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Lucas Bracco

El pequeño libro de la
ASTUCIA
Estrategias, técnicas y rasgos de carácter para el cultivo de una
personalidad astuta

Prometeo Libros
El pequeño libro de la astucia. Estrategias, técnicas y rasgos de carácter para el cultivo de una
personalidad astuta, por Lucas Bracco.

© Lucas Bracco 2022


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Índice
Introducción
La astucia vital: razón vs emoción
Todo está en la actitud
Entrar en acción
Nuestro trato con la gente
Haz nacer en los demás el aprecio hacia ti
Comunicación astuta
Lenguaje no verbal
Influencia y persuasión
Cultiva tu sentido del humor
Conclusión
BIBLIOGRAFÍA
Introducción

“Os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, astutos como la
serpiente y sencillos como palomas”

Jesús de Nazaret (Mateo, 10; 16)

Con este consejo, Jesús se dirige a sus discípulos al enviarlos a difundir


su mensaje en las ciudades de Israel. Extraño consejo que no esperaríamos
escuchar de los labios del mismísimo «hijo de Dios» —máxime si se vale
de la imagen de la serpiente, primer personaje astuto (y malvado) que
encontramos en la Biblia—, y que sin embargo se inscribe en la más pura
tradición del Nuevo Testamento. En este episodio, Jesús sabe que envía a
sus apóstoles a una misión peligrosa. Sabe que se arriesgan a ser azotados
por los sanedrines de las sinagogas, auténticos lobos de la sociedad
religiosa de la época. Por eso les recomienda ser astutos como la serpiente,
es decir, prudentes, cautos, con esa inteligencia que otorga la sabiduría, pero
que —a diferencia de la serpiente del Génesis— no deja de ser noble y
honrada.
Mucho antes que Jesús, es un griego el primero que le muestra a
Occidente una valiosa lección sobre las ventajas del ingenio sobre la fuerza.
Ulises —u Odiseo ( Ὀδυσσεὺς ) si atendemos a su nombre en griego— es
uno de los personajes clave de la mitología griega y tan importante como
Hércules o Aquiles. Sin embargo, a diferencia de estos últimos, Ulises no es
ni el mejor guerrero, ni el más fuerte, ni siquiera el más valiente. Con Ulises
estamos ante el triunfo de la astucia. Es el héroe pícaro, bribón y taimado
que siempre encuentra alguna treta cuando algo va mal; siempre concibe
algún invento para darle vuelta a una situación difícil y así ganarle a los
más fuertes. La más conocida de sus astucias es la de haber construido un
enorme caballo de madera —regalo de los aqueos a los troyanos— en cuyo
interior se escondieron treinta escogidos guerreros mientras los demás
simulaban poner fin al asedio, argucia que finalmente provocó la caída de
Troya. Este es su ardid más conocido, pero es solo una de las muchas tretas
y engaños que Homero nos cuenta de su héroe en la Odisea. Ulises es, por
sus cualidades, el más humano de los héroes homéricos. Sabe engañar y
domina la palabra; con ella seduce a todo aquel que se cruza en su camino.
Es ingenioso y fecundo en recursos de listeza y perspicacia. En él se
encarna el célebre dicho «Más vale maña que fuerza», uno de los principios
básicos de la astucia.
Si la fuerza es el antagonista externo de la astucia, la impulsividad y la
irreflexión son sus enemigos internos. Es muy tentador reaccionar con
vehemencia, con indignación, pero casi siempre es contraproducente y
perjudicial. La persona astuta se contiene, domina sus impulsos y piensa en
una estrategia para lograr sus fines. Va siempre dos pasos adelante, pues lo
ha pensado todo con antelación y sabe a cada paso dónde está pisando.
Ahora bien, aunque la definición que nos da la RAE de astucia es “Agudo,
hábil para engañar o evitar el engaño o para lograr artificiosamente
cualquier fin”, aquí no entenderemos la astucia como manipulación o
maquiavelismo, sino como prudencia, inteligencia, sagacidad y discreción.
La diferencia entre una persona astuta y una manipuladora es que la
primera no tiene malicia ni egoísmo en su corazón. Mientras que el
manipulador parece deleitarse engañando y manipulando a las personas, el
astuto solo utiliza sus argucias cuando la ocasión lo amerita y siempre
respaldado por la verdad, la justicia y la honradez. Los manipuladores
suelen ser gente que se aprecia poco a sí misma, por lo que necesitan sentir
que tienen a la gente bajo su control y eso los lleva a buscar en todo
momento ocasiones para manipular a los demás. Tienen, pues, lo que en
psicología se conoce como personalidad narcisista, lo que los hace personas
sumamente tóxicas y dañinas.
Ser astuto no equivale a ser manipulador. A diferencia del manipulador,
que actúa con vileza y egoísmo, la persona realmente astuta siempre juega
limpio. Las luchas en las que pelea el astuto las gana con la inteligencia,
pero también con la decencia. Quien vence con ruindad, muy pronto
cosechará la antipatía y el desprecio de los demás y sus victorias se trocarán
finalmente en derrotas. Quien es verdaderamente sagaz, nunca opta por usar
armas ilegítimas y mañas prohibidas. El manipulador maneja a los otros con
trampas y engaños. El astuto —como veremos— sabe que la inteligencia
asociada a la generosidad siempre es superior. Mientras que el manipulador
está a gusto en la mezquindad y la cobardía, el astuto es noble y no transige
con la bajeza. Este no es, pues, un libro más de “psicología oscura” —es
decir, de manipulación—, sino que es la primer y única obra que trata sobre
la verdadera astucia, misma que se entenderá siempre en relación con la
inteligencia práctica, la virtud, la perspicacia y la noble sagacidad.
En el capítulo I veremos algunas generalidades de la personalidad
astuta. Hablaremos de la importancia del uso de la razón y la reflexión, de
pensar por adelantado y del control de nuestras emociones. Veremos en esta
primera sección la importancia de la cultura y la indiscutible necesidad de
estar bien informado, conservando siempre un sano escepticismo para
detectar información falsa (tan común hoy en día). Hablaré, además, de una
astucia vital o existencial en el sentido de una inteligencia práctica para la
vida que nos evitará caer en las neurosis contemporáneas (depresiones,
ansiedades, fobias) y nos procurará paz mental, tranquilidad y alegría.
En el capítulo II trato el tema de la actitud del individuo astuto en
relación a la jerarquía social en la que se encuentra. Analizo la importancia
de actuar con la dignidad y la magnificencia de un grande; veremos el uso
de los gestos, la mirada, la voz, la postura corporal; hablaremos del uso de
amenazas; de cómo ocultar los defectos y callar los propios errores; del uso
de las apariencias, de las excusas, de la soberbia y la abyección (dos
extremos a evitar).
En el capítulo III entramos en acción. Examinaremos ahí una de las
principales reglas de la astucia: no jugar a juego descubierto, esto es, no
revelar nuestras intenciones y nuestros planes. Examinaremos ahí el papel
de la suerte; la importancia y el modo de aprovechar las oportunidades que
se nos presentan; la conveniencia de tantear el terreno antes de entrar en
acción; la exigencia de ser resoluto y, sobre todo, de proceder con audacia;
hablaremos tambíen de los compromisos y las expectativas generadas.
El capítulo IV, el más extenso de todos, analiza los rasgos de la
personalidad astuta en el trato con los demás. Veremos aquí los riesgos de
aislarse y la conveniencia de ampliar al máximo nuestros círculos sociales;
analizaremos la importancia de observar a los demás para comprender su
carácter y evitar reacciones indeseadas; aprenderemos los fundamentos del
«saberse relacionar»; de elegir correctamente a nuestros amigos y
conservarlos; de evitar a los fracasados; de saber manejar a las personas
tóxicas. Aprenderemos a evitar todas las formas en las que podemos
fastidiar a los demás y las maneras para atraerlos y hacerlos nuestros
aliados. Hablaremos del manejo de los conflictos; de la inconveniencia de
la sinceridad absoluta; de la dependencia y la independencia. Abundaremos,
además, en el tema de las apariencias y el valor de la escenificación astuta.
El capítulo V prolonga el tema del trato con los demás, pero centrándose
en las técnicas existentes para hacer que nazca en los otros el aprecio por
nuestra persona. Analizaremos el concepto de «buen dejo»; la noción de
«escasez» en el contexto de las relaciones sociales; la importancia de
interesarse por los demás; lo relativo a las ofensas, los secretos, las burlas y
los rumores. Y examinaremos —por último— todo lo concerniente al tema
de la reputación.
En el capítulo VI y VII analizaremos la comunicación verbal y no
verbal, respectivamente. Hablaremos ahí del arte de conversar, analizando
para ello la información implícita en los mensajes que emitimos y que
recibimos todos los días. Explicaré ahí los cuatro aspectos del mensaje y las
distintas formas de interpretarlos; señalaré qué interpretaciones debemos
evitar y cuáles debemos privilegiar. Veremos también la mejor manera de
salir airoso en una discusión; la mejor forma de hacer una crítica; la llave
para sonsacarle a los demás sus secretos y el medio infalible para desarmar
a quien está enojado con nosotros. En lo que respecta al lenguaje no verbal,
aprenderemos a observar e interpretar el lenguaje corporal de los demás; a
detectar engaños y mentiras; a cuidar las señales no verbales que mandamos
a los demás; y a adoptar una «postura de poder» que transmita confianza y
que nos haga sentir también seguridad interior.
Siguiendo con el tema de la comunicación, el capítulo VIII se centra en
las estrategias de persuasión e influencia que el individuo astuto puede
utilizar para lograr que los demás colaboren en la consecución de sus
objetivos. Veremos la importancia de la generosidad inteligente y su
relación con la persuasión; hablaremos de la ley de la reciprocidad y de la
conveniencia de otorgar favores y regalos; analizaremos las tesis del
«egoísmo psicológico» y la utilidad de centrarse en el interés y la
conveniencia ajenos. Hablaremos de los beneficios de aprovecharse de la
codicia y la avaricia de los demás, y aprenderemos a utilizar en nuestro
favor su anhelo innato de ser apreciados. Conoceremos tambíén formas de
sembrar ideas en la mente de los otros y mañas para hacerles creer que son
ellos mismos los que eligen nuestro curso de acción; estudiaremos el arte de
la insinuación y aprenderemos a ganarnos su voluntad a través del elogio
sincero.
Finalmente, en el capítulo IX, hablaremos de la importancia del sentido
del humor en sociedad y conoceremos algunas técnicas (ironía, sarcasmo,
imaginación, detalles humorísticos, comparaciones, contrastes) para
convertirnos en personas divertidas y agradables.
Todo lo que te enseñaré este libro —insisto en esto— ha de hacerse sin
malicia. El astuto que tiene malas intenciones nunca lo es tanto, pues a la
larga labra su ruina. Ahora bien, la teoría y la práctica son enteramente
diferentes. Muchos hay que entienden bien las cosas, pero luego no las
recuerdan y mucho menos saben ponerlas en práctica. ¿No son inútiles en
ese caso los conocimientos? Es como tener un tesoro guardado en una caja
fuerte que sin embargo no puedes abrir. Los conocimientos que aquí te
comparto son fáciles de comprender, pero ponerlos en práctica es más
difícil de lo que parece. Por ello tendrás que hacer de este libro tu manual
de cabecera y reflexionar una y otra vez sobre las máximas que contiene. Si
sus lecciones permanecen frescas en tu memoria, te será más fácil aplicarlas
en tu vida y dominar poco a poco el arte de ser astuto. Espero, lector mío,
que lo disfrutes y, sobre todo, que te sea de provecho.

Lucas Bracco, marzo de 2022.


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La astucia vital: razón vs emoción

En este capítulo voy a hablarte de las generalidades de la astucia y de cómo


el uso de la razón es el fundamento de una vida más prudente y sagaz. Y
como no me gusta irme con rodeos, voy a ir directo al grano. Para empezar,
un consejo para los lectores más jóvenes: no comiences tu vida por donde
hay que terminar. Hay personas que comienzan su vida con ocio y
diversiones, pero que al final no les queda otra opción que trabajar.
Desperdician lo mejor de su juventud en parrandas y cachondeos, y en la
vejez, cuando ya las fuerzas los han abandonado, se dan cuenta de que no
pueden sostenerse y tienen que ocuparse en los empleos más fatigosos e
incluso vergonzosos para su edad. No sigas este camino, quien es sagaz
sabe que lo esencial para vivir debe ir primero y lo prescindible y
secundario —si hay tiempo y lugar— después. No se puede triunfar antes
de haber luchado. Si eres joven, estudia primero lo que más te garantice el
éxito, el renombre, por lo menos la subsistencia (por supuesto, tiene que ser
algo que te guste); las diversiones, el descanso, los pasatiempos que más te
produzcan placer déjalos para el final. Tan desafortunado es gastar la
preciosa vida en trabajos mecánicos como en un exceso de lo que más nos
hace felices. Piensa, pues, en negocios que te puedan procurar, a largo
plazo, tiempos de ocio que disfrutarás en tu vejez. Lo que no significa que
no te dediques a lo que realmente amas si ello te puede garantizar una
buena subsistencia. Pondera bien aquello que será tu negocio y distínguelo
de lo que será tu ocio.
La palabra ‘negocio’ deriva de las palabras latinas nec y otium, esto es,
la negación del ocio. Para los antiguos romanos, otium, era lo que se hacía
en el tiempo libre y sin ninguna remuneración, mientras que negotium era lo
que se hacía por dinero. Esto no significa que no te procures tiempos de
ocio en tu juventud. Que lo que hagas en tus tiempos de ocio no produzca
ninguna remuneración no significa necesariamente que no te traiga ningún
provecho. De hecho, es mejor el ocio bien empleado que cualquier negocio
monótono y aburrido. No conviene, ni siquiera en la juventud, cargarse de
ocupaciones y trabajos mecánicos que no nos dejen tiempos de recreo. Para
saber y poder vivir con inteligencia es importante tener un método, y en
esta cuestión del ocio y el negocio es mejor no empezar a vivir por donde
hay que terminar. Utiliza la relación 20-80: mientras seas joven, que el
negocio ocupe el 80% de tus jornadas y el ocio el 20%. A medida que
envejezcas (si sigues los consejos de este método de vida astuta) la relación
se invertirá de manera natural.
Aquí es importante mencionar que, cuando somos jóvenes, casi todos
tenemos una idea muy inflada de nosotros mismos y de nuestras
capacidades. Soñamos grandes cosas para nosotros y nos imaginamos en la
cima del mundo. Hay que poner los pies en la tierra con respecto a nuestras
propias capacidades, pues estas esperanzas desmesuradas suelen terminar
en decepciones y las llamadas “crisis” a la mitad de nuestras vidas no tienen
otro origen. La cruda realidad siempre se impone a la alocada y vanidosa
imaginación. Por eso hay que compensar con la prudencia y la inteligencia
estas vanas esperanzas de juventud, ajustarse a la realidad, apuntando
siempre alto, pero esperando, con estoicismo, la posibilidad de que
sobrevenga siempre lo peor. Debemos estar preparados para aceptar lo que
venga y mantener la guardia frente a estos ensueños exagerados sobre lo
que el destino supuestamente nos tiene reservado. Sin la experiencia, la
vanidad suele equivocarse. Para conocer bien nuestras capacidades es
mejor basarnos en lo que realmente somos y hemos logrado, y no en lo que
deseamos ser y queremos lograr. Se ha de apuntar alto, pero la escalera
debe comenzar en el suelo y tener peldaños pequeños que podamos ir
subiendo poco a poco.
Es, pues, importante conocernos a nosotros mismos, pero también lo es
conocer nuestro entorno. Procura estar siempre enterado de las últimas
noticias y tener siempre a la mano anécdotas e historias jocosas o
interesantes para intercambiar en la plática con los demás. Nuestro cerebro
es una caja vacía, una tabula rasa, y si no la llenamos con cosas
interesantes, los demás nos considerarán, literalmente, una cabeza hueca.
Vale la pena aprenderse algunos poemas para recitar dos o tres versos en
alguna ocasión que lo amerite. Colecciona las frases que más te gusten de
los libros que lees, recoge las anécdotas más graciosas y curiosas y
salpimienta tu conversación con ellas.
Y es que la persona astuta tiene muchos recursos intelectuales, es decir,
tiene conocimientos de muchos tipos, está bien enterada de todo y por
supuesto tiene afición por la lectura. Por ello tiene un gusto y un
vocabulario refinado y evita lo vulgar. Cuidado, no estamos diciendo que es
un pedante insufrible y un vanidoso. Pero lo mismo sabe de pintura, que de
música, de política y de literatura. Tiene, pues, una modesta erudición en
todo tipo de temas, tanto teóricos como prácticos. Por eso su conversación
es agradable y siempre interesante, salpicada de frases ingeniosas y
anécdotas memorables.
Los seres humanos nacemos ignorantes y toscos, más animales que
humanos. Es la cultura la que nos hace realmente humanos. Homo sapiens
viene del latín homo, «hombre», y sapiens, «sabio», lo que no quiere decir
otra cosa que, si no te procuras el saber, vete buscando otra pareja para
homo. Mientras mayor es la cultura, más «personas» somos y, de alguna
manera, más viejos también. Umberto Eco afirmó alguna vez: “Quien no
lee, a los 70 años habrá vivido una sola vida, ¡la propia! Quien lee habrá
vivido 5000 años: estaba cuando Caín mató a Abel, cuando Renzo se casó
con Lucía, cuando Leopardi admiraba el infinito... Porque la lectura es la
inmortalidad hacia atrás”. Y ya sabemos cómo va el dicho, “más sabe el
diablo por viejo que por diablo”. ¡Y vaya que el diablo es astuto!
Gran parte de la astucia proviene, pues, de los recursos intelectuales que
tengamos, y buena parte de ellos provienen de la cultura. Es gracias a la
cultura que el resto del mundo era bárbaro para los griegos. Si deseas
moverte en las más altas esferas del éxito y el poder, más vale que poseas
una inteligencia y una conversación refinadas. De otra manera, por más
astuto que seas no podrás alcanzar las cimas de la sagacidad y serás objeto
de burla por parte de muchos.
Las personas inteligentes evitan hablar de cosas y de temas
intrascendentes y escogen solo asuntos que saben que pueden interesar,
agradar o sorprender a su interlocutor. Por eso nunca aburren y todos
quieren charlar con ellas. Pero cuida de no mostrar tu superioridad en
ninguno de los temas que se traten. Hay que evitar la pedantería y la
erudición presuntuosa. Con todo, procura que tus palabras versen siempre
de temas elevados o de importancia e interés para todos. Evita a toda costa
ser un chismoso y hablar con la gente de bagatelas y temas insignificantes.
A nadie le interesa (a pesar de lo que piense Zuckerberg) dónde comiste
hoy ni si te diste una vuelta por el gimnasio. Cuando el tema sea
desagradable, no pidas o entres en detalles y cambia rápida y sutilmente el
tema de conversación. Y aunque vale la pena estar enterado de todo, no te
muestres demasiado interesado en un chisme, no te vuelvas el preguntón del
grupo, o serás clasificado dentro del grupo de los fisgones.
De más está decir que la persona sagaz no solo gusta de la lectura, sino
que además piensa todo el tiempo y sopesa cada acción y cada
acontecimiento importante en su vida. No existe en el mundo una persona
avispada que no reflexione cuidadosamente cada paso importante que da.
La mala suerte de los tontos les viene no solo de su pereza corporal para
trabajar, también es efecto de su pereza mental. No piensan, por eso se
equivocan constantemente. No es gratuito que se hable de la luz de la razón.
La razón humana es como una linterna que alumbra nuestra vida. Francesco
Guicciardini, en sus Máximas y reflexiones de un renacentista sagaz, dice lo
siguiente: “Una vez pensé que podía ver las cosas con la misma claridad a
primera vista que después de reflexionarlas mucho. Pero con la experiencia
he reconocido que eso era absolutamente falso. Y puedes burlarte de quien
te diga lo contrario. Cuanto más piensas en las cosas, más las entiendes y
mejor las haces”.[1] Si no usamos la luz de nuestra razón, si no pensamos
detenidamente las cosas, poco entenderemos de la situación y nos
estrellaremos una y otra vez con los obstáculos que no podemos ver.
En cierto sentido, no hay tal cosa como personas muy inteligentes y
personas poco inteligentes. Lo que hay son personas que usan su
inteligencia y personas que no la usan. Los tontos no entienden porque no
piensan; por ello pasan por alto las oportunidades y los peligros que cada
situación les presenta. Hablan también sin pensar, mostrando todas sus
cartas y evidenciando sus intenciones a los demás sin reparar en las
consecuencias. Por no ponerse a reflexionar, entran en todos los proyectos,
aceptan todas las invitaciones, así sean intrascendentes o abiertamente
perjudiciales para ellos. Como dice Gracián, “algunos hacen mucho caso de
lo que importa poco y poco de lo que importa mucho, sopesando siempre al
revés”.[2] No se trata de “sobrepensar” las cosas (en el sentido de rumiar
una y otra vez algún asunto que nos molesta). Se trata de meditar
reflexivamente con todo cuidado sobre los asuntos de importancia en vistas
a obtener una solución óptima que encauce nuestras acciones. La persona
astuta todo lo sopesa, pero profundiza con la luz de su razón especialmente
ahí donde ve que la cuestión es más difícil, compleja y significativa.
Antes de que tomes cualquier decisión importante, haz una pausa y
revisa tu estado emocional. Los momentos en los que se toman las mejores
decisiones son aquellos en las que nuestras emociones son neutras.
Mantener la «cabeza fría» no significa otra cosa. No hay nada más
perjudicial que tomar una decisión no con la razón, sino con la emoción. Si
vas a comprar una casa, un auto; si te ofrecen una nueva oportunidad de
trabajo y tienes que renunciar, cuidado de pensar con el estómago. De
hecho, deberás aplazar cualquier interacción social de importancia si sientes
que en ese momento tus emociones son muy intensas. Todos sabemos lo
dañino que es para las relaciones con amigos y familiares discutir en un
estado emocional de frustración, rabia o negatividad. ¿Le pedirías a tu jefe
ese aumento de sueldo deseado precisamente en el momento en el que estás
enfurecido porque no concretaste esa venta? ¿Dirías sí a la compra de una
casa solo porque sus escaleras de caracol te transportaron a tu infancia?
Detente un momento, atempera tus pasiones y piénsalo mejor. Si mitigas tus
emociones, tu capacidad para pensar con claridad aumentará
considerablemente. Y también mejorará tu habilidad de persuadir a los
demás, pues serás más capaz de exponer tu planteamiento en términos
racionales. Y ten en cuenta también el estado de ánimo de tu receptor.
Intentar convencer a alguien que acaba de recibir una noticia muy
desagradable es descabellado y descortés (volveremos al tema de la
persuasión más adelante).
Una de las grandes ventajas de tener uso de razón es que podemos ser
previsores. Quien se previene con antelación, se libra de muchas de las
contingencias que la vida trae sin avisar. Quien está preparado de antemano
se evita muchos aprietos. Siempre hay que pensar en el largo plazo, pensar
siempre por adelantado. Pues los razonamientos bien cuidados son lentos, y
si los dejamos para la hora crítica, es muy probable que no logremos estar a
la altura de las circunstancias en el momento oportuno. Por ello es necesario
prever, esto es, ver con anticipación aquello que vendrá para estar
preparado. Pues tiempos vendrán que serán difíciles y penosos. Procura
prevenirlos con un pensamiento cuidadoso. Mientras que algunos solo
piensan después de haber actuado, y otros todavía más necios no piensan ni
antes ni después, quien es avispado piensa siempre antes de actuar. Todo el
éxito en la vida depende de usar correctamente la razón, pues es la luz del
pensamiento lo que nos descubre el rumbo y nos hace acertar.
Así, cuando hay dudas es forzoso que, antes de proceder, te detengas un
momento y te lo pienses dos veces. Hay que saber tomarse el tiempo.
Cuando se trata de asuntos de interés personal, Schopenhauer nos advierte
que la aversión al asunto puede impedirnos tomar una resolución en un
determinado momento. En esos casos no debemos forzarnos, sino esperar a
que se presente por sí mismo el ánimo para reflexionar sobre el tema. Y
“cada ánimo diferente en cada diferente momento arroja una luz distinta
sobre el tema”,[3] dice el filósofo alemán. Es este lento proceso lo que se
conoce como madurar las decisiones. “Pues la tarea tiene que repartirse —
afirma—; de ese modo se nos ocurren algunas cosas que antes pasamos por
alto y también se va perdiendo la aversión, ya que cuando las cosas se
perciben con claridad parecen más soportables”.[4] Ahora bien, no cometas
el error de hacer como si lo estuvieras pensando más detenidamente, cuando
en realidad solo estás dejando pasar más tiempo y al final tomarás la misma
mala decisión que hubieses tomado en un principio. Cuando realmente nos
tomamos el tiempo de reflexionar en un asunto una y otra vez, nuevas
razones aparecen para apoyar (o, en su defecto, abortar) la decisión. Más
vale la sagacidad con parsimonia que la rauda estupidez. A veces sentimos
un fuerte impulso por actuar rápidamente (piensa en todas las compras
inútiles que has hecho en Amazon últimamente). Si dejas pasar un tiempo,
verás cómo la intensidad del acéfalo deseo cede. Entonces la cabeza fría
decidirá con más prudencia. Piensa, piensa, piensa: no pensar es una
zancadilla para fracasar.
Es, por otra parte, necesario ir siempre por la vida con una razonable
dosis de escepticismo. Hay en el mundo muchas más mentiras y falsedades
que verdades, por lo que es errar el tino dejarse llevar por la primera
impresión. No te cases con la primera información que se te da, desconfía
de la superficie del asunto en cuestión: las más de las veces es mera
apariencia. A la verdad le gusta ocultarse y se siente más cómoda en las
profundidades. Las primeras impresiones, en cambio, indican poco fondo,
por lo que siempre hay que ir más allá de ellas. La credulidad es, pues, todo
lo opuesto de la sagacidad. Todos los malentendidos, los engaños y las
confusiones se alimentan de la ingenua credulidad, lo mismo que la malicia
ajena. Siempre debe haber lugar para un segundo examen, poniendo la duda
por delante.
Por esta razón, a la hora de informarse, hay que tener muy presente que
la verdad está más del lado de la vista que del oído. De todo lo que
escuchamos, gran parte son mentiras que pasan de una boca a otra como
moneda falsa. Por esta razón hay que ser muy diestro en detectar las
falsedades en todo lo que escuchamos decir a los demás. Incluso cuando la
verdad comienza a circular de boca en boca, muy pronto se distorsiona
tanto que en poco tiempo se vuelve irreconocible. Hay que estar muy alerta
de estos bulos, sobre todo hoy cuando cualquiera puede, por malicia o
interés propio, inventar una noticia falsa y presentarla en las redes sociales
como verdadera.
Según un informe reciente, las noticias falsas tienen un 70% más de
probabilidades de compartirse por Twitter que las verdaderas. ¿Cómo
identificarlas? Según los expertos, el contenido falso de las llamadas fake
news suelen apelar a las emociones más inmediatas del lector. Cuando
sientas que la noticia confirma plenamente tus convicciones, cuando te
sorprenda o te genere repulsión, probablemente se trate de una noticia
inventada para producir precisamente eso en ti. Existen varias formas de
precaverse contra las noticias falsas. Lo primero, por supuesto, es detenerte
a reflexionar un poco antes de que te creas la noticia a la primera y la
compartas inmediatamente. Si te provocó un rechazo, una sorpresa o una
aceptación muy grande, desconfía e investiga más a fondo. ¿Cita el autor
sus fuentes?, ¿incluye enlaces a otros sitios confiables que confirman la
noticia o cita estudios serios y oficiales? Si no lo hace, ¿qué te garantiza que
la noticia no la creo el travieso hijo adolescente de tu vecino? Si el
acontecimiento sobre el que trata la noticia es demasiado reciente, sospecha
de las noticias “bomba” que pretenden decirte lo que realmente ocurrió,
pues hacer un reportaje serio requiere tiempo y profesionalismo. Y, sobre
todo, no cometas la torpeza de compartir la noticia habiendo leído solo el
título sin haber leído previamente la nota completa. Averigua siempre la
fuente y asegúrate de que el sitio o el autor son legítimos. No la compartas
si se trata de una cadena de WhatsApp o su fuente es un sitio que
únicamente comparte noticias con un solo punto de vista ideológico. Busca
la misma noticia en Google. Si la noticia es cierta, es probable que muchos
sitios confiables la hayan publicado también.[5] Créeme, no es muy
inteligente ir por ahí difundiendo fake news y teorías de la conspiración.
Evítalo como la peste.
Los razonamientos bien cuidados solo pueden ser generados lentamente,
por ello hay que ser lentos en creer. Como mentir es muy ordinario, es
mejor que creer sea algo extraordinario. No te apresures a creer lo que se te
dice, que luego podrías arrepentirte. Duda, sobre todo, de quien te promete
dinero fácil o soluciones mágicas a tus problemas. Nuestra primera reacción
debe ser la de la duda, el escepticismo, incluso la completa desconfianza.
Con todo, es inteligente no manifestar tus dudas a quien intenta
convencerte, pues podría llegar a sentirse insultado incluso cuando él
mismo sea consciente del engaño. Rara reacción esta la de aquellos que se
sienten ofendidos cuando su engaño es puesto al descubierto, pero es lo que
casi siempre ocurre. Tan vil puede ser la naturaleza humana.
Y de la misma manera que debemos ser lentos en creer, también hay
que ser tardos en el querer. Cicerón, en su obra Sobre la amistad, aconseja
conocer primero a una persona antes de quererla. En muchos noviazgos e
incluso en algunos matrimonios apresurados los inconvenientes de ignorar
este consejo se ven con claridad. La chica idealiza al chico desde que lo ve
por primera vez, y cuando llegan a ser novios, la verdadera naturaleza del
segundo sale a flote y lo que antes era un Adonis resulta ser luego un
Narciso o un Calígula. Es imprudente, pues, querer con facilidad, de manera
que la razón deberá utilizarse también para conocer y analizar fríamente a la
persona, el objeto o la situación, antes de otorgarle nuestra aprobación y
nuestros anhelos.
Aunque somos seres racionales, también somos muy pasionales. De
hecho, la mayoría de las personas es más pasional que racional, y el más
lógico y razonable puede llegar a tener también algún exceso de pasión. La
ira, por ejemplo. Todos somos propensos a sucumbir a esta antiquísima y
natural emoción. Sabemos lo perjudicial que puede llegar a ser cuando nos
dejamos dominar por ella. Pero ojalá fuera fácil no permitirlo. Cuando la ira
nos inunda, es casi imposible no dejarse llevar por ella. La razón en ese
instante capitula y le deja el paso libre a la furia. El dominio de las
emociones comienza con la conciencia de que uno pierde el control. Para
ello, es fundamental identificar las causas generales que nos llevan a
perderlo y, segundo, establecer límites a las emociones que más nos
perturban. De este modo podremos detenernos a tiempo, pues lo más difícil
de correr es detenerse. Hay que aprender a frenar antes de haber corrido
demasiado. Hay que controlar la emoción a tiempo antes de que ella tome el
control.
El autocontrol es, de hecho, fundamental para ejercer la astucia, sobre
todo en las situaciones que son imprevistas. En otras palabras, los
principales enemigos de la sagacidad son las pasiones, la impulsividad, la
exaltación irreflexiva, el nerviosismo. En un solo minuto de descontrol
puedes perder lo logrado en horas, incluso en toda una vida de esfuerzo
meditado. Unos pocos segundos de imprudencia pueden avergonzarnos para
toda la vida. En este sentido, debes tener mucho cuidado de la astucia ajena
que quiere hacerte caer en estos momentos de impulsividad imprudente. Y
la mejor defensa es el autocontrol. Si presientes que la situación presenta
peligro de perder el dominio de nosotros mismos, hay que moverse con
cuidado. Hay que estar bien atentos para captar el instante en el que
empezamos a perder el control y huir enseguida de la situación o, en su
defecto, hacer todo lo posible por fingir que no nos afecta. Sí, fingir. Hacer
“como sí” puede ser de gran ayuda para recuperar el dominio de nosotros
mismos. Los impulsos vehementes son fáciles de engañar si adoptamos a
tiempo una actitud de sosiego emocional. Pronto lo que se aparenta se
convertirá en la realidad. Pruébalo, es más fácil de lo que crees. Pero hay
que hacerlo en el momento oportuno, antes de que el arrebato anímico se
apodere de nosotros.
Quien es astuto no se deja impresionar con facilidad. Se mantiene calmo
y no imita a la gente vulgar, que se impresiona y hace alharaca de cualquier
cosa. Que pocos sepan lo que realmente pensamos y sentimos. Es mejor
mantener la cara de póker, o por lo menos un gesto moderado acorde con la
situación. No estallar en carcajadas si alguien cuenta un buen chiste; una
pequeña sonrisa basta. No hacer gestos desorbitados de asombro ante un
suceso extraordinario; hay que mantener la alteza de ánimo y el señorío. No
desgarrarse las vestiduras si algo malo nos sucede; hay que guardar la
compostura del filósofo estoico. Esto no es mera apariencia. El astuto
siempre le da prioridad a la razón y a la reflexión por sobre las emociones,
pues de hecho ‒como veremos enseguida‒ estas dependen de aquellas. De
la comprensión de este hecho innegable depende nuestra capacidad de
terminar con los sufrimientos innecesarios y por ende, en último término,
nuestra felicidad.
Cuando hablamos de astucia, de inteligencia práctica, de sagacidad y
perspicacia, no solemos relacionar estos conceptos con el tema de la
eudaimonía. El término viene del griego εὐδαιμονία , que se compone de
‘eu’ (bueno) y ‘daimon’ (espíritu). Se traduce como felicidad, bienestar o
vida buena, pero puede entenderse también como florecimiento humano o
prosperidad. La eudaimonía sería el objetivo final de la frónesis (del griego:
Φρόνησις , phron ē sis), término que podemos traducir como ‘prudencia’ o
‘sabiduría práctica’. En la medida en que la astucia es equiparable a una
inteligencia práctica que tiene como propósito salir airoso de las
dificultades que nos pone la vida, la astucia está relacionada directamente
con nuestra felicidad. Pero hablamos aquí de una astucia vital, es decir, de
una sagacidad o una inteligencia existencial.
Ni qué duda cabe que es astuto quien sabe, como Ulises, elucubrar
ardides para engañar a sus adversarios. Pero lo es también, y tal vez en
mayor medida, aquel que tiene las herramientas para evitarse sufrimientos
innecesarios causados por la que es posiblemente nuestra mayor enemiga:
nuestra propia mente. Después de lo ya dicho sobre la razón y las
emociones, calaremos aún más hondo en el continuum de la astucia y
analizaremos esta suerte de inteligencia existencial que es preciso entender
y dominar para llegar a ser realmente astutos en la vida. Y esta sagacidad —
repito— tiene que ver con nuestra felicidad y por lo tanto con la ausencia de
sufrimiento mental-emocional.
Para empezar hay que entender que gran parte de nuestro sufrimiento es
mental y, como tal, es innecesario. La mayoría de las angustias, ansiedades
y depresiones hoy en día se las provoca la gente a sí misma. No estoy
diciendo que los sentimientos dolorosos sean autoinfligidos: la muerte de
un ser querido, la pérdida del trabajo, una enfermedad grave, son sucesos no
elegidos que provocan en nosotros sentimientos de dolor y angustia
naturales e incluso necesarios desde un punto de vista evolutivo. Pero un
sentimiento doloroso es algo muy diferente a una perturbación emocional.
Esta sí que es autoinfligida, pues se origina en lo que pensamos sobre
aquello que nos acontece.
La tesis de base es esta: los sentimientos no son algo que nos
sobrevenga de manera totalmente involuntaria, no son algo que nos
limitamos a padecer, sino que nosotros mismos los creamos. En otras
palabras, si los padecemos es porque primero los hacemos. ¿Y cómo los
hacemos? Con el pensamiento.
La idea de que nuestros sentimientos tienen su origen en nuestros
pensamientos no es nueva. Se encontraba ya esbozada desde tiempos de
Sócrates, pero fueron los filósofos estoicos los primeros en desarrollarla.
Marco Aurelio afirmaba que «La felicidad de tu vida depende de la calidad
de tus pensamientos», de manera que «Si estás molesto por una causa
externa, el dolor no se debe a la causa en sí misma, sino al valor que tú le
das [con el pensamiento]. Y tienes el poder de revocar ese valor».[6] En
suma, lo que los seres humanos sentimos es un calco y una prolongación de
lo que pensamos. Y como somos nosotros los que estamos a cargo de
nuestros pensamientos, en esta medida somos nosotros quienes creamos
también nuestros sentimientos. Es en este sentido que Wayne W. Dyer dice
lo siguiente:

Si tú controlas tus pensamientos, y tus sensaciones y sentimientos provienen de tus


pensamientos, entonces eres capaz de controlar tus propios sentimientos y
sensaciones. Y puedes controlar tus sentimientos elaborando los pensamientos que
los precedieron. Para simplificar podemos decir que tú crees que son las cosas o la
gente los que te hacen infeliz, pero esto no es correcto. Eres tú el responsable de tu
desgracia porque son tus pensamientos respecto a las cosas y a la gente que hay en
tu vida los que te hacen infeliz. Para llegar a ser una persona libre y sana tienes
que aprender a pensar de forma diferente. Cuando hayas logrado modificar tus
pensamientos, entonces empezarán a surgir tus nuevos sentimientos y habrás dado
el primer paso en el camino hacia tu libertad personal.[7]

Líneas atrás hablábamos del autocontrol. Pues bien, el autocontrol se logra


controlando lo que sentimos mediante el pensamiento. Es lo que pensamos,
creemos u opinamos sobre lo que nos sucede lo que determina cómo nos
sentimos al respecto. En otras palabras, la creencia y opinión que tenemos
acerca de lo que ocurre a nuestro alrededor es en gran medida la que
determina nuestra reacción hacia ello. «Acuérdate —afirmaba Epicteto,
otro filósofo estoico— que no te ofende el que te injuria ni el que te golpea,
sino la opinión que has concebido. Cuando alguno, pues, sea causa de que
hayas encolerizado, sabe que no es él, sino tu opinión, la que te irrita».[8] Es
en este sentido que Schulz von Thun habla de los «mensajes-yo» y los
«mensajes-tú». Decir “Me has ofendido” es un mensaje-tú (tú me has
ofendido). Epicteto diría que los mensajes-tú son la causa de que no
asumamos la responsabilidad de nuestros sentimientos y reacciones, pues se
los atribuimos al otro. Decir, por el contrario, “Me siento ofendido con lo
que has dicho” es muy diferente; es un mensaje-yo que simplemente dice lo
que pasa en nuestra vida interior y que no implica asumirse víctima del
otro. Por supuesto, los mensajes-yo son más objetivos (y por lo tanto más
racionales) que los mensajes-tú. En estos últimos hay una creencia de base:
mi infelicidad, mi molestia, mi disgusto lo causa el otro. Cuando decimos
con Epicteto que no es el otro el que te ofende sino la opinión que has
concebido de ello, estamos cambiando esta creencia irracional por otra más
racional y, en cierto sentido, estamos cambiando el mensaje-tú por un
mensaje-yo. En efecto, decir “Me he ofendido con lo que has dicho” supone
que quien lo dice está en contacto directo con lo que siente, sin por ello
implicar que lo siente a causa de lo que el otro ha dicho. Este mensaje-yo de
hecho abre la puerta a la posibilidad de que aquello que he sentido se deba
más bien a mis creencias e interpretaciones personales, lo que nos da la
oportunidad para cambiarlas. El psicólogo estadounidense Albert Ellis es
quien más a fondo a estudiado la relación entre las reacciones neuróticas y
las creencias irracionales que en mayor o menor medida constituyen nuestro
carácter. Ya que la detección y erradicación de estas creencias falsas en
nosotros mismos y su sustitución por otras convicciones más realistas y
racionales es la clave para una astucia vital más profunda y poderosa, en lo
que sigue profundizaré un poco más en este tema.
La idea central es, pues, que nuestros sentimientos dependen de nuestros
pensamientos. Ahora bien, hay que aceptar que no elegimos nuestros
pensamientos, creencias y opiniones con completa libertad. Aunque en gran
medida seamos los autores de nuestros pensamientos, estos también pueden
provenir de otras fuentes. Es decir, muchos de nuestros pensamientos los
hemos aprendido de nuestros padres, de los amigos, de la sociedad en
general (p.ej., de los mass media), es decir, nos han sido inculcados a través
de nuestra educación y el condicionamiento social. Algunos de ellos son
saludables, racionales, provechosos; otros son francamente insensatos y
perjudiciales. Con todo, aun los pensamientos que no provienen de nosotros
mismos los hemos escogido, ya sea de manera consciente o inconsciente, de
modo que también a estos, si nos conducen a formas destructivas de sentir,
los podemos sustituir por otros más convenientes.
El libre albedrío, la autodeterminación y el autocontrol dependen en
gran medida de que seamos conscientes de nuestros propios pensamientos,
objetivos y deseos y podamos cambiar aquellos que nos hacen sufrir. La
autodeterminación está relacionada, así, de manera directa con nuestras
emociones. En este sentido, la astucia vital consistirá en ganar para nosotros
una cota de libertad mayor, misma que redundará directamente en nuestra
salud mental.
Lo normal (que no lo mejor) es que sintamos hostilidad cuando alguien
nos trata mal; ansiedad cuando pasamos por un problema difícil; o
decepción y vergüenza cuando nos equivocamos. Cuando estos
sentimientos negativos son tan intensos que se vuelven una tortura mental,
hablamos de neurosis. La neurosis es hoy en día el peor enemigo de todo
psicólogo. Se manifiesta en depresiones, ansiedades y obsesiones de todo
tipo, y las distintas maneras en que las personas se lo provocan a sí mismas
constituye todo un arte de amargarse la vida. La buena noticia es que
puedes cambiar tus sentimientos negativos y hacer no solo que aminoren su
intensidad, sino que desaparezcan del todo. La astucia está en saber cómo
hacerlo.
Cuando sufrimos una pérdida personal, hacemos algo mal o no
obtenemos lo que deseamos, los sentimientos de angustia, depresión,
frustración o ira son normales y naturales. Son tan comunes y universales
que no hay ser humano que no los haya experimentado. Incluso Jesús
expulsó con ira a los comerciantes en el Templo, y Buda sufrió una gran
depresión antes de comenzar su camino espiritual. Pero que estos
sentimientos sean normales no quiere decir que sean saludables y
beneficiosos, sobre todo si son excesivos. La diferencia entre los
sentimientos sanos y los insanos es una cuestión de grado. Si te preocupas
ligeramente por tu futuro; si guardas la debida cautela ante un nuevo virus
mortal que tiene al mundo entero en cuarentena; si permaneces vigilante
ante cualquier peligro inminente, tus sentimientos permanecen dentro del
límite saludable. La «ansiedad ligera» ante un peligro es evolutivamente
necesaria. Sin ella seríamos descuidados e imprudentes, nos meteríamos en
problemas y podríamos incluso matarnos. Lo mismo puede decirse de la
tristeza y el enojo leves: tienen una función, una razón de ser. Lo que no es
sano (aunque pueda estar normalizado) es el pánico, la ansiedad intensa, la
preocupación excesiva, la depresión prolongada. Estos sentimientos
desmesurados no tienen ninguna ventaja sino, al contrario, nos paralizan,
nos aíslan y pueden también poner nuestra vida en peligro.
La diferencia de intensidad es cuestión de grados, como decía, y lo que
provoca dicha diferencia es la cualidad de nuestros pensamientos. Puedes,
por ejemplo, sentir deseos de tener éxito en tu profesión, de ganar mucho
dinero, de ser reconocido y respetado por sus pares. Este deseo te lleva a
preocuparte un poco por tu futuro y a trabajar duro por conseguir sus metas.
Pero si tu deseo se convierte en una implacable necesidad absoluta, la
preocupación se convertirá a su vez en pánico y en una ansiedad intensa
mientras no estés en el lugar anhelado. Cuando conviertes tu deseo en una
necesidad, esta se convierte en una necesidad-perturbadora que genera un
tormento de ansiedad totalmente innecesario. Lo mismo pasa cuando la
sana preocupación de ser aceptados por los demás se convierte en la
irracional creencia de que tienes que caer bien a todos y ser perfecto en todo
momento. La primera se traduce en un sano cuidado en no ofender a las
personas, en ser amable y bienintencionado; la segunda te hará caer en un
pánico paralizante y en una angustia intolerable cuando no aciertes a
comportarte como supuestamente deberías hacerlo.
En general, detrás de cada emoción negativa perturbadora existe una
creencia disfuncional que se sustenta en un pensamiento irracional.
Regularmente tienen la forma de un «tengo que» o un «debería» que
implican exigencias e imposiciones irracionales y que se caracterizan por
ser falsas, inútiles y provocar desazón emocional. Y lo que provoca este
malestar emocional es el pensamiento anexo, pero oculto de que sería
«terrible» que las cosas no sean como «deberían» ser. Así, junto a cada
«tengo que» o «debería» hay un pensamiento catastrofista escondido.
Veamos algunos ejemplos:

«Tengo que tener mucho dinero, debería ser exitoso en la vida (sería
terrible que no lo fuera pues entonces sería un perdedor y no podría
soportarlo)»

«Ella(Él) me debería querer y tratar bien, debería corresponder a mi


amor (si no es así, significa que no soy digno de ser amando, que nunca
encontraré a alguien que me quiera, que soy esencialmente deficiente y esto
no podría soportarlo»
«Tengo que conseguir este puesto de trabajo (sería terrible que no me lo
dieran, significaría que soy un fracasado, no lo podría tolerar)»

«Tengo que hacerlo bien siempre, no debería equivocarme nunca (de lo


contrario significaría que no soy perfecto, que soy deficiente e inferior a los
demás)»

