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Teorías y Poéticas del Nuevo Cine

(Lino Miccichè, en VV.AA., Historia General del Cine Volumen XI:


Nuevos Cines [Años 60], Ediciones Madrid, Ediciones Cátedra, 1995,
pp. 15-40)

«Donde haya un cineasta dispuesto a filmar


la verdad y a afrontar los modelos hipócritas
y policiales de la censura intelectual, allí
habrá un germen vivo del Cinema Nôvo”.

G. Rocha, 1965

Cuestiones de método

Dos observaciones preliminares.

La primera. Salvo raras excepciones, cualquier principio definidor que trate


de identificar bajo un común denominador movimientos, tendencias, posiciones que
caracterizan un determinado período histórico, no es más que una indicación
convencional. Para ser más precisos, cuando esa dinámica histórica a la que este principio
definidor se refiere sigue aún vigente, éste forma parte de la misma dinámica, es su
instrumento simbólico, su estandarte unificador: el acto de autodefinirse siempre forma
parte del acto de autoafirmarse. Aunque los definidores sean los adversarios de la
dinámica definida -lo que ocurre, por ejemplo, muy a menudo en el campo político y
político-ideológico- la definición termina por ser funcional, quizás en clave autoirónica,
a la afirmación de la dinámica que se quería combatir. No por casualidad, en política y,
en general, en el debate de las ideas, el silencio de los adversarios da más miedo que su
polémica.

Pero cuando esa dinámica histórica a la que se refiere el principio definidor


ha concluido su ciclo vital, el «definir» y el «etiquetar» forman parte de una técnica
historiográfica, para la cual encerrar una cierta cantidad de fenómenos, individuales o
colectivos, bajo una única fórmula evita la repetición de algunos datos generales, sugiere
a prior una valoración de conjunto, ofrece elementos exegéticos constantes establece
un sistema funcional de referencialidades complejas y recíprocamente complementarias,
hace que los descartes contradictorios vuelvan a estar entre las variantes libres de la
norma: el acto del definir implica siempre una técnica alusiva que remite a lo implícito
y por tanto, a lo «impreciso».

Si se analizasen a fondo estas prácticas clasificadoras (de las cuales no parece


estar exenta ninguna de las actuales metodologías críticas e historiográficas, y que
comprenden, pues, campos bastante distintos entre sí y nociones muy diferentes como
renacimiento, contrarreforma, romanticismo, fascismo, vanguardias, tercer mundo, etc.;
y, en el cine, definiciones como neorrealismo italiano, expresionismo alemán, realismo
soviético, tercer cine, etc., y además casi todas las nociones cinematográficas y de
géneros, como «musical», «comedia», «thriller», «shomingeki», «terror», etc., y
paragéneros como «slapstick», «sophisticated comedy», «road movie», «ecranisazia»,
etc.), probablemente se llegaría a la conclusión de que éste es uno de los más vistosos
y persistentes residuos «idealistas» de la cultura contemporánea, para la cual cada
fenómeno particular debe formar parte por fuerza de un «sistema» fenoménico más
complejo, y cada norma particular de una taxonomía general. Tal vez sea un riesgo
ineluctable, hasta el punto de que quien escribe, exorcizándolo, acaba por caer en él
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cuando lo define como un residuo «idealista». Sin
ahondar más, pues, lo dejaremos como una sugerencia
implícita de una duda metodológica sobre la noción
de Nuevo Cine, y como una invitación a no plantear y
a no plantearse preguntas a las que sería imposible
dar respuestas inteligentemente definitivas: ¿qué fue
y qué no fue exactamente, en los años 60, el Nuevo
Cine?; ¿cuándo, precisamente, comenzó el fenómeno
y cuándo, precisamente, acabó?; ¿quién formó parte
integralmente y quién se mantuvo rigurosamente al
margen? No es que los fenómenos históricos y
culturales no tengan fronteras temporales (desde
cuándo y hasta cuándo) y espaciales (quién y qué
intervino, quién y qué no intervino). El hecho es que
las fronteras claras y delimitadas, temporal o
espacialmente, existen sólo en las abstractas claridades
de la Teoría: en los hechos concretos de la Historia,
O Dreamland, Lindsay Anderson, de la Cultura, incluso de la Historia del Cine, no existen
1956 límites temporales o espaciales, sino sólo larguísimos y lentísimos fundidos encadenados.
Y, para continuar en la metáfora cinematográfica, los tiempos de los fundidos entre
dinámicas y fenómenos prevalecen claramente, en la Historia, sobre los tiempos en los
que el fenómeno y la dinámica carecen totalmente de signos apreciables de fade in o de
fade out: es más, la Historia es toda una disolución.

Este razonamiento nos ha hecho entrar, implícitamente, en la segunda


observación preliminar. Cuando hablamos de Nuevo Cine, solemos aludir generalmente
al llamado «Nuevo Cine de los años 60», es decir, al fenómeno que comprende culturas
y cinematografías de lo más distante y diverso, denominándose variadamente (Shin
Eiga y Nouvelle Vague, New American Cinema y Nuevo Cine, Nova Vlnà y Cinema
Nôvo, etc.), y situándose de manera diferente en el contexto cinematográfico nacional,
pero teniendo de cualquier modo, generalmente («generalmente», no «siempre») una
mayor difusión y un impacto más significativo entre el comienzo y el fin de los años
60. Sin embargo, si el Nuevo Cine, desde un punto de vista «productivo», tuvo un
protagonismo indiscutible en los años 60 -cuando el fenómeno asumió tal evidencia
que se le dedicaron convenciones y revistas especializadas, ciclos y ensayos analíticos,
exclusivas periodísticas y salas cinematográficas- desde un punto de vista «teórico»
reveló de pronto muchas de sus profundas raíces en algunos debates, acontecimientos
y dinámicas cinematográficas de los años 50.

Teorías de los años 50 / prácticas de los años 60

Esta afirmación es obvia en lo que respecta al capítulo más conocido


internacionalmente del Nuevo Cine, la Nouvelle Vague francesa, cuyo trabajo preliminar
-teórica y críticamente- se desarrolla en su integridad, como ya es sabido, a lo largo de
la década de los 50 en las columnas de los Cahiers du Cinéma (y de «cualquier» otra
publicación cultural importante como, por ejemplo, Arts, en la que, entre el 54 y el 58,
el joven crítico François Truffaut reseña unas 430 películas, transformando
progresivamente cualquier recensión en un gesto de batalla en la guerra contra el cinéma
de papa y «en el examen expresamente pesimista de una cierta tendencia del cine
francés»), para desembocar, sólo como conclusión de esta larga preparación político-
cultural y teórico-ideológica, en el «lanzamiento» de la «nueva oleada» a partir del
festival de Cannes de 1959. Aunque no sería erróneo hacer remontar, sin más, a 1948 el
primer enunciado teórico de la Nouvelle Vague francesa: aquel escrito importantísimo
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de Alexandre Astruc, «Naissance d’une nouvelle
avant-garde: la caméra-stylo», en el que el futuro autor
de Le rideau cramoisi y de Les mauvaises rencontres
auspicia un «cine liberador» en el que la dirección
sea «una verdadera escritura», «capaz de dar cuenta
de cualquier orden de realidad»; porque el cine, que
«hasta ahora ha sido sólo un espectáculo... una
atracción de feria, un divertimento como el teatro
boulevardier y un medio para conservar las imágenes
de la época», se ha convertido «poco a poco en un
lenguaje... tan riguroso que el pensamiento podrá
escribirse directamente sobre la película»; incluso hoy
Descartes escribiría «en películas, ya que su Discurso
sobre el método hoy sería tal que solamente el cine
podría expresarlo convenientemente».

