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La política del teatro independiente

Por Federico Polleri

“Así definido, el Modernismo se divide política y simplemente, y no sólo entre movimientos específicos, sino
dentro de ellos. Al seguir siendo antiburgueses, sus representantes, bien escogen la valoración antiguamente
aristocrática del arte como reino sagrado por encima del dinero y el comercio, bien las doctrinas
revolucionarias... Mayakovsky, Piccaso, Silone, Brecht son algunos ejemplos de quienes encaminaron a un
apoyo directo al comunismo, y D' Annunzio, Marinetti, Wyndhan Lewis, Erza Pound, de aquellos que eligieron
el fascismo...”.

Raymond Williams

En nuestro país siempre existió el teatro. Incluso desde mucho antes de que la Argentina se constituyera
como estado independiente, el teatro jugaba un papel de gran relevancia en la vida social del antiguo
virreinato del Río de la Plata. Con el tiempo, aquel europeísta teatro colonial dejó lugar al americano teatro
emancipado, emergente de las entrañas de la Revolución de Mayo, con sus primeros dramaturgos criollos.
Éste, a su vez, dio lugar luego a un nuevo teatro ahora si nacional, con dramaturgias acorde a las necesidad
del “orden y progreso” y, sobre todo, de la promoción de una necesaria “argentinidad” en construcción.
Para la década de 1920, ya la argentina estaba bastante consolidada como un país burgués y la clase
dominante sólo pensaba en cómo seguir reproduciendo su capital y sus relaciones de vida para terminar de
abarcarlo todo. Es en esa década, al calor de la aparición de las vanguardias y de las polémicas surgidas en
torno a éstas (particularmente las protagonizadas por los grupos de Florida y Boedo) cuando Leónidas
Barletta funda el Teatro del Pueblo, en noviembre de 1930, dando nacimiento al llamado “teatro
independiente”. Este hecho es necesario interpretarlo en su justo contexto, porque es éste el que nos permite
interpretar su surgimiento como una necesidad histórica.

Vanguardia y mercantilización del arte

¿Qué pasó entre la época del nacimiento de la Argentina y 1930 para hacer históricamente necesario al
teatro independiente? Mucho, sin duda. Pero lo más significativo, lo que había modificado la vida social
de esa época no sólo en la argentina sino, desde ya un tiempo antes, en todo el mundo, era la aparición de
una nueva clase social, una con la capacidad de convertir todo lo que tocaba en algo funcional a sí misma
y a su misión histórica de construir un mundo a su imagen y semejanza: esa clase social fue la burguesía.

La burguesía no convertía en oro todo lo que tocaba (cómo hubiese sido su sueño), pero aprendió a
conformarse con convertirlo en mercancía. Y no le fue mal. El teatro no pudo estar ajeno a esta realidad y
también terminó en la vitrina de mercancías de esa nueva argentina. Fue esto lo que agitó las aguas porque
—cómo es sabido— no hay dominación cultural sin resistencia. Aparecieron allí los artistas modernos a
decir estruendosamente que impugnaban la propuesta de vida burguesa y que para resistirla utilizarían las
armas que tenían a su alcance, las que mejor manejaban: el arte y las letras. Nació así una avanzada en una
especie de guerra cultural: la vanguardia.

Cuando se pensaba que con esto la burguesía se encontraría en serios problemas (por lo menos en esa
“guerra cultural”) ella se las ingenió para “tocar” también a buena parte de estas vanguardias, logrando
esterilizarlas. Es así que el arte moderno es asimilado por la hegemonía cultural burguesa (que globalmente
lo termina canonizando en la posguerra) y poco a poco va convirtiéndose (no todo claro, pero si en la
mayoría de los casos) en lo que más combatía: una mercancía más, abandonando su posición antiburguesa.1

El teatro no era una novedad para la década del 30, pero si lo fue la aparición de este movimiento de teatro
independiente que salió con fuerte impulso a diferenciarse del teatro de su época, un teatro profundamente
mercantilizado por la burguesía y su comercio. “En buenos Aires existe una cultura media que hace posible
la subsistencia de un teatro que esté por sobre la angurria del empresario, la vanidad de la actriz, la
ignorancia del actor, y la chatura del público burgués”, dirá en 1927 Alvaro Yunque.

