Te escribo mi última carta. El que avisa… Ya sabés cómo sigue el
refrán. Pensándolo bien, no estoy traicionando a nadie. Al contrario, estoy siendo fiel a mí y también, por qué no, un poco a vos, a nuestro matrimonio. Acabo de detener la mano con la que escribía después de leer «Nuestro matrimonio». Levanté la vista al jardín, pero ni siquiera aprecié el verdor del pasto y de las enredaderas. Con una nube suspendida por sobre mi cabeza, pensé: algo común, que se pierde. ¿Quién se perdió de los dos? Vos en tu lejanía, Eugenio. Y yo con tu distancia. En ese hueco abismal se hundió «Lo nuestro». Apuesto a que no te sorprende que esta sea mi última carta. Quizá hagas un poco de escándalo, de aspavientos —como se dice—, pero enseguida te sosegarás. Lo mejor que te sale, el sosiego. Tu estado al natural. Te confieso que a mí me sorprendió ver escrito: «mi última carta»… Bueno, no quiero detenerme en cada palabra, si sigo así, no voy a terminar más. Podría apostar que, de todas las cartas que te escribí, esta es la que más espero ponerle un punto final. Me preguntaba ayer, ¿por qué no pudiste calcular los efectos colaterales que iban dejando cada vez que volvías a irte «por trabajo»? Te gustaba decirlo así, engolando la voz, justificándote con ese tono entre la soberbia y el sosiego. ¿Para qué servirá la ingeniería si los ingenieros no pueden calcular las consecuencias de sus actos? Toda una familia desgarrada porque «tu trabajo» nos salvaba. Esto también lo decías con solemnidad. ¡Qué pillo fuiste! ¡Evadiste toda la organización de una familia! Igual ya está. Me desperté, pero no tengo nada que enarbolar. Fueron los hechos los que me llevaron a despabilarme. Como sospecharás, entonces, el motivo de esta carta no son tus viajes, ni tu insulso sosiego. Fue mi despertar. Hace dos horas que estoy escribiendo y no cesan de venirme a la cabeza tus manos. Mejor dicho, vos mirándote las manos por sobre las hojas desparramadas llenas de fórmulas. Te la pasabas horas dándole vuelta a una de tus manos primero, y luego alzabas a las dos y las girabas de un lado a otro. Yo secando los platos. Yo mirando una película. Yo pasando el trapo. Y vos ahí. En tu escritorio debajo de la ventana con el sol dando de lleno en tus manos. Parecía que te gustaba mirarte las venas, los surcos, las uñas. ¿Ves, Eugenio? Mirarse las manos podría ser la estatua del campeón del sosiego. Bueno, basta. Voy a ir al grano. Quiero contarte mis últimas vacaciones con Olivia. Mar Del Plata, como siempre. En la casita que nos dejó tu esfuerzo. ¿Estás satisfecho? Eso sí que fue un buen cálculo, Eugenio. Este verano se agregó una novedad: Olivia se puso de novia con un chico que conoció en la playa el primer día que llegamos. Apenas se acercó a ella, no imaginé que fueran a estar todos los días juntos. Con solo decirte que, al segundo día de playa, se nos instaló debajo de nuestra sombrilla. «Él es Ariel, mamá», dijo Olivia, como si yo lo conociera de antes. La cara, alargada y narigón, me sonaba del secundario de Olivia. La duda me carcomía. Porque si era así podría llegar a entender por qué ella le dio calce tan rápido. Así que mandé al chico a buscar agua caliente y una vez que estuvimos solas, le pregunté a Olivia si era del secundario. ¿Qué decís, mamá? En mi secundario eran todos idiotas. Me contestó de mala manera. Además de la cara alargada, camina como si recién se bajara de un caballo. Mide un metro ochenta. Sus pies desnudos sobre la arena me impresionaban. Eran tan grandes y sus hombros tan anchos que parecía un yeti. Este chico había venido con la abuela, pero la vieja se quedaba debajo de su sombrilla y ni él ni ella se hablaban ni compartían nada de la tarde en la playa. En todas las vacaciones ni unas facturas trajo para compartir. Nunca me había puesto a pensar que la sombrilla que siempre llevamos alcanzara solo para nosotras dos. Al chico, si no le quedaba la espalda afuera, las piernas le ardían al sol. Parecía disimular su incomodidad y creo que Olivia se dio cuenta. Desplegó la sillita que solemos usar para jugar a las cartas y se la ofreció. Así el chico estaba más alto y podía encogerse para que la sombra la cubriera por completo. Al rato Olivia le propuso embadurnarse en protector solar y que ambos quedaran fuera de la sombra. De paso eso nos da excusas para ir al mar más seguido, dijo ella, sonriente. Cada vez que volvían del mar esperaban secarse y ella le pasaba por la espalda el protector. Después el yeti, pintado de blanco, le pasaba a ella. Olivia sin empacho se corría los breteles de la malla y se la dejaba así una vez que se ponían a tomar mate. No la pasé bien. A la noche me costaba dormirme. No descansé en esas vacaciones. Es la primera vez que me pasa algo así. Lo que mejor tengo (o tenía) es el dormir. Los días no habían sido tan calcados unos con otros. Claro. También me aburrí, pero no como hubiese creído. Yo cargaba