Igualmente obvio es todo lo que sucede de


innovador en el escenario cinematográfico británico
de los años 50. A decir verdad, aquí (as premisas teóricas y los presupuestos críticos de Cenizas y diamantes (Popiol i
diamant), Andrzej Wajda, 1958
cualquier gesto innovador preceden igualmente la batalla, también ésta teórica, de las
«jóvenes generaciones» parisinas: en efecto, entre el 46 y el 52 (paralelamente, pues, a
las polémicas italianas en torno al Neorrealismo), desde las páginas de la revista
oxoniense Sequence, Lindsay Anderson y Karel Reisz (además de Gavin Lambert y
Penelope Houston, e incluso los fundadores, John Bound y Peter Ericsson), polemizan
contra el cine nacional, aprecian a Jean Vigo y John Ford, revalorizan el documentalismo
de Grierson y de Jennings, auspician un cine comprometido con su propio tiempo y
terminan por aceptar la definición de Free Cinema para las obras caracterizadas por el
«uso personal y expresivo» del cine (Alan Cooke). Éstas son, aunque desde un punto
de vista autodefinidor, las premisas de ese primer programa del Free Cinema que se
propuso al público del National Film Theatre en febrero de 1956, y del que en 1959 se
presentó la sexta y última selección. Años más tarde, Anderson explicaría que la adopción
de la fórmula de Cooke fue sólo para disponer de «una cómoda etiqueta... ofrecida a
los periodistas para que escribiesen sobre ella»; pero en el programa e1 5 de febrero de
1956 la presentación de las tres películas en cartel (O Dreamland de L. Anderson,
Together de L. Mazzetti, Momma don’t allow de K. Reisz y T. Richardson) parece muy
motivada: «Los autores de las películas prefieren llamar a su trabajo free más que
experimental. De hecho no es autocontemplativo ni esotérico. Su principal preocupación
no es la técnica», afirmaba el manifiesto, que, poco después, aclaraba: «Estas películas
son libres en el sentido de que sus aserciones son totalmente personales»; precisando,
después, a propósito de los distintos fondos sociales de las tres películas: «...Estas
ambientaciones pueden haber aparecido antes en el cine británico. Aquí, sin embargo,
está el esfuerzo de verlas y sentirlas de un modo nuevo, con amor o con rabia, pero
nunca fríamente, asépticamente, convencionalmente»; y, por último, concluía: «En
realidad, los autores de estas películas las proponen como un desafío a la ortodoxia».
Había recordado antes que el último programa de Free Cinema es de 1959, aunque la
opinión pública y la crítica (extrabritánicos sobre todo: no de manera distinta de cuanto
sucede con el neorrealismo italiano, del que muchos críticos extranjeros hablan aún en
las postrimerías de los años 50 y algunos hasta en plenos años 60, cuando aquella
dinámica estaba zanjada y superada hacía más de una década) seguirá hablando de
Free Cinema, a lo largo de los años 60, a propósito de las películas realizadas en ese
decenio no sólo por Anderson, Reisz y Richardson sino también por Jack Clayton,
Desmond Davis, Richard Lester y John Schlesinger. Valdrá, en suma, recordar que ese
«nuevo cine» británico que es el Free Cinema concluye su parábola áurea cuando en
casi todo el resto del mundo comienzan a surgir las otras «nouvelles vagues».

El caso polaco es distinto, aunque casi contemporáneo al británico. En Varsovia,


de hecho, se teoriza menos sobre el cine y más sobre la ideología y la cultura. En 1954,
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a un año de la muerte de Stalin, y mientras se
filmaba la primera película de Andrzej Wajda,
Pokolenie (Generación), el crítico e historiador
de cine Jerzy Toeplitz pudo atacar abiertamente,
en un congreso cultural, las tendencias regresivas
del cine polaco; pero, al poco tiempo, el
advenimiento al poder de Wieslaw Gomulka (el
20 de octubre de 1956) es lo que da un ritmo
vertiginoso a los acontecimientos políticos y
culturales polacos. Es la época del Po prostu y
del Nowa Kultura, desde cuyas columnas toda una
generación de intelectuales puede ironizar sobre
el poder y criticarlo, poniendo en discusión su
esclerosis. El «octubre polaco», como momento
político de renovación, se acabará bastante pronto,
conteniendo ya al final de la revuelta de Budapest
(a la que está estrechamente ligado) las razones
de su propia crisis. Pero si el «liberalismo» de
Gomulka tendrá una duración brevísima, el revival
Muerte de un ciclista, Juan Antonio
cinematográfico polaco -que tiene sus propios títulos bandera en Kanal, Popiol i diamant
Bardem, 1955
(Cenizas y diamantes), Lotna y Samson de Andrzej Wajda, en Cien y Prawdziwy koniec
wielkiej wojny (El verdadero fin de la guerra) de Jerzy Kawalerovicz, en Wspóny pokoj
de Wojciech Has, en Zezowate Szczescie de Andrzej Munk, todos ellos realizados entre
el 56/57 y el 60/61- dura casi un lustro, y se asomaba al comienzo del nuevo decenio,
cuando, sumado a las graves condiciones políticas del país, un dramático acontecimiento,
la prematura muerte de Munk, marca luctuosamente su final; mientras tanto, la novísima
generación del tercer cine de Varsovia, recogiendo el «testigo», se dispone a suceder a
la generación del 56, con el estreno Noz W Wodzie (El cuchillo en el agua, 1962) de
Roman Polanski, de Rysopis (1964) de Jerzy Skolimowski y de Struktura krystalu (La
estructura de cristal, 1969) de Krzysztof Zanussi. Como puede verse, el caso del «nuevo
cine» en Polonia es muy particular: en esencia, está marcado por dos dinámicas (una
del 56/61 y otra del 62/69, la primera más colectiva, la segunda más individual), muy
diferentes pero relacionadas entre sí (la primera abre camino a la segunda, la cual
tienen en aquélla sus primeros maestros). Las dos encuentran una consonancia casi
total entre práctica crítico-teórica y práctica productivo-creativa (a menudo los críticos
forman parte de los «estudios» junto a los cineastas y contribuyen, casi a la par que
éstos, a hacer posibles las obras); mientras, contrariamente a cuanto sucede casi por
doquier, más que a una polémica generacional, asistimos a las vicisitudes alternas de
un frente común, aunque generacionalmente diferenciado, contra las censuras del
régimen y los pocos directores no afiliados.