Sí, los sentimientos de inferioridad tienen su origen en pensamientos


excesivamente perfeccionistas, lo mismo que la gran mayoría de las
neurosis y los trastornos emocionales más comunes. La ira, por ejemplo,
nace de pensamientos del tipo «La gente debería ser más limpia (o manejar
mejor, o fijarse por donde va, o dar un mejor servicio, o atenderme más
rápido, etc.)». La exigencia de perfección —tanto a uno mismo como a los
demás— genera perturbación emocional.
De la misma manera, cuando lo que nos sucede lo evaluamos en
términos de «esto es terrible», nos decimos a nosotros mismos que el evento
«no debería haber sucedido», que «no lo podemos soportar» y que por lo
tanto «no podremos ser felices». Supongamos, por ejemplo, que tenemos un
accidente y perdemos las piernas. Dos alternativas de evaluar lo sucedido
son posibles. Las personas que a nivel emocional son más vulnerables
evaluarán los hechos en el peor extremo: es terrible. «Es terrible ya no tener
piernas, ya no podré hacer esto o lo otro, no lo puedo soportar, nunca debió
haber pasado, ya no podré ser feliz, etc., etc.». La otra alternativa, mucho
más sana, racional y positiva, es pensar del siguiente modo: «Sin duda es
desafortunado el hecho de ya no tener piernas y no poder caminar, pero
puedo hacer muchas cosas todavía; tengo mis manos, mis cinco sentidos, mi
cerebro, puedo encontrarle placer a la vida y ser feliz de otro modo. No
necesito mis piernas para ser feliz. La vida no se acaba aquí», etc. Según
estudios recientes, ni siquiera la salud objetiva está correlacionada con el
nivel de felicidad: lo que importa más es nuestra percepción subjetiva sobre
qué tan sanos estamos.[9] Si pierdes tu trabajo, puedes pensar en lo terrible
que es estar desempleado, o puedes considerar todos los beneficios y
oportunidades que se te abren por haberlo perdido. Dramatizar y pensar en
términos catastrofistas no es bueno para tu salud mental. Como dice Rafael
Santandreu, la terribilitis es la madre de todos los trastornos emocionales.
Las personas emocionalmente fuertes evalúan la situación de una forma
más exacta, realista y positiva y por ello sus emociones son más serenas. En
palabras de Santandreu: “Efectivamente, las personas mentalmente fuertes
tienen mucho cuidado de no dramatizar jamás sobre las posibilidades
negativas de su vida y ahí está la fuente de su fortaleza. Están convencidas
de que la mayor parte de las adversidades no son ni «muy malas» ni
«terribles». Ese convencimiento profundo es lo que las mantiene en calma:
ése es su secreto”.[10]
Recuerda la tesis principal: nuestras emociones son siempre el producto
de nuestros pensamientos, de modo que, si cambiamos estos últimos,
cambiamos también los primeros. Y para modificar nuestros pensamientos,
lo primero es detectar las evaluaciones catastrofistas que nos perturban.
Como decía Séneca hace muchos siglos, «Desdichado es el que por tal se
tiene». Y lo segundo, tenemos que aprender a evaluar con criterios más
objetivos y racionales. Pues —otra vez Séneca— «No hay más calma que la
engendrada por la razón». En palabras del psicoterapeuta Albert Ellis: “si
entiende cómo se perturba a sí mismo cayendo en los «tendría que», los
«debería» y en exigencias e imposiciones irracionales, introduciéndolos a
escondidas inconscientemente en su pensamiento, puede dejar de
perturbarse prácticamente siempre, con cualquier cosa”.[11]
Actualmente vivimos en sociedades capitalistas hiperconsumistas con
altos estándares de lo que se considera ser exitoso y feliz. Tan artificiales y
superfluos son estos estándares que se nos hace creer que no seremos
capaces de alcanzar la felicidad si no tenemos una casa en propiedad, un
coche último modelo, una pantalla de ochenta pulgadas, una pareja hermosa
o vacaciones en Cancún. Esto es estar totalmente fuera de la realidad.
Existen en el mundo millones de familias que viven en las montañas, en los
bosques, en el desierto y que son perfectamente felices sin necesidad de
tener todo lo que nosotros neuróticamente deseamos. Los seres humanos
necesitamos muy poco para estar bien. Lo único que hace falta es cubrir
nuestras necesidades básicas y tener un mínimo de seguridad que garantice
nuestra vida.
Según Martin Seligman, autor del libro Authentic Happiness, en las
naciones sumamente pobres, donde la pobreza amenaza la vida misma,
tener dinero sí que predice un mayor bienestar. Pero en las naciones
medianamente prósperas donde casi todos tienen cubiertas las necesidades
más básicas, un nivel elevado de riqueza tiene efectos insignificantes en la
felicidad personal de los individuos. Esto significa que Bill Gates o Elon
Musk no son mucho más felices que tú o que yo, pues una vez que tenemos
satisfechas nuestras necesidades más básicas, el nivel de felicidad es
prácticamente el mismo. A menos, claro, que conviertas tu deseo de dinero
en una necesidad perturbadora. Entonces sí que te crearás mucha
infelicidad. Según Seligman, “Lo que influye en tu felicidad, más que el
dinero en sí mismo, es cuán importante es el dinero para ti. El materialismo
parece ser contraproducente: en todos los niveles de ingresos reales, las
personas que valoran el dinero más que otras metas están menos satisfechas
con sus ingresos y con su vida como un todo”.[12] En otras palabras, no
importa si eres rico o no: si lo que más valoras en el mundo es el dinero y,
no importa cuánto tengas, deseas intensamente tener más y más, serás
infeliz. Mientras el dinero que tienes te parezca insuficiente, no te sentirás
satisfecho con tu vida financiera. Lo que no quiere decir que sea malo
desear tener un poco más y trabajar para lograrlo. Lo que está mal es la
intensidad tan insana con la que lo deseas y la creencia catastrofista de que
no tenerlo es terrible.
De hecho, según estudios científicos recientes el nivel de felicidad de un
individuo permanece relativamente estable a lo largo de toda su vida.
Seligman señala que en una investigación en la que se estudió a 22 personas
que ganaron el premio mayor de la lotería, se descubrió que todos volvieron
a su nivel de felicidad inicial con el tiempo. Ninguno de los ganadores
terminó más feliz que el grupo control. Este fenómeno seguramente lo has
experimentado tú mismo: adquieres el auto de tus sueños, la pantalla plana
que siempre has querido, esos tenis nuevos tan atractivos, ese reloj de oro
que tanto has anhelado y, ¿qué ocurre? Sí, estrenas tu juguete nuevo y tus
niveles de dopamina están hasta el tope. Te sientes dichoso por un tiempo,
casi no puedes dejar de ver tu nuevo reloj en tu muñeca o tus nuevos tenis
en los espejos de los aparadores. Pero pronto te empiezas a acostumbrar a tu
nueva adquisición, la das por sentado y vuelves a tus niveles habituales de
felicidad (o infelicidad). Y todo vuelve a comenzar.
Este fenómeno, que se conoce en psicología como «adaptación
hedónica» o «rueda hedónica», es una barrera para lograr la felicidad. Uno
se adapta rápidamente al placer y, cuando ello ocurre, se quiere más. Es
como una adicción. El comportamiento del comprador compulsivo tiene el
mismo patrón: siente placer al adquirir el objeto de su deseo, lo disfruta por
un tiempo y luego se adapta a él, lo da por sentado, se acostumbra a
poseerlo de manera que el placer disminuye poco a poco hasta desaparecer
por completo. La adaptación hedónica hace que te adaptes rápida e
inevitablemente a las cosas buenas dándolas por sentadas. A medida que
acumulas más posesiones y logros, tus expectativas aumentan. Las acciones
y las cosas por las que trabajaste tan duro ya no te hacen feliz; necesitas
conseguir algo aún mejor para aumentar tu nivel de felicidad a los niveles
superiores de su rango establecido. Pero una vez que obtienes la siguiente
posesión o logro, también te adaptas a él.[13] Ad aeternum.
Si no existiera el fenómeno de la rueda hedónica, los individuos que
obtienen más cosas buenas en la vida serían mucho más felices que los
menos afortunados. Pero la realidad es otra: los menos afortunados son tan
felices como los más afortunados, pues los estudios han demostrado que los
grandes logros y las posesiones apenas se correlacionan con la felicidad y
tienen muy poco poder para aumentarla que no sea solo de un modo
transitorio.
Esto es cierto también para los eventos negativos que nos suceden. De la
misma manera que la inmensa felicidad que sentiríamos si ganáramos la
lotería es transitoria, la depresión por la que pasamos después de un mal
suceso también es episódica y la recuperación se produce a los pocos meses
del evento. Incluso las personas que quedan parapléjicas como resultado de
accidentes de la médula espinal comienzan rápidamente a adaptarse a su
nueva condición. En la mayoría de los casos estudiados, ocho semanas
bastaban para que los parapléjicos empezaran a reportar más emociones
positivas que negativas.
De manera, pues, que los niveles de felicidad de cada individuo son muy
estables en el tiempo, y los eventos importantes, tanto negativos como
positivos, tienen poco poder para modificarlos sustantivamente. Según
Seligman, en menos de tres meses los eventos importantes (como ser
despedido o ascendido) pierden su impacto en los niveles netos de felicidad.
En relación al dinero, más y más estudios llegan a la misma conclusión: la
riqueza tiene una correlación sorprendentemente baja con el nivel de
felicidad. Y mientras el ingreso per cápita ha aumentado dramáticamente
en las naciones prósperas durante el último medio siglo, el nivel de
satisfacción con la vida se ha mantenido plano en la mayoría de las
naciones ricas. El atractivo físico (que, como el dinero, da algunas ventajas
sociales) tampoco tiene mucho efecto sobre la felicidad. Ni siquiera la salud
del individuo tiene la importancia que muchos le atribuyen: lo que importa
más es nuestra percepción subjetiva sobre qué tan sanos estamos.
Así pues, la ciencia afirma que en realidad necesitamos muy poco para
estar bien. Son datos objetivos. Úsalos para evaluar tu vida de manera más
realista la próxima vez que tus necesidades perturbadoras de éxito
profesional, dinero, belleza o salud te empiecen a provocar infelicidad.
Modifica tus creencias irracionales sobre lo que supuestamente deberías ser
y lo que deberías tener, por otras más racionales y realistas. Y recuerda lo
siguiente: la persona emocionalmente madura es aquella que no exige ni
necesita, sino que simplemente prefiere o desea. Lo que causa malestar
emocional es la creación de necesidades artificiales, de modo que lo
primero que tienes que aprender a diferenciar es el deseo de la necesidad.
La diferencia es abismal. Un deseo es algo que me gustaría tener, algo que
me gustaría ver cumplido, pero que no necesito. Una necesidad, en cambio,
es algo sin lo cual no puedo funcionar ni, por lo tanto, ser feliz. Las
verdaderas necesidades, como ya vimos, son muy pocas: alimento, agua y
protección contra las inclemencias del tiempo y los peligros de la naturaleza
(o de la ciudad). No hay más; lo que está más allá de esto son necesidades
ficticias, artificiales, inventadas. Y son nocivas porque nos hacen
desgraciados. Creer que tienes estas “necesidades” es irracional, y el hecho
de que millones de personas lo crean no las hace menos absurdas.
Puedes identificar tus creencias irracionales por la exigencia que
conllevan. Te exigen a ti, a los demás, a la vida ser de determinada manera.
«Debo hacerlo todo muy bien»; «Debería tener más dinero»; «Debería ser
más alto (más guapo, más delgado, tener más cabello)»; «Debería ser más
bonita (tener más busto, más nalga, menos celulitis)» «La gente debería
tratarme siempre bien y ser considerada conmigo»; «Debería tener una
pareja que me quiera»; «Debería tener una propiedad y no pagar renta»;
«La vida debería serme favorable», etc. Insisto en esto: todos los «deberías»
rotundos e inflexibles son exigencias infantiles y poco realistas, pues la vida
y las demás personas no están aquí para satisfacer nuestras demandas. Pero
lo más importante de todo: son infantiles pues no necesitamos satisfacerlas
para ser felices. La causa de nuestra infelicidad es la exigencia misma y no
el hecho de que no tengamos aquello que exigimos. Como dice Santandreu,
“las exigencias sobre uno mismo, sobre los demás y sobre el mundo están
en la base de la vulnerabilidad emocional; son la verdadera piedra
fundacional del neuroticismo”[14]Pues cuando suponemos que la realidad
debe ser de determinada manera, lo más seguro es que nos desilusionemos.
En Italia hay un término para nombrar a quien así piensa: es el iluso
deluso, el iluso desilusionado. Esta persona es por supuesto neurótica. Tiene
cientos de ideas preconcebidas sobre cómo debería funcionar el mundo. Se
siente, como un niño, el centro del universo. Vive su existencia quejándose
de todo porque la vida no cumple con sus expectativas. Y es que su vida es
todo eso: expectativas, es decir, exigencias. Y como la vida cumple pocas
veces sus exigencias, se enfurece, se entristece, se deprime. El iluso
desilusionado experimenta una constante neurosis porque vive en dos
mundos: el real y el de su fantasía; el real y el “ideal”. «El mundo debería
ser como yo digo». Es, pues, como un niño egocéntrico. Enfurece cuando
hay tráfico, cuando no le dan un buen servicio, cuando alguien se equivoca,
cuando tiene que pagar impuestos, incluso cuando no hay buen clima. El
mundo conspira contra él un día sí y otro también.
El individuo que vive según el dictamen de la razón es más astuto: se
esfuerza, cuanto puede, en no dejarse dominar por las emociones
perturbadoras producto de las creencias irracionales. Existe una astucia de
la razón que nos previene contra tal creencia infantil: el determinismo
filosófico. En una acepción general, el determinismo sostiene que todo lo
que ha habido, hay y habrá, y todo lo que ha sucedido, sucede y sucederá,
está establecido o fijado de antemano. Son deterministas las doctrinas según
las cuales hay un destino ineluctable, una predestinación.[15] El
determinismo es, en filosofía, una corriente de pensamiento seria y rigurosa
que ha sido defendida por muchos de los más grandes filósofos de la
historia. Uno de ellos fue Spinoza. “En el orden natural de las cosas —
afirma en su Ética— nada se da [de manera] contingente; sino que todo está
determinado por la necesidad de la naturaleza a existir y obrar de un cierto
modo”.[16] El determinismo filosófico afirma que las cosas no pueden ser de
otra manera; las cosas son como son y serán lo que tienen que ser. La
cadena de causas y efectos es insobornable: una cosa lleva a la otra. Todo lo
que ocurre tiene su causa, siendo esta última el efecto de una causa que le
precede… ad infinitum. Pensar que algo pudo haber sido de otra manera es
ignorar esta ley incorruptible del Ser mismo. Según Spinoza, “el que ha
comprendido rectamente que todo se sigue de la necesidad de la naturaleza
divina y ocurre según las leyes y reglas eternas de la Naturaleza, no hallará
ciertamente nada que sea digno de odio, risa o desprecio, ni tendrá
conmiseración de nadie, sino que se esforzará, cuanto lo permite la virtud
humana, en obrar bien, como se dice, y en alegrarse”.[17]
Quien piensa, pues, en términos de «debería» y «tendría», cree que las
cosas no deberían ser como son, sino que hubieran debido ser de otra
manera. Si este pensamiento no es realista es precisamente porque piensa
que la realidad debería de ser diferente a como de hecho es. ¿Pero cómo
pedirle a la realidad que sea diferente de sí misma? ¡Es absurdo! De aquí
que el neurótico pierda la cabeza: rechaza la realidad en favor de exigencias
irreales, pero la realidad pocas veces cumplirá sus exigencias. Si, en
cambio, pensamos que todo lo que hay y todo lo que sucede estaba
determinado a ser del modo que es, estaremos mucho más tranquilos, pues
veremos la realidad con aceptación.
Otra de las astucias de la razón es considerar que todas las cosas tienen
un derecho y un revés. Incluso la mejor de las noticias puede herir si se
toma por el filo. Y al contrario, el asunto más caliente y más difícil puede
sernos útil si se lo toma por el mango. Todas las cosas malas que nos
acontecen tienen un lado bueno. Incluso sobre la muerte de alguien decimos
“por fin está descansando en paz”. A todos los trances difíciles hay que
aprender a valorarlos por donde más nos conviene. Una ruptura amorosa,
perder el trabajo, que nuestro negocio entre en bancarrota, todo tiene un
lado bueno, y la astucia consiste en encontrarle a estas situaciones el lado
más útil. Una cosa, un asunto, no tiene una identidad fija y bien definida.
Todo depende de la luz con que lo miremos, es decir, todo depende de la
opinión que nos formemos del asunto en cuestión (es decir, ¡de nuestro
pensamiento!). ¿Por qué no ver solo el lado bueno de todo, aquel que nos
conviene? Aprender a ver el reverso de las cosas es uno de los remedios
más eficaces contra los golpes de la suerte. Y es la diferencia entre los que
lo ven todo con pesar y pesimismo, y los que —manteniéndose siempre
arriba de las circunstancias— viven en paz y alegría.
Por último, también puedes usar el desprecio como arma. Como ya
vimos, una de las formas más seguras de ser infeliz es sentir un deseo
vehemente por algo. El más feliz de los hombres es aquel que está más
satisfecho con lo que tiene. Y cosa rara, quien mantiene bajo control su
deseo, obtiene de la vida, sin esperarlo, mucho más que aquel que está
afanosamente deseando y buscando. En efecto, muchas cosas, cuando se
buscan, normalmente no se encuentran, y cuando se dejan de buscar,
aparecen inesperadamente. Por esta razón el secreto para tener señorío
sobre las cosas que no tenemos es despreciarlas. Si las despreciamos, no
nos sentiremos infelices por no poseerlas, e incluso puede que así las
obtengamos sin pedirlas. También el desprecio es una astuta venganza. Por
ejemplo, con las murmuraciones y los insultos provoca más perjuicio
ofenderse que ignorarlos.
Y en relación a la adaptación hedónica, existe un excelente método,
ideado por los estoicos, para acabar con ella. Consiste simplemente en
imaginar que alguna de tus posesiones es arrebatada o destruida, de manera
que esa visualización provoque una revalorización de la misma y reviva el
placer de tenerla. Esta astuta técnica tiene que ver con la práctica que
recomiendan algunos psicólogos que consiste en sentir agradecimiento
todos los días por aquello que se tiene, ya se trate de posesiones materiales,
salud o seres queridos. Es una manera de hacer conciencia sobre todo lo
valioso en nuestras vidas y que en ocasiones no valoramos suficientemente.
Pero los estoicos van un paso más allá. Su práctica no consiste en agradecer
lo que tenemos, sino en imaginar su pérdida, su destrucción, de manera que
nos compenetremos de la sensación de perder aquello que amamos para
poder así valorarlo en su justa medida. El budismo tiene meditaciones sobre
la muerte que tienen básicamente el mismo propósito. Imaginar la
inexorabilidad de la muerte, además de la imposibilidad de saber cuándo
nos llegará la hora, nos obliga a valorarla y a no perder el tiempo precioso
que tenemos de vida.
Todo está en la actitud

No hay un grupo organizado de mamíferos en el que no se halle presente la


lucha por la dominación social. Cada persona libra esa lucha a su manera y
de acuerdo a las posibilidades u oportunidades que le brindan las
condiciones de su aparición en el mundo. No es lo mismo nacer en una
favela pobre del Brasil, que en el seno de una antigua familia aristocrática
europea. Ahora bien, nadie nos preguntó en qué país queríamos nacer, ni en
qué estrato social, ni qué idioma queríamos hablar, ni qué tipo de familia
deseábamos tener. Fuimos, pues, arrojados en este mundo sin previo aviso
y sin que se nos preguntara en qué condiciones queríamos iniciar nuestra
existencia.
No obstante lo arbitrario de este inicio de nuestras vidas, la situación
nunca permanece estable. Hay individuos de humilde cuna que alcanzan
puestos muy elevados en la escala social y hay reyes a los que les cortan las
cabezas. Sobre todo después de la Revolución Francesa, la movilidad social
y las luchas por el estatus son frenéticas, furiosas, incluso crueles. Cada
individuo libra su lucha a su manera, casi diríamos desde la infancia, y el
resultado de su esfuerzo se ve traducido en un rango social determinado, en
una posición o estatus en la jerarquía social.
La jerarquía social nunca permanece estable también por otras razones.
Quienes detentan los cargos más elevados van haciéndose viejos, se
enferman, mueren, dejando así los puestos vacantes a los más jóvenes que
compiten por ellos. La lucha por la dominación social es, así, tanto vertical
como horizontal, generando como consecuencia una constante tirantez de
estatus. En esta realidad, ten en cuenta que los miembros más débiles del
grupo suelen ser sacrificados (metafóricamente hablando, claro), por lo que
dejar de competir en esta desenfrenada lucha casi nunca es una opción.
¿En qué lugar se despliega esta lucha por la dominación social? La
respuesta es obvia: en las relaciones personales del individuo dentro del
grupo social. En la medida en que el individuo que busca ser astuto en sus
relaciones personales desea también llegar a las posiciones dominantes de
la escala social, haremos bien en mencionar algunas reglas de la astucia
para destacar en sociedad.
Primero lo primero: todo está en la actitud. Para adoptar un talante
dominante, haz ostentación de las galas, actitudes y gestos de la
dominación. Has de conservar una postura tranquila y relajada, tener un
porte decidido, tener presencia en la escena en la que nos encontremos,
asegurar nuestra visibilidad. ¿Has visto alguna vez a James Bond tener el
síndrome de la pierna inquieta, mirar nerviosamente de un lado para otro o
jugar con la servilleta? Claro que no, James Bond es sinónimo de dominio
personal, de aplomo e imperturbabilidad. La inquietud, la indecisión y la
ansiedad no son signos de dominación.
En la posición de descanso podemos sentarnos, relajarnos, «estar a
nuestras anchas». Cuando pases a la acción y desees afirmarte frente a los
demás, entonces hay que erguirse y elevarse más que el resto. Recuerda las
películas del Viejo Oeste en las que el matón se levanta de su silla para
amenazar al protagonista. Cualquier posición en la que veamos al otro
desde arriba creará este efecto de dominación. Es por esta razón que los
lacayos tenían que arrodillarse frente al rey sedente: había que ponerse a su
altura para que el rey no tuviera que mirar hacia arriba, un claro gesto de
sumisión. Por ello las personas altas tienen siempre cierta ventaja frente a
las más bajas. Esto tiene orígenes evolutivos: los primates homínidos
dominantes siempre son más grandes que el resto. Una típica imagen de
dominación es la del matón de la escuela alto y fornido que mira siempre
hacia abajo a su víctima. El jefe que es más bajito que sus subordinados
siempre preferirá que todos tomen asiento. Si están a una distancia
considerable del escritorio de manera que el superior no tenga que alzar la
cabeza, el gesto dominante consistirá más bien en dejarlos de pie mientras
él permanece sentado.
La vestimenta también debe ser adecuada. Si tienes una posición de
poder o un alto cargo en la empresa, hay que trompetearlo con ayuda de la
vestimenta y los accesorios. Vístete de acuerdo a tu cargo, ni más ni menos.
No seas tan extravagante que se te considere afectado, ni tan exiguo que se
te vea como alguien insignificante. A aquellos reyes y gobernantes a los que
les ha dado por ser austeros y no distinguirse del resto nunca les ha ido
bien. Cuando quieren aparentar ser «uno más del montón», más pronto que
tarde se convierten en tal. Si, por otra parte, tienes un puesto medio o
incluso inferior, no cometas el error de querer superar con tu atuendo a los
poderosos. Confórmate con llevar ropa adecuada a la ocasión, limpia y de
preferencia de buena costura. De igual manera, nuestro automóvil debe
reflejar correctamente nuestra posición, así como también nuestro teléfono,
reloj, los lugares en donde comemos, etc. No estoy diciendo que seas un
wanna be superficial, arribista y trepador. Solo afirmo que, si realmente vas
a jugar el juego de la astucia para alcanzar posiciones de dominio en la
escala social, hay que conocer y emplear las reglas del juego.
En lo que se refiere a los gestos, los expertos en lenguaje no verbal
recomiendan adoptar las posturas clásicas de autoridad y evitar aquellas que
denotan sumisión. Por ejemplo, mantener la muñeca firme, moviendo el
brazo en vertical al hablar, sugiere autoridad y dominio. «Tiene mano
dura», decimos de una persona con carácter. La muñeca firme expresa
decisión y fuerza de voluntad. Lo mismo en la expresión «no le tiembla la
mano para…x». Lo contrario es el movimiento blando de la muñeca floja y
la mano que cuelga, un gesto inaceptable en individuos con cargos
directivos, incluso si son mujeres. Haz la prueba: párate frente al espejo y
habla mientras gesticulas con las muñecas y las manos firmes, moviéndolas
de arriba a abajo acompañando cada palabra de manera natural. ¿Cómo se
ve?, ¿qué sensación tienes al hablar? Ahora afloja las muñecas y deja que
las manos oscilen a un lado y otro con el movimiento de los brazos,
tendiendo a colgar hacia abajo, como si fuera la mano de un cadáver que
alguien más mueve. ¿Notas la imagen de docilidad y sumisión que este
gesto genera? Es la «mano pánfila» que se asocia en los hombres con el
amaneramiento, con el hombre afeminado. Cabe decir que nada tenemos en
contra de la elección de tales gestos en la cotidianidad, esto es decisión de
cada quien. Únicamente te comparto lo que el grueso de los expertos en
lenguaje corporal e imagen personal señalan en relación a este tipo de
gestos blandos.
Un gesto de autoridad es también el de las manos unidas a la espalda. Si
mantenemos el cuerpo vertical, la cabeza alta y unimos las manos a la
espalda, expresamos valentía y autoridad. Es la posición del militar de alto
rango cuando, con un tono de voz que no admite réplicas, da las órdenes a
sus subalternos. Cuando queramos decir algo con autoridad, también
podemos decirlo ayudándonos de brazos y manos, manteniendo siempre los
codos separados del tronco y con las palmas de las manos un poco cóncavas
y mirando hacia abajo. Con el uso del dedo índice hay que tener mucho
cuidado. Puede tener un uso inocente, por ejemplo, cuando pedimos con él
la palabra; puede ser un gesto de advertencia, de admonición, de
observación (como cuando decimos “Mucho cuidado con no cometer el
error de…”); de acusación, cuando se señala con él a alguien (“Tú fuiste el
culpable”); o de amenaza cuando lo ponemos en el pecho de otra persona.
En cuanto a la mirada, quien busca tener autoridad sobre los demás
utiliza sus ojos como armas. En principio, un individuo dominante no
desvía la mirada frente a nadie y menos aún frente a un subordinado. La
mirada fija y penetrante, la “mirada de Kubrick” (si no sabes a que me
refiero, búscalo así en Google), es uno de los gestos típicos de la persona
dominante. Ahora bien, sin exagerar. Una mirada sostenida, pero relajada;
fija, pero no amenazante. Como si le dijeras al otro “No siento ningún
temor de mirarte a los ojos”. Una persona que desvía constantemente la
mirada es todo menos dominante. Recuerda que estamos hablando de gestos
típicos de posiciones dominantes. Ahora bien, si tienes que hablar con una
persona de rango superior, evita mirarla fijamente pues de lo contrario se
sentirá amenazada.
Hablando de amenazas, hay que preferir estas a la violencia. No me
refiero a la obvia recomendación de abstenerse de abofetear a nuestro
subordinado. La violencia en una sociedad civilizada se manifiesta también
en humillaciones públicas, injurias verbales, degradaciones de estatus,
calumnias y un grande etcétera. Al menor indicio de rivalidad, desafío u
hostilidad por parte de un adversario, o de insubordinación, indisciplina o
rebeldía por parte de un subordinado, nuestra salida nunca será ningún tipo
de violencia, sino que bastará una imponente exhibición de conducta
amenazadora. Ahora bien, con ello no me refiero a que levantes la voz y
montes en cólera, pues esto es más bien un signo de debilidad en un líder. Si
tu posición está asegurada institucionalmente, bastará con que algo en tu
comportamiento indique que estás a punto de amenazar. Puedes, por
ejemplo, lanzarle una mirada de Kubrick y menear la cabeza en señal de
negación. Aparenta, pues, que estás en el borde de la exasperación y que te
estás esforzando por contener tu cólera. No levantes la voz, si es que le
diste una orden, tampoco te molestes en repetirla. Si la entendió a la
primera, bien, si no, peor para él. Lo tendrá nervioso todo el día.
Si no necesitas enviar una amenaza, podemos usar el típico gesto de
autoridad levantando un poco la cabeza y haciendo que nuestra barbilla esté
un poco más alta de lo normal. La expresión «ir con la cabeza en alto»
significa andar con orgullo, con seguridad de lo que somos. En puestos
directivos indica un carácter fuerte y dominante. Cuidado con exagerar, o
podrías parecer altanero o intransigente. Si además de levantar la cabeza
adelantas un poco la mandíbula, añadirás un ingrediente que tal vez quieras
utilizar solamente en situaciones desesperadas: la agresividad. Es el típico
gesto de los pandilleros cuando están a punto de atacar.
Si tienes una posición directiva, incluso si tienes pocos subordinados a
tu cargo, procura realizar eventuales demostraciones de poder. Permanecer
silencioso e inadvertido un tiempo prolongado puede ser peligroso. Si las
aguas están tan tranquilas que tu presencia no se echa de menos, tenemos
que ponernos creativos para inventar las circunstancias que nos permitan
hacer un alarde de poder.
Como te ven, te tratan, así que procura actuar con la dignidad y
magnificencia de un grande. Hay que evitar los bajos pensamientos y las
bajas acciones. Todos nuestros actos y pensamientos deben ser elevadas,
hay que procurar tener el comportamiento de un rey. Si posees grandeza de
espíritu, nada le envidiarás a quienes son grandes. De la misma manera que
alguien que no se respeta a sí mismo hace nacer al león en los demás, quien
se respeta a sí mismo les dice a los otros que han de respetarlo también.
Aquí la actitud lo es todo: si nuestro comportamiento es vulgar y sumiso, se
nos tratará con dureza y desprecio; si nos mostramos confiados y altivos,
nos respetarán y temerán ofendernos. Eres tú quien fija tu propio precio.
Tu actitud y tu comportamiento reflejan lo que piensas de ti mismo. A
menudo las limitaciones que nos ponemos a nosotros mismos son
aprendidas. De pequeños éramos como reyes: demandábamos con orgullo
aquello que deseábamos; decíamos un “no” rotundo a quien no queríamos
que se nos acercara con sus molestas caricias; nos creíamos en centro del
universo y no tolerábamos que se nos negara el objeto de nuestro deseo.
Nuestro amor a nosotros mismos era enorme… pero nos fuimos apocando
con los años. Poco a poco la sociedad puso límites a tu natural y sano amor
propio. Te enseñaron a decir siempre por favor y gracias, a mirar hacia
abajo, a levantarte cuando entra un adulto, a pedir permiso para levantarte
de la mesa, a prestar tus juguetes a tus primos, etc. Poco a poco te fuiste
infestando del desprecio a ti mismo. Se te enseñó a pensar en los demás
antes que en ti mismo, a darle más importancia a sus necesidades porque de
esa manera demostrabas ser una “buena persona”. Así, te fuiste anulando
más y más hasta que, en la adolescencia, los mensajes de la sociedad ya
habían calado hondo y la desconfianza en ti mismo ya había echado raíces.
El mensaje recibido una y otra vez era claro: los demás tienen importancia,
tú eres insignificante. Desde entonces esperamos menos del mundo,
comenzamos a agacharnos, a disculparnos por todo, a humillarnos, a
ponernos límites y pedir menos de lo que merecemos. El remedio a este
pernicioso amaestramiento social es dar marcha atrás y adoptar actitudes
diametralmente opuestas. Debemos obligarnos exigir más de la vida, a
cambiar nuestros esquemas mentales de manera que no veamos
limitaciones, sino retos. Estamos acostumbrados a quedarnos satisfechos
con lo que nos da la vida, nunca pedimos más. Pero quien pide más, obtiene
mucho más, puedes estar seguro de eso.
Si lees biografías de grandes personajes de la historia, te darás cuenta de
una cosa: muchos de ellos estaban convencidos, desde muy jóvenes, de
estar destinados a realizar grandes cosas. Aunque no existen biografías de
hombres mediocres o fracasados, seguramente podríamos decir de todos
ellos todo lo contrario: el hombre mediocre nunca se creyó capaz de hacer
algo importante en la vida. En ambos casos trabaja la inquebrantable ley de
causa y efecto. Nuestra más arraigada convicción produce el conocido
fenómeno de la «profecía autocumplida». Pues cuando te crees digno de
respeto y destinado a realizar grandes cosas, irradias un aura de grandeza
que los otros perciben inmediatamente. Tu confianza en ti mismo da la
impresión de que no conoces la palabra ‘limitación’ y no sabes lo que es el
fracaso. ¿Qué eres capaz de lograr? Tal vez ni tú lo sepas con exactitud. La
seguridad que demuestras en ser alguien grande no se arrostra ante nada. Si
te embebes de confianza en ti mismo, puede que al principio sea algo más o
menos fingido, pero pronto se convertirá en tu segunda naturaleza. Actúa
con dignidad, con grandeza de ánimo, demuestra con tu actitud que eres
diferente de los demás. Claro, sin llegar a la soberbia y a la arrogancia. Hay
que saber distinguir la nobleza de la pedantería. Recuerda, eres tú el que fija
tu precio y tu valor. Si te conformas con lo que se te da, con eso te
quedarás. Pide poco y eso será lo que recibirás. Pide, pues, con audacia.
¡Exige lo que te corresponde!
Ahora bien, cuando digo que has de demostrar con tu actitud que eres
diferente, no me refiero a que vayas por todos lados pregonando tus
opiniones heterodoxas y que te comportes de manera provocativa. Con “ser
diferente” no me refiero, pues, a ser poco convencional en ideas y
creencias, sino en tener más bien la actitud digna de un rey que se distingue
de sus súbditos. Pero cuidado, la actitud de un verdadero rey no es la que se
basa en la altivez (otros sinónimos a evitar: inmodestia, presunción,
altanería, arrogancia, vanidad, engreimiento, impertinencia, jactancia,
endiosamiento, suficiencia, fatuidad, pedantería, aires, humos, ínfulas). No,
la verdadera majestad es orgullosa y confiada, pero también noble (y con
noble quiero decir generoso, liberal, leal, sincero, magnánimo,
desinteresado, franco, honrado, bondadoso). Una actitud digna significa que
la persona no se menosprecia ante ninguna circunstancia. Nada hace mella
en su confianza y en el valor que se da a sí mismo. Un insulto le provoca
apenas una leve sonrisa irónica de desdén. Está tan seguro de su valía que
se para ante los demás como diciendo “Aquí estoy, soy digno de respeto y
destinado a realizar grandes cosas”. Es, pues, su actitud lo que lo distingue.
Pero cuidado, la actitud soberana no busca hacer sentir inferior a nadie, es
decir, no nace de despreciar a los demás. Si los otros llegan a sentir esto,
considérate perdido.
Por esta razón es astuto adoptar la actitud de un rey, pero al mismo
tiempo comportarse como todos los demás. ¿Contradictorio? No del todo:
en un caso hablamos de las creencias nucleares sobre la dignidad y el valor
propios; en el otro, de las creencias, ideas y conductas que voluntariamente
adecuaremos a las de la gente que nos rodea. Es muy perjudicial ir contra la
corriente. A menos que seas un Sócrates o un Galileo, pregonar por todos
lados tus ideas heterodoxas y provocar a todos con tus extravagantes
creencias solo acarreará tu ruina. Pues los demás pensarán que, o solo
quieres llamar la atención, o que los consideras inferiores por pensar como
el resto de los mortales. Se sentirán ofendidos y humillados con tu
presunción y encontrarán la forma de castigarte. Lo mejor es, pues, ponerse
el ropaje de la multitud, confundirse con los demás, adoptar un aire de
«ordinario», pero con la actitud noble y digna de un grande.
No te las des de «original», es realmente molesto. Acostúmbrate a no
contradecir a los demás. Hay personas que se la pasan contradiciendo a los
demás o enmendando todo el tiempo las opiniones ajenas. Las objeciones
están permitidas, pero no es muy avispado, por más que intente parecerlo,
quien constantemente convierte en batalla lo que, sin sus molestas
objeciones, habría sido una conversación placentera. Quienes se comportan
así, más que inteligencia demuestran cortedad de miras y necedad. Son
intratables, y el astuto evita tanto ser uno de ellos como liarse en sus
interminables disputas. Recuerda, la actitud de rey es magnánima, generosa,
cortés. Y parte de la generosidad para con los demás consiste en no
llevarles la contraria. Es siempre un sutil halago para nuestro interlocutor
estar de acuerdo con él y, más aún, consultarlo y pedirle consejo. Pero
disentir es siempre, entre líneas, decirle que su juicio es defectuoso, lo que
ofende su inteligencia. No se trata de ser zalamero y estar de acuerdo en
todo ni de traicionar nuestros ideales y creencias. Pero ir siempre a
contracorriente, discrepando con todos y creando discordias sin objeto
alguno no es muy inteligente. De vez en cuando es conveniente guardarnos
nuestra opinión y aparentar que coincidimos en gustos y opiniones con los
demás. El cuándo y el porqué nos lo debe decir la reflexión y la prudencia.
Ahora bien, como quedó dicho líneas atrás, adoptar la actitud digna y
noble de un rey no significa ser soberbio. Soberbia es —en palabras de
Spinoza— una alegría nacida del hecho de que nos estimamos en más de lo
justo. Es, pues, una opinión exagerada sobre el valor propio y las
habilidades de uno mismo que, en la medida en que le causa placer, lleva al
soberbio a sustentarla tanto como pueda. Esto le lleva a amar la compañía
de los aduladores y los parásitos y a odiar la de aquellos que lo valoran en
su justa medida. El soberbio es, además, necesariamente envidioso, pues
odia también a quienes son más elogiados que ellos por sus virtudes o
cualidades. Esto le lleva a estimar a los demás en menos de lo justo, sobre
todo a quienes lo superan y a quienes envidia. Es en este sentido que la
soberbia es una alegría nacida de la falsa opinión por la cual un individuo se
cree superior a los demás.
Hoy sabemos que el complejo de superioridad —término acuñado por el
psicoterapeuta Alfred Adler— no es otra cosa que la compensación
inconsciente de los sentimientos de inferioridad de los individuos. El
soberbio no es capaz de reconocer que ciertas personas son superiores a él
en alguna cualidad particular (conocimiento, habilidad, experiencia, belleza,
etc.), pues siente que esto confirmaría sus sentimientos de inferioridad.
Toda su actitud arrogante es un esfuerzo constante por mantener para sí la
falsa opinión de su superioridad. Por esta razón el soberbio es también de
cristal: cualquier broma que se haga a su costa, cualquier duda que
cuestione su valía, lo mandará a la lona. Se sentirán muy heridos a la menor
crítica. Cualquier halago, por el contrario, reforzará la alta opinión que tiene
de sí mismo y es por esta razón que las personas soberbias se tragan hasta
las adulaciones más evidentes e hipócritas.
El complejo de superioridad, sin embargo, no siempre se manifiesta
como soberbia. Podemos identificar a estos individuos porque tienen unas
expectativas muy altas y poco realistas con respecto a sus propios logros; o
porque muestran una fastidiosa necesidad de llamar la atención; o porque
son sumamente orgullosos, sentimentales o susceptibles; o porque muestran
una marcada tendencia a oponerse o contradecir las opiniones ajenas. Si te
encuentras con alguien muy vanidoso, snob o excéntrico, ten por seguro que
estás frente a alguien con este complejo.
Como consejo, evita siempre que te sea posible criticar a este tipo de
personas, sobre todo si tu suerte depende de su adhesión a ti. Y para que te
sean favorables, recuerda que no hay mejor cosa que el halago. En cuanto a
ti, evita ser soberbio pues con ello solo lograrás alejar a la gente. Si quieres
conservar a los amigos, no te comportes como si fueras superior a ellos. Al
contrario, hazles sentir que te superan, así se sentirán cómodos en tu
presencia.
Hay que evitar la soberbia tanto como su contraria: la abyección. Esta se
define como una tristeza nacida de la falsa opinión por la cual un individuo
se cree inferior a los demás. Quien tiene complejo de inferioridad se
comporta, pues, con abyección. Y como dijimos, aunque esta sea lo opuesto
a la soberbia, en realidad están muy próximas una de la otra. De la misma
manera que quien se siente superior a los demás se duele cuando alguien
demuestra ser superior a él, quien padece de complejo de inferioridad ve
confirmados sus sentimientos cuando contempla las excelencias de otro. De
ahí que sea, como aquel, envidioso, y que esté a la caza de la más leve falta
en los demás para criticarla o burlarse de ella. Por la misma razón, no hay
nada que ponga más contento a este tipo de individuos que considerar los
vicios y defectos ajenos. Como reza el dicho, es consuelo para los míseros
tener compañeros en sus males. No por nada Spinoza considera que la
máxima soberbia o abyección es no solo la máxima ignorancia de sí mismo,
sino también la máxima impotencia de quienes la padecen.[18]
Evitar la abyección significa que no permitirás nunca que los otros se
tomen familiaridades en el trato contigo, pues enseguida se pierde la estima
y el respeto, pudiendo llegar incluso al desprecio. Conserva, pues, siempre
una distancia en el trato que dé a entender a los otros que se te debe
respetar. Incluso con los superiores, dejar que te traten con demasiada
llaneza puede ser peligroso. Evítalo sobre todo con tus inferiores y con la
gente vulgar, pues estos son los más necios y atrevidos. Cualquier
transgresión del límite en el buen trato debes hacerla notar enseguida y
prohibir que vuelva a suceder. Hay que dejarles a los demás una idea clara
de las distancias. No eres una persona cualquiera, sino alguien valioso y
digno de respeto.
Y no te dejes llevar por la aparente grandeza de los demás. Si con los
superiores te es difícil impedir que te traten con demasiada familiaridad,
recuerda que su “superioridad” es en muchos sentidos aparente y relativa.
Es natural que, cuando alguien tiene un cargo importante, aparezca a los
ojos de los demás como más grande de lo que realmente es. Hay que saber
aplacar la imaginación y moderar un poco esta falsa idea que se tiene de la
grandeza ajena. Hay muchas personas que parecen inmensamente dignas e
importantes... hasta que tratamos con ellas. La gran mayoría de personas
famosas o importantes son como tú y como yo, y muchas son incluso
peores. Te decepcionarías de lo ordinarias que son en realidad muchos
individuos aparentemente extraordinarios: pocos exceden los cortos límites
de un ser humano. Sobre todo cuando la autoridad proviene de un cargo,
pocas veces se acompaña de una autoridad que posea la persona en sí
misma. Quítale el cargo y su autoridad desaparecerá como por arte de
magia. Pero nuestra imaginación siempre aumenta y pinta las cosas más
importantes de lo que son. Hay que corregir esta falsa impresión, pues
muchas veces elevamos tanto a alguien que le tememos injustificadamente.
Sin ser atrevidos, es recomendable compensar la falsa idea de grandeza que
nos hacemos de los demás con una pizca de osadía.
Pasando a otra cuestión, tu dignidad te obliga a no competir con quien
no tiene nada que perder. El que compite sin tener nada que perder empieza
con una clara ventaja sobre nosotros: no puede sino ganar. Su arrojo es por
tanto mayor, pues no necesita precaverse en ningún aspecto. Nunca se debe
arriesgar la reputación a un riesgo tan seguro. Alfredo, un conocido hombre
de la farándula, se estaba lanzando para un puesto de elección popular. Su
experiencia en la política era, por supuesto, deleznable, pero él se sentía con
la fama suficiente para aplastar a sus grises contrincantes políticos. Un día,
cuando realizaba campaña en la vía pública, se topó con algunos
automovilistas que le dirigieron su desprecio sin ahorrarse los insultos más
groseros y soeces. Alfredo, enojado y picado por el orgullo, respondió con
groserías similares, muy subidas de tono. Todo quedó registrado en video y
la noticia salió en periódicos y noticieros televisivos. Alfredo no solo fue el
hazmerreír de todos, sino que perdió en la contienda electoral con menos
del 1% de los votos.
No es astuto ponerse al tú por tú con personas que no tienen nada que
perder. Alfredo, en su ignorancia enciclopédica de la política, perdió todo
por ignorar la regla básica de no rebajarse al nivel de quien nada tiene que
perder. La reputación cuesta mucho ganarla, ¿para qué descuidarla en un
asunto sin importancia? Por esta razón, quien es avispado está siempre
consciente de las situaciones en las que tiene mucho más que perder que sus
contrincantes, pues solo así tendrá la ocasión de retirarse a tiempo antes de
arriesgarlo todo. Por último, tampoco hay que hacer depender del otro
nuestra reputación si no está, por lo menos, la suya también en juego. En
lances de peligro los beneficios y los perjuicios han de ir a partes iguales, de
manera que cada quien cuide no solo la propia reputación sino también la
ajena.
Quien es cuerdo y astuto prefiere guardar silencio y nunca muestra su
mundo interior a cualquiera. Quienes tratan de impresionar a los demás con
palabras, a menudo son más molestas que interesantes. Cuando hablas
demasiado, te vuelves vulnerable, pierdes el control de la situación y
pierdes también el respeto de los demás, pues una persona que no controla
su verborrea es una persona que no sabe controlarse a sí misma. Además,
hay una ley universal que pocas veces falla: los que más hablan dicen más
tonterías. Algunas personas tímidas o inseguras normalmente se sienten
incómodas cuando hablan poco en una reunión de grupo. “Seguramente
creerán que soy un tonto”, piensan. No saben que muchas veces provocan el
efecto contrario: su parquedad intimida e impresiona a los demás. No
quiero decir con esto que seas tan callado como un muerto. Esto también
incomodaría a los demás. Recuerda: el justo medio es siempre la mejor vía.
Y si eres algo tímido, di algo de vez en cuando para que los demás no
olviden que estás ahí, y dilo de manera vaga y enigmática para que parezca
una idea original. De esta manera serás más enigmático y tu interioridad
parecerá más profunda e interesante.
Esta última es, de hecho, una argucia muy efectiva para parecer más
interesantes ante los ojos de los demás sin resultar presuntuosos: lo único
que tenemos que hacer es no explicar las cosas con demasiada claridad.
Ortega y Gasset afirmaba que «la claridad es la cortesía del filósofo». Como
es evidente, no muchos de sus colegas se inclinaron por ser corteses. Pero si
algunos filósofos son densos y difíciles de entender, esto no se debe tanto a
la dificultad de su materia, sino a que el grueso de la gente no estima lo que
entiende, pero venera lo que no llega a comprender del todo. El estilo de los
filósofos es muchas veces enrevesado y difícil a propósito. De Hegel, un
filósofo del siglo XIX cuyas obras son extremadamente difíciles de leer, se
decía que entraba en el salón de clases temeroso de que alguno de sus
alumnos lo entendiera. La Pitonisa, que vivía en el Oráculo de Delfos en la
antigua Grecia, daba a sus consultantes respuestas ambiguas y misteriosas
que luego un sacerdote tenía que interpretar. Esto impedía que se le pudiera
refutar fácilmente, pero también servía para provocar veneración y respeto
en la gente. Por regla general, para que algo se estime, tiene que costar. En
las palabras que decimos esta regla no es la excepción. Lo que digamos a
medias, lo que afirmemos con metáforas o de manera moderadamente
incomprensible, los demás lo elogiarán, aunque no lo comprendan. Si
dejamos a los demás demasiado ocupados tratando de entendernos, no
tendrán lugar para la crítica. Y nos percibirán, además, con admiración y
reverencia. Si no nos damos a entender de manera llana, generaremos una
pizca de expectación y respeto. Es útil y luce mucho guardar siempre algo
de misterio. Recuerda que todo lo que es arcano, hermético y misterioso,
genera veneración. Además, hablar misteriosamente tiene aún otra utilidad.
En la antigua China se decía que pronunciar palabras vacías tenía la ventaja
de provocar a los otros para que dijeran proposiciones más claras y mejores,
de manera que con ello el grupo situara el problema bajo una mejor luz.
Hablar sin decir nada no solo nos provee de un aura de misterio, sino que
puede además tener este otro efecto benéfico en los demás.
La sagacidad consiste muchas veces en tener presente que los asuntos
humanos no siempre pasan por lo que son, sino por lo que aparentan. Las
cosas se juzgan más por su superficie que por su interior. Por ello, hay que
saber servirse de la apariencia (tanto como detectarla en los demás). He
visto a varios amigos colarse en los eventos más exclusivos con solo
aparentar (en vestimenta y actitudes) que fueron invitados. Lo contrario
también es cierto: quien tiene un puesto alto, pero no lo aparenta, corre, a la
larga, un alto riesgo de perderlo. Si posees valor, procura exhibirlo, pues
valer y saberlo mostrar es valer dos veces. Como dicen por ahí, «un buen
exterior es la mejor recomendación de un perfecto interior». Pero ojo, no
estoy diciendo que presumas y lo ostentes descaradamente, iría en contra de
otros principios de la astucia. Simplemente hay que hacerlo ver en las
ocasiones más oportunas. Si tienes algún talento, alguna habilidad, no
presumas de ella ni aclares a los demás de dónde viene, simplemente
utilízala en el momento oportuno sin dar explicaciones. Pues lo que no se
ve es como si no existiera, así que no dudes en dejar de aparentar lo que
realmente eres.
Y así como dejamos ver lo valioso en nosotros, también hay que saber
ocultar los defectos y callar los errores. Todos cometemos errores, pero la
diferencia entre el astuto y el ingenuo está en que el segundo se complace
en contarle a todos sus fallas y desaciertos, mientras que el primero prefiere
disimularlos. Muchos han perdido su trabajo por contar cándidamente a
otros el error cometido, pues las noticias corren rápido y no a todos les
parecerá gracioso el descuido (sobre todo a los superiores). Quien está
contando todo el tiempo sus yerros, pronto se hace fama de torpe. Al
contrario, quien procura ocultarlos, aparenta ser más hábil de lo que es.
Pues como reza el dicho, «No es necio el que hace la necedad, sino el que,
una vez hecha, no la sabe encubrir». Por ello la reputación muchas veces
depende más de la maña que se tenga en cuidarla que de los hechos en sí.
Es por esta razón que no debemos excusarnos si no es estrictamente
necesario. En el momento en que nos disculpamos, reconocemos una culpa.
¿Para qué disculparnos de cosas innecesarias o cuando no se nos pide una
disculpa? Como reza el dicho, «Excusarse antes de tiempo es acusarse».
Pues una disculpa por adelantado despierta en el otro la sospecha y la
desconfianza. Por ello la astucia implica no darse por enterado de las
sospechas de los demás, de manera que no vayamos por ahí disculpándonos
por adelantado pues así solo buscaremos nuestro propio daño.
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Entrar en acción

