ocultan sus defectillos de carácter y sus imperfecciones para dar
la mejor cara. Los más manipuladores pueden llegar incluso a mentir para
agradar a la otra persona, pero la mayoría simplemente resalta sus mejores
atributos y esconde los peores. La persona astuta crea una ilusión con los
atributos de su carácter que mejor sirvan según las circunstancias. No se
trata de comprarse una tortuga solo porque a tu jefe le gustan las tortugas.
Pero si en tu juventud participaste en alguna campaña de salvamento de
tortugas marinas, ¡no está de más contárselo! Al clave está en resaltar
aquellas de nuestras cualidades que crearán una ilusión que nos será
propicia en la realidad en la que estamos parados. El triunfo de Lucía no se
debió a que defendió un estilo organizacional innovador y superior a los
demás. Triunfó porque supo adaptar su ilusión a las tendencias reales del
ambiente en el que se movía. Si el estilo de la organización hubiese sido
estricto, jerárquico y conservador, habría sido Catalina la exitosa y a Lucía
se le habría tildado tal vez de insubordinada y rebelde. La persona astuta,
sin engaños de por medio, sabe crear una ilusión que se adapte a la
naturaleza predominante de las circunstancias. No trates de imponerle a la
realidad tu propia perspectiva. Trabaja, más bien, para crear desde la
realidad una ilusión que pueda luego convertirse en realidad.
La ilusión que trabajes puede (y a veces debe) ser cultivada mucho antes
de que podamos esperar de ella sus frutos. Gabriel deseaba que contrataran
en su empresa el servicio de alimentación que ofrecía su amigo Javier.
Durante meses, hizo ver a las personas implicadas en la decisión la
conveniencia de tener un menú preparado por un nutriólogo y con una
variedad de frutas, verduras, legumbres, pescados, en fin, alimentos de alto
valor nutricional, en lugar de los snacks y la comida chatarra que ofrecía el
servicio actual y que, al parecer, estaba por ser despedido. Dejó sutilmente
en la oficina del departamento involucrado en la decisión artículos y
estudios científicos que relacionaban la alimentación con el desempeño de
los empleados. Procuró hacer notar a sus colegas la velocidad a la que la
barriga de todos iba en aumento, la pesadez y somnolencia que todos
sentían después de comer (con la consiguiente indisposición para trabajar
correctamente) y astutamente insinuó que la culpable era la mala calidad de
la comida que el servicio de alimentación actual ofrecía. Gabriel creo la
poderosa (y no del todo falsa) ilusión de que la empresa necesitaba con
urgencia un nuevo y diferente servicio de alimentación, precisamente con
las características que la empresa de su amigo Javier ofrecía. La memoria
corporativa es muy corta. Pronto todos opinaban como Gabriel y nadie
hubiera pensado que él lo hubiera iniciado todo. Él era simplemente uno
más de los inconformes. Cuando el momento de la decisión llegó, Gabriel
dijo, con mucha inocencia, recordar que un viejo conocido era nutriólogo y
ofrecía servicios de alimentación. Cuando Javier fue a la empresa a
presentar sus servicios ¡Eureka! Su propuesta era exactamente lo que la
compañía estaba buscando. Javier fue contratado de inmediato.
Cuando tenemos visión, nos anticipamos a los hechos y construimos
nuestra ilusión con mucha anticipación, es difícil que se nos acuse de buscar
el propio interés. Cuando la oportunidad llega al fin, la persona astuta se
hace un lado, guarda silencio y deja que su ilusión trabaje por él.
Debes procurar que tu ilusión se sostenga en varios frentes. Gabriel
procuró apoyarla en reportes científicos que relacionaban la alimentación
con el desempeño, hizo hincapié en las barrigas de sus colegas y subrayó el
bajo desempeño de estos después de la comida a sus superiores. La ilusión
tenía tres fuentes de apoyo. Damos por verdadero aquello que sea coherente
con un sistema de creencias que apuntan en la misma dirección. Cuando
vemos una misma noticia en tres periódicos distintos de probado
profesionalismo, es poco probable que uno de ellos la haya inventado. Así
también, cuando una ilusión tiene varios puntos de apoyo, la ilusión se
vuelve más fuerte.