Igual de distinto, en algunos aspectos (pero análogo en otros), es el caso del


cine español. Del 14 al 29 de mayo de 1955 se desarrollan en la Universidad de
Salamanca, promovidas por el cineclub de la ciudad y dirigidas por un futuro autor del
Nuevo Cine Español, Basilio Martín Patino, las Primeras Conversaciones
Cinematográficas de Salamanca, donde -aprovechando el clima de «apertura controlada»
del régimen franquista (no por casualidad, entre los componentes están los directores
generales de Instrucción Universitaria y de los de Cinematografía y Teatro)- Juan Antonio
Bardem (que en aquel mismo año firma la antonioniana Muerte de un ciclista)
apodícticamente define el cine nacional como «políticamente ineficaz, socialmente falso,
intelectualmente enfermo, estéticamente nulo e industrialmente raquítico», afirmando,
al tiempo, que «la visión del mundo, de este mundo español que se refleja en las películas
españolas, es falsa» y señalando que, en esos productos nacionales, «nada corresponde
a la realidad». En aquella ocasión Patino, Bardem y Berlanga (además de J. de Prada,
E. Ducay, M. Arroita Jáuregui, J. M. Pérez Lozano, P. Garagorri, M. Rabanal Taylor y
R. Muñoz Suay, cuya firma es censurada por el director del S.E.U.) firman juntos una
declaración de apertura de las Conversaciones que concluye con un perentorio «¡El
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cine español está muerto! ¡Viva el cine español!».
Es cierto que los resultados de esta toma de
posición no serán palpables hasta comienzos de
los años 60, cuando el Nuevo Cine se consolidará,
contradictoria pero firmemente, por la incursión
en la producción de una cincuentena de jóvenes
directores, sólo algunos de ellos salidos de la
renovada escuela de cine del antiguo I.I.E.C.; pero
todas las premisas están en la agitación crítica,
teórica y política que se originó después de
Salamanca.

Por tanto, hablar del Nuevo Cine de los


años 60 significa, implícitamente, aludir a un
fenómeno que tuvo manifestaciones en todo el
planeta en esa década, pero que registró casi todas
las premisas de su fundación (teóricas, críticas,
poéticas y políticas) y no pocas predicciones
nacionales concretas en la década anterior: un largo La negra de... (La noire de...),
fundido, se decía, que, si bien termina en los años 60, tiene su comienzo, ciertamente, Ousmane Sembène, 1966
en los años 50.

Explosión de lo «nuevo»

Lo que los años 50 anunciaban en términos de crisis de la creatividad, de


desgaste de las viejas fórmulas, de impacto competitivo de los medios (y de empleo del
tiempo libre de las grandes masas) con las nacientes televisiones europeas y de fermento
en dirección de una identificación de la cultura nacional (en el así llamado Tercer Mundo)
se expande en todo el mundo en los años 60. Aparte de los dos casos de Gran Bretaña
y Polonia -cuando, como se ha visto, el fenómeno secreta y concluye al amparo inmediato
del debate, que, en otro lugar en cambio, se manifiesta más tarde, y, por tanto, se concreta
también más tarde- inmediatamente después el cine francés y su Nouvelle Vague se
añaden al «nuevo cine» internacional: en el Tercer Mundo, las cinematografías argentina,
cubana, brasileña, mexicana, y, en general, el cine hispanoamericano; en el África árabe,
las cinematografías magrebíes, y en el África negra, la cinematografía senegalesa,
seguida por significativos estrenos de grupo de los cineastas de Costa de Marfil y de
Nigeria; en Asia, la nueva oleada de jóvenes cineastas nipones y de los nuevos directores
hindúes; en Europa oriental, la Nova Vlnà checoslovaca, el cine de la nueva generación
magiar (sobre un terreno trillado, aquí, por dos representantes de la generación anterior
como Miklós Jancsó y András Kovács) la dinámica emprendida por el cine yugoslavo
de Makavejev, Pavlovic, Sljepevic, Klopcic, Lazic. Draskovic, Papic, Giorgievic,
Petrovic, Mimica, etc.; en la Unión Soviética euroasiática se advierten fermentos tanto
en el cine ruso (Tarkovski es sólo un nombre entre tantos) como en las cinematografías
de las repúblicas asiáticas y transcaucásicas (Paradjanov, Iosseliani, Mansurov, los dos
Schenguelaia, Abuladze, etc.); y en Europa occidental, al impulso inicial francés, le
siguen las bien distintas dinámicas italiana, alemana, española, suiza, belga y sueca.

Tal vez el único caso radicalmente distinto respecto a lo que ocurre en el resto
del mundo sea el de N.A.C., el New American Cinema que, mientras Hollywood se
sumerge en su propia crisis (productiva y de mercado), no se propone recoger el relevo
en la vieja Meca del Cine, sino que -encontrando, incluso a mediados de los años 60 el
clímax de su propio fulgor y de su propia fortuna- propone una práctica expresiva, un
sistema de circulación de los productos, una relación con los espectadores que están
dispuestos a destruir todas las posibles incrustaciones de la fiction y del «espectáculo»
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hollywoodenses. Pero en este caso, el nuevo
parece más relacionado, autónomamente, con las
vanguardias cinematográficas, y no sólo las
cinematográficas, de los años 50 y de los años
20 en Europa, que con la sugestión de las otras
New Waves mundiales nacientes. Por otra parte,
casi para confirmar la diversidad estadounidense
en las dinámicas de renovación, Hollywood
también se renovará, radical y prepotente, entre
fines de los años 60 y comienzos de los 70,
precisamente cuando las Nouvelles Vagues ya
están desfasadas o en declive en el resto del
mundo.

Sin embargo, si el caso «americano»


continúa haciendo historia (también porque, en
muchas cinematografías -sobre todo en el Tercer
Mundo, pero no solamente- lo «nuevo» nace
precisamente en oposición a la tradición, a la
Las margaritas (Sedmikrasky), Vera fuerza de penetración y de formación indocta de
Chytilová, 1966 los espectadores, de Hollywood y su entorno), no por ello las otras «nuevas olas»
mundiales se asemejan.

En el plano de la inspiración y, sobre todo, en el más puramente expresivo


(formal y narratológico), las marcadas interdependencias que se manifiestan entre una
y otra dinámica, acaso también continentalmente distantes, contemplan casi
exclusivamente: la común asunción de los «modelos» clásicos (por ejemplo Rossellini);
la común referencia a particularísimos autores nuevos que, aunque forman parte de las
«nuevas olas» participan con una peculiar y marcadísima fuerza innovadora, que va
mucho más allá de la dinámica generacional de la que forman parte (por ejemplo
Godard); la común adopción de particulares instrumentaciones técnicas (por ejemplo,
las tecnologías ligeras adoptadas en Francia y en Canadá para los documentales, unidas
después bajo la falsa etiqueta común de «cinema vérité»); la estrecha solidaridad para
encontrar salidas de mercado comunes para productos también muy distintos entre sí
(por ejemplo la Difilm en Brasil o la Filmcoop en Estados Unidos); el frente político
común ante las censuras del poder (por ejemplo, la Nova Vlnà de Praga enfrentándose
a la política cultural novotniana que se opone a todo lo nuevo); la común hermandad de
muchas dinámicas cinematográficas del «nuevo» con las dinámicas políticas emergentes
en ese tiempo (por ejemplo, «nuevo cine» y «nueva izquierda» en Japón, o bien Nova
Vlnà y [pre] primavera de Praga en Checoslovaquia); y también, pero Casi siempre
ajeno a las obras, o, si inherente, muy selectivo respecto a la masa que constituía, en
cada situación, el conjunto de las vagues nacionales.