Para la persona sagaz es muy poca la suerte que se espera y mucha la que se
obtiene. En otras palabras, hay que actuar como si la suerte no existiera.
Para el individuo astuto existe solo el trabajo duro y la astucia, únicos
elementos que lo llevarán lejos en la vida. Y así como casi no hay buena
suerte que no sea la consecuencia directa del trabajo duro y la astucia, así
tampoco hay mucha mala suerte que no sea producto de la estupidez y la
pereza física y mental. Si hay que alejarse de quienes tengan mala suerte, es
principalmente porque la desdicha que su indolencia les provoca es tan
contagiosa como un virus. Si le das paso libre a un mal ajeno, ten por
seguro que detrás de él vendrán más y mayores males. Ahora bien, cuando
llegue esa poca buena suerte que es producto del puro azar, aprovéchala con
toda la audacia de la que seas capaz.
Hay que saber esperar la ocasión oportuna. De la misma manera que en
los mercados financieros hay que identificar el momento exacto en el que
nos traerá un beneficio comprar o vender una acción, en la vida hay que
aprender a reconocer el tiempo adecuado para emprender nuestras acciones.
Por ejemplo, en el momento en el que nos sintamos con fuerzas suficientes
para afrontar un problema, hay que solucionarlo inmediatamente. Siempre
que te sea posible, espera con paciencia a que se presente la ocasión
propicia para actuar. Nunca te apresures. Apresurarse casi nunca tiene un
buen resultado porque los asuntos humanos, lo mismo que los de la
naturaleza, llevan un proceso que hay que respetar. Cuando las cosas estén
por fin en su punto, es momento de actuar. Esperar a que se presente la
oportunidad nos sirve además para reflexionar con cuidado el asunto y —
como decía Schopenhauer— madurar nuestras decisiones.
Si, por el contrario, la suerte te es desfavorable, no te empecines en
enmendarla, en luchar contra ella. Mejor retírate pronto y no insistas más,
no vaya ser que ella también se ensañe contigo y te haga doblemente
infeliz. Es una regla básica de la sagacidad el saber retirarse a tiempo, tanto
en lo malo como en lo bueno. Como en un casino, es hábil quien sabe
resistir la tentación de seguir ganando y pone a salvo sus ganancias a
tiempo. En el mercado accionario, los especuladores exitosos son los que
saben conformarse con las ganancias presentes y retiran sus posiciones
antes de que vuelvan a caer las acciones. Pues los acontecimientos se
suceden con celeridad y las cosas cambian muy rápidamente. No hay éxito
que dure mucho tiempo; hay que saber asegurarlo antes de que el continuo
devenir de los asuntos humanos lo transforme en un fracaso. Como dice
Gracián, “la fortuna se cansa de llevar a uno a cuestas durante mucho
tiempo”.
Tampoco te confíes si el curso de acción que se te presenta parece
demasiado fácil. Acostúmbrate a dar lo fácil por difícil y viceversa. Cuando
un curso de acción es tan fácil que casi lo damos por hecho, es probable que
nos confiemos demasiado y terminemos por no hacerlo. Por ello es
recomendable comenzar lo fácil como si fuera difícil. Al contrario, cuando
la tarea nos parece de entrada difícil, hay que empezar por ella como si
fuera fácil, pues la visión de lo laborioso y complicado de la faena puede
llegar a paralizarnos. En otras palabras, cuando nos enfrentemos a una
ardua labor, no hay que pensarlo mucho, sino empezar a actuar
inmediatamente. A medida que nos esforcemos más y más, la tarea será
cada vez menos complicada.
No jugar a juego descubierto es una de las principales reglas de la
astucia. De todos los saberes prácticos que aquí te enseño, el saber
disimular es uno de los más importantes. Jugar a juego descubierto es muy
riesgoso, pues casi siempre nos lleva al fracaso de nuestros proyectos.
Nunca pongas todas las cartas sobre la mesa. Cuando tengas un objetivo en
mente, compartirlo con los demás suele no ser la mejor idea (a menos,
claro, que sean tus aliados y te ayuden a alcanzarlo). Acostúmbrate a decir
siempre menos de lo necesario. La gente es envidiosa y egoísta. Si muestras
todas tus cartas, muchos se convertirán en tus oponentes o competidores y
harán todo lo posible para frustrar tus planes. En el mundo de la empresa,
incluso en la oficina, todos compiten entre sí. Si declaras tus planes
abiertamente, date por muerto. Es mejor ser discreto y no exponer a nadie
tus intensiones. Francesco Guicciardini, un ambicioso filósofo, historiador y
político del siglo XVI, fue un maestro del cálculo, la prudencia y la reserva,
tanto en las palabras como en las acciones. Sabía disimular tan bien sus
sentimientos e intenciones que, pese a odiar a los sacerdotes de la Iglesia
con todo su corazón, logró obtener de los papas los más altos y prestigiosos
cargos.[19]
La acción audaz y sorpresiva tiene la ventaja de no darle tiempo a
quienes se nos oponen de concebir un obstáculo a nuestros planes. A veces
hay que aparentar anhelar incluso lo contrario a lo que realmente deseamos,
poniendo entre nosotros y nuestros oponentes una cortina de humo. El
pulpo puede huir porque el predador solo puede ver la nube de tinta que lo
ciega. De la misma manera, muchos animales se camuflan entre la maleza,
aparentando ser otra cosa que lo que son. Pues las cosas no pasan por ser lo
que son, sino por lo que parecen y son muchos los que se contentan con las
apariencias sin ver más allá. La astucia aprovecha esto en su favor y crea
una ilusión que encubre sus verdaderos propósitos. ¿Jugarías al póker con
las cartas abiertas? Pues alguien que no sabe reservarse sus secretos es un
manojo de cartas abiertas. Los asuntos importantes, como los ases, deben
permanecer totalmente secretos en las profundidades de tu pecho.
No revelar los planes es inteligente, sobre todo cuando no estamos bien
preparados. Pero incluso cuando estemos bien preparados, no es
conveniente revelarlos pues de esta manera evitaremos que los otros se nos
adelanten y frustren nuestros planes. Además, hay que tener a la mano otras
posibilidades de acción; plan A, plan B, plan C, de manera que, si uno de
ellos fracasa, tengamos otras cartas bajo la manga. Esto es parte de ir
siempre dos pasos adelante de nuestros oponentes. Prevemos las distintas
acciones y reacciones que podrían oponer a las nuestras y planeamos de
antemano nuestra respuesta. La idea es minimizar en lo posible los
imprevistos.
Y cuidado: existen varios métodos que los demás podrían usar para
sacarnos nuestros planes ocultos. Por ejemplo, alguien podría hacer y decir
como si ya supiera nuestro secreto y esperar a que nuestras reacciones lo
confirmen (aplica esta estrategia para sonsacar secretos a los demás).
Cuídate de estas insinuaciones, son trampas en las que puede caer el más
reservado. Confía en esta ley: las cosas que hay que hacer no se deben
decir. Actúa, pues, sin contar a nadie tus planes. Si te vences a ti mismo en
esta cuestión, triunfarás sin ningún problema.
Todo esto no quiere decir que mientas, sino que sepas callar la verdad
cuando es conveniente. Pues la verdad es una joya de cuidado, y es tan
necesario saberla decir como saberla callar. Quien es inteligente no necesita
mentir, pues sabe además que mintiendo se pierde la buena reputación. Por
ello mentir es una estrategia que jamás funciona en el largo plazo. Sin
embargo, tampoco es muy astuto quien va por la vida soltando verdades
como si fueran rosas. Recuerda, las rosas tienen espinas. Hay verdades que
afectan a los demás y otras que nos afectan a nosotros mismos. De la misma
manera que no le decimos a una señora que tiene sobrepeso, o no les
revelamos a los hijos ajenos que Santa no existe, no hablamos de nuestras
debilidades, de nuestros planes, de nuestras carencias si no es estrictamente
necesario.
El ser humano, por naturaleza, tiene mucha malicia en su corazón. Por
ello el sagaz está en una perpetua batalla contra los demás. Es contra la
malicia ajena que el astuto debe precaverse y es por ello que nunca hace
exactamente aquello que dice. Uno de los problemas más comunes al
disimular frente los demás nuestras intenciones es que pueden descubrir
nuestro juego. En ocasiones no basta con mantenerlos en la ignorancia no
revelando el propósito de nuestros actos. Para cualquiera resultará extraño
que nuestras acciones no tengan un propósito claro y sospecharán en
seguida que algo se les oculta. Lo mejor es, pues, hacer como si deseáramos
otra cosa que lo que en realidad deseamos. Es lo que se conoce como
presentar un falso objeto de deseo. Recuerda: las personas se dejan llevar
por las apariencias. Puesto que sería agotador ir por la vida dudando de todo
lo que se vemos u oímos, los humanos tendemos a dar por cierto lo primero
que se nos muestra. Preséntale a los demás un objetivo falso, un deseo
fingido; se quedarán tranquilos cuando crean saber qué es lo que te
propones. Para despistar a los demás puedes indicar que harás algo para
luego, inesperadamente, hacer lo contrario. Es decir, para tranquilizar a los
demás, puedes insinuarles una intención que sabes que los dejará
satisfechos. Pero cuando llegue el momento, sin anunciarlo, haz del modo
que a ti más convenga. Disimula, pues, tus intenciones y actúa rápidamente
y con destreza en la dirección deseada. Esto se llama «actuar con segundas
intenciones».
Apliquemos todavía un giro de tuerca más a la astucia de esta estrategia:
haz como si trataras de ocultar que deseas el falso objeto de deseo. Haz
como si de pronto te hubieras traicionado a ti mismo, como si se te hubiera
escapado por accidente que lo que realmente quieres es ese falso objeto de
deseo que has escogido para despistar. Los demás captarán al vuelo tu
“error” y se sentirán muy astutos por haber descubierto su secreto. Esto
impedirá que se den cuenta de tu juego.
Ahora bien, no se debe abusar de las segundas intenciones, sobre todo
porque se vuelve más probable que los otros las descubran, lo que sería
ruinoso para nosotros. Hay que procurar que todos nuestros disimulos y
simulaciones queden bien ocultos, pues son siempre aborrecibles a los ojos
de los demás. La treta, cuando es descubierta, hace odioso a quien la
emplea. Asegúrate, pues, de no ser descubierto, pues una argucia revelada
traerá como consecuencia la desconfianza y la sospecha, algo que será
luego muy difícil de revertir. Por ello insisto en que la persona astuta no es
nunca un vil manipulador; no está buscando todo el tiempo cómo engañar a
los demás con segundas intenciones, engaños y simulaciones. Quien es
sagaz utiliza la simulación y el disimulo en contadas ocasiones, pues es
únicamente cuando la ocasión lo amerite que el astuto recurre a ellas.
También tienes que aprender el sutil arte de tantear el terreno. Hay cierto
tipo de acciones sobre las cuales no nos es lícito preguntar a los demás si las
aceptarían o no, pues el solo hecho de mencionarlas podría provocar en
ellos oposición y rebeldía. Para valorar si alguna de estas acciones será o no
aceptada o bien recibida, hay que aprender a tantear el terreno. Para ello la
persona astuta, con mucha cautela y antes de haberlo reflexionado
cuidadosamente, revela, de manera sutil, cierta información o habla del
tema de manera indirecta y de forma que no lo comprometa. Si lo logra,
sabrá de antemano el modo como será recibida su maniobra y así podrá
proceder con libertad o, en su defecto, retirarse si hay cualquier riesgo.
Cuando tengas la seguridad de que puedes proceder con tu maniobra,
comienza cuanto antes con resolución. No es astuto quien no es resoluto.
De nada sirve ser sagaz si no se emplea la sagacidad con decisión en cada
situación que lo requiera. La falta de decisión es incluso peor que la mala
ejecución, pues a esta le falta la excelencia, pero a la primera le falta todo.
La inteligencia no es nada en la inactividad. Cuando hayas reflexionado con
cuidado sobre el curso de acción a tomar, no lo reveles a nadie, pon manos a
la obra y no te detengas ante nada. El acierto de nuestros proyectos es
inalcanzable sin la resolución. Ahora bien, no actúes a menos que no te
queden dudas acerca del buen éxito de tu decisión. Y cuando nuestro
proyecto implica a más personas, la sospecha de que estamos inseguros de
nuestra resolución es la mejor forma de suscitar en los demás la
desconfianza y la desobediencia. Además de ser astutos, rápidos e
inteligentes, hay que ser decididos. Hoy en día los problemas que acosan a
las personas en puestos de poder, por ser tan complejos y difíciles, hace que
necesiten rodearse de especialistas e intelectuales para que les ayuden en la
toma de decisiones. No obstante la ayuda, los líderes necesitan mucha
perspicacia para salir airosos, pues son ellos los que tienen que tomar las
decisiones finales. Es por ello que una de las cualidades más importantes de
un dirigente es tomar sin titubeos una decisión firme aun en caso de no
saber si es la correcta. Como afirma Desmond Morris:

Muchos jefes poderosos han sobrevivido a decisiones equivocadas, adoptadas con


fuerza y firmeza, pero pocos han sobrevivido a la vacilante indecisión. La regla de
oro de la jefatura, que en una era racional resulta desagradable aceptar, consiste en
que lo que de verdad importa es el modo en que se hace algo, más que aquello que
se hace.[20]

Los temores que nos impiden ser audaces muchas veces no guardan
proporción con la realidad. Se deben más bien al hábito adquirido de querer
evitar conflictos a toda costa. Pero las consecuencias de ser irresoluto son
mucho peores, pues hace que permanezcamos en nuestra zona de confort, o,
lo que es peor, puede acarrear el desastre en nuestros planes.
También hay que tener audacia para agarrar al toro por los cuernos. Ante
un problema o dificultad, nunca escondas la cabeza como el avestruz. Toda
preocupación es pequeña para quien se sabe defender. Hay que saber
encontrarle el gusto a la resolución de problemas. Hay que decir con orgullo
“Esto no podrá conmigo” y hacerle frente al obstáculo. Si nos rendimos a la
mala suerte, muy pronto se podría volver inaguantable. Por eso hay que
saber actuar rápidamente y contratacar con seso y con todas nuestras
fuerzas. Hay que ayudarse a sí mismo en tiempos de apuro, de otra manera
los problemas podrían duplicarse.
Ernesto y Dulce trabajaban en la misma oficina en Argentina, ninguno
de los dos —como muchos otros en la compañía— sabía inglés. Un día, su
jefe les comunicó la “buena noticia” de que el próximo año sus colegas de
la matriz en Nueva York vendrían a dar unos cursos de capacitación; “No se
preocupen —les dijeron—, habrá intérpretes”, pero al mismo tiempo se
hablaba de la oportunidad de traer personal de la matriz en Estados Unidos
e incluso de migrar allá en busca de mejores salarios y oportunidades. Muy
pronto, empezaron a recibir correos en inglés que no entendían y a ser
visitados por estadounidenses a los que solo podían sonreír. Estaban en un
problema. Dulce, comprendiendo el aprieto en el que se encontraba y el
riesgo creciente que se avecinaba, comenzó rápidamente a aprender inglés.
Tomó cursos intensivos, compró libros en inglés, veía películas de
Hollywood sin subtítulos y avanzó lo más rápido que pudo en el
aprendizaje del idioma. Ernesto, por su parte, también se preocupó, pero
nunca se ocupó. Hablaba a sus amigos de lo intranquilo que estaba por el
problema que se aproximaba, pero se contentaba con despertar
conmiseración en ellos, ignorando los consejos y las advertencias, confiado
porque había más como él que no sabían inglés.
Cuando los colegas estadounidenses llegaron, necesitaron al principio de
los intérpretes y Ernesto estaba cómodo en su ignorancia. Pero pronto las
cosas cambiaron. Los empleados que como Dulce se habían preocupado por
aprender el idioma, comenzaron a hacerles preguntas en inglés sin la
necesidad de recurrir a los intérpretes. Entendían los correos sin ayuda y
empezaron a establecer relaciones directas con sus colegas extranjeros.
Pronto la gerencia resintió el gasto en intérpretes y en todas las nuevas
contrataciones comenzaron a pedir el conocimiento del inglés. Para el
segundo año de relaciones con la matriz, todos los empleados de nueva
contratación dominaban el idioma. Dulce, por su parte, había avanzado
mucho en sus cursos y estaba solicitando un cambio para mudarse a Nueva
York. En cambio, los problemas de Ernesto se multiplicaban. Le llegaban
correos y reportes que no podía entender; dejaron de pagar a los intérpretes
en las capacitaciones y estaba cada vez más aislado, pues no podía convivir
con sus nuevos colegas extranjeros. En el tercer año, cuando hubo recorte
de personal, Ernesto fue despedido. Dulce se enteró del recorte de personal
mientras leía el New York Times en su nueva oficina en Times Square.
Hay personas que, como Ernesto, se ayudan poco a sí mismas cuando
tienen un problema. Otros prefieren de plano no hacer nada. Quien es
avispado, cuando cae en un agujero no deja pasar un minuto antes de
ponerse a trabajar para salir de él. A nuestras debilidades y problemas hay
que ayudarnos primero con la reflexión y luego con la acción...
¡inmediatamente! A quien sabe defenderse, toda dificultad le parece
pequeña, pues toma al toro por los cuernos de inmediato y no tiene ni
tiempo para preocuparse. Quien cae en la indolencia y no acostumbra
movilizar sus recursos para salir de sus problemas, las preocupaciones lo
carcomen y le parecen enormes.
Ser audaz en la ejecución de una acción tiene muchas más ventajas que
peligros. Ojo, siempre y cuando hayas pensado con cuidado lo que vas a
hacer. Quien se arroja a la acción antes de haber evaluado fría y
cuidadosamente los peligros a los que se expone, no es audaz, sino
temerario. Temerario es quien es excesivamente imprudente arrostrando
peligros. La audacia tiene que ver con la osadía, con el atrevimiento y la
resolución a la hora de ejecutar un plan de acción previamente meditado.
Pero no se opone solamente a la temeridad, sino sobre todo a la vacilación y
la inseguridad. Una vez hemos calculado determinado curso de acción, la
vacilación en la ejecución no debe tener cabida, pues irá en detrimento
incluso del mejor plan de acción. La inseguridad atrae el desastre y la mala
fortuna de la misma manera que nuestras debilidades despiertan la crueldad
de los demás. Es, por otro lado, contagiosa: si nuestros seguidores o
subordinados perciben que dudamos, seguirán nuestros pasos por el camino
de la indecisión. La audacia, por el contrario, elimina todo obstáculo. Como
dice Robert Green:

Cuando usted se toma el tiempo de pensar, titubear y vacilar, abre brechas y


espacios que también permiten pensar y titubear a los demás. Su timidez contagia
a los otros su energía negativa y genera apocamiento. Las dudas surgen por
doquier. La audacia, en cambio, cierra esas brechas. La rapidez del movimiento y
la energía de la acción no deja a los demás espacio para la duda y la preocupación.
Cuando se practica la seducción, la vacilación resulta fatal, pues hace que su
víctima tome conciencia de sus intenciones. El movimiento audaz corona la
seducción con el triunfo: no deja tiempo para la reflexión.[21]

La rapidez y decisión en la ejecución ni siquiera da a los adversarios la


oportunidad de darse cuenta de lo que está ocurriendo. Cuando se percatan
de que algo está pasando, la acción está ya ejecutada. Esto inspira temor,
pues cualquier movimiento audaz te hará ver más potente y grande de lo
que realmente eres.
Además, el primero pega dos veces, y si pega con fuerza, mucho mejor.
Ya se trate del mundo tecnológico, del gastronómico, el artístico o el
filosófico, es la primera innovación la que se lleva la fama y las mayores
ganancias. Los imitadores se llevan las sobras y nunca dejarán de ser
imitadores. Por ello la astucia demanda ser perspicaz e innovar en ideas,
proyectos y soluciones. Es la novedad lo que da la fama, así que cultiva la
visión de futuro y emprende en cosas en las que puedas ser siempre el
primero. Pero nunca hay que conformarse con haber logrado ser el primero
en algo. La astucia sabe renovarse constantemente. Incluso cuando
logramos el éxito, este suele volverse viejo y ajado con el tiempo. Incluso
las ideas excelentes que innovaron comienzan, con la costumbre, a provocar
menos admiración. Pero no solo eso, también suelen quedarse atrás de los
imitadores si no se renuevan una y otra vez. La innovación debe ser
constante. Como el sol renueva su brillo todos los días, el astuto no deja de
transformarse y de reconstruirse. Si tuviste éxito una vez, repítelo en otra
área. Si has actuado con valor, procura que la gente vea tu valentía una vez
más. ¿Respondiste con ingenio? Procura que no se piense que fue solo un
chispazo. Muchas veces no es la sola excelencia la que provoca la
aprobación general, sino la novedad.
Pues la astucia, como el lince, no se deja atrapar tan fácilmente. Por eso
tiene que actuar siempre de distinta manera. Antes de una justa deportiva,
los oponentes estudian minuciosamente los movimientos del otro para tratar
de adivinar sus movimientos y así tener una ventaja sobre él. Por ello hay
que variar constantemente nuestros movimientos y nuestra estrategia. Saca
partido del efecto-novedad: todo lo que es nuevo, incluso cuando es
mediocre, tienen un breve momento de estimación instantánea. Hay que ser
diestros en el arte de variar nuestro estilo de actuar para que el otro no capte
nuestras rutinas y así pueda anticipar y frustrar nuestras acciones. El
mosquito que tuerce constantemente su trayectoria es más difícil de matar
que aquel que vuela fatigosamente en la misma dirección. Por ello los ricos
y poderosos toman rutas diferentes a su trabajo, para despistar a ladrones o
secuestradores y frustrar así sus planes. En el cine, los guionistas y
directores se esfuerzan mucho para no ser predecibles. La rutina no solo
encadena, sino que nos vuelve vulnerables. A quien es predecible, se le
controla más fácilmente. Un jugador de ajedrez no mueve la pieza que el
contrincante espera, sino que busca confundirlo con movimientos audaces e
inesperados. El amante que hace siempre lo mismo para conquistar a su
amada se vuelve aburrido por lo predecible. En el amor, las sorpresas tienen
un valor fundamental. En lo laboral, el sagaz cambia continuamente sus
estrategias, los modos de resolver problemas, de dar soluciones y
propuestas. De este modo es menos propenso a que sus competidores
frustren sus acciones y genera siempre sorpresa, respeto y admiración, lo
que contribuye a su rápido ascenso.
Ahora bien, cuando te decidas por un curso de acción, no generes
expectativas. El astuto no genera grandes expectativas ni anuncia con gran
alharaca los beneficios que prometen sus proyectos y sus acciones. Pues
casi siempre la idea que se genera del bien futuro anunciado es más perfecta
que lo que en realidad puede conseguirse. Imaginar que algo muy bueno
vendrá es muy fácil, pero conseguirlo es otra historia. No hay que generar,
pues, una gran expectación que pueda llevar a los demás luego a la
decepción. La esperanza enmascara la verdad. Hay que procurar que lo
alcanzado siempre sea superior a aquello que los demás esperaban.
Ahora bien, esto no aplica para lo malo donde exagerar resulta, para el
astuto, siempre en su provecho. Cuando los males anunciados parecen
enormes, que lo sean menos de lo esperado infunde un alivio inmediato,
haciéndolos más soportables. Quien es hábil aprovecha esto en su favor
para quedar bien parado, poniéndose por causa de que aquello no fuera tan
malo como se esperaba.
Otro consejo: no te comprometas con nadie, ni con una idea, ni con una
causa. Cuando te pregunten “¿cuento contigo?”, no digas “sí” o “no” a la
primera. Di “voy a pensarlo”, “ya veré”. De este modo te vuelves
impredecible, convirtiéndote así en una variable poco controlable. Pues una
vez que te comprometes, pierdes independencia y pierdes control. En el
momento en el que te comprometes con algo o alguien, se espera de ti que
cumplas tu compromiso, lo que te resta flexibilidad de acción y te cierra
oportunidades valiosas. De cierta manera, el compromiso nos posee;
estamos “atados” a nuestros compromisos de la misma manera que lo
estamos ante cualquier convenio, acuerdo, pacto o contrato firmado o que
prometamos cumplir. Cualquier compromiso cierra otras posibilidades.
Tomar partido nos hace parciales. Así, el compromiso que se adquiere en el
matrimonio liquida nuestra libertad de relacionarnos íntimamente con otras
personas, de la misma manera que aceptar una invitación nos impide
atender a otras invitaciones futuras que puedan coincidir en lugar y hora. La
falta de compromiso equivale, pues, a independencia. Te mantendrás por
encima de los demás si la mantienes. Pero no solo eso: si no te
comprometes con ninguno, todos se esforzarán por ganar tu adhesión.
Ahora bien, ante una invitación, ante un requerimiento para adherirse a
alguna causa o idea, no digas “no”, sino “ya veré”. La negativa contundente
causará que el otro renuncie a su deseo de tomarte para su causa y tal vez
incluso te vea como enemigo («Si no estás conmigo, estás contra mí»). Si,
en cambio, somos ambiguos en nuestra respuesta y le damos la esperanza
de que en un futuro podríamos comprometernos, generaremos respeto en el
otro y el fuerte deseo de poseernos. Esto provocará a su vez que los demás
nos persigan y nos colmen de atenciones y regalos en un intento por lograr
comprometernos. Hay que favorecer este tipo de comportamientos haciendo
ver (aparentándolo, obviamente) que están muy cerca de lograr nuestra
adhesión. Pero en tu fuero interno mantén tu independencia y no cedas a sus
peticiones, mantenlos en la esperanza de la posibilidad de poseerte. El
deseo que generes en quienes quieren tenerte para su causa no pasará
desapercibido en otros círculos y te volverás cada vez más deseable. Si son
dos partidos los que desean tu adhesión, sedúcelos con la posibilidad de
poseerte y ambos competirán por tu atención. Si se trata de una disputa
entre dos grupos o personas antagonistas, trata de permanecer neutral.
Asiente a las quejas de ambos bandos, muéstrate amistoso y comprensivo
con todos, pero no tomes partido por ninguno. A todos debe parecerles que
coincides con ellos, pero siempre sin dar señales claras de que estás con
unos o con otros y cuidando de no traicionar manifiestamente a ninguno. Si
la disputa involucra algo que se gane o se pierda, podrás entonces irte con el
bando ganador poco antes de que el otro dé muestras de perder (cosa que no
podrías hacer si tomas partido desde el inicio).
Y para no comprometerse, la persona astuta sabe usar las evasivas como
recurso para salir de situaciones comprometidas. Ten cuidado de nunca
rechazar directamente a nadie si es que buscas que los demás te favorezcan.
Para ello existen las respuestas evasivas. Existen varias estrategias para
ello, por ejemplo, cambiar la conversación en lugar de decir un “no” que
sabemos va causar malestar a nuestro interlocutor, o no darse por enterado
para no tener que dar la negativa. Las personas son en su mayoría muy
ingenuas y se dejan influenciar fácilmente por las palabras. Si respondes
hábilmente al requerimiento de alguien, incluso sin hacer lo que te pide,
puedes dejarlo muy satisfecho. La evasión te puede dar tiempo para que
alguien que te pidió algo no lo necesite más, o bien para que surjan
circunstancias que hagan que tus excusas parezcan convincentes.
No te comprometas, pues, con nadie, ni mucho menos en negocios de
mala reputación. Quien es inteligente no toma por ocupación un trabajo
extravagante o desacreditado. No te expongas a las burlas de los demás
ejerciendo la adivinación o practicando un oficio de dudosa reputación. De
los trabajos ilegales mejor ni hablar. Aunque pueda ganar buen dinero quien
se dedica a la venta de piratería o de estupefacientes, el riesgo acechará a su
puerta todo el tiempo y no tendrá el respeto de nadie. Aunque alguien pueda
alcanzar cierta fama cazando ovnis, será más conocido por lo ridículo del
oficio que por lo honorable de tan extravagante tarea. La persona sagaz no
se expone a las risas ajenas, al escarnio o a la maledicencia. Al contrario,
hay que preferir las ocupaciones que tengan un prestigio reconocido por
todos. La estima y la consideración de los demás depende en gran parte de
que se nos valore, algo que nos facilitará mucho la vida. De todos es bien
sabido que la medicina es una profesión prestigiosa y sumamente
respetable. Existen ocupaciones en cada sociedad que, como la medicina,
cuentan con la aprobación general. Si posees cualidades para desempeñarte
con éxito en alguno de estos trabajos, no dudes en escogerlo. Hay algunos
cargos y empleos que, siendo igual de importantes, pasan, sin embargo,
desapercibidos. Harías bien en evitarlos, si es que cuentas con alternativas
más respetables. Quien es perspicaz prefiere los primeros, más
renombrados, pues es en ellos donde el éxito puede presentarse con más
seguridad.
También es astuto quien evita los asuntos complicados o peligrosos.
Cualquier sospecha de que la cosa puede acabar muy mal basta para que la
persona perspicaz ponga su mente a trabajar y reflexione muy bien el paso a
dar. Si el asunto es demasiado arriesgado, es mejor huir de él, pues es más
fácil evitar el peligro a tiempo que salir bien de él. No te dejes llevar por la
tentación de las grandes ganancias que se prometen. La avaricia desmedida
ha hecho caer a muchos. El anzuelo aparenta ser un manjar para el pez, pero
debajo esconde la púa. Ante casos riesgoso es mejor huir que tratar de
triunfar. Si un tonto imprudente intenta alistarte en proyectos de incierto
desenlace, evita que, con él, haya dos.
Para escoger bien la ocupación que nos llevará a la cima, hay que
conocernos muy bien a nosotros mismos. Conoce tus cualidades, tus
mejores habilidades y cultívalas. El astuto no pierde el tiempo tratando de
mejorarse en algo para lo cual no tiene una predisposición innata. Cada uno
nació con un talento o una habilidad que reina sobre las demás. Pueden ser
las matemáticas, los negocios, las letras, la facilidad de palabra, la fuerza o
la agilidad corporal. Por lo general, nuestra mejor cualidad es aquella con la
que nos sentimos más cómodos y felices cuando la utilizamos. La única
manera de destacar en algún área es desarrollando nuestras capacidades
innatas, y no tratando de avanzar en aquellas que no tenemos.
Nuestro trato con la gente

Es importante que no nos limitemos a un solo grupo de conocidos, sino que


tengamos una red de relaciones tan amplia como podamos. Cada nodo de
nuestra red es sumamente valioso, pues no solo nos provee de información
útil sobre nuestro entorno, sino que es una ventana a oportunidades a las
que de otra manera no tendríamos acceso. Además, cada grupo o persona de
nuestra red puede ser un aliado en las situaciones difíciles que afrontemos.
Por ello el individuo astuto circula entre la gente, busca aliados, se asocia
con quienes son poderosos e inteligentes. No hay nadie más vulnerable que
aquel que se aísla de los demás. Somos una especie sociable y, por ende, es
en la circulación social donde más fuertes somos.
La información que los otros nos brindan es de una importancia
fundamental. No todo está en los periódicos, gran parte de la información
importante sobre nuestro entorno circula de boca en boca. Por ello hay que
permanecer muy atento a todo lo que circula en la calle, en las plazas, en los
cafés. Habla con tu estilista, con el taxista, con tus vecinos, con el policía de
la esquina. Mézclate, circula, conoce a tu prójimo. Ampliar tu círculo social
no solo te brinda información valiosa y consolida alianzas, también
enriquece tu vida y genera bienestar. Varias investigaciones recientes han
arrojado la misma conclusión: las relaciones humanas son tan importantes
que cubren un amplio rango de necesidades, tanto psicológicas y sociales,
como fisiológicas. Conectar con la vida de las personas hace nuestro mundo
más humano. Nuestras necesidades básicas de seguridad, de reconocimiento
o de autorrealización solo pueden ser cubiertas dentro del grupo social.
Quien se aísla, pierde. Y pierde no solo la perspectiva de lo que
acontece a su alrededor, puede perder incluso la salud y la razón. Hay
estudios que demuestran que la soledad y el aislamiento social se asocian
con problemas de salud como la depresión, el deterioro cognitivo y las
enfermedades cardiacas. Los adultos que se sienten solos o socialmente
aislados son readmitidos en el hospital con más frecuencia, tienen estadías
hospitalarias más prolongadas y tienen más probabilidades de fallecer, que
aquellos con relaciones sociales amplias y de calidad. Muchos de nosotros
nos dimos cuenta de la importancia de las relaciones sociales durante la
cuarentena y el aislamiento social causados por la reciente pandemia
mundial. Varios estudios coincidieron en señalar el efecto negativo en la
salud mental de las personas durante el aislamiento. Los científicos
describieron “una mayor prevalencia de síntomas mentales, como angustia,
ansiedad, tristeza, bajo autoestima, ira, rabia, aislamiento, bajo estado de
ánimo e insomnio, y la aparición de trastornos como la depresión, la
ansiedad, el trastorno obsesivo-compulsivo, el estrés postraumático y el
suicidio, entre otros”.[22] Por donde ser vea, las relaciones sociales son de
una importancia enorme para el animal humano. Aprovecha, pues, todas las
oportunidades para mezclarte con todo tipo de personas. Lucha contra tu
introversión y tórnate más accesible. Oblígate a moverte en círculos
distintos. Amplía más y más tus círculos y relaciones y construye redes de
alianzas.
A medida que vayas conociendo más y más personas, es imprescindible
tratar de penetrar en su carácter, de conocer cómo funciona su psicología.
Es muy diferente conocer de un tema o materia y conocer a una persona. Se
puede ser un erudito en economía o en derecho e ignorarlo todo acerca de la
naturaleza de los seres humanos con los que a diario nos relacionamos.
Inversamente, incluso un analfabeto puede conocer con mayor profundidad
el complicado alfabeto de los caracteres humanos. Es esencial para la
astucia entender los caracteres y distinguir los temperamentos de los
individuos. Tan necesario como leer libros, hay que aprender a leer la mente
de quienes nos rodean.
Para empezar, hay que conocer la naturaleza de las personas con las que
tratamos para no errar en nuestro comportamiento de manera que les
podamos dar un disgusto. Por no tener en cuenta el carácter del otro, se le
puede molestar cuando uno cree estar agradándolo. Lo que para uno puede
ser un halago, para otro puede ser una ofensa. Difícilmente se podrá
satisfacer a los demás si no se conoce su carácter.
Lo que te revelará el carácter de las personas serán sus acciones, no sus
palabras, ni su currículum, ni su inteligencia o su cortesía. El tipo puede ser
muy ducho en una materia, pero ¿y si no sabe trabajar en equipo; si no
soporta la presión; si reacciona con impulsividad ante la menor
provocación? Hay personas que tienen un currículum impresionante, pero
que en el momento en el que trabajamos con ellas se revelan odiosas e
insufribles. El modo, pues, como los individuos se presentan —ya sea con
sus palabras o con su currículo— en realidad dice muy poco sobre ellas.
Observa sus acciones, su comportamiento, sus decisiones: eso habla mucho
más de la persona que lo que ella pueda decir de sí misma.
Mientras que los individuos tienen un control relativamente alto sobre la
forma en la que ellas mismas se presentan, su carácter está casi
absolutamente fuera de su control. «Carácter es destino», decía el filósofo
Heráclito de Éfeso. ¿Qué es el carácter? Según el diccionario de la Real
Academia Española, el carácter es el “conjunto de cualidades o
circunstancias propias de una cosa, de una persona o de una colectividad,
que las distingue, por su modo de ser u obrar, de las demás”. Viene del latín
character, y este del griego χαρακτήρ charakt ḗ r, derivado de χαράττειν
charáttein, que significa ‘hacer una incisión, marcar’. El carácter es, pues,
el conjunto de patrones de comportamiento con los que estamos marcados.
Y si la naturaleza de nuestro carácter se revela como nuestro más personal
destino, esto se debe a la profundidad con la que tenemos marcado este
conjunto de patrones.
Pues el carácter se encuentra inscrito en lo más profundo de nuestra
naturaleza individual: la genética. En efecto, los científicos han demostrado
que varias de las características que conformar la personalidad dependen de
biomoléculas —en específico, de neurotransmisores como la serotonina, la
dopamina o la noradrenalina— cuya producción está influenciada por
factores genéticos. Que una persona posea rasgos de líder, que esté
dispuesta a tomar riesgos, que sea tradicionalista, melancólica, extrovertida
o que muestre una marcada obediencia (o desobediencia) a la autoridad,
puede deberse enteramente a la herencia. El carácter de una persona hunde
sus raíces en estos factores de los cuales tiene poco o ningún control. Pero
también se forma en los primeros años de vida, particularmente en los tipos
de apegos que formamos con nuestros padres o cuidadores, y en las
experiencias y hábitos que vamos adquiriendo mientras nos desarrollamos.
«Infancia es destino», afirmó Freud, siguiendo a Heráclito.
Lo que decimos a los demás puede provocar una especie de reacción
química con su carácter. En química, algunas sustancias reaccionan entre sí,
otras no. De la misma manera que dos sustancias aparentemente inocuas
son peligrosamente explosivas cuando se las mezcla, lo que decimos a otra
persona puede provocar una peligrosa reacción si su carácter natural así lo
determina. La índole de una persona está en gran medida constituida por su
sistema de creencias, algunas de las cuales —como vimos en un capítulo
anterior— son racionales, otras no tanto. Por ejemplo, alguien puede estar
convencido de que el sobrepeso es una cualidad “horrible” que supone que
la persona que lo padece es floja, glotona y sin fuerza de voluntad. Si a esta
persona le decimos en plan de broma (y tocándonos la barriga) “¡Se ve que
disfrutaste las fiestas decembrinas!”, probablemente se sentirá herida u
ofendida. Si, en cambio, cree que el sobrepeso no es para nada “terrible”,
sino algo pasajero y hasta gracioso, tomará bien nuestra broma e incluso
podría reírse de sí mismo y seguirnos el juego. Alguien que tenga creencias
autolimitantes y baja autoestima tenderá a creer que las críticas recibidas
refuerzan esta pobre imagen que tiene de sí mismo, o que restan aún más su
valor como persona. Se sentirá herido con la menor crítica recibida e
incluso podría estallar en ira. Alguien que tenga una autoestima sólida
creerá, por el contrario, que una crítica externa no afecta en lo absoluto su
valor intrínseco como ser humano y hasta podría tomarla como una
oportunidad para crecer.
El carácter de los individuos es tan determinante en lo que respecta a su
comportamiento que podremos fácilmente predecir este último si tenemos
aquel bien identificado. Por eso es tan importante conocer el modo de ser de
las personas. Y, como decía, el indicador más fiel de la naturaleza nuclear
de un individuo es el conjunto de sus acciones. Sobre todo, hay que prestar
atención al historial de acciones pasadas que el individuo ha repetido en el
curso de su vida. Pues el carácter se expresa principalmente en un patrón
que se repite a lo largo del tiempo. En resumen, a medida que conozcas a
más y más personas, es de vital importancia penetrar en su carácter, esto es,
en su sistema de creencias, de manera que sepamos evitarles palabras que
generen en ellos una mezcla explosiva y podamos, en cambio, escoger
aquellas que funcionarán en su psique como paliativos o como atractores
que los dirijan en la dirección deseada.
Ahora bien, la reacción del receptor no solo depende de sus creencias,
también cuenta la correcta interpretación de lo que le decimos. El proceso
de recepción se divide en tres fases: percepción, interpretación y
sentimiento. Percibir es ver u oír algo. Yo digo “Se ve que disfrutaste las
fiestas decembrinas”, tocándome la barriga, y el otro escucha mis palabras
pero, por distracción, no ve mi gesto y por esta razón no capta mi broma. Su
interpretación ha quedado incompleta y por lo tanto es errónea.
Interpretar es asignar un significado a aquello que percibimos. Esta
interpretación puede ser correcta o errónea. Le digo a mi mujer “Le falta un
poco de sal a la sopa” y ella interpreta mis palabras como una dura crítica a
sus habilidades culinarias y explota en ira (“¡A la próxima tú te cocinarás
tus propios alimentos!”). Este es el sentimiento, última fase en el proceso de
recepción en la que el receptor responde con una reacción más o menos
emocional, más o menos racional a lo que ha percibido e interpretado.
Dos lecciones hay que aprender aquí para ser más sagaces en nuestras
relaciones con los demás: 1) como emisores —además de conocer el
sistema de creencias básico de nuestro interlocutor para no provocar alguna
reacción indeseada—, hay que ser muy claros con lo que decimos, pues de
lo contrario podemos favorecer una mala interpretación en el otro; 2) como
receptores de los mensajes del otro, debemos comprender que nuestra
reacción es precisamente eso: nuestra reacción. En la medida en que esta
depende en gran parte no de lo que el otro nos dice, sino de nuestra
interpretación de lo que se nos dice, hay una fuerte dosis de participación
personal en ella. No solo son, pues, nuestras creencias lo que determinan
nuestra reacción, sino la interpretación que nosotros damos a lo que
escuchamos y que podemos colocar de un lado o de otro de nuestras
creencias.
En este sentido, muchas de nuestras interpretaciones (y por lo tanto de
nuestras reacciones emocionales) están, de entrada, determinadas por
nuestras creencias. Ya lo veíamos en el caso de la abyección y la soberbia:
alguien que crea que vale poco como persona tenderá a interpretar los
mensajes del otro en esta dirección, incluso cuando dichos mensajes sean
neutros o vayan en la dirección contraria. Una risita inocente a sus espaldas
será interpretada como una burla dirigida a él; un halago sincero se tomará
como forzado o mentiroso. Alguien que, por el contrario, caiga en el otro
extremo y peque de soberbio, interpretará erróneamente las señales en el
otro y pensará que hay coqueteo donde no lo hay. Volveremos a esto en otro
capítulo cuando hablemos de la comunicación astuta con los demás.
También hay que tener cuidado de no crearnos fantasías sobre la otra
persona. Las fantasías son suposiciones con poco fundamento que
construimos sobre los demás. Lo mismo que nuestras creencias, las
fantasías sobre los demás son algo nuestro. Ejemplos: “Seguramente a mi
novia le aburriría asistir a mi reunión familiar, es mejor que no la invite para
que no se sienta comprometida”; “Mi jefe debe estar enojado conmigo, será
mejor que le pregunte a alguien más cómo solucionar este problema”; “Si lo
llamo, seguramente pensará que estoy desesperada y me despreciará”.
Suponer lo que la otra persona siente o piensa no tiene nada de malo y es
incluso inevitable. Estamos biológicamente equipados para hacernos
suposiciones sobre lo que pasa en la mente del otro. Lo que perjudica la
comunicación es actuar con base en ellas cuando estas no son cuestionadas
internamente o no están verificadas con la realidad. En otras palabras, lo
que nos perjudica es creernos expertos en la vida interior del otro. De hecho
es todo lo contrario, pues no está en nosotros decidir si nuestras fantasías
son acertadas o no. Eso solo lo puede determinar el otro.
Por esta razón, para ser más perspicaces: 1) hay que aplicar un poco de
escepticismo a nuestras fantasías: “Es probable que a mi novia le aburra
asistir a mi reunión familiar, pero podría estar equivocado”; 2) hay que
hacerle un «chequeo de realidad» a nuestra suposición: “Imagino que te
aburriría ir a mi reunión familiar, ¿me equivoco?”. Estos dos pasos para
manejar nuestras fantasías son sumamente útiles pues no solo aclaran la
comunicación con los demás, sino que nos permiten conocernos mejor a
nosotros mismos. Cuando no cuestionamos nuestras suposiciones y dejamos
que orienten nuestro comportamiento, nos cerramos en nosotros mismos.
Como dice Schulz von Thun, “Si asumo que mis fantasías son acertadas y
las reservo únicamente para mí, impido el contacto con otros y me quedo
aislado en la jaula de las fantasías que yo mismo he construido”.[23]
Cuestionar y verificar nuestras suposiciones crea puentes con los demás y
abre las puertas a relaciones más genuinas y profundas.
Regresando al tema del carácter, podemos decir que el carácter de las
personas no es algo fijo y definitivo, sino que depende en gran parte de la
interacción. A menudo decimos que alguien es autoritario o que alguien es
sumiso; Federico es un mentiroso, Rebeca se aprovecha de los demás, Lucía
es muy dependiente. La psicología contemporánea nos enseña, sin embargo,
que muchas de las características de las personas en realidad son una
consecuencia de la interacción humana. Siempre hacen falta dos para que
uno se comporte de determinada manera. Si Lucía es muy dependiente es
porque se relaciona con Jorge, quien le sigue el juego y se comporta
protectora y paternalmente. Pero si ponemos a Lucía a trabajar con Marta,
quien cree fuertemente en la autosuficiencia y la autodeterminación de las
personas, seguramente el juego cambiará y, con él, las características de
Lucía. Si alguien es un parlanchín insufrible, ¿quiénes son los que lo toleran
y escuchan pacientemente? Si alguien es despótico y autoritario, ¿dónde
están los que se dejan someter? La mayoría de las veces quien es un
aprovechado tiene como su complemento a otros que dejan que los demás
se aprovechen de ellos. De la misma manera, alguien grosero cuenta con
una cartera de individuos débiles que soportan sus groserías, y un
manipulador tiene a gente que se deja manipular.
Esto tiene una primera consecuencia: estamos obligados a deshacernos
de los juicios moralizantes del tipo «Fulanito es malo, yo soy una víctima»,
pues está claro que el malvado solo puede serlo si la víctima se presta al
juego. Así, no es tanto que la otra sea una «persona tóxica», sino que la
relación misma es tóxica y para ello se necesita de nuestra participación.
Sin duda muchas veces las «personas tóxicas» (dominantes, charlatanas,
dependientes, etc.) lo son con muchas personas a la vez. Están
acostumbradas a que la mayoría de gente caiga en su juego y por eso les
aplicamos la etiqueta de «tóxica». Con todo, la participación de todos
aquellos que muerden el anzuelo, por más generalizada que esté, no deja de
tener una importancia fundamental. Quien es astuto sabe esto y analiza la
situación en términos no de la persona tóxica, sino de la relación y los roles
que debe tener esta para que el «juego tóxico» quede establecido. Si es un
parlanchín insoportable, ¿por qué no me atrevo a interrumpirlo? Si se porta
de manera dominante, ¿en qué formas me estoy dejando someter? ¿Es muy
dependiente? Seguramente porque siempre me presto a resolverle sus
problemas.[24]
Así que ya lo sabes, desde el momento en que reconoces tu aportación al
juego, obtienes más poder y control sobre él. Ya no eres solo la víctima de
esa persona tóxica que te hace la vida difícil; ahora tienes las herramientas
necesarias para modificar el juego modificando tu propio papel. Es más
fácil de lo que parece, pues para el juego se necesitan por lo menos dos, de
manera que, si te resistes a representar tu papel, el otro tendrá que cambiar
el suyo.
A pesar de todo, existen persona que buscan continuamente hacer caer a
los demás en juegos tóxicos que derivan en relaciones disfuncionales. A
ellas sí que podríamos calificarlas de tóxicas, lo mismo si tienen hábitos que
les sean perjudiciales. Si José es autoritario y dominante, pero cuando nos
negamos a ser dominados él cambia de juego, mostrándose manipulador o
violento, ¿para qué insistir en relacionarnos con él? ¡Aléjate! Evita a toda
costa este tipo de personas de trato difícil, pues gastarías mucha energía
tratando de modificar su juego tóxico.
En este sentido, saberse relacionar con las personas adecuadas es
esencial, pues es muy común que los otros nos contagien sus costumbres,
sus preferencias, o incluso su ingenio y su personalidad. Por ello no solo
hay que evitar a las personas tóxicas (o viciosas, perezosas o poco
prudentes): hay que escoger aquellas que de algún modo compensen
nuestros defectos. De la misma manera que el perdedor nos contagiará sus
esquemas mentales ponzoñosos, los ganadores nos trasmitirán su energía,
su buen humor y su inteligencia. La superioridad y el éxito también son
contagiosos. De hecho, nada mejor para contrarrestar un defecto de nuestra
personalidad que juntarse con aquel que posee la virtud contraria. Así, si
somos iracundos, nos conviene juntarnos con individuos que sean calmos y
pacientes. Si eres un tacaño, júntate con alguien generoso. Si pecamos de
indolencia, hay que rodearnos de personas enérgicas. Si nos falta sentido
del humor, los ingeniosos serán nuestra mejor compañía y juntarse con
moderados es la mejor manera de salir de un vicio. Esto en lo particular; en
lo general, debemos rodearnos de gente juiciosa y reflexiva. En el juego de
la astucia es imprescindible atender con qué tipo de personas nos
relacionamos. No te relaciones con quienes tengan los mismos vicios y
defectos que tú, pues no lograrán sino reforzarlos. Saberse relacionar
significa entender que los individuos rara vez funcionan mejor solos.
Siempre hacemos equipo con otros, nuestro yo siempre es un nosotros, y
quien con lobos se junta, a aullar aprende. Por eso hay que hacer de
nuestros amigos nuestros maestros, de manera que nuestro trato con ellos
nos dé siempre algún aprendizaje.
No está de más insistir en esto: el astuto no se junta con los necios, los
vulgares, los viciosos o con quien no se pueda aprender algo de provecho.
Que nuestros compañeros y amigos sean personas exitosas, cultas,
inteligentes y prudentes. Nada aprovecha andar codo a codo con
perdedores. Al contrario, es sumamente perjudicial. Los estados de ánimo
son tan contagiosos como la risa o los bostezos. Y el de los perdedores y
desgraciados es tan tóxico que, si les das la mano, pronto te hundirás con
ellos. No te tientes el corazón: la mayoría de las veces son ellos los
creadores de su propia desgracia. Crearán también la tuya si te prestas a
socorrerlos.
Ayuda y presta favores solamente a aquellos que sabes esforzados y de
ánimo vigoroso, a aquellos que han sido golpeados por la fortuna sin que
ellos lo hayan propiciado. Estos te devolverán el favor cuando lo necesites.
Pero hay quienes atraen sobre sí las desgracias con su mal carácter, sus
actos nocivos, su ánimo derrotista o su constante depresión autogenerada.
Estas personas tienen patrones de pensamiento y de conducta
autodestructivos que no solo son difíciles de cambiar, sino que son además
peligrosamente contagiosos. Si compartes tu tiempo con este tipo de
personas, sus esquemas mentales empezarán a infiltrarse en tu propia
psicología y comenzarás a pensar como ellos. Evita su influencia negativa
a toda costa: asociarte con ellos es asociarte con la desgracia. Y, por otra
parte, no quieres que los demás te asocien con este tipo de personas tóxicas,
¿o sí? Solo lograrás que te eviten también a ti, así que mejor elude su
compañía.
¿Cómo reconocer a este tipo de individuos? Para empezar, presta
atención a las calamidades e infortunios que estas personas se provocan a sí
mismas. Probablemente se victimizarán y tratarán de echarle la culpa a la
suerte, a las circunstancias o a otras personas. Pero su lista de fracasos y
problemas, tanto es sus relaciones personales como en su profesión, es
significativamente larga, por lo que la causa no puede sino ser atribuida a su
propia inestabilidad y toxicidad. No escuches sus pretextos, no les tengas
lástima y mucho menos te prestes a ayudarlos: les encantará ver cómo te
arrastran también a sus desgracias.
¡Pero, atención! No son gente de provecho quienes solo aparentan serlo,
es decir, los vanidosos y los presumidos. Rehúye del trato de aquellos que
se pasan la vida pavoneándose ante los demás. Escoge bien a tus amigos:
personas discretas, inteligentes y esforzadas. Nada más deleitoso que estar
en un grupo de personas inteligentes y perspicaces. De hecho, por más
astuto e ingenioso que seas, nunca podrás resolver todos los problemas que
se te presenten. Por eso es muy útil rodearse de gente inteligente que, en
caso de que tu ignorancia te supere, pueda luchar por ti y resolver las
situaciones más difíciles. Si las personas que te rodean son listas y
habilidosas, aprenderás mucho de muchos y comenzará a salir por tu boca
la inteligencia de todos los que te rodean. Evita, pues, contagiarte de la
necedad y la vulgaridad de los necios y los vulgares.
Por esta razón el astuto sabe cuándo decir no. Hay que rechazar todos
los ofrecimientos para participar en negocios o eventos sociales
intrascendentes que no traigan ningún beneficio para nosotros y que solo
nos robarán tiempo. No solo hay que evitar enrolarse en esas situaciones,
hay que ser muy hábil para evitar que los otros te alisten en sus malos
proyectos. Pues no es muy sagaz quien de entrada, por mera terquedad,
escoge el peor partido, el peor equipo, el grupo más desfavorecido. A veces
nos sentimos tentados a contradecir y a oponernos a algo por mera
obstinación, sin atender a la razón sino solo a la pasión. Comenzar así, es
comenzar perdiendo. Quien es astuto se anticipa y escoge antes de cada
lucha, de cada competencia, siempre el mejor partido.
Debe uno alejarse, pues, de los negocios nefastos que puedan acarrear
nuestra ruina. De no ser así, deberás evaluar la conveniencia de embarcarte
en ellos, pero si se te ofrece la oportunidad de colaborar en varios, no
aceptes participar en todos. No te comprometas en más ocupaciones y
tareas de las que eres capaz de cumplir con eficacia. Hay que aprender a
decir que no, aunque hay que saber también dulcificar nuestras negativas. Y
no seas de los que tienen siempre en la boca el no, pues a la larga los demás
aprenderán a no considerarte nunca en sus planes.
Además, negarse a todo va contra el consejo de la astucia de hacerse
necesario para los demás. Esto es, la negativa terca y constante da al traste
con la dependencia (lo veremos más adelante). Si, con todo, escoges
negarte, no des el no de golpe, sino que es mejor aplicarlo a cuenta gotas y
dulcificado con la cortesía. Ya hablamos de las respuestas evasivas, sírvete
de ellas. Da a entender que lo pensarás, alimentando solo la esperanza, y
poco a poco ve inclinando tus palabras hacia la cortés negativa final. En
resumen, lo más importante es evaluar cuándo debemos dar el sí, y cuándo
el no. Aunque son de las palabras más breves de nuestro vocabulario, el sí y
el no exigen el máximo de reflexión.
Saber, pues, relacionarse es fundamental, tanto como tener verdaderos
amigos, buenos, inteligentes y capaces. Y la mejor forma de ganar amigos
es haciendo favores con el corazón. Hablo aquí de amigos cercanos, de
amigos del alma, pero también la buena disposición hacia los demás nos
puede hacer amigos en todas partes y a todas horas. En este sentido, habría
que hacer ley el mandamiento de hacerse de un “amigo” cada día. De un
amigo tal vez no íntimo, pero sí de un conocido cordial y servicial.
¡Imagina la cantidad de aliados que tendríamos al final de un mes! Piensa,
además, en lo grato que sería nuestra vida si viéramos todos los días caras
amables y bondadosas para con nosotros. Considéralo una buena inversión
para los tiempos difíciles. En efecto, hay que aprovechar los buenos
tiempos para hacer amigos, de la misma manera que hay que ahorrar para
los tiempos de crisis. Es una buena idea abastecerse en el verano para el
invierno y además es más fácil. Es astuto, pues, hacerse de amigos y tener
una buena reserva de ellos, pues entre amigos todo sale bien.
La elección de los amigos es, pues, fundamental si quieres ejercer la
astucia. Sin embargo, es un asunto que pocas veces se cuida. Cuando somos
muy jóvenes, no prestamos mucha atención a la elección de los amigos.
Digamos que en lugar de elegir, somos elegidos, pero no por ellos, sino por
ciertas afinidades en gustos, carácter o posición social. Son estos factores
los que finalmente determinan las simpatías. Son, pues, amigos casuales
elegidos por la suerte. En la adultez esto ya no tiene que ser así. Deberemos
usar la razón y examinar cuidadosamente a los candidatos antes de hacerlos
nuestros amigos. Esto es de la mayor importancia, pues nuestros amigos
serán nuestra influencia más poderosa a lo largo de nuestras vidas.
En este sentido, los amigos que tenemos nos definen en un sentido muy
literal. Nuestra subjetividad se construye incorporando rasgos y cualidades
de su personalidad. Por ello deberemos procurar a personas de probada
inteligencia y fuerza de voluntad. No basta, pues, con que Fulano nos sea
simpático, no es suficiente que nos divirtamos con él. Muchas malas
influencias se adquieren en momentos de juerga y cachondeo. A los
verdaderos amigos hay que identificarlos por sus capacidades, por sus
buenas cualidades, por su buen juicio. En una palabra, por su virtud.
Que no se me malentienda. Nada malo hay en tener amigos para la
diversión. Con todo, procura que no sean estos tus camaradas más íntimos.
Nunca identifiques a la amistad con la parranda, pues esta es una escuela de
vicios y por tanto es también una amistad viciada y adulterada. Las
amistades legítimas no se fundamentan en la mera diversión. Son, más bien,
aquellas que nos hacen crecer y prosperar en la vida. Por eso es mejor que
no sea la suerte la que decide tus amistades, sino tu libre y razonada
elección. Por supuesto, es admisible buscar con nuestros amigos ratos de
placer y diversión. Pero sobre todo hay que tener en mente el provecho que
ellos y nosotros sacaremos con nuestra amistad. Con esto no quiero decir
que la elección de nuestras amistades debe ser guiada por la codicia, la
ambición y el interés egoísta. Hablo aquí de un interés más sano: el
provecho que las buenas cualidades y el buen juicio de nuestros amigos nos
traerá en su trato con ellos.
Nunca creas que lo sabes todo. Son muchos los que ignoran que no
saben, pero que actúan como si lo supieran todo. Es la más nefasta de las
actitudes, pues nos impide ser conscientes de nuestra ignorancia y nos
incapacita, por ende, para remediarla. Sócrates afirmaba que lo único que
sabía con seguridad era que lo ignoraba todo. Solo por ello fue reputado
como el más sabio de los griegos por el Oráculo de Delfos. Confiesa que
eres un ignorante en la mayoría de los asuntos humanos. Y como vivir con
entendimiento es de lo más importante en la vida, si no lo tienes propio, hay
que pedirlo prestado.
En efecto, los amigos no solo nos auxilian en tiempos de necesidad, sino
que además están llenos de consejos y sabiduría que a nosotros nos falta.
Quien es listo, no se cree infinitamente listo. Nadie es tan perfecto que no
necesite alguna vez consejo. No es astuto, sino necio, quien se niega a
escuchar sugerencias y recomendaciones amistosas (aunque no sean
solicitadas), sobre todo si es en su beneficio. Existen personas que son
impermeables al asesoramiento ajeno, de manera que pronto los demás
dejan de dárselo y por ello pronto caen en la ruina. Por esta razón, hay que
dejar la puerta abierta al asesoramiento, a las sugerencias, a las advertencias
de los demás. Y si bien no hay que dar a todos los consejos la autoridad
última para dirigir nuestras acciones, sí hay que respetarlos y escucharlos
con atención.
Conviene tener a nuestro lado a alguien a quien estimemos prudente. A
esta persona la haremos nuestro confidente y lo escucharemos con el mayor
respeto y atención para que nos ayude a corregirnos y a desengañarnos. No
dudes, pues, en pedir consejo a los que saben y tienen más experiencia que
tú. Pero evita a aquellos que hablan como si lo supieran todo, pues lo único
que esconden es una gran inseguridad.
De la misma manera, por más perspicaces y sensatos que seamos, jamás
lo podremos todo, pues en muchas ocasiones no contaremos con los
recursos, el poder o la fuerza necesaria para emprender algunos proyectos.
Es entonces cuando el zorro debe tomar prestada la fuerza del tigre. Es una
lúcida decisión la de tomar prestado algo del poder de las personas
poderosas, crecer a su sombra, aprovechar las oportunidades que se nos
ofrecen por el solo hecho de estar a su lado. De ahí que la constante
creación de círculos sociales sea tan importante, teniendo siempre en mente
que el tipo de personas que buscamos no son necias, indolentes y
fracasadas, sino inteligentes y exitosas. Somos seres sociales, los individuos
solitarios son o semidivinos o animales. Together we stand, divided we fall.
Hacer alianzas con los más exitosos y no con el peor partido es tener
ganada la partida desde el principio. “Dime con quien andas y te diré como
eres”, reza el dicho. Cuida muy bien, pues, con quien andas.
Con todo, hay ocasiones en las que no conviene ponernos a la sombra de
un poderoso. Quien estudia en la escuela de la astucia debe aprender a
identificar aquellas situaciones en las que es más conveniente no acercarse a
quien pudiera eclipsarlo. Pues cuando estamos acompañados de una
persona superior, será ella la que se llevará los elogios y la estima de los
demás. No quiero decir que nunca nos acompañemos de personas
superiores a nosotros, esto sería ir contra las reglas de la astucia. Pero hay
ciertos momentos en los que es necesario destacar por sobre los demás y es
entonces, y solo entonces, cuando hemos de procurar acompañarnos de
quien no nos haga sombra, sino que nos haga descollar. En general, es
cuando estamos intentando aumentar nuestro poder e influencia cuando vale
la pena ir junto a personas que son más importantes que nosotros. Pero una
vez que se ha alcanzado cierta superioridad frente a los demás, lo mejor es
ir acompañado de personas de mediana importancia para que nuestra
preeminencia se vea todavía más realzada.
Para hacer amigos es más útil la benevolencia que los méritos. Hay
personas que se han hecho de una excelente reputación más por el afecto
que profesan a los demás, que por sus cualidades o logros. Además, los
amigos que aparecen con los éxitos los trae el interés. Se irán tan pronto
como llegaron en el momento en que no vean en nuestro trato ningún
beneficio ni provecho. En cambio, los amigos que nos ganamos con favores
y afecto sincero duran más y son más fiables. El astuto, pues, es afable y
tiene fama de cortés. Pues de nada sirve el saber libresco y la erudición si se
es grosero y rudo. La cortesía es la corona de la buena educación. La
descortesía, por el contrario, atrae la enemistad de los demás. Y no es muy
listo quien en los primeros segundos del trato con otra persona ya se ganó
un enemigo. Poco te costará ser cortés si cambias tu soberbia por la
modestia. Siendo modesto, la cortesía te será fácil. Siendo humilde, la
cortesía cuesta poco y vale mucho.
Simplificando al máximo, podríamos decir que las personas con las que
te encuentras todos los días se relacionan contigo de básicamente tres
maneras: 1) con neutralidad; 2) con intención de colaborar; 3) con ánimo de
confrontación. Cuando te encuentres en una reunión social o de trabajo,
intenta analizar a los concurrentes bajo esta lupa. Identifica —más por sus
gestos que por sus palabras— a quienes parecen ser neutrales ante tu
persona, a aquellos que te expresan simpatía, y a aquellos que de cierta
manera son hostiles hacia ti. A estos últimos habrá que neutralizarlos:
necesitaremos protegernos de sus intrigas, manipulaciones y segundas
intenciones. A los segundos hay que procurar conservarlos, pues son
aliados y nos serán útiles en las situaciones difíciles. A los neutrales, por
último, hay que convertirlos en nuestros partidarios con las estrategias que
más adelante te ofreceré. Pero lo primero es identificarlos. Si sabemos leer
a tiempo en los demás estas tres intenciones básicas en el modo en que se
relacionan con nosotros, tendremos más oportunidad de tomar las medidas
necesarias para dominar la situación.
Ahora bien, cuando se trata de amigos, procura conservarlos y nunca
traicionarlos. No hay peor enemigo que quien un día fue tu amigo, pues son
los que mejor te conocen y, por lo tanto, quienes tienen las mejores armas
para atacarte. Por ello hay que ser prevenidos y cuidarnos de revelarle
nuestras debilidades a los amigos, pues algunos de los amigos de hoy —
tenlo por seguro— serán los enemigos del mañana. Y viceversa: no hay que
odiar eternamente a nuestros enemigos, pues en un futuro pueden ser
nuestros más grandes aliados. Con nuestros enemigos hay que dejar siempre
la puerta abierta a la reconciliación y nunca asestarles un daño tan grande
del que después nos podamos arrepentir.
Trata, pues, de no enfadar a los demás y mucho menos si son aliados o
personas neutrales. Con ellos hay que ser muy cuidadosos en el trato y
procurar no provocarles algún disgusto. Es muy prudente procurar no
cansar a los demás, sobre todo cuando se trata de personas de importancia.
Para no ser molesto, procura no ser de aquellos que siempre hablan de un
solo tema o de aquellos que hablan sin parar. No es muy perspicaz la
persona que profiere interminables discursos pues siempre acaba rechazado
por todos. No irrites al resto del mundo con tus largas peroratas. Lo que está
bien dicho se dice pronto. Ve al grano, sé lacónico. Como rezaba un dicho
en Roma, lo bueno, si es breve, es dos veces bueno.
Otra manera de enfadar a los demás es ser presumido. Evítalo a toda
costa: el elogio en boca propia es vituperio. Procura jamás hacer
ostentación de tus cualidades y menos del alto cargo que desempeñes.
Mientras más busques la aprobación y la admiración ajena, menos lo
conseguirás. La estimación es algo que depende de los demás, no de ti. Por
esta razón el aprecio ajeno es, en esencia, imposible de adquirir mediante la
sola voluntad. Lo más que puedes hacer es merecerla y esperarla (bajo
riesgo de que nunca llegue aunque la merezcas). Pero tratar de arrebatársela
a los demás presumiendo de tus logros solo tendrá el efecto contrario. Pues
ni siquiera te envidiarán, sino que te volverás odioso, se reirán de ti y te
evitarán. Esto incluye no presumir de ocupado, pues, bien mirado, ello solo
indica que el cargo te queda grande y que por lo tanto no lo mereces.
Otra cosa que la persona astuta jamás hace: quejarse. Quejarse no sirve
de nada, ni siquiera para atraer la compasión de los demás. Al contrario, es
más probable que despertemos su deprecio, sobre todo si son quejas sobre
cosas que no te gustan de ti mismo. Piensa cómo te sientes cuando viene
alguien a cargarte con todos sus problemas y su autoconmiseración. Su
actitud es tan inútil como desagradable y es por ello que deberás evitar a
toda costa lamentarte ante los demás. Si estás cansado, si te duele el
estómago, ¿de qué demonios sirve decirle al otro —con gimoteos y suspiros
— “Estoy cansado”, “Me duele el estómago”? ¿Hará que te sientas menos
cansado o que te sientas mejor? En lo absoluto. Por otra parte, son cosas en
las que los demás no pueden hacer nada por nosotros (además de soportar
nuestros lamentos). Es, pues, desagradable; es un abuso de confianza. En
lugar de quejarte, has algo para mejorar tu estado.
Y así como la persona perspicaz nunca se lamenta, tampoco critica a los
demás. No conviene convertirse en el fiscal de todos. Hay sujetos que no
pueden dejar de acusar a los demás por la más mínima falta cometida. Te
condenan si hiciste tal cosa, te sentencian si omitiste hacer tal otra. Son
definitivamente odiosos, pues se tienen por jueces de los demás y van por
todas partes imponiendo su odiosa moralina. Criticar a los otros es una
estrategia que pocas veces funciona. La crítica hiere directamente el amor
propio de los demás, lo que provocará que se pongan a la defensiva y traten
de justificarse. Entiéndelo bien: incluso cuando la crítica sea justificada y tu
interlocutor sepa en su interior que tú tienes razón, su orgullo estará en ese
momento tan lastimado que no te dará la razón. Al contrario, despertará su
resentimiento y es posible que hasta su rebeldía, logrando de él el efecto
exactamente contrario del que esperabas.
Y es que las personas con las que tratamos son mucho más emotivas,
orgullosas y vanidosas que lógicas y racionales. Si quieres, pues, lograr un
cambio en la persona, olvídate de criticarla. La crítica sirve más para
desahogarse uno mismo que para corregir la situación o el comportamiento
que se ha criticado. Esto aplica para los empleados, para los amigos, la
pareja, los hijos o cualquier miembro de tu familia. Las críticas mordaces o
hirientes pueden provocar resentimientos que duran toda la vida, pero
incluso las más suaves pueden despertar la hostilidad de nuestro
interlocutor si, por más razonable que sean, dan en el blanco de su orgullo y
su amor propio.
En lugar de criticar, censurar y quejarse amargamente (cosa que
cualquiera puede hacer), es mucho más inteligente dominarse a sí mismo,
tratar de comprender a la persona y reflexionar sobre las causas o motivos
de su acción. Entender a la persona nos permitirá ser más tolerantes con
ella, pues seremos más empáticos y tendremos más capacidad para
comunicarnos con ella constructivamente. Recuerda, la sagacidad se
identifica más con la comprensión de la naturaleza humana y el dominio de
sí mismo y menos con la impulsividad irreflexiva que nos lleva a hacer y
decir lo primero que nos viene a la cabeza. Las personas actúan con base en
motivos, hábitos y prejuicios que a veces están tan arraigados que intentar
modificarlos con críticas es como pretender noquear a Mike Tyson con una
bofetada (con las consecuencias que esto tendría). Así pues, dile adiós a las
críticas, a las quejas, a la censura y al reproche: nunca funcionan. Para
lograr un cambio en los demás, hay que ser más astutos.
Y de más está decir que encabritarse con los demás tampoco solucionará
el problema, sino que empeorará las cosas. Incluso si tenemos la razón de
nuestro lado, irritarnos nos pondrá inmediatamente del lado de la sinrazón.
Pues descargar nuestros sentimientos con actitud hostil en la otra persona
puede que nos brinde un desahogo, pero de nada servirá para ponerla de
nuestro lado. Recuerda que la astucia es una herramienta mucho más útil
que la fuerza. En este, como en muchos otros casos, la fuerza demuestra no
ser eficaz para hacerle al otro cambiar de idea. Lo saben (o deberían saberlo
ya) todos los maestros y los padres regañones, así como los jefes mandones
en todas las empresas del mundo. El regaño áspero, la reprimenda hostil,
solo lograrán que en el otro nazcan malos sentimientos contra nosotros.
Puede que al principio, por temor, hagan lo que les decimos, pero más
pronto que tarde se rebelarán y nos darán la espalda. Recuerda las sabias
palabras de Lincoln: “una gota de miel caza más moscas que un galón de
hiel”. O recuerda la fábula de Esopo “El viento norte y el sol”. Si no la
conoces, aquí te la dejo:

