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PENSAMIENTO CRÍTICO DE AMÉRICA LATINA

La filosofía de la liberación 50 años después

Cultura7 feb. 2021 - 9:00 p. m.

Por: Damián Pachón Soto

La liberación buscaba construir un hombre nuevo, íntegro; perseguía la realización de la persona y


de la comunidad en el tiempo histórico. No era solo una filosofía de la periferia, de la exterioridad
como otro absoluto, sino que tenía vocación universal, pues buscaba la liberación de las víctimas
de Latinoamérica, Asia, África y los países desarrollados.

El pueblo, entendido de manera amplia, es el sujeto de la liberación. Enrique Dussel amplió esta
categoría a los inmigrantes, los desplazados internos por la violencia, los indigentes, los sirvientes
domésticos, los parados y los negros.

El pueblo, entendido de manera amplia, es el sujeto de la liberación. Enrique Dussel amplió esta
categoría a los inmigrantes, los desplazados internos por la violencia, los indigentes, los sirvientes
domésticos, los parados y los negros. / Wikipedia/dominio público

La realidad latinoamericana de los años 60 se caracterizó por convulsiones políticas y cambios


sustanciales en lo económico, social y cultural. Es la época de los procesos de descolonización de
África y Asia, la efervescencia de la Revolución cubana de 1959 y su impacto en la región, entre
otras cosas, en las nacientes guerrillas en Colombia, hecho enmarcado ya dentro de la llamada
Guerra Fría, la Alianza Para el Progreso y la paranoia anticomunista de los norteamericanos. Por su
parte, Argentina vive una dictadura y un agitado movimiento político. También se vive el impacto
de la Revolución cultural y del mayo francés del 68, con su influencia sobre los modos de vida de la
juventud. Es la época del surgimiento en Latinoamérica de la teoría de la dependencia, de Enrique
Cardozo y Enzo Faletto, la teología de la liberación, cuyo precursor fue el cura y sociólogo Camilo
Torres, la pedagogía del oprimido, de Paulo Freire, la sociología de la liberación y los gérmenes de
la Investigación-acción-Participativa (IAP), de Orlando Fals Borda, la sociología de la explotación,
de Pablo González Casanova, el inicio del boom literario y la consolidación de la filosofía
latinoamericana y su preocupación por el problema del puesto de América en la historia universal,
la identidad, la autenticidad y la originalidad de su quehacer filosófico. Es la época cuando se da el
auge de las ciencias sociales críticas en este continente.

En este contexto surgió formalmente la filosofía de la liberación en el II Congreso Nacional de


Filosofía, celebrado en Córdoba (Argentina) en 1971, en un simposio marginal llamado América
como problema. De ahí que la gran importancia que se le ha dado a ese congreso como “mito
fundacional” de la filosofía de la liberación ha sido a posteriori, en retrospectiva. Esta corriente
filosófica —la más influyente que se ha producido en América Latina hasta hoy— estuvo
conformada en sus inicios por varios intelectuales y no fue un proyecto monolítico, orgánico y
unitario de pensamiento, pero sí compartió unos acuerdos básicos sobre la función social, política
y liberadora de la filosofía. En ese congreso participaron Juan Carlos Scannone, Enrique Dussel,
Alberto Parisí, Aníbal Fornari, Arturo Roig, Carlos Cullen, Julio De Zan, Rodolfo Kusch, Osvaldo
Ardiles, Mario Casalla, entre otros. Muchos de ellos ya con carreras maduras, como fue el caso de
Kusch. La nueva corriente filosófica fue lanzada a escala continental en México en 1975, en la
Declaración de Morelia, firmada por Enrique Dussel, Leopoldo Zea, Arturo Roig, Francisco Miró
Quesada y Abelardo Villegas. Ahora, ¿cuáles fueron, en su momento, las bases desde las cuales
partió la nueva filosofía? Veamos.

