Te escribo mi última carta. El que avisa… Ya sabés cómo sigue el
refrán. Pensándolo bien, no estoy traicionando a nadie. Al contrario, estoy siendo fiel a mí y también, por qué no, un poco a vos, a nuestro matrimonio. Escribí «Nuestro matrimonio» y levanté la vista al jardín, pero en lugar de apreciar el verdor del pasto y de las enredaderas, pensé: algo común, que se pierde. ¿Quién se perdió de los dos? Vos en tu lejanía, Eugenio, y yo con tu distancia. En ese hueco se hundió «lo nuestro». Apuesto a que no te sorprende que esta sea mi última carta. Quizá hagas un poco de escándalo, de aspavientos —como dicen—, pero enseguida te sosegarás. Lo mejor que te sale, el sosiego. Tu estado al natural. Me preguntaba ayer, ¿por qué no pudiste calcular los efectos de la distancia que sostuviste por años? Te encantaba justificarlo: «por mi trabajo». Engolabas la voz, lo decías con soberbia. ¿Para qué servirá la ingeniería si los ingenieros no pueden calcular las consecuencias de sus actos? Una familia incompleta, o desgarrada, porque «tu trabajo» nos salvaba, solías decir, haciéndote el solemne. Siempre te gustó hacerte el misterioso y resolver problemas matemáticos como nadie te sirvió para vender esa imagen. Igual ya está. Me desperté, pero no tengo nada que enarbolar. Fueron los hechos los que me llevaron a despabilarme. Como sospecharás, entonces, el motivo de esta carta no son tus viajes, ni tu vida sin gestos y sin señales. Fue mi despertar. No cesan de venirme a la cabeza tus manos. Mejor dicho, vos mirándote las manos por sobre las hojas desparramadas llenas de fórmulas. Te la pasabas horas dándole vuelta a una de tus manos primero, y luego alzabas a las dos y las girabas de un lado a otro. Yo secando los platos. Yo mirando una película. Yo pasando el trapo. Y vos ahí. Parecía que te atraía mirar tus propias venas, los surcos, las uñas. ¿Qué misterio podría haber en tus manos? Bueno, basta. Voy a ir al grano. Quiero contarte mis últimas vacaciones con Olivia. Mar Del Plata, claro. En la casita que nos dejó tu esfuerzo. ¿Estás satisfecho? Eso sí que fue un buen cálculo, Eugenio. Este verano se agregó una novedad: Olivia se puso de novia con un chico que conoció el primer día de playa. Apenas se acercó a ella, no imaginé que fueran a estar todos los días juntos. Con solo decirte que se nos instaló debajo de nuestra sombrilla todos los santos días. «Él es Ariel, mamá», dijo Olivia, como si yo lo conociera de antes. Un narigón de cara alargada que me sonaba del secundario de Olivia. Después de un rato la duda me carcomía. Si fuera así podría entender por qué ella le dio calce tan rápido. Así que mandé al chico a buscar agua caliente y una vez que estuvimos solas, le pregunté a Olivia si era del secundario. «¿Qué decís, mamá? Él es entretenido, en mi secundario eran todos idiotas». Y en el resto del día casi no me habló. El chico medía un metro ochenta y sus pies desnudos sobre la arena me impresionaban. Eran tan grandes y sus hombros tan anchos que en su andar parecía un yeti. Este chico había venido con la abuela, pero la vieja se quedaba debajo de su sombrilla y ni él ni ella se hablaban ni compartían nada en toda la tarde. Nunca me había puesto a pensar que la sombrilla que siempre llevamos alcanzara solo para nosotras dos. Al chico, si no le quedaba la espalda afuera, las piernas le ardían al sol. Parecía disimular su incomodidad y creo que Olivia se dio cuenta. Desplegó la sillita que solemos usar para jugar a las cartas y se la ofreció. Así el chico estaba más alto y podía encogerse para que la sombra la cubriera