con las reposeras las pocas cuadras que nos separaban de la playa y dentro de mi bolso el mate y un libro. Oculta, leyendo, podía seguir con mis oídos las conversaciones de ellos dos. El ruido de la playa no me dejaba oír con claridad, pero llegué a escuchar las frases que me permitieron reconstruir el vínculo que nuestra hija hizo con este pibe. Lo primero que puedo decirte es que fue él quien la conquistó. Como cabría esperar, tres años más grande que ella. Igual no parecía con mucha experiencia en conquistas. Casi te diría que no estaba segura de que haya tenido novia alguna vez. Pero inflaba el pecho cuando hablaba de él, de las cosas que hacía. La verdad que parecía bastante ocupado, incluso creí que había tenido una educación rigurosa. Le contó en algún momento que sabía cinco idiomas. Yo ahí casi me levanto de la reposera para decirle «dejá de mentirle a mi hija, caradura». Lo confirmé. No me cerraba mi intuición de que no haya seducido muchas chicas con el arte que dedicaba a la mentira. ¿Sabés qué hacía? No hablaba idiomas. Solo recitaba palabras con el tono y la música del idioma que decía estar pronunciando. Olivia se reía como admirada y a mí la vena del cuello me latía. Cuando la sangre me subía a la cara, me iba al mar. No soportada estar ahí, como testigo de mi hija cayendo al pozo de una estúpida trampa. Eso no fue todo. Se la pasaba hablando de él. Olivia apenas contó de su último año de secundaria y de lo que tenía pensado estudiar. Él se despachó sin parar con que laburaba como promotor de seguros por la mañana. Secretario en una escuela por la mañana. Gimnasio por la noche. Esto del gimnasio parecía cierto. Era bastante musculoso el yeti, o por lo menos en los brazos se le marcaban algunos músculos. Bueno, pero tampoco la pavada. No era fisicoculturista. Para mí este en los ratos a solas suele mirarse al espejo. Quizá desnudo, por qué no. Conozco bien a los hombres a esta altura de mi vida. Como verás, enseguida le saqué la ficha. Pero Olivia no, estaba lejos de eso. Ariel solía repetir día a día todas sus ocupaciones, que eran muchas, como era mucho su amor propio. Ella le sonreía, nunca un gesto de hartazgo, nunca marcárselo con alguna palabra. No parecía fastidiada por su egoísmo como lo estaba yo. Recuerdo que una tarde le pregunté, ¿desde qué edad hacés tantas actividades? Desde muy chico me respondió, el sinvergüenza. Recuerdo que se me quedó sonriendo y fue ahí que arremetí: ¿cómo hiciste para estudiar tantos idiomas? Escuché lo que más temía: «Aprendo fáciles los idiomas. Creo que hay un término médico». ¿Te das cuenta? Me estaba cargoseando. Así todos los días, bajo la luz del sol. Porque lo de la noche era otro cantar. Debajo del departamento instalaron una especie de boliche. No es un local muy grande y casi que no cierran las puertas del lugar para que la gente no deje de entrar. Así que el punchipunchi se oía hasta que el cielo empezaba a clarear. Si eso fuera todo… Ariel y Olivia se veían después de la playa. No sé cómo hacía este chico que siempre nos encontraba paseando por la peatonal. No hubo noche en la que no nos encontrara. Claramente la vieja se dormiría y este se le escapaba. Pobre vieja, el pibe este la usó para venirse de vacaciones gratis. Lo cierto es que si de día cortaba clavos, de noche dormía mal. Te digo más: no era solo por el bolichito de abajo del departamento. No. Los chicos se quedaban hasta tarde en los sillones del hall del edificio. Haciendo no sé qué, pero a Olivia no le agradaba que yo me quedara con ellos, aunque más no sea sentada al otro lado. El segundo día me pidió que subiera, y que enseguida ella se acostaría rápido, que nunca se había quedado a charlar con un chico y que Ariel le caía bien: «Él es entretenido, mamá». Siempre tenía que bajar yo. Dos de la mañana Ellos arrellanados en el sillón mirando hacia afuera y los de afuera también los miraban así estuvieran detenidos o pasaran caminando. Eso me daba terror que ellos, en su inocencia, le abrieran a alguien que les pidiera agua o una falsa ayuda. Por eso me empecé a llevar la llave y tenía que bajar a abrirle a este chico Ariel. Olivia se quedaba orepcupada por si llegaba bien las dos cuadras que lo separaban del hotel en el que estaban con su abuela. Pero el chico parecía poder defenderse bien, creo yo. Tonto no era. Y fuerza no le faltaba. Al contrario. No estaba segura de si era valiente o no. Pertinaz era. No la soltaba a Olivia ni con la policía. Esto fue lo que pensé al tercer o cuarto día y me preocupaba porque Olivia no había tenido aún ningún acercamiento serio con un hombre y este lo parecía… parecía un hombre. Cada vez que bajaba en lugar de verlos tirados en el sillón medio abrazados (era lo que suponía que iba a pasar) los veía mirado el desfile incesante de chicos que pasaban por la vereda. Lo único que me faltaba, tener que acompañar a mi hija con este chico a la matiné.