También es importante defenderse de las ilusiones que creen otros y que
vayan en contra nuestra. Raúl formaba parte de una empresa de telefonía
móvil cuando algunos altos y elitistas ejecutivos comenzaron a manejar la
idea de que de ahí en adelante convenía más a la compañía contratar
únicamente profesionistas egresados de universidades privadas. La
universidad pública, decían, no tenía la misma calidad que las privadas, y
los empleados es estas últimas mostraban un desempeño superior. Raúl, que
había egresado de la universidad pública, vio inmediatamente la amenaza
que esto representaba, por lo que comenzó a trabajar en la defensa con una
ilusión contraria. Se las arregló para poner en los pizarrones de los pasillos
noticias que ponían a la universidad pública por encima de las privadas en
las listas de las mejores universidades del país. Al mismo tiempo, comunicó
las intenciones de los ejecutivos intrigantes a todas las personas que habían
egresado de universidades públicas, sobre todo de los niveles más altos.
Negoció con el departamento de capacitación la contratación de
personalidades célebres o ampliamente reconocidas del mundo de los
negocios —egresados, por supuesto, de universidades públicas— para
impartir ponencias breves de motivación a los empleados de la compañía.
En dichas ponencias se las arregló con algunos cómplices para realizar
preguntas a los ponentes cuyas respuestas elogiaran las universidades
públicas. Por último, logró que uno de los empleados de recursos humanos
investigara y comparara las calificaciones de ambos bandos. Para su
fortuna, quienes habían egresado de universidades públicas tenían
calificaciones superiores a los elitistas egresados de las privadas. El rumor
corrió como reguero de pólvora. Pronto todo mundo hablaba de la
superioridad de la universidad pública y del narcisismo elitista de los
ejecutivos egresados de las privadas. Estos no solo guardaron un
significativo silencio, sino que de ahí en adelante vieron cómo su poder en
la corporación disminuyó notablemente. La ilusión de Raúl había dado
resultado. Su contraofensiva había triunfado.
Aunque contrataques como este son a veces necesarios, es mucho más
fácil evitar que combatir los rumores que afecten nuestra reputación. Si a la
fama es difícil alcanzarla, la mala fama es mucho más fácil de adquirir y
mucho más difícil de borrar. Mantener una buena reputación es esencial
para mantener también la buena voluntad de la gente hacia ti. “No te
esfuerces más por ganar favores que por mantener tu buena reputación —
decía Guicciardini—. Cuando pierdes tu buena reputación, también pierdes
la buena voluntad, que es reemplazada por el desprecio. Pero al hombre que
mantiene su reputación nunca le faltarán amigos, favor y buena voluntad”.
[35] A la gente le gusta el chismorreo y en este pocas veces se habla sobre
gusto verte!”.
Los mensajes incongruentes son un claro ejemplo de comunicación con
«doble fondo» cuyo lema sería lo hago, pero después yo no he sido. Te será
muy útil descubrir en los otros este tipo de artimañas para desenmascararlas
inmediatamente y desarmar al otro. Combate, pues, la astucia en el otro con
algo de contra-astucia, por ejemplo, haciéndole saber que hemos entendido
lo que nos dice implícitamente (“Pues no te ves muy contento de
recibirme”).
Por lo general cuando expresamos nuestro pensamiento nos centramos
en la objetividad del mensaje, es decir, en la información concreta, la
noticia o el ‘hecho en sí’ que queremos comunicarle al otro. Sin embargo,
este contenido objetivo en lo que decimos es solamente uno de los lados de
un cuadrado con cuatro aspectos que muchas veces pasamos por alto. En
realidad, un mensaje objetivo contiene muchos mensajes simultáneos que
pueden favorecer o distorsionar la comunicación con el otro.
Te daré un ejemplo. Una persona le dice a otra: “¡Estuve esperando una
hora!”. ¿Qué le está diciendo, en realidad? El contenido objetivo está más
que claro: lo ha esperado una hora. Pero menos claro es lo que el emisor del
mensaje comunica sobre sí mismo: ¿está decepcionado por su
impuntualidad?, ¿enojado?, ¿se está justificando ante un regaño?, ¿se tardó
demasiado en los sanitarios?, ¿o tal vez salió muy pronto de un examen?