Por otra parte, bien pensado, no podría haber sido de otra manera. El terreno
común de una dinámica tan conspicua, a la que se debe lo que es quizás, mundialmente
(con la excepción de los Estados Unidos), la década de mayor florecimiento y de
resultados más ricos de los (entonces) 65/75 años de la Décima Musa, era «también» la
del rechazo de películas producidas por las «máquina del cine”: por un cine que, como
había preconizado y auspiciado Astruc, fuese «una verdadera escritura» de autor. Hasta
el punto de que, no sin evidentes contradicciones y clamorosas manifestaciones de
(«creativo») visionarismo crítico («No está muy claro, como conclusión de esta
apasionante lectura -escribe, con una ligerísima ironía paternal, el cómplice André Bazin,
resumiendo el estudio de Chabrol y Rohmer sobre Alfred Hitchcock- si... [esa]... es
fruto de las obras que analizan o sólo de su pensamiento»), las «jóvenes generaciones»
de la Nouvelle Vague parisina (los de la generación «hitchcockhawksiana») junto a las
muchas reverencias a los diferentes modelos de autor representados por Renoir y por
Rossellini, fueron mostrando metódicamente su amor al cine americano, tratando de
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valorar la cantidad y la calidad de los «descartes»
de autor de los diferentes directores, respecto a
la «máquina» cuya «obra» era el «producto».
Natural, en fin, para una dinámica que apuntaba
al (re)nacimiento de la «autorialidad» en el cine
(esto es, en esencia, la politique des auteurs),
cuyas recíprocas influencias y sus muchas
ósmosis abordaban no ya los fenómenos
colectivos sino también las individualidades.

En conclusión, lo que desde los albores


de la década (y, sistemáticamente, a partir de
mediados de los años 60) comenzó a llamarse
un poco por todas partes Nuevo Cine y que
comprendía, pues, todas las nouvelles vagues
existentes- tenía caracteres extremadamente
deformes y era más parecido -y tampoco
siempre- a lo que en política se llama un «cartel
de los no», consolidado más por la comunidad
de las negaciones (los «no») que por la de los Dios y el diablo en la tierra del sol
consensos (los «sí»). Por otra parte, los líderes de las distintas, pero contemporáneas, (Deus e o diabo na terra do sol),
dinámicas (Rocha, Forman, Birri, Öshima, etc.) también se dirigían a determinar, al Glauber Rocha, 1964
menos a favorecer, la unidad entre todo lo «muevo», no sólo buscándola en su propio
interior, sino apoyándola también en las diferentes realidades positivas: como algunos
festivales (la Semana Internacional de la Crítica de Cannes y la Mostra de Pesaro),
algunas revistas (Cahiers du Cinéma, por citar una revista occidental, y Film a doba
por citar una publicación euro-oriental), alguna instituciones (como el Kuratorium Junger
Deutscher Film o el Office National du Film canadiense), algunos críticos (como el
francés Louis Marcorelles o el polaco Boleslav Michalek).

En verdad, más allá de estas singularidades creadas (sobre todo al principio,


en las temporadas 60/65) desde el exterior (o también, y es más que una hipótesis,
como primer resultado de una «recaída»), entre las diversas vagues de Montreal y Praga,
Moscú y Río de Janeiro, Dakar y Oberhausen, París y Tokio, llegarían a ser, con el
tiempo, reconocibles (sobre todo en el segundo lustro de los 60: el periodo 65/69)
algunos elementos de un «sistema teórico (implícito)”:

a) En el nivel de las estructuras narrativas

Se podía constatar un rechazo ampliamente generalizado de la trama novelesca.


De la trama robustamente construida donde, por un lado, personajes psicológicamente
definidos (de los que estaba programáticamente aclarado el de dónde y el dónde) y, por
el otro, acontecimientos cronológicamente articulados, constituían un tejido compacto:
un verdadero y auténtico «sistema narrativo» cerrado, en el que las diversas dinámicas
narrativas entraban en conflicto, se componían, se complicaban, se cruzaban y se
disolvían, resolviéndose o disolviéndose, por último, en la «solución» final. Al modelo
«literario» dickensiano «cerrado» que era el punto de partida de la narratividad
cinematográfica desde finales de la década de 1910 le sucedía ahora el modelo
«cinematográfico» godardiano explícitamente «abierto» (ej.: Belmondo/Poiccard/
Kovács de À bout de souffle/Al final de la escapada/Sin aliento, 1959), donde se
disolvían las nociones de «personaje» y de «trama», convirtiéndose el uno y la otra en
el débil hilo conductor de un discurso (socio-antropológico) que tendía a dar,
impresionísticamente, el sentimiento de las cosas, cambiando el papel mismo del
intérprete, que ya no es partícipe-cómplice de una «puesta en escena», sino actante-
actor de una «puesta en situación».
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Noche y niebla en Japón (Nihon no b) En el nivel de los procedimientos rítmicos


yoru to kiri), Nagisa Öshima, 1960
Aunque sobrevivía todavía (se entiende, mutatis mutandis) en algunos autores
(ej. Truffaut y Chabrol), estaba siendo mayoritariamente olvidado el découpage clásico
(que había sido y era el triunfo de la producción hollywoodiana), que hacía hincapié en
el proceder coherentemente diacrónico de la story, satisfacía sin dificultades apreciables
todos los interrogantes de los espectadores, colmaba cualquier vacío informativo
relevante sobre los personajes y afirmaba el arte (cinematográfico) como «síntesis a
priori» del mundo. Precisamente por parte Hollywood, el revolucionario découpage
wellesiano de Citizen Kane (Ciudadano Kane, 1941), se había propuesto como una de
las bases del cine de la modernidad. Y, al menos en este sentido, la clásica prosodia de
Hawks o de Ford, el montaje de la «transparencia» rosselliniana o del «realismo»
renoiriano, los ritmos de suspense sistemático de Hitchcock o aquellos épico-
melodramáticos de Visconti, parecían evocaciones puramente ideológicas: el nuevo
modelo rítmico ya no parece aquél, armónicamente articulado y calibrado en forma de
contrapunto, de la forma de la «sonata» clásica y de la «sinfonía» decimonónica, sino
aquél sincopado de la ejecución del jazz. El arte (cinematográfico) ya no se propone
mímesis perfectas y síntesis (a priori) del mundo y de la historia, sino como «vivencia»
fenoménica, donde lo existencial ha reemplazado a lo categorial (pienso, en este sentido,
en Bertolucci, todavía «viscontiniano» a su manera, de Prima della rivoluzione, (Antes
de la revolución, 1963); o en el Rocha que pasa de la épica revolucionaria de Deus e o
diablo na terra do sol (Dios y el diablo en la tierra del sol, 1964), a esa fenomenología
de la revuelta y de la derrota que es Terra em transe; o en Nihon no Yoru to kiri (Noche
y niebla en Japón) o Nihon shunka kö (Sobre las canciones obscenas japonesas) de
Öshima.

c) En el nivel de lo «fílmico»