La filosofía de la liberación latinoamericana partió de la necesidad de superar la dominación,


entendida como “una relación entre dos instancias, que pueden ser personas, clases o países,
relación tal que A domina a B, tiene el poder de decisión de lo que es fundamental respecto de B.
[Por su parte] B, que es dominado, sufre como resultado […] una falta de posibilidades de
desarrollo, una limitación; es decir, todo lo que puede ser considerado como defectivo”, afirmó el
filósofo peruano Augusto Salazar Bondy, auténtico precursor de este movimiento filosófico
continental, cuyo libro ¿Existe una filosofía de nuestra América?, de 1968, junto con la posterior
respuesta de Leopoldo Zea con su texto La filosofía americana como filosofía sin más, de 1969,
pone los pilares de la filosofía de la liberación.

Esta dominación explicaba la dependencia económica, tecnológica, política y cultural de


Latinoamérica, problemas que llevaron a pensar en la necesidad de su superación. Ahora, debido a
esa dominación, la filosofía en América Latina era dependiente, imitativa, inauténtica, reproducía
la dependencia, era “una novela plagiada”, una mera copia de la filosofía hegemónica europea, de
tal manera que la superación de la dominación debía partir de “la toma de conciencia de esta
situación”, según decía Salazar. Este diagnóstico hizo posible postular positivamente la necesidad
de una filosofía de la liberación que cancelara esa dominación, la cual se planteó, entonces, como
una filosofía original, nueva, desde América Latina, que partía de la realidad, de las circunstancias
propias de los países latinoamericanos. Al respecto decía Scannone: “Nos proponíamos filosofar a
partir de nuestra situación real, en diálogo interdisciplinario y desde una perspectiva histórica
sociocultural latinoamericana”; es decir, un pensar situado con una misión “crítico-liberadora”,
donde la filosofía misma se configura con la praxis de liberación. Por eso, era necesario superar la
filosofía académica, profesoral, especialista, que se desentendía de los problemas reales de
nuestra América. Así, este pensamiento recogía el viejo llamado de la filosofía latinoamericana de
atender a las necesidades y a las problemáticas propias de la región, tal como lo había planteado
el argentino Juan Bautista Alberdi en el siglo XIX. Se trataba, pues, de un pensamiento situado,
contextual, que atendía a la circunstancia.

En 1971, Enrique Dussel publicó un texto que aludía de forma central al nuevo movimiento:
Metafísica del sujeto y liberación. En él sostuvo que el ego europeo cartesiano había fundado una
metafísica de la subjetividad como dominio, como voluntad de poder, y que en la práctica histórica
esa voluntad se traducía como dominación de Europa sobre la periferia. Desde entonces, y como
consecuencia del colonialismo europeo, la periferia había sido saqueada, explotada, dominada,
oprimida y negada. El ego conquiro de Europa dio origen al eurocentrismo y con él se justificó
ideológicamente la dominación, explotación y exterminio del otro. Desde ese momento “el centro
es, la periferia no es”. Lo curioso es que esta denuncia era planteada asumiendo los
planteamientos críticos de Martin Heidegger, el cual era usado como punto de partida. Sin
embargo, como dijo Dussel después: se comenzó hablando el lenguaje del padre (el de los
filósofos europeos), si bien luego se crearon y acuñaron categorías filosóficas críticas propias para
pensar a Latinoamérica.

Esta apelación a la periferia llevó a la filosofía de la liberación a partir del pobre, del oprimido, los
campesinos, las etnias, los pequeños propietarios, los explotados, la mujer en el sistema machista,
el obrero que vive en la miseria, con lo cual se alineaba con los postulados (no todos) de la
teología de la liberación, una teología comprometida que privilegiaba la praxis evangélica sobre el
dogma. Todos estos sujetos conformaban el pueblo, el cual fue definido como “el bloque social de
los oprimidos en las naciones […] en fin, la población periférica nacional negada desde la
centralidad de las capitales o regiones capitalistas privilegiadas en los mismos países
dependientes”, cuyo análisis servía para hacer un diagnóstico y un cuestionamiento ético y político
de la presunta bondad y justicia del sistema como totalidad vigente. Esta categoría de pueblo ha
sido ampliada hoy por Dussel a los inmigrantes, los desplazados internos por la violencia, los
indigentes, los sirvientes domésticos, los parados y los negros. Es lo que él en su Ética de la
liberación en la edad de la globalización y la exclusión, de 1998, ha denominado “las víctimas” del
sistema. El pueblo entendido de esta manera amplia es, entonces, el sujeto de la liberación.