Entre el viento norte y el sol dicen que se entabló una discusión a propósito de
quién le quitaría el abrigo a un campesino que iba de camino. Sopló el norte
primero, como cuando sopla desde Tracia, pensando que se lo arrancaría a su
portador por la fuerza. Pero éste no sólo no aflojó, sino que, al entrarle frío, se ciñó
los bordes con las manos por todas partes y se sentó, reclinando la espalda en el
saliente de una roca. El sol en cambio, al principio asomó suave, librando a nuestro
hombre del frío del nortazo y después fue añadiendo más calor. De pronto le entró
calor al labrador y él mismo tiró el abrigo y se desnudó. El norte fue así derrotado
en la competición. Y dice la fábula: «Procura, hijo, la delicadeza. Conseguirás
hacer más por la persuasión que por la violencia[25]».

La moraleja es clara: más vale maña (es decir, astucia) que fuerza. Esto
no implica que no digamos nada cuando algo (un servicio, el trato ajeno, un
producto defectuoso) no es de nuestro agrado. ¿Cuál es, pues, la manera
más astuta de expresar una queja? Empezando de forma amigable. Si en un
restaurante nos dan un mal servicio, podemos, por ejemplo, comenzar
valorando lo que encontramos satisfactorio. Le decimos al gerente o dueño
del lugar que la comida fue excelente, que nos encanta el decorado del
lugar, etc. Ante los elogios, regularmente nos devolverán gestos de
complacencia y agradecimiento. Es entonces cuando le mencionaremos “un
pequeño detalle que podría enturbiar su prestigio”. Con amabilidad y tacto
(nunca con irritación y crítica acerba) le hacemos notar los pormenores del
mal servicio que recibimos —por ejemplo— del mesero y le repetimos que
juzgamos necesario “enterarlo” de la situación de modo que el restaurante
no vea comprometida su buena reputación. Nos despedimos con tono
amigable y ya está. ¿No es esto mucho más efectivo que salir del
restaurante despotricando contra todos? Pues si nos despedimos con
regaños y amenazas, no solo lograremos que todos en el restaurante
agradezcan que nos hayamos ido, sino que mesero y gerente por igual se
burlarán de nosotros a nuestras espaldas y desearán que nunca pisemos el
restaurante otra vez.
De la misma manera, para llamar la atención de un subordinado
expresamos primero aprecio por todo lo que ha hecho bien, lo felicitamos
calurosamente por sus éxitos (por más pequeños que sean) y solo después le
mencionamos, de manera amigable, aquello en lo que podría mejorar. Pero
no le digamos “Hiciste mal esto porque…”; digámosle mejor “Esto lo
podrías hacer mejor si lo haces así y asá”, etc.
Procura, pues, no fastidiar a los demás. Al contrario, hay que aprender a
atraerlos y hacerlos nuestros partidarios. La benevolencia hacia los demás y
los favores o ayuda que les podamos brindar son los principales factores a
la hora de hacer una red sólida de amigos y aliados. Empezando por los
favores, hay que analizarlos bien, pues la naturaleza de los favores es más
compleja de lo que parece a primera vista. Los favores nunca son regalos,
es decir, nunca son algo que se dé de manera unilateral y sin consecuencias.
De hecho, la lógica del regalo tampoco es tan inocente como se piensa.
Cuando recibimos un regalo, por más que las intenciones de quien lo hace
sean desinteresadas, quedamos en deuda. De aquí que en los negocios
abunden los agasajos en restaurantes de lujo a los proveedores y clientes y
los obsequios ocasionales. Cuando nos ofrecen muestras gratis en los
supermercados, la intención es no solo que probemos el producto, sino que
nos sintamos agradecidos y en deuda y estemos más predispuestos a
adquirir el producto para devolver el favor. En este sentido, el astuto utiliza
los favores —valga la redundancia— a su favor.
Toda la ayuda que prestamos son deudas que los demás contraen con
nosotros y que podemos cobrar cuando lo necesitemos. Es difícil que
alguien se resista a ayudarnos si en el pasado a disfrutado de nuestro
auxilio. Por esta razón, el astuto acumula favores como si fueran letras de
cambio que puede cobrar en tiempos difíciles. Ahora bien, no pongas mala
cara cuando otorgues favores a los demás. Hazlo con amabilidad, elegancia
y garbo, haciendo alarde de la amistad o de la lealtad o cosas por el estilo.
Haz como si fueras el rey que reparte a sus súbditos las atenciones que se
han ganado. Hay que estar siempre dispuesto a dar de buena voluntad.
Quien es hábil socialmente nunca es tacaño en otorgar favores a los demás.
Sobre todo estamos en un puesto de poder, es fundamental tener fama de
complacientes y de generosos. De hecho, una de las ventajas de estar en un
buen puesto es la de tener la posibilidad de dar más a quienes están abajo de
nosotros. Haremos muchos amigos si somos generosos y complacientes con
ellos, lo que creará para nosotros una gran reserva de favores en caso de
necesidad.
Con todo, no abuses de los amigos queriendo que te den más de lo que
ya te dan. No andes por ahí cobrando favores; utilízalos solo cuando sea
estrictamente necesario. De hecho, casi nunca te será necesario pedir de
vuelta los favores: la buena voluntad y la amistad de aquellos con quienes
has sido generoso bastará para crear alrededor de ti una atmósfera de
cordialidad, de protección y de buenas oportunidades, es decir, de ¡buena
suerte!, atmósfera que te permitirá ir por la vida sin mayores contratiempos.
Algo más sobre el arte de dar y recibir favores. Como queda dicho,
cuando haces un favor creas una deuda de gratitud. Crear muchas deudas de
gratitud en los demás es como aumentar tus ahorros bancarios para los
tiempos difíciles. Ahora bien, procura no otorgar favores que sean
impagables, pues no se debe poner en un aprieto a quien nos queda
agradecido. La forma más fácil de perder a un deudor es endeudarlo
demasiado de manera que le sea imposible correspondernos. Cuando
nuestro benefactor no puede pagarnos el auxilio recibido, es más fácil que
abandonen el agradecimiento e incluso se pueden convertir en nuestros
enemigos. Hay que dar con inteligencia: un poco cada vez, pero con
frecuencia.
Cuando eres tú el que recibe un favor, es como si hicieras un cargo a tu
línea de crédito. No es bueno acumular deudas, así que tendrás que ser muy
hábil para transformar este pasivo en un activo. ¿De qué manera?
Cambiando la dirección de los favores; haciendo, con mucha maña, que
parezca que hacemos un favor cuando en realidad lo estamos recibiendo.
Esto se logra premiando al otro en el momento en el que obtenemos su
ayuda. Por ejemplo, haciendo que el hecho de que nos otorgue un beneficio
sea en realidad un honor para nuestro benefactor. Las personas que tienen
un cargo importante lo tienen más fácil: cuando les hacemos un favor, su
agradecimiento público, manifestado con pompa y boato, es ya un favor
devuelto para nosotros. Cuando no tenemos la suerte de ser tan importantes,
se necesita mucha habilidad para lograr este efecto. Hay personas que, al
recibir ayuda ajena, actúan de manera que parece que los otros cancelan una
deuda al hacerlo. El otro se queda con la duda de quién hizo el favor a
quién. Esto se puede lograr, por ejemplo, elogiando a nuestro bienhechor,
ya sea alabando su generosidad y su altruismo, ya sea ensalzando su gusto
en el regalo que recibimos. Cuando premiamos de este modo la bondad del
otro por hacernos un favor, cancelamos —aunque sea un poquito— nuestra
deuda de gratitud. Cuidado, que el otro también puede hacernos caer en esta
pequeña trampa. Si se requiere de mucha destreza para lograr el truco, se
requiere aún más para descubrir la maña en el otro, pues sus elogios pueden
cegarnos en ese momento. Deshaz el engaño y recupera el beneficio que se
te debe devolviéndole al astuto sus elogios. Es decir, si cuando das un favor,
el otro se deshace en elogios y zalamería, devuélvele toda la miel y deja en
claro el gusto que te da en otorgarle un favor.
Si bien no es conveniente acumular deudas de gratitud para con los
demás, a veces te será necesario solicitar favores a los demás. Para pedir a
aquellos que siempre tienen el no en la boca hay que tener mucha maña. En
primer lugar, hay que agarrarlos de buen humor, pues es cuando están
alegres cuando se permiten dar favores. Si te enteras de que ese día ya se le
ha negado a alguien más, no hay nada que hacer; retírate y espera con
paciencia otra oportunidad.
A los amigos hay que saber utilizarlos. Claro, en el buen sentido de la
palabra. Hay que saber apoyarse en ellos cuando la ocasión lo demande.
Pero cuidado con abusar de su confianza pues el apoyo que de buen corazón
nos ofrecen no es infinito. Si pedimos su ayuda incluso para las cosas más
insignificantes, pronto se hartarán de nosotros. Y puesto que el auxilio y los
favores de nuestros allegados es un bien precioso, vale más saber conservar
a las personas que las posesiones materiales. He aquí un ejemplo de la vida
real. Como reconocido instructor de oratoria, José tenía algunos clientes
influyentes y poderosos que poseían altos cargos en la política. Al cabo de
varios años de clases, la frecuencia de las relaciones estableció verdaderos
vínculos de amistad entre José y estas personalidades, lo que le daba a José
cierta sensación de importancia y falso estatus. Cuando algunos de estos
políticos le regalaban a José asientos en un palco en la ópera, o cenas en
restaurantes exclusivos, José se sentía en las nubes. No paraba de hablar a
los demás de sus relaciones con “el Poder”, de su amistad con Mengano o
Zutano. Su falsa sensación de importancia, con la necesidad de mantenerla
de cara a los demás, fue creciendo sin medida, lo que lo llevó a solicitar
favores a sus influyentes amigos cada vez con mayor frecuencia. “¿Tendrás
otra cena gratis en x restaurante? Quiero llevar a mi novia”; “¿Me ayudarías
a ahuyentar a este agente de tránsito? Me quiere multar por una nadería”;
“¿Irás a la ópera este fin de semana? ¡Darán Carmen!”. Por supuesto, los
influyentes amigos de José comenzaron a cansarse de él. Lo comenzaron a
ver como una mediocre sanguijuela que se aprovechaba de sus relaciones.
Poco a poco fueron ausentándose de sus cursos pretextando falta de tiempo
o cualquier otra razón. Uno a uno, todos terminaron abandonando a José y
sus cursos perdieron el brillo que solían tener.
Los grandes amigos son para las grandes ocasiones. Nunca emplees
mucha de la confianza que se te tiene en cosas sin importancia, pues es un
desperdicio además de un abuso. Si el asunto puede resolverse sin ayuda, es
mejor no pedirla. Si piensas que, aunque el problema es insignificante,
necesitas un poco de ayuda externa, entonces pídela, pero procura premiarla
con otro favor o con una pequeña recompensa de manera que el otro no vea
la gratuidad de su apoyo. Procura requerir, pues, lo menos posible de la
ayuda de los demás, pues es un recurso escaso que puede perderse
totalmente si se abusa de él.
Otra de las ventajas de otorgar favores y ayuda a los demás es que
reforzamos así la dependencia que ellos tienen hacia nosotros, sobre todo si
para ello nos valemos de un talento difícilmente remplazable. Aquí el
agradecimiento ajeno se convierte en verdadera dependencia. Pues, ¿quién
es más sagaz, el que logra que la gente le esté agradecida o el que consigue
que le necesiten? Quien está agradecido con nosotros, o pronto lo olvida, o
se sentirá en deuda, por lo que pronto nos rehuirá. Quien depende de
nosotros, por el contrario, no solo nos buscará, sino que nos apoyará en
todas las dificultades por una sencilla razón: de nuestra suerte depende la
suya. Quien necesita de nosotros no dejará de correspondernos y de
estimarnos. No así el que queda satisfecho con nuestros favores, pues
enseguida nos volverá la espalda. Por eso es necesario mantener necesitados
a quien queramos tener bajo nuestro control sin satisfacer nunca su ansia. El
astuto está atento a aquello que las personas más parecen necesitar para
dárselo luego a cuentagotas. ¿La amada quisiera sentirse bella? ¿El patrón
inseguro necesita halagos? Dáselos, pero sin satisfacer nunca del todo su
necesidad. Podemos hacernos necesarios por nuestro dinero, por nuestro
talento o por nuestros conocimientos. Esta es la importancia de hacernos
necesarios. Hacer que los demás dependan de nosotros, que nos quieran y
nos necesiten es una de las mejores formas de hacer que los demás hagan lo
que queramos. Si los demás son incapaces de funcionar sin nosotros, es más
probable que nos lo retribuyan con algo a cambio. Quienes dependen de
nosotros tratarán de tenernos contentos, así que procurarán complacer
nuestros deseos y peticiones.
Se dice por ahí que en el mundo de la empresa todos somos
prescindibles. En buena medida, esto es cierto. El mundo laboral está tan
competido que para cualquier puesto puede encontrarse pronto un sustituto.
Sin embargo, eso no quita que podamos darle a nuestros superiores buenas
razones para que se lo piensen dos veces antes de ponernos en las listas de
recorte de personal. Para ello tenemos que hacernos tan indispensables
como podamos, utilizando para ello algún talento o habilidad difícil de
reemplazar. Hacer que los demás dependan de nosotros, que nos quieran y
nos necesiten es la mejor forma de hacer que los demás hagan lo que
queramos. Esto cae dentro de la ley de la reciprocidad: si los demás son
incapaces de funcionar sin nosotros, es más probable que nos lo retribuyan
con algo a cambio. Por lo general (y como mínimo), en el mundo de la
empresa se nos compensa con la permanencia en nuestro trabajo. Pero
también quienes dependen de nosotros tratarán de tenernos contentos, así
que procurarán complacer nuestros deseos y peticiones.
Esto se ve muy bien en las relaciones amorosas en las que la
dependencia emocional está presente. El amante que depende del cariño de
su pareja para sentirse bien es el más complaciente del mundo, incluso si
sus atenciones van en contra de sus propios intereses. La dependencia
emocional en las parejas es, por supuesto, algo con lo que cualquier
terapeuta estaría en contra, pero es un buen ejemplo en la medida en que
nos muestra cómo funciona la dependencia. Quien es dependiente no solo
desea que el objeto de su dependencia permanezca cerca, sino que hará todo
lo posible para que así sea. De aquí que tendamos a ser complacientes y
obsequiosos con aquellos a quienes necesitamos. Acatamos su voluntad y
nos subordinamos a sus deseos precisamente para no poner en peligro una
relación sin la cual no funcionamos.
De modo que, si logras que tu jefe dependa de ti, en cierto modo los
papeles se invierten: no funcionará sin tus servicios, así que le será muy
difícil privarse de ti. Es como cualquier adicción: el cuerpo se habitúa tanto
a la sustancia adictiva que privarse de ella causa un tremendo malestar. Esto
se traduce en control. Si logras hacerte necesario y crear así una relación de
dependencia, podrás lograr que el otro haga lo que tú quieres. Cuando se
habla del ‘poder detrás de la silla’, se hace referencia al poder y el control
que ejerce algún subordinado sobre el líder. Y este control no es otra cosa
que dependencia.
Lo contrario también es cierto: en general, cualquier cosa de la que
dependamos ejerce poder sobre nosotros. La libertad, en este sentido, está
en relación inversa con la dependencia. Mientras menos cosas necesitemos,
más libres seremos. De la misma manera que es conveniente hacer que los
demás dependan de nosotros, nos conviene depender lo menos posible de
los demás. Cuando dependemos de los otros, es más fácil que ellos puedan
impedir nuestro desarrollo, pues la dependencia ejerce sobre nosotros un
poder del que solo se puede escapar funcionando sin ellos.
Es fundamental entender la ley de la dependencia. Nosotros, como seres
humanos, dependemos de una infinidad de cosas. Sin aire, sin agua, sin
alimentos, moriríamos. De ahí que nuestra naturaleza dependiente tenga que
procurarse estos recursos durante todo el transcurso de nuestra vida.
Cuando somos niños, dependemos en todo de nuestros padres y por ello
estos tienen sobre nosotros un poder casi absoluto, poder que nos empieza a
pesar cuando nos empezamos a volver más independientes hasta que,
finalmente (cansados de seguir viviendo bajo su autoridad), nos volvemos
totalmente independientes y dejamos el nido.
Volviendo al aspecto amoroso, quien es dependiente emocionalmente es
más propenso a sufrir en la relación, pues será más proclive a los celos
injustificados o al temor irracional de perder a la persona amada. En el
ámbito laboral encontramos la misma ley, pues cuando dependemos de un
salario, la empresa para la cual trabajamos tiene un poder inmenso sobre
nosotros. Ser independiente económicamente es, por esta razón, algo
liberador, pues somos nosotros quienes decidimos sobre nuestros horarios,
días de descanso e incluso sobre el monto que queremos ganar. En una
palabra, dependencia es esclavitud, independencia es libertad.
Por ello es inteligente no poner todos los huevos en una canasta. Astuto
es quien multiplica sus recursos de manera que no dependa de uno solo.
Cuando hablamos de fuentes de ingresos, todos sabemos lo riesgoso que es
depender de un solo trabajo. Si te despiden, todo se acabó. En estos tiempos
en los que es fácil tener otras fuentes de ingresos fuera de la principal
(sobre todo con el advenimiento de internet), no dudes en multiplicarlas. Y
esto no solo aplica con los ingresos: las fuentes de provecho, de placer y de
favores también tienen que variarse. Cuando inviertes en la bolsa de
valores, no pones todo en una sola acción, sino en varias, ¿no es así?.
Diversificas tu cartera. Cuando tienes documentos importantes que guardar,
haces un respaldo en otro medio de almacenamiento. Es prudente no tener
solo un banco, como es listo quien no tiene solo un abogado o quien recurre
a más de un diagnóstico médico cuando la enfermedad es seria. De igual
manera, tus círculos sociales deberán ser lo más amplios posibles, sobre
todo aquellos en los que puedas brindar favores a los demás y recibirlos
cuando los necesites. En definitiva, el arte de vivir del astuto demanda
duplicar y triplicar las fuentes de recursos vitales, pues la suerte es frágil y
puede traicionarnos en cualquier momento y para ello lo mejor es la
prevención.
Hablábamos antes del autocontrol. El autocontrol implica discreción y
circunspección en las palabras. Por eso se dice que la reserva es la marca de
la inteligencia. Ahora bien, si nos equivocamos, no hay que insistir en el
error. Cuanto te equivoques y te des cuenta de ello, reconoce tu error y
rectifica. Parece algo obvio, pero hay personas que, aun dándose cuenta de
su error, se sienten obligadas a defenderlo contra viento y marea. Ven el
error, pero exteriormente lo defienden y hacen como si estuvieran en lo
correcto. Proceder así es claramente una necedad, pues convierten su error
en una obligación. ¡Cosa ridícula! Una cosa es ser despistado, imprudente o
descuidado, y otra muy diferente ser un necio. No persistas en tu torpeza
inicial; no seas constante en la impertinencia.
Recuerda que las palabras tienen un poder inmenso, para bien y para
mal. Como dice Gracián:
Las saetas atraviesan el cuerpo y el alma las malas palabras. Una buena pastilla
hace que huela bien la boca: saber vender el aire es una muestra de perspicacia. La
mayoría de las cosas se paga con palabras. Ellas solas pueden realizar imposibles.
Los negocios se hacen con aire y son aire. El aliento del superior alienta mucho.
Siempre hay que tener azúcar en la boca para endulzar las palabras, pues saben
bien hasta a los enemigos. El único medio para ser amable es ser apacible.[26]

Hay que hablar, pues, con prudencia. Como dice el refrán, «La lengua es
una fiera: si se suelta una vez, es muy difícil volver a encadenarla». Soltar
las palabras es fácil, siempre hay tiempo para ello. Para retirarlas, en
cambio, aún no existe método alguno. Por ahí se dice que habría que hablar
como en los testamentos: mientras menos palabras, menos pleitos. Mientras
menos hablemos, menos estaremos propensos a ser objeto de malas
interpretaciones. Hay que ser, pues, muy cautelosos con lo que decimos.
Muchas veces la verborrea provoca males sin término. El locuaz es siempre
tenido por atolondrado e irreflexivo. Quien guarda silencio, en cambio, crea
sobre sí un aura de misterio y es respetado, pues el secreto colinda con lo
divino.
Es cierto que en nuestras sociedades occidentales la libertad de opinión
se aprecia y se respeta. De hecho, está mal visto que uno se adapte siempre
a la opinión ajena. Con todo, en ocasiones vale la pena ser un poco
camaleónico y no discrepar con los demás. Hay que guardarnos muy bien
de decir exactamente lo que pensamos, sobre todo cuando lo decimos a un
público muy amplio. Nuestros pensamientos y sentimientos más veraces
hay que reservarlos para nuestro círculo más íntimo. Con el gran público la
persona astuta es más discreta, más adaptable y complaciente. Pues la
simpatía de los demás la podemos ganar no solo con generosidad, sino
simplemente asemejándonos a sus gustos y opiniones. Para ganarse a todos,
hay que saber observar y ajustarse a la personalidad de cada uno según
convenga. Esto es más fácil para quien tiene amplios conocimientos y
refinada cultura, pues así es más sencillo adaptarse a la gente llana. Lo
contrario es imposible y por ello la persona astuta procura instruirse y tener
gustos refinados.
Evita también corregir los errores de los demás en las conversaciones,
ya se trate de la pronunciación de una palabra o de un lapsus línguae. Puede
que actúes con buena intención, pero el otro con toda seguridad se sentirá
humillado, sobre todo si hay más personas presentes. Recuerda, la gente se
ofende con mucha facilidad y el ofensor nunca sale indemne. Como dijera
alguna vez Schopenhauer, “El hombre que llega al mundo con la idea de
que instruirá a todos en temas de la más alta importancia podrá agradecer a
su buena estrella si escapa con vida”. En la vida hay que llevar una máscara
o, mejor dicho, muchas máscaras, una para cada ocasión. La libertad de
expresión total es algo socialmente imposible. Lo que no quiere decir que te
vuelvas un hipócrita. Lo único que se requiere es que no seas tan franco que
llegues al descaro y la insolencia.
Si te encuentras con gustos u opiniones diferentes a las tuyas, no te
apresures a decir “Eso es una mierda, deberías escuchar (pensar, ver, leer,
opinar, creer) esto que es mil veces mejor”. Quien así habla es
verdaderamente odioso y no se gana la simpatía de nadie. Son individuos
que sienten una imperiosa necesidad de demostrar la superioridad de sus
gustos y sus opiniones. Su soberbia ofende y fastidia a los demás. En lugar
de juzgar y criticar, calla. Si vas a hablar de lo que a ti te gusta, exprésalo
como una recomendación. Si quieres decir tu opinión sobre algún asunto
candente, dilo como una sugerencia, como una posibilidad sobre la cual ni
Dios sabe cuál es la verdad. En estos tiempos en los que los temas políticos
y económicos provocan tanta división entre las personas, es mejor no ser
confrontativos y ásperos en nuestros juicios. No digo que no expresemos
con libertad nuestros juicios y opiniones, después de todo las democracias
se construyen en los disensos y en la discusión abierta de los temas que
interesan a todos. Pero esto no quiere decir que tengamos que ser secos,
rígidos e intratables a la hora de discutir. Es mejor buscar coincidencias.
Busca el consenso, los puntos en común. En lugar de ser un peleón
insociable, conviértete en un mediador.
Si el asunto es de mucha importancia y tu suerte pende de un hilo, oculta
tus verdaderos pensamientos y vístete con el camuflaje de las ideas
convencionales. Los individuos más sagaces aprenden pronto que pueden
mostrar un comportamiento común y expresar ideas convencionales sin
tener que creer en ellos. En algunos círculos puede que incluso tengas que
ser el abogado más celoso de las ideas que ahí se tienen. En grupos en los
que predominan ideas y comportamientos ortodoxos y en donde todo
disidente es censurado y castigado como a un hereje, la mejor manera de no
levantar sospechas es guardar las apariencias y adecuarse al contexto.
Aunque aquí sostenemos que la persona verdaderamente astuta tiene
muy poco que ver con la mentira y el engaño del manipulador, también es
cierto que la ausencia total de mentira y engaño en una persona es, si no
imposible, por lo menos muestra de credulidad y candidez excesiva. No hay
que ser tan buenos que permitamos a otros ser malos a nuestra costa, pues
nada es más fácil de engañar que un hombre de bien. Hay que alternar la
astucia de la serpiente con la candidez de la paloma, como decía Jesús, pues
no solo el necio se engaña, sino también quien es demasiado bueno. Sobre
todo, tenemos que ser muy cautos y sagaces frente a la astucia de los
demás, pues muchos se aprovecharán de nosotros si confiamos demasiado
en ellos.
Y es que la sinceridad absoluta tal vez valga para las relaciones íntimas,
los amigos cercanos, la familia. En el juego de la astucia, sin embargo, es
inadmisible. De hecho, ni siquiera en nuestras relaciones más cercanas
somos totalmente sinceros. Ofenderíamos a todo el mundo si lo fuéramos.
Es más prudente medir y elegir bien nuestras palabras, dorar la píldora,
callar verdades hirientes.
El engaño y el disimulo es una estrategia frecuente en el reino animal.
Muchos animales emiten señales falsas para engañar a individuos tanto de
la propia especie como de otras. Hablamos de engaño animal cuando el
emisor de un mensaje falso pretende con ello modificar el comportamiento
de otro individuo en beneficio propio. Las tres clases de engaño en el
mundo animal se pueden englobar en tres clases principalmente: el engaño
táctico, el mimetismo y el camuflaje. Tenlas bien presentes pues también
son útiles en el mundo humano.
Hay muchos mentirosos y tramposos entre los animales, pero las sepias
son maestras del engaño. Son capaces de cambiar de color gracias a un tipo
de células especiales en su piel: los cromatóforos. En la Sepia plangon, una
especie que vive en los mares de Australia, el engaño llega al descaro.
Cuando un macho nada entre una hembra a su izquierda y otro macho a su
derecha, le emite a la hembra, con la parte izquierda de su cuerpo, señales
de macho, mientras que al competidor le emite señales de hembra. ¡Muy
astuto! Cuando pases por un estanque repleto de ranas croando, escucha con
atención. Es probable que varias estén mintiendo. El croar está directamente
relacionado con el tamaño de la rana. Un croar grave indica a las ranas
vecinas que es una rana grande la que lo emite. “Ni te acerques a mi
territorio, flacucha —dice este corpulento croar—: perderías fácilmente en
un combate limpio”. Pero hay ranas pequeñas que han aprendido a croar en
un tono más grave que el que correspondería a su tamaño. Son ranas más
débiles y mentirosas, pero finalmente intimidantes. Más vale maña que
fuerza.
Y es que la selección natural parece favoreces una mezcla de verdad y
mentira. Algunas mariposas, por ejemplo, desarrollaron los mismos dibujos
en sus alas que las mariposas venenosas para ahuyentar a los pájaros. Y
hablando de pájaros, los alcaudones tienen un llamado especial para avisar
a sus compañeros de la presencia de depredadores. Pero a veces, cuando la
comida es escaza, los alcaudones utilizan este llamado como falsa alarma
con el propósito de alejar a sus compañeros de la comida. ¡Qué bribones!
Como puedes ver, la mentira está muy extendida en el reino animal y el
homo sapiens no es la excepción. La historia humana está plagada de
engaños y mentiras, algunos célebres, otros infames. Desde el caballo de
Troya del astuto Ulises, hasta el caso Watergate en el mandato de Richard
Nixon. Como en el reino animal, el humano también tiene la necesidad
biológica de fingir para sobrevivir. Esto es lo que sostenía el filósofo
alemán Friedrich Nietzsche en uno de sus ensayos de juventud más
provocativos, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. En él,
Nietzsche proponía que, por razones de seguridad social, los seres humanos
hemos adquirido el compromiso moral de «mentir gregariamente». De la
misma manera que el croar mentiroso de las ranas o la piel engañosa de la
sepia, el intelecto humano tendría el principal fin de conservar al individuo
y a la especie. Puesto que no tenemos la fuerza de nuestra parte para
defendernos de las enormes fuerzas antagonistas de la naturaleza, lo que
utilizamos es nuestra inteligencia, esto es, nuestra astucia, muchas veces
expresada en el engaño, la farsa y la escenificación. Cito a Nietzsche:

El intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas


principales fingiendo, puesto que este es el recurso merced al cual sobreviven los
individuos débiles y poco robustos, aquellos a quienes les ha sido negado servirse,
en la lucha por la existencia, de cuernos o de la afilada dentadura del animal de
rapiña. En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el
engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del
brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la
escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo
incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que
apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre
los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad.[27]

Así pues, no te sientas mal si no eres siempre totalmente sincero. La


honestidad absoluta está sobrevaluada y en ciertos casos de hecho puede
quedar del lado de lo no-ético. Es mejor que la gente no escucha ciertas
cosas, de otro modo serías ofensivo e imprudente. Por otro lado, ser
totalmente transparente te hará tan aburrido y predecible que pocos te
respetarán. Y lo que es más grave, revelar tus intenciones y tus planes de
acción —como vimos anteriormente— facilitará las cosas a tus
competidores, adversarios o enemigos que quieren verte caer. Ya lo
decíamos en un apartado anterior: hay que servirse de falsos objetos de
deseo y de las segundas intenciones.
Inversamente, también es astuto adivinar las segundas intenciones en los
demás. Sé inteligente y observa con cautela las verdaderas intenciones de
aquellos con quienes tratas, pues a veces hay que entender exactamente lo
contrario de lo que los otros quieren que entendamos. Hay que saber “leer
entre líneas”, captar el doble juego de los otros. Para ello el astuto no tiene
otra arma que la reflexión. La razón actúa siempre como un poderoso lente
que deduce de las apariencias la verdad oculta. Ponle cabeza. Reflexiona
sobre todos aquellos asuntos en donde te parezca ver gato encerrado y la luz
de tu razón te descubrirá pronto la verdad. También tendrás que recurrir a la
gente que está de algún modo involucrada en el caso, razón por la cual es
muy útil hacerse de aliados en todas partes. Pregunta, investiga un poco
entre tus conocidos y descubrirás pronto las segundas intenciones de
quienes te quieren engañar.
Según algunos estudios, las personas pueden llegar a decir entre diez y
doscientas mentiras al día.[28] ¡Doscientas! Somos tan mentirosos como los
más embusteros del reino animal. Esto significa que en nuestras
conversaciones cotidianas con los demás somos engañados docenas de
veces. La mayoría de ellas son intrascendentes, pero muchas de ellas no lo
son. Mantente despierto, sé perspicaz y aprende a identificar todas las
pequeñas mentiras que los demás te dicen para dejarte tranquilo. Con un
poco de razón podrás ver más allá de lo evidente.
Y si no es suficiente la razón, prueba con la adivinación. Por lo general
las personas nos mienten en asuntos que nos pueden decepcionar o sobre
acciones de las que podemos pensar mal. Hay que aprender a entender, más
allá de las palabras, a los corazones, esto es, a las verdaderas intenciones.
Como decía Heráclito, a la Naturaleza le gusta ocultarse. Esto quiere decir
que lo que realmente sucede en cualquier situación no es obvio a primera
vista. La verdadera naturaleza de las personas se viste muchas veces de
apariencia y la verdad es dicha siempre a medias. El astuto aprende a
observar para descubrirla donde se esconda y descifrarla. En pocas
palabras, quien es astuto dista mucho de ser crédulo, sobre todo si se trata
de promesas demasiado buenas para ser verdad. En esto no hay
conocimiento que supla a la experiencia. Aquí solo te puedo advertir que
los seres humanos se mueven por intereses propios y que pueden ser
(siempre lo han sido) muy perversos. Sin embargo, es solo la práctica de
estar atento a las segundas intenciones de los demás lo que te permitirá
aprender a no fiarse de las apariencias. Cada pequeño desenmascaramiento
que realices en este sentido te hará más hábil para detectar los embustes y
los engaños de los demás.
Cuando las aguas estén muy revueltas, es mejor retirarse a puerto seguro
y esperar a que se calmen solas. Cuando nuestros grupos de amigos,
familiares o conocidos pasen por episodios de caos y rencillas internas, lo
mejor es desaparecerse de la escena y dejar las cosas estar. Querer arreglar
las cosas es muchas veces contraproducente y solo logrará empeorarlo todo.
Muchas veces los males empeoran con los remedios. Como dice Gracián,
“el modo de sosegar los groseros torbellinos debe ser dejarlos de la mano y
esperar la calma; rendirse ahora al tiempo dará después la victoria”. Piensa
que cuando se enturbia un estanque de agua clara, esta no se volverá a
aclarar por más que lo intentemos, sino que hay que dejarla estar. La
persona perspicaz sabe, pues, identificar los asuntos en los que es mejor no
intervenir. Pues no hay mejor remedio para cierto tipo de problemas que
dejarles cumplir el camino que les traza su natural devenir. Con el tiempo,
caerán por su propio peso.
Ahora bien, a veces no es posible eludir los conflictos. Sobre todo
cuando se tiene un cargo importante con mucha responsabilidad, es
imposible darle gusto a todos y las cosas a veces no salen bien. En tales
ocasiones, cuando la malevolencia de nuestros oponentes se ensaña con
nuestros errores, los líderes astutos, aunque por formalidad aceptan la
responsabilidad de los desaciertos, siempre tienen un chivo expiatorio a
quien culpar. Esta figura del chivo expiatorio, que sirve de escudo humano
contra las críticas y los ataques, casi nunca es gratuita. El líder sagaz lo
selecciona por su legítima culpabilidad, o porque ha cometido errores
similares en el pasado, o incluso por su mera debilidad e incapacidad para
rechazar las acusaciones con fuerza y convicción. En los equipos de trabajo
siempre hay un eslabón débil, algún perezoso, algún tramposo. En caso de
fracaso grupal, es común (y muchas veces conveniente) que sea él quien se
convierta en el blanco de los errores por su propia indolencia y necedad, y
la persona astuta sabrá desviar a este testaferro del fracaso los males que de
otra manera habrían perjudicado a todos.
Si el conflicto es demasiado grave y eres acosado por tus enemigos,
escóndete, pero hazlo con astucia. Espero que nunca te veas en la posición
de ser perseguido por un enemigo de manera violenta, pero —como decía
cierto biólogo— la vida es roja en uñas y dientes y los humanos no estamos
exentos de sufrir persecuciones dentro y fuera de la ley. Piensa en los
acosos y los hostigamientos a los que se ven sometidos los migrantes, las
mujeres que sufren maltrato, la comunidad LGBT, los exiliados o los
ciudadanos de regímenes totalitarios y genocidas. En el mundo abundan los
cazadores y cada uno de ellos representa un peligro vital. Como
perseguidos, probablemente tendremos un escondite. Pero quien nos
persigue no tardará mucho en encontrarnos, por lo que lo inteligente aquí es
tener por lo menos tres escondites y confundir a nuestro cazador llevándolo
siempre a una madriguera vacía.
Haz nacer en los demás el aprecio hacia ti

El hombre pacífico tiene larga vida y la astucia nada mejor en las calmas
aguas de la paz. Es más inteligente vivir pacíficamente que estar pleiteando
y discutiendo todo el tiempo y con todo mundo. Vive y deja vivir; no te
preocupes de lo que no te importa y no te tomes todas las cosas tan en serio.
Oír, ver y callar. Pues no es muy inteligente tener malas maneras y ser de
trato difícil. Una cosa es el qué y otra cosa es el cómo: el último debe
facilitar el primero. Pues incluso cuando se tiene la razón y nuestra petición
o reclamo es justo, los malos modos pueden echarlo todo por la borda.
Los buenos, por el contrario, todo lo remedian. Sé diestro en el arte de
endulzar las negativas, los reclamos y las feas verdades con maneras
simpáticas que agraden a todos. Cualquier situación difícil de la vida puede
solucionarse con un comportamiento cortés. Nuestros conocimientos,
habilidades y cualidades nos forjarán nuestra reputación, y ser benévolo y
generoso con todos nos granjeará el afecto de los demás. A veces vale más
el afecto de los demás que su admiración. Es lo que se conoce como tener
don de gentes, algo que tiene que ver con el carisma natural y la buena
estrella de la persona, pero que se puede también trabajar mediante la
cortesía y la generosidad. El secreto está en tener siempre buenas palabras
para los demás, pero más aún mejores acciones. Amar para ser amado. Si
quieres dar siempre una buena primera impresión, sonríe. Más que un buen
atuendo, la sonrisa es nuestra carta de presentación más importante. Una
sonrisa sincera, que nazca del corazón, dice “Hey, usted me agrada, que
gusto verlo”. La sonrisa no cuesta nada y tiene un extraordinario poder.
Para ganarnos el apoyo de los otros y evitar su malevolencia, nada como
hacer y hablar de lo que a ellos les agrada. Hay que concebirse a sí mismo
como una fuente de placer y obtener placer también de ello. Pues para quien
tienen un alma grande, produce más placer hacer el bien que recibirlo. Se
influye mejor y de manera más directa en los demás con el premio que con
el castigo. Cuando haya que castigar, se debe procurar hacerlo a través de
un intermediario, de manera que el rencor y la malevolencia que el castigo
indefectiblemente provoca no recaiga sobre la verdadera causa sino sobre el
instrumento.
Todos conocemos a algún yoista: es la persona que solo sabe hablar de
sí misma. “Yo esto, yo lo otro, yo siempre y para toda la eternidad”. Son
fastidiosas, ¿no es cierto? Van por la vida tratando de hacer que los demás
se interesen por ellas sin lograr otra cosa que repeler a todos. Y nunca
escuchan; están tan interesados en seguir hablando de sí mismos... Ya lo
dijo Dale Carnegie:

Si quiere usted que la gente lo eluda y se ría de usted apenas le vuelve la espalda, y
hasta lo desprecie, aquí tiene la receta: Jamás escuche mientras hablen los demás.
Hable incesantemente de sí mismo. Si se le ocurre una idea cuando su interlocutor
está hablando, no lo deje terminar. No es tan vivo como usted. ¿Por qué ha de
perder el tiempo escuchando su estúpida charla? Interrúmpalo en medio de una
frase [...] Majaderos, esto es lo que son: majaderos embriagados por su propio yo,
ebrios por la idea de su propia importancia.[29]

Hablar todo el tiempo de uno mismo significa que en el fondo pensamos


que los demás no son importantes, o que por lo menos no son tan
importantes como nosotros. Cuando solo hablo de mí mismo, les digo
“Aquí el tema interesante soy yo, ¿por qué no escuchamos algo de lo que yo
tengo que decir?”. Pero créeme, el otro casi nunca está interesado en
escuchar nuestras aventuras. Prefiere hablar de las suyas, por lo que
escucharte hablar y hablar será para él un suplicio. Sentirán, además, que
les impones injustamente la etiqueta de “Inferioridad”; te verán con rencor
y antipatía incluso cuando escondan estos sentimientos detrás de una
sonrisa. Así es, el grueso de las personas no tiene ningún interés ni por ti ni
por mí. Se interesan solo por sí mismas, por sus necesidades y problemas,
desde que sale el sol hasta que se pone. Incluso en sus sueños las personas
se interesan solo por sí mismas. ¿Para qué hablarles interminablemente de
nosotros tratando de impresionarlas? Tratar de hacer que la gente se interese
por nosotros es una tarea inútil.
Paradójicamente, el único medio para que las personas se interesen por
ti es que tú te intereses por ellas. Piénsalo: “Nos interesan los demás cuando
se interesan por nosotros”, afirmaba el poeta romano Publilio Syro. Para ser
interesante, hay que interesarse. No se obtienen amigos tratando de
impresionar a los demás con nuestros conocimientos, habilidades o
posesiones materiales. Los amigos se obtienen cuando mostramos un
genuino interés en sus vidas, dedicándoles tiempo, prestándoles nuestra
ayuda, saludándolos con entusiasmo y dándoles siempre un trato cordial y
afectuoso. Y cuando estés con ellas, no hables de ti mismo, habla de lo que
al otro le interesa, de lo que le preocupa. Te enterarás de muchas cosas,
conocerás a las personas a fondo, comprenderás la naturaleza humana. Esto
es mucho más interesante que hablar interminablemente de sí mismo. No se
obtiene nada con ello, ni interés por parte del otro, ni conocimiento nuevo.
Esto, por supuesto, no quiere decir que te encierres en el mutismo
cuando los demás honestamente te preguntan detalles de tu vida. Responde
con naturalidad al interés que los demás demuestren por ti, pero sé lacónico
y no le des nunca mucha importancia a tus respuestas. Dale la vuelta a la
conversación y enfócate en lo que a tu interlocutor más le interesa: él
mismo. Estará encantado de poder tener a alguien como tú, que escucha y
se preocupa por él, que se interesa por lo que a él le interesa. Es un hechizo
que nadie puede resistir.
Quien es astuto conoce el arte del buen dejo, es decir, da más
importancia a los finales que a los comienzos. Cualquiera puede hacer una
entrada lucida y aplaudida, eso es muy fácil. Mucho más difícil es acabar de
manera brillante. Como dice Guicciardini, “el punto no está en el vulgar
aplauso de la entrada, que todas son plausibles, sino en la general
aceptación de la salida, que son más raras”. Una entrada demasiado vistosa
genera expectativas que luego es difícil satisfacer. Que tu entrada —a las
reuniones, a los proyectos, a lo que fuere— sea siempre modesta. Por el
contrario, cuando hayas acumulado algunos triunfos y notoriedad en la
situación en la que te encuentres, retírate a tiempo y deja una buena
impresión. En los deportes y —de manera mucho más trágica— en la
música, el buen dejo se ve con mucha claridad. La gloria está reservada
para quienes supieron retirarse antes de que la fama y la fortuna les dieran
la espalda.