Desde siempre, la actitud de «filman» estaba encaminada a borrar la «presencia»


de la cámara y, separando el dato técnico-mecánico del poético-expresivo, a anular el
primero en el segundo: tanto porque’ ello respondía a la necesidad de un cine psicológico-
novelesco, como porque favorecía la implicación, subliminal y pasiva, del espectador
que, de esta manera, llegaba a situarse en el centro de la trama. En buena parte de las
películas de los años 60, en cambio, la de la cámara era una presencia no sólo no
ocultada, sino, a veces subrayada sin más (en lo visual y en lo sonoro), tanto con el fin
de introducir un nuevo elemento dialéctico como para subrayar el carácter
fenomenológico de lo narrado. Era, también en términos de lenguaje, la propuesta de
un nuevo y polémico «realismo», que destronaba las antiguas fórmulas y encontraba
numerosas correspondencias con lo que otros estaban haciendo en la literatura, en las
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artes visuales, en la música y en el teatro. En
no pocos autores, el rechazo del montaje (como
punto fundamental de la operación de «ficción»
del cine, que aunque también partía de la
realidad objetiva de lo «profílmico», la
transfiguraba, mediante separaciones y enlaces,
o bien cortes y añadidos, en una nueva y
autónoma realidad, irreconocible en el mundo
objetivo) llevaba a un desbarajuste de las
tradicionales subdivisiones entre encuadre y
secuencia, y a una expansión del uso, un tiempo
sólo excepcional, del «plano-secuencia» (es
decir de la toma ininterrumpida de lo
«profílmico»); mientras, el figurativismo de los
planos -antiguo y convencional paso obligado
para un «cine de autor»- sufría también
profundas revisiones, que iban desde la
recuperación del sencillo cadrage rosselliniano
hasta la desintegración óptica de los elementos La hora de los hornos: Notas y
compositivos. testimonios sobre el
neocolonialismo, la violencia y la
Confirmación de esta nueva postura era el uso extradiegético, no poco liberación, Octavio Getino y
frecuente, de la «mirada a la cámara», es decir, la programática explicitación de esa Fernando E. Solanas, 1968
postura de actor que, en la tradición del «cine clásico» estaba generalmente considerada
como un «error» de toma: el actor que recorría con su propia mirada, por razones
narrativas, el espacio correspondiente al lugar donde opera la cámara no llega a evitar
mirar, quizás fugazmente, al interior del objetivo. En muchas películas de la época
(empezando por uno de los episodios de la fundación del Nuevo Cine, el godardiano Al
final de la escapada), la programaticidad de la «mirada en la cámara» respondía, al
menos, a dos opciones innovadoras: I) establecer una especie de entendimiento tácito,
casi una «unidad actancial» entre «espectador» y «actor» más allá de la vicisitud que el
primero finge creer y el segundo finge vivir; 2) subrayar el «extrañamiento» necesario
(Verfremdung) que el espectador debía conservar respecto a la visión (piénsese también,
en este sentido, en algunas secuencias cinematográficas «brechtianas» de los hermanos
Taviani).

d) En el nivel de los mensajes ideológicos

Se podía constatar un rechazo casi unánime a la explicación de esos «mensajes


ideológicos», directos o indirectos, que habían caracterizado, por ejemplo, algunos
momentos del neorrealismo posbélico italiano, del realismo prebélico francés y más
que nunca del llamado «realismo socialista»; y habían sido la cruz y el placer de la
«crítica de izquierdas». Con la única excepción del nuevo cine nipón (casi todo
fuertemente ideologizado), incluso en dinámicas y tendencias de fuerte politización,
como las de las nuevas cinematografías del Tercer Mundo (véase el caso del Cinema
Nôvo brasileño) o de las cinematografías antisocialburocráticas del Este de Europa
(véase el caso de la Nova Vlnà checoslovaca), la ideología estaba siempre desleída (y
filtrada en un vigoroso aparato metafórico), y a menudo (véase el cine de Glauber
Rocha) transformada en leyenda y mitología, sin que casi nunca reapareciese la figura
clásica del «personaje positivo» (con sus antítesis dialécticas y sus derivaciones
secundarias), portador de la «línea» justa (ético-política).

En compensación, se abren camino en esa época, desde los Cinegiornali liberi


de Zavattini hasta las filmaciones del Newsreel de Robert Kramer (pero también con
múltiples experiencias en el largometraje: desde el italiano All’armi siamo fascisti al
argentino La hora de los hornos), la opción alternativa, tan directa y explícita, del cine
militante (que continuará también posteriormente en los años 70), con fuertes
10
connotaciones políticas e
ideológicas, y deliberadamente
funcional con las causas
políticas, al servicio de las
cuales se ponen abiertamente los
cineastas «militantes», sean
aquéllas la liberación del Tercer
Mundo en vías de
descolonización, la salida de las
oprimentes anquilosis del
«socialismo real» o la lucha
contra la prepotencia social del
capitalismo maduro.

Hay que destacar que


éste es uno de los modos más
concretos con que las nuevas
Teorema, Pier Paolo Pasolini, 1968 generaciones, recuperando usos y papeles distintos del lenguaje cinematográfico,
contribuyen a hacer salir al cine del así llamado «orden global» que caracteriza, y
contamina, los primeros años de su historia: de hecho, a diferencia de los otros lenguajes
«históricos» (ante todo la «lengua» literaria, que se distingue de la «lengua de uso» de
la comunicación corriente), el lenguaje cinematográfico había sido considerado durante
décadas, y desde los orígenes del cine, como el vehículo comunicativo de una práctica
sustancialmente única, el «espectáculo» cinematográfico: ya estuviese destinado a la
comunicación científica o a la expresión artística, a la información o al cuento de ficción,
a la grabación documental o a la vanguardia poética. En cambio, es típico de los años
60 la superación (no ya sólo esporádicamente individual y a riesgo de marginación,
sino colectiva y, de cualquier modo acogida por el mercado) del aspecto «circense» del
cine: aquel por el que, a diferencia de los otros lenguajes históricos, el cinematográfico
ha ofrecido durante medio siglo «espectáculo de sí mismo», siendo, pues,
fundamentalmente, y para los más, no ya un medio (de expresión o de comunicación)
sino un fin (el espectáculo precisamente).

Por último, es propio de este decenio la total recuperación para el lenguaje


cinematográfico de su potencial estético, y, por tanto, de su independencia de las cargas
de la ideología, de los deberes de la didáctica, de las obligaciones de la política, de las
necesidades de la información y de los hábitos del espectáculo. El nacimiento de un
cine separado de la militancia política y/o de la (contra) información -a menudo,
paralelamente, por los autores mismos del «cine de poesía» más libre (véase el caso de
Pasolini)- es una prueba «a contrario» de la madurez que ha alcanzado el cine: es el
resultado de una (otra vez más «implícita») teoría.

e) En el nivel de las estructuras productivas

En este ámbito, a decir verdad, la situación del Nuevo Cine de los años 60 es
mucho más ambigua. En el plano de los debates teóricos y los enunciados de principio,
se podrían constatar la apertura casi unánime de un discurso fuertemente crítico sobre
mecanismos productivos y distributivos del cine y la conciencia generalizada de la
necesidad de crear estructuras alternativas o cuando menos distintas, que permitiesen
un menor condicionamiento de los productos. Pero, aparte de las notables diferencias
ya existentes en el plano teórico (por ejemplo, entre las posiciones radicalmente off de
Jonas Mekas, y de la Filmcoop del New American Cinema, y aquéllas, por necesidad,
mucho más cautamente reformistas de los cineastas de Praga y Bratislava, que apuntaban
a un mínimo de autogestión del aparato productivo estatal), la diversidad era verificable
sobre todo en la práctica: si en Brasil los autores se embarcaban en la aventura
productivo-distribuidora de la Difilm, en Francia el antiindustrialismo de la Nouvelle
Vague no era mucho más que un recuerdo juvenil (con raras, aunque significativas
11
excepciones) ya en los primeros años 60, cuando casi toda
la generación de los ex jeunes turcs formaba parte del
elenco de directores de la nueva qualité française; si, en
la Bolivia de Jorge Sanjinés o en el Uruguay de Mario
Handler, hacer una película no quiere decir limitarse a
dirigirla sino que significa «hacerla con las manos, los
pies, la sonrisa, la mente, el engaño, la astucia, la acción
sindical y un poco de dolor, (Handler), en la Italia de
Franco Cristaldi o en la España de Elías Onerejeta son
jóvenes productores hábiles e iluminados quienes
promueven, y producen, lo «nuevo», quizá aprovechando
inteligentemente las aperturas de las nuevas legislaciones
cinematográficas, pero, ciertamente, encontrándose en la
situación de trabajar solamente el ámbito de renovaciones
estructurales parciales. Con el paso de los años, es decir,
hacia el fin de la década, el Nuevo Cine se ha convertido
en casi todo el mundo industrial en el cine predilecto de
Despedida de ayer / Una muchacha
las plateas más evolucionadas y, aunque algunos cineastas europeos, los más coherentes
sin historia (Abschied von Gestern),
y los más innovadores, continúan teniendo grandes dificultades, la marginación
Alexander Kluge, 1966
sistemática de lo «nuevo» queda como patrimonio de las cinematografías tercermundistas
y de algunas dictaduras supervivientes. En esto, en fin, la unidad «antiindustrial» del
Nuevo Cine, desde su muy problemático y, esencialmente, inexistente comienzo, no es
ni mucho menos un problema teórico al final de la década.

