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TREN DE LECTURAS

SELECCIÓN DE TEXTOS PARA QUINTO GRAD O

2018

Nombre del alumno:……………………………………….


Grado:…………………………..
DESAFÍO MORTAL
Gustavo Roldán
–¡Claro que voy a pelear!
–No, don piojo, usted no puede pelear
con el puma.
–¿Qué no puedo? ¿Por qué no puedo?
–Es una pelea despareja.
–Igual voy a pelear. Y ya mismo.
El piojo y el puma se enfrentaron. Los ojos de los dos echaban chispas, dispuestos para una pelea
a muerte.
Los demás animales los rodeaban en silencio. Ya habían intentado todas las formas de pararlos,
pero no había caso.
El puma mostró los dientes.Todos los dientes. Y los animales dieron un largo paso para atrás.
–El puma rugió y largó un zarpazo que hizo volar al piojo y lo estrelló contra un
quebracho. El piojo se enderezó y atropelló. Otro zarpazo del puma y el piojo quedó colgado en lo
más alto de un algarrobo.

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–¡Bueno, basta! –dijo el sapo–. ¡Ya está bien!
–¡Nada de basta! –gritó el piojo bajando a los saltos de rama en rama–. ¡Nada de basta!
Y saltó desde el árbol a la oreja del puma y se prendió como garrapata,
dispuesto a chuparle hasta la última gota de sangre.

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El puma rugió y se pegó un tremendo manotazo en la oreja para aplastar ahí mismo al piojo.
Pero el piojo ya no estaba. Había saltado a la otra oreja y lo mordía desesperadamente. Otro
manotazo del puma y el piojo casi aprende a volar.
–¿Y si terminamos la pelea? –dijo el elefante dando un paso adelante.
–¡Atrás todos! –gritó el piojo–. ¡Nada de terminar la pelea! –y atropelló lanzando manotazos al
aire.
El puma retrocedió sorprendido. No había pensado que ese bichito pudiera pelear con tanta furia.
Había querido divertirse un poco, pero jamás se le ocurrió que el piojo fuera capaz de llevar las
cosas tan lejos.
–¡Vamos, pelee!– gritó el piojo atropellando.

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Otro manotazo del puma y el piojo fue a caer arriba del elefante, ahí rebotó y cayó sobre el lomo del
tapir.
–¡Lo va a matar! –dijo el oso hormiguero.
–¡Lo va a destrozar con sus garras! –dijo el coatí.
–¡Lo va a morder con esos enormes colmillos! –dijo la iguana.
–¡No podemos dejar que sigan! –dijo el sapo.
–¡Tenemos que hacer algo! –dijo el quirquincho.
–¡Por favor, don elefante, usted puede pararlos, haga algo! –pidió la cotorrita verde.
–Bueno bueno –dijo el elefante poniéndose en medio del piojo y el puma–. ¡Se acabó la pelea!
El puma dio un paso para atrás y dijo:

–Por mí, la terminamos. Y les cuento que fue la mejor pelea que tuve en mi vida. Lo felicito, don
piojo, estuve mal y pido disculpas.
–Acepto sus disculpas, y también acepto que me estaba ganando.

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Debo admitir que usted es más fuerte que yo.
Los animales hablaron todos juntos y se preguntaron muchas cosas. En especial se preguntaron por
qué había comenzado esa pelea tan feroz. Pero ninguno sabía.
Después se fueron, cada cual por su lado. El elefante, el coatí, el sapo y el piojo se quedaron
charlando.
–Don piojo –preguntó el sapo–, ¿por qué comenzó todo este lío? ¿Se da cuenta en lo que se
metió?
–Fue demasiado peligroso –dijo el coatí–. El puma es un animal feroz. Me hizo temblar todo el
tiempo.
–No se preocupe, amigo coatí, yo temblaba más todavía
–dijo el piojo.
–¿Por qué pelearon? –preguntó el elefante.
–Porque casi me pisa. Pasó sin mirar casi me pisa. Y cuando yo grité me mostró todos esos
dientes que tiene y encima me insultó y me pisó la sombra.
–¡Lo insultó! –dijo el sapo–. ¡Le pisó la sombra! ¿Qué le dijo?
–En realidad nada. Pero me miró como si me insultara. Y movió la pata y casi me pisa otra vez.
Y de nuevo me pisó la sombra. Entonces me enojé y lo desafié a pelear.
–Pero, don piojo –dijo el elefante–, un piojo no puede pelear con un puma.
–Ya sé que no, pero las cosas tienen sus límites. Y creo
que se estaba pasando de la raya. ¿Sabe, don elefante?, a veces los bichos
chicos tenemos que defender a muerte la dignidad. Si no resistimos, si
no defendemos la dignidad, entonces sí que estamos listos. Y un buen piojo
no puede permitir que nadie le pise la sombra. El elefante y el sapo se
miraron y dieron un paso para atrás con todo disimulo. No fuera a ser que por
ahí, sin darse cuenta, pusieran la pata encima de la sombra del piojo.

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CRUEL HISTORIA DE UN POBRE LOBO HAMBRIENTO de Gustavo Roldán
- ¿Y cuentos, don sapo? ¿A los pichones de la gente le gustan los cuentos?- preguntó el piojo.
- Muchísimo.
- ¿Usted no aprendió ninguno?
- ¡Uf! un montón.
- ¡Don sapo, cuéntenos alguno!- pidió entusiasmada la corzuela.
- Les voy a contar uno que pasa en un bosque. Resulta que había una niñita que se llamaba
Caperucita Roja y que iba por medio del bosque a visitar a su abuelita. Iba con una canasta llena de
riquísimas empanadas que le había dado su mamá...
- ¿Y su mamá la había mandado por medio del bosque?- preguntó preocupada la paloma.
- Sí, y como Caperucita era muy obediente...
- Más que obediente, me parece otra cosa-
dijo el quirquincho.
- Bueno, la cuestión es que iba con la
canasta llena de riquísimas empanadas...
- ¡Uy, se me hace agua la boca!- dijo el
yaguareté.
- ¿Usted también piensa en esas
empanadas?- preguntó el monito.
- No, no- se relamió el yaguareté-, pienso
en esa niñita.
- No interrumpan que sigue el cuento- dijo
el sapo; y poniendo voz de asustar
continuó la historia-: cuando Caperucita estaba en medio del bosque se le apareció un lobo enorme,
hambriento...
- ¡Es un cuento de miedo! ¡Qué lindo!- dijo el piojo saltando en la cabeza del ñandú-. A los que
tenemos patas largas nos gustan los cuentos de miedo.
- Bueno, decía que entonces le apareció a Caperucita un lobo enorme, hambriento...
- ¡Pobre...!- dijo el zorro.
- Sí, pobre Caperucita- dijo la pulga.
- No, no- aclaró el zorro-, yo digo pobre el lobo, con tanta hambre. Siga contando, don sapo.
- Y entonces el lobo le dijo: Querida Caperucita, ¿te gustaría jugar una carrera?
- ¡Cómo no!- dijo Caperucita-. Me encantan las carreras.
- Entonces yo me voy por este camino y tú te vas por ese otro.
- ¿Tú te vas? ¿Qué es tú te vas?- preguntó intrigado el piojo.

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- No sé muy bien- dijo el sapo-, pero la gente dice así. Cuando se ponen a contar un cuento a cada
rato dicen tú y vosotros. Se ve que eso les gusta.
- ¿Y por qué no hablan más claro y se dejan de macanas?
- Mire mi hijo, parece que así está escrito en esos libros de dónde sacan los cuentos.
- Y cuando hablan, ¿También dicen esas cosas?
- No, ahí no. Se ve que les da por ese lado cuando escriben.
- Ah, bueno, no es tan grave entonces- dijo el monito-. ¿Y qué pasó después?
- Y entonces cada uno se fue por su camino hacia la casa de la abuela. El lobo salió corriendo a todo
lo que daba y Caperucita, lo más tranquila, se puso a juntar flores.
- ¡Pero don sapo- dijo el coatí-, esa Caperucita era medio pavota!
- A mí me hubiera gustado correr esa carrera con el lobo- dijo el piojo-. Seguro que le gano.
- Bueno, el asunto es que el lobo llegó primero, entró a la casa, y sin decir tú ni vosotros se comió a
la vieja.
- ¡Pobre!- dijo la corzuela.
- Sí, pobre- dijo el zorro-, qué hambre tendría para
comerse una vieja.
- Y ahí se quedó el lobo, haciendo la digestión- siguió el
sapo-, esperando a Caperucita.
- ¡Y la pavota meta juntar flores!- dijo el tapir.
- Mejor- dijo el yaguareté- déjela que se demore, así el
lobo puede hacer la digestión tranquilo y después tiene
hambre de nuevo y se la puede comer.
- Eh, don yaguareté, usted no le perdona a nadie. ¿No ve que es muy pichoncita todavía?- dijo la
iguana.
- ¿Pichoncita? No crea, si anda corriendo carreras con el lobo no debe ser muy pichoncita. ¿Cómo
sigue la historia, don sapo? ¿Le va bien al lobo?
- Caperucita juntó un ramo grande de flores del campo, de todos colores, y siguió hacia la casa de su
abuela.
- No, don sapo- aclaró el zorro-, a la casa de la abuela no. Ahora es la casa del lobo, que se la ganó
bien ganada. Mire que tener que comerse a la vieja para conseguir una pobre casita. Ni siquiera sé si
hizo buen negocio.
- Bueno, la cuestión es que cuando Caperucita llegó el lobo la estaba esperando en la cama,
disfrazado de abuelita.
- ¿Y qué pasó?
- Y bueno, cuando entró el lobo ya estaba con hambre otra vez, y se la tragó de un solo bocado.