por completo. Al rato Olivia le propuso embadurnarse en protector solar y que ambos quedaran fuera de la sombra. De paso eso nos da excusas para ir al mar más seguido, le dijo ella, sonriente. Cada vez que volvían del mar esperaban a secarse y ella le pasaba de nuevo el protector por la espalda. Después el yeti, pintado de blanco, se lo pasaba a ella que, sin empacho, se dejaba caídos los breteles de la malla mientras tomaban mate. No la pasé bien. A la noche me costaba dormirme. No descansé en esas vacaciones. Es la primera vez que me pasa algo así. Lo que mejor tengo (o tenía) es el dormir. Los días no habían sido tan calcados unos con otros. Claro. También me aburrí, pero no como hubiese creído. Yo cargaba con las reposeras las pocas cuadras que nos separaban de la playa y dentro de mi bolso el mate y un libro. Oculta, leyendo, podía seguir con mis oídos las conversaciones de ellos dos. El ruido de la playa no me dejaba oír con claridad, pero llegué a escuchar las frases que me permitieron reconstruir el vínculo de nuestra hija con este pibe. Lo primero que puedo decirte es que fue él quien la conquistó. Como cabría esperar, tres años más grande que ella. Igual no parecía con mucha experiencia en conquistas. Casi te diría que no estaba segura de que haya tenido novia alguna vez. Pero inflaba el pecho cuando hablaba de él, de las cosas que hacía. Se mostraba siempre bastante ocupado. Le contó en algún momento que sabía cinco idiomas. Yo ahí casi me levanto de la reposera para decirle «dejá de mentirle a mi hija, caradura». Lo confirmé. ¿Sabés qué hacía? No hablaba idiomas. Solo recitaba palabras con el tono y la música del idioma que decía estar pronunciando. Olivia se reía como admirada y a mí la vena del cuello me latía. Cuando la sangre me subía a la cara, me iba al mar. Eso no fue todo. Olivia apenas le contó de su último año de secundaria y de lo que tenía pensado estudiar. Él solía interrumpirla con las cosas que le pasaban en su laburo de promotor de seguros por la mañana, secretario en una escuela por la tarde, y gimnasio por la noche. Era bastante musculoso el yeti, o por lo menos en los brazos se le marcaban los músculos. Seguro que en los ratos libres solía mirarse al espejo. Quizá desnudo, por qué no. Conozco bien a los hombres a esta altura de mi vida. Como verás, enseguida le saqué la ficha. Pero Olivia no, estaba lejos de eso. Ariel solía repetir día a día todas sus ocupaciones, que eran muchas, como era mucho su amor propio. Ella le sonreía, nunca un gesto de hartazgo, nunca marcárselo con alguna palabra. No parecía fastidiada por su egoísmo como lo estaba yo. Recuerdo que una tarde le pregunté, ¿desde qué edad hacés tantas actividades? «Desde muy chico, señora» me respondió, el sinvergüenza. Recuerdo que se me quedó sonriendo y fue ahí que arremetí: ¿cómo hiciste para estudiar tantos idiomas? Escuché lo que más temía: «Aprendo fáciles los idiomas. Creo que hay un término médico para explicar eso». ¿Te das cuenta? Me estaba cargoseando. Si eso fuera todo… Ariel y Olivia se veían después de la playa. No sé cómo hacía este chico que siempre nos encontraba paseando por la peatonal. No hubo noche en la que no nos encontrara. Claramente la vieja se dormiría y este se le escapaba. Pobre vieja, el pibe la usó para venirse de vacaciones gratis. Como te dije de noche dormía mal. Los chicos se quedaban hasta tarde en los sillones del hall del edificio. Haciendo no sé qué, pero a Olivia no le agradaba que yo me quedara con ellos, aunque más no sea sentada al otro lado. El segundo día me pidió que