Tampoco sabemos lo que el emisor piensa de su interlocutor: ¿es muy
impuntual?, ¿lo acusa injustificadamente de no haber llegado a la cita?, ¿es
un genio por haber acabado el examen tan pronto? Por estas preguntas
podemos ver que otra de las cosas que comunica este mensaje es el tipo de
relación que existe entre ambos interlocutores. Aquí parece que se conocen,
que hay cierta intimidad y confianza de hablarse a las claras. No le
hablaríamos así a nuestro jefe o a nuestra abuela (por supuesto hay
excepciones). Por último, el mensaje puede comunicarle al otro una orden
implícita (“Por favor sé más puntual la próxima vez”, por ejemplo).
Veamos otro caso e identifiquemos en él los cuatro aspectos de cualquier
mensaje. Cuando Homero Simpson le dice a Marge “¡No hay cervezas en la
nevera!”, no solo le informa que no hay cervezas (información objetiva),
sino que hay también un elemento de autoexposición que contiene
información sobre el emisor. En este caso, Homero envía el mensaje
implícito de que es un bebedor de cerveza y que está enojado porque no las
encuentra en la nevera. Además, el mensaje contiene información sobre la
relación que existe entre el emisor y el receptor (ojo: la relación que existe
en la cabeza del emisor). El aspecto de la relación es, pues, lo que pienso
sobre ti y cómo me sitúo frente a ti. En nuestro ejemplo, Homero piensa que
Marge es quien debería encargarse de que no falten cervezas en casa, y
piensa además que ella ha faltado a su responsabilidad, lo que la hace
culpable de su frustración. Este mensaje oculto se hace patente sobre todo
en la formulación de la información, el tono de voz empleado y otros signos
no verbales que expresan el tipo de relación con el interlocutor. Por último,
está el aspecto de la incitación, es decir, a dónde te quiero llevar con lo que
te digo. Pocas cosas se dicen solo porque sí; en realidad, casi toda la
información tiene la función de influir en el receptor. Homero no solo
informa a Marge que no hay cervezas: ¡quiere que vaya a comprarlas!
Este es uno de los aspectos más importantes del mensaje, al grado que
algunos filósofos han pensado que el lenguaje no está hecho para informar
ni para que se crea en él, sino para obedecer y hacer que se obedezca.[38]
Incluso la maestra de escuela, que aparentemente solo está informando al
alumno cuando le enseña una regla de gramática o de cálculo, en realidad le
estaría ordenando que se respete dicha regla. “Esto —dice el filósofo
francés Gilles Deleuze— se constata con toda claridad en los comunicados
de la policía o del gobierno, que se preocupan muy poco de la credibilidad o
de la veracidad, pero que dicen muy claro lo que debe ser observado y
retenido”.[39] Incluso los mensajes aparentemente más objetivos,
informacionales y desinteresados (“Llegaré a media noche”) tienen la
intención de ejercer cierta influencia sobre su receptor (“No me esperes
antes”).
Los mensajes, por tanto, tienen siempre la función de motivar al
receptor a que piense, sienta, haga o deje de hacer determinadas cosas. Por
lo general nuestras intenciones son explícitas o razonablemente claras y
nuestro interlocutor sabe qué esperamos de él. Cuando la voluntad de influir
del otro está totalmente oculta, hablamos de manipulación. El manipulador
solo piensa en la efectividad de su incitación, por lo que no dudará en poner
al servicio de esta los otros tres aspectos del mensaje. Para lograr sus
objetivos, el lado objetivo de la información será parcial, tendencioso,
incluso falso. La autoexposición, por otro lado, tratará de provocar en el
receptor un estado emocional propicio para lograr sus fines (lástima,
admiración, molestia contra otra persona). Y el aspecto relacional del
mensaje tratará de privilegiar sentimientos amistosos hacia el manipulador
mediante halagos o cumplidos. En resumen, un manipulador
instrumentaliza tres de los cuadrantes del mensaje en favor de la incitación
para lograr su objetivo. Ten presente esto para que desenmascares a quienes
intenten manipularte de esta forma.
Sobre todo, hay que poner mucha atención al aspecto de la incitación.
Las segundas intenciones están contenidas sobre todo en este cuadrante, por
lo que conviene estar muy atento a las incitaciones ocultas en los mensajes
que el otro te dirige. Esto no significa que te puedas olvidar de los otros tres
cuadrantes. Si quieres ser un buen comunicador, debes dominarlos todos.
Cuando seas tú el que emite el mensaje, hay que prestar atención al aspecto
de la autoexposición que le dice al otro el tipo de persona que somos y lo
que nos sucede en ese momento. Para ello habrá que escoger de manera
consciente las formas verbales y no verbales en las que trasmitimos nuestro
mensaje. Si tenemos una posición de autoridad, habrá que moverse como
alguien con autoridad. Lo mismo si queremos dar a entender que
escuchamos a alguien con atención, si queremos dar un servicio cordial o si
intentamos seducir a otra persona.