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- ¿De un solo bocado? ¡Pobre!- dijo el zorro.
- Sí, pobre Caperucita- dijo la paloma.
- No, no, pobre lobo. El hambre que tendría para comer tan apurado.
- ¿Y después, don sapo?
- Nada. Ahí terminó la historia.
- ¿Y esos cuentos les cuentan a los pichones de la gente? ¿No son un poco crueles?
- Sí, don sapo- dijo el piojo-, yo creo que son un poco crueles. No se puede andar jugando con el
hambre de un pobre animal.
- Bueno, ustedes me pidieron que les cuente... No me culpen si les parece cruel.
- No lo culpamos, don sapo, a nosotros nos interesa conocer esas cosas.
- Y otro día le vamos a pedir otro cuento de esos con tú.
- Cuando quieran, cuando quieran- dijo, y se fue a los saltos murmurando-: ¡Si sabrá de tú y de
vosotros este sapo!
FIN

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QUERIDOS MONSTRUOS de Elsa Bornemann
Habíamos ido a pasar un fin de semana a la quinta de Elián Cassini, como tantas otras veces.

Hijo único como era, sus padres se preocupaban para que compartiera con sus amigos otras horas
aparte de las requeridas por los estudios escolares. Y como sus tíos eran todavía solteros, era común
que invitaran a nueve o diez compañeros de grado a la vez (los que mejor nos llevábamos, claro) la
pandilla "heavy" como nos decían ellos. Total, en los autos de que disponían había suficiente
espacio para todos. De otro modo, a los padres de Elián les hubiera resultado difícil trasladarse en
colectivos y tren con un grupito tan nutrido... y travieso. Así fue como durante el atardecer de aquel
viernes de invierno, la pequeña caravana de tres coches partió rumbo a San Antonio de Padua,
localidad ubicada al oeste de Buenos Aires y adonde quedaba la quinta.

En esa oportunidad, Lourdes, Elián y yo íbamos en el auto de una tía; Nadia, Darío y Valentina en el
de otra, mientras que con el matrimonio Cassini viajaban Nelson, Diego y Anabel, más dos perritas
de Elián, invariablemente en la falda de su patrona una y sobre el piso del auto la otra, hasta que
llegáramos a destino.

Todos los chicos lamentábamos la ausencia de Claudio: estaba condenado a la cama por culpa de
una molesta hepatitis. Y la lamentábamos tanto por la enfermedad como porque iba a faltar un chico
para las parejitas del baile que acostumbramos a hacer los domingos, antes de volver a la ciudad. —
No se preocupen— decía Darío, que era el chistoso de la barra. —No tengo ningún problema en
bailar con dos chicas a la vez... ni tampoco en ocuparme de ellas para lo que gusten...

A mí, Elián me atraía especialmente. Mis secretos sentimientos —que disimulaba muy bien— iban
más allá de la amistad que — en verdad— nos unía desde muy chicos. Pero ni loca iba a hacérselo
saber, tímida y muy inhibida como estaba por su desbordante personalidad. Sin embargo, la barrera
más importante entre los dos era una característica de Elián que me desagradaba profundamente y
que crecía con él a medida que él mismo crecía, ¡aj! Era un incorregible fanfarrón. No presumido de
su aspecto físico (mmh... ¡riquísimo!) ni de su sólida inteligencia (que me producía admiración). Su
fanfarronería —sin límites— se manifestaba —de continuo— ante temas o hechos que a los demás
nos ponían los pelos de punta, que nos hacían temblar de miedo.
A él no.

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Disfrutaba —a las carcajadas— de las
películas de terror, devoraba —lo más
campante— cuentos y novelas capaces de
sobresaltar al más valiente y alardeaba —
incluso— de tener relaciones con seres
terroríficos, provenientes de mundos
paralelos o de los infiernos, con la misma
naturalidad con que se vinculaba con
nosotros. Este último aspecto de su
fanfarronería lo había llevado a decorar sus
cuartos —de la casa de Buenos Aires y de
la quinta— con variados posters a cual más
espantoso; a coleccionar repulsivas
figuritas de cerámica que él mismo
creaba; a juntar máscaras horripilantes con
las que solía acercársenos en los
momentos menos previstos y a celebrar
unas extrañas ceremonias nocturnas, a fin
de llamar a sus "queridos monstruos",
como acostumbraba a denominar a esas
criaturas que nosotros jamás veíamos pero
que él juraba que acudían a su invitación.

Aquel viernes de invierno en que llegamos a la quinta, Elián nos anticipó: -no bien nos acomodamos
niñas y varones en sendos cuartos del primer piso- que algo muy espectacular iba a suceder a la
medianoche, un suceso horroroso del que él iba a ser el único protagonista y todos los demás los
testigos.
—Buah, otra vez fanfarroneando... —dijo Lourdes.

Valentina y Nadia mostraron interés en saber de qué se trataba lo que iba a pasar. Anabel protestó,
aclarando que ella había ido a divertirse y no a sufrir un shock.

Diego y Nelson se burlaban de Elián, aunque era notorio que la curiosidad los carcomía. Darío
aprovechaba el ambiente para ofrecernos unas melodías inquietantes en la pasacasetes, música toda

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seleccionada por Elián para amenizar la velada.

¿Y yo? Bien. Ya estaba asustada con anticipación, conociendo el talento de mi amigo para crear
climas de tensión. Y más asustada estaba aún, porque sus padres y tías habían decidido ir al cine
después de cenar, de modo que estaríamos solos cuando a Elián se le antojara someternos a sus
macabros jueguitos.

Para colmo, una tormenta amenazaba con descolgarse de un momento a otro, típica escenografía de
las historias de terror pero que en aquellos instantes me impresionaba porque dependía de un
verdadero fenómeno natural. —¡Justo ahora! —decía yo. — ¡Qué suerte que tiene Elián; hasta con
efectos especiales que no programó va a desarrollar su show de esta noche!

—¿Qué no los programé? Eso suponen ustedes. Desde hace rato que estoy concentrado para
convocar a mis queridos monstruos y ellos me han contestado que van a aparecer apenas se desate la
tormenta. ¿Ven? ¿Oyen? Ya comenzaron los primeros refucilos, los truenos. Pronto caerán las
lluvias y los relámpagos y entonces...

Sus padres y tías ya habían salido hacia el cine cuando todos reunidos en uno de los cuartos y a la
luz de las velas que había encendido Elián —tras apagar todas las luces de la casa y del parque—
nos disponíamos a someternos a su maldito juego.

Elián llevaba puesta una túnica negra que usaba para esas ocasiones y se paró en el centro de un
gran círculo de tiza que había dibujado para esa oportunidad. Sobre su borde nos sentamos todos los
demás.

—Queridos monstruos... —exclamó, entonces, mirando hacia abajo—. Los convoco con todas mis
energías para que aparezcan entre nosotros... Otórguenme el privilegio de que mis amigos también
puedan verlos... Queridos monstruos, yo...

Tomadas de las manos, las chicas sentíamos que esa vez iba demasiado en serio. Nos angustiaba la
idea de que Elián hubiera preparado ciertas bromas escalofriantes y —sin ponernos de acuerdo— las
cinco coincidimos en negarnos a tomar parte del juego.

Yo fui quien se levantó y prendió la luz de un velador, mientras que Nadia y Anabel apagaban las
velas y Lourdes quitaba de las paredes aquellas telas manchadas y esas redes que parecían

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gigantescas telas de araña.
—¿Eh? ¿Qué hacen, arruinadoras? —chilló Elián—. ¡Están interfiriendo la comunicación con mis
queridos monstruos!

La tormenta ya se había desplegado sobre la noche con toda su furia.


—Si te interesa encontrarte con tus monstruos, podrías hacerlo en otro lado... —dijo Anabel.
—Claro, ¡qué vivo!; cómo te vas a asustar si armaste todo el...espectáculo... digamos, y
nada va a sorprenderte... Pero nosotros... —agregó Lourdes.

Nadia y Valentina se pusieron tercas como mulas: —Vamos abajo — propusieron— por la tele dan
una de humor...