Es una máxima de los prudentes —afirma Gracián— dejar las cosas antes de que
ellas los dejen. Uno debe saber hacer un éxito de la muerte misma. A veces el sol,
con buena luz, suele retirarse a una nube porque no le vean caer, y deja con la duda
de si se puso o no. Se deben evitar los ocasos para no reventar de desaires. Que no
aguarde a que le vuelvan las espaldas, pues le sepultarán vivo para su propio
sentimiento y muerto para la estima. El prudente jubila con tiempo al caballo de
carreras y no aguarda a qué, cuando caiga, se rían en medio de la prueba.[30]

Recuerda que la disminución en la oferta de un producto o servicio


incrementa su valor. Al contrario, si hay demasiada oferta, el valor
disminuye. Lo mismo ocurre con nuestra presencia y nuestra ausencia en el
mercado humano. No es bueno aislarse de los demás y ser un ermitaño,
pero el extremo opuesto tampoco es recomendable. Lo mejor es consolidar
nuestra presencia en un grupo o equipo, hacernos hasta cierto punto
imprescindibles o lograr que dependan de nosotros en alguna medida, y
luego dar un paso atrás y hacerles notar nuestra ausencia. La retirada
planeada, lo mismo que el buen dejo, causa una poderosa impresión en los
demás.
Cuando tomamos posesión de un objeto de deseo, lo normal es que nos
haga feliz un tiempo y luego lo demos por sentado. Ese nuevo teléfono
móvil de gama alta que nos regalamos de cumpleaños nos tuvo locos y
enamorados un mes… luego se convirtió simplemente en “nuestro
teléfono”. Es la «adaptación hedónica» de la que hablábamos en un capítulo
anterior, proceso que consiste en desear algo, alcanzarlo, disfrutar del placer
de poseerlo, para finalmente acostumbrarse a él… y empezar el proceso de
deseo una vez más. Pero supongamos que cada quince días tuviéramos que
prescindir de nuestro nuevo teléfono y volver a nuestro aparatejo viejo —
digamos— por una semana completa. Entonces lo valoraríamos más cuando
lo tuviéramos y lo anhelaríamos cuando no, ¿no es cierto? Pues lo mismo
pasa con las personas. Cuando alguien que nos es querido se va de pronto,
tomamos plena consciencia del valor que tiene para nosotros. Mientras no
sea así, su presencia la damos por sentada y perdemos la perspectiva de su
importancia. Muchas novias se dan plena cuenta del valor y la importancia
de su pareja en sus vidas cuando sus amados tienen que irse un año al
servicio militar. Y qué no diremos sobre aquellos que nos dejan para
siempre: es cuando parten que tomamos consciencia del peso y su
trascendencia en nuestras vidas. (Esta es la razón, por cierto, de que algunas
celebridades finjan su propia muerte). Si amenazas con marcharte para
siempre —por ejemplo, porque buscarás oportunidades laborales en otro
país—, despertarás inmediatamente el respeto en los demás y el temor de
perderte. Si cumples la amenaza y te vas por un tiempo prolongado, será
como una pequeña muerte en vida y tu regreso se celebrará como si
hubieras resucitado.
Es, pues, parte de la astucia aprender el arte de “morir” temporalmente
en el momento justo y por el tiempo que nosotros consideremos prudente.
El momento oportuno es, como dijimos, cuando nuestra presencia esté bien
consolidada en el grupo, cuando nos hayamos hecho en cierta medida
imprescindibles. El tiempo que durará nuestra ausencia variará según las
circunstancias, pero no tiene que ser tan largo que los demás comiencen a
olvidarnos.
Ahora bien, no se trata de quedarse en casa como un eremita solo para
que nos respeten más. Maneja tu esquema de presencias y ausencias con
varios grupos a la vez, de manera que, cuando queramos marcar nuestra
ausencia en alguno de ellos, puntuamos nuestra presencia en otro. De esta
manera matamos dos pájaros de un tiro: no solo no nos limitamos a un solo
conjunto de conocidos, sino que damos a entender que también en los otros
grupos se desea nuestra presencia. En los grupos de trabajo laboral puedes
utilizar la misma estrategia: si un departamento o grupo que valora tus
aportaciones te requiere para alguna reunión o proyecto, pretexta exceso de
trabajo o la agenda comprometida con otros grupos y proyectos. Pero
cuidado, esta medida tiene más riesgos en el mundo de la empresa pues en
muchas ocasiones se te exigirá “cumplir con tu deber”. Evalúa la situación
y emplea el esquema presencia-ausencia únicamente cuando no implique un
posible peligro.
No digas nada que pueda ofender a nadie que esté ausente, pues tus
palabras pueden repetirse en otra ocasión en la que seas tú el que está
ausente. Muchos hay que se confían y dicen cosas que en ese momento no
ofenden a nadie, pero que se repiten en otro lugar, frente a otras personas y
en formas que nunca se pueden prever. Son palabras que pueden
ocasionarte un gran daño, por lo que debes tener cuidado en tus
conversaciones y no desagradar incluso a quienes se encuentran ausentes.
En general, no hay que hacer nada que nos pueda causar un inconveniente
si no hay también una ganancia de por medio. Como es de necios crearse
enemigos sin razón, lo mejor es no hablar mal de nadie, ausente o presente,
a menos que sea necesario o haya una ventaja en ello. Además, hablar mal
de quien está ausente no solo es contraproducente, sino que es una práctica
de lo más baja y vil. Pues los presentes se preguntan, “Si acostumbra a
hablar mal de quien no está presente, ¿no hablará también mal de mí en mi
ausencia?”. Criticar y despreciar lo ausente es una muestra de mal gusto y
una señal inequívoca de un carácter vil y despreciable. Más astuto y de
buen gusto es elogiar a los ausentes, pues entonces los presentes sabrán que
serán objeto de estima en las ocasiones en las que les toque estar ausentes.
Por ello elogiar a los ausentes es una elevadísima forma de cortesía a los
presentes que, aunque muchas veces se recibe de manera inconsciente,
nunca es pasada por alto. Y el elogio sincero —abundaremos en ello más
adelante— es una herramienta esencial de la astucia.
Si no resistes la tentación de hablar mal del otro, ya sea por el desprecio
que le tienes o porque es necesario hacerlo, por lo menos ten el cuidado de
decir cosas que solo lo puedan ofender a él. No hables mal, por ejemplo, de
su país, de su familia o de sus amigos, pues —como dice Guicciardini, “es
una gran locura ofender a muchos si sólo quieres insultar a un hombre”.
Sobre todo, no te hagas fama de burlón. Los defectos de los demás no
deberían alegrarnos ni ser utilizados para alegrar a los demás. El chismoso y
el murmurador es aborrecido en todas partes. ¿De qué sirve enzarzarse en
una guerra de uno solo contra una multitud que más pronto que tarde
responderá con la misma moneda? Pues cada chisme que digamos de algún
ausente se nos regresará multiplicado, pero a nuestras espaldas. Por ello se
dice que “el que habla mal siempre oye peor”. Lo mismo puede decirse de
las burlas cuyo objeto es el otro, incluso cuando está presente. El ingenio
que es a costa de los demás es uno de los ingenios más fáciles y pobres que
hay. Puede que provoque risas al principio, pero a la larga será más odioso
que gracioso. Quien es el objeto de nuestra burla tal vez fingirá que lo
soporta, pero en el fondo se sentirá herido en su orgullo y nos odiará en
secreto. Quien quiere ser graciosos a costa de los demás se acaba haciendo
muchos enemigos que, o lo evitarán, o se vengarán de él de una u otra
forma.
Y con los superiores también hay que ser astutos para no volverlos
contra nosotros. Nunca cometas el error de ser el confidente de tu superior.
Los secretos que él te comparta no serán nunca un favor, sino una verdadera
carga. Cuando un superior te confía algo íntimo, no pasará mucho tiempo
hasta que se sienta incómodo porque viste algo de su intimidad. Entonces,
sin que tú sepas por qué, te tomará un odio secreto como aquel que rompe
el espejo porque le recuerda su fealdad. Cuando un poderoso comparte un
secreto personal contigo, inmediatamente obtienes poder sobre él por el
simple hecho de que revelar el secreto podría costarle caro. Esto pronto se
le hará insufrible y se volverá contra ti. En otras palabras, quien cuenta a
otro sus secretos se hace su esclavo. Cuando veas, pues, que tu superior
comienza a revelarte algo íntimo, escapa inmediatamente con cualquier
pretexto y mantén la distancia. Pues estas confianzas de amistad son muy
peligrosas y no pocos han caído en desgracia después de haber presumido
ser íntimo de su jefe. En resumen, con los superiores los secretos ni hay que
oírlos ni hay que decirlos.
Es conveniente también evitar que nuestros superiores se sientan
opacados por nuestros triunfos y sientan envidia de nuestra superioridad. Si
nuestros logros hacen ver pequeño a nuestro jefe, estos le resultarán
odiosos, lo que podría resultar fatal para nuestra posición. Trata de que tus
ventajas siempre parezcan despreciables. Disimula tu superioridad. Si una
mujer hermosa entra en la sala engalanada y maquillada, pareciendo modelo
de revista, despertará las envidias y las habladurías de todas las demás,
provocando su caída. Si, en cambio, disimula su belleza con un poco de
desaliño, despertará la admiración, el respeto y la buena voluntad de sus
competidoras, pues no se sentirán aplastadas por su superioridad. Tampoco
en el ingenio ni en los conocimientos debemos avasallar a los demás, pues
pronto nos verán con odio y nos evitarán. Hay que darles solo una muestra
de nuestra superioridad y muy de vez en cuando. Esto bastará para infundir
pasmo y respeto.
Esto no solo vale en relación a nuestros superiores. En general, la
persona astuta prefiere no mostrarse más inteligente, ni culto, ni enterado
que los demás, pues esto lo volvería odioso a los otros y despertaría sus
envidias. A veces la astucia juega la carta de la ignorancia. A veces la
sagacidad consiste en pretender no ser sagaz, y fingir que se ignora es parte
de esa estrategia. Sobre todo cuando hablamos con necios e ignorantes
importa muy poco ser cuerdo y hablar con razón. Cuídate de pretender
destacar entre tus interlocutores. Adáptate al lenguaje de cada uno y
pretende ignorar aquello que en cada ocasión te convenga ignorar.
Existe, con todo, una excepción: es imprescindible superar al antecesor.
Cuando ocupes alguna vacante, cuida mucho de tener las aptitudes y
conocimientos necesarios y suficientes para superar a quien te precedió en
el puesto. De lo contrario, hay que poseer mucha pericia para que no nos
eclipse aquel a quien sustituimos. Hay que procurar siempre duplicar su
valor, pues incluso siendo iguales, él nos aventajará por haber sido el
primero. En este sentido, tratar de igualarlo implicará siempre superarlo.
Quien sustituye a alguien que se desempeñó con eminencia en su trabajo
está siempre en un aprieto, pues es difícil llenar un gran vacío. Si la vacante
es de mucha importancia y no estás seguro de tener las cualidades para
desbancar al otro de su alta reputación, lo más sensato es que evites
ocuparla.
En cualquier otro caso, mejor que presumir de tus talentos es
simplemente mostrarlos en acción cuando los necesites. Para cualquiera de
las habilidades y conocimientos que poseas, vale más ocultar sus orígenes
en la medida de lo posible. No expliques dónde aprendiste alemán ni cuánto
tiempo tuviste que dedicarle a dominar el idioma. No menciones que
asististe a muchos talleres de informática antes de ser un experto en
programación. No des muchas explicaciones, simplemente desempeña con
modestia tu talento. Cuando no descubrimos a los demás las causas reales
de nuestras habilidades y nuestros conocimientos, damos la impresión de
estar naturalmente capacitados para tales funciones. Hay que dar a conocer
nuestros talentos, pero sin dejar que sean comprendidos, pues esto
provocará en los demás algo parecido a la veneración. También es astuto no
permitir que los demás conozcan los límites de nuestras capacidades,
alimentando siempre la duda de hasta donde llegarán realmente nuestras
aptitudes.
Jorge trabajaba en el área de ventas de una empresa de lácteos. Poco o
nada tenía que ver su trabajo con el área de finanzas, y aunque él había
tomado varios cursos en ese campo, a nadie se lo comunicó. Sin embargo,
en una reunión con varias áreas de la empresa, escuchó que en el área de
finanzas estaban teniendo problemas con ciertas inversiones y Jorge no
dudó en dar su opinión al respecto. El gerente de finanzas solicitó al de
ventas hablar con Jorge en privado para escuchar sus opiniones, que de ahí
en adelante fueron muy valoradas. Sus compañeros, por supuesto, se
quedaron asombrados. Jorge no solo era un buen vendedor, también tenía
conocimientos especializados en otras áreas, lo que lo hacía deseable para
otros departamentos dentro de la misma empresa. Un día, los ordenadores
de su área fallaron. Al parecer un virus se había colado. Jorge, que poseía
algunos (no muchos) conocimientos en el tema, pudo resolver el problema
sin que se requiriera la ayuda del área de informática. Sus colegas, una vez
más, quedaron maravillados con las ocultas habilidades de Jorge. Otro día,
cuando vinieron a la empresa algunos proveedores franceses ayudados por
un intérprete, Jorge se dirigió a ellos en francés, pues había estudiado el
idioma cuando iba en la universidad. Todos quedaron maravillados y se
preguntaban hasta dónde llegaban los conocimientos y las habilidades de
Jorge quien, con todo y no poseer más habilidades que saber un poco de
finanzas, de informática y de francés, daba la apariencia de tener un
profundo e inabarcable caudal de conocimientos secretos.
Es parte de la modestia, pero también de la astucia, no revelar a los
demás la profundidad de nuestros talentos. Hay que aplicarlos ahí en donde
se necesiten, pero nada más. No des explicaciones, los méritos se revelan
solos y lucen más cuando parecen venir de la nada. Pues la ignorancia
simulada no es ignorancia, sino astucia.
De la misma manera, no presumas de tus capacidades ni de tus méritos.
Adáptate a quienes te rodean y no emplees más bríos que los necesarios.
Los buenos equipos deportivos no malgastan ni arriesgan a sus mejores
jugadores en partidos en donde menos fuerzas bastan para ganar. Pues
genera una natural satisfacción saberse superior a quienes nos rodean, pero
es una satisfacción que, a la larga, se paga caro. Olvídate de la vanidad de
tales satisfacciones. Adáptate, nivélate de acuerdo a la situación. Y si tú
eres el jefe, que no te estorben ni te molesten las buenas aptitudes de tus
subordinados, pues los éxitos que se logren con ellas se te adjudicarán a ti
(aunque esto vale también para los fracasos). Pues nunca se atribuye el buen
(o mal) desempeño de un jefe a sus subordinados, sino que simplemente se
dice “es un buen (o mal) jefe”. Es por esta razón que la persona sagaz se
rodea siempre de excelentes colaboradores. De ellos dependerá su
reputación.
Una palabra más con respecto a la adaptación al medio. El pensamiento
y las preferencias de los seres humanos cambia con el tiempo. Es necio
pretender gustar en el presente con estilos y formas de ser anticuados.
Aunque en las cosas importantes hay que seguir nuestro propio juicio, en
las cosas superfluas —las modas, los estilos, los gustos— es prudente
adaptarse a los de las mayorías, pues son ellas las que en este aspecto lo
deciden todo. Quien es astuto, sabe adaptarse a lo actual, incluso cuando
considera que en el pasado los gustos eran mejores. Pues resulta fastidioso
quien siempre está atosigando a los demás con moralinas y críticas basadas
en tiempos pasados.
Ahora bien, esto no quiere decir que sigamos a las masas en tiempos de
corrupción, vicio y malas costumbres. No todo lo que hace la mayoría, así
esté de moda, se debe imitar, pues redundaría directamente en nuestro
perjuicio. Solo nos debemos adecuar a la sensibilidad moderna en aquellas
cosas sin importancia que no representen un mal para nosotros. Con todo,
aun en las cosas de importancia hay que aparentar que vamos con la
mayoría, pues aunque seas el único cuerdo, tu cordura pasará por locura.
“Antes loco con todos que cuerdo a solas”, reza el dicho, lo que significa no
que debas volverte un loco con todos, sino que les sigas la corriente. En
ocasiones la astucia y la inteligencia consiste precisamente en no ser astuto
ni inteligente, o más bien, en fingir no serlo. Como decía Aristóteles, el
hombre fuera de la sociedad es una bestia o un dios. Es preciso vivir con los
demás, y como los necios son mayoría, es necesario seguirles la corriente.
Seguramente has escuchado por ahí que no debería importarte lo que los
demás opinen de ti. Cuidado, tómalo con pinzas porque harás muy mal en
hacerle mucho caso. La opinión que los demás tienen acerca de nosotros se
llama reputación, y sería muy tonto descuidarla porque de ella depende
nuestro éxito o nuestro fracaso en la sociedad. En primer lugar, ten en
cuenta que la opinión que tienen los demás sobre tu persona no depende de
ti y es por ello que, según se dice, no tiene ningún valor. Sea. En efecto, la
opinión ajena —que te valora de un modo o de otro— solo existe en las
cabezas ajenas. Esto significa que el valor que te otorguen los otros puede
coincidir con tu valor real, o no. La opinión ajena dice más, pues, de nuestra
naturaleza aparente que de la verdadera, y es por esta razón que se la
desestima. Sin embargo, por más que no pueda tener valor por sí misma, no
por ello es inexistente. Y la prueba de ello es que lo que piensen los demás
sobre ti no deja de tener efectos externos (a veces extremos). Su valor,
aunque indirecto, radica en el solo hecho de que dicha opinión ajena
determina como los demás actúan con respecto a ti. Es, si quieres, un valor
meramente relativo, pero de eso se trata mientras tengamos que vivir en
sociedad, ¿no crees?
De manera, pues, que lo que opinen de nosotros los demás posee un
valor que no por indirecto y relativo deja de tener una importancia enorme.
Como dice el dicho francés, bonne renommée vaut mieux que ceinture (lo
que se podría traducir como “el buen renombre vale más que tener una
bolsa llena de oro”). Pues las cosas no pasan por lo que son, sino por lo que
parecen. Cuida tu reputación: es algo tan preciado que, si la pierdes, te
pierdes.
Cuidar la reputación no es tan difícil como pudiera parecer. Como dice
Schopenhauer, para tener una buena reputación no hace falta que tengamos
cualidades especiales: simplemente hay que hacer lo mínimo que se espera
de nosotros. En esto se distingue de la fama, pues esta se basa en cualidades
especiales que nos hacen sobresalientes. La fama indica que somos
excepcionales, la buena reputación indica que somos —por decirlo de algún
modo— ordinariamente confiables. A un lado de la fama, existe también la
gloria vana (o vanagloria) que —como indica Spinoza— es “la satisfacción
de sí mismo sustentada en la sola opinión del vulgo”.[31] Si la opinión del
vulgo cesa, cesa también esta satisfacción de sí mismo. Les ocurre a
muchos artistas pop hoy en día: un año tienen éxito y se sienten casi
divinos, el siguiente caen en el olvido y vuelven a ser las mismas personas
ordinarias de siempre. “El vulgo es, en efecto, voluble e inconstante, y por
tanto la fama, si no es conservada, pronto se desvanece”.[32] Este tipo de
fama crece y se desintegra tan rápido como un hongo. Vale más por la
opinión pasajera del público —es decir, por las modas— que por la
excepcionalidad misma de quien la posee transitoriamente. Existe, sin
embargo, la fama sempiterna que se sostiene en creaciones del espíritu o en
acciones memorables que tienen valor por sí mismas. Todo lo otro es
vanagloria.
A diferencia de la fama —decíamos—, la buena reputación, el buen
renombre, se da por sobreentendido y quien no lo posee es porque con sus
malas acciones lo ha perdido. Por ejemplo, perderías la buena opinión que
los demás tienen de ti si infringes cualquiera de las normas —explícitas o
implícitas— que dictan cómo vivir civilizadamente, o si te comportas de
forma contraria a como dicta tu profesión. Y si cuidar la buena reputación
que los demás te otorgan a priori no es tan difícil, una vez perdida es
imposible recuperarla. Si robas, cometes fraude, lastimas a otro; si cometes
muchos yerros imperdonables en tu trabajo, si eres perezoso en el
cumplimiento de tus obligaciones, puedes irte olvidando de tu buena
reputación para siempre. Sí, PARA SIEMPRE. Un ladrón al que cogen en el
acto jamás se deshace se su fama de ratero, lo mismo que un asesino, un
estafador, un violador, un golpeador de mujeres, etc. Incluso si el infractor
se reforma, su infamia quedará grabada en la mente de los demás, no
importa si aquel siga vivo o esté ya bien muerto. La infamia, lo mismo que
la fama sempiterna, se va con nosotros a la tumba.
Únicamente cuando nuestra reputación sufre a causa de una calumnia o
una difamación malintencionada podemos revertir el daño y restituir
nuestro buen nombre: solo tenemos que revelar el engaño. Si la acusación
es, en cambio, justa, no hay mucho que hacer. Pero si ya has arruinado tu
reputación, lo mejor que puedes hacer —aunque esto sea muy difícil por
obvias razones— es asociarte con alguien que tenga la reputación opuesta
de modo que los demás te asocien con él. Si no lo logras, lo único que
puede hacerse en estos casos es aprender a vivir con tu mala reputación
(aunque en casos graves hay muchos que prefieren —v.gr. Judas Iscariote,
Jeffrey Epstein, Phillip Adams— terminar con sus vidas).
La reputación, aunque viva en las cabezas ajenas, se fundamente en gran
medida en lo que hacemos y omitimos. Hunde, por lo tanto, sus raíces en
nuestro carácter, nuestros valores y nuestros principios. Procede, pues, del
individuo en el que recae la (buena o mala) reputación y en nadie más. “De
ahí —afirma Schopenhauer— que para conservar el honor no haya medio
más seguro que el de ser digno del mismo, es decir, que en obras y acciones
uno se mantenga fiel a la verdadera rectitud”.[33] Se requiere tener, pues,
cierta vergüenza en el sentido de que nos avergüenza actuar mal a los ojos
de los demás. O, lo que es lo mismo, para conservar la buena reputación
solamente se necesita no ser un sinvergüenza. Como dice Spinoza:

La vergüenza, aunque no sea una virtud, es buena, sin embargo, en cuando indica
que el hombre que se ruboriza tiene el deseo de vivir honestamente; así como el
dolor, que se dice bueno en cuanto indica que la parte enferma no está aún podrida.
Por lo cual, aunque el hombre que se avergüenza de alguna acción esté, en
realidad, triste, es, sin embargo, más perfecto que el desvergonzado que no tiene
ningún deseo de vivir honestamente.[34]

Hay que cuidar, pues, nuestra reputación y nuestro buen nombre pues
nos precede a donde vayamos. «Es más fácil soportar una mala conciencia
que una mala reputación», decía Nietzsche. Y si nuestros enemigos
levantan falsos y atacan con calumnias nuestra reputación, hay que emplear
toda nuestra energía en desmentirlos y, más aún, contraatacar y procurar
que queden como difamadores.
La buena reputación es, pues, algo que los demás dan por sentado
mientras no les demos razones para cuestionarla. Ahora bien, mediante
nuestros actos podemos incrementarla y encaminarla a algo más parecido a
la fama. En cierto sentido, podemos ir un poco más allá del buen renombre
que todos nos adjudican a priori y fabricarnos una reputación a la medida
de acuerdo a nuestras habilidades, fortalezas y virtudes. Puedes, por
ejemplo, magnificar a los ojos de los demás tu generosidad, tu habilidad
para conciliar o tu sentido del humor (diremos más sobre el humor en la
última sección). El truco está en lograr que una cualidad personal te distinga
de los demás y te identifique como alguien excepcional. Es como crear una
ilusión sobre tu persona que te favorezca, refuerce tu presencia y destaque
tus fortalezas. Recuerda que el poder de la reputación es tremendo y nos
ahorra muchos esfuerzos. Una vez que tu reputación se esparza entre la
sociedad, hará todo el trabajo de presentación por ti. Es como reza el dicho,
«Crea fama y échate a dormir». Es como tu carta de presentación: cuando
creas para ti una reputación a tu medida, serán tus triunfos pasados los que
hablen por ti.
A la reputación le puede ayudar un poco de ilusionismo. ¿A qué me
refiero? Primero, pongamos las cosas en claro: la persona astuta es un
excelente ilusionista, pero esto no quiere decir que sea un mentiroso o un
manipulador que engaña a la gente. Los manipuladores y mentirosos son,
como dijimos, personas narcisistas e inmorales. Las ilusiones que crea la
persona astuta trabajan con las posibilidades que brinda la realidad para
transformarla en su favor. En tanto que ilusionista, la persona astuta debe
conservar una férrea comprensión de la realidad, pues su ilusión trabaja con
los esquemas y patrones de esta realidad. Cuando la ilusión tiene éxito, deja
de serlo pues entonces se convierte en realidad. Por ello el ilusionista es
como un visionario que supo hacer presente las posibilidades futuras con las
que la realidad ya estaba preñada.
Cuando Ernesto empezó a trabajar en una nueva empresa de
mercadotecnia, se dio cuenta del ambiente competitivo entre sus
compañeros. Todos trataban de mostrarse los mejores a ojos de sus
superiores, y muchos de sus colegas eran ambiciosos, listos y llevaban ya
un buen tiempo en la compañía. Ernesto tenía que escoger una reputación
que le sirviera para destacarse de sus compañeros y que fuera, al mismo
tiempo, agradable para sus superiores. De pronto recordó sus cursos de
oratoria en la universidad. Le había dedicado varios años al arte retórico y
tenía facilidad de palabra. Comenzó a aderezar sus presentaciones como si
fueran verdaderos discursos ante la ONU. Organizaba cada exposición ante
sus colegas y superiores con todo lujo de detalles. Incluía citas de autores
antiguos, ordenaba los argumentos del más débil al más fuerte, incluía
exhortaciones y gesticulaba como todo un orador romano. Sus compañeros
y superiores estaban maravillados. Cuando Ernesto hablaba, salían de la
junta pasmados, extrañamente alegres y altamente motivados. Tenían ante sí
a un líder nato, a un jefe en potencia. Por supuesto, Ernesto se cuidó de
halagar y atribuir los éxitos de la compañía a sus superiores, lo que
contribuyó a que no se sintieran opacados y amenazados. No ocultó, por
otro lado, que había tomado cursos de oratoria y abrió incluso un taller en
las tardes para enseñar a sus compañeros el antiguo y noble arte de la
retórica. Pronto fue apodado el “Cicerón de la mercadotecnia”, empezó a
hacer los discursos de los jefes y escaló en pocos años a los puestos más
altos.
Crear una ilusión no significa engañar ni decir mentiras. Significa
simplemente subrayar un aspecto de tu carácter o de tus habilidades de
manera que la realidad sea interpretada por los demás como tú lo deseas.
Las buenas ilusiones no falsean la realidad: edifican sobre ella. Se trata de
recalcar aspectos de nuestra personalidad para moldear la perspectiva que
los demás tienen de nosotros. Para ello, debemos ser observadores y
entender además el tipo de personalidades a las que nos tendremos que
adaptar.
Cuando Lucía y Catalina llegaron a la compañía, ambas estaban en el
mismo nivel jerárquico y tenían algunos subordinados a su cargo. Mientras
que Lucía inmediatamente se puso a observar y clasificar los tipos de
carácter a su alrededor, Catalina se conformó con aplicar una severa e
inflexible disciplina a sus subalternos. Era seria, trabajadora, estricta y un
poco mandona, pues pensaba que esa era la actitud profesional más
adecuada y la que agrada más los jefes. Lucía, por el contrario, observó que
el ambiente de la compañía era muy relajado y la estructura vertical era más
aparente que real. Supo leer entre líneas los valores implícitos de la
compañía, su cultura organizacional y las maneras como se hacían las
cosas. Se dio cuenta de que los empleados estaban acostumbrados a
considerar a sus jefes como iguales y estos estaban a gusto con aparentar la
mayor horizontalidad posible. Mientras que Catalina insistía en su estilo
draconiano, repartiendo órdenes estrictas y distanciándose de sus
subalternos “como todo jefe debe hacer”, Lucía comenzó a organizar juntas
en las que delegaba el liderazgo de las reuniones por turno. Además,
permitía a sus mejores empleados exponer frente a los altos mandos de la
empresa los resultados del departamento. “Todos estamos aprendiendo a ser
líderes”, decía, y sus empleados se sentían casi como si fueran los jefes de
su departamento. Compró también con su propio dinero un futbolito para
que sus empleados se desestresaran y organizaba frecuentemente cenas y
parrilladas con ellos los fines de semana. Estaban definitivamente
encantados con Lucía, mientras que en los cubículos del área de Catalina
todo era insatisfacción y chismorreo. Las murmuraciones comenzaron a
filtrarse a los niveles superiores, mientras que los subalternos de Catalina
estaban cada vez menos dispuestos a trabajar aguantando el férreo estilo de
su jefa. Comenzaron a cometer errores y descuidos, a trabajar sin
motivación y todos los problemas que esto causó en su departamento fueron
atribuidos, por supuesto, a Catalina. “Es una mala jefa”, se decía, a pesar de
que Catalina era tal vez la más puntual, responsable y trabajadora de la
compañía. Pero de poco servía que Catalina fuera la última en irse a casa.
La mala fama comenzó a enraizar en ella y pronto el hecho de que se fuera
tan tarde a casa comenzó a percibirse no como trabajo duro, sino como
ineficacia. La ceguera de Catalina, su necia obstinación en utilizar un estilo
de liderazgo inapropiado para el ambiente de la empresa, aceleró su
destitución. Lucía, por el contrario, creo la ilusión de ser la “líder de la
horizontalidad”, es decir, de ser la adalid de una cultura organizacional que
las mejores empresas del mundo estaban cada vez más dispuestas a adoptar.
La compañía de hecho ya estaba adoptando, casi inconscientemente, ese
estilo cuando Lucía llegó. Los empleados jóvenes conocían el concepto de
horizontalidad y secretamente deseaban trabajar en una compañía así. Ella
entendió esta realidad muy pronto y trabajó por crear la ilusión de ser ella
quien llegaría a cambiar definitivamente las cosas en la dirección que la
compañía, de hecho, ya estaba tomando. Lucía se convirtió en la directora
general de la empresa e hizo de ella una compañía casi completamente
horizontal. Su primera ilusión se convirtió en realidad.
Como puedes observar, la ilusión que creo Lucía nunca fue un engaño,
sino simplemente una selección de acciones que replicaban y amplificaban
los patrones de la realidad que más servían a sus intereses y a los de la
compañía. Insisto, hay que construir la ilusión sobre los cimientos de la
realidad. De todas nuestras cualidades, hay que acentuar y amplificar
aquellas que mejor se adecuen a la situación real que estamos trabajando.
Esto lo hacen las parejas inconscientemente en los primeros meses del
noviazgo: ocultan sus defectillos de carácter y sus imperfecciones para dar
la mejor cara. Los más manipuladores pueden llegar incluso a mentir para
agradar a la otra persona, pero la mayoría simplemente resalta sus mejores
atributos y esconde los peores. La persona astuta crea una ilusión con los
atributos de su carácter que mejor sirvan según las circunstancias. No se
trata de comprarse una tortuga solo porque a tu jefe le gustan las tortugas.
Pero si en tu juventud participaste en alguna campaña de salvamento de
tortugas marinas, ¡no está de más contárselo! Al clave está en resaltar
aquellas de nuestras cualidades que crearán una ilusión que nos será
propicia en la realidad en la que estamos parados. El triunfo de Lucía no se
debió a que defendió un estilo organizacional innovador y superior a los
demás. Triunfó porque supo adaptar su ilusión a las tendencias reales del
ambiente en el que se movía. Si el estilo de la organización hubiese sido
estricto, jerárquico y conservador, habría sido Catalina la exitosa y a Lucía
se le habría tildado tal vez de insubordinada y rebelde. La persona astuta,
sin engaños de por medio, sabe crear una ilusión que se adapte a la
naturaleza predominante de las circunstancias. No trates de imponerle a la
realidad tu propia perspectiva. Trabaja, más bien, para crear desde la
realidad una ilusión que pueda luego convertirse en realidad.
La ilusión que trabajes puede (y a veces debe) ser cultivada mucho antes
de que podamos esperar de ella sus frutos. Gabriel deseaba que contrataran
en su empresa el servicio de alimentación que ofrecía su amigo Javier.
Durante meses, hizo ver a las personas implicadas en la decisión la
conveniencia de tener un menú preparado por un nutriólogo y con una
variedad de frutas, verduras, legumbres, pescados, en fin, alimentos de alto
valor nutricional, en lugar de los snacks y la comida chatarra que ofrecía el
servicio actual y que, al parecer, estaba por ser despedido. Dejó sutilmente
en la oficina del departamento involucrado en la decisión artículos y
estudios científicos que relacionaban la alimentación con el desempeño de
los empleados. Procuró hacer notar a sus colegas la velocidad a la que la
barriga de todos iba en aumento, la pesadez y somnolencia que todos
sentían después de comer (con la consiguiente indisposición para trabajar
correctamente) y astutamente insinuó que la culpable era la mala calidad de
la comida que el servicio de alimentación actual ofrecía. Gabriel creo la
poderosa (y no del todo falsa) ilusión de que la empresa necesitaba con
urgencia un nuevo y diferente servicio de alimentación, precisamente con
las características que la empresa de su amigo Javier ofrecía. La memoria
corporativa es muy corta. Pronto todos opinaban como Gabriel y nadie
hubiera pensado que él lo hubiera iniciado todo. Él era simplemente uno
más de los inconformes. Cuando el momento de la decisión llegó, Gabriel
dijo, con mucha inocencia, recordar que un viejo conocido era nutriólogo y
ofrecía servicios de alimentación. Cuando Javier fue a la empresa a
presentar sus servicios ¡Eureka! Su propuesta era exactamente lo que la
compañía estaba buscando. Javier fue contratado de inmediato.
Cuando tenemos visión, nos anticipamos a los hechos y construimos
nuestra ilusión con mucha anticipación, es difícil que se nos acuse de buscar
el propio interés. Cuando la oportunidad llega al fin, la persona astuta se
hace un lado, guarda silencio y deja que su ilusión trabaje por él.
Debes procurar que tu ilusión se sostenga en varios frentes. Gabriel
procuró apoyarla en reportes científicos que relacionaban la alimentación
con el desempeño, hizo hincapié en las barrigas de sus colegas y subrayó el
bajo desempeño de estos después de la comida a sus superiores. La ilusión
tenía tres fuentes de apoyo. Damos por verdadero aquello que sea coherente
con un sistema de creencias que apuntan en la misma dirección. Cuando
vemos una misma noticia en tres periódicos distintos de probado
profesionalismo, es poco probable que uno de ellos la haya inventado. Así
también, cuando una ilusión tiene varios puntos de apoyo, la ilusión se
vuelve más fuerte.
También es importante defenderse de las ilusiones que creen otros y que
vayan en contra nuestra. Raúl formaba parte de una empresa de telefonía
móvil cuando algunos altos y elitistas ejecutivos comenzaron a manejar la
idea de que de ahí en adelante convenía más a la compañía contratar
únicamente profesionistas egresados de universidades privadas. La
universidad pública, decían, no tenía la misma calidad que las privadas, y
los empleados es estas últimas mostraban un desempeño superior. Raúl, que
había egresado de la universidad pública, vio inmediatamente la amenaza
que esto representaba, por lo que comenzó a trabajar en la defensa con una
ilusión contraria. Se las arregló para poner en los pizarrones de los pasillos
noticias que ponían a la universidad pública por encima de las privadas en
las listas de las mejores universidades del país. Al mismo tiempo, comunicó
las intenciones de los ejecutivos intrigantes a todas las personas que habían
egresado de universidades públicas, sobre todo de los niveles más altos.
Negoció con el departamento de capacitación la contratación de
personalidades célebres o ampliamente reconocidas del mundo de los
negocios —egresados, por supuesto, de universidades públicas— para
impartir ponencias breves de motivación a los empleados de la compañía.
En dichas ponencias se las arregló con algunos cómplices para realizar
preguntas a los ponentes cuyas respuestas elogiaran las universidades
públicas. Por último, logró que uno de los empleados de recursos humanos
investigara y comparara las calificaciones de ambos bandos. Para su
fortuna, quienes habían egresado de universidades públicas tenían
calificaciones superiores a los elitistas egresados de las privadas. El rumor
corrió como reguero de pólvora. Pronto todo mundo hablaba de la
superioridad de la universidad pública y del narcisismo elitista de los
ejecutivos egresados de las privadas. Estos no solo guardaron un
significativo silencio, sino que de ahí en adelante vieron cómo su poder en
la corporación disminuyó notablemente. La ilusión de Raúl había dado
resultado. Su contraofensiva había triunfado.
Aunque contrataques como este son a veces necesarios, es mucho más
fácil evitar que combatir los rumores que afecten nuestra reputación. Si a la
fama es difícil alcanzarla, la mala fama es mucho más fácil de adquirir y
mucho más difícil de borrar. Mantener una buena reputación es esencial
para mantener también la buena voluntad de la gente hacia ti. “No te
esfuerces más por ganar favores que por mantener tu buena reputación —
decía Guicciardini—. Cuando pierdes tu buena reputación, también pierdes
la buena voluntad, que es reemplazada por el desprecio. Pero al hombre que
mantiene su reputación nunca le faltarán amigos, favor y buena voluntad”.
[35] A la gente le gusta el chismorreo y en este pocas veces se habla sobre

las buenas cualidades de alguien. Las murmuraciones son, por definición,


conversaciones en perjuicio de un ausente. La muchedumbre está atenta a lo
malo, casi nunca a lo bueno. Por ello el astuto debe prevenir a toda costa ser
objeto de rumores, pues un solo rumor puede acabar con la mejor
reputación. Cuídate de cometer errores y tener defectos que sean fácil
objeto de la murmuración. Pero también debes vigilar que ninguna de tus
mejores cualidades sea fruto de la envidia, pues existen ahí afuera mucha
gente maliciosa y malintencionada que buscará tu caída esparciendo
rumores falsos. Ante estos insolentes, debes usar tus dotes de observación y
de investigación de modo que los pilles a tiempo y puedas
desenmascararlos. Cuando detectes que un rumor se cierne sobre tu
persona, cuando descubras que una ilusión ajena puede perjudicarte, trabaja
para construir la ilusión de defensa que contradiga estos ataques. Desarmar
a tiempo este tipo de ofensivas con una buena contraofensiva que se
sostenga en varios frentes es nuestra mejor defensa.
Algunos podrían tener una excelente reputación, pues tienen muchas y
buenas cualidades, pero fallan en un pequeño detalle. Si se dieran cuenta de
una sola cosa, fácil de cambiar si se pone empeño, incrementarían en
mucho su excelencia. Por ejemplo, a algunos les hace falta ser más corteses
con los demás, a otros, ser menos locuaces. A esta eminencia en su campo
de estudio le vendría bien ser más moderado con la bebida; este insigne
magistrado podría ser menos apocado, más digno y altivo. Todos tenemos,
pues, este tipo de pequeños defectos que empañan la excelencia y que se
podrían erradicar con facilidad si nos pusiéramos a ello.
Y si tu reputación se ve dañada irremediablemente, considera los
beneficios de mudarte a otras tierras. A veces la vida nos pone en
situaciones en las que lo que más nos conviene es cambiar de residencia,
tanto para ser valorados, como para no ser despreciados. “Nadie es profeta
en su tierra”, reza el refrán bíblico atribuido a Jesús. Para alcanzar una
buena reputación, en ocasiones es necesario abandonar el hogar y la propia
tierra, pues no es infrecuente que sea ahí en donde más reine la envidia. Las
cuentas de vidrio, consideradas en Europa una baratija, alcanzaron valor
cuando llegaron América. Y es que todo lo extranjero provoca una
estimación inmediata por venir de lejos, por ser nuevo y exótico. Muchos
grandes hombres que fueron despreciados en su país de origen alcanzaron la
gloria en el extranjero. Trasplantarse a otro país es en algunos casos
benéfico, pues nos evitamos muchos de los obstáculos que nuestros
connacionales nos imponen por el solo hecho de compartir orígenes. Pues
es más difícil venerar la figurilla de un dios en el altar si antes la vimos
como madera vil en la campiña. Esto ocurre muy a menudo con los artistas,
los músicos, los pintores: son más apreciados en otras tierras. La artesanía
local, que es vista con desprecio en su propio país, es muy valorada en otros
rincones del globo. Se conocen incluso casos de plagio por parte de las
grandes marcas de moda, cuando estas han copiado diseños textiles
indígenas que en sus tierras siempre fueron tenidas en poco.
Comunicación astuta