También hay que cuidar el aspecto de la relación y preguntarnos cómo
se siente tratado el otro. Me ha ocurrido algunas veces que —tal vez por
trabajar como docente en la universidad— mi pareja se siente “aleccionada”
por mi molesto tono profesoral cuando le explico alguna cosa. Tengo la
mala costumbre de hablarle a los demás como si fueran mis alumnos. El
aspecto de la relación en el mensaje afecta de modo especial al receptor.
Cuando hablamos con otra persona, esta recibe información sobre cómo nos
situamos con respecto a ella, qué opinión tenemos de ella, cómo la
tratamos, etc. Hay que estar conscientes también de este cuadrante de modo
que podamos controlar qué mensajes le damos a los demás de manera que
no se sientan incómodo, molestos u ofendidos. Por último, no olvides el
contenido objetivo de tus mensajes. Para lograr el máximo de
comprensibilidad, procura que la información que emites sea sencilla,
estructurada y ordenada, breve y precisa.
En lo que toca a la recepción, hay que tener también cuatro oídos.
Muchas personas, sin embargo, desarrollan solamente uno de los oídos de la
recepción en detrimento de los otros tres. Algunos, por ejemplo, atienden
exclusivamente al contenido objetivo del mensaje, a los hechos puros, al
tema en sí, perdiendo por ello toda la información valiosa de los tres
aspectos restantes. El problema de atender solo al contenido objetivo puede
verse en muchas situaciones de pareja que llevan luego a discusiones en las
que la cosa solo puede empeorar.
Ella: Tengo cita con el dentista a las seis, pero los Uber están carísimos.
Él: No te preocupes, yo te llevo.
hace que nos sintamos mejor con nosotros mismos y nos apreciemos más,
lo que a su vez contribuye a mejorar nuestro estado de salud y nuestro
bienestar. Pero no solo eso. Dar a los otros también incrementa las
posibilidades de obtener lo que nosotros queremos.[47] La razón es muy
sencilla: los que han recibido ayuda de nuestra parte estarán más inclinados
en el futuro a devolver el gesto cuando lo necesitemos. Esto es así debido a
la conocida norma de la reciprocidad, una regla social que dispone a las
personas a responder a los demás de la misma forma en la que han sido
tratadas. En otras palabras, el acto de dar provoca en los demás la
obligación social de devolver el equivalente a lo que se ha recibido. Haz la
prueba: si tienes un perfil en Facebook, probablemente recibas avisos
diarios que te señalan quienes en tu lista de contactos cumplen años ese día.
Felicita a todos (o a la mayoría) de tus contactos en su día y verifica el día
de tu cumpleaños cuántos contactos te regresan la felicitación. Te aseguro
que te sorprenderás (y te sentirás muy apreciado en tu cumpleaños).
La norma de la reciprocidad es omnipresente en la cultura humana.
Según los sociólogos, todas las culturas, sin excepción, la respetan. Desde
pequeños se nos enseña a acatarla y muy pronto conocemos las
consecuencias de transgredirla. En efecto, en todas las culturas existe una
repulsión generalizada a aquellos individuos que toman lo que se les da,
pero no se preocupan por corresponder de alguna manera. Se les califica de
parásitos, gorrones, aprovechados, oportunistas, abusadores y
desagradecidos. Pues la regla manda que debemos corresponder en especie
lo que otra persona nos proporcione. De manera, pues, que el conocido
precepto bíblico «cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres,
hacédselo vosotros a ellos» (Mateo 7:12) podría completarse con «porque
los hombres os lo devolverán». Robert Cialdini nos cuenta un increíble caso
en el que la norma de la reciprocidad estuvo en juego:
Así pues, hay que hacerse una pregunta obligatoria antes de pedir
cualquier cosa: ¿Cómo puedo conseguir que él o ella quiera hacerlo? Hay
que ponernos, pues, en los zapatos del otro, ver desde su punto de vista,
estar consciente de sus necesidades. ¿Por qué miles de nuevos negocios
quiebran apenas dos años después de su inauguración? Porque sus
fundadores no pensaron en lo que el mercado quiere, pensaron solamente en
el negocio de sus sueños. El verdadero hombre de negocios no piensa en lo
que él desea vender, sino en lo que el mercado desea comprar. La clave de
un vendedor de éxito es hacerle ver al posible comprador la manera como
su producto resolverá sus problemas. De la misma manera, la clave del
buen político es convencer a la gente de que sus políticas son las mejores
para dar satisfacción a sus necesidades.
