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El león y el ratón
Una vez, un león atrapó a un ratoncito. Lo tenía entre sus garras y
abría la boca para comérselo cuando el ratoncito suplicó:
- Por favor, león, rey de los animales, señor de la selva, ¡no me
comas! Apenas soy un bocadito. Si me dejas ir, algún día podré
ayudarte.
El león lo miró asombrado y se echó a reír:
- ¿Ayudarme, una cosita tan débil y pequeña como tú? Me das
tanta risa que, por esta vez, no te comeré.
Y lo dejó en libertad.
Pasó el tiempo. Un día, el león, rey de los animales y señor de la
selva, cayó en una trampa que le habían tendido los hombres. Lo
tapó una red muy gruesa y allí quedó atrapado, rugiendo de rabia.
El ratoncito escuchó sus rugidos y corrió hasta él. Entonces, con
sus buenos dientes de ratón, empezó a roer la soga.
Mordisqueó, masticó y tironeó. Mordisqueó, masticó y tironeó
hasta que la soga se rompió. ¡Y el león pudo salir por el boquete y
librarse de la trampa!
Ese día, el señor de la selva, el rey de los animales, aprendió que
todos, hasta los más débiles y pequeñitos, pueden ayudarnos.
El pastorcito mentiroso
FABULAS
El pastorcito tenía muchas ovejas. Las llevaba al campo para que comieran
pasto y las cuidaba por si aparecía el lobo.
Las ovejas comían y el pastor se aburría. Un día, para divertirse, se puso a
gritar:
- ¡El lobo! ¡Socorro! ¡El lobo!
Los campesinos lo escucharon y, dejando sus trabajos, corrieron a espantar
al lobo. Fueron con palos y palas, con horquillas y rastrillos.
- ¿Dónde está ese lobo? -preguntaron.
Entonces el pastorcito se echó a reír.
- Era un lobo de mentira -dijo-. ¡Era una broma!
Los campesinos, muy enojados, volvieron a sus campos.
Días después, el pastor volvió a gritar:
- ¡El lobo! ¡Socorro! ¡El lobo!
Cuando llegaron los campesinos, él les dijo, muerto de risa:
- ¡Era otra broma!
Pero un día, en el campo apareció… ¡el lobo! Un lobo negro que tenía
muchas ganas de comer ovejas.
- ¡El lobo! -gritó el pastorcito-. De veras, ¡vino el lobo!
"Otro lobo de mentira", pensaron los campesinos. Y nadie fue a socorrerlo.
El lobo se comió las ovejas más gorditas. Las otras, escaparon de miedo y
el pastor perdió todo su rebaño.
Había dicho tantas mentiras que, cuando dijo la verdad, nadie le creyó.
Al que acostumbra mentir, nadie le cree ni cuando dice la verdad.
El zorro y la cigüeña
Un día, el zorro invitó a la cigüeña a comer un rico almuerzo. El
zorrito tramposo sirvió la sopa en unos platos chatos, chatísimos,
FABULAS
y de unos pocos lengüetazos terminó su comida.
A la cigüeña se le hacía agua el pico, pero como el plato era
chato, chatísimo, y su pico era largo, largísimo, no consiguió
tomar ni un traguito.
- ¿No le ha gustado el almuerzo, señora cigüeña? -le preguntó el
zorro relamiéndose.
- Todo estuvo muy rico -dijo ella-. Ahora quiero invitarlo yo.
Mañana lo espero a comer en mi casa.
Al día siguiente, la cigüeña sirvió la comida en unos botellones
altos, de cuello muy estrecho. Tan estrecho que el zorro no pudo
meter dentro ni la puntita del hocico.
La cigüeña, en cambio, metió en el botellón su pico largo,
larguísimo, y comió hasta el último bocado. Después, mirando al
zorro, que estaba muerto de hambre, le dijo riendo:
- Por lo visto, señor zorro, le ha gustado mi comida tanto como a
mí me gustó la suya.
El zorro se fue sin chistar, con la cola entre las piernas.
Porque el tramposo no puede protestar cuando le devuelven su
trampita.