La liberación es la supresión de las cadenas de la dominación y la dependencia económica, política


y cultural; se da con la irrupción de lo nuevo, lo auténtico, como superación de la totalidad
dominadora vigente; es decir, no solo de las viejas herencias coloniales, sino de la actual
estructura capitalista. Desde sus inicios, Dussel planteó, de la mano de E. Levinas, la idea de la
alteridad como fundamental, en el sentido de que para ir más allá del sí mismo, de la ontología
europea, había que escuchar al otro, dejarse interpelar por él, por el pobre, el excluido, que
cuestionaba la dominación y la injusticia; dejarse interpelar por la periferia, la exterioridad, por el
no ser, para así, analécticamente, ir más allá del ser hegemónico. Era una postura ética, que aún
hoy aparece como filosofía primera en la filosofía de la liberación.

La liberación buscaba construir un hombre nuevo, íntegro, como había postulado Franz Fanon en
Los condenados de la tierra, de 1961. Perseguía la realización de la persona y de la comunidad en
el tiempo histórico. Hay que tener presente que no era solo una filosofía de la periferia, de la
exterioridad como otro absoluto, sino que tenía vocación universal, pues buscaba la liberación de
las víctimas, de los negados por el sistema-mundo capitalista, que hoy también se encuentran en
las calles de Nueva York, París, Roma, Berlín o Londres. Así las cosas, se buscaba la liberación de las
víctimas de Latinoamérica, Asia, África y los países desarrollados. Hoy la filosofía de la liberación, si
bien ha replanteado algunas formulaciones, no abandona este propósito.

Ahora, para hacer posible esa liberación universal, que permita la construcción de un hombre
íntegro, se requiere un diálogo intercultural e interfilosófico mundial, tal como lo han venido
planteando otros pensadores como Raúl Fornet-Betancourt o Josef Estermann, pues se
comprende que no puede haber liberación sin un diálogo mundial, sin construcciones que
trasciendan el horizonte de la modernidad misma y permita generar algo nuevo, una civilización
más allá de la actual; es lo que Dussel llama una transmodernidad.

En teoría política, de los miembros originales del grupo, el autor que ha ido más lejos es Dussel, tal
como puede constatarse en sus volúmenes sobre Política de la liberación. En ese proyecto ha
venido trabajando en los últimos 20 años. Frente a esta apuesta, hay que decir varias cosas: el
objetivo de la política debe ser la vida humana: su producción, reproducción y desarrollo o
aumento cualitativo. Esto equivale a que la política debe “producir y reproducir la vida de los
oprimidos y excluidos, las víctimas, descubriendo las causas de dicha negatividad, y transformando
adecuadamente las instituciones, lo que de hecho aumentará la vida de toda la comunidad”. La
elaboración de una política de la liberación en América Latina exige la superación del
helenocentrismo y el eurocentrismo, para plantear una historia mundial y crítica que resitúe el
papel de la periferia en la constitución de la modernidad y sus aportes. En este sentido, es clave
entender que la modernidad primera se origina para Dussel a partir de 1492 con el inicio de la
constitución del llamado sistema mundo-moderno-colonial, y que el capitalismo, que maduró hace
solo 200 años, no se entiende sin las contribuciones de América y la periferia a la acumulación
originaria del capital, tal como lo planteó el propio Marx. En esta política, el pueblo es el sujeto
político, es un actor colectivo que se forma en momentos límite: con sus necesidades, sus
demandas (no como sujeto sustancial de la historia), y puede entrar en estado de rebelión y
transformar las instituciones, dando origen a un nuevo orden. Aquí no se excluye la posibilidad de
la revolución, pero estas son excepcionales en la historia. El gobierno, por su parte, debe ser
controlado por el poder ciudadano y la sociedad civil, pues al fin y al cabo este es solo un poder
delegado (potestas) que manda obedeciendo a la comunidad (potentia). El del gobierno es, por
eso, un “poder obediencial”, que no puede fetichizarse y autonomizarse de la comunidad política.
Por otro lado, el Estado del futuro será un “Estado virtual”, descentralizado, pluricultural, que da
autonomía a la sociedad civil y a los distintos sectores que la conforman. No se trata, pues, de la
disolución del Estado, pues este es “una institución necesaria para la permanencia y aumento de la
vida humana”, sostiene el filósofo argentino-mexicano en 20 tesis de política y en Política de la
liberación II