Las poéticas y las teorías

Sin embargo, y no sólo en el ámbito de las teorizaciones implícitas (en la


práctica) y de los enunciados generales, sino también en el de las declaraciones de
poética, son muchos los puntos comunes entre los nuevos cineastas de los años 60.

Para muchos, aunque no ciertamente para todos, el «ser industrial» del cine es
el adversario común. Por algunos motivos, los más radicales son los filmmakers del
New American Cinema Group, los cuales -repitiendo (casi seguramente sin saberlo) el
radicalismo de los juicios de Bardem en Salamanca- afirman que, en todo el mundo, el
«cine oficial» respira estertóreamente en cuanto que es «moralmente corrupto,
estéticamente obsoleto, temáticamente superficial, congénitamente aburrido»; y añaden
que incluso «las películas en apariencia válidas, aquellas que reivindican cánones morales
y estéticos elevados, y como tales son aceptados por la crítica y por el público, revelan
la falsedad del film-producto. La misma calidad de la confección es la contraseña del
disfraz utilizado para cubrir su falsedad temática, su falta de sensibilidad, su ausencia
de estilo». Con motivaciones menos apocalípticas y sociológicamente más congruentes,
un «compañero de viaje» del New American Cinema, muy independiente y solitario,
Stan Brakhage, al tomar posición contra el cine «profesional» en nombre de la
independencia amateur («El amateur... filma personas, lugares y objetos de su amor...
No debe inventar un dios de la memoria... Es libre... Por esto creo inevitable que
cualquier arte del cine debe nacer del aficionado...»), escribirá (en torno a 1967):
«Hollywood... celebra dramas rituales para celebrar la memoria de masa... y películas
propiciatorias que tratan de controlar el destino de la nación...»

El manifiesto neoyorquino del New American Cinema Group es del 28/30 de


septiembre de 1960. Menos de dos años después, el 28 de febrero de 1962 serán los 26
firmantes del Manifiesto de Oberhausen (entre los cuales se encuentran A. Kluge, E.
Reitz y P. Schamoni) quienes hablarán de «bancarrota» del «cine convencional»,
limitando, sin embargo, el juicio de la realidad cinematográfica alemana, y viendo la
12
específica situación de crisis
del cine industrial como aquella
en que «el nuevo cine adquiere
la posibilidad de vivir...
liberado de las convenciones
habituales, de cualquier
tentativa de comercialización,
de cualquier tutela financiera».

Casi tres años después


de Oberhausen, en enero de
1965, Glauber Rocha, en su
manifiesto «Uma estética da
fame», afirma que «el
compromiso del cine industrial
es con la mentira y con la
explotación»; pero, aparte del
hecho de que esta vez el juicio
La canción del sendero (Pather es más ético-político, también en este caso la imputación involucra exclusivamente a la
Panchali), Satyajit Ray, 1955
producción fílmica de Brasil.

Más allá de estas declaraciones, tan próximas y tan distantes al mismo tiempo,
el punto en que se dan muchas convergencias es aquel, muy concreto además de
«ideológico», del «bajo costo». Lo teorizan los filmmakers del New American Cinema
(«El New American Cinema está aboliendo el mito del budget -afirman en el punto 4 de
su manifiesto de 1960- demostrando que se pueden hacer buenas películas comerciales
en el campo internacional con un presupuesto entre 25.000 y 200.000 dólares»),
manifestando que la «idea del bajo costo no nace de consideraciones puramente
comerciales, pero lleva el mismo camino que sus convicciones éticas y estéticas», es
decir, con las «cosas» que los filmmakers quieren decir y sobre el «modo» en que
quieren decirlas.

Lo practican por necesidad, antes incluso de teorizarlo por convencimiento,


todos los cineastas del Tercer Mundo africano e hispanoamericano, incluso los jóvenes
del Cinema Nôvo brasileño, o sea, aquéllos menos distantes de una práctica (aunque a
su modo) industrial: los que denuncian en el 66 un costo medio del New American
Cinema entre 40.000 y 60.000 dólares (véase De Andrade en T R. sobre el Cinema
Nôvo, al cuidado de L. Marcorelles en Cahiers du Cinéma, n. 176, 1966).

Lo practican y lo teorizan, al menos en sus comienzos, algunos nuevos cineastas


italianos como Vittorio De Seta (... «La libertad del director está en función del costo
en el que llega a incluir la película que hace. Es una libertad subjetiva y objetiva... Si
me diesen una cátedra podría enseñar cómo hacer películas de bajo costo»), Marco
Bellocchio («...un director deja de ser libre si tiene necesidad de 700 millones para
expresarse [1967] ... La única razón que me ha permitido trabajar libremente es que I
pugni in tasca [Las manos en los bolsillos, 1965] ha costado quince veces menos...»),
Gian Vittorio Baldi («Las películas deben ser filmadas a bajo costo: cuanto menor sea
el costo, más libres serán de las pesadas influencias comerciales y publicitarias...»);
hasta los hermanos Taviani, de los cuales Paolo teoriza sin más sobre una especie de
sveikismus cinematográfico («...¿Cómo hacer las películas? Elaborando, cuando es
posible, operaciones de rapiña. Es necesario robar. Hacer pasar, de contrabando, por
operaciones comerciales aquellas que no lo son. No es fácil...»).

Aisladamente lo afirman varios exponentes del «nuevo» como los húngaros


István Szabó («Un pequeño grupo de colaboradores y un presupuesto limitado dejan al
cineasta mayor libertad») y Miklós Jancsó («Las mías son películas pobres. El mío es
un estilo para ahorrar dinero... Debo hacer las películas deprisa, por eso no utilizo el
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montaje... He encontrado el método del plano-secuencia para ahorrar tiempo de
trabajo...”), que explica incluso en clave económica sus opciones estilísticas; el hindú
Mrinal Sen («Realizar una película, como se sabe, es una empresa costosa... Debemos
liberar el medio. Debemos probar que la realización de una película ya no será un
proyecto costoso»), que auspicia películas «a lo Pather Panchali» (1. Producciones sin
divos, sin brillo y las más de las veces con no profesionales; 2. Producciones con
presupuestos bajísimos; 3. Producciones fundamentalmente en exteriores; 4.
Producciones que amalgamen ficción y documentalismo); el primerísimo Truffaut
(«...Cuanto más caras son las películas, más estúpidas son... Una película de 300 millones,
para recuperar los gastos, debe gustar a todas las clases sociales en todos los países.
Una película de 60 millones puede cubrir gastos simplemente en Francia o atrayendo a
pequeños grupos en muchos países...», 1957) aunque luego practique un cine
serenamente «industrial»; el cubano Julio García Espinosa («Hoy el cine perfecto desde
el punto de vista técnico y artístico es casi siempre un cine reaccionario»), transformando
las necesidades del cine tercermundista en pura «ideología».