Este surgimiento se da en un contexto político muy particular y en el que era difícil mantenerse al margen.
En 1928 Hipólito Yrigoyen llega por segunda vez a la presidencia del país. Su caída, en 1930, inaugura la
llamada “década infame”, y tiene lugar en medio de la crisis capitalista mundial provocada por el crack de
la bolsa de Wall Street. Estos movimientos en el plano del poder y las estructuras de dominación política,
económica y cultural, eran el resultado de las disputas dentro de la propia burguesía argentina (rural,
industrial y comercial), quienes pujaban por definir el futuro del país en una época de profundos cambios
en el panorama nacional e internacional. El derrocamiento de Yrigoyen, por acción del primer golpe de
Estado militar que conoció nuestro país (que inaugura el ciclo de golpes que sufriremos en las décadas
posteriores), fue celebrado con alegría por la mayoría de la sociedad argentina. Cuando la gente se dio
cuenta del equívoco (sobre todo obreros, estudiantes e intelectuales) ya era tarde. Dice el dramaturgo e
historiador liberal Gustavo Levene: “Terminó el desorden de Yrigoyen y comenzó el orden de Uriburu:
Ley marcial, Estado de Sitio, prohibición de huelgas obreras e intervención militar en los sindicatos,
deportación de dirigentes proletarios, prohibición de huelgas estudiantiles y exclusión de profesores y
alumnos universitarios disconformes”.

En lo que al teatro respecta, hacía tiempo que sus estructuras comerciales vivían en crisis. La revista
especializada Anuario Teatral, en la temporada 1927-1928, señalaba: “No es posible ya hacerse ilusiones.
El teatro nacional, salvo contadas excepciones, hoy por hoy es un enorme comercio escandaloso de
artículos adulterados...”2. El teatro profesional se había convertido, en el mejor de los casos, en teatro
abiertamente comercial. Se salvaba por las “contadas excepciones” y por el esfuerzo denodado de los
artistas que se agrupaban en cooperativas y actuaban por lo general durante el verano, que era cuando las
salas de Buenos Aires quedaban sin contratos y podían conseguirse sin excesivos sacrificios económicos.
Pero también ellos tuvieron que resistir represiones en esos años y en los posteriores, como lo señalarían

1
Para ampliar sobre este punto, se puede leer a Raymond Williams, ¿Cuándo fue el Modernismo?, en La
política del Modernismo, Ediciones Manantial, Buenos Aires, 2002.
2
Citado por Luis Ordaz, en Breve Historia del Teatro Argentino, Editorial Claridad, Buenos Aires, 1999.
años más tarde los protagonistas del teatro independiente:

“... y no es posible tampoco desconocer la lucha librada durante los últimos años de oscurantismo
cívico, cuando todos los movimientos culturales opacaron su voz y sólo siguió escuchándose la palabra
vibrante del teatro independiente, que desde sus catacumbas tribunas nunca dejó de hablar con el
pueblo, renovando a diario su fe en la libertad por el camino del arte. De nada valieron las amenazas,
de nada tampoco las enconadas persecuciones, de nada las prohibiciones, de nada la cárcel, cuando
hubo de cerrarse algún teatro por disimuladas persecuciones policiales, su voz no se cayó, resurgió de
inmediato, más potente que nunca, más precisa, y nuestros oídos se cerraron siempre a las
proposiciones de quienes pretendían trocar conducta por un plato de lentejas...”

Una política para el teatro

Luego de la fundación del Teatro del Pueblo, el teatro independiente creció a un ritmo vertiginoso. En 1938
se realizaba sobre su escenario la primera exposición de teatros independientes y se elaboraba para la
jornada una declaración decisiva para el movimiento. Esta constituye un manifiesto que se convertirá en
norte durante su proceso de desarrollo y expansión:

“Las finalidades primordiales de la exposición que se organiza tiene por mira la proliferación de
teatros independientes, serios en su organización, aferrados a una disciplina artística, empeñados en
salvaguardar el teatro y el gusto de los espectadores.

El día en que nuestra ciudad cuente con un teatro libre en cada barrio, podremos tener la seguridad
de que será el propio pueblo el que hará obligar al teatro comercializado a encausarse por la senda
de la dignidad artística”.