En pocas actividades humanas se requiere más la astucia y la prudencia que


en las conversaciones humanas. Considera el tiempo que te lleva escribir un
email importante. Lo piensas antes de escribirlo, lo redactas con cuidado, lo
relees, corriges y lo vuelves a releer antes de mandarlo, pues un error podría
ser catastrófico. En la conversación no tenemos esa ventaja, todo ocurre
muy rápidamente y por ello hay que ser extremadamente precavidos y
cuidar todo lo que decimos. No exageraríamos si dijéramos que nuestro
éxito o nuestro fracaso dependen de manejar con astucia y prudencia el arte
de la conversación. De ahí los dichos populares "el pez por la boca muere",
"en boca cerrada no entran moscas" y similares. Los demás nos conocen y
se hacen una idea de nosotros con base en todo lo que sale de nuestra boca.
Pues como reza el proverbio latino, loquere ut te cognoscam (“habla si
quieres que te conozca”).
Entre los amigos puede relajarse la conversación, pero cuando estamos
frente a personas importantes o de las cuales depende nuestra suerte, hay
que cuidar mucho el fondo y la forma de todo lo que decimos. El necio
habla siempre igual y con cualquiera, por lo general de forma más o menos
vulgar. Quien es listo sabe adaptarse al carácter, la posición y la inteligencia
de sus interlocutores. Con todo, no trates de ser elocuente en demasía, no
hables con afectación y mucho menos te pongas a corregir el vocabulario o
las frases de los demás con pedantería. Recuerda: en la conversación, vale
más la discreción que la elocuencia.
Según la interesante teoría del experto en psicología de la comunicación
Friedemann Schulz von Thun, cuando decimos algo a alguien, en realidad
le estamos diciendo cuatro cosas distintas.[36] Te voy a explicar pues,
querido lector, cuatro cosas sobre comunicación verbal que posiblemente
nunca habías tomado en cuenta y cuyo conocimiento te hará mucho más
astuto de lo que lo has sido nunca.
En primer lugar —como lo expresa el teórico de la comunicación Paul
Watzlawick— «no se puede no comunicar». No hay comportamiento
humano que no transmita algo, incluso si no hay palabras de por medio.
Como todos sabemos, el silencio a veces dice más que las palabras y es tan
elocuente como cualquier gesto (decimos, p.ej., que “el que calla otorga”).
En lo que se refiere a los mensajes que emitimos y recibimos, hay que
distinguir entre los mensajes explícitos y los implícitos.
Casi todos pensamos que el mensaje central se encuentra en lo que el
otro nos dice explícitamente, por lo que tendemos a ignorar lo que se nos
dice de manera implícita. Esto es un grave error. El verdadero mensaje se
encuentra casi siempre en lo que se envía de manera implícita, para los
cuales, en la mayoría de los casos, se emplea la vía no verbal (la cual
analizaremos en el siguiente capítulo). Cuando los elementos no verbales
del mensaje refuerzan o apoyan los verbales, decimos que el mensaje es
congruente. Cuando se contradicen y provocan desconcierto en el receptor,
los mensajes son incongruentes. Piensa, por ejemplo, en el niño que dice
“Yo no lo hice” mientras esconde la cara mirando hacia el suelo y oculta las
manos detrás de la espalda en señal de sumisión. Cuando los signos
verbales y no verbales no apuntan en la misma dirección, sino que se
contradicen, no hay sintonía en el mensaje. La incongruencia no
forzosamente apunta a una mentira. “Admiro tu forma de conducir”, dicho
cuando el otro ha estado a punto de chocar, es claramente, por el contexto
en el que se dice, un sarcasmo. Si nuestro involuntario anfitrión nos dice
“Qué gusto verlo” con cara de aburrimiento o hartazgo, lo mejor es no
quitarle mucho su tiempo.
Hay que estar atentos a estas incongruencias que, por lo regular, nos
resultan desconcertantes al no saber si dar crédito a lo que dicen las
palabras o a lo que dice el cuerpo del otro. Regla número uno: en caso de
incongruencia, “escucha” lo que dice su cuerpo. Y más importante aún,
pregúntate qué ventaja obtiene la otra persona emitiendo ese mensaje
incongruente. Por regla general, este tipo de mensajes tienen la ventaja de
que el emisor no se compromete del todo con lo que dice, por lo que puede
desmentirlo en caso de necesidad y asegurar que no lo decía en ese sentido.
[37] “¿Pero de qué estás hablando? ¡Si te he dicho claramente que me daba

gusto verte!”.
Los mensajes incongruentes son un claro ejemplo de comunicación con
«doble fondo» cuyo lema sería lo hago, pero después yo no he sido. Te será
muy útil descubrir en los otros este tipo de artimañas para desenmascararlas
inmediatamente y desarmar al otro. Combate, pues, la astucia en el otro con
algo de contra-astucia, por ejemplo, haciéndole saber que hemos entendido
lo que nos dice implícitamente (“Pues no te ves muy contento de
recibirme”).
Por lo general cuando expresamos nuestro pensamiento nos centramos
en la objetividad del mensaje, es decir, en la información concreta, la
noticia o el ‘hecho en sí’ que queremos comunicarle al otro. Sin embargo,
este contenido objetivo en lo que decimos es solamente uno de los lados de
un cuadrado con cuatro aspectos que muchas veces pasamos por alto. En
realidad, un mensaje objetivo contiene muchos mensajes simultáneos que
pueden favorecer o distorsionar la comunicación con el otro.
Te daré un ejemplo. Una persona le dice a otra: “¡Estuve esperando una
hora!”. ¿Qué le está diciendo, en realidad? El contenido objetivo está más
que claro: lo ha esperado una hora. Pero menos claro es lo que el emisor del
mensaje comunica sobre sí mismo: ¿está decepcionado por su
impuntualidad?, ¿enojado?, ¿se está justificando ante un regaño?, ¿se tardó
demasiado en los sanitarios?, ¿o tal vez salió muy pronto de un examen?
Tampoco sabemos lo que el emisor piensa de su interlocutor: ¿es muy
impuntual?, ¿lo acusa injustificadamente de no haber llegado a la cita?, ¿es
un genio por haber acabado el examen tan pronto? Por estas preguntas
podemos ver que otra de las cosas que comunica este mensaje es el tipo de
relación que existe entre ambos interlocutores. Aquí parece que se conocen,
que hay cierta intimidad y confianza de hablarse a las claras. No le
hablaríamos así a nuestro jefe o a nuestra abuela (por supuesto hay
excepciones). Por último, el mensaje puede comunicarle al otro una orden
implícita (“Por favor sé más puntual la próxima vez”, por ejemplo).
Veamos otro caso e identifiquemos en él los cuatro aspectos de cualquier
mensaje. Cuando Homero Simpson le dice a Marge “¡No hay cervezas en la
nevera!”, no solo le informa que no hay cervezas (información objetiva),
sino que hay también un elemento de autoexposición que contiene
información sobre el emisor. En este caso, Homero envía el mensaje
implícito de que es un bebedor de cerveza y que está enojado porque no las
encuentra en la nevera. Además, el mensaje contiene información sobre la
relación que existe entre el emisor y el receptor (ojo: la relación que existe
en la cabeza del emisor). El aspecto de la relación es, pues, lo que pienso
sobre ti y cómo me sitúo frente a ti. En nuestro ejemplo, Homero piensa que
Marge es quien debería encargarse de que no falten cervezas en casa, y
piensa además que ella ha faltado a su responsabilidad, lo que la hace
culpable de su frustración. Este mensaje oculto se hace patente sobre todo
en la formulación de la información, el tono de voz empleado y otros signos
no verbales que expresan el tipo de relación con el interlocutor. Por último,
está el aspecto de la incitación, es decir, a dónde te quiero llevar con lo que
te digo. Pocas cosas se dicen solo porque sí; en realidad, casi toda la
información tiene la función de influir en el receptor. Homero no solo
informa a Marge que no hay cervezas: ¡quiere que vaya a comprarlas!
Este es uno de los aspectos más importantes del mensaje, al grado que
algunos filósofos han pensado que el lenguaje no está hecho para informar
ni para que se crea en él, sino para obedecer y hacer que se obedezca.[38]
Incluso la maestra de escuela, que aparentemente solo está informando al
alumno cuando le enseña una regla de gramática o de cálculo, en realidad le
estaría ordenando que se respete dicha regla. “Esto —dice el filósofo
francés Gilles Deleuze— se constata con toda claridad en los comunicados
de la policía o del gobierno, que se preocupan muy poco de la credibilidad o
de la veracidad, pero que dicen muy claro lo que debe ser observado y
retenido”.[39] Incluso los mensajes aparentemente más objetivos,
informacionales y desinteresados (“Llegaré a media noche”) tienen la
intención de ejercer cierta influencia sobre su receptor (“No me esperes
antes”).
Los mensajes, por tanto, tienen siempre la función de motivar al
receptor a que piense, sienta, haga o deje de hacer determinadas cosas. Por
lo general nuestras intenciones son explícitas o razonablemente claras y
nuestro interlocutor sabe qué esperamos de él. Cuando la voluntad de influir
del otro está totalmente oculta, hablamos de manipulación. El manipulador
solo piensa en la efectividad de su incitación, por lo que no dudará en poner
al servicio de esta los otros tres aspectos del mensaje. Para lograr sus
objetivos, el lado objetivo de la información será parcial, tendencioso,
incluso falso. La autoexposición, por otro lado, tratará de provocar en el
receptor un estado emocional propicio para lograr sus fines (lástima,
admiración, molestia contra otra persona). Y el aspecto relacional del
mensaje tratará de privilegiar sentimientos amistosos hacia el manipulador
mediante halagos o cumplidos. En resumen, un manipulador
instrumentaliza tres de los cuadrantes del mensaje en favor de la incitación
para lograr su objetivo. Ten presente esto para que desenmascares a quienes
intenten manipularte de esta forma.
Sobre todo, hay que poner mucha atención al aspecto de la incitación.
Las segundas intenciones están contenidas sobre todo en este cuadrante, por
lo que conviene estar muy atento a las incitaciones ocultas en los mensajes
que el otro te dirige. Esto no significa que te puedas olvidar de los otros tres
cuadrantes. Si quieres ser un buen comunicador, debes dominarlos todos.
Cuando seas tú el que emite el mensaje, hay que prestar atención al aspecto
de la autoexposición que le dice al otro el tipo de persona que somos y lo
que nos sucede en ese momento. Para ello habrá que escoger de manera
consciente las formas verbales y no verbales en las que trasmitimos nuestro
mensaje. Si tenemos una posición de autoridad, habrá que moverse como
alguien con autoridad. Lo mismo si queremos dar a entender que
escuchamos a alguien con atención, si queremos dar un servicio cordial o si
intentamos seducir a otra persona.
También hay que cuidar el aspecto de la relación y preguntarnos cómo
se siente tratado el otro. Me ha ocurrido algunas veces que —tal vez por
trabajar como docente en la universidad— mi pareja se siente “aleccionada”
por mi molesto tono profesoral cuando le explico alguna cosa. Tengo la
mala costumbre de hablarle a los demás como si fueran mis alumnos. El
aspecto de la relación en el mensaje afecta de modo especial al receptor.
Cuando hablamos con otra persona, esta recibe información sobre cómo nos
situamos con respecto a ella, qué opinión tenemos de ella, cómo la
tratamos, etc. Hay que estar conscientes también de este cuadrante de modo
que podamos controlar qué mensajes le damos a los demás de manera que
no se sientan incómodo, molestos u ofendidos. Por último, no olvides el
contenido objetivo de tus mensajes. Para lograr el máximo de
comprensibilidad, procura que la información que emites sea sencilla,
estructurada y ordenada, breve y precisa.
En lo que toca a la recepción, hay que tener también cuatro oídos.
Muchas personas, sin embargo, desarrollan solamente uno de los oídos de la
recepción en detrimento de los otros tres. Algunos, por ejemplo, atienden
exclusivamente al contenido objetivo del mensaje, a los hechos puros, al
tema en sí, perdiendo por ello toda la información valiosa de los tres
aspectos restantes. El problema de atender solo al contenido objetivo puede
verse en muchas situaciones de pareja que llevan luego a discusiones en las
que la cosa solo puede empeorar.

Él: ¿Estás enojada?


Ella (con gesto frío y distante): No
Él: Ok, voy por cerveza para ver el partido.

Cuando se atiende solamente al contenido objetivo, perdemos otros


aspectos de la conversación que es imprescindible atender para resolver el
asunto en cuestión.
También hay quienes tiene el oído de la relación sensibilizado en exceso
y son hipersensibles a lo que los demás dicen, pues todo lo interpretan
como si tuviera que ver con ellos. En otras palabras, se lo toman todo
personal, cuando en realidad el otro pudiera estar solo informando de algo
de manera neutra y objetiva. En palabras de Schulz von Thun:

En algunos receptores, el oído que capta el contenido relacional está tan


desarrollado, y es tan hipersensible que, ante muchas noticias y actos de contenido
relacional neutro, perciben o sobredimensionan una toma de postura hacia ellos.
Todo lo relacionan consigo mismos, todo se lo toman como una cuestión personal
y fácilmente se sienten agredidos y ofendidos. Si alguien está furioso, se sienten
acusados; si alguien se ríe, sienten que se ríen de ellos; si alguien mira, se sienten
examinados; si alguien mira hacia otro lado, se sienten evitados y rechazados.
Todo el rato están «al acecho» de lo relacional.[40]

Ella: Estoy agotada, Carlitos dibujó en toda la pared de la sala y


limpiarla fue un suplicio.
Él (molesto y sintiéndose aludido): ¡Pero si yo lo he cuidado ayer! ¡Hoy
te tocaba a ti y no es justo que me lo reclames!

En este ejemplo, él interpreta lo que le dice su pareja como una toma de


postura hacia él, cuando nada en lo que objetivamente dice ella apunta en
esa dirección. Verás este tipo de reacciones en personas hipersensibles por
tener una baja autoestima.

Él: Le falta un poco de sal a la pasta.


Ella (ofendida): Pues si no te gusta cómo cocino, puedes comer en un
restaurante o prepararte tu propia comida.

Si a veces el receptor falla la comprensión del mensaje por poner


demasiado énfasis en el contenido objetivo del mismo, en estos dos últimos
ejemplos se falla por la excesiva susceptibilidad al lado relacional. Aquí la
perspicacia no consistirá en que te vuelvas totalmente indiferente al aspecto
relacional, sino en ponderar cuidadosamente si lo que el otro dice realmente
tiene que ver contigo. Muchas veces nuestro interlocutor nos envía un
mensaje que tiene que ver más con él (autoexposición), o con el asunto en sí
(información objetiva), que contigo. Para los psicólogos de la
comunicación, es más saludable —y por supuesto más inteligente— bajarle
la intensidad a la hipersensibilidad del oído relacional y desarrollar más el
oído de la autoexposición. Pregúntate, pues, qué te dice el mensaje sobre la
persona que la enuncia; qué siente, qué piensa, cuáles son sus intenciones
ocultas. Incluso cuando los mensajes tengan un carácter explícitamente
relacional —por ejemplo, ante estallidos emocionales, acusaciones y
reproches hacia nosotros—, es pertinente darle su lugar a la recepción de la
autoexposición. De esta manera estaremos en una mejor posición para
entender claramente lo que sucede en la cabeza del otro y, en lugar de
ocuparnos en preparar nuestra defensa o justificación, aceptar los
sentimientos del otro y así resolver mejor el problema.
Pero ojo, no se trata de que tengas un «corazón de piedra» frente a lo
que la otra persona nos dice. Ella bien puede estarse quejando de nosotros
en un aspecto relacional y haríamos mal en dejar de tomar en cuenta este
aspecto. Una persona que cae en el extremo contrario al hipersensible es el
que no permite que nada le afecte por interpretarlo todo en términos de
autoexpresión.

Ella: Siento que ya no te atraigo como antes.


Él: Eso me dice que tu autoestima tal vez no esté muy bien últimamente.

Ignorar el aspecto relacional de los mensajes nos puede hacer caer en la


frialdad y la irresponsabilidad en nuestras relaciones, restándonos de la
ecuación cuando la situación en realidad requiere más de nosotros. En
suma, quien utiliza el oído de la autoexposición de forma exclusiva, toma al
interlocutor como mero objeto de diagnóstico en lugar de tomarlo en serio.
Es como si le dijéramos: si te enojas conmigo, es porque estás mal de la
cabeza. Esta manera de ahorrarse cualquier implicación personal es
perjudicial, pues la soberbia de tales individuos acaba por alejar a los
demás.
Por último, están aquellos que desarrollan un oído hipersensible a la
incitación. Son individuos que están siempre deseosos de complacer a todo
el mundo y satisfacer las expectativas de los demás, incluso cuando los
otros no lo piden. Interpretan incluso la mínima señal en términos de
incitación. El compañero de oficina afirma que tiene mucho trabajo, que
tendrá que salir más tarde, y el otro interpreta que le está pidiendo ayuda:
“Dame eso, yo lo termino por ti”. Otro ejemplo:

Ella: Tengo cita con el dentista a las seis, pero los Uber están carísimos.
Él: No te preocupes, yo te llevo.

El problema con este tipo de interpretación hipersensible a la incitación


es que el receptor presta poca atención a sus propios sentimientos, deseos e
intereses. Está más atento a satisfacer a los demás, pero a costa de sí mismo.
Esto provoca que a la larga se sienta utilizado por todos, lo que mina su
autoestima y refuerza el círculo vicioso de querer complacer a todo el
mundo.
¿A qué conclusiones podemos llegar en este tema con respeto a la
astucia? Bueno, la primera conclusión es obvia: ten siempre en mente que
cada mensaje que recibes de los demás no tiene una sola dimensión, sino
cuatro. Aprende a analizar la comunicación humana en función a estos
cuatro aspectos, identifica cuál de ellos es en cada caso el que predomina y
actúa en consecuencia. En segundo lugar, resta intensidad al oído relacional.
No eres el centro del universo, los demás casi siempre hablan de sí mismos
(autoexposición) y de lo que les ocurre (información objetiva). Las más de
las veces lo que los otros dicen habla más de sí mismos que de ti, así que
serás más perspicaz (y será psicológicamente más sano para ti) si afinas el
oído de la autoexposición y la objetividad de manera que obtengas
información relevante sobre la otra persona y sobre lo que ocurre a tu
alrededor.
Esto aplica incluso frente a mensajes que son explícitamente
relacionales, por ejemplo, cuando alguien se queja de ti o te acusa con
acritud sobre algo. Mantén la calma y no adoptes una actitud defensiva:
también en muchos de estos casos la otra persona habla más de sus estados
internos que de tu comportamiento. Como vimos en otro capítulo, nuestros
sentimientos dependen directamente de nuestros pensamientos y nosotros
elegimos estos últimos, de manera que cada quien es responsable también
de sus sentimientos. Escucha, pues, lo que la otra persona dice de sí misma
incluso cuando parezca que habla de ti. Esto, por supuesto, sin caer en el
extremo opuesto de volverse totalmente insensible a la parte relacional de
los mensajes, pues también hay mucho qué aprender de nosotros mismos en
las quejas del otro sobre nosotros. El secreto no es otro que el justo medio
tan apreciado por los griegos de la antigüedad: ni muy sensible de manera
que todo te lo tomes personal, ni totalmente insensible. Y sin olvidar —y
aquí está la astucia— que lo más importante suele estar del lado de la
autoexposición y la objetividad en los mensajes que recibamos.
Lo mismo vale para el oído de la incitación: no busques complacer a los
demás cuando estos no te lo piden. Es más, incluso cuando sus mensajes
tuvieren un elemento de incitación implícito, no te des por aludido. Si no te
lo piden explícitamente, haz como si no te lo hubieran pedido. Si el otro te
reclama tu falta de ayuda o cooperación, siempre puedes utilizar la carta del
“Nunca me lo pediste. Si me lo hubieras pedido, te habría ayudado con todo
gusto”. Ahora bien, si consideras oportuno y conveniente hacerle al otro el
favor que te pide de manera implícita, hazlo explícito inmediatamente de
manera que se entienda que, si lo haces, el otro adquirirá una deuda de
gratitud. De no ser así, no te des por enterado y cambia rápidamente de
tema.
Algunos consejos finales para establecer con las demás conversaciones
inteligentes. En primer lugar, no seas obstinado. Al tonto se le conoce por
empecinarse en su opinión, sobre todo cuando está equivocado. Hay que
hacer todo lo contrario: incluso cuando tengamos en la mano la evidencia
de que tenemos razón, es prudente hacer como si cediéramos, pues no vale
la pena enfrascarnos en una discusión con quien de todas formas no
cambiará su necia opinión. Cuando discutes con alguien que por capricho y
obstinación se casa con su equivocada opinión, se pierde más
permaneciendo en la discusión que lo que se ganaría con un triunfo (por
otra parte, muy improbable). Es una finura que la persona sagaz se permite
la de no ser testarudo, ceder y marcharse.
Decíamos también en un apartado anterior que no es muy inteligente
criticar a los demás, pues corremos el riesgo de herir su amor propio y, así,
ponerlos en contra nuestra. Incluso cuando la crítica sea justificada y tu
interlocutor sepa en su interior que tú tienes razón, su orgullo estará en ese
momento tan lastimado que no te dará la razón. Al contrario, despertarás su
resentimiento y es posible que hasta su rebeldía, logrando de él el efecto
contrario del que esperabas. Puesto que las personas con las que tratamos
son mucho más emotivas, orgullosas y vanidosas que lógicas y racionales,
si quieres lograr un cambio en alguien, olvídate de criticarla. La crítica sirve
más para desahogarse uno mismo que para corregir la situación o el
comportamiento que se ha criticado. Esto aplica para los empleados, para
los amigos, la pareja, los hijos o cualquier miembro de tu familia. Las
críticas mordaces o hirientes pueden provocar resentimientos que duran
toda la vida.
Y de la misma manera que las críticas no sirven para cambiar a las
personas, las discusiones no sirven para cambiar sus opiniones. Las
discusiones despiertan una resistencia idéntica en nuestro interlocutor que
las críticas, pues querellar las opiniones ajenas no es otra cosa que
criticarlas. Cuando discutimos con el otro le estamos diciendo, implícita o
explícitamente, lo siguiente: “Tú estás mal, tu juicio es erróneo, yo estoy
bien”, lo que entre líneas es lo mismo que decirle que su inteligencia es
deficiente, que es más tonto que nosotros. ¿Cómo no va a ponerse a la
defensiva, incluso cuando por dentro sepa que tenemos razón? Toda
discusión es inútil porque cuando finaliza la discusión, cada una de las
partes sale más convencida de su propia posición.
Y si ocurre que por la fuerza irrebatible de nuestros argumentos
realmente ganamos la contienda, de todas formas habremos perdido. ¿Por
qué? Porque hemos herido el orgullo de nuestro rival, lo hemos hecho sentir
inferior y por ello nos habremos ganado un nuevo enemigo. Benjamín
Franklin lo expresó hace muchos años: “Si discute usted, y pelea y
contradice, puede lograr a veces un triunfo; pero será un triunfo vacío,
porque jamás obtendrá la buena voluntad del contrincante”. Una victoria en
una discusión es lo que se conoce como una victoria pírrica. La expresión
hace referencia a una victoria que se consigue a costa de muchas pérdidas
en el bando que es aparentemente vencedor, de modo que incluso tal
victoria puede terminar siendo desfavorable para dicho bando. El nombre
proviene de Pirro, rey de Epiro, quien logró una victoria sobre los romanos
con el costo de miles de sus hombres. Se dice que Pirro, al contemplar el
resultado de la batalla, dijo: “Otra victoria como esta y volveré solo a casa”.
Esto es precisamente lo que pasa cuando ganas una discusión: te quedas
solo. Piensa, pues, qué es realmente lo que deseas, ¿una victoria pírrica,
teatral pero desastrosa en términos sociales, o la buena voluntad de tu
interlocutor? “Mejor es dar paso a un perro, que ser mordido por él al
disputarle ese derecho”, dijo alguna vez Abraham Lincoln. De manera que
la única forma de salir ganando de una discusión es evitándola. Por esta
razón es mucho mejor el tacto, la diplomacia, algo que se logra con la sola
intención sincera de ver y apreciar el punto de vista del otro.
¿Qué es lo que tienes que hacer para ganarte la buena voluntad del otro
en caso de desacuerdo? En primer lugar, evita reaccionar a la defensiva.
Rehúye el primer impulso de defender tu posición y de atacar la posición
contraria. Piensa que el otro posiblemente tenga la razón y que, si es así,
esta podría ser una buena oportunidad para que modifiques una creencia
errónea. Empieza con esta buena disposición. Creéme, es más sabia.
Recuerda: ignorante es quien cree saberlo todo. Dale, pues, al otro la
oportunidad de hablar, de decir lo que piensa hasta el final, sin oponer
resistencia. Cuando tu interlocutor llegue al final de su discurso, resalta
primero los puntos en común. Eso halagará su ego. “No lo había visto de
esa manera, creo que estoy de acuerdo con usted en esto”; “Coincido
contigo en esto y lo otro”, etc. Poner por delante las áreas de acuerdo
construirá puentes entre los dos que te serán muy útiles después. Luego,
agrega el reconocimiento de algunos errores propios, si los hay. “Admito
que en esto me equivoco, ahora estoy de acuerdo con usted”. Con esta
introducción ya habrás ganado más de lo que te puedes imaginar. Tu
interlocutor se siente halagado, ve en ti a un aliado y ha abandonado toda
actitud defensiva. Está desarmado, te has ganado ya su buena voluntad.
Pero esto no significa que has capitulado, habrá todavía ciertas cosas en las
que no estés de acuerdo.
¿Cuál es el paso siguiente? Decirle que, con respecto a estos puntos de
desacuerdo, vas a analizar sus ideas, las vas a pensar más a fondo. ¡Otro
elogio para él! Sus ideas serán tomadas en cuenta, incluso si en ese
momento no llegan a convencerte. Cuando el terreno esté así preparado,
entonces, y solo entonces, puedes plantearle al otro tu punto de vista, pero
sin que sienta que lo impones. Es decir, no empiece con un “Te voy a
demostrar que las cosas no son como tú las dices”, o “Te voy a mostrar que
estás equivocado”. Esta es la peor manera de comenzar porque enseguida
despierta oposición en el otro e incluso es probable que no te escuche con
atención. Ni siquiera digas “Te voy a decir cómo son las cosas”. Empezar
así es como decirle “Te voy a demostrar que soy más listo que tú”. La mejor
manera de demostrar algo es ocultando que se está demostrando algo.
¿Cómo se logra esto? Con diplomacia, con tacto.
Evita a toda costa el “Te equivocas” y empieza mejor con un “Es posible
que me equivoque, pero tal vez podríamos ver el asunto desde este otro
punto de vista…”; “Puedo estar equivocado, pero me da la impresión de
que…”, etc. Acostúmbrate a usar esta muletilla: “Puede que me
equivoque…”. En verdad os digo: obra milagros. Tú ya has escuchado a tu
interlocutor, has coincidido con él en algunos puntos y le has prometido
pensar más a fondo lo que te ha dicho. En ese momento tu interlocutor ya
está desarmado, te ve con estima, con aprecio. Si comienzas ahora la
exposición de tus ideas con un “Puedo estar equivocado”, no sentirá
ninguna imposición, ninguna “demostración”, sino solo eso, una exposición
de tu punto de vista. Mismo que se sentirá obligado a considerar, pues tú ya
has considerado el suyo. Estará, así, mucho más abierto a cambiar su
opinión y, lo mejor de todo, si cambia de parecer no sentirá que lo hizo a su
costa. En otras palabras, si lo convences no sentirá su orgullo lastimado
pues sabrá que tú también estuviste de acuerdo con él en ciertos puntos. No
será, pues, una victoria para nadie, sino que será precisamente eso: un
acuerdo, un sano acuerdo entre iguales.
Esta es la manera más fructífera de intercambiar opiniones y de hacer
que el otro adopte las tuyas. Como puedes ver, no tiene la forma de una
discusión en la que una de las partes critica la postura de la otra y trata de
imponer su punto de vista. En el intercambio de opiniones no hay ni críticas
ni imposiciones, sino concesiones y propuestas que, expresadas con tacto y
diplomacia, crean puentes de acuerdo entre ambos interlocutores.
Recuerda todo esto cada vez que sientas el impulso de empezar a
discutir con alguien. Recuerda que, desde el momento en el que empiezas a
polemizar, de entrada la partida está perdida. Tu interlocutor se conduce
más por la emoción que por la lógica. Sus ideas pueden estar llenas de
prejuicios, sus fuentes pueden ser poco legítimas, pero él las defenderá
como si fueran su más preciada posesión, sobre todo si le dices que se
equivoca. No discutas con él, sé más astuto que eso. Aplica mejor estos
pasos que aquí te ofrezco y experimenta por ti mismo la diferencia. Te
aseguro que con estas estrategias lograrás persuadir a los demás de manera
mucho más eficaz que con las discusiones corrientes.
Otra de las grandes estrategias de la astucia para desarmar al oponente
es adelantarnos a sus quejas con honestidad, validación, empatía y buena
disposición. Me explico. Si sabes qué es aquello que el otro te echará en
cara, admítelo antes de que él lo diga, hazle saber que la razón está de su
parte, que eres perfectamente consciente de aquello que le molesta y que
estás muy dispuesto a modificarlo.
Esta estrategia (que en realidad es una forma madura de comunicación)
la comencé a utilizar hace muchos años con mi pareja. Nuestras discusiones
eran largas e intensas pues por lo común, ante sus quejas, yo me ponía a la
defensiva, me justificaba y negaba todo lo que ella decía. Sobra decir que
defenderme servía de muy poco. De hecho, las investigaciones demuestran
que ponerse a la defensiva ante una queja pocas veces tiene el efecto
deseado. Cuando una de las partes protesta, se queja y reclama, la actitud
defensiva del otro no logra que el primero dé su brazo a torcer ni que pida
perdón. Solemos ponernos a la defensiva cuando nos sentimos atacados y
acorralados por las quejas o las críticas de la otra persona. Esta puede estar
justificada o puede estar equivocada. Por extraño que parezca, defenderse
en cualquiera de los dos casos es contraproducente pues de algo puedes
estar seguro: la otra persona no dará su brazo a torcer. ¿Pero, por qué —te
preguntarás—, si a veces la defensa está más que justificada? Porque, en
realidad, la actitud defensiva es un modo de culpar al otro, pues lo que en
esencia estamos diciendo es “El problema no soy yo, eres tú (que no
comprendes o no sabes esto y lo otro…)”. Esto, por supuesto, agrava el
conflicto.[41] ¿Qué significa ponerse a la defensiva? Principalmente, como
su nombre lo indica, defenderse de las acusaciones que el otro nos dirige, de
sus quejas y protestas. Impugnar, refutar, contradecir, replicar, rebatir,
contestar, oponerse, todas estas son actitudes defensivas. Nos podemos
defender con justificaciones, con negaciones, con evasivas o con pretextos.
La actitud defensiva siempre dice “Bueno, en mi defensa bla, bla, bla… Y
por eso tu crítica no es válida”. Aquí está el meollo del asunto: la actitud
defensiva no valida las quejas de nuestro interlocutor, sino que —peor aún
— le dice “Estás mal”.
En fin, regresando a mi caso, nuestras peleas eran largas y desgastantes.
Yo era experto en ponerme a la defensiva, incluso en ponerle las cosas del
revés y empezar a criticarla a ella. Por supuesto, era el cuento de nunca
acabar. Pero un buen día, pensando en la manera de acabar con la bonita
tradición de las peleas interminables, se me ocurrió adelantarme a todas sus
críticas, a todas sus quejas y reproches que sabía me iba a decir. Antes de
que ella tuviera siquiera la oportunidad de formularlas, admití desde el
principio que me había equivocado (honestidad), que tenía toda la razón en
estar molesta (validación), que yo me hubiera molestado también si ella lo
hubiera hecho (empatía) y que estaba dispuesto a enmendar mi error (buena
disposición). ¿Qué ocurrió? ¡Magia!: la discusión se acabó en el acto. Una
discusión que pudo haber durado dos horas terminó en menos de dos
minutos. Ella primero se quedó sin nada que decir. Le había robado todas
las palabras de su boca y no tenía caso que las repitiera, pues yo ya las
había aceptado de antemano. Su actitud de enfado cesó y adoptó una
postura más generosa y conciliadora. Cosa curiosa —además de que mi
presteza en autocriticarme había sofocado sus ganas de pelear—, restó
importancia al error que yo había cometido, e incluso se disculpó por otras
cosas que a mí me habían molestado en el pasado. Cediendo así, conseguí
mucho más de lo que esperaba. Desde entonces es una práctica común en
nuestra relación adelantarnos a las quejas del otro, o por lo menos ceder con
honestidad, validación, empatía y buena disposición en caso de que no
hayamos podido prevenir la queja.
Ahora te estarás preguntando lo siguiente: ¿Por qué tengo que ceder
cuando la otra persona está claramente equivocada? ¿Por qué tendría que
aceptar un error que no he cometido? ¿No es válida una defensa en estos
casos? La respuesta a esta última pregunta es sí y no. Aunque la otra
persona esté equivocada, recuerda que está molesta y que por lo tanto no
está procediendo con la lógica sino con sus emociones. Insisto: ponerse a la
defensiva, aunque seamos nosotros los que tenemos razón, solo logrará
empeorar las cosas. Pero tampoco vamos a aceptar un error que no hemos
cometido, sería injusto. En estos casos lo único que tenemos que hacer es
invertir el orden de nuestra estrategia de este modo: 1) validación; 2)
empatía; 3) buena disposición; 4) honestidad. Es decir, comienzas validando
su queja y siendo empático con ella (“Entiendo que estés molesto(a), yo
también lo estaría si estuviera en tu lugar”), expresas tu buena disposición
para que ello no ocurra en el futuro (“Haré todo lo que está en mí para que
esto no ocurra”) y por último aclaras el malentendido (“Sin embargo, creo
realmente que esta vez no cometí ese error por el que estás molesto(a). En
realidad…”, etc. En otras palabras, la defensa déjala al último. Una vez que
hayas validado su enojo, empatizado con su molestia y te hayas
comprometido a no fallar en ese punto o cuestión, plantea con diplomacia tu
justa defensa y aclara el malentendido en el que la otra persona pudo haber
caído. De esta manera lograrás que tu interlocutor se sienta comprendido y
allanarás el camino para la reconciliación.
Existen algunas frases y palabras que tienen un efecto mágico en nuestro
interlocutor. Cuando estamos escuchando lo que el otro nos dice, decir “sí”,
“entiendo”, “ya veo” o expresiones semejantes son una excelente
retroalimentación que hace que nuestro interlocutor se sienta escuchado y
comprendido. Esto provocará que nos escuche a su vez con atención y
respeto cuando nos toque el turno de hablar. Si, por el contrario, lo
escuchamos con una actitud negativa, cruzando los brazos, negando con la
cabeza, seguramente le haremos sentir frustración y enojo. Nos pagará con
la misma moneda, te lo aseguro.
Otra de las frases mágicas que funciona de maravilla cuando la otra
persona nos está expresando alguna molestia o queja es la que ya
mencionamos líneas arriba: “Entiendo perfectamente cómo te sientes; si yo
estuviera en tu lugar, sentiría exactamente lo mismo”. Esta frase tiene un
efecto asombroso en el otro porque le dice que lo comprendemos, que sus
sentimientos son válidos, que está perfectamente justificado en sentirse
molesto. El reconocimiento de sus sentimientos es ya para él el inicio de la
justicia y a veces incluso bastará con esto para calmarlo del todo.
Evita, pues, ponerte a la defensiva o llevarle la contraria a los demás. La
única utilidad de llevar la contraria es sacarle a alguien un secreto. Más
específicamente, una de las estrategias más eficaces para sacarle al otro sus
secretos es dudar de lo que dice u oponernos moderadamente a lo que este
afirma. Cuando le llevamos la contraria al otro sutilmente con dudas, con
escepticismo, con una moderada oposición, este se ve obligado a reanudar
con más ímpetu la defensa de lo que dice, revelando para ello otros datos
que antes no estaba dispuesto a revelar. Es el mismo efecto que produce en
el maestro la resistencia a creer del alumno. Cuando el pupilo refuta al
maestro o le dice que no está del todo convencido, este tiene que utilizar
más datos, más argumentos, ahondando y precisando más en su explicación.
Resistirse a creer lo que el otro dice es la llave para acceder a todo lo que en
un principio no nos dice. La forma de lograrlo es despreciar sus palabras
con mucha delicadeza, fingir que no estamos del todo convencidos, de
manera que no lo ofendamos, sino que provoquemos en él la necesidad de
descubrirnos sus más profundos secretos.
Un día cualquiera en la oficina, Josué recibió por parte de Tere el rumor
de que habría recorte de personal el mes siguiente. Aunque Tere afirmaba
que había escuchado aquello “por ahí” y no sabía mucho más del asunto,
Josué estaba seguro de que Tere —que se relacionaba con algunas personas
de recursos humanos— sabía más de lo que ella misma admitía, así que
comenzó a llevarle sutilmente la contraria para picarla y sonsacarle más
información.
—¿De verdad? No lo creo, hubo recorte de personal hace apenas tres
meses. Es solo un rumor.
—Es cierto, viene de buena fuente.
—Tere, los baños nunca son una buena fuente. Hay que tener cuidado de
lo que escuchamos, luego queda uno como un tonto.
—¡Te digo que es buena fuente! No lo escuché en los baños, lo escuché
de alguien de RH —insistió ya algo picada en su orgullo.
—Ajá, como si la gente de RH te fuera a revelar esa información.
—Pues para que lo sepas —dijo ya con cierto fastidio—, me lo dijo
Susana, la secretaria del gerente de RH, ayer en la comida. Van a recortar
del área de Ventas, de Informática y de Mercadotecnia. En tu área van a
despedir a tres personas. Tú no estás en la lista, no te preocupes. Es todo lo
que sé. Por favor —pidió, sintiéndose un poco culpable— no le digas a
nadie lo que te acabo de decir.
Tere había caído en las sutiles redes del engaño de Josué, quien,
fingiendo dudar de lo que aquella le revelaba, logró desenredar todo el hilo
de la madeja que antes se le ocultaba. Este es el sutil arte de llevar la
contraria para obtener más información de los demás.
Lenguaje no verbal