subiera, y que enseguida ella se acostaría rápido. «Pero las llaves no te las dejo», le aclaré, muy segura. Ellos arrellanados en el sillón mirando hacia afuera y los de afuera también los miraban así estuvieran detenidos o pasaran caminando. No había noche en el que Olivia, al volver al departamento, no se quedaba pensando si habría llegado bien las dos cuadras que lo separaban de su hotel. El chico parecía poder defenderse bien, creo yo. Tonto no era. Y fuerza no le faltaba. No estaba segura de si era valiente o no. Pertinaz era. No la soltaba a Olivia ni con la policía. Me molestaba que Olivia comenzara su vida amorosa conociendo un pesado. Cada vez que bajaba en lugar de verlos tirados en el sillón medio abrazados (era lo que suponía que iba a pasar) los veía «con la ñata contra el enorme vidrio» atentos a los chicos que pasaban por la vereda gritando, cantando o riéndose. Lo único que me falta — pensé—: acompañarlos a la matiné. Una noche Olivia no subía avisarme que Ariel tenía que volver con su abuela. Bajé sin ponerme el camperón encima, estaba apurada o asustada. El pasillo que desembocaba en el hall estaba helado. Cuando llegué los dos estaban durmiendo. Olivia caída de lado y él, medio tirado para el mismo lado, usando el torso de ella como almohada. No sé por qué lo primero que hice fue tocar el hombro de él, que estaba helado. Me aterroricé por un segundo, creí que estaban muertos. El chico despertó asustado y se pasó la mano por la boca seca. No me miraba y tenía cara como de loco. Recién ahí me di cuenta de que, por estar agachada, el escote asomaba por entre los bordes de raso. Me incorporé y me cerré el piyama. Después caminé hasta la puerta y la dejé abierta, indicándole el camino. Subí con Olivia como pude hacia el departamento. Tenía una modorra insoportable… Esa noche no dormí. ¿Qué habían estado haciendo? Modorra insoportable… ¿drogada? ¿Ese hijo de puta le dio algo a mi hija? Hijo de una gran perra, tengo que alejar a ese pibe de Olivia. A la mañana siguiente ella se levantó como si nada. Intenté preguntar, indagar, inquirir… no sé cómo decirlo porque quería preguntarle directamente. Pero con su carácter no podía. Si al menos lo usara con este pibe. Si se diera cuenta de que no era de fiar. Porque a mí ya se me había puesto que no lo era. Muerta de sueño como estaba yo, pasamos nuestro quinto día de playa. Faltaban dos para que nos fuéramos. Contaba los minutos con el ánimo atados con alambre. Otra vez ellos de la sombrilla al mar y del mar a la sombrilla. Parecían más unidos que en el paseo de anoche. El chico no hacía nada por ganar mi confianza. Un poco imbécil ese comportamiento, como seguro lo era él pero Olivia todavía no se había enterado y estaba lejos de hacerlo. Sin embargo, para mi alegría, parece que esa obsesión por agradarle comenzó a pudrir el árbol. Su cuerpo desproporcionado, su voz demasiado gruesa, y los dedos largos de sus manos engrandecían sus mentiras. Bien entrada la tarde y juntando paciencia y entendimiento, pude darme cuenta de que, en realidad, no era que mintiera. No sabía seducir a una chica. Era torpe, medio deforme como su cuerpo. Desde ese instante comenzó a caerme un poco mejor. ¿Me habrá convencido el hecho de verla contenta a Olivia? No había terminado de preguntármelo que llegó Olivia sola del mar. Me inclinó hacia un lado para mirar a espaldas de ella y Ariel estaba mirando hacia nosotros, con el agua hasta el cuello. Parecía desconcertado o algo. Me pongo de pie. Le pregunto a Olivia si el chico estaba bien o si teníamos que llamar al guardavida. «Ay, mamá, ¿qué