Yo me sumé a esta alternativa de entretenimiento y ya


estábamos bajando la escalera cuando Darío, Diego y
Nelson nos llamaron.
—¡Vuelvan, chicas! ¡Se nos acaba de ocurrir una idea
sensacional!

En cuanto regresamos al cuarto, Elián estaba con cara de


león enojado mientras que Darío lo animaba a que
prosiguiera con su ceremonia... pero en el ruinoso y
deshabitado chalecito de los caseros, esa construcción que
se levantaba en los fondos del amplio parque y que estaba
clausurada desde que un incendio había terminado con las vidas del matrimonio guardián de la
finca, un año atrás.
—Ahí te quiero ver, Elián; con los rumores que echó a correr tu papá...
—¿Qué rumores? —preguntamos Nadia y yo, intrigadas.
—¿Cómo, no se enteraron de que los caseros sufrieron esa tragedia justo al día siguiente en que los
Cassani los habían despedido, debido a un montón de irregularidades que venían cometiendo? —
explicó Darío.

Seguramente murieron jurando vengarse... —opinó Nelson. —A ver a dónde queda tu valentía,
fanfarrón.
—Qué te vas a animar a realizar allí —y solo— tu ceremonia... —lo provocaba Diego.
Ah... pero qué viveza... —intervine yo— si se atreve a entrar allá, audaz como es... ¿de qué modo

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vamos a comprobar si cumple con el llamado a sus "queridos monstruos" y todo lo que pase?
—Tiene razón; con esta tormenta y lo distanciado que está ese chalet no vamos a poder ver ni oír
nada... —dijo Darío—. ¿Además, cómo nos consta que va a ser —siquiera— capaz de entrar a esa
ruina?
— ¡Que vaya sin linterna! —gritaba Lourdes.
—¡Que lleve un grabador para registrar toda la ceremonia... y lo que acontezca después!
—¡Eso, eso! ¡Y algo para que deje adentro del chalet, así mañana nosotros podremos saber si estuvo
allí o no!

Elián estaba furioso. A las chicas nos calificó como "unas cobardonas de décima" y a los varones
con un lapidario "mariquitas de lo peor''. Enseguida, anunció —más ensoberbecido que nunca—
—Les apuesto lo que quieran a que soy tan valiente como para ir solo hasta el chalet —a pesar de
esta tormenta— entrar allí, practicar mi ceremonia, grabarla y —además— clavar en el piso de tierra
del corredor delantero, una gran cuchilla, antes de cerrar otra vez la puerta con llave y regresar aquí
para entregárselas. ¿Quién dijo miedo, tembleques?

Todos aceptamos la apuesta, convencidos de que no "le daría el cuero" para cumplirla, por más que
se jactara de su valentía.

Fue así como él mismo sugirió que si la ganaba, entre todos debíamos de regalarle esos tres tomos
de obras maestras del terror que acababan de publicar y que costaban un ojo y la mitad del otro. Si él
perdía —cosa que descontaba totalmente— tendría que resolvernos todos los ejercicios de
matemáticas que nos mandaban como deberes en la escuela y que tanto le molestaban. Ah, y hasta
que terminaran las clases... Peor castigo para Elián, imposible.

Sin embargo, persuadido de que iba a ganarnos, aceptó de inmediato.


—Permaneceré en el chalet una hora exacta a partir de las doce menos cuarto —nos dijo. —Aquí les
muestro la llave que les entregaré a mi regreso, para que mañana puedan comprobar que
corresponde a la cerradura de los caseros. Pueden palparme, registrarme y así se darán cuenta de que
no llevo ninguna linterna, ni vela, ni encendedor ni caja de fósforos. En absoluta oscuridad voy a
realizar mi ceremonia, manga de flojos. Ah, y esta cuchilla es la que voy a clavar en el piso, antes de
volver aquí. Les ruego que se la pasen y vean que tiene las iniciales C.C. que corresponden a mi
papá Carlos Cassini, como saben.

Por favor, revisen también el grabador. Le coloqué una cinta virgen, así que todo lo que oigan más

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tarde será exactamente lo que yo diga y escuche mientras realice mi experiencia con los seres del
más allá. Hasta luego, campeones del "cuiqui"...

A las doce menos veinte Elián bajó las escaleras seguido por todo el grupo. Lo vimos alejarse entre
las sombras y bajo la lluvia que caía a raudales. Iba con su larga túnica negra y empuñando la
cuchilla, como si fuera a cortar en pedazos la oscuridad.

De tanto en tanto lo contemplamos —fugazmente iluminado por los relámpagos— a medida que
avanzaba por el extenso sendero que atravesaba el parque, en dirección al chalet de los fondos.
Pronto lo perdimos de vista y ya no hicimos otra cosa que seguir arrimados al gran ventanal que
daba hacia la parte posterior de la casa, tan empañado que —de continuo— las chicas lo frotábamos
con repasadores para tratar de ver algo.

El reloj de la sala marcó las doce, las doce y cuarto, las


doce y media, la una menos cuarto, la una menos cinco.

Durante el tiempo que duró nuestra espera, no oímos


nada, salvo los gemidos de las perritas que estaban con
nosotros y que habían intentado acompañar a Elián.
Insistían para que les abriéramos la puerta, rascándola —
incansables— con sus patitas delanteras.
—Tranquilas, tranquilas —les decíamos—. No pueden ir
al parque con esta tormenta... Ya va a volver Elián... Tranqui, tranqui, chiquitas.

Pero cuando sonó la una, se alteraron de un modo tal que no pudimos calmarlas. Ladraron como si
percibieran que un hecho extraño estaba sucediendo más allá de la sala, como si hubieran oído algo
que nosotros no. Fue inútil que tratáramos de serenarlas. En esos momentos —y como nunca—
rasqueteaban la puerta de salida al parque, con desesperación.

Su comportamiento nos sugestionó y —enseguida— ya estábamos todos tan nerviosos como ellas.
—¿Y si las soltamos para que vayan afuera? —dijo Anabel.
—No. Elián nos mata si a sus mascotas las agarra esta tormenta.

Continuaban ladrando —aullando casi— reclamando que las dejáramos salir, cuando el ruido de un
auto entrando en el garage de la quinta nos hizo saber que padres y tías habían vuelto.

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¡Menos mal!
Ya era la una y media.
Ni noticias de Elián. Por cierto, todos sus amigos estábamos preocupados pero ninguno se decidía a
ir hasta el fondo, para averiguar por qué tardaba tanto.
—Es muy capaz de hacerlo a propósito, el muy maldito —opinó Darío—. De éste puede aguardarse
cualquier cosa... Seguro que nos preparó alguna broma pesada. Se estará riendo solo, al pensar que
iremos en su busca y entonces...
¡Zacate!, nos da el susto del siglo...
Cuando los papás y las tías de Elián se enteraron de la apuesta que habíamos hecho, les causó
gracia, conociendo como conocían al chico y su atracción por los juegos macabros. Pero al dar las
dos y ver que Elián no regresaba y que las perritas seguían tan irritables, el padre decidió ir en su
búsqueda.

Todo el grupo se ofreció a acompañarlo.


Provistos de linternas y faroles salimos —entonces— rumbo al chalet de los fondos, con las perritas
al frente del grupo, ya que se escaparon aprovechando el alboroto que reinaba en la sala.

Metros atrás de nosotros y cobijadas de la lluvia con un grandísimo mantel de hule, iban la mamá y
las tías de Elián, las tres ya con tanta ansiedad como los chicos.
—No pasó nada —nos decía el padre—. ¿Qué broma de mal gusto habrá inventado ahora mi hijo?
Es como para darle un tortazo a ese loquito. Miren que asustar así a todos...
—¡Elián...! ¡Elián! —lo llamábamos a los gritos, mientras nos dirigíamos hacia el chalet de los
caseros.
No respondía.

El silencio solo era quebrado por los sonidos de lluvia, truenos y relámpagos.
—¡Elián! ¡Elián! ¿Por qué no nos contesta este desgraciado?

Lo encontramos desvanecido, de rodillas junto a la puerta del chalet y como pegado a esta por su
brazo derecho. A su lado, el grabador había cesado su marcha y la casete —completamente usada su
banda "A"— indicaba que algo se había grabado allí.

Una manga de la túnica de Elián estaba traspasada por el picaporte de salida, rasgada y enganchada
al mismo, impidiéndole cualquier movimiento del brazo. En tanto, uno de los extremos inferiores de
la parte de atrás de la larga vestidura, se encontraba sujeto al piso de tierra, cuchilla clavada

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mediante.

Difícil olvidar el gesto de terror que desfiguró la cara de Elián cuando — ya acostado en uno de los
sofás de la sala— abrió los ojos y nos encontró rodeándolo.