El Teatro del Pueblo asumió desde sus inicios una tarea didáctica, que en esos años se materializó en la
puesta en escena de textos de autores extranjeros y de contenidos universales como modo de ejercer una
denuncia social, en oposición al teatro comercial, que desde la perspectiva independiente era considerado
alienante. En poco tiempo el Teatro de Barletta se había convertido en un referente cultural para los sectores
de la izquierda intelectual. Además de funciones teatrales, se ofrecían conciertos, exposiciones de
fotografía y pintura, piezas de danza moderna y se publicaba una revista de debate político y cultural.

La propuesta del movimiento era vincular el teatro a la cultura y al arte populares. Si bien inicialmente no
explicitaban una aspiración a un nuevo estilo teatral o una nueva técnica, ambos aspectos fueron implícitos
en el desarrollo del movimiento, que con la utilización de salas no convencionales y el ingenio obligado
de quiénes no contaban con los recursos con los que sí contaba el teatro comercial, terminó transformando
notablemente las técnicas teatrales de aquellos años. Inicialmente su objetivo tenía que ver con dignificar
una escena menoscabada por el teatro mercantilizado. Se hablaba de un teatro popular, con “auténticos
valores artísticos y resonancias sociales”, que no dudó en recurrir a los grandes autores del repertorio
universal de las más variadas épocas y escuelas, a la vez que incitaba a los escritores nacionales a que se
acerquen a la literatura dramática. Así llegaron a los escenarios poetas como Eduardo Gonzalez Lanuza y
Álvaro Yunque, ensayistas como Ezequiel Martinez Estrada, cuentistas como Elías Castelnuovo, o
novelistas como Roberto Arlt.3

Con idénticos objetivos que los planteados por el Teatro del Pueblo fueron surgiendo otros núcleos que
rápidamente sacudieron la ciudad de Buenos Aires con su trabajo artístico cada vez más intenso. Estos
espacios, con fuerte entusiasmo, estimularon la aparición de nuevos grupos de teatro independiente por
todo el interior del país y hasta en países hermanos. La reacción iniciada por el espacio y el grupo de
Bareltta pronto se convirtió en un movimiento, en el que podía haber diferencias, pero la gran mayoría
coincidían en objetivos e ideales comunes.

Luego de 25 años de fundado, el movimiento creó una comisión de relaciones del teatro independiente con
el Estado que presentó un petitorio reclamando el apoyo estatal a la cultura y la actividad teatral
independiente.

“Los teatros independientes, instituciones organizadas y de actividad permanente (…), a las que no
mueven fines comerciales, pudiendo sus integrantes subvenir a sus necesidades sin por ello lucrar con
su valor, que no dependen de empresarios ni reconocen otra autoridad que la emanada de sus propias
asambleas y estatutos (...)

“-Han recuperado para el teatro a la joven generación argentina

“-Han posibilitado el desarrollo de la auténtica dramaturgia nacional.

“-Han suministrado teatro al pueblo, poniendo su precio al alcance de las clases más humildes.

“-Han facilitado el acceso al público a un repertorio universal de jerarquía, negado por el teatro
comercial.

“-Han llevado el teatro a los barrios porteños y al interior del país estableciendo el vinculo esencial
entre teatro y pueblo

“-Han irradiado su orientación hacia todos los teatros de Latinoamérica, cuyos similares movimientos
se apoyaron en nuestra experiencia”.

Para la década del sesenta, sólo en Capital Federal y el Conurbano bonaerense, se habían abierto más de
400 salas. Este sólo número da cuenta de la influencia que lograron en la cultura popular. El fenómeno
incluso vio un correlato en las políticas culturales del Estado, que se vio obligado a dar cuenta del suceso
y a diseñar iniciativas que respondían en muchos casos a lo que el movimiento proponía4. No hay duda de
que los teatros independientes revolucionaron la cultura de esa época desde su nueva organización,
influencia y proyección política y artística.