La astucia consiste fundamentalmente en esto: comprender el
funcionamiento de la mente ajena poniéndose en el lugar de los demás.
Debes intentar comprender cuáles son los resortes que mueven al otro, qué
intereses tiene, que necesidades puedes satisfacerle. Y es por esta razón que
la astucia no es manipulación. El manipulador opera de modo que la
persona acaba haciendo algo en detrimento de sus propios intereses. La
persona sagaz sabe despertar el interés del otro haciendo coincidir los
intereses ajenos con los propios. ¡Ambos salen ganando! Es en este sentido
que la astucia es una virtud.
Quien es astuto aprovecha la codicia y la avaricia de los demás a su
favor. Si a un codicioso le señalamos cómo nuestros planes incrementarán
sus ingresos o sus posesiones, con toda seguridad nos apoyará. En general,
como dijimos previamente, es mejor guardar silencio sobre nuestros planes
e intenciones, pero cuando tengamos que hacerlo, hay que procurar
plantearlos de manera que los demás vean sus intereses reflejados en los
nuestros. En el caso de la gente codiciosa, hay que hablar de ganancia, de
dividendos, de utilidades. En el caso de los avaros, hablemos de ahorro, de
ganga, de oportunidad. Esto aplica no solo a lo económico, también hay
quienes codician fama, poder, admiración, lo mismo que hay quienes
quieren ahorrarse esfuerzos o molestias. A los perezosos les tenemos que
hablar en términos del menor esfuerzo posible. A los vanidosos hay que
hacerles ver cómo nuestros intereses abonarán positivamente la imagen que
los demás tienen de ellos. Hay que saber por dónde llegar a la voluntad de
cada una de las personas que tratemos. Hay que saber cuándo y cómo tirar
de los hilos apropiados. Todos tenemos nuestro punto débil, una pasión o
afición especial a la que nos es difícil resistir. Por ello debemos estar
despiertos a las señales que nos anuncian qué es ese algo que mueve a los
demás. ¿Es el dinero, es la vanidad, el placer, la gula, la fiesta, la aventura,
el poder, la diversión? Descubre qué desean los demás y podrás mover sus
voluntades. El deseo en los seres humanos funciona como un líder
carismático o como una estrella de cine: lo seguirán a donde vaya. Quien es
astuto, toma posesión de los objetos de deseo que tienen las personas y se
hace así con la llave de su voluntad.
Además de apelar al interés ajeno, también hay que saber explotar las
carencias de los demás. Vende bien quien sabe identificar las necesidades
no satisfechas en el mercado. Esto es algo que los políticos saben hacer
muy bien: donde ven carencia, ponen su promesa. Así medran muchos en la
vida, convirtiendo el deseo de los otros en un peldaño para alcanzar sus
objetivos. Algunos, más malévolos, aprovechan un mal momento para
excitar el deseo de los otros y prometer su satisfacción. Hay que aprender a
identificar a estos oportunistas, prestar atención a la astucia de los demás y
descubrir sus intereses ocultos en aquello que ellos defienden como
intereses ajenos. Si no estamos atentos a las segundas intenciones del otro,
en un descuido estaremos sacando por él las castañas del fuego.
Para conseguir lo que queremos de los demás, la persona astuta se
guarda bien de comunicar sus pretensiones. Más bien hace como si su
principal interés fuera buscar lo que al otro le conviene. La Iglesia católica,
por ejemplo —una de las instituciones más astutas de la historia—, dirigió
los asuntos humanos por muchos siglos afirmando que su principal interés
era el cuidado de las almas de sus fieles. De la misma manera, quienes
buscan el poder político suelen disimular sus pretensiones y afirman en
cambio defender solo los intereses del electorado. Cuando logramos que los
demás piensen que su propio interés va por delante, que la cosa les
conviene, nos apoyarán sin dudarlo. Disimular, pues, nuestras pretensiones,
es una de las estrategias más importantes de la persuasión sagaz, sobre todo
frente aquellos que tienen el no pronto en la boca.