decís?». Y agregó: «Es un estúpido, que se ahogue». La miré mal pero no se dio cuenta. No me animé a decirle nada. Estaba enojada y no quería hacerme decir cualquier cosa en ese momento. Le hago señas a Ariel para que saliera del mar. No se inmutó. Solo parecía mirarme fijo. Sentí miedo. Volvió al rato, pero no a nuestra sombrilla, sino a la de abuela. Recién ahí me di cuenta de que la vieja tenía la misma malla negra enteriza La de siempre. Nunca conocí la voz de esa mujer, salvo ahí cuando oí su risa, carcajada. Si así de extravagante y monstruosa era su sonrisa, no quería saber nada de su voz. El nieto se reía igual. Olivia estaba de espaldas a ellos y se había puesto los auriculares. Yo intentaba disimular, quería que ni él ni la vieja se acercaran por nada del mundo. No podía dejar de mirarlos por eso de vez en cuando levantaba la cabeza de mi libro. Esa tarde transpiré muchísimo de los nervios. Ya no sabía ante quiénes estaba. O peor, a quién había conocido mi hija. Cerré mi libro y lo guardé en el fondo del bolso. Plegué la silla y le dije a Olivia que estaba haciendo frío, que quería irme. Ella, como si estuviera esperando que se lo dijera, se levantó como un resorte y empezó a vestirse. Los días restantes el chico se quedó con su abuela. Cada que Olivia iba al mar, él se levantaba y la seguía. Los veía hablar… más bien a ella batir sus brazos mientras el viento le revolvía los pelos y ella se los quitaba de la cara con brusquedad. El último día ya no íbamos cuando el chico se acercó a Olivia y le entregó un papel, que se guardó en el bolso. «Bueno, bueno», repetía ella a lo que le decía pegado a su oreja. Parecía igual de molesta que antes pero un poco más tranquila. Levemente más tranquila. En la terminal, rodeadas de las valijas, no me animé a preguntarle qué era ese papel. Días después supe que era el mail, y abajo decía: «no quiero perderte». Nada romántico, pura canallada. Pero Olivia ni sospechaba lo que este pibe tenía entre manos. Porque algo tenía y no me gustaba nada. Se había obsesionado, ¿no cabían dudas? Era yo quien tenía que enseñarle a tomar una decisión o tomarla por ella. Una tarde estaba en casa y tocan el timbre. Lo recuerdo como si fuera hoy. Lavaba los platos. Me sequé las manos y me acerqué a la mirilla de la puerta. Era él. El chico. Traía un ramo de rosas. No supe qué hacer. «Una señora grande no le teme a alguien cuarenta años menor», me dije. Y abrí. No recuerdo qué dijo. Tartamudeó. «¿Su hija?», preguntó. «No está, tendrás que pasar otro día», respondí, con sequedad. De pronto estiró la mano y cuando tomé el ramo, sin decir palabra, se dio la vuelta y empezó a correr. Confieso que los primeros movimientos de su huida me asustaron. Al rato llegó Olivia. Tenía ojeras o había estado llorando. «Vino Ariel», le dije. Se sorprendió. «Recién estuve con él» y no me dijo nada que había venido. «¿Y de esto tampoco te habló?», y le señalé el ramo en el jarrón. Enseguida se llevó las dos manos a la boca. Caminó hacia las flores y se las quedó mirando unos segundos. Después subió a su habitación creo que llorando. Maldije, mirando al piso. Una mañana llego de hacer las compras. Entré el auto porque sabía que Olivia se volvería caminando de la facultad y me puse a preparar almuerzo y cena. Pero de pronto comencé a oír ruidos en el patio. Pensé que era el vecino pasándole la aspiradora al auto. Ama aspirar su auto. No era eso. Miro por la ventana de la cocina y había alguien metido en la pileta que parecía vacía. Fui hasta el teléfono inalámbrico y comencé a marcar el número de la