Pasemos ahora al lenguaje no verbal. En relación a esto, una de las primeras


tareas en la escuela de la astucia es dominar el arte de la observación.
Muchas cosas se nos escapan por no observar con detenimiento los
semblantes, los leves gestos, las actitudes y posturas de los demás. Pon
atención a las leves omisiones, los silencios, los pequeños sobresaltos. Un
sondeo cuidadoso y sostenido sobre una persona te revelará pronto su
interior, pues el cuerpo y la mente están tan unidos que el primero traiciona
a la segunda constantemente. Para valorar cualquier situación, primero hay
que entenderla a profundidad. La distracción y los descuidos en la
observación son los peores enemigos de la astucia. La luz de la razón no
puede hacer su tarea si no cuenta con datos positivos y experiencias que
pueda interpretar. El buen observador entiende todo a la primera, incluso sin
haber hecho ninguna pregunta. Quien observa atentamente las situaciones,
manda sobre ellas. Quien está distraído es gobernado por lo que ni siquiera
ha visto. Cultiva, pues, tus dotes de observación: te revelarán la más arcana
interioridad de quienes están a tu alrededor.
Lo que el cuerpo de los demás nos dice no es algo que solamos traducir
a palabras. Para decirlo de otro modo, el lenguaje del cuerpo del otro no se
entiende de manera intelectual, sino de manera física y emocional. Cuando
aprendemos al leer el lenguaje corporal de los demás, es como si instintiva
e inmediatamente comprendiéramos lo que el otro está sintiendo. Esto se
debe a que la comprensión de la gestualidad del otro es una forma de
conocimiento distinta a la verbal que hunde sus raíces en la animalidad de
nuestra naturaleza humana más primitiva. Aquí no está involucrada la parte
del cerebro que procesa la información verbal, sino que son las neuronas
espejo las que comprenden todo de forma inmediata.
Según algunos estudios, casi el 65% de lo que comunicamos al otro es
información no verbal. Sin embargo —como vimos en el capítulo anterior
—, estamos acostumbrados a darle al logos (la palabra) una importancia
casi total. Si consideramos que las palabras que los individuos eligen
decirle a los demás muchas veces tienen el propósito ocultar lo que en
verdad están sintiendo o pensando, imagina todo lo que se nos está
escapando por no atender al lenguaje no verbal. Nuestras habilidades
sociales están reducidas al mínimo cuando atendemos solo a las palabras,
un mínimo que ni siquiera sería recomendable mantener pues en muchas
ocasiones esté déficit lleva al engaño y a la confusión. Escuchar solamente
lo que los demás nos dicen es como ir por la calle con un ojo vendado. Y es
que los mensajes corporales que el otro nos envía son como un subtexto que
nos revelan lo que el otro oculta, sus verdaderas intenciones y deseos. Es,
pues, fundamental para quien quiere desenvolverse en la vida con astucia
atender a esta elocuente y pocas veces atendida área del conocimiento de
las personas.
Para ello tendrás que ir más allá de sus palabras y observar el tono de las
mismas, los ademanes que hacen con sus manos mientras hablan, sus gestos
faciales, la rapidez al hablar, etc. Mientras que las palabras que escuchas
van a dar directamente a tus oídos, imagina que su lenguaje corporal irradia
algún tipo de aura o de vibración que tu cuerpo recibe y procesa de manera
inmediata. Mientras que tus ojos observan cada detalle de su lenguaje
corporal, imagina que eres sumamente receptivo a esas sutiles vibraciones y
deja que provoquen impresiones en ti. Podrás entonces captar congruencias
o incongruencias entre lo que tu interlocutor dice con la boca y lo que dice
con su cuerpo. Podrás comprobar, por ejemplo, que lo que te dice con
entusiasmo está realmente respaldado por el entusiasmo de su cuerpo y de
su entonación, o, por el contrario, podrás percibir un sutil o un fuerte
contraste entre lo que te dicen sus palabras y lo que expresan sus gestos.
Puedes poner luego etiquetas a los gestos que en ese momento percibes:
«nerviosismo», «enojo», «mentira», «inseguridad», etc. Pero ¡ojo!, no
confíes ciegamente en estas primeras impresiones. Aunque nuestro
entendimiento del lenguaje corporal de las personas suele ser muy confiable
con tan solo prestar más atención a los detalles, no es en lo absoluto
inmejorable. Para aquellos individuos que es importante conocer a fondo (tu
jefe, tu cita romántica, tus hijos), es recomendable llevar una pequeña
bitácora que podrás ir perfeccionando con el tiempo.
Las investigaciones sobre el lenguaje no verbal han avanzado
muchísimo nuestro conocimiento al respecto en los últimos años. Y no solo
por mero afán científico, sino por la evidente utilidad práctica que tiene el
uso de estos conocimientos en asuntos tan importantes para la vida humana
como la seguridad aeroportuaria, la criminología, la detección de mentiras o
el diagnóstico psicopatológico. También en la política y en el mundo de la
empresa la comunicación no verbal se ha revelado de una extrema
relevancia. Por ejemplo, podemos utilizar estos conocimientos para
negociar con ventaja, para ser líderes más eficaces, para trasmitir mejor
nuestro mensaje a un auditorio, conocer más a nuestro cliente, interpretar
correctamente las señales de esa persona que nos encanta o detectar
intenciones no confesadas en nuestros subordinados.
Para saber qué siente y piensa una persona, tenemos que ser capaces de
“leer” su lenguaje no verbal, y para ello hay que aprender a observar, a
analizar y a interpretar ciertas señales que trasmiten los cuerpos de los
demás. Cuando sepamos leer estas señales, tendremos una información
privilegiada que nos dará cierta ventaja sobre los demás. Inversamente,
muchos de los mensajes no verbales que damos a los otros los damos de
manera inconsciente. Tenemos muy poco control sobre ellos, por lo que
conocer los fundamentos de la comunicación no verbal nos permitirá tener
un mayor control sobre lo que nuestro cuerpo transmite a los demás
(recuerda el cuadrante de la autoexposición). Son, pues, dos objetivos los
que queremos lograr mediante el conocimiento del lenguaje no verbal:
descifrar los pensamientos y los sentimientos reales de los demás; y ser más
cuidadosos y/o eficaces en nuestra comunicación.
Como recordarás, aquí sostenemos que la astucia se distingue de la vil
manipulación y que, por lo tanto, se aleja del engaño y la mentira egoísta
del manipulador. Sin embargo, también reconocimos que, en cierto sentido,
todos somos un poco mentirosos o desempeñamos distintos papeles según
las circunstancias. Estamos muy lejos de expresar nuestro interior de
manera prístina y verídica, pues muchas situaciones exigen de nosotros que
nos falseemos un poco. Ya desde que somos niños tenemos que
comportarnos y expresarnos de distinta manera a como realmente sentimos
y pensamos. Aprendimos a mentir cuando nos preguntaban quién había
dibujado pinturas rupestres en la pared de la sala; a manipular a nuestros
padres con un lloriqueo fingido para que nos compraran un helado; a
esconder nuestro miedo para ser aceptados en nuestro grupo de amigos
cuando traspasábamos una propiedad privada. Desde pequeños hemos
aprendido a falsear nuestros deseos, nuestros miedos, a aparentar ser otros
que los que somos; a maquillar, por necesidad, nuestro auténtico interior. El
proceso de socialización, llevado a cabo por la educación, ha formado
nuestro rostro social, un rostro que es las más de las veces un poco
mentiroso. Aprendemos pronto que la sinceridad sin autocensura —que
expresa sin ningún filtro lo que pensamos y sentimos— no es lo más
conveniente para las relaciones sociales. Aprendimos, pues, a controlar
nuestros impulsos más primitivos mediante la razón, en aras de la
diplomacia y el refinamiento de lo que llamamos cortesía, protocolo,
urbanidad, educación o buenas maneras. Pero esto significa que detrás de
una norma social hay algo que se enmascara; detrás de cada
comportamiento socialmente aceptable hay un deseo, un pensamiento o una
intención no confesada y que fue necesario maquillar. Es en este sentido
que gran parte de las habilidades sociales se basan en la ocultación.
Ahora bien, el lenguaje corporal inconsciente muchas veces pasa por
alto lo que la racionalidad de las habilidades sociales trata de ocultar. Si la
educación y la cortesía ocultan nuestro verdadero interior, los gestos
involuntarios del lenguaje no verbal son indicios que revelan lo que se está
ocultando. No saber ver e interpretar correctamente estas señales es como
ser un analfabeto del lenguaje no verbal. Pues la mayoría de nosotros le
damos demasiada importancia a las palabras, lo que provoca que muchas
veces pasemos por alto contradicciones entre lo que dicen las palabras y lo
que dice el cuerpo. Es esta incoherencia entre el fondo y la forma lo que el
estudioso del lenguaje no verbal comienza a entender.
Pero, ¿cómo saber a qué señales hay que darle importancia y a qué otras
no tanto? Para empezar, hay que distinguir entre los rasgos electivos y los
no electivos. Como su nombre lo indica, los rasgos electivos son los que
elegimos, los que están bajo nuestro control, mientras que los no electivos
escapan a nuestro control. Una persona no escoge su estatura, su color de
piel o la forma de su rostro. Suele escoger, en cambio, la ropa que viste, el
peinado, los zapatos. Cuando queramos analizar a otra persona, deberemos
centrarnos en los rasgos electivos no solo porque son estos rasgos los que
más nos revelarán su personalidad, sino porque de otro modo podríamos
caer en prejuicios racistas, sexistas o xenófobos que, además de ser
injustamente discriminatorios, nos darán “informaciones” erradas sobre esa
persona. A medida que vayamos conociendo a alguien, sus patrones de
conducta se irán haciendo evidentes: de qué ánimo suele estar, cómo
reacciona a determinados estímulos, qué creencias tiene, cuáles son sus
gustos, qué le disgusta. Procura identificar la mayor cantidad de aspectos
idiosincráticos que lo definen, pues esto te permitirá predecir su
comportamiento futuro y localizar desviaciones de su patrón que puedan
darte información relevante sobre sus estados internos presentes.
También hay que estar atento a la congruencia o la incongruencia entre
los diferentes mensajes que emite, así como al contexto en el cual se
manifiestan. Alguien puede decir “Me alegra verte” con una cara de total
indiferencia; otro, a la pregunta “¿Cómo te encuentras?”, puede responder
“Estoy bien” con cara de abatido. En estos casos el comportamiento no
verbal es incongruente con respecto al verbal, y es evidente que el
verdadero mensaje está en el primero. Alguien puede decir, por ejemplo,
“¡Me encanta tu cocina!” frente a una empanada carbonizada. En este caso
la incongruencia existe entre el mensaje verbal y el contexto. Por esta
razón, a la hora de analizar a otra persona es importante que tomes en
cuenta el entorno en el que se encuentra. ¿Llega de un arduo día de
trabajo?, ¿se encuentra en una fiesta?, ¿está bajo presión?, ¿acaba de recibir
una mala noticia? El contexto es sumamente importante para interpretar los
mensajes que emiten los demás, pues este influye de manera directa en su
comportamiento y a veces es incluso la causa directa del mismo.
Cuando hablamos, nos valemos de la cabeza, los brazos, las manos e
incluso los pies para expresar mejor nuestro mensaje. Este conjunto de
movimientos que hacemos con el cuerpo es lo que en psicología de la
comunicación se llama gesticulación. Pueden ser tanto conscientes como
inconscientes, y aunque los gestos revelan las actitudes, emociones e
intenciones de una persona, el significado de cada gesto no puede
determinarse con exactitud para todos los casos. Desconfía, pues, de todos
aquellos manuales o diccionarios de lenguaje corporal que pretenden darte
las claves universales para descifrar cada tipo de gesto. En realidad, la gran
mayoría de los movimientos del cuerpo carece de un significado social fijo
y exclusivo. Se dice, por ejemplo, que estar de brazos cruzados en una
conversación es señal de cerrazón, de oposición o disconformidad, pero la
persona puede estar simplemente cruzada de brazos porque está cansada y
es la posición más cómoda para ella en ese momento. Recuerda, todo
depende del contexto y situación, del marco de la relación, de la
congruencia o incongruencia que exista con los patrones habituales de
conducta de la persona, o con otras señales que emita y refuercen una u otra
interpretación. No existe, pues, ni podrá existir jamás un diccionario
universal de lenguaje corporal.
Ahora bien, tampoco estamos en la situación de que cualquier gesto
puede significar cualquier cosa de manera arbitraria y caótica. Ciertamente
hay algunos gestos que parecen estar presentes en todas las culturas y cuyos
significados son invariables. El miedo, la alegría, el enojo, la tristeza y la
sorpresa son algunas de las emociones humanas básicas cuyos gestos
característicos están presentes incluso en los niños más pequeños. También
podemos interpretar con bastante acierto en los demás gestos de desinterés,
de asco, de molestia reprimida, de impaciencia, confusión o nerviosismo.
Pasar por alto este tipo de gestos puede traernos problemas con los demás.
Piensa en la típica persona que monopoliza el uso de la palabra en una
conversación y acaba haciendo un monólogo que aburre a todos los
presentes. Por lo general, son individuos que —tal vez por estar demasiado
centrados en sí mismos— no interpretan las señales de desinterés o
impaciencia por parte de sus oyentes. Estos, por su parte, estarán buscando
cualquier oportunidad de huida, dando señales físicas de que escuchan
cuando en realidad, mentalmente, están ya muy lejos del parlanchín. Si esta
falta de atención por parte de quien monopoliza así las conversaciones se
repite en cada ocasión, dicho individuo será evitado por los demás, pues lo
considerarán insufrible y necesitado de protagonismo. Nadie quiere hablar
con alguien que sea incapaz de mantener un diálogo con su prójimo.
Mantente, pues, atento en cualquier conversación a la actitud y gestos de
tu interlocutor. Observa si asiente a lo que dices, si te mira con interés o si,
por el contrario, muestra leves signos de indiferencia, impaciencia, molestia
o nerviosismo. Mientras hablamos, hay que «escuchar» también al otro
mediante su lenguaje corporal. Si percibimos señales de impaciencia o
signos de que el otro quiere concluir la reunión, podremos despedirnos con
elegancia. De otro modo, nos arriesgamos a abusar de su tiempo y ser
inoportunos, lo que nos puede cerrar puertas en el futuro. Recuerda, más
vale retirarse a tiempo, pues es mejor despedirse que ser despedido. Lo
mismo aplica cuando nos encontramos en el lado contrario: hay que esperar
las señales de cierre, o por lo menos emitirlas de forma sutil y amable. De
otra manera nuestro visitante se marchará sin haber dicho todo lo que tenía
que decir o, peor aún, se marchará ofendido y con la sensación de haber
sido despreciado con descortesía. Hay que estar muy atento a las señales,
leer la situación a cada instante. Si comienzas a percibir en el otro signos de
impaciencia o de intranquilidad, cambia de tema, o, si la situación así lo
pide, empieza el cierre. La clave para ser perspicaz aquí es la observación
atenta a los detalles.
Aunque, como dijimos, no existe tal cosa como un diccionario universal
de gestos y lenguaje corporal, podemos clasificar el tipo de gestos por su
función y las condiciones de su aparición. Existen, por ejemplo, los
movimientos corporales inconscientes que hacemos cuando estamos
nerviosos o incómodos. Se les conoce como gestos adaptadores y por lo
general los realizamos tocando nuestro cuerpo o manipulando algún objeto.
Rascarse la cabeza, frotarse las piernas, hurgarse el oído, morderse las uñas,
jugar con el lápiz, con un clip o enrollar una servilleta son ademanes que en
nada contribuyen al mensaje que queremos trasmitir y que sin embargo
dicen mucho de nosotros. Por lo general son la manifestación de
sentimientos o emociones negativas con respecto a nosotros mismos o los
demás. Son signos de tensión o estrés, pues con ellos pretendemos controlar
o disimular nuestro estado emocional. Si los ves en los demás, no te
apresures a clasificarlos dentro de esta categoría, sino que primero verifica
si el contexto así lo pide.
Si desarrollamos nuestra perspicacia en la detección de este tipo de
señales, podremos hacernos con información muy relevante acerca del
individuo que los realiza. Jugaremos con ventaja si, descifrando el interior
emocional oculto de las personas que se manifiesta en estos aparentemente
insignificantes gestos adaptadores, revelamos sus segundas intenciones, sus
sentimientos no confesados, sus estados de ánimo encubiertos. En el caso
de los adaptadores, son comunes en personas que se sienten observadas, que
están incómodas o tensas. Esta es, pues, la primera ventaja de conocer la
función de los adaptadores en los demás. La segunda es que también
estaremos más conscientes de los nuestros, de modo que podamos
controlarlos a voluntad para no dejar traslucir en ningún momento aquellos
estados internos que queramos esconder frente a la mirada ajena.
En general, el rostro y el cuerpo trasmiten emociones de manera
coherente. Si el rostro expresa tristeza, el cuerpo estará decaído, el andar
será lento, errático y la cabeza irá baja al igual que los hombros. Así
también la alegría, el nerviosismo, el asco o la decepción se reflejarán no
solo en el rostro, sino también en el tronco, los brazos y las piernas. En
conjunto, los rasgos faciales y corporales son un reflejo de nuestro estado
interior. Se les conoce como gestos afectivos y —a diferencia de los
adaptadores, que contribuyen poco o nada a la conversación— son gestos
que intervienen en nuestra comunicación de manera notoria. Con los gestos
afectivos podemos deducir en el otro su grado de interés en la conversación,
su confianza y seguridad al hablar, qué tanto está implicado en la actividad
o sus sutiles intentos por esconder sus verdaderos sentimientos.
La mayoría de las emociones que el individuo transmite mediante los
gestos afectivos se pueden agrupar en dos categorías principales: 1. Las que
reflejan bienestar: paz, placer, alegría, serenidad, confianza, amor,
compromiso, disponibilidad, etc. 2. Las que reflejan malestar: inquietud,
ansiedad, miedo, ira, agresividad, etc.[42] En un capítulo anterior vimos que,
simplificando al máximo, las personas con las que te encuentras todos los
días se relacionan contigo de básicamente tres maneras: 1) con neutralidad;
2) con intención de colaborar; 3) con ánimo de confrontación. Pues bien,
los gestos afectivos te servirán para saber en cuál de estas tres
clasificaciones cae tu interlocutor. Hay que estar muy atentos a estos gestos
y distinguir entre aquellos que son evidentes y expresan de manera
transparente lo que tu interlocutor siente, y aquellos gestos delatores que
son involuntarios y que pueden expresar exactamente lo contrario de lo que
expresan sus palabras. Recuerda: la palabra se origina en la razón y es esta
la que les permite a los humanos disfrazar a voluntad sus estados interiores.
Como el lenguaje no verbal escapa al control racional, conocerlo nos
permitirá delatar detrás de las palabras estados emocionales que no se
corresponden con ellas.
Pasemos ahora a tu autoexposición no verbal. Lo primero que tienes que
cuidar en tu relación con los demás es tu actitud corporal, pues junto con tu
aspecto físico y tu indumentaria, es lo primero que los demás perciben de ti
(y recuerda que la primera impresión jamás se olvida). Tú actitud corporal
expresa tu «postura» frente a la vida, dice cómo te sientes y cómo eres en
general contigo mismo y con los demás. En otras palabras, es la
autoexpresión no verbal más básica y evidente frente a los otros. En
palabras de Teresa Baró, experta en temas de comportamiento no verbal:
“La actitud corporal tiene que ver con el saber estar, la elegancia, el porte y
el estilo. También con la energía, el optimismo, el compromiso y la
empatía. Y podemos añadir también autoridad, respeto, seguridad,
confianza”.[43]
Por supuesto, aunque hay sin duda un elemento de invariabilidad en la
actitud corporal de cada quien, esta no es algo estático, sino que puede
variar con el tiempo y según las circunstancias. Entre los factores que
condicionan la «forma de estar» de un individuo podemos contar: su
personalidad, su estado emocional, la educación que recibió y la
formalidad/informalidad de la situación. Nuestra imagen y expresión
corporal está constituida por una combinación de estos factores. Hay quien
suele estar alegre todo el tiempo, pero si acaba de recibir una noticia
desagradable, lo veremos decaído. Ahora bien, esta misma persona tratará
de ocultar su tristeza si tiene que aparentar positividad y confianza en una
entrevista de trabajo. Así de complejos somos.
Tu «postura» frente a la vida, que puede leerse a través de tu actitud
corporal, es el grado de «energía» que expresa tu cuerpo. En este sentido,
puedes estar «apagado» o «encendido». Estás encendido cuando tu yo se
expande hacia afuera, tus emociones son positivas, te encuentras alegre,
optimista, te sientes bien y confiado con quienes tienes alrededor y podrías
incluso establecer una conversación con cualquier extraño. En cambio,
cuando te sientes apagado, tus emociones son negativas y quieres pasar
desapercibido. Son esos días en los que te sientes bloqueado, ensimismado,
ninguna palabra sale de tu boca y, mientras más tiempo pasa, más torpe te
sientes. Rumias pensamientos negativos sobre tu persona, te autosaboteas,
te achicas y quisieras simplemente desaparecer. El cansancio también puede
apagarnos y se puede notar por la forma de caminar o de estar de pie; el
pecho se hunde, arrastras los pies, eres un bulto, un muerto viviente. Y pasa
lo mismo cuando estás abatido por alguna mala noticia, cuando has sufrido
alguna decepción laboral o amorosa, o simplemente cuando estás pesimista
sobre algún asunto de actualidad. Por el contrario, cuando estamos frescos y
contentos, los hombros se abren, la espalda y la cabeza se yerguen, la
sonrisa es más fácil y cambia nuestro tono de voz y nuestras
gesticulaciones.
La actitud corporal es un excelente indicador del estado emocional de la
persona. Solo con observar cuidadosamente cómo aparece el otro frente a
nuestra vista, podemos percibir cómo se siente. Observa cada detalle en sus
gestos y en su postura y confía en tus instintos a la hora de interpretarlos.
Ten por seguro que tantos años de evolución nos han hecho expertos en
descifrar el lenguaje corporal de los demás. Solo hace falta eso: observación
cuidadosa y detallada. Y recuerda que los demás también pueden percibir lo
que sientes con solo aparecer frente a su mirada. Cuida, pues, lo que
trasmites. Recuerda que puedes tener un mejor control de los mensajes
emocionales que emites. Es importante tomar consciencia de cómo nos
perciben los demás.
Y otra cosa aún más importante: los psicólogos afirman que también es
posible controlar tus estados internos mediante el control consciente de tu
cuerpo. En este sentido, ser felices nos hace sonreír, pero lo contrario
también es cierto: sonreír, aunque sea sin ganas, acaba por hacernos más
felices. Según esta teoría, comprobada una y otra vez por expertos en la
materia, nuestra forma de comunicarnos con nuestro cuerpo también nos
afecta anímicamente. Si tendemos a adoptar una postura apagada, cerrada y
decaída, inmediatamente adoptaremos también ese estado de ánimo. Por
ende, nuestra comunicación no verbal no solo obra un efecto sobre los
demás, sino que tiene también «efectos secundarios» sobre nosotros. El
primero de estos estudios fue realizado por Fritz Strack junto con otros
científicos en 1988. En su investigación, quisieron poner a prueba la
hipótesis según la cual la actividad facial de las personas influye en sus
respuestas afectivas. En el experimento, colocaban un lápiz en la boca de
algunos participantes de manera que les fuera imposible sonreír
naturalmente, mientras que la otra mitad del grupo podía sonreír fácilmente.
Luego, se les presentó a todos los participantes una serie de caricaturas
humorísticas. El experimento mostró que los sujetos a los que se les había
permitido sonreír reportaban respuestas humorísticas más intensas que
aquellos a los que se les inhibía la sonrisa, lo que demostraba que las
respuestas afectivas dependían en gran parte y de manera directa de la
actividad facial.[44] Este estudio —que ha sido replicado y confirmado por
otros similares— demuestra que adoptar una postura relajada y feliz nos
hace sentir, precisamente, relajados y felices.
Así pues, la actitud corporal que adoptemos influirá no solamente en la
manera como los demás nos perciben, sino que también lo hará en la forma
como nos sentimos con nosotros mismos. ¡Son dos buenas noticias! Con el
dominio de tu actitud corporal no solo tendrás el control de lo que trasmites
a los demás, sino que también podrás modificar tus estados internos a
voluntad. Ahora que sabes esto, es hora de ponerlo en práctica con
inteligencia, con astucia. Lo que quieres trasmitir a los demás es seguridad,
liderazgo, voluntad. No te quieres dejar pisar por los demás, ¿no es cierto?
Tienes que dar la impresión, pues, de ser una persona segura, relajada,
dispuesta siempre a la acción. Recuerda lo que dijimos en un capítulo
anterior: todo está en la actitud. Procura, pues, actuar con la dignidad y
magnificencia de un grande.
En posición de pie, presta atención a la verticalidad. Dirás que esto es
obvio: estar de pie es estar en posición vertical. Sin embargo, muchas
personas no están nunca realmente en posición vertical, sino que tienen el
torso encorvado, echan los hombros hacia delante, van con una joroba como
si cargaran el mundo sobre sus espaldas. Lo que trasmiten estas personas (y
probablemente también lo sienten en su fuero interno) es que están abatidas,
derrotadas, cansadas y desanimadas. No quieres transmitir eso; no quieres
sentir eso. Para adoptar realmente una posición vertical debes imaginar que
eres como un títere que cuelga de un hilo que sale de tu coronilla. Imagina
que alguien tira del hilo hacia arriba y siente cómo todo tu cuerpo se
endereza inmediatamente. Cuelgas de un hilo y tu espalda adopta su
verticalidad natural. Pero no solo eso, sino que tus hombros se abren, tu
pecho se alza, tus brazos y manos cuelgan naturalmente al lado de los
muslos, sin tensiones, sin forzar nada.
Una vez que hayas adoptado tu verdadera verticalidad, vamos ahora a
conseguir la estabilidad. La estabilidad es sinónimo de confianza. Un
puente inestable, un edificio inestable no generan confianza, de la misma
manera que no la inspira quien es inconstante, veleidoso, voluble (“No sé si
seguir con él/ella… es muy inestable”). En lo que a postura corporal se
refiere, la estabilidad se logra adoptando una posición en la que damos a
entender que no nos caeremos aunque llegue un huracán. Los pies están
firmemente apoyados en el suelo, ligeramente separados y en paralelo. No
totalmente juntos —darás la ridícula impresión de estar recibiendo una
orden militar— ni demasiado separados —no estás haciendo aeróbics—
sino separados a la altura de los hombros (un poco más si tienes hombros
estrechos). Esta postura no solo hará que la ropa te sienta mejor y que tu
postura sea más elegante en general: también te aportará una sensación de
estabilidad, de seguridad, de control. Es tu «posición de poder». Si además
de eso hinchas el pecho y alzas la cabeza en señal de orgullo y actitud
provocativa, parecerás un gladiador. Nadie que te vea en esta posición
pensará que eres memo e inocente ni sentirá la tentación de aprovecharse de
ti.
Como puedes ver, no se trata solamente de una manera de colocar el
cuerpo: controlar tu postura corporal es también dominar tu postura frente a
la vida. Se trata, pues, de cultivar un estado espiritual, una actitud vital, una
postura existencial. Es como si te dijeras a ti mismo “Aquí estoy y no me
moverán”, lo que hará que los demás te perciban como una persona
confiada, serena y con los pies en la tierra. Esto, por supuesto, creará un
círculo virtuoso, pues cuando los demás comiencen a tratarte según esta
imagen que proyectas, tendrás más razones para creer que los sentimientos
relacionados con esta postura (seguridad, confianza, fuerza, voluntad) son
realmente los que te corresponde sentir. Lo contrario también es cierto:
adoptar una postura de debilidad, de abatimiento y de inseguridad acabará
por crear un círculo vicioso de profecías autocumplidas. Recuerda: aquello
que pensamos de nosotros mismos en nuestro fuero interno lo expresamos
inconscientemente, de alguna u otra manera, mediante el cuerpo.
Ahora bien, los demás te tratarán según la imagen que tengan de ti. Es
por esta razón que muchas personas que tienen creencias autolimitantes (y,
como consecuencia, baja autoestima) encuentran refuerzos en cada esquina
para seguir creyéndose menos que los demás. Uno de los extremos de este
fenómeno es la figura del «caza zapes» (el zape es un golpe duro en la nuca
dado a otro con la mano abierta). Tristemente, el caza zapes va por la vida
pidiéndole a todos —no verbalmente, sino con su actitud, su conducta, su
postura— “Deme un zape, por favor, en verdad lo merezco”. El caza zapes
no siente ningún respeto por sí mismo; al contrario, se menosprecia, se odia
“secretamente”. Lo cierto es que para nadie es un secreto: lo expresa con
todo su ser. Y por ello los demás lo tratan así, de manera despectiva y sin
ningún respeto.
Si quieres ser astuto en la vida, no te conviertas en el caza zapes del
grupo. Hazte respetar controlando aquello que trasmites a los demás y
adopta siempre una postura de poder serena, relajada y confiada. Si tienes
creencias autolimitantes que te hagan tener una baja autoestima, no pierdas
el tiempo y corre a buscar ayuda profesional. Puede que no necesites pagar
sesiones con un terapeuta, existen libros excelentes sobre el tema (aunque
recuerda que la sola lectura no basta, siempre hay que poner en práctica los
conocimientos).
Más allá de los gestos que “hablan de nosotros” (autoexposición), están
aquellos que hablan de nuestra relación con los demás (gestos no verbales
de relación). Existen dos grandes categorías de gestos de relación: los
abiertos y los cerrados. Lo primeros indican bienestar y disponibilidad,
confianza y colaboración; los segundos denotan malestar, temor y
autoprotección. La expresión «ser recibido con los brazos abiertos» no es
una mera metáfora. La voluntad de interactuar con los demás, de colaborar,
el gusto que nos da su proximidad se manifiesta naturalmente con la
apertura de brazos y manos. Piensa, por ejemplo, en la agradable sensación
de encontrarte a un conocido en la calle y notar que su sorpresa y sus
palabras (“¡Hey, qué gusto verte!”) van acompañadas de una amplia
apertura de brazos. Ahora piensa en la misma situación, pero el otro se
cruza de brazos o se rasca el cuello. ¿Notas la diferencia?
La amplitud en los gestos se logra cuando separas los codos del tronco
al hablar, abres las palmas y te deshaces de la tensión en los dedos,
separándolos un poco. Elevar los brazos y mantener las palmas abiertas
trasmite valores positivos como la honestidad, la confianza, el respeto y la
tolerancia. Imagina lo contrario: alguien se dirige a ti sin despegar los codos
del tronco, o gesticula con los puños cerrados o, si abre las palmas, tiene los
dedos rígidos y pegados. Raro, ¿no es cierto? Es como si te hablara un
robot. Los gestos de cierre son los contrarios a los de apertura: cruzarse de
brazos, cerrar el puño, rascarse el cuello con la mano del lado opuesto,
ponerse un objeto en el estómago como escudo, son algunos de los gestos
de cierre más comunes. Quien cierra los brazos está mostrando
inconformidad con la situación o desacuerdo con lo que el otro dice. El
puño cerrado revela tensión, desasosiego, estrés. Rascarse el cuello con la
mano del lado opuesto puede ser aún más agresivo, indica que estamos
preparados para descargar un bofetón a nuestro interlocutor. Imagina lo
inapropiado que sería hacer cualquiera de estos gestos mientras tu jefe(a) te
está dando una instrucción. Meter las manos en los bolsillos tampoco es un
gesto muy apropiado en contextos formales: indica falta de interés, apatía,
arrogancia. El gesto de tirar de las mangas para esconder las manos —típico
en muchos adolescentes— es signo de timidez e inseguridad, una señal de
que en ese momento quieren pasar desapercibidos. Es lo contrario del gesto
de remangarse, mismo que indica «manos a la obra».[45] Ahora bien, no
olvides que estos gestos no tienen un significado universal y fijo. Observa
el contexto, de otra manera corres el riesgo de malinterpretarlos.
Una de las aplicaciones más conocidas del conocimiento del lenguaje no
verbal es la detección de mentiras. ¿Cuál dirías que es la parte del cuerpo a
la que habría que prestar más atención para detectar una mentira en el otro?
¿El rostro, las manos? ¿Tal vez lo delate un ligero parpadeo en los ojos?
Error. Te sorprenderá saber la respuesta. Cuando las personas quieren
descubrir en sus amigos, pareja o parientes alguna mentira o engaño, suelen
concentrarse en el rostro, ven fijamente sus ojos en espera de descubrir un
parpadeo extraño, tal vez echan un vistazo a las manos. Lo cierto es que
buscan en los lugares equivocados: la mentira se revela mejor en la parte
inferior del cuerpo, particularmente en la posición de las piernas y en los
pies. Esto lo afirma Joe Navarro, exagente del FBI y autor de varios libros
sobre lenguaje corporal. La amplia experiencia de Navarro en sus
observaciones sobre acusados le enseñó que son los pies los que mejor
revelan lo que la persona quiere ocultar. La parte superior del cuerpo miente
porque es precisamente lo que el mentiroso trata de controlar con mayor
energía para aparentar tranquilidad y sinceridad. Descuidará, sin embargo,
la parte inferior de su cuerpo, misma que delatará que esa tranquilidad es
más aparente que real. Aprende a identificar en las piernas y pies de la
gente los gestos que delatan nerviosismo e intranquilidad. Es, por ejemplo,
muy común verlo en programas de debates en la televisión: los más
inexpertos parecen serenos y concentrados de la cintura para arriba, pero
sus piernas están bailando un tango o sus pies se sacuden como si
padecieran de Parkinson. Cuando trates de detectar una mentira en el otro,
observa la parte inferior de su cuerpo y busca esas señales. Si las
encuentras, es más posible que la persona te esté mintiendo. Este
conocimiento también te servirá para que controles lo que hacen tus pies en
momentos de tensión. No los olvides, los pies también hablan de ti.
Influencia y persuasión

No podríamos decir que una persona es astuta si no posee estrategias y


técnicas para influir en los demás y para persuadirlos de colaborar con ella.
De hecho, y en la medida en que no podemos prescindir de los otros para la
consecución de los propios objetivos, gran parte de la astucia consiste en
convencer a los demás para que cooperen con nosotros. En este capítulo
veremos algunas estrategias que utilizan las personas astutas para lograr
influir en los demás y persuadirlos para conseguir lo que desean. Vayamos
al grano.
¿Cuál es el primer principio para obtener de los demás lo que queremos?
Te lo voy a decir en una palabra: dar. Sí, leíste bien: para que la vida nos dé
lo que queremos, primero tenemos que dar. Nadie puede prosperar basando
su comportamiento en el tomar o quitar a los demás. Piénsalo. El dinero que
ganas es equivalente al valor que le das a la sociedad. Las personas que más
se enriquecen suelen ser las que más valor otorgan a una gran cantidad de
personas (piensa en las contribuciones de Bill Gates, Elon Musk o Steve
Jobs a la sociedad), mientras que las que menos ganan, dan poco valor, o lo
dan a una cantidad muy limitada de individuos.
Fuera de las consideraciones económicas, la ciencia ha demostrado una
y otra vez la conveniencia de tener un espíritu generoso. Según un estudio
publicado en la revista Nature Communications, el comportamiento
generoso está neurológicamente vinculado con un aumento en la felicidad.
[46] Hacer favores, dar regalos o proporcionar información útil a los demás

hace que nos sintamos mejor con nosotros mismos y nos apreciemos más,
lo que a su vez contribuye a mejorar nuestro estado de salud y nuestro
bienestar. Pero no solo eso. Dar a los otros también incrementa las
posibilidades de obtener lo que nosotros queremos.[47] La razón es muy
sencilla: los que han recibido ayuda de nuestra parte estarán más inclinados
en el futuro a devolver el gesto cuando lo necesitemos. Esto es así debido a
la conocida norma de la reciprocidad, una regla social que dispone a las
personas a responder a los demás de la misma forma en la que han sido
tratadas. En otras palabras, el acto de dar provoca en los demás la
obligación social de devolver el equivalente a lo que se ha recibido. Haz la
prueba: si tienes un perfil en Facebook, probablemente recibas avisos
diarios que te señalan quienes en tu lista de contactos cumplen años ese día.
Felicita a todos (o a la mayoría) de tus contactos en su día y verifica el día
de tu cumpleaños cuántos contactos te regresan la felicitación. Te aseguro
que te sorprenderás (y te sentirás muy apreciado en tu cumpleaños).
La norma de la reciprocidad es omnipresente en la cultura humana.
Según los sociólogos, todas las culturas, sin excepción, la respetan. Desde
pequeños se nos enseña a acatarla y muy pronto conocemos las
consecuencias de transgredirla. En efecto, en todas las culturas existe una
repulsión generalizada a aquellos individuos que toman lo que se les da,
pero no se preocupan por corresponder de alguna manera. Se les califica de
parásitos, gorrones, aprovechados, oportunistas, abusadores y
desagradecidos. Pues la regla manda que debemos corresponder en especie
lo que otra persona nos proporcione. De manera, pues, que el conocido
precepto bíblico «cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres,
hacédselo vosotros a ellos» (Mateo 7:12) podría completarse con «porque
los hombres os lo devolverán». Robert Cialdini nos cuenta un increíble caso
en el que la norma de la reciprocidad estuvo en juego:

El científico europeo Eibl-Eibesfeldt (1975) nos relata la historia de un soldado


alemán cuyo cometido durante la primera Guerra Mundial consistía en capturar
soldados enemigos para interrogarlos. Por la propia naturaleza de la guerra de
trincheras, era extremadamente difícil para los ejércitos cruzar la zona situada
entre los dos frentes, pero no lo era tanto para un solo soldado deslizarse hasta una
trinchera enemiga. Los ejércitos de la Gran Guerra contaban con expertos que
periódicamente capturaban de este modo a soldados enemigos, los cuales eran
llevados más tarde a retaguardia para ser interrogados. El experto alemán había
realizado con éxito muchas de estas misiones y se le volvió a confiar una.
Nuevamente cruzó con gran habilidad la tierra de nadie y sorprendió a un soldado
enemigo, solo en su trinchera. Lo desarmó con toda facilidad, ya que el soldado
estaba comiendo en ese momento. El asustado prisionero, con sólo una rebanada
de pan en la mano, realizó entonces el que posiblemente fuera el acto más
importante de su vida: ofreció a su enemigo un trozo de pan. Tan impresionado
quedó el alemán por el regalo, que no pudo completar su misión. Dejó a su
benefactor donde lo había encontrado y volvió a cruzar la tierra de nadie con las
manos vacías, dispuesto a afrontar la cólera de sus superiores.[48]

He aquí un excelente ejemplo de por qué la generosidad puede,


literalmente, salvarte la vida. Ahora bien, no se trata de dar solo porque
vamos a recibir, esto sería ser egoísta e interesado (aunque de hecho es el
caso en ciertas personas). Pero nada hay de malo en dar abierta y
generosamente sabiendo que con ello nos beneficiamos todos. Y es que la
regla de la reciprocidad supone cierta utilidad práctica para toda la
comunidad en la medida en que favorece el intercambio de recursos, la
cooperación, la eficiencia y el desarrollo de relaciones más gratas y
duraderas. Piénsalo. El compañero de trabajo que te invita a comer carne
asada en su jardín incrementa las posibilidades de que tú lo invites a él en el
futuro a comer hamburguesas. Esto, a su vez, abre la posibilidad de que se
establezca una relación de amistad que crezca con los años.
Es por estas razones que el acto de dar favorece nuestro poder de
persuasión. Hablábamos antes de las deudas de gratitud. Alguien que se
siente en deuda contigo se sentirá más inclinado a decir «sí» ante una
petición tuya. La razón es obvia: acceder a tu petición le permitirá librarse
de la fuerza de la obligación dictada por el principio de reciprocidad. De
esta manera, cuando ofreces ayuda o das regalos a los demás, activas el
principio de reciprocidad y, en ese mismo momento, te vuelves más
persuasivo. En ti ocurre lo mismo: lo que provoca que estés más dispuesto a
decir que sí, son las obligaciones sociales que sentimos hacia los demás. No
hay duda de ello. Los que tienen un mayor poder de convencimiento en el
trabajo, en su grupo de amigos o en su familia son aquellos que más
proporcionan ayuda y asistencia a los demás. Así, pues, si quieres ser más
persuasivo, no te preguntes quién podría ayudarte, pregúntate a quién
puedes ayudar.
El único problema de ser generoso con nuestro tiempo y nuestros
recursos es obvio: tiempo y recursos son escasos, de manera que todo lo
que le dediquemos al otro, nos lo restamos a nosotros. Esto lo demuestra
bien un estudio en el que se descubrió que los trabajadores más generosos
con su tiempo y ayuda eran, efectivamente, los más apreciados por sus
compañeros… pero también eran los menos productivos. El caso mostraba
de manera manifiesta que el precio de ayudar a los demás era tener menos
tiempo para alcanzar los propios objetivos. Esta es precisamente la razón
que está detrás del comportamiento egoísta: «Yo tengo mis propios
intereses». Las sociedades en las que vivimos son tan competitivas, que
prestar ayuda a los demás es visto como un obstáculo para la consecución
de las metas individuales. De ahí la tendencia al individualismo extremo en
nuestras sociedades, de ahí que «cada quien se rasque con sus propias
uñas».
Te estarás preguntando “entonces, ¿para qué ser generoso, si seré muy
simpático a los demás, pero a costa de mi productividad?”. Tranquilo, que
el estudio no acaba aquí. Los investigadores también descubrieron que
había un reducido grupo de trabajadores que otorgaban ayuda a sus
compañeros —potenciando así su estatus social—, sin que ello significara
una pérdida de productividad. ¿Cómo lo hacían? De una manera muy
sencilla: Señalaban sutilmente que la asistencia que concedían a los demás
era parte de un circuito de intercambio natural. Cuando los otros agradecían
la ayuda recibida, eran de esos que suelen decir “Descuida, tú hubieras
hecho lo mismo por mí” o “Aquí todos nos ayudamos mutuamente”, en
lugar de un simple “Por nada” o “No hay problema” (ojo: nunca jamás
decían “Claro, me debes una”). Según los investigadores del estudio, con
estas respuestas creaban una disposición para el intercambio, tejiendo poco
a poco redes de colaboradores dispuestos a ayudarles en lo que necesitaran.
Con esta simple y efectiva respuesta, lograban hacerse valiosos y
simpáticos ante los otros, al mismo tiempo que lograban, con la ayuda de
los demás, todos sus objetivos.
La lección es clara. Si quieres ser astuto, sé generoso con tu tiempo y
con tu ayuda. Cuando te lo agradezcan, cambia el “No es nada” por un
“Aquí todos nos ayudamos mutuamente” o algo similar. La primera
respuesta puede dejar al otro con la sensación de que no te debe nada; la
segunda favorece la disposición para el intercambio y aumenta las
probabilidades de que los otros accedan a tus peticiones cuando lo
necesites.
¿Y qué son el tiempo y la ayuda ofrecidos a los otros sino un regalo que
les otorgamos? Por esta razón, todo regalo activa el principio de la
reciprocidad. Se han hecho experimentos que muestran que la regla de
reciprocidad activada por un regalo se impuso incluso a la antipatía que
pudiéramos sentir por aquel que nos lo da. Personas que habitualmente
consideramos desagradables —vendedores inoportunos o portavoces de
organizaciones extrañas— incrementan sus posibilidades de que hagamos lo
que nos piden si antes nos ofrecen un pequeño regalo. Es célebre el caso de
los Krishna, que regalaban flores a los peatones antes de pedirles un
donativo para su organización. Les funcionó de maravilla… al principio.
Ahora muchas personas saben muy bien que no conviene aceptar
“regalitos” en lugares públicos. Y es que la estrategia de los Krishna era
burda y muy obvia: te regalo esta flor a cambio de tu donativo. Tu
generosidad debe ser más sincera, debe venir del corazón.
Sé generoso con tu tiempo y ayuda pensando que con ello se beneficia
toda la comunidad (incluyéndote a ti). Responde a los agradecimientos de
modo que generes en los demás la disponibilidad para el intercambio. A su
vez, regala obsequios a los demás porque te nace, porque te sientes bien
haciéndolo. Disfruta del placer de dar. Sabes ahora que la sociedad te lo
devolverá, pero eso no te hace egoísta, solo estás jugando las reglas de la
vida en sociedad. Lo importante es que no lo hagas con la actitud del
Krishna, que aprovecha la regla de reciprocidad para su propio beneficio.
¿Quién quiere una flor, si es otorgada no con afán desinteresado, sino con
miras a sacarte el dinero de la cartera? Recuerda, existe una delgada línea
entre jugar las reglas del intercambio y la reciprocidad con sincera
generosidad, y utilizarlas para aprovecharte de los demás. Todo está en la
intención con la que lo hagas. Todo está en las razones de fondo que te
lleven a ser generoso. Simplemente hay que poner el acento en el placer de
ser generoso.
Ahora que sabes esto, pasemos a la siguiente pregunta: ¿cómo escoger
el regalo perfecto? Y la respuesta es muy simple: el regalo perfecto es
idéntico a aquello que la persona quisiera tener. Por eso en las bodas y en
algunas otras celebraciones hay «mesas de regalos». Los celebrados
obtienen así lo que desean o necesitan y no tienen que lidiar con regalos
absurdos o repetidos. De la misma manera, no hay nadie más feliz que un
niño que obtuvo de Santa o de los Reyes exactamente lo que les pidió. Y
nadie más desconcertado que alguien que recibe un regalo totalmente
extraño a sus intereses y deseos. ¿Cómo saber, pues, lo que el otro desea? Si
es alguien muy allegado a nosotros —nuestra pareja, por ejemplo—, basta
con estar muy atentos a la expresión de sus deseos. Sé que a mi novia le
encantan los wafles y que la waflera que solía tener la prestó a alguien que
se la estropeó. ¡Una nueva waflera será! En una ocasión salimos de compras
y ella vio con lujuria un collar de piedras. Se negó a comprarlo porque “ya
había comprado demasiado y su presupuesto se había agotado”. ¡Ese collar
de piedras tendrá!
Cuando se trata de regalar ropa, uno de los trucos que nunca falla (me lo
enseñó mi madre) es obsequiarle al otro algo muy similar a lo que siempre
lleva puesto. ¿Siempre viste camisa a cuadros? Pues le regalaremos otra
camisa a cuadros. ¿Se le ve siempre con el mismo pantalón de pana?
Regálale uno idéntico, incluso de la misma marca. Ya se le desgastará el
viejo y recurrirá con alegría al que le obsequiaste (aplica también en
lociones y perfumes). En cuanto a las comidas, postres, vinos y licores
aplica la misma regla. Y si no sabes sus preferencias, obtener la
información es de lo más fácil. Comienza una conversación sobre tu postre
(vino o comida) favorito, di cuánto se te antoja en ese momento. Luego
pregúntale, como quien no quiere la cosa, por sus gustos personales en el
tema y voilà! Ahí tienes el regalo perfecto.
Y sobre la conocida prohibición de preguntar directamente a la persona,
permíteme decirte dos palabras: no importa. Se dice que no se le debe
preguntar al obsequiado qué es aquello que desearía de regalo, pues esto
implicaría que no se conoce bien a la persona y ello podría ofenderla. Nada
más lejos de la realidad. La satisfacción de recibir exactamente aquello que
se desea sobrepasa con mucho cualquier sentimiento de ofensa. De
cualquier manera, ¿quién se ofendería realmente por eso? ¿No te parece
infantil sentirse agraviado porque antes se te preguntó qué querías de
regalo? Pero, ¡qué digo infantil! ¿Se ofenden acaso los niños porque Santa
les trae en navidad lo que ellos le pidieron? Olvida, pues, la absurda
prohibición de preguntar lo que los demás quieren que les regalen. Di que
hagan una lista de tres cosas que les gustaría que les regalaran y obséquiale
una de ellas. Estará feliz con su presente, te lo aseguro. Y un receptor feliz
es un receptor agradecido.
Con todo, hay que admitir que un «regalo sorpresa» causa más impacto
que uno que se espera. Sin embargo, déjame decirte que la satisfacción que
el receptor obtenga con su regalo depende más de que sea un buen regalo
que de la sorpresa como tal. Supongo que conoces la cara de “sorpresa” de
quien recibe un regalo inesperado, pero totalmente inadecuado. Evítalo. Y
si de plano quieres que el receptor ni se imagine que le vas a regalar algo,
triangula la pregunta. Pide a un conocido en común que le pida una la lista
de tres cosas que le gustaría que le regalaran, por supuesto sin revelar tu
nombre. Recuerda: lo único verdaderamente importante en un regalo es que
guste. No hagas ninguna concesión en esta regla.
¿Qué tan costoso debe ser el regalo? La mayoría de las personas piensan
que entre más costoso el regalo, mejor. Esto es otro mito y la ciencia lo ha
demostrado. Según un estudio, es mejor comprar regalos relativamente
caros de una categoría de precios baja, en lugar de regalos baratos de
categorías de precios altos.[49] Es mejor, por ejemplo, regalar una cartera de
buena calidad, que un reloj barato. En el primer caso nos considerarán
generosos, en el segundo quedaremos como tacaños.
El regalo es, pues, una manera de movilizar la ley de la reciprocidad.
Pero existen otras maneras de activarla y una de ellas es la conocida y
astuta «técnica de rechazo y retirada».[50] La regla general de la
reciprocidad dice que una persona que actúa de determinada forma con
nosotros tiene derecho a esperar una acción semejante por nuestra parte.
Una consecuencia que se desprende de esto es que, si hacemos al otro una
concesión, el otro queda obligado a hacernos una concesión
correspondiente. En esta técnica, que se utiliza mucho en negociaciones de
todo tipo, entra en juego la audacia (de la que ya hablamos en otra parte).
Supongamos que quieres que alguien acceda a alguna petición tuya. Una
forma de aumentar tus probabilidades de éxito consistirá en formularle
primero una petición mayor que probablemente no aceptará. Ya que el otro
la haya rechazado, te retiras de tu primera petición y le haces una petición
menor, que es realmente la que te interesaba desde el inicio. Si yo quiero
que otra persona me preste $20, empiezo pidiéndole $50 de manera que,
cuando me baje a $20, mi petición no solo seré razonablemente menor, sino
que parecerá una concesión que debe ser correspondida. Si estructuras de
este modo tus peticiones, la otra persona verá la segunda petición como una
concesión hecha a él, y esto provocará que se sienta obligado a
corresponder con otra concesión de su parte: acceder a tu segunda petición.
Es así como trabajan los negociadores profesionales: su primera
demanda, aunque no sea realmente lo que quieren obtener, es audaz y
extrema; luego van haciendo poco a poco rebajas para obtener concesiones
reales de la otra parte. Cuidado, la primera petición no debe ser tan
insensata y desproporcionada que el otro sospeche de tu buena fe. Los
negociadores expertos abultan su petición inicial de manera creíble, de
manera que sus concesiones posteriores desemboquen en una oferta final
que sea deseable para la otra parte negociadora.
Una de las ventajas de esta astuta técnica es que quien acepta la segunda
contraoferta, acaba sintiéndose responsable de haber ocasionado el acuerdo
final, algo que los deja genuinamente satisfechos con el trato. Otro de los
atractivos de esta estrategia es que nada se pierde con comenzar pidiendo
más de lo que deseamos obtener. Al contrario, si el otro accede a la primera
petición, recibiremos mucho más de lo que nos hubiera dejado satisfechos.
Este tipo de audacia en la propuesta o petición inicial tiene también su
utilidad en las ventas. Te habrás dado cuenta de que, cuando llegas a alguna
tienda y preguntar por algún artículo, el vendedor siempre te muestra el
modelo más caro y lujoso. Ya se trate de un pantalón, una Smart TV o un
automóvil, el vendedor empieza mostrándote precisamente aquello que no
te alcanza. No creas que es porque te ve cara de rico, no. El vendedor sabe
muy bien que cuando te muestre modelos más accesibles, el efecto de
contraste y la concesión que parece hacerte acabarán por convencerte de
comprar precisamente aquello que el astuto comerciante quería venderte
desde un principio. Él, por supuesto, no pierde nada: si le compras el primer
producto, enhorabuena; si no lo aceptas, seguramente aceptarás su
contraoferta a un precio más razonable.
De modo, pues, que es mejor ser audaz y pedir mucho, a humillarse y
pedir demasiado poco. En la ejecución de un plan de acción, la audacia se
equipara con pedir un precio alto: somos resolutos porque sabemos que nos
merecemos aquello a que apuntamos. Recuerda: hay que mostrarnos
siempre con la actitud de un grande.
Aunque la ley de la reciprocidad es universal, existe un principio aún
más básico o fundamental que se encuentra detrás de ella: el interés
personal. En realidad, solo hay una manera (y una sola) para conseguir que
otra persona haga algo. ¿Sabes cuál es? Muy sencillo: que la persona lo
quiera hacer. Cuando alguien responde a la ley de la reciprocidad, lo hace
porque quiere deshacerse de la deuda de gratitud que adquirió cuando el
otro le dio algo. En este sentido, todo lo que hacemos lo hacemos porque
queremos hacerlo, y lo queremos porque vemos en ello un interés o
beneficio.
Piensa en todo lo que haces a lo largo del día. ¿No son única y
exclusivamente cosas que quieres hacer? “Muchas son cosas que tengo que
hacer”, me dirás. Pero incluso estas cosas que tienes o que debes hacer
terminas haciéndolas porque quieres hacerlas. Debes ir al trabajo si no
quieres que te despidan, por eso, finalmente, quieres ir. Tienes que pagar el
agua y la luz si no quieres que te corten los servicios, por eso quieres
pagarlos. Todo “debo” es, en última instancia, un “quiero” voluntario.
Incluso en un asalto a mano armada, tenemos que dar nuestra cartera si no
queremos salir lastimados; por eso preferimos darla voluntariamente.
¿Voluntariamente? Sí, puesto que podrías siempre no hacerlo, incluso con
una pistola apuntándote a la cabeza (no lo recomiendo). En efecto, ante
todos estos ‘debería de’ y ‘tengo que’ podríamos elegir no hacerlo. Todo, en
último término, depende de un “quiero”. Pues una cosa es tener un ‘deber’,
y otra muy diferente es ‘querer’ cumplir con mi deber. Todo lo que hacemos
lo hacemos porque queremos. Comemos, dormimos y vamos al gimnasio
porque queremos conservar y prolongar nuestra vida, porque queremos
nuestra salud. Vamos al trabajo (aunque sea con desgana) porque queremos
el dinero y las cosas y diversiones que nos podemos pagar con él.
La lección es clara: si quieres conseguir algo de los demás, tienes que
pensar qué hacer para que sean ellos mismos los que quieran hacerlo. Los
otros solo harán lo que ellos quieren hacer. Y lo que para ellos importa es lo
que necesitan y desean. ¿Para qué hablar entonces de lo que nosotros
necesitamos y deseamos? La persona astuta sabe que es una pérdida de
tiempo tratar de convencer a los demás hablándoles en términos de nuestros
intereses. Imagina que un vendedor de microondas quiere convencerte de
comprar el producto hablándote de las muchas comisiones que ganará él
con la venta, de todo lo que podría comprar con ellas, de lo feliz que se
pondrá su esposa si se convierte en vendedor del mes. Es absurdo, a ti te
importa un comino lo que el vendedor gane con la venta. Imagina a un
político que trate de convencer al electorado de votar por él hablando del
poder que obtendrá, de su aumento de salario, de la mansión que por fin
podrá comprar. Sería un completo idiota.
Todos tenemos la vista en nuestros intereses, deseamos lo que
necesitamos. Pero a nadie interesa lo que a ti te interesa, así que el único
medio del que disponemos para lograr algo de alguien es hablarle de lo que
a él le interesa. Por ejemplo, si quieres que tu hijo adolescente no fume
mariguana, en lugar de hablarle con regaños y prohibiciones, enséñale las
últimas investigaciones científicas que demuestran que fumar mariguana en
la adolescencia impide el desarrollo cerebral normal y está relacionado con
un menor IQ en la adultez. Si deseas que saque buenas notas en la escuela,
muéstrale datos que correlacionen la riqueza de las personas adultas con su
desempeño escolar en la juventud. En pocas palabras, háblale de lo que él
quiere, de sus intereses, no de los tuyos. Es el principal consejo que se da
para las entrevistas de trabajo: no digas por qué te gustaría trabajar para esa
empresa, habla del porqué tus conocimientos y tus habilidades van a
significar una contribución importante para lograr los objetivos de la
misma.
En cualquier petición o favor que hagas a los demás, piensa siempre en
cómo ellos podrían beneficiarse. Es decir, piensa siempre en términos de
sus deseos y sus necesidades. El psicólogo Henry Allen Overstreet
afirmaba lo siguiente:

La acción surge de lo que deseamos fundamentalmente… y el mejor consejo que


puede darse a los que pretenden ser persuasivos, ya sea en los negocios, en el
hogar, en la escuela o en la política es éste: primero, despertar en la otra persona
un franco deseo. Quien puede hacerlo tiene al mundo entero consigo. Quien no
puede, marcha solo por el camino.[51]

Así pues, hay que hacerse una pregunta obligatoria antes de pedir
cualquier cosa: ¿Cómo puedo conseguir que él o ella quiera hacerlo? Hay
que ponernos, pues, en los zapatos del otro, ver desde su punto de vista,
estar consciente de sus necesidades. ¿Por qué miles de nuevos negocios
quiebran apenas dos años después de su inauguración? Porque sus
fundadores no pensaron en lo que el mercado quiere, pensaron solamente en
el negocio de sus sueños. El verdadero hombre de negocios no piensa en lo
que él desea vender, sino en lo que el mercado desea comprar. La clave de
un vendedor de éxito es hacerle ver al posible comprador la manera como
su producto resolverá sus problemas. De la misma manera, la clave del
buen político es convencer a la gente de que sus políticas son las mejores
para dar satisfacción a sus necesidades.
La astucia consiste fundamentalmente en esto: comprender el
funcionamiento de la mente ajena poniéndose en el lugar de los demás.
Debes intentar comprender cuáles son los resortes que mueven al otro, qué
intereses tiene, que necesidades puedes satisfacerle. Y es por esta razón que
la astucia no es manipulación. El manipulador opera de modo que la
persona acaba haciendo algo en detrimento de sus propios intereses. La
persona sagaz sabe despertar el interés del otro haciendo coincidir los
intereses ajenos con los propios. ¡Ambos salen ganando! Es en este sentido
que la astucia es una virtud.
Quien es astuto aprovecha la codicia y la avaricia de los demás a su
favor. Si a un codicioso le señalamos cómo nuestros planes incrementarán
sus ingresos o sus posesiones, con toda seguridad nos apoyará. En general,
como dijimos previamente, es mejor guardar silencio sobre nuestros planes
e intenciones, pero cuando tengamos que hacerlo, hay que procurar
plantearlos de manera que los demás vean sus intereses reflejados en los
nuestros. En el caso de la gente codiciosa, hay que hablar de ganancia, de
dividendos, de utilidades. En el caso de los avaros, hablemos de ahorro, de
ganga, de oportunidad. Esto aplica no solo a lo económico, también hay
quienes codician fama, poder, admiración, lo mismo que hay quienes
quieren ahorrarse esfuerzos o molestias. A los perezosos les tenemos que
hablar en términos del menor esfuerzo posible. A los vanidosos hay que
hacerles ver cómo nuestros intereses abonarán positivamente la imagen que
los demás tienen de ellos. Hay que saber por dónde llegar a la voluntad de
cada una de las personas que tratemos. Hay que saber cuándo y cómo tirar
de los hilos apropiados. Todos tenemos nuestro punto débil, una pasión o
afición especial a la que nos es difícil resistir. Por ello debemos estar
despiertos a las señales que nos anuncian qué es ese algo que mueve a los
demás. ¿Es el dinero, es la vanidad, el placer, la gula, la fiesta, la aventura,
el poder, la diversión? Descubre qué desean los demás y podrás mover sus
voluntades. El deseo en los seres humanos funciona como un líder
carismático o como una estrella de cine: lo seguirán a donde vaya. Quien es
astuto, toma posesión de los objetos de deseo que tienen las personas y se
hace así con la llave de su voluntad.
Además de apelar al interés ajeno, también hay que saber explotar las
carencias de los demás. Vende bien quien sabe identificar las necesidades
no satisfechas en el mercado. Esto es algo que los políticos saben hacer
muy bien: donde ven carencia, ponen su promesa. Así medran muchos en la
vida, convirtiendo el deseo de los otros en un peldaño para alcanzar sus
objetivos. Algunos, más malévolos, aprovechan un mal momento para
excitar el deseo de los otros y prometer su satisfacción. Hay que aprender a
identificar a estos oportunistas, prestar atención a la astucia de los demás y
descubrir sus intereses ocultos en aquello que ellos defienden como
intereses ajenos. Si no estamos atentos a las segundas intenciones del otro,
en un descuido estaremos sacando por él las castañas del fuego.
Para conseguir lo que queremos de los demás, la persona astuta se
guarda bien de comunicar sus pretensiones. Más bien hace como si su
principal interés fuera buscar lo que al otro le conviene. La Iglesia católica,
por ejemplo —una de las instituciones más astutas de la historia—, dirigió
los asuntos humanos por muchos siglos afirmando que su principal interés
era el cuidado de las almas de sus fieles. De la misma manera, quienes
buscan el poder político suelen disimular sus pretensiones y afirman en
cambio defender solo los intereses del electorado. Cuando logramos que los
demás piensen que su propio interés va por delante, que la cosa les
conviene, nos apoyarán sin dudarlo. Disimular, pues, nuestras pretensiones,
es una de las estrategias más importantes de la persuasión sagaz, sobre todo
frente aquellos que tienen el no pronto en la boca.
Cuando necesites la ayuda de alguien, ni siquiera vale recordarle los
favores que le hemos otorgado. Además de que es de mal gusto, solo servirá
para que te vea con fastidio y, si accede a ayudarte, lo hará de mala gana.
No apeles a su gratitud, sino a su egoísmo. Haz hincapié en las ventajas que
obtendrá si te echa una mano. Somos animales egoístas por naturaleza,
nadie actúa desinteresadamente. Sí, nadie, ni siquiera las personas altruistas.
Esto es lo que afirma una teoría de la naturaleza humana según la cual no
somos capaces de actuar desinteresadamente. Según esta teoría, conocida
como «egoísmo psicológico», toda acción humana está motivada por el
interés propio.[52] Incluso quienes creen que actúan con desinterés y
nobleza de espíritu, incluso aquellos que se sacrifican por los demás, en
realidad se preocupan solo por sí mismos. En este sentido, la etiqueta
«altruista» es demasiado superficial, pues si bien podría parecer que ciertas
personas son altruistas, si miramos más a fondo descubriremos que la
conducta “desinteresada” oculta algún beneficio para quien la realiza. La
Madre Teresa, a quien se menciona con frecuencia como un ejemplo de
altruismo puro por haber dedicado su vida trabajar por los pobres de
Calcuta, ¿no creía que sería recompensada espléndidamente en el cielo? (de
hecho, su recompensa vino mucho antes: le otorgaron el Premio Nobel de la
Paz en 1979). En palabras del filósofo James Rachels, para el egoísmo
psicológico
la conducta “altruista” está realmente conectada con cosas tales como el deseo de
llevar una vida más significativa, el deseo de reconocimiento público, sentimientos
de satisfacción personal y la esperanza de una recompensa en el cielo. En
cualquier acto de aparente altruismo, podemos encontrar una manera de
comprender el altruismo y remplazarlo por una explicación de motivos más
centrados en uno mismo.[53]