Cuando necesites la ayuda de alguien, ni siquiera vale recordarle los
favores que le hemos otorgado. Además de que es de mal gusto, solo servirá
para que te vea con fastidio y, si accede a ayudarte, lo hará de mala gana.
No apeles a su gratitud, sino a su egoísmo. Haz hincapié en las ventajas que
obtendrá si te echa una mano. Somos animales egoístas por naturaleza,
nadie actúa desinteresadamente. Sí, nadie, ni siquiera las personas altruistas.
Esto es lo que afirma una teoría de la naturaleza humana según la cual no
somos capaces de actuar desinteresadamente. Según esta teoría, conocida
como «egoísmo psicológico», toda acción humana está motivada por el
interés propio.[52] Incluso quienes creen que actúan con desinterés y
nobleza de espíritu, incluso aquellos que se sacrifican por los demás, en
realidad se preocupan solo por sí mismos. En este sentido, la etiqueta
«altruista» es demasiado superficial, pues si bien podría parecer que ciertas
personas son altruistas, si miramos más a fondo descubriremos que la
conducta “desinteresada” oculta algún beneficio para quien la realiza. La
Madre Teresa, a quien se menciona con frecuencia como un ejemplo de
altruismo puro por haber dedicado su vida trabajar por los pobres de
Calcuta, ¿no creía que sería recompensada espléndidamente en el cielo? (de
hecho, su recompensa vino mucho antes: le otorgaron el Premio Nobel de la
Paz en 1979). En palabras del filósofo James Rachels, para el egoísmo
psicológico
la conducta “altruista” está realmente conectada con cosas tales como el deseo de
llevar una vida más significativa, el deseo de reconocimiento público, sentimientos
de satisfacción personal y la esperanza de una recompensa en el cielo. En
cualquier acto de aparente altruismo, podemos encontrar una manera de
comprender el altruismo y remplazarlo por una explicación de motivos más
centrados en uno mismo.[53]
—¿Me pueden explicar por qué tuvimos tan malas ventas este mes?
—No sabemos qué ocurrió, jefe. Aunque el departamento de
Mercadotecnia empezó las campañas demasiado tarde, debimos haber
vendido por lo menos tanto como el mes pasado. Tal vez fue simplemente
un mal mes.
—Mmm, Mercadotecnia...
Otro consejo: no olvides que el humor está en los detalles. Si quieres ser
gracioso al describir situaciones humorísticas, tienes que prestar atención a
los detalles. El truco está en hacer de un comentario general algo más
particular y específico. Aquí también tienes que usar tu imaginación y
exagerar un poco. Incorpora imaginería visual y analogías coloridas a la
escena. En lugar de decir “Tus pies huelen muy mal”, di algo como “Tus
pies huelen a coliflor cocida untada de queso camembert”; en lugar de
“Había mucha gente”, di “Era como estar en Woodstock, pero con menos
lodo y gente desnuda”; en lugar de “La fiesta estuvo aburrida”, di “Sacaron
algunas almohadas para que la gente que estaba en el sofá durmiera más
cómoda”. Cambiar un pañal puede convertirse en atender un desastre
nuclear; si le cuentas a otro que estás adolorido por ir al gimnasio, agrega
que ya pediste en Amazon una silla de ruedas; si tu comida te sabe mal, di
que sabía mejor la que hacías con Play-Doh cuando eras niño. El truco está
en hacer más gráfico lo que contamos poniéndole imágenes,
ejemplificándolo con analogías, asociándolo con algo concreto,
describiéndolo de un modo un tanto exagerado y colorido. Y para ponerle
colorido a tus comentarios, píntalos con metáforas. En lugar de decir que
estás cansado, di que tu cerebro está en huelga. En lugar de afirmar que
alguien tiene opiniones anticuadas, di que a su software le faltó bajar la
última actualización. Las conversaciones juguetonas comienzan con lo
figurativo y se mueren con lo literal.
Y no olvides exagerar. Recuerda, el lenguaje exagerado siempre será
más entretenido que el lenguaje preciso y neutral. El humor ama la
hipérbole. Aumenta o disminuye la situación en demasía y lograrás un
efecto hilarante.
Ejemplo:
De hecho, los seres humanos adoran los contrastes en casi todos los
ámbitos de su existencia. Un pay de frambuesa sabe mejor si se acompaña
con un buen café, y nada mejor que una cerveza fría en una calurosa playa
mexicana. En poesía hay una figura retórica para ello: la antítesis.