Su mamá lloriqueaba y algunos de nosotros también, impresionados como estábamos por el fin de la
aventura.
—¿Qué te pasó, mi nene? —le preguntó la mamá, acariciándole la cabeza.

Con el mismo rostro desencajado que segundos antes, Elián le señaló el grabador.
—¿Lo rebobino y escuchamos lo que grabaste?

Mi amigo hizo un gesto afirmativo. Parecía que el susto aún le duraba y no le permitía hablar. De a
ratos temblaba.

Afuera, el amanecer despegaba las últimas sombras y la tormenta se despedía de la quinta y sus
alrededores.

"Queridos monstruos..." —la voz de Elián surgiendo de la cinta grabada hizo que todos
enmudeciéramos de golpe, anhelantes por escuchar.

"Queridos monstruos..."—reiteró—. "En medio de esta fabulosa tormenta que me han dedicado,
inmerso en la más total oscuridad, los convoco —con toda mi energía— para que se aparezcan a mi
lado... Otórguenme el intransferible privilegio de verlos, criaturas de las tinieblas, espíritus de los
muertos, habitantes de los infiernos... Yo, Elián, los convoco; yo, Elián, aquí los espero, queridos
monstruos...'' Como la más adecuada sonorización de una película de horror, la voz de mi amigo se
desgranaba entre los fuertes truenos y poderosos relámpagos que también habían sido grabados.
Como el retintín de la lluvia sobre el techo de chapas de la vivienda de los caseros.

"Queridos monstruos" —el discurso de Elián proseguía— "no me defrauden y digan ‘presente’ de
una buena vez... ¡Se los ordeno! ¡Ya mismo!

¡Aparezcan ahora! ¡Aparezcan mientras clavo esta cuchilla en el piso como señal de mi estada en
este sitio! Yo sé que..."

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Las palabras de Elián se interrumpieron bruscamente y un alarido brotó de su garganta. Luego, un
lapso de silencio casi pegajoso y:
"¡No! ¡Suéltenme, por favor! ¡No me arrastren hacia abajo de la Tierra!
¡Socorro, socorro, chicos!"

Sin dudas, ese pedido de auxilio había sido captado por las perritas y causado su tremenda
inquietud.

La grabación continuaba con los gritos de horror de Elián —al que ninguno de sus amigos habíamos
logrado oír— y con ciertos golpes contra muebles o paredes que el muchacho se había dado en su
intento de huir del chalet.

De pronto, una exclamación tan agónica como las anteriores y de inmediato:


"¡No, suéltenme; déjenme salir de aquí, condenados! ¡Suéltenme!"

Un ruido seco después y la cinta siguió —hasta el final— solo reproduciendo las señales de la
tormenta.

Casi todos estábamos pasmados. ¿De modo que Elián había triunfado con su poder de convocatoria
y sus "queridos monstruos" no únicamente habían aparecido junto a él sino que —incluso— habían
intentado llevárselo al interior de la tierra y evitado que pudiera escapar?

Sus amigos lo miramos con callada admiración. A pesar del terror que le había producido ese
pesadillesco encuentro, Elián lo había logrado... Cosa de no creer...

Despellejando la timidez de mis diez años que me envolvían en una coraza, me acerqué a mi
amorcito secreto y le di un beso en la mejilla. —¡Qué valiente, Elián; un héroe! —le susurré. Él se
sonrojó un poco y —por primera vez desde que había sido rescatado del chalet— sonrió. Apenitas,
pero sonrió. (Corrijo: me sonrió y esa sonrisa fue el inicio de una relación que empezó a ser algo
más que una amistad... No sé si me explico, ejem.)

Las risas de su papá nos parecieron —de repente— completamente fuera de lugar. Yo me sentí muy
avergonzada. Suponía que le había causado gracia mi beso.
—¿De qué se ríe, Carlos? —le preguntó, Darío medio desconcertado como todo el grupito.
—Es que... ninguno de sus "queridos monstruos" se le apareció a Elián, chicos. Por favor, aquí no

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ha ocurrido nada tremebundo ni extraordinario. Al agacharse para clavar la cuchilla —en la
oscuridad— mi hijo clavó el borde de su túnica... Al querer incorporarse, sintió que le tiraban desde
abajo y... temblando de miedo... imaginó que eran las manos de un ser sobrenatural las que lo
hacían. Después, es claro que quiso salir corriendo y se enganchó la amplia manga de la túnica en el
picaporte, ya que... bueno... ¡el gran valiente había dejado la puerta abierta de par en par para salir a
los piques en caso de peligro... Y bueno, fue demasiado para él... También creyó que esas manos
fantasmagóricas lo habían tomado de la manga y le impedían escapar... ¡Flor de susto se pegó el rey
de los asustadores!, ¿eh?

De a poco, al entender que era eso lo que había pasado, todos comenzamos a reírnos. Elián también
y —tras un rato de comentarios— todos nos fuimos a dormir, después de un reconfortante desayuno
que nos sirvieron la mamá y las tías.

Al mediodía siguiente, los chicos quisimos ver —a la luz del día— el lugar de los hechos que tanto
nos habían autosugestionado.

Pero entonces ya nadie volvió a reírse (los padres de Elián tampoco) cuando al entrar al chalet
encontramos que la cuchilla que había quedado tirada en el piso estaba perfectamente clavada del
lado de adentro de la puerta, justo sobre el picaporte... y que desde el sector de tierra donde Elián
había cumplido con su prenda de encajar el instrumento de cocina y hacia la ventana de vidrios rotos
que se abría sobre la pared trasera de la vivienda, partían unas huellas de rarísimas patas con garras,
detrás de las que y entre las cuales podía verse el leve surco dejado por una especie de cola, como
rematada en un rastrillo de poderosas uñas.

Ah, después de esa inexplicable visión que conmovió a chicos y grandes, Elián jamás volvió a
fanfarronear con eso de que él no le temía a ciertos hechos que —a los demás— nos ponían los
pelos de punta...
(Doble "¡ah!": igual le regalamos los tres tomos de las obras maestras del terror, que bien se los
merecía...)

(Triple "¡ah...!": pero ya no volvió a convocar a sus "queridos monstruos"...)

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SOLO DE NOCHE
Ana María Shua y paloma Fabrykant

¡Qué susto! ¡Qué espanto!


¡Un cuento de terror viene llegando!

L eandro tenía mucho miedo de quedarse solo de noche, pero nunca lo hubiera confesado. A los 10

años, se sentía demasiado grande para pedirles a sus padres que se quedaran en casa. Pero cuando se
iban, todo a su alrededor se volvía amenazador. Le parecía ver cosas por el rabillo del ojo. Cuando
daba vuelta la cabeza para mirarlas de frente, las cosas desaparecían. Quedarse en su cuarto, sobre
todo, le resultaba intolerable. Taparse la cabeza con la frazada era todavía peor: si los monstruos que se
imaginaba lo encontraban así, sin que él pudiera verlos llegar, estaría completamente indefenso.

Lo curioso es que, al mismo tiempo, a Leandro le encantaba leer cuentos de terror. Entonces, lo que
hacía cuando sus papás salían era sentarse a leer en el living, con todas las luces prendidas, hasta
que volvieran. Un día estaba leyendo un cuento que le gustaba y le daba mucha impresión.

Se trataba de un hombre que había entrado en una cabaña perdida en medio del bosque. Pasaba la noche
allí y a la mañana descubría que había dos puertas para salir, pero no podía
acordarse por cuál de las dos había entrado. Abría una puerta al azar y se
encontraba de pronto en otra dimensión.

Un desierto inmenso y horrible se extendía hasta el infinito. Aquí y allá


había unos cactus que se movían lentamente y parecían tener ojos. Una
extraña fuerza lo atraía hacia el desierto.

Con un gran esfuerzo de la voluntad, el hombre conseguía


resistir esa fuerza y se encontraba otra vez dentro de la
cabaña. Pero, una vez más, no sabía cuál de las dos
puertas daba al bosque y cuál daba al horror. Y tenía tanto miedo que se quedaba encerrado para
siempre en la cabaña.
Leandro levantó la cabeza sobre el libro y miró a su alrededor.
Su casa estaba llena de puertas.

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La de la cocina, la del baño, la de su cuarto, la del cuarto
de sus padres… Cualquiera de ellas podía conducir a un
lugar desconocido y terrible. Varias estaban abiertas. Pero
la de la cocina estaba cerrada. Y ahora tenía sed, mucha
sed. ¿Se atrevería a abrir la puerta de la cocina? Dudó un
momento con la mano sobre el picaporte. Finalmente,
abrió de un empujón. Azulejos, microondas, alacenas,
cocina, heladera. Todo bien.