En su ensayo Sobre la naturaleza humana, Thomas Hobbes reinterpreta


la caridad en el sentido del egoísmo psicológico: “Para un hombre —dice—
no puede haber mejor argumento de su propio poder que descubrirse capaz
no solo de realizar sus propios deseos, sino también de ayudar a otros a
alcanzar los suyos: y es esto en lo que consiste la caridad”. En otras
palabras, la caridad no sería otra cosa que el gozo que encontramos en
demostrar nuestro propio poder. “El hombre caritativo se demuestra a sí
mismo (y al mundo) que tiene más recursos que otros: no solo puede
encargarse de sí mismo, sino que tiene de sobra para otros que no son tan
capaces como él. En otras palabras, solo está haciendo alarde de su propia
superioridad”.[54]
Si podemos dudar de las verdaderas intenciones de los actos más
“desinteresados” que existen entre nuestra especie, ¿qué diremos de los
actos más comunes y corrientes de todos los días? Aunque no estuviéramos
totalmente de acuerdo con la tesis del egoísmo psicológico y dejáramos en
paz al altruismo, ni duda cabe que el grueso de las acciones humanas está
motivado por el interés propio. Es por esta razón que, a la hora de pedir
ayuda, nos conviene hacerle ver al otro que sus necesidades e intereses
están incluidos en nuestros objetivos. Esta es la mejor forma de convencer a
alguien de que nos haga un favor.
Es fácil perder la perspectiva y pensar que nuestras necesidades son tan
importantes para los demás como lo son para nosotros. Nada más lejos de la
realidad; los demás están tan absorbidos por sus propios intereses que
cualquier asunto ajeno que los distraiga de sus afanes es visto con
desagrado. Muchos verán tu petición como algo que les hará perder su
valioso tiempo y, si aceptan —tal vez porque recuerdan los favores que les
has hecho en el pasado—, lo harán por obligación y a regañadientes.
También hay, claro, personas que se prestan más fácilmente a otorgar un
favor, tal vez porque son más amigables y sienten como un deber ayudar a
un amigo en apuros, tal vez porque saben que con ello están creando una
deuda de gratitud. Si es lo segundo, la regla se confirma: actúan por interés
propio. Si es lo primero, también se confirma, pues la regla que dicta que
hay que prestarles favores a los amigos supone implícitamente que, si la
respetamos, se aplicará también con nosotros en caso de necesitarlo.
Aunque tengamos derecho a esperar un favor de alguien cercano, lo
cierto es que por lo común —y por más que intenten aparentar lo contrario
— el acto genera cierta molestia en quien lo otorga. Que otorgar un favor
sea en alguna medida desagradable para quien lo da lo sabemos de primera
mano. Cuando alguien nos dice “Quiero pedirte un favor”, el anuncio ya
nos dice tácitamente que nos va a fastidiar un poco. El tono y el gesto
muchas veces enfatizan este mensaje entre líneas que dice “Te voy a
molestar con una petición, espero que me disculpes”. Somos humanos y nos
ayudamos mutuamente, pero esto no quiere decir que no nos cueste. Pero si
quien nos pide el favor contempla también nuestros propios intereses, ¡la
cosa cambia! ¿A cuál de estas dos peticiones estarías más dispuesto a decir
que sí? 1) “¿Podrías llevarme al aeropuerto, por favor?”; o 2) “¿Podrías
llevarme al aeropuerto? Te invitó una hamburguesa de Carl’s Junior cuando
pasemos por ahí”.
Apelar al propio interés funciona como una varita mágica. Haz la
prueba. Toda negativa, resistencia, fastidio o desgana en el otro se
evaporarán en un instante cuando les menciones lo que ellos obtendrán si te
ayudan. Lo mismo si quieres que tu equipo te siga en un curso de acción, o
si estás en una negociación: muéstrale a los demás lo que ganarán si te
apoyan. Para ello tendrás primero que meterte en sus mentes y ver qué es lo
que ellos necesitan. Antes de pedirle algo a alguien, hazte primero las
preguntas siguientes: ¿qué ganaría él con esto?, ¿de qué manera satisface
una necesidad suya lo que le propongo?, ¿por qué está en su interés
ayudarme? No pidas nada, no propongas nada, antes de haberte hecho
primero esta pregunta.
Otra de las técnicas más efectivas para lograr que las personas hagan lo
que nosotros queremos es la de ofrecer un abanico de opciones que nos
favorezcan. Por ejemplo, mencione que las alternativas disponibles son A,
B o C y deje que los otros escojan. Sentirán que tienen el control, cuando en
realidad dichas opciones fueron previamente elegidas por ti y todas te
benefician. El principio psicológico que trabaja aquí es simple: cuando es el
otro quien ha decidido el curso de acción, sentirá que lo hizo con libertad y
por lo tanto no tendrá ningún motivo para oponerse. Pues ¿quién se niega a
hacer lo que previamente a elegido hacer?
Otra versión de la misma estrategia es ofrecer un abanico de opciones
tal que una de las alternativas sea claramente superior a las otras. Se conoce
como la estrategia del abanico trucado. Por ejemplo, lanzar una serie de
malas sugerencias o alternativas de acción entre las cuales metemos la idea
que queremos implantar. Debemos tener cuidado y poner nuestra idea entre
otras que son inservibles, de manera que la buena destaque por contraste.
Las malas ideas no deben ser indiscutiblemente malas, sino solo de manera
sutil, de manera que el contraste no sea tan evidente que nos puedan
adivinar la jugada. Si nuestro abanico de opciones está correctamente
construido, el otro tendrá la sensación de que eligió libremente la mejor de
las opciones. Supongamos que quieres pasar la noche de sábado con tus
amigos en un lugar en particular. Ofreces el abanico de alternativas de
manera que las restantes opciones sean lugares que sabes que ellos
rechazarán. O, para no ser tan obvios, ofreces alternativas razonables, pero
presentas las que tú prefieres de manera que parezca la mejor en
comparación con las demás.
Otra de las estrategias de la astucia para convencer a los otros es apelar
a su vanidad. Dale Carnegie nos recuerda que uno de los anhelos más
profundos e imperiosos del ser humano es el de sentirse importante.
Recuérdalo: sobre todo en sociedades altamente individualistas como las
occidentales, los individuos son casi todos orgullosos, vanidosos e incluso
—según algunos estudios recientes— cada vez más narcisistas.[55] El deseo
de ser grande, de sentirse importante, valioso, de ser aprobado por los
demás es universal. Cuando criticamos a alguien —ya lo vimos—, herimos
este anhelo profundo. En cambio, cuando elogiamos a los demás,
satisfacemos esta necesidad de ser apreciado y nos ganamos
instantáneamente su estima y su afecto. No hay quien se resista a un elogio
sincero. Según el filósofo William James, el principio más profundo del
carácter humano es el anhelo de ser apreciado, por lo que quien sepa
satisfacer este profundo y muy humano deseo en los demás, los tendrá en la
palma de la mano. ¿Por qué deseamos estar a la moda, tener un auto último
modelo, o subir las fotos de nuestras vacaciones en Instagram? Solo hay
una respuesta posible: para ser valorados por los demás. La caza de likes en
Facebook o Tik Tok no tiene otro motivo: somos adictos al aprecio de los
demás.
Todos satisfacemos nuestro deseo de ser importantes de diferente
manera. Algunos buscan ascender en sus trabajos para tener más estatus y
más dinero para comprar símbolos de estatus; otros se vuelven artistas a la
caza del aplauso ajeno. ¿Usted cree que es la mera curiosidad intelectual la
que lleva a alguien a estudiar filosofía o física cuántica? ¿Cree que a los
políticos solo los motiva el sincero afán de servir a los demás?
Probablemente estén motivados por estas razones, pero le aseguro que hay
otros motivos ocultos en juego: estas personas también buscan diferenciarse
del resto, ser respetadas y valoradas de una forma especial, buscan el poder
y la fama, la admiración de los demás, aunque sea en dosis mínimas. Hay
quien busca satisfacer este anhelo convirtiéndose en jefe de un cartel de
drogas; hay otros que lo colman dando caridad a los pobres o haciendo
grandes donaciones. “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, dice el
Eclesiastés. Dime qué haces en la vida y te diré cómo satisfaces tu deseo de
ser importante.
Nadie es indiferente a un elogio sincero. La mayoría de las personas
atesora los halagos como si fueran oro molido. Tenemos una gran memoria
para el aprecio que nos dan los demás, y devolvemos siempre aprecio por
aprecio. Dada la universalidad de este profundo e intenso deseo humano,
imagina lo que lograrías si aprendieras a hacer elogios honestos y generosos
hacia los demás. De hecho, vivimos en sociedades en las que todo se da por
sentado. Nos quejamos del mal servicio que nos dan, pero nunca elogiamos
los buenos. Criticamos todo lo que no nos gusta, no se nos pasa ni un
detalle, pero, ¿y lo que nos deja satisfechos y contentos? ¿Nos tomamos el
tiempo de justipreciarlo y valorarlo con un sincero elogio? Casi nunca, no
tenemos tiempo para eso. Con nuestros amigos o hacia nuestra pareja pasa
lo mismo: damos por sentadas muchas cosas. No valoramos lo que el otro
hace por nosotros. Somos cada vez más narcisistas: creemos que es su
deber. Podríamos hacer un mundo de diferencia si fuéramos más pródigos,
más desprendidos con los elogios que damos. Créeme, a las personas que
son generosas con sus elogios hasta el sepulturero los llora cuando mueren.
Imagina cómo cambiaría tu vida si empezaras a repartir elogios francos y
veraces, es decir, elogios a todo lo que realmente merece encomio.
Ofrecer al prójimo una sincera apreciación de su trabajo, de su servicio,
de lo que sea que haga bien, no solo aumentará su sentimiento de
importancia, sino que además funcionará como un mecanismo de
recompensa que logrará que repita aquello por lo cual se le aprecia.
Piénsalo: cuando tus padres nos felicitaban calurosamente por tender
nuestra cama o por nuestras buenas notas en la escuela, inmediatamente se
nos iluminaba el rostro, se nos inflaba el pecho lleno de orgullo y nos
volvíamos menos dispuestos a perder su respeto y estima en el futuro, por
lo que nuestro comportamiento se prolongaba en el tiempo. En otras
palabras, los elogios sinceros crean un círculo virtuoso porque refuerzan los
comportamientos encomiados. Si felicitas al chef por el platillo que acaba
de servirte, con toda probabilidad querrá mantener la calidad de dicho
platillo para próximas ocasiones e incluso tal vez quiera superarse a sí
mismo. Difícilmente querrá perder a un nuevo entusiasta de su comida. Al
contrario, querrá más elogios, por lo que le pondrá todo su corazón en todos
los platillos que le pidas en adelante. Este es el efecto de los elogios en los
individuos: logra que realicen mayores esfuerzos y que cumplan mejor su
trabajo.
Es por esta razón que la aprobación y el aprecio sincero son mucho más
efectivos que las críticas. Mientras que los elogios desarrollan lo mejor que
hay en las personas, las críticas matan toda la ambición del criticado. El
elogio es un incentivo, las críticas son un freno. Ensalzar el trabajo del otro
es como ponerle un poco de gasolina a la hoguera; criticarlo es como
echarle un balde de agua a las ascuas que quisieras más encendidas.
Así que, de ahora en adelante, no dudes en aprobar calurosamente todo
lo que te guste en el otro. Sé generoso en tus elogios y ponte como meta
diaria encomiar todo aquello que te agrade en el trato con los demás. O
pongamos una meta más modesta, ¿qué te parece la siguiente?: da cada día
tres elogios sinceros a tres personas diferentes. Tres elogios al día, es todo
lo que hace falta. En público o en privado. En menos de un mes notarás una
gran diferencia en tu vida.
Elogiar lo que nos gusta en los demás es también un acto de gratitud. Y
hoy sabemos que la gratitud es una parte fundamental de una vida plena. En
el acto de agradecer uno se enfoca en lo bueno de la vida. Cuando
percibimos que en nuestra vida hay cosas buenas, creamos bienestar en
nuestro futuro. Según la ciencia, los beneficios de practicar la gratitud son
muchos: disminuye nuestra presión sanguínea; aumenta nuestras emociones
positivas, nuestra felicidad, optimismo y alegría; nos ayuda a dormir mejor;
desarrolla nuestros sentimientos de paciencia, humildad y sabiduría y
disminuye los sentimientos de soledad y de aislamiento.[56] En el caso del
elogio sincero —que podría considerarse también un acto de gratitud—, he
aquí otro beneficio: atrae la amistad de los demás. Inténtalo. Si dejas por tu
camino pequeñas chispas de gratitud, a tu regreso por ese camino
encontrarás que las chispas han creado cálidas llamas de amistad en el
corazón de los demás.
El alma humana está siempre sedienta de reconocimiento y hay, en
verdad, muchas cosas que encomiar allá afuera. De la misma manera que el
cuerpo necesita alimentos nutritivos, el alma necesita palabras de aprecio
que alimenten su estima y su sentido de importancia. No demos todo por
sentado, no seamos avaros con nuestro aprecio. Créeme, las palabras de
aprecio que demos a los demás resonarán durante años en su memoria. Y
esto, lo mismo que los favores, es una inversión que creará una gran reserva
favorable en el futuro para los tiempos difíciles. Trata siempre, pues, de que
la otra persona se sienta importante. Hazlo sinceramente y tendrás el mundo
a tus pies. Pues “el principio más profundo en el carácter humano —decía
William James— es el anhelo de ser apreciado”.
Ahora bien, hay que hacer aquí una importante aclaración. Estamos
hablado de elogios sinceros, no de adulación. Cuidado, no las confundas. La
adulación no es sincera, sino egoísta, interesada y la gente la suele
identificar fácilmente. Hay, eso sí, personas que están tan hambrientas de
aceptación que se comen cualquier cosa. El manipulador es aquel que
identifica a estas personas inseguras para aplicar con ellos su zalamería y
así manipularlos. El individuo sagaz no se mete en esos hediondos caminos,
no es un farsante. Pues sabe que en el largo plazo la adulación nunca
funciona y sobre todo no da resultados con la gente que sabe distinguir.
Pero lo hace sobre todo por cuestión de principios, porque sabe que apreciar
lo bueno es no solo conveniente, sino éticamente correcto. Porque sabe, en
fin, que mientras que adular es algo vil y despreciable, encomiar aquello
que lo merece es un atributo de nobleza, de magnanimidad, de honradez y
de bondad. Si la adulación es egoísta, el elogio sincero es altruista. La
persona sagaz está, pues, siempre del lado de la virtud. Pero ser virtuoso y
bueno, como sabemos, no es sinónimo de ser ingenuo. Virtud y astucia van
de la mano. La virtud sin la astucia es ciega, la astucia sin virtud es vacía.
Sigamos con el tema de la persuasión. La mayoría de las personas
prefiere pensar que actúa con base en ideas propias y no influido por ideas
ajenas. Todos tenemos, en este sentido, un poco de rebeldía ante la
autoridad. Hacemos con más ganas aquello que nace de nosotros que
aquello que se nos ordena. Lo mismo pasa con las ideas: aquellas que se nos
ocurren calan más hondo y tienen mayores consecuencias en nuestro
comportamiento que las ideas que escuchamos o leemos en otro lugar.
Siendo así, una de las estrategias más útiles (pero también más difíciles) de
la sagacidad es la de lograr que el otro llegue por sí mismo al deseo o a la
conclusión a la que le queremos hacer llegar.
Lo fundamental aquí es hacer que la otra persona sienta que la idea es
suya. ¿Cómo podemos lograr esto? Una estrategia es la de darle a nuestro
interlocutor la idea como al pasar, como si no le prestáramos demasiada
importancia, como si estuviéramos pensando en voz alta. Una prolongación
de esta estrategia es la de rodear la idea poco a poco, sutilmente, tocarla de
manera indirecta una y otra vez. Digamos, por ejemplo, que deseas que tu
hijo se busque un trabajo en sus vacaciones de verano. Antes de comenzar
tu estrategia, evita que tu hijo conozca tus intenciones, de otra manera
descubrirá tus propósitos ocultos. Cuida también los tiempos. Si comienzas
tus jugadas precisamente en el momento en el que sale de vacaciones,
sospechará. Comienza mucho antes: siembra la idea a mitad del semestre y
dale tiempo para que la semilla germine.
¿Cómo rodear la idea poco a poco? Habla de tu propia experiencia
cuando fuiste joven. Como al pasar, durante la charla de sobremesa,
cuéntale a la familia (pero no a él directamente) cómo pudiste comprar esa
televisión a color para tu cuarto con el dinero que ganaste en tu primer
trabajo de verano. Cuéntale cómo a partir de entonces no hubo verano que
no buscaras trabajo: “A esa edad me estaba forrando en dinero, compraba
todo lo que mis compañeros solo podían desear”. Dilo como si en realidad
no te importara que tu hijo busque o no un trabajo, como si solo estuvieras
alardeando frente a los otros comensales. Luego (deja pasar varios días)
cuéntale que preguntaste cuánto era el sueldo que ofrecían en una vacante
en la pizzería de la esquina; solo por curiosidad, solo para comparar los
sueldos actuales con los de tus tiempos. “¿Lo pueden creer? ¡Es un buen
sueldo! En mis tiempos yo me habría conformado con la mitad”. Insisto,
habla como si te importara muy poco que tu hijo estuviera presente. Hablas
con todos, no con él en particular. Luego deja pasar varios días, permite que
la idea eche raíces en su cabeza. Pasado un tiempo, vuelve a rodear la idea
de manera indirecta. Cuando estén viendo una película en familia, habla de
cuando trabajaste en un negocio de renta de películas: veías películas todo
el día mientras atendías a los clientes; te enterabas de los mejores filmes; te
volviste un experto en cine de autor, etc. En el restaurante en el que
trabajaste otro verano, comías lo que quisieras del bufete; te llevabas a casa
los postres que tenían un pequeño defecto; ganabas un dineral en propinas;
te divertías horrores con tus compañeros, etc. Recuerda, estás rodeando la
idea y al mismo tiempo apelas a su interés. La idea irá creciendo en la
mente de tu hijo y cuando llegue el verano estará mucho más abierto e
interesado en buscarse un trabajo temporal.
Para “plantar” una idea en la cabeza de la otra persona, esta tiene que ser
sugerida, mencionada apenas como una posibilidad, sutilmente, sin
subrayarla, sin hacer mucho hincapié sobre ella, casi como si no tuviera
importancia, pero procurando mencionar las razones que la apoyan. Es
esencial que la persona a la que se la quieres implantar no presienta tus
intenciones. Y permite que el tiempo haga lo suyo. Hay que evitar la
presión a toda costa. Si riegas demasiado una semilla, impaciente porque
germine pronto, lo único que lograrás es malograrla, pues se pudrirá. Hay
que rodear la idea indirectamente y a intervalos no muy frecuentes para que
la presión no se sienta. Si se hace correctamente, la semilla germinará con
el tiempo y, como una bella flor, florecerá la idea de manera natural en la
cabeza de tu objetivo. ¡Pero la idea ya será suya!
Las insinuaciones funcionan de manera similar a la “siembra” de ideas
en la mente de los demás. La persona astuta conoce el arte de la
insinuación, ya sea para precaverse de ella, ya sea para utilizarlas en caso de
necesidad. La insinuación negativa, a diferencia de la maledicencia
propiamente dicha, no es directa y clara, sino velada e indirecta. Más que
declarar algo llanamente, lo sugiere, dejando que el interlocutor saque por sí
mismo la conclusión. Es por ello que es más poderosa que la maledicencia:
las conclusiones que el otro saque por su cuenta tienen más peso que
aquellas que se le quieren imponer. Con su método mayéutico, Sócrates
convencía a sus interlocutores haciendo las preguntas adecuadas de manera
que las respuestas salieran de boca de estos. De la misma manera, un buen
comediante sabe que los mejores chistes son aquellos que son entendidos y
completados por el oyente —por ejemplo, los de doble sentido— sin
necesidad de explicar nada. Quien entendió, entendió. Así funcionan las
insinuaciones. Se dice algo que de manera indirecta apunta a una
conclusión. En otras palabras, es dar a entender algo sin expresarlo con
claridad.

—¿Sabes quién tomo el billete que tenía en mi escritorio?


—No tengo idea, el único que entró a tu oficina mientras estuviste fuera
fue Luis, y no creo que Luis haya sido.

Como se puede ver, la insinuación puede apuntar a una conclusión que


incluso es contraria a lo que literalmente se dice.

—¿Me pueden explicar por qué tuvimos tan malas ventas este mes?
—No sabemos qué ocurrió, jefe. Aunque el departamento de
Mercadotecnia empezó las campañas demasiado tarde, debimos haber
vendido por lo menos tanto como el mes pasado. Tal vez fue simplemente
un mal mes.
—Mmm, Mercadotecnia...

El veneno está inoculado. La insinuación es una poderosa herramienta


de persuasión y ataque porque, con solo apuntar en la dirección deseada,
dejamos que sea el otro el que saque la conclusión. Además, permite que no
quedemos nosotros como acusadores o críticos, pues nuestro comentario
tiene la apariencia de ser involuntario e inocente.
Son muchos los poderosos que, después de haber aguantado un torrente
de críticas y ataques directos, han caído por una pequeña insinuación. Quien
se entrena en la escuela de la astucia debe conocer las insinuaciones y saber
usarlas. Entender su funcionamiento es la mejor forma de defenderse contra
ellas. En un entorno competitivo, el astuto espera, recibe y desarma con
cautela las insinuaciones que sus oponentes, con malicia y envidia, le
dirigen. Al contrario, cuando la situación lo amerita, quien es hábil en el
arte de la insinuación sabe cómo y en qué momento utilizarlas. Pero no se
me mal entienda: el astuto no es un intrigante. Pues no tiene mucha astucia
quien, actuando con malicia y egoísmo, pretende manejar todos los hilos a
su alrededor en beneficio propio. Quien es listo sabe que el malvado, por
más inteligente que sea, tarde o temprano cae. La insinuación debe
utilizarse únicamente cuando tiene un fundamento sólido en la verdad y la
justicia. Es una herramienta, pues, para defender lo honesto y lo veraz. Solo
así es legítimo su uso. Digamos, pues, que la insinuación es la herramienta
que la persona astuta utiliza en lugar de la crítica y el ataque directo
cuando es honesto y legítimo su uso.
Por otra parte, no todas las insinuaciones son negativas, hay otras que
actúan favorablemente en aquellos a quienes se dirigen, apoyando y
confirmando su reputación. La generosidad y buena voluntad de la persona
sagaz para con sus allegados —y este es uno de sus atributos más nobles—
se viste muchas veces con los ropajes de la insinuación. Nada más noble
que insinuar cualidades positivas en los demás, pues el elogio indirecto no
se podrá tomar por zalamería interesada. El halago sugerido en una
insinuación es así uno de los gestos más finos y nobles de la personalidad
astuta.
Cultiva tu sentido del humor

Aunque no es prudente ir de broma todo el tiempo, el individuo astuto tiene


un buen sentido del humor. Según varias investigaciones científicas, el
humor está directamente relacionado con la inteligencia, la capacidad
verbal y el razonamiento abstracto. Pero las personas divertidas no solo son
inteligentes, también es agradable estar cerca de ellas. El sentido del humor
es también una de las cualidades más deseables en una pareja, pues tanto
hombres como mujeres califican a las personas divertidas como más
encantadoras y atrayentes.[57] Te daré, pues, algunos consejos para
desarrollar y aumentar tu sentido del humor.
Para empezar, hay que respetar una regla básica: no te rías de tus
propios chistes como un enajenado. ¿Cuándo has visto a los grandes
comediantes de stand up decir un chiste y en seguida soltarse a carcajadas?
Casi nunca, y, si lo hacen, es porque ellos son profesionales y saben cuándo
es el momento oportuno para reírse de lo que ellos mismos han dicho. Por
lo general, en ese momento el comediante tiene al público en la palma de su
mano, inmerso, por supuesto, en un delirio colectivo de hilaridad y puede
hacer con él lo que le plazca. Pero tú no eres un profesional, así que
olvídate de desternillarte de risa con tus propios chistes. Ahora bien, el
extremo contrario tampoco es recomendable. Me refiero a la errada
recomendación de decir algo gracioso con cara de “Mi abuelita ha muerto”.
Es el clásico «chiste con cara de póker», que se supone que funciona porque
se dice como si no fuera tal. Esto, nuevamente, solo funciona para los
comediantes profesionales y para los actores de sitcoms. En el primer caso,
porque son chistes buenísimos que prepararon con mucha anticipación; en
el segundo, porque cuentan con la ayuda de las risas de fondo falsas que
logran, por contagio, que el público ría también. Pero haz el siguiente
experimento: por un capítulo de tu serie cómica favorita, baja todo el
volumen y atiende solo a los subtítulos para entender los chistes. Te darás
cuenta entonces de lo insípidos que son muchos de los chascarrillos que se
dicen. Algunos —te lo aseguro— ni siquiera los entenderás. Las risas falsas
de fondo hacen el 90% de los chistes. Decir una gracia con cara de póker
funciona 1) cuando lo que se dice es verdaderamente gracioso, esto es,
cuando es gracioso en sí mismo, independientemente de cómo se exprese;
2) cuando en lo que decimos somos nosotros el objeto de risa por alguna
mini-tragedia que nos ocurrió; por ejemplo, cuando decimos “Salí en
calcetas al jardín y pisé una caca de Sultán”.
Entonces, ¿cuál es, en general, la mejor manera de expresar algo que
consideramos gracioso? Muy simple: expresarlo como si fuera gracioso.
Algo que es gracioso hay que decirlo, precisamente, con gracia. Y aquí el
tema del lenguaje no-verbal tiene nuevamente una importancia
fundamental. La diferencia entre lo gracioso y lo “meh” muchas veces no
depende tanto de las palabras, sino de la presentación no-verbal con que se
lo dice. En este sentido, “cómo se dice” es tan importante como el “qué se
dice”. Hasta los chistes más malos y las anécdotas más insípidas pueden ser
divertidas si se saben contar bien. Y lo contrario también es cierto: hasta los
comentarios más ingeniosos pueden resultar aburridos si se dicen sin
entusiasmo ni energía. Pues muchas veces nos reímos no tanto del
contenido de lo que se dice, sino porque se lo dice como si fuera gracioso.
Si hablamos, por el contrario, como si lo que decimos no tuviera ningún
interés o no lo decimos con entusiasmo, resultaremos tremendamente
aburridos. A las personas les gusta ser estimuladas visualmente. Por ello no
solo el tono de voz importa: el lenguaje corporal es esencial. No seas tan
plano como una tabla: anímate, muévete un poco, utiliza distintos gestos
faciales, escenifica tu papel.
Esto implica no tocar ninguno de los dos extremos de los que te hablaba
—ni partirse de risa de lo que dijimos, ni decirlo con expresión neutra e
indeterminada—, sino permanecer en el justo medio. Decirlo, pues, con
entusiasmo, con una amplia sonrisa en el rostro, como si te estuvieras
riendo por dentro, como diciéndole al otro con nuestro tono de voz y actitud
“Mira qué gracioso es esto”. Si actúas como si fuera gracioso, es más
probable que sea gracioso para los demás y que encuentres en ellos la
reacción que estás buscando.
Esta es una regla básica del humor: los demás suelen ver como gracioso
lo que les decimos (con nuestra actitud) que es gracioso. Lo más bobo
resulta gracioso cuando se dice como si lo fuera. Es más, incluso lo que no
tiene ninguna gracia resulta un poco jocoso si se dice con esta actitud. Haz
la prueba: di a otra persona algo tan insulso como “El sol se pone a las 19
hrs”, pero dilo con una sonrisa boba, como si te estuvieras riendo por
dentro. Aunque te responda “¿De qué estás hablando?” y te vea con cara de
“¿Qué mosca le ha picado?”, seguro que lo contagias un poco y comienza a
reírse del absurdo. Esto sucede porque la primera ley del humor es que la
risa es tremendamente contagiosa. Probablemente has estado en esa curiosa
situación en la que un completo extraño se está partiendo de risa en un
vagón del metro a pocos metros de ti. No tienes idea de qué diablos se está
riendo, pero poco a poco comienza a contagiarte y pronto ni tú mismo sabes
de qué te estás riendo. ¡El vagón entero puede contagiarse de risa! (Me
refiero, claro, a la gente dentro del vagón).
De hecho, hay un caso de epidemia de risa registrado en los anales de la
historia que entró en los terrenos de lo insólito. Ocurrió el martes 30 de
enero de 1962 en un internado religioso de mujeres en la pequeña aldea de
Kashasha, en la actual Tanzania. Comenzó cuando tres de las alumnas se
echaron a reír. Tan contagiosa era su risa que las compañeras de su aula
también comenzaron a reír. El ataque de risa se extendió por todas las aulas
hasta infectar a más de la mitad del colegio. Eran poco menos de un
centenar de personas que no podían contener la risa. Esto duro varios días,
incluso semanas y la gente seguía riendo. Como a los maestros les era
imposible seguir dando clase, tuvieron que cerrar la escuela el 18 de marzo
del mismo año. Las jóvenes que regresaban a sus pueblos contagiaron a sus
vecinos. En Nshamba, un pueblo de 10,000 habitantes en donde vivían las
familias de las chicas, 1000 personas se contagiaron y 14 escuelas tuvieron
que cerrar. La epidemia de risa por fin se extinguió 18 meses después de su
inicio y quedó registrada en un artículo científico de la revista Central
African Journal of Medicine.[58] Increíble, ¿no es cierto? Así de contagiosa
es la risa. Pero no tienes que destornillarte de risa para contagiar a los
demás, incluso una pequeña sonrisa es inmediatamente contagiosa. Di,
pues, las cosas que te parezcan graciosas como si lo fueran y te aseguro que
inocularás en los demás el buen humor.
Ahora bien, no abuses. La gente que habla como si todo fuera gracioso
es todo menos graciosa. Se trata de ser ingenioso, ocurrente, divertido, no
un completo payaso. Aunque la astucia nos dice que es conveniente tener
buen ingenio y poseer un carácter jovial, no es prudente ser demasiado
bromista. Que no te identifiquen con el bufón del grupo. A quien está
siempre de broma, nunca se sabe cuándo habla en serio y por esta razón
pronto se le deja —precisamente— de tomar en serio. Pero tampoco se trata
de ser tan serios que rocemos en lo seco y taciturno. Hay que ser joviales
con moderación y salpicar aquí y allá con ocurrencias humorísticas nuestra
conversación cuando la ocasión lo amerite. Y lo amerita, por ejemplo, el
usar del humor para salir de un apuro, para no tomarse las cosas tan en
serio, o para bajar la tensión de las situaciones incómodas.
¿Cómo saber cuándo decir algo como si tuviera gracia? Sencillo: cuando
nos parezca que la tiene. Esto puede parecer obvio, pero algunas personas
no respetan esta regla. En este sentido, payaso es aquel que tiene una
excesiva necesidad de ser el centro de atención y de caer bien a los demás
mediante el humor, pero sin tener una idea clara de lo que es realmente
humorístico. Su patológica necesidad de atención le hace pensar
erróneamente que algo podría ser gracioso para los demás, cuando no es
así. Por eso se ríe hasta cuando pasa la mosca, lo que pronto lleva a los
demás al fastidio.
No busques gracia ahí donde no la hay. Di que la cosa tiene gracia
cuando realmente a ti te hace gracia. En otras palabras, no busques
complacer a los demás: comparte más bien con ellos lo que a ti te complace
y te hace reír. Esto, con todo, no es garantía de que los demás encuentren
gracioso lo que a ti te parece divertido. Pero te responderán con una sonrisa
si respetas la advertencia de no caer en los dos extremos antes mencionados
y dices el chiste con entusiasmo. En resumen, cuando algo te haga gracia,
dilo, compártelo con los demás con una actitud divertida moderada. Una
sonrisa bastará.
Hay, por otro lado, algunos trucos para ser más gracioso que cualquiera
puede aprender. Para empezar, si quieres ser divertido, tienes que aprender a
reírte de ti mismo. La gente por lo regular se ríe de los pequeños accidentes
que les ocurren a los demás. Hay cientos de videos en YouTube con
recopilaciones de accidentes cotidianos que son muy cómicos. Pero hay
quienes, después del resbalón, se ríen de sí mismos, y otros que se levantan
inmediatamente aparentando que no pasó nada. Los segundos no tienen la
capacidad de reírse de sí mismos, se toman la vida muy en serio y no son
muy graciosos que digamos. Cualquier error o debilidad personal les genera
ansiedad y hacen todo para ocultarlo. Actúan como si su valor dependiera
de no equivocarse nunca (¡aburrido!). Los primeros, en cambio, no se
permiten hacer de alguna pequeña falta algo tan importante y ven lo cómico
de la situación. No consideran que un error, una debilidad o una inseguridad
reste valor a su persona; saben que errar es humano y por ello no se toman
muy en serio a sí mismos. Las personas graciosas saben que contar a los
demás alguna experiencia embarazosa, alguna falta o inseguridad no solo
puede resultar interesante, entretenido y divertido: también los hace más
agradables, simpáticos y amables. Ser honestos y transparentes genera
empatía, y cuando se trata de un momento vergonzoso, genera risas. Toma
ventaja, pues, de esos momentos incómodos y conviértelos en
oportunidades para generar algunas risas en los demás.
Esto, dicho sea de paso, implica no ser de aquellos que se ofenden por
todo. Ten en cuenta que descubres así tus debilidades e inseguridades.
Cuando te ofendes con facilidad, a los amigos les resulta molesto pues
tienen que ir siempre cuidadosos de no herir tu sensibilidad, pero a los
enemigos les es de mucha utilidad, pues sabrán entonces por donde atacarte.
Hay grupos en los que sus integrantes se gastan bromas muy pesadas entre
ellos. Yo te recomendaría evitarlos, pero si te encuentras en uno de ellos, lo
más conveniente es no iniciar bromas a costa de los demás, pues muchos
pleitos y disgustos inician con poco y escalan a más.
Ahora bien, si eres blanco del ingenio de los demás, hay que saber
soportarlo. Tolerar las bromas ajenas es signo de seguridad y confianza en
nosotros mismos. El que se ofende con las bromas no solo despierta la burla
de los otros, sino que se expone a más guasas iguales en el futuro, sobre
todo a sus espaldas. En el trato con los demás, no seas de los que son de
cristal. Imita mejor al diamante, que resiste cualquier maltrato. Cuando
alguna chanza realmente te ofenda, cuida mucho de expresarlo, pues los
demás conocerán entonces cuál es tu talón de Aquiles. Ocúltalo con una
cara de póker, con una pequeña sonrisa que les diga a los demás que te
burlas del insulto. Cuando tus enemigos vean que aquello no te hizo ni
mella, no lo intentarán otra vez. Puedes, en cambio, aparentar que te
molesta algo que en realidad te tiene sin cuidado. Así despistarás a tus
oponentes haciendo que den golpes en el aire.
Cuando la broma es buena, hay que reírse con ella. De esa manera
agregamos más alegría al parloteo general pues siempre cae bien aquel que
sabe reírse de sí mismo. En resumen, no solo aguantes las bromas,
¡disfrútalas! Incluso puedes seguir el hilo de la chanza y agregarle otra
puntada cuyo objeto seas tú mismo; de esta manera neutralizas el ataque.
Pero lo más probable es que ni siquiera se trate de un verdadero ataque, así
que relájate y no te quiebres a la menor broma. La próxima vez que alguien
haga una broma a tu costa, no te recluyas en la incomodidad y la ofensa,
sino que tómalo como un juego. Si te dicen, por ejemplo, “¡Pero qué panza!
¡Me vas a sacar un ojo de un botonazo!”, pretende que es verdad y piensa
cómo podrías seguirle la corriente: “No te preocupes, solo uso los
botonazos en caso de asalto”, o “Sí, cuidado, a veces salen en ráfagas de 5 y
pueden causar más daño que una semiautomática”, etc. Si alguien te dice en
forma sarcástica “Veo que estás a dieta”, tú sigues el juego y respondes con
“Sí, ya soy talla L’fante”; o “Sí, me estoy poniendo en forma… en forma
redonda”, etc. En suma, no trates de defenderte: confirma lo que el otro dice
sobre ti y añade algo de tu cosecha. De esta manera, si es un ataque
malicioso, lo neutralizas, y si es una broma inocente, sigues el juego y todos
se divierten.
Sigamos con las estrategias para hacer reír. Ojo: casi todas tienen que
ver con el poder de nuestra imaginación. En lugar de decir “El perro del
vecino ladró a las tres de la mañana y no me dejó dormir”, di “No dormí
nada bien, el perro del vecino vio fantasmas en la madrugada otra vez”.
Hablar literalmente pocas veces es divertido. Decir “No me he bañado en
dos días, empiezo a oler mal” no es tan divertido como decir “No me he
bañado en dos días, temo que me vayan a recoger los de la basura”.
Describir una situación en términos literales resulta serio y predecible.
Cuando le das un giro exagerado jugando con la imaginación resulta mucho
más ameno y jovial. Hay una excepción a esta regla: el humor por
literalización. Esto sucede cuando tomar lo que se dice al pie de la letra
provoca un sentido cómico.

—Cada tres minutos un hombre es atropellado en las calles de Madrid.


—¡Como debe estar ya el pobre!

Otro consejo: no olvides que el humor está en los detalles. Si quieres ser
gracioso al describir situaciones humorísticas, tienes que prestar atención a
los detalles. El truco está en hacer de un comentario general algo más
particular y específico. Aquí también tienes que usar tu imaginación y
exagerar un poco. Incorpora imaginería visual y analogías coloridas a la
escena. En lugar de decir “Tus pies huelen muy mal”, di algo como “Tus
pies huelen a coliflor cocida untada de queso camembert”; en lugar de
“Había mucha gente”, di “Era como estar en Woodstock, pero con menos
lodo y gente desnuda”; en lugar de “La fiesta estuvo aburrida”, di “Sacaron
algunas almohadas para que la gente que estaba en el sofá durmiera más
cómoda”. Cambiar un pañal puede convertirse en atender un desastre
nuclear; si le cuentas a otro que estás adolorido por ir al gimnasio, agrega
que ya pediste en Amazon una silla de ruedas; si tu comida te sabe mal, di
que sabía mejor la que hacías con Play-Doh cuando eras niño. El truco está
en hacer más gráfico lo que contamos poniéndole imágenes,
ejemplificándolo con analogías, asociándolo con algo concreto,
describiéndolo de un modo un tanto exagerado y colorido. Y para ponerle
colorido a tus comentarios, píntalos con metáforas. En lugar de decir que
estás cansado, di que tu cerebro está en huelga. En lugar de afirmar que
alguien tiene opiniones anticuadas, di que a su software le faltó bajar la
última actualización. Las conversaciones juguetonas comienzan con lo
figurativo y se mueren con lo literal.
Y no olvides exagerar. Recuerda, el lenguaje exagerado siempre será
más entretenido que el lenguaje preciso y neutral. El humor ama la
hipérbole. Aumenta o disminuye la situación en demasía y lograrás un
efecto hilarante.

Ejemplo:

Dice un miembro del Partido Laborista del Parlamento británico:

—Con el programa de reducción de gastos hospitalarios que ustedes


proponen, ¿quedarían cubiertas operaciones como la vasectomía que me
acabo de hacer?

Responde J. Hayes, parlamentario conservador:

—No sabía que en ese hospital hiciesen operaciones de microcirugía.

En situaciones cotidianas puedes exagerar todo aquello que te parezca o


insuficiente o sobrado. En lugar de decir “Este café quedó demasiado
cargado”, di “Este café me mantendrá despierto hasta pasado mañana”. Para
exagerar, no olvides utilizar adjetivos comparativos y superlativos. Cuando
veas un partido de fútbol puedes decir cosas como “Creo que fue el peor
tiro de penalti en la historia de la humanidad”, o “Mi abuela lo habría tirado
mejor”, etc. Exagera también tus opiniones, tus gustos, tus preferencias.
“Me gustan mucho las hamburguesas de Carl’s Junior” se puede
transformar en “Soy adicto a las hamburguesas de Carl’s Junior, no hay
nada en este universo que las supere”. Claro que con estos comentarios no
lograrás que los otros se tronchen de risa, pero tu objetivo es simplemente
darle un giro divertido a la conversación, de manera que pueda luego
derivar en algo más cómico si los otros te siguen el juego.
También sirve exagerar en las reacciones a sucesos buenos o malos por
los que pasemos. Por ejemplo, si te ganaste un cono de helado gratis en el
McDonald’s, celebra como si te hubieras ganado la lotería. Si pisaste una
caca de perro, siéntate en la banca y finge que lloras. Esto es autoexpresión
humorística, y para ello no dudes en actuar un poco. Pero cuidado: no
caigas en la payasada. Hay que saber administrar muy bien estos momentos
y no andar siempre a las bromas o pronto nadie nos tomará en serio. Se trata
de ser más juguetones en nuestras conversaciones cuando la ocasión lo
amerite, así que no abuses de estas técnicas.
Además de la exageración, el humor ama los contrastes. Según la
filóloga española Marta Mateo Martínez-Bartolomé:

El contraste es uno de los elementos que aparecen más frecuentemente en la


creación de humor y que contribuyen en mayor medida a la producción del placer
asociado al efecto humorístico. De hecho, hay estudiosos del tema que definen el
humor como la expresión o percepción de cualquier tipo de incongruencia que se
manifieste en un contexto verbal o situacional y que resulte cómica o produzca
diversión […] Tanto si se trata de una yuxtaposición inesperada de cosas o hechos
opuestos en una situación dada, y que mueve a un observador a risa, como si es un
juego consciente que realiza un hablante con las normas lingüísticas invitando a su
interlocutor a la sonrisa, la incongruencia y el contraste están en la base del efecto
humorístico y el placer que éste genera.[59]

De hecho, los seres humanos adoran los contrastes en casi todos los
ámbitos de su existencia. Un pay de frambuesa sabe mejor si se acompaña
con un buen café, y nada mejor que una cerveza fría en una calurosa playa
mexicana. En poesía hay una figura retórica para ello: la antítesis.
Ejemplos: “Los niños van por el sol y las mujeres por la luna”; “Mi
descanso es pelear”; “Es tan corto el amor y tan largo el olvido”. Los
enunciados con contrastes poseen un no sé qué de interesantes y atractivos
y esto en la comedia no es la excepción. Haz la prueba: si alguien te
pregunta si te gustó la comida (o la película, el viaje, el hospedaje, etc.)
responde con un rotundo “No” e inmediatamente cambia tu respuesta por
un “Sí”. Te apuesto a que despiertas algunas sonrisas en los presentes.
Para crear contraste, mezcla palabras, ideas o valores opuestos en una
sola frase. Por ejemplo, algo importante con algo irrelevante: “¿Cree usted
que, en caso de ataque nuclear ruso, las ondas electromagnéticas podrían
dañar mis videojuegos?”. O algo solemne con algo vulgar y corriente: (en
una ceremonia luctuosa en la Iglesia) “¿Crees que den bebidas y canapés?”.
Casi cualquier cosa puede ser contrastada: acciones, sentimientos,
experiencias, comportamientos… El truco consiste en considerar lo normal
en una situación dada, luego buscar aquello que no sería normal, y por
último simplemente indicar el contraste. “Te aprecio, Juan, en verdad te
quiero. No importa que huelas a perro”.
Otro de los recursos más importantes del humor es el sarcasmo, una
figura retórica, especie de ironía, con la que se pretende dar a entender lo
contrario de lo que se manifiesta. Oscar Wilde decía del sarcasmo que es
«la forma más baja del humor, pero la más alta expresión del ingenio». Y es
que el sarcasmo muchas veces se utiliza para expresar una burla velada que
no pocas veces es captada por aquel al que se dirige. Hablar sarcásticamente
es, por ejemplo, decir “Aquella mujer de recta moral” cuando queremos
significar todo lo contrario. Pero no todos los sarcasmos son cáusticos y
ofensivos. Basta con que nuestro enunciado contradiga la verdad de una
situación o haga contraste con ella. Decir “¡Pero qué buen día hace hoy!”,
cuando llueve a cántaros, es un sarcasmo que no hiere a nadie y que
salpimienta la conversación. Es, por lo menos, más entretenido que un
simple “Qué mal día hace hoy”.
El sarcasmo humorístico puede ser tan inocente como se quiera. Lo
único que tienes que hacer es no decir las cosas tal como son (lo literal,
recuerda, es soporífero), sino falsearlas con un comentario que, o bien las
minimice y las subestime en exceso, o bien las exagere, expresándolo
siempre de manera que lo real contraste con ello. Llegas, por ejemplo, a
casa de un amigo y su perro chihuahua no para de ladrarte. Un comentario
literal y aburrido sería “Este perro no asustaría a ningún ladrón”. Un
comentario sarcástico sería del tipo “Dios mío, ningún ladrón se atreverá a
entrar a tu casa con esta bestia”, o en su defecto “Creo que no asusta ni a las
moscas”.
Sé creativo, utiliza tu imaginación. Llegas a casa de una pareja de
amigos y ves que la pequeña Lucille, a quien están alimentando sus padres,
tiene toda su carita embarrada de papilla de frutas. Podrías decir “Lucille
tiene papilla en toda la cara”, pero esto es tan literal que resulta
tremendamente aburrido. Mejor utiliza el sarcasmo y di algo como “Hola,
Lucille, ¿qué hay de nuevo? ¡Hey, me gusta cómo te has maquillado! ¿Qué
estilo es, punk postindustrial?”.
Por último, puedes utilizar etiquetas, apodos y rótulos para describir las
cosas y las personas de maneras más divertidas. Puedes referirte a alguien
chismoso como “recadero ambulante”; a alguien muy alto como “el
astabandera”; a alguien muy velludo como “el Chewbacca”, etc. ¿Tienes un
amigo cabezón? Podrías referirte a él como “Mundo cercano” o
“Cascoman”. Cuando hice mi servicio militar, alguien le puso “el Fibras” al
sargento que nos daba las órdenes porque gritaba como si estuviera
estreñido. ¿Tienes que subir y bajar escaleras todos los días en tu trabajo?
Di que realizas “aerobics corporativo”. Las posibilidades que nos brinda el
uso de la imaginación son infinitas.
Conclusión

Hemos llegado al final de este pequeño manual sobre la astucia. Te habrás


dado cuenta de algo muy importante: la inteligencia humana, aunque está
dada de antemano para todos, es algo que tiene que ser cultivada para
hacerse efectiva. En otras palabras, todos somos sagaces y astutos en
potencia, pero habrá que razonar, practicar y trabajar con nuestra
inteligencia para pasar de la potencia al acto. La astucia no es, pues, una
cualidad que se da sin más en ciertos individuos. La astucia es un ejercicio,
una práctica, un hábito que hay que reforzar y desarrollar todos los días. Su
base está en la reflexión y en el conocimiento; en la experiencia y en la
sabiduría que vamos acumulando a lo largo de nuestras vidas; en el ingenio
y la creatividad que pongamos en nuestras acciones. La astucia escoge la
maña por encima de la fuerza. Va siempre dos pasos adelante y se pone
siempre por encima de las circunstancias.
La última y la más paradójica de las lecciones de la astucia es esta: la
mejor astucia es la que no se ve. Procura no sentir la necesidad de ser
considerado astuto, pues esto es mera vanidad que, además de ser inútil,
puede llegar a ser contraproducente pues solo pondrá a los demás a la
defensiva. Ser tenido por astuto genera recelo, de la misma manera que ser
tenido por inteligente despierta envidias y, en muchas ocasiones,
resistencias y antagonismos gratuitos. La astucia se puede encubrir muy
fácilmente con comentarios humorísticos que tomen por objeto la propia
torpeza (y de paso generen cierto humorismo): “Vaya —diremos ante un
descuido propio—, creo que me hicieron falta un par de tazas de café esta
mañana”; o “Diablos, creo que debo borrar la palabra ‘perspicaz’ de mi
currículum”, etc.
La astucia es, en definitiva, prudencia, inteligencia práctica a nuestro
servicio. Prudencia en el trato con los demás; prudencia al momento
emprender algo; prudencia en nuestros pensamientos y en nuestro
comportamiento en general. Por ningún motivo has de olvidar que la astucia
jamás trata a los demás como un medio. No, ser astuto no equivale a ser
manipulador. La astucia es sagacidad práctica unida a la nobleza, la virtud y
la generosidad. Es solo el astuto, y nunca el manipulador, quien triunfa en
la vida. “Sean astutos como la serpiente, pero sencillos como palomas”, dijo
Jesús a sus discípulos. No es otro el mensaje de este libro.
BIBLIOGRAFÍA

— Baró, Teresa, La gran guía del lenguaje no verbal, Paidós, Madrid,


2019.
— Carnegie, Dale, Cómo ganar amigos e influir entre las personas,
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2000.
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https://www.bbc.com/mundo/noticias-45561204
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— Morris, Desmond, El zoo humano, trad. Adolfo Martin, Plaza &
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— Rachels, James, Introducción a la filosofía moral, trad. Gustavo Ortiz
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— Santandreu, Rafael, El arte de no amargarse la vida, Grijalbo,
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— Schopenhauer, Arthur, Parerga y paralipómena I y II, trad. Pilar
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— Schulz von Thun, Friedemann, El arte de conversar. Psicología de la
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— Seligman, Martin, Authentic Happiness: Using the New Positive
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— Spinoza, Baruch de, Ética demostrada según el orden geométrico,
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— Strack, Fritz et al, “Inhibiting and Facilitating Conditions of the
Human Smile: A Nonobstrusive Test of the Facial Feedback Hypothesis”,
Journal of Personality and Social Psychology, 1988, Vol. 54, No. 5, 768-
777.
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[1] Francesco Guicciardini, Máximas y reflexiones de un renacentista sagaz.


[2] Baltasar Gracián, El arte de la prudencia.
[3] Arthur Schopenhauer, Parerga y paralipómena.
[4] Ibid.
[5] En “Guía básica para identificar noticias falsas (antes de mandarlas a tus grupos de WhatsApp)”
(https://www.bbc.com/mundo/noticias-45561204).
[6] Marco Aurelio, Soliloquios.
[7] Wayne W. Dyer, Tus zonas erróneas.
[8] Epicteto, Manual.
[9] Martin Seligman, Authentic Happiness.
[10] Rafael Santendreu, El arte de no amargarse la vida.
[11] Albert Ellis, Usted puede ser feliz.
[12] Martin Seligman, Op.cit.
[13] Ibid.
[14] Rafael Santandreu, Op.cit.
[15] Cfr. “Determinismo”, en José Ferrater Mora, Diccionario filosófico.
[16] Baruch de Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico.
[17] Ibid.
[18] Ibid.
[19] Francesco Guicciardini, Op.cit.

[20] Desmond Morris, El zoo humano.


[21] Robert Green, Las 48 leyes del poder.
[22] En Larios-Navarro et al., “Impacto psicológico del aislamiento social en el paciente comórbido:
a propósito de la pandemia COVID-19”. También Cfr. Brooks et al., “The psychological impact of
quarantine and how to reduce it: rapid review of the evidence”.
[23] Friedemann Schulz von Thun, El arte de conversar. Psicología de la comunicación verbal.
[24] Ibid.
[25] Esopo, Fábulas.
[26] Baltasar Gracián, El arte de la prudencia.
[27] Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.
[28] Esto lo afirma la experta Pamela Meyer en una Ted Talk titulada “How to spot a liar”
(https://www.youtube.com/watch?v=P_6vDLq64gE)
[29] Dale Carnegie, Cómo ganar amigos e influir sobre las personas.
[30] Baltasar Gracián, Op.cit.

[31] Baruch de Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico.


[32] Ibid.
[33] Arthur Schopenhauer, Parerga y paralipómena.
[34] Baruch de Spinoza, Op.cit.
[35] Francesco Guicciardini, Op.cit.
[36] Cfr. Friedemann Schulz von Thun, El arte de conversar: psicología de la comunicación verbal.
[37] Ibid.
[38] Cfr. “Postulados de la lingüística”, en Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas.
[39] Ibid.
[40] Friedemann Schulz von Thun, Op.cit.
[41] John M. Gottman y Nan Silver, Siete reglas de oro para vivir en pareja. Un estudio exhaustivo
sobre las relaciones y la convivencia.
[42] Teresa Baró, La gran guía del lenguaje no verbal.
[43] Ibid.
[44] Fritz Strack et al, “Inhibiting and Facilitatiog Conditions of the Human Smile: A Nonobstrusive
Test of the Facial Feedback Hypothesis”, Journal of Personality and Social Psychology, 1988, Vol.
54, No. 5, 768-777.
[45] Teresa Baró, Op.cit.
[46] Cfr. Park, S., Kahnt, T., Dogan, A. et al. A neural link between generosity and happiness. Nat
Commun 8, 15964 (2017). https://doi.org/10.1038/ncomms15964
[47] Steve Martin et al., El pequeño libro del sí.
[48] Cfr. Robert B. Cialdini. Influencia.
[49] Cfr. Steve Martin et al., Op.cit.
[50] Robert B. Cialdini, Influencia.
[51] Henry A. Overstreet, Influenciando el comportamiento humano. Caitado por Dale Carnegie,
Op.cit.
[52] Cfr. James Rachels, Introducción a la filosofía moral.
[53] Ibid.
[54] Ibid.
[55] Cfr. “Sobrevivir en el mundo del yo, yo, yo” en
https://elpais.com/elpais/2017/02/03/ciencia/1486128718_178172.html
[56] Cfr. “14 Health Benefits of Practicing Gratitude According to Science”, en
https://positivepsychology.com/benefits-of-gratitude/
[57] Cfr. Greengross & Miller, “Humor ability reveals intelligence, predicts mating success, and is
higher in males”, en Intelligence 39 (2011) 188–192.
[58] Si te interesa leer el artículo completo, puedes encontrarlo en el siguiente link:
http://rltz.blogspot.com/2007/05/from-central-african-medical-journal.html
[59] Marta Mateo Martínez-Bartolomé, “Reírse, una cuestión de contrastes”, en Revista Livius, 13
(1999) 117-136.

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