Ejemplos: “Los niños van por el sol y las mujeres por la luna”; “Mi
descanso es pelear”; “Es tan corto el amor y tan largo el olvido”. Los
enunciados con contrastes poseen un no sé qué de interesantes y atractivos
y esto en la comedia no es la excepción. Haz la prueba: si alguien te
pregunta si te gustó la comida (o la película, el viaje, el hospedaje, etc.)
responde con un rotundo “No” e inmediatamente cambia tu respuesta por
un “Sí”. Te apuesto a que despiertas algunas sonrisas en los presentes.
Para crear contraste, mezcla palabras, ideas o valores opuestos en una
sola frase. Por ejemplo, algo importante con algo irrelevante: “¿Cree usted
que, en caso de ataque nuclear ruso, las ondas electromagnéticas podrían
dañar mis videojuegos?”. O algo solemne con algo vulgar y corriente: (en
una ceremonia luctuosa en la Iglesia) “¿Crees que den bebidas y canapés?”.
Casi cualquier cosa puede ser contrastada: acciones, sentimientos,
experiencias, comportamientos… El truco consiste en considerar lo normal
en una situación dada, luego buscar aquello que no sería normal, y por
último simplemente indicar el contraste. “Te aprecio, Juan, en verdad te
quiero. No importa que huelas a perro”.
Otro de los recursos más importantes del humor es el sarcasmo, una
figura retórica, especie de ironía, con la que se pretende dar a entender lo
contrario de lo que se manifiesta. Oscar Wilde decía del sarcasmo que es
«la forma más baja del humor, pero la más alta expresión del ingenio». Y es
que el sarcasmo muchas veces se utiliza para expresar una burla velada que
no pocas veces es captada por aquel al que se dirige. Hablar sarcásticamente
es, por ejemplo, decir “Aquella mujer de recta moral” cuando queremos
significar todo lo contrario. Pero no todos los sarcasmos son cáusticos y
ofensivos. Basta con que nuestro enunciado contradiga la verdad de una
situación o haga contraste con ella. Decir “¡Pero qué buen día hace hoy!”,
cuando llueve a cántaros, es un sarcasmo que no hiere a nadie y que
salpimienta la conversación. Es, por lo menos, más entretenido que un
simple “Qué mal día hace hoy”.
El sarcasmo humorístico puede ser tan inocente como se quiera. Lo
único que tienes que hacer es no decir las cosas tal como son (lo literal,
recuerda, es soporífero), sino falsearlas con un comentario que, o bien las
minimice y las subestime en exceso, o bien las exagere, expresándolo
siempre de manera que lo real contraste con ello. Llegas, por ejemplo, a
casa de un amigo y su perro chihuahua no para de ladrarte. Un comentario
literal y aburrido sería “Este perro no asustaría a ningún ladrón”. Un
comentario sarcástico sería del tipo “Dios mío, ningún ladrón se atreverá a
entrar a tu casa con esta bestia”, o en su defecto “Creo que no asusta ni a las
moscas”.
Sé creativo, utiliza tu imaginación. Llegas a casa de una pareja de
amigos y ves que la pequeña Lucille, a quien están alimentando sus padres,
tiene toda su carita embarrada de papilla de frutas. Podrías decir “Lucille
tiene papilla en toda la cara”, pero esto es tan literal que resulta
tremendamente aburrido. Mejor utiliza el sarcasmo y di algo como “Hola,
Lucille, ¿qué hay de nuevo? ¡Hey, me gusta cómo te has maquillado! ¿Qué
estilo es, punk postindustrial?”.
Por último, puedes utilizar etiquetas, apodos y rótulos para describir las
cosas y las personas de maneras más divertidas. Puedes referirte a alguien
chismoso como “recadero ambulante”; a alguien muy alto como “el
astabandera”; a alguien muy velludo como “el Chewbacca”, etc. ¿Tienes un
amigo cabezón? Podrías referirte a él como “Mundo cercano” o
“Cascoman”. Cuando hice mi servicio militar, alguien le puso “el Fibras” al
sargento que nos daba las órdenes porque gritaba como si estuviera
estreñido. ¿Tienes que subir y bajar escaleras todos los días en tu trabajo?
Di que realizas “aerobics corporativo”. Las posibilidades que nos brinda el
uso de la imaginación son infinitas.
Conclusión