Entonces abrió la heladera para sacar una gaseosa y se


encontró de golpe en un desierto blanco y frío, infinito.
Formas de hielo de extraño diseño se movían hacia él,
primero lentamente, después cada vez más rápido. La
puerta de la heladera había quedado a sus espaldas. Se
volvió hacia allí y trató de correr para volver a la cocina, pero el suelo parecía estar hecho de un barro
frío y poroso que se adhería a sus pantuflas. Por suerte la heladera no se había cerrado. De algún modo
logró aferrarse al borde de la puerta y saltar del otro lado, mientras el barro se tragaba sus pantuflas con
un desagradable sonido de absorción.
–¡Leandro! ¡Leandro! –la voz de su madre lo despertó– ¡Te quedaste dormido leyendo en el
sillón del living!
Era maravilloso volver a ver a sus padres.
–¿Qué te pasó? –preguntó su papá– ¿Otra vez tuviste un mal sueño?
–Pero mirá cómo tenés los pies embarrados… ¿Saliste al jardín sin pantuflas? –preguntó la mamá.
Durante mucho tiempo Leandro se negó a abrir la puerta de la heladera, y se mostraba muy
cauteloso con todas las puertas en general. Con el tiempo se le fue pasando el susto y empezó a
comportarse más normalmente. Había muchas explicaciones para lo que le había pasado.
Una simple pesadilla, por ejemplo, que lo había hecho caminar en sueños por el jardín. Eso sí: las
pantuflas no aparecieron nunca más.
Pero hay tantas maneras de que se pierdan unas
pantuflas…
¿O no?

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NEGRO de Liliana Bodoc
Agitó las pestañas, arqueó las cejas, levantó el bigote.
Las pestañas, las cejas, el bigote, se rascó la cabeza con las uñas sucias de carbón y
entreabrió los ojos.
Bruno despertaba muy temprano para iniciar la jornada de trabajo. Su casa quedaba en la
calle 13, en la parte baja de la ciudad.
La casa en la que Bruno vivía había sido abandonada muchos años atrás. La gente
murmuraba que sus dueños habían partido de viaje para no regresar nunca.
Bruno recuperó de las ruinas una sola habitación, y allí se quedó a vivir. El resto de la casa
era casi un baldío con algunas paredes descascaradas. El viento y la lluvia se habían llevado gran
parte del techo. Los ladrones se habían llevado todo lo demás. La casa se parecía tanto a la
intemperie que hasta plantas crecían entre los tablones del piso. Y en los rincones las ratas
festejaban.
Bruno se sentó en su catre. Era invierno, y como el carbón se había apagado varias horas
atrás, el lugar estaba muy frío. Se levantó y caminó envuelto en su manta carcomida.
Primero miró a ver si le quedaba café. Después, puso a hervir agua en su hornalla de hierro.
Entonces, como todas las mañanas, tuvo que buscar la única taza que tenía. Siempre le costaba
encontrarla en el revoltijo de su habitación. Pero, finalmente, su taza aparecía en lugares absurdos y
con la borra del día anterior pegada en el fondo.
-¡Aquí estas, vieja mañosa!- dijo Bruno, sacando la taza de abajo del catre. Le sopló los
montones de pelusa que se le habían pegado, y la rebalsó de café amargo.
Bruno, el deshollinador, se sentó a tomar su desayuno sobre dos ruedas de caucho apiladas.
El café en la taza era su espejo. Un espejo que mostraba solamente siluetas oscuras, un
espejo nocturno. Sin embargo, Bruno lo prefería así. Mientras bebía, el deshollinador aprovechaba
para adivinar su rostro:
-Esta barbota parece un plumero sucio, viejo. ¡Y qué me dices del hollín que traes
encima…! ¡Tendrías que frotarte la piel con una estopa de metal!
Todas las mañanas de Dios, Bruno se miraba en su espejo de café y decía lo mismo. Sin
embargo, nunca hacía nada para remediarlo.
-¡Bah, no te apenes viejo Bruno! –acababa diciendo-. A las cucarachas que andan por aquí
no les interesa tu aspecto.
Aquel día, no bien las campanas de la iglesia habían acabado de llamar a la primera misa,
Bruno escuchó algo como un aleteo detrás de su puerta.
-¿Qué clase de pajarraco está estorbando mi desayuno? –gritó.

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Bruno imaginó que se trataba de los niños lustrabotas. No sería la primera vez que se
detenían a escribir sobre su puerta con trozos de carbón. “El desoyinador tiene la cara susia”,
escribían. Y enseguida salían corriendo hacia la calle principal, donde pasaban el día limpiando
zapatos.
“El desoyinador tiene la cara susia”. Y Bruno solamente sonreía. Levantaba el trozo de
carbón que los niños habían dejado caer, y corregía lo que estaba mal escrito: deshollinador, sucia.
Porque Bruno leía todas las hojas de periódicos que encontraba en la calle, y la forma correcta de las
palabras se quedaba para siempre en su cabeza.
Y justamente aquella mañana, la mañana en que escuchó el aleteo, Bruno estaba alisando un
pedazo de página para poder leerla antes de irse al trabajo. La fecha y una buena parte del texto
habían sido arrancadas. Aun así, Bruno pudo adivinar la noticia: “Espectacular sub…” podía ser
“Espectacular suba” o “Espectacular subida”. Y “…óleo” debía ser “petróleo”.
¡Bah!, qué podía importarle a un pobre deshollinador que subiera el precio del petróleo. El
periódico no lo entusiasmaba demasiado y, además, se estaba haciendo tarde. Bruno dejó la hoja a
un costado, terminó su café, y se vistió. Sobre la ropa de siempre se puso una capa de hule para que
la llovizna del invierno no le torcieran los huesos. Después se calzó las botas…
-Tenías que romperte hoy, vieja malagradecida –dijo Bruno, porque la suela de su bota
izquierda acababa de despegarse hasta la mitad. Cuando Bruno caminó hacia el rincón donde
guardaba sus herramientas de trabajo, supo que iba a tener que acostumbrarse a ese ruido. Plaf,
golpeaba la suela contra el piso. Un paso y plaf, un paso y plaf…
Estaba llevando su mano hacia el picaporte, cuando de nuevo oyó el aleteo. De inmediato,
golpearon a su puerta. Bueno…, nunca los niños habían llegado tan lejos.
-¡Escúchenme, viejos! –empezó a decir Bruno mientras abría. Pero tuvo que hacer silencio.
Delante de él había una mujer toda vestida de luto. Un tul le cubría totalmente el rostro. De su mano,
colgaba una pequeña jaula con un cuervo adentro.
A Bruno le recorrió un temblor de espanto. Claro que sabía que la mujer de luto vendría a
buscarlo algún día, igual que a todos en este mundo. Pero no imaginó que fuera tan pronto. Era
joven todavía. Y aunque tenía bastante tos y la espalda lo torturaba, no le parecía encontrarse tan
enfermo. El cuervo graznó como exigiendo atención para su dueña.

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-¿Bruno, el deshollinador, verdad?
De nada valdría mentirle. Ella sabía muy bien a quién tenía que llevarse.
-Para servirle –contestó. Porque, a pesar del hollín de su rostro, Bruno tenía buenos
modales.
-Voy a ser breve –dijo la mujer-. Tengo un día muy atareado, y no puedo perder tiempo en
explicaciones innecesarias.
¡De modo que a ella le parecía innecesario explicar por qué llegaba sin previo aviso y
golpeaba la puerta! ¡Y la gente debía resignarse a partir sin explicaciones hacia un sitio del que poco
y nada se sabía! Bruno, el deshollinador, miró a su alrededor… Solamente vio hollín, tristeza y
cucarachas.
“¡Y bueno, viejo!”, pensó. “No tendrás mucho que extrañar”.
Luego habló en voz alta:
-Mi estimada señora, no necesita
usted explicarme nada. El viejo Bruno está
listo para seguirla ahora mismo. No crea
que me pesa demasiado abandonar todo
esto. –Y señaló su pobre habitación.
-Me alegra mucho que lo tome usted
con tanta naturalidad –dijo la señora-.
Créame que no sucede a menudo. De todos
modos, no debe usted venir conmigo ahora.
He venido a avisarle que tiene tiempo hasta
la medianoche para despedirse de “todo
esto”. –Y frunció su bonita nariz, pensando
que nadie podía entristecerse por dejar tanta cosa fea-. Hasta la noche, entonces.
Apenas quedó solo, Bruno perdió la calma que había aparentado en presencia de la señora.
¡La verdad era que no quería irse del mundo todavía!
-Vamos viejo - se dijo- No irás a ponerte a llorar ahora.
Para no llorar, Bruno respiro hondo. Entonces decidió que, por ser aquel su último día, iba a
gastar las dos monedas que tenía guardadas desde hacía mucho tiempo dentro de un guante de cuero
que había perdido su par. Las buscó, se las metió en el bolsillo, y salió a la calle. En el silencio de la
madrugada sus pasos sonaron tristes. Plaf, su tristeza, plaf.
Lloviznaba sobre la ciudad. Las fábricas de los alrededores ahumaban como siempre. Un
gato se cruzó en su camino:

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-Tarde me anuncias desgracias, viejo gato bribón! – dijo Bruno -. La señora de luto me las
ha anunciado antes que tú.
La gente pasaba junto a él con la misma indiferencia de todos los días. Algunos obreros que
iban al trabajo le murmuraron un saludo, casi sin despegar los labios. ¿Es que no se daban cuenta de
lo que sucedía?
Pero Bruno era un hombre al que le gustaba pensar las cosas del derecho y del revés.
• No te enojes con ellos, viejo. ¿Alguna vez tú te ocupaste de los que pasaban a tu lado?
Bruno se dirigía aquel día a limpiar las chimeneas del monasterio. Tenía bastante que
caminar porque el monasterio quedaba en la parte alta de la ciudad. Ni aun entonces tuvo Bruno la
ocurrencia de faltar a sus obligaciones. Era deshollinador, y debía deshollinar mientras tuviera
fuerzas. Bruno dobló por el callejón empedrado. Plaf, empedrado, plaf.
En dirección opuesta venía Melania, la mujer que vivía justo frente a su casa. Al parecer
había salido muy temprano a hacer sus compras. Bruno siempre había pensado que Melania tenía
unos maravillosos ojos oscuros, pero jamás se había atrevido a decírselo. Sabía que era viuda y sin
hijos. También sabía que no era feliz, porque sus melancólicos suspiros atravesaban la calle cuando
corría viento a favor.
Bruno pensó que, seguramente, era la última vez que la vería. Y ese pensamiento fue el que
le dio ánimo para hacer lo que hizo. Detuvo a la viuda con una inclinación:
-Melania, tiene usted los ojos más bellos que he visto en mi vida – Dijo Bruno. Y se preparó
para recibir todo el desprecio del mundo. O algo peor.
Pero Melania no lo desprecio. Ni hizo nada peor.
-¡Caramba!- Dijo la mujer -. No imaginé que era capaz de decir cosas tan bonitas. La
próxima vez que nos encontremos, ¡Y si usted está aseado y deshollinado!, podremos conversar un
rato.
La viuda continuó su camino, dejando a Bruno totalmente atontado, ¿Melania había dicho
que estaba dispuesta a conversar con él, poniendo como única condición que se diera un buen baño?
”¡Claro que lo haré!”, pensó Bruno lleno de alegría. “Ahora mismo me detengo en la
jabonería y compro un trozo de jabón y, tal vez, perfume. Y mañana mismo cuando la vea...”
¿Mañana mismo? Dijiste “mañana mismo”, deshollinador. ¿Acaso olvidaste que esta noche
se termina tu tiempo en este mundo?
Bruno pasó frente a la jabonería, Plaf... Pero siguió de largo sin detenerse a comprar nada.
Un poco más allá estaba el ciego que tocaba el violín. Hasta ese día, Bruno jamás le había
prestado más atención que a los adoquines de la calle.
-¡Un centavito por la música!¡Un centavito, cristiano!- pedía el ciego, mientras tocaba una
canción que quería ser alegre pero no podía.

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Bruno, el deshollinador, pensó que debía hacer algo bueno antes de morir. Tomó una de las
dos monedas que tenía y la echó en el sombrero que estaba a los pies del ciego. Su moneda era la
primera del día y, por alguna razón eso hizo que Bruno se sintiera un poco menos triste. Entonces,
tuvo deseo de escuchar lo que el ciego cantaba.
“Parece que hoy harás lo que nunca hiciste, viejo”, pensó Bruno.
El deshollinador se sentó en el cordón de la vereda, bajo toda llovizna, para escuchar lo que
decían el viejo y el violín. La canción hablaba de un barco al que habían atacado los piratas; era una
extraña historia que parecía venir de algún país remoto. Una historia que a nuestro Bruno le llenó los
ojos de lágrimas. Apenas la canción estuvo terminada, Bruno se levantó. Cuando ya se había alejado
varios pasos, plaf, plaf, plaf, el ciego lo detuvo:
- ¡Eh, deshollinador!
Bruno no se asombró de que el ciego lo hubiera reconocido.
-¿Qué ocurre?-preguntó
- Nada ocurre-respondió el ciego- O probablemente sí
- No entiendo lo que quieres decirme-dijo Bruno.
-Quiero decirte gracias.
-¡Ah!- Bruno hizo un gesto vacío-. Es por la moneda que te di.
- No es por la moneda...Muchos me dejan monedas, y siguen de largo. Pero tú te detuviste a
escuchar mi canción, y así me devolviste el orgullo.¡Gracias, deshollinador!
El ciego retomó su canto y Bruno, su camino, y Plaf, música y Plaf.
Bruno se fue pensando que no era mala idea detenerse a escuchar un poco de música antes de
iniciar la jornada de trabajo. Podría hacerlo todas las mañanas a partir de ese día...
¿Todas las mañanas? Dijiste “todas las mañanas”, deshollinador. No olvides que tú ya no
tendrás otra mañana para detenerte a escuchar música.
Después de bastante andar, Bruno llegó al lugar al cual se dirigía.
Los monjes le habían pedido que limpiara las chimeneas del monasterio. Y ahora Bruno
estaba de pie frente al enorme edificio de piedra, viendo la gran tarea que tenía que realizar.

Las chimeneas del monasterio se veían muy bellas. Eran altas y delgadas, y estaban talladas
con figuras espléndidas. Pero Bruno sabía muy bien que, del lado de adentro, las chimeneas eran
algo muy distinto.
Todas las chimeneas tienen adentro una noche espumosa y poblada de murciélagos; son
como una larga garganta de animal llena de restos inmundos. Y allí se metió Bruno a realizar su
penosa y honrada tarea.
Anochecía cuando terminó.

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El monje portero acompañó a Bruno por el sendero que atravesaba los jardines del
monasterio. Debía abrirle las puertas de rejas, y luego cerrar con cuidado. Mientras buscaba la llave
en el manojo que llevaba colgado de su cinto, el monje portero le habló:
-Hoy realizaste tu trabajo mejor que nunca -dijo-.¡Fijate...! Se nota que nuestro monasterio
respira mejor.
Bruno miró. Era cierto lo que el monje portero decía. Las paredes de piedras parecían
ensancharse y apretarse como hace el pecho en la respiración.
Cuando Bruno salió, el monje cerró con dos vueltas de llave, saludó con la mano y se fue. De
un lado de la verja se oían los suaves pasos del monje que se alejaba; del otro se oía plaf, plaf, plaf.
Pero Bruno ya no le prestaba atención a la suela de su bota. Iba pensando en lo que el monje
le había dicho.
-¡Qué bueno saber que un deshollinador es alguien que le devuelve a vida a los lugares!-
dijo para sí mismo-.Un deshollinador no es un quita-mugre, sino alguien que ayuda a respirar.
¡Pensaré eso cada vez que haga mi trabajo!
¿Cada vez que realices tu trabajo? ¿No puedes entenderlo? Ya no habrá más chimeneas para
ti, deshollinador.
De regreso a su casa, Bruno tomó por la calle principal de la ciudad.Allí donde se sentaban
los niños, uno muy cerca del otro, ofreciendo lustre de zapatos.
Aquellos niños eran los que escribían con carbón en su puerta: “El desoyinador tiene la cara
susia.”
Bruno los miró. Estaban mal vestidos y temblaban de frío bajo la noche lluviosa. Lo más
seguro era que no tuviesen nada en su estómago. Él, en cambio, había comido muy bien en la cocina
del monasterio. Aún le quedaba una moneda con la que tenía pensado comprar vino tinto.
“Un vaso de vino no remediará nada”, pensó Bruno. “Será mejor enfrentar a la mujer de luto
con la cabeza despejada”.
Luego pensó que si no se apuraba podía encontrar abierto el despacho del chocolatero.
-Deme todo en chocolate- dijo Bruno poniendo la moneda sobre el mostrador.
Las barras de chocolate estaban apiladas según sus variedades.
-¿Solo, de pasas de uvas o con maní?-preguntó el chocolatero.
-Con pasas de uvas- decidió Bruno.
-Es la primera vez que vienes a comprar chocolate-dijo el chocolatero.
-Es la primera vez que me voy a morir-respondió Bruno.
-¿Que dijiste?- El chocolatero pensó que había entendido mal.
Bruno creyó conveniente cambiar de tema
-Chocolatero, ¿alguna vez se detuvo a escuchar la canción del ciego?