De estas opciones para el low budget, deriva la superación del guión como
proyección definida de la película que va a realizarse, común a muchos exponentes del
nuevo cine: de Jancsó («En mis películas hay mucha improvisación, un notable margen
para continuas modificaciones e intervenciones. Los guiones que sirven de base para
nuestro trabajo son una descarnada serie de sugerencias en ningún momento definitivas»),
a Godard («Ninguna de mis películas depende de un verdadero guión, sólo de una idea
plasmada en tres o cuatro páginas... No tengo una historia en la que se desenvuelve un
personaje, tengo un personaje, y es el personaje el que impone la historia»), de Kramer
(«Existe un guión... Pero este tipo de trabajo continúa también durante el rodaje, así
pues se escribe una escena mientras se monta la cámara, otra mientras se regulan las
luces...») a De Seta («Los grandes de antes preordenaban y ejecutaban; hoy se tiene
más fe en las sugerencias de la realidad; hoy el guión ha decaído [mientras que permanece
vital el objeto, esto es el tema]»). Mientras otros cineastas, aun considerando funcional
la fase del guión, ven la dirección como el momento de la contraposición dialéctica con
el original (guión): desde Pasolini («He constatado que el guión no tiene absolutamente
ninguna importancia desde el punto de vista estilístico, porque después de la elección
del modo de rodar, la elección de los actores configurará el estilo de la película. Es la
misma relación que existe entre una película y un libro...»), hasta Tarkovski («La
dirección cinematográfica comienza no en el momento en el que se discute el guión
con el guionista... sino en el momento en el que, frente a la mirada interior de la persona
que hace la película y que es llamada director, surge la imagen de esta película...»),
desde Bellocchio («A mi modo de ver es necesario partir de un guión durísimo,
verdaderamente importante, que después se puede discutir, rechazar, pero que debe
constituir la base porque la improvisación es inevitable en el cine, pero es necesario
improvisar sobre lo que se rechaza...»), a Öshima («La representación no debe ser una
ilustración del guión. Consiste en una negación, por parte de la calidad, de la imagen
expresada por el guión, el descubrimiento de una nueva imagen que supone esta negación
como su momento necesario»).

La realidad es que los años 60 conllevan, tal vez confusa y contradictoriamente,


pero de modo irreversible: a) una visión de la identidad y del papel del «autor»
cinematográfico marcadamente distinta de aquélla predominante hasta ahora, una nueva
visión gracias a la cual el epicentro de la película tiende a desplazarse, incluso en los
discursos teórico-poéticos sobre la práctica cinematográfica, del aparato producción/
consumo al punto neurálgico autor/obra; b) una nueva concepción del cine, de biblia
pauperum y «espectáculo de masa» a viático cognoscitivo, «medio para expresar
problemas importantes» (Wajda), trámite «para mejorar el mundo» (Rocha),
«instrumento de lucha» (Sanjinés); c) una nueva narratología cinematográfica, muy
distante de la «clásica», cuyos cánones principales han sido definidos por Griffith y
esencialmente practicados hasta los años 50.
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Coincidiendo con los tiempos
y cuanto sucede en otros ámbitos
expresivos (por ejemplo, la «obra
abierta» en el campo literario) surge la
nueva exigencia de la «película abierta»:
«No me gustan las películas cerradas,
acabadas en sí mismas -afirma, entre
otros, Dušan Makavejev- ... al hacer una
película aspiro a conseguir una
estructura compuesta de varios
elementos, dotada del mayor número
posible de momentos abiertos; cada
espectador puede, así, entrar o salir a su
placer, puede construir su propia
película, que puede incluso ser distinta
de la mía».

Repetidamente se afirma la
idea de que la película no debe
W.R. o los misterios del organismo representar tanto una auténtica «vivencia» sino ser una «vivencia» en sí misma, «no
(W.R. - Misterije organizma), Dusan organizando los... materiales en una especie de forma convertida en fiction, sino haciendo
Makavejev, 1971 surgir las grandes líneas de la realidad en la película» (Kramer). Para muchos cineastas,
la película es algo que «continúa en su devenir» mientras se piensa en ella, mientras se
escribe y mientras se rueda (lo afirma Bertolucci a propósito de Antes de la revolución);
algo que se rueda en contra del guión, y después se monta en contra de lo rodado (tal
como dice Ferreri a propósito de L’ Harem/El harén, 1967); que debe mostrar los
«procesos» de los problemas, esto es «someter a juicio, sin emitir veredicto» (García
Espinosa); también porque actuar en una película supone vivirla con intensidad, 5 porque
-dice el nuevo autor- «vivo inmerso en la película que hago” (Ferreri), o sin más «yo,
con el cine, vivo» (Olmi), así que «la película... no es una película, sino un trozo de
vida verdaderamente (Orsini).

En conclusión, la película no solo no debe ocultar el proceso de su «factura»,


sino que, en cambio, debe exhibirlo en toda su «ambigüedad» («Hay que ver e interpretar
esta película en clave de ambigüedad» escribe B. Bertolucci, a propósito de su segunda
obra) y en la dialéctica que se llega a crear entre la subjetividad creativa y la objetividad
en la que aquélla opera: para que se establezcan «constantemente nuevas relaciones
intensivas con la realidad renovando así su subjetividad a través de la negación
permanente de sí misma» (Öshima). La verdadera película del «nuevo cine», es aquella
que no pone en escena una historia sino la puesta en escena de una historia: «La
obra... puede tener una utilidad sólo para aquel espectador que tal vez sin comprender
del todo el proceso creativo, haga suyo el proceso de liberación del creador» (Amico;
las cursivas son mías).

Se trata, por tanto, de romper «los paradigmas regresivos que paralizan la


capacidad y las posibilidades de la mirada», creando «nuevos ojos para atravesar el
espesor de las cosas», determinando «nuevos ritmos... abiertos a todo incluso al error,
pero por eso mismo vitales, cargados de impaciencia» (Taviani): en efecto, «la verdad
es violencia» y «la cámara es un animal que es lanzado en libertad en medio del mundo»
(Bertolucci), donde puede construir «documentales negativos sobre una realidad que
no existe» -como ha observado agudamente Jos Oliver a propósito de la Escuela de
Barcelona- y contraponer a «verdades hechas de mentiras» el cuento de «mentiras hechas
de verdades» (Suárez). Porque «el tema de la verdad y de la mentira» es, en el fondo, el
único tema verdadero existente en el cine: «Se trata necesariamente de interrogarse
acerca de la verdad, utilizando medios que son necesariamente mentirosos» (Rivette).

La cuestión es «ética» aún antes que «estética»: el autor debe «encontrar el


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valor para llegar cada vez más al fondo de las
cosas... elegir y soportar, por tanto, esta
responsabilidad suya hasta el fin... Estar siempre
de parte de la verdad y de la claridad» (Schorm);
también porque, como afirma Ritwick Ghatak,
comentando una declaración de Antonioni en el
Festival de Cannes 1961 («La condición
fundamental para realizar una película es la
honestidad»), si ser sincero no quiere decir
necesariamente ser una gran artista, «para ser un
gran artista es necesario ser sincero».