3
Algunos consideran a Roberto Arlt el autor por antonomasia de aquel movimiento. Llegó por casualidad a un escenario,
cuando Leónidas Barletta representó en el Teatro del Pueblo el capítulo “El humillado” de su novela Los siete locos. A partir
de esta experiencia, se sintió atraído por la dramaturgia y escribió para el grupo de Barletta la obra 300 millones. Fue el
comienzo de una labor renovadora en la dramaturgia nacional, algo que seguramente no hubiese ocurrido de no haber sido
por la existencia del Teatro del Pueblo y del movimiento independiente que estaba generando.
4
Veamos sólo un ejemplo de esto, quizás el más simbólico: por el reconocimiento logrado en pocos años, la municipalidad
de Buenos Aires primero cede en 1936 un espacio ubicado en Av Corrientes 1528 para el funcionamiento del Teatro del
Pueblo. El grupo es desalojado en 1943 por la misma Municipalidad de Buenos Aires. En su lugar el Estado no creó
oficinas, sino un gran teatro municipal y, más adelante, con algunas ampliaciones, el teatro oficial más importante de la
ciudad de Buenos Aires de nuestros días, el Complejo Teatral San Martín.
La vigencia del movimiento

Mucho se discute sobre cuál es la realidad del teatro independiente hoy. Algunos decretaron que el
movimiento murió en el año 1970 5, y lo llamativo es que atribuyen su final a razones puramente
económicas. Es cierto que con la llegada de la televisión en los 50, el teatro vuelve a entrar en una fuerte
crisis (como la que vivió a principios del sXX con la llegada del cine, que veremos más adelante): merma
sustancial de público, desaparición de las giras por el interior del país, cooptación de artistas formados en
el teatro independiente tentados por propuestas de trabajo en la televisión, en teatros comerciales y
oficiales, etc. Muchas de estas propuestas de trabajo comenzaron paulatinamente a disolver elencos y
grupos de la escena libre y la idea de “profesionalización” comenzó a ligarse exclusivamente con la
remuneración obtenida, cuando nada de esto tenía que ver con los objetivos fundadores del movimiento.

Aún en esa difícil situación, la política original seguía clara, por lo menos para algunos, como lo expresó
Barletta en 1969: “Los incautos que se dejaron atrapar por las redes del profesionalismo, destruyeron sus
instituciones: Nuevo Teatro, La Máscara, Los Independientes, Candilejas, a todos se los ha tragado el
empresariado y sus buenos elementos hoy se ven obligados a hacer bolos para alguna celebración de la
comunidad judía o radionovelas o telenovelas, que es mucho peor...”.

Ante la crisis, el abandono y el alejamiento de la política que el teatro independiente se había trazado en
sus comienzos, Barletta dejó de manifiesto que había quienes no estaban dispuestos a caer en las redes del
supuesto “profesionalismo”, ni a destruir sus instituciones, que es también decir, sus organizaciones.

En los 80, cuando historiadores teatrales como Maral o Luis Ordaz decretan el final del movimiento, lo
hacen acompañando el abandono de una cantidad importante de referentes de la escena libre de las décadas
anteriores. Jaime Kogan, Carlos Goroztiza y Alejandra Boero, por ejemplo, no dudan en afirmar en coro
el final. “El viejo lirismo debe ceder paso a un sentido más realista de la lucha”, dirá Boero; “...ir
generando las formas cada vez más idóneas de consolidación de un modelo profesional alternativo que a
la vez contenga ese hálito de vida creadora en cuyo clima alternativo trabajamos hace veinte años, por un
lado, pero incorporado y actualizado en un modelo institucional-empresario sólido y estable”, serán las
palabras de Kogan 6.

Si bien profundizar el análisis sobre este debate ya excede los objetivos de este artículo, resulta interesante
ver las razones esgrimidas por quienes plantean el final del movimiento porque, por contraste, visibilizan
con claridad las contradicciones que aparecieron al interior del teatro independiente cuando comenzó su
alejamiento de su política fundacional.

El artista como productor

Casi en el mismo momento en que nacía en Argentina el Teatro Independiente, tomaba forma en Europa
la propuesta teatral de uno de los intelectuales que más importantes aportes ha dado al teatro moderno: el

5
Luis Ordaz, Breve Historia del Teatro Argentino, pag 143, Editorial Claridad, Buenos Aires, 1999.
6
Declaraciones publicadas en la revista Pájaro de Fuego en 1980.
teatro épico, de Bertolt Brecht.

El contexto europeo no difería mucho del de nuestro país en lo que a polémicas en el arte se refiere, aunque
sí encontramos allí niveles de reflexión que aportan mucho para pensar complementariamente la política
del teatro independiente.