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- La verdad, no.
- Pues, te aconsejo que lo hagas- dijo Bruno- Es muy bella, y habla de piratas.
El chocolatero le entregó a Bruno un gran trozo de chocolate envuelto en papel.
Bruno iba a marcharse, pero antes de salir volvió la cabeza:
-Chocolatero, ¿hace mucho tiempo que no le dices a tu mujer que tiene los ojos más bonitos
del mundo?
-La verdad, ya ni recuerdo la última vez que se lo dije.
-No dejes de hacerlo hoy mismo- dijo Bruno.
Recién entonces, el deshollinador abandonó la chocolatería, y se dirigió hacia donde estaban
los niños lustrabotas. Plaf, paso con chocolate, Plaf.
Los niños lo vieron acercarse. Se miraron unos a otros temiendo que la paciencia del
deshollinador se hubiese terminado.
-¡Miren quién viene ahí!
- Debe ser por lo que escribimos en su puerta.
-¡Chist! Disimulen... Si pregunta, nosotros no sabemos ninguna cosa.
Pero, para sorpresa de los pequeños lustrabotas, Bruno no hizo preguntas. Abrió su paquete,
y comenzó a repartir chocolate. Los niños abandonaron su cajón con cepillos y betunes.
-Despacio- decía Bruno, con los niños alrededor- Alcanza para todos.
En poco tiempo, todas las caritas estaban chorreadas de chocolate.Bruno los miró uno a uno.
Muy despacito empezó cantar:
- ¡Los niños tienen la cara sucia..., los niños tienen la cara sucia...!
Los primeros en tragar su chocolate le siguieron el juego:
-¡Bruno tiene la cara sucia,
Bruno tiene la cara sucia...!
Y luego se señalaron:
-¡Tu tienes la cara sucia...,
yo tengo la cara sucia!
Al rato estaban jugando:
-¡La noche tiene la cara sucia,
todos tenemos la cara sucia!
Todavía jugaban, cuando las campanas de la iglesia dieron las diez. La mujer de luto había
dicho que llegaría a buscarlo a la medianoche. A Bruno, el deshollinador, le quedaban solamente
dos horas de tiempo. Se despidió de los niños porque quería hacer algunas cosas antes que la mujer
de luto golpeara la puerta.
-Deshollinador- dijeron los niños-¿vendrás mañana a jugar con nosotros?

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Pero como a Bruno no le gustaba mentir, no les respondió nada. Adiós, plaf, adiós.
Bruno corrió a su casa de la calle 13. Había decidido que quería estar muy limpio y
cambiado para partir. Llegó con el tiempo justo. Llenó con agua fría un medio tanque de querosene,
y se dio el mejor baño que recordaba.
En una vieja maleta, guardaba una camisa y un pantalón que habían pertenecido a su padre.
La ropa tenía un poco de olor a encierro y estaba algo comida por las polillas, pero se veía limpio.
Todavía le sobraron algunos minutos que Bruno utilizó en afeitar su barba. Lo único que no pudo
hacer fue arreglar la suela de su bota.
Era medianoche. Se sintió un aleteo. Golpearon a su puerta.
-Llegaste justo a tiempo-le dijo Bruno a la mujer de luto.
-Siempre lo hago-respondió la mujer- Son las reglas de mi trabajo.
-¿Y no te apena el trabajo que realizas?-preguntó Bruno.
-Un poco. Pero alguien debe hacerlo.
La mujer miró a su alrededor.
-Veo que todo está igual que esta mañana. ¿No piensas llevar nada contigo?
-Supongo que nada de esto va a hacerme falta.
La mujer se encogió de hombros, y levantó el velo que cubría su rostro.
-Eso lo decides tú, deshollinador.-Luego señaló la salida-. Bien, es hora de marcharnos.
Bruno le dio una última mirada a la que había sido su casa durante varios años. De repente,
cruzó por su mente la idea de escaparse:
“No me costaría mucho hacerla a un lado”, Bruno estudiaba la situación. “Al fin y al cabo,
soy mas fuerte que ella... La aparto de mi camino, salgo de aquí corriendo y me pierdo en las calles
de la ciudad”.
La mujer de luto tosió con delicadeza.
- Espero que no estés pensando en hacer tonterías. No pierdas ahora tu compostura,
deshollinador.
Sin dudas era imposible engañarla. ¡Qué ingenuo había sido creyendo que podía escapar al
destino!
-Por otra parte- siguió diciendo la mujer de luto- lo único que podrás conseguir es un
poquito así de tiempo- y junto los dos dedos.
Bruno, el deshollinador, levantó la mirada. ¿Cómo que un poquito así de tiempo? Él hubiese
jurado que con la muerte no había negociación posible.
-¿Cómo que un poquitito de tiempo?-preguntó.
-No te ilusiones, mi estimado deshollinador- respondió la mujer- Soy la mejor abogada de mi
ciudad. ¡Un desalojo es cosa de nada para mí!

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Bruno se quedó inmóvil como un trozo de roca. Sin embargo, no quiso apurarse a ser
feliz.Cuando logró hablar, lo hizo a los tropezones.
-¿Está diciéndome que es usted una abogada, y viene a desalojarme de este lugar...?
La mujer de luto abrió grande los ojos. Estaba verdaderamente confundida.
-¿Y de que otra cosa estuvimos hablando?
-¡Es una simple abogada, y simplemente viene a desalojarme!- Bruno lanzó una sonora
carcajada. El deshollinador se reía de sí mismo.
La mujer de luto creyó que la risa era para ella, y se sintió herida en su orgullo profesional.
-Señor mío, sepa que soy una abogada de renombre. ¡Y un desalojo es algo muy serio!
A partir de ese instante, cada uno comenzó a hablar de lo suyo, sin escuchar al otro.
-¿Me está diciendo que podré seguir
limpiando chimeneas para que la ciudad
respire?
-Estoy exigiéndole, en nombre de
los legítimos herederos, el inmediato
abandono de esta propiedad.
-¿Está diciéndome que podré
escuchar la canción de los piratas antes de
ir al trabajo?
-Estoy diciéndole que este terreno
será destinado a la construcción de un gran
edificio.
-¿Está diciéndome que podré seguir
jugando con los niños?
-Estoy diciendo que cualquier
obstáculo que ponga le ocasionará gastos extras.
-¿Está diciéndome que puedo ir ahora mismo a la casa de Melania para invitarla a dar un
paseo? Yo creo que las mujeres se enamoran paseando. Y si Melania se enamorase de mí, yo sería
capaz de construir una pequeña casa sin hollín... ¿Está diciéndome que alcanzaré a arreglar la
suela de mi bota izquierda?
-Estoy tratando de decirle...
Pero la abogada no pudo terminar. Bruno le estampó dos sonoros besos en las mejillas, y
salió corriendo rumbo a la casa de Melania. Su carrera se oyó por toda la ciudad.
PLAF, ¡buena suerte deshollinador! PLAF.

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EL HÉROE de Ricardo Mariño

De todos los bichos de la Planta de Limón el


mosquito Efraín era el más sufrido. No había
cucaracha, arañabicho bolita o moscardón que no se
riera de él porque era asustadizo, torpe, tímido.
Hasta sus padres y hermanos solían murmurar
“¡Cabeza de mosquito!”, cuando él cometía un
error. “Tengo que hacer algo”, pensaba Efraín
mientras en vano trataba de no oír las burlas de sus
vecinos.
Un día tomó una decisión: abandonar la
Planta de Limón donde vivía, y salir al mundo. De madrugada, mientras todos dormían, se marchó.
Voló dos horas seguidas y al fin llegó al puerto. Eligió un barco que tenía un delicioso olor a
pescado podrido y se refugió en el camarote del Capitán. Cuando el barco zarpó, Efraín recordó a
sus padres y rompió a llorar, pero luego pensó: “Tengo que aprender a ser fuerte, para eso emprendí
esta aventura… Recorreré el mundo. Volveré con el ojo furioso…”

Sus problemas empezaron ni bien tuvo que procurarse comida. Efraín se tiró en picada sobre
el enorme brazo del capitán, hundiendo su aguijón en la piel.

¡Maldición! – Gritó el hombre, alzando su mano gigantesca. Una milésima antes de que la
mano se estrellara contra el brazo, Efraín logró apartarse. Furioso, el capitán agarró un
matamosquitos y lo persiguió por todo el camarote. Tras una terrible persecución Efraín escapó por
debajo de la puerta. El resto del viaje estuvo lleno de peligros: un temporal lo sorprendió
descansando en la vela mayor; otro día fue atacado con armas químicas por el enloquecido cocinero
chino que lo bañó con sus aerosoles e insecticidas. Efraín tosió tres horas seguidas. Otro terrorífico
momento fue cuando sus patas quedaron pegadas al dulce de leche que comía el fogonero del
barco… De todos esos peligros Efraín se las arregló para salir con vida.

El barco amarró por fin en el puerto inglés de Liverpool. Efraín bajó y conoció los sitios más
increíbles. Un día peleó contra dos jejenes británicos y los venció. Otro día quedó enredado en las
telas de una araña escocesa y, demostrando una fuerza que ni el mismo imaginaba, logró
desprenderse.

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Mientras tanto los vecinos de la Planta de Limón y, en especial los padres y hermanos de
Efraín, no pasaban un día sin recordar al mosquito, arrepentidos por haberlo maltratado. “¿Dónde
estará? ¡Qué injustos fuimos! Era un mosquito muy joven y nos burlamos de él” – Decían.