Pero cada opción «estética» es también,


necesariamente, una opción «ética». En efecto,
«una posición de la cámara, un encuadre, en una
película, son ya todo un mundo»: porque «el estilo
es ya un modo de ver el mundo»; y «un encuadre...
contiene su poesía del mismo modo que su
moral»; e incluso «una dolly... puede ser o no ser
moral» (Bertolucci). En el Nuevo Cine, finalmente «la moralidad es confiada sólo al Crónica de anna Magdalena Bach
estilo» (Bellocchio). Y el estilo se identifica de tal manera con la moralidad que el líder (Chronik der Anna Magdalena
del Cinema Nôvo brasileño afirma en su Manifiesto: «Es una cuestión de moral, que se Bach), Jean-Marie Straub y Danièle
reflejará en las películas en el momento de filmar un hombre o una casa, en el detalle Huillet, 1968
enfocador...»; y algunos años después aclarará perentoriamente: «el Cinema Nôvo no
es cuestión de edad sino de verdad» (Rocha).

Esta unión indisoluble de forma (estética) y contenido (moral), vistos no como


opuestos sino como simple diversidad denominativa de un mismo gesto (una dolly -es
decir, una opción formal- es también una «posición moral» -es decir, una opción ética-
), lleva a más de un cineasta a recuperar la proximidad cine/música que había sido
planteada por algunos teóricos de los orígenes (Germaine Dulac había hablado del cine
como «sinfonía visual»). «Entre todas las artes, la que resulta más próxima al cine es la
música: también en ella el problema del tiempo es fundamental», escribe Tarkovski
hablando del cine como «escultura del tiempo». «A nuestros directores les falta, sobre
todo, el sentido de la forma y de un modelo de medición rítmica del tiempo», dice
Satyajit Ray, afirmando a la vez que «con un poco de fantasía, quizás se podría concebir
un tema cinematográfico estructurado como el raga». «¿Por qué hemos concebido
Sotto il segno dello scorpione? Paradójicamente deberemos responder: porque tenemos
ganas de hacer música», confiesan Paolo y Vittorio Taviani, reconociendo que la
«vocación por una construcción musical ya estaba latente en las otras películas nuestras»
y precisando que «en Scorpione la estructura de tipo musical aparece como elección
consciente». «Pienso en la música como cine. No la banda sonora, sino la música de las
imágenes», declara Carmelo Bene. «Tal vez sea la imagen del músico la que más se me
asemeje, puesto que he concebido mis Cuentos morales como seis variaciones
sinfónicas» admite Eric Rohmer, precisando, inmediatamente después: «Al igual que
un músico, hago variar el motivo inicial: ralentizando, acelerando, alargando, acortando,
adornando o afinando». «Stravinsky ha dicho: “Sé bien que la música no es capaz de
expresar nada”. Pienso que lo mismo valdría para una película», aclara Jean-Marie
Straub a propósito del découpage de su Chronik der Anna Magdalena Bach (Crónica
de Anna Magdalena Bach, 1967). «El cine se parece a la música más que a ningún otro
arte», afirma Maurizio Ponzi en el año de su iniciación.

En otras palabras, es evidente que los autores del nuevo cine re quieren para
las películas una total libertad expresiva, una salida radical de las constricciones
conciliadoras entre «contenido» y «forma», una exención de las obligaciones narrativas
de la «historia» y psicológicas del «personaje», una salida de las constricciones de la
industria, además de, casi unánimemente, un mayor reconocimiento de la figura el
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autor/director. Se puede incluso decir que este
último tema es uno de los leitmotiv emergentes de
todo el cuadro mundial del Nuevo Cine. Con la
única excepción, quizás, de la situación italiana -
en la que la Nueva Ola nace, principalmente, por
iniciativa de los productores (Goffredo Lombardo
y Titanus, Franco Cristaldi y Vides, Alfredo Bini y
Arco Film; pero también productores más
tradicionales, que adaptan rápidamente sus propios
trends productivos a las nuevas exigencias
internacionales y favorecen, de modo hasta
excesivo, los comienzos de las nuevas generaciones
cinematográficas) en todo el mundo, los autores/
directores son quienes determinan los grandes
cambios que renuevan las distintas cinematografías
nacionales: en muchos casos, son ellos y sus
asociaciones quienes determinan nuevas
legislaciones cinematográficas; en su nombre, en
Valparaíso mi amor, Aldo Francia, varias circunstancias políticas, se crean solidaridades político-intelectuales activas y
1969 orgánicas (y este fenómeno irá desde el nuevo cine checoslovaco de los primeros años
60 hasta el nuevo cine chileno, el último de los Nuevos Cines, de comienzos de los
años 70, en el Chile de Allende); en torno a ellos se cristalizan las no pocas iniciativas
productivas (en Francia, en Brasil, en Japón, en Argentina...) virtualmente distintas de
las tradicionales empresas cinematográficas y de la clásica división de papeles entre
«producción» y «creación».

A mediados de la década, cuando incluso la crítica comienza a renovarse, sea


porque está implicada en la (y separada de la) batalla entre «viejo» y «nuevo» que
envuelve a la creación cinematográfica, sea porque ha sido alcanzada por el eco, directa
o indirectamente, de nuevas instrumentaciones críticas (el estructuralismo, la
semiología), y seguramente un poco por todas partes -incluso prescindiendo de cómo
ha nacido y bajo qué impulso- el Nuevo Cine parece ser un fenómeno generalizado y
mucho más cargado de implicaciones que un simple, fisiológico cambio generacional.
En esos momentos centrales de los años 60, se decía, apareció verdaderamente una
doble sensación: por un lado, la impresión de un «momento cero» del cine, como el
enunciado por Jean-Pierre Lefebvre («el cine no existe todavía, el cine no ha nacido
todavía de verdad»); por el otro, la certeza de que la década en curso fuese precisamente
la de la salida definitiva del cine de una larga protohistoria, con una gran «riqueza de
posibilidades no explotadas» hasta entonces y un «futuro sin fronteras» (Tarkovski).

En cambio, las cosas no fueron de este modo. Entre el final de la década y los
comienzos de los años 70 -en el «plano general», con la difusión mundial de la dinámica
de restauración política, en el «plano cinematográfico», con la superación de los diez
años de crisis que habían golpeado a Hollywood y la propuesta renovada de la hegemonía
hollywoodense sobre el mercado cinematográfico de todo el planeta- el Nuevo Cine se
repliega en todo el mundo de una manera nueva, se esteriliza en los pequeños filones
de la película «juvenil», asume las actitudes un poco cínicas del nuevo imaginario
industrial, se transforma, a menudo sumergiéndose en práctica televisiva mientras la
competencia de las muchas televisiones disminuye radicalmente el público y la de los
renovados superproductos made in U.S.A. suma localidades entre los espectadores de
las cinematografías nacionales.

Quizá los años 60 sean el más bello decenio entre los cien que cumple el cine
en diciembre de 1995: aquel que se abre a más esperanzas, propone más experiencias,
muestra una mayor dialéctica de la oferta. Pero es también la última década del gran
cine mundial. Y esto ni los propios creadores del Nuevo Cine podían saberlo.

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