Dussel también ha planteado un imperativo ecológico, a semejanza del categórico kantiano, que
busca hacer frente a la destrucción actual de la vida. Este imperativo dice: “¡Debemos actuar de tal
manera que nuestras acciones e instituciones permitan la existencia de la vida en el planeta Tierra,
para siempre, perpetuamente! La vida perpetua es el postulado ecológico-político fundamental”.
De esta manera, la economía se transforma en un subsistema de la ecología, poniéndose al
servicio de la vida, y no la vida al servicio de la economía. Aquí, la ecología toma un papel central,
ya que el mantenimiento de la vida del planeta, de la vida biológica, tiene prioridad frente a la
economía, la política y la cultura: “se trata de la condición absoluta de todo el resto”. Además, el
planeta mismo, con su diversidad vital, se constituye en el límite último del capital que
determinará la capacidad para la acumulación de ganancia.

Hay que decir que la filosofía de la liberación, desde sus orígenes, fue un proyecto plural, con
distintos énfasis, tal como lo ha mostrado el filósofo mexicano Horacio Cerutti Guldberg en su
influyente libro Filosofía de la liberación latinoamericana, publicado en 1983. Para Cerutti se trató,
más bien, de “filosofías para la liberación”. Ahora, más allá de la polémica Cerutti-Dussel, y de
quienes han querido minimizar los esfuerzos de este último, hay que reconocer que el filósofo
mendocino-mexicano ha sido quien más profundamente ha criticado la dependencia, la
dominación y ha elaborado con gran creatividad la vertiente liberadora de esa filosofía. Los demás
tomaron caminos diferentes, como el estudio de la cultura popular o la teología del pueblo. La
obra de Dussel, por el contrario, ha estado totalmente centrada en la apuesta por la liberación, en
un diálogo entre la historia, la teología, la filosofía, el marxismo, lo cual le ha permitido construir
una obra monumental, sistemática, que abarca una ética, una economía, una política y,
recientemente, una estética. Hoy, la filosofía de la liberación, con su gran influencia en México,
Argentina, Perú y otros países, con las múltiples traducciones a otras lenguas y su diálogo con lo
más granado del pensamiento mundial actual, se presenta como una filosofía crítica del
eurocentrismo, del colonialismo epistémico, de las múltiples dependencias, del “mito de la
modernidad”, y se postula como una alternativa al pensamiento nordo-céntrico. Se mantiene
como la filosofía más visible del continente, junto con apuestas teóricas como las teorías
decoloniales, las epistemologías del sur, el pensamiento intercultural, el constructivismo político
de Ernesto Laclau, el populismo crítico y plebeyo de Luciana Cadahia, la hermenéutica analógica
de Mauricio Beuchot, la política decolonial y republicana de Santiago Castro-Gómez, la ontología
política relacional del buen-vivir de Arturo Escobar, los diversos feminismos latinoamericanos y
otras apuestas que toman fuerza como la corpo-política de la filósofa colombiana Laura Quintana.
Sea esta, entonces, cincuenta años después de su nacimiento, la oportunidad de llamar a una
lectura crítica seria de ese gran esfuerzo del pensamiento de la región: la filosofía de la liberación.

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