Hasta que una noche sucedió algo increíble: todos los bichos del vecindario se trasladaron
hasta el bar “Don Chicho” a ver el partido Argentina – Inglaterra. Cada uno se acomodó como pudo,
volando alrededor de la lamparita o sobre el pelo de los hombres que miraban. Pero casi se mueren
de emoción cuando, después del gol argentino, vieron que ¡el mosquito Efraín daba vueltas y vueltas
ante la cámara, festejando el gol! ¡Efraín estaba en Inglaterra!

En el segundo tiempo el referí dio un


penal para los ingleses. El bar “Don Chicho”
pareció estallar de rabia. Una parte de los
humanos y casi todos los insectos insultaban al
referí alemán. Los demás se agarraban la cabeza,
miraban la pantalla como hipnotizados y
repetían:
- Y ahora…
Los insectos se agruparon más cerca del
televisor, sobre la cabeza de un señor pelado. El
inglés iba a tirar el penal y el arquero argentino
esperaba nervioso. Los segundos pasaban,
interminables. La pantalla mostró un primer
plano del delantero inglés…

¡Efraín! – Gritó de pronto una mosca - ¡Es Efraín!

Efraín el mosquito estaba sobre la mejilla del delantero inglés esperando que el referí diera la
orden para patear el penal.

Está por… por – Alcanzó a murmurar el hermano mayor de Efraín. No alcanzó a decir
“picarlo”. El referí hizo sonar el silbato hacia la pelota y cuando estaba por patear Efraín hundió su
aguijón en su acalorada mejilla. El delantero se sorprendió, hizo una extraña mueca y tiró la pelota a

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la tribuna. El “Don Chicho” estalló en gritos de algarabía. Pero en medio de los festejos una
cucaracha que estaba sobre la propia mesa del televisor gritó:

- ¡Esperen!
No fue necesario que explicara nada porque todo se vio con claridad: el jugador acababa de
pegarse en la cara, aplastando a Efraín.

Los bichos salieron volando del “Don Chicho” sin interesarse por cómo seguía el partido.
Desconsolados regresaron enmudecidos a la Planta de Limón. Fue una noche interminable en la que
nadie podía parar de llorar y de decir cosas como “fue un héroe” o “yo jamás me hubiera animado a
arriesgarme como lo hizo él”

Bueno, no todas las historias pueden tener final feliz y sobre Efraín el Mosquito solo falta
agregar que a la mayoría de los bichitos que nacieron esa temporada los padres les pusieron su
nombre y que cada tanto en el barrio de la Planta de Limón aparece escrita, con indudable letra de
insecto, la leyenda “Efraín vive”. Lástima que no sea cierto.
Fin

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EL VERDADERO ENCUENTRO de Antonio Ramón Laballós
-Yo, la línea media -gritaba la anaconda, mientras serpenteaba desesperadamente para llegar

cuanto antes al potrerito del zoológico, donde el 21 de septiembre, como todos los años, al
amanecer y antes de que llegara el guardián, se juagaba el encuentro más reñido de la temporada.

En cuanto llegó, se estiró cuan larga era y, a partir de allí, todo se organizó en un periquete1.

Las jirafas, arcos tan inmóviles como importantes, meditaban sobre dónde esconder sus cuellos
para evitar los pelotazos.

A los monos no les importaba ser jueces de línea, pero si les preocupaba qué hacer con las
banderillas mientras no las usaran para señalar
infracciones. Les desesperaba el malhumor de hiena, el

árbitro, que el año anterior les había prometido


tarascones en la cola si seguían haciendo morisquetas

incomprensibles ante acciones totalmente permitidas.

Que la lechuza, el búho, y la zorra formaran parte de la


comisión organizadora, a nadie le extrañaba: todos los

años se repetía la fórmula.

La llegada de las hinchadas era imponente: los búfalos levantaban polvareda, los patos graznaban,
los teros gritaban como poseídos y el amontonamiento era tal, que parecía imposible que pudiera

ubicarse en las tribunas a tiempo para presenciar el encuentro.

Cuando el león pegó el refugio de práctica, todo adquirió carácter inmediato. Cada simpatizante se

colocó en algún lugar previamente elegido, o no…

Comenzó el partido.

Tomó el balón el oso, que, al no poder contener la arremetida del elefante, trató de habilitar al

rinoceronte, que avanzaba por la izquierda, aprovechando que el lobo estaba mirando hacia el

ceibo, que, atestado2 de felinos, horneros y mariposas, ya casi no podía tenerse en pie. La intención

no pasó eso, porque el elefante, de un certero trompazo, mandó la pelota al arco contrario, que

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no estaba bien guarnecido3 porque, en el apuro inicial, el ciervo designado como guardameta2

había dejado en su lugar a la culebra, que era rápida para el rastrón4 (para los tiros bajos), pero
pobre para los tiros altos.

Balazo5 en el ángulo superior izquierdo. La esférica no pudo ser contenida y goooooooool. Todos
aullaban, gritaban, balaban, parpaban o relinchaban, cada uno según su esencia. La algarabía era

general. Todos o ninguno sabían por qué festejaban. (Si vos lo sabés decilo). Estaban tan
contentos, que hasta el último animal no cabía en sí de alegría.

Cuando se reanudaron las acciones, los contendientes6 no tenían bien en claro para dónde arrojar
la pelota, porque era tal la euforia por el gol, que nadie se había preguntado a quién pertenecía y,
a partir de ese momento, el encuentro se transformó en un picado durante el cual se pudo ver a un
magistral guanaco cabecear por encima del avestruz a lo que le siguió un amague genial del loro,

que dejó parada a la rata, y una chilena7 del oso hormiguero, que mandó el balón hasta el fondo

de un arco, mientras el chita quedaba tan tieso8 como una piedra.

La elefanta se balanceaba contenta, poniendo en serio peligro a todos los roedores, que en un

número casi incontable ocupaban ordenadamente su lomo, mientas gritaban: “Otra, otra” …

La algarabía no les permitió percibir la llegada del guardián que, sabedor de la realización del

evento, se había adelantado en su horario para suprimirlo. Sin embargo, cautivo por la alegría de
los presentes y casi sin pensarlo, se colocó detrás de un sauce llorón y desde allí por acariciantes

ramas, gozó de la fiesta como el más, y hasta hubo un momento en el que se encontró festejando
una gambeta que la garza le hizo al jabalí. Su mente estaba confundida… No se parecían en nada a

los humanos… Tenían la suerte de ser “solamente animales”.

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De estas cavilaciones lo sacó el quirquincho, que después de haber caído en un charco, y como
tardaron en sacarlo y casi se ahoga, se enojo y dijo: “Me voy, ya estoy cansado”.

Y se quedaron sin pelota.

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Vocabulario
1 Al instante.
2 Repleto.
2 Arquero.
3 Protegido.
4 Tiro bajo.
5 Lanzar la pelota con remate potente.
6 Competidores.
7 Movimiento con que se rechaza la pelota hacia atrás, con el cuerpo en el aire y las piernas
abiertas como una tijera.
8 Rìgido.
9 Pensamientos profundos.

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Tareas para comprender

QUERIDOS MONSTRUOS
Elsa Bornemann

RESPONDÉ

a) ¿Quién es Elián?
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b) ¿Por qué el niño decide pasar una hora en el chalet?
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c) ¿Quién usa la frase “queridos monstruos”?


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d) ¿A qué conclusión llegan los padres de Elián?


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El VERDADERO ENCUENTRO
Antonio Ramón Laballos

Copia 10 ejemplos de los roles que cumplen, como participantes del partido, los animales
del cuento.
Por ejemplo: La hiena es el árbitro.
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 Escribe ua definición para cada uno de esos roles.
Por ejemplo: El árbitro es quien se ocupa de que se cumple el reglamento durante el
partido.
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NEGRO
Liliana Bodoc

a) Transcribí algunas características que describan el ambiente en que vivía Bruno, el


deshollinador, y su aspecto personal.
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b) ¿Con qué malentendido Bruno se convierte en mal persona?


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c) ¿Con que situación vive Bruno que le permite disfrutar de las pequeñas cosas de todos los
días?
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EL HÉROE
Ricardo Mariño

1. ¿Quién es el personaje principal en este cuento? ¿Cuál es su nombre?

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2. ¿Por qué los vecinos se burlaban de él?

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3. ¿Qué decide hacer? ¿Cómo era Efraín antes de salir de su casa?

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4. ¿Cuáles son los inconvenientes que enfrenta?

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5. ¿Cómo se sienten los familiares y vecinos ante su ausencia?

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6. ¿Cómo es que se convierte en héroe?

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7. ¿Qué pasó con Efraín? ¿Por qué los otros bichos lo consideran un héroe?

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