En abril del año 1934, el crítico literario alemán, Walter Benjamin, leía en el Instituto para el Estudio del
Fascismo su ponencia El autor como productor, en donde problematizaba la función del artista y la obra
de arte en los procesos sociales y políticos. Su polémica, en aquel momento, era con posiciones que
levantaban la idea del artista o la artista como personas “de espíritu”. Contra esta idea, él defendía la
posición del o la artista como “productor/a”, buscando analizar la obra de arte dentro de las relaciones de
producción cultural de su época.

Cómo hemos visto, muchas cosas han cambiado en los casi 80 años que nos separan de aquellas polémicas,
pero lo que sigue (o debería seguir) vigente es la búsqueda de ubicar al arte en un lugar que supere el puro
entretenimiento.

Analizando el trabajo de Benjamin, la socióloga María Fernanda Carvajal señala que:

“La lectura de El autor como productor produce una suerte de extrañeza, en especial por la
urgencia de dotar al intelectual y al artista de una responsabilidad política. No tanto porque esa
expectativa se haya diluido, como porque el escenario ha cambiado: hoy los intelectuales están
recluidos en la academia separados de la praxis política y cada esfera —el arte, la política— parece
más bien tener su propia lógica autónoma. Además, porque hoy el arte está en permanente peligro
de ser absorbido por la industria cultural, y porque la idea de convertir a los consumidores
culturales en productores culturales en una sociedad de masas, se convierte en una quimera”7.

Arte y política

Cabe preguntarnos si sigue vigente hoy aquella necesidad de relacionar el arte y la política. En su época,
Benjamin encontró parte de las respuestas a estos interrogantes en el teatro épico de Brecht, al que
identificó como la versión más acabada de un arte político.

La pregunta que suele aparecer, siempre que se menciona la relación entre arte y política, es si debe existir
tal relación y, sobre todo, si exigiéndole tendencia al arte, no se vulnera su calidad. Benjamin da una
respuesta a este punto, proponiendo que tendencia y calidad no se piensen nunca por separado: “Del
rendimiento del poeta debe exigirse que presente la tendencia correcta; por otro lado, se está en el derecho
de esperar que tal rendimiento sea de calidad”8. Lo que Benjamín plantea es que la tendencia política de
una obra sólo puede ser acertada cuando también su tendencia artística es acertada. Es decir, que la
tendencia política correcta incluye una tendencia artística. Y que es esta tendencia artística, “y no otra

7
María Fernanda Carvajal, Reseña del libro El autor como productor, de Walter Benjamin, Traducción y presentación de
Bolívar Echeverría, México: Editorial Itaca, 2004. Publicada en AISTHESIS N° 38 (2005), Pontificia Universidad Católica
de Chile.
8
Walter Benjamin, El autor como productor, Traducción y presentación de Bolívar Echeverría , México: Editorial Itaca,
2004.
cosa”, lo que da calidad a la obra.

Ante la crisis, fusiones

La clave de estas afirmaciones está en la búsqueda del lugar que la obra de arte ocupa dentro de la
relaciones de producción cultural de una época. Recordemos que Benjamin escribe en un momento de
crisis para el teatro, originada en la pérdida de una exclusividad que había tenido por siglos. En efecto, los
primeros años del siglo XX albergan el nacimiento del cine, y la aparición de éste hizo que el teatro perdiera
el monopolio de “narrar una historia que se vea”. Naturalmente, esto sumió al teatro en una crisis profunda
que intentó resolverse de muchas maneras, pero en la que siempre el teatro se hundió más cuando se
propuso entrar en competencia abierta con la novedosa narración audiovisual, quien sin dudas tenía todas
las de ganar. Como bien lo describe Mauricio Kartún, cuando el arte teatral ponía en escena mensajeros
ensangrentados para contar lo que había pasado en un aludido terreno de batalla, el cine, sin escatimar
recursos, ponía en escena la guerra misma, con sus multitudes y el tronar de sus batallas. Ahora las cosas
pasaban.

La forma en que el teatro resuelve esta crisis tiene mucho de lo que Benjamín proponía en 1934: la “fusión”
de las formas artísticas, como manera de intervenir sobre el aparato de producción cultural. Ocurre que no
fue el teatro el único afectado por el nuevo siglo; también otras artes encontraron temibles alteregos: la
plástica en la avasallante fotografía, la poesía oral en el encierro del papel, la danza en los desafíos a los
que la enfrentaba el movimiento libre, y así. Superada la catarsis, efectivamente la respuesta fue la fusión
en sus múltiples posibilidades. “El teatro de este siglo es una gestalt, que comprobó el poder de la mixtura
híbrida. Con la danza, desde Pina Bausch, con la política [y el cine], desde Brecht, con la plástica, desde
Kantor, o con la antropología desde Brook —o Barba— el teatro se apareó con quien pudo”, afirma
Kartún9.

Sobre esto —y en relación a la manera en que Brecht lo resuelve— dice Benjamin:

“Una de las razones importantes de que este teatro de maquinas complicadas, repartos inmensos y
efectos sutiles se haya convertido en un medio contra los productores, está en el hecho de que intenta
ganarlos para su causa en la competencia perdida de antemano con el cine y la radio. Este teatro —
trátese de su versión cultural o de su versión recreativa, que son complementarias entre sí— es el teatro
de una capa social hastiada, que convierte todo lo que toca en objeto de excitación. El suyo es un caso
perdido. No así el de un teatro que, en lugar de entrar en competencia con esos nuevos instrumentos
de publicación intenta servirse de ellos, aprender de ellos, entablar una polémica con ellos. El teatro
épico ha hecho suya esta polémica. Si se lo compara con el nivel actual de desarrollo del cine y la
radio, hay que decir que él es el teatro moderno”.

Esta propuesta de Brecht, captada impecablemente por Benjamin, implicaba una refuncionalización de la
técnica teatral, que dejaba así de abastecer el aparato de producción de la época para pasar a transformarlo.

9
Mauricio Kartun, Escritos 1995—2005, Ediciones Colihue, Buenos Aires, 2006.
Laboratorios de transformación

Si, como se dice, sólo es posible conocer lo que se transforma, el desafío era transformar/conocer la técnica
de producción teatral (y artística en general) para poder construir, a partir de ahí, un nuevo sentido de la
actividad artística, acorde a objetivos que superen el simple entretenimiento de una sociedad que debía
desnaturalizar la realidad tal como se le presentaba, para poder comenzar a creer —en las condiciones
reales de su época— en una transformación radical. Así, la incorporación de Brecht de la interrupción de
la acción en sus obras (tomada del montaje radial y cinematográfico) como efecto de distanciamiento,
implicaba una transformación de la técnica de producción para el teatro de su tiempo. Es este el sentido
más revolucionario del teatro brechteano, más aún que el contenido político de sus obras.
Coincidentemente con esto, y volviendo a la Argentina, podemos pensar que el teatro independiente
también transformó profundamente la técnica y la producción teatral de su tiempo.

Desde esta perspectiva, y ya pensando en las necesidades de nuestra situación actual, podríamos decir que
se torna necesario un teatro que busque —como decíamos— dejar de aportar al aparato de producción
cultural de nuestra época, para proponerse transformarlo. Eso no significa que este teatro deba ser
necesariamente brechteano. El teatro de Brecht respondía a su época y enfrentaba, por tanto, sus propios
desafíos. Por caso, podemos pensar que el artificio explícito como efecto de distanciamiento está (por las
condiciones de su producción, la características técnicas de las salas en que se realiza, etc.) en casi toda
obra de teatro independiente actual, incluso —en muchos casos— sin necesidad de que esta se lo proponga.
De Brecht (al igual que de Barletta) debemos tomar su vocación por romper el aparato de producción
cultural de su tiempo (aunque esto, por supuesto, esto no quite que podamos valernos de sus propuestas
técnicas, si nos interesan). Lo importante, en todo caso, es tener claro que lo que estamos buscando resolver
no es un problema de técnica teatral, sino de política teatral.

Plantear la solución a cuál será —en nuestro tiempo— el material del que valerse para dicha trasformación,
excede en mucho las intenciones de este artículo. La respuesta deberá encontrarse —una vez más— en el
proceso mismo de producción; oponiéndole —como hicieron Brecht y Barletta— a la obra dramática un
laboratorio dramático. Seguramente desde ese lugar serás más sencillo volver a pensar estos interrogantes,
para ir armando el camino por el cual transitar colectivamente la necesaria búsqueda de una nueva política
para el teatro independiente.

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