comisaria. El lomo enrojecido del sol asomaba por encima del borde de la pileta. En el preciso instante en el que me atienden esta persona en la pileta se pone de pie. Corté enseguida. Era Ariel. Dejo el teléfono en la mesada, golpeándolo de la bronca que tenía y salgo al patio. «¿Me podés decir qué hacés acá, nene?», le pregunté. Mi cara debió haberle asustado. «¿Cómo, no le dijo Olivia?», respondió con otra pregunta, el muy desubicado. «Te repito, ¿qué hacés acá?, voy a llamar a la policía. ¿Quién te crees que sos?». Señora, su hija me dio las llaves para que limpiara la pileta. Me dijo que tenía ganas de darle una sorpresa a usted, que todos los años tiene que limpiarla sola». Mi hija no sabe nada, le respondí. No tenés que escucharla, vestite y ándate, acá la pileta la limpio yo. Ah y déjame las llaves. Caminó unos pasos y girando hacia mí preguntó: ¿Le puedo pedir bañarme antes? Titubeé. Y no quería echarlo porque eso él lo vería como acto de debilidad de mi parte. Después te vas, le aclaré. El chico entró a bañarse. Estuvo media hora. Yo tenía otra vez la cara hirviendo de la bronca. Estuve por ir golpearle la puerta, pero no sé qué iría a pensar si hacía eso. Yo no sé. No lo conozco a este muchacho y él a mí tampoco. De pronto oigo que cerró la canilla y pasó otra media hora hasta que salió. Vestía con unos pantalones pinzados color caqui y una camisa blanca bien ajustada al cuerpo. Con un bolso marinero colgado del hombro, abrió la puerta y desapareció. Su andar de yeti parecía haber desaparecido. A la hora llegó Olivia. Ojerosa. Le pregunté, sin cuidarla demasiado, que quien era ella para darle las llaves de mi casa a este chico. Ella me miró con extrañeza y dijo «¿mi casa, me estás echando?». Cuando oí eso me paralicé. Ella corrió a su habitación no pudiendo contener su primera oleada de llanto. Al rato apareció. Entre perdones que iban y venían tanto de ella hacia mí como al revés, Olivia me contó que lo había invitado a cenar. El estómago se me dio vuelta. No solo porque no tenía nada preparado, sino porque ahora sí no entendía el vínculo enfermizo que estaba creando. Piqué unas cebollas. Corté unas papas y asé carne con esa palabra en la cabeza: vínculo enfermizo. Yo no quería eso para mi hija. Ella podría ser lo que quisiera, menos dudar si quiere o no a alguien. Con la mesa lista y la comida humeante, sonó el timbre. El chico entró acompañado por Olivia. Vestía la misma ropa que a la tarde. Dejó el bolso y fue a asearse al baño. «Permiso», le oí decir, girando levemente hacia mí. Terminamos de cenar y Olivia comentó que el chico no podía irse, que los colectivos no pasaban tan tarde. ¿Tramaste todo?, me pregunté, mirándola fijamente. Pero no era ella seguro quien lo había diseñado antes todo este circo de la cena. Lavé los platos mientras ellos se pusieron a ver televisión en el living. Juntos, pegados, se reían, se empujaban, y todas esas cosas que hacen los jóvenes. Parecían haberse dado una tregua. Pero yo no conozco las treguas. Me adelanté a los hechos y le preparé al chico el sofá cama del living. Olivia me miraba, sin embargo, no vi en esos ojos el deseo de dormir con él en su habitación. Yo creo que ella sabía bien que nunca lo hubiera permitido. Pero ¿cuántas veces más podría evitarlo? Tener relaciones sexuales complica los sentimientos, y de la peor manera los complica, los torna más fáciles. Apagamos la luz cuando Ariel ya estaba tapado hasta la pera. Subimos y en el pasillo a las habitaciones nos despedimos. En su beso de buenas noches no me pareció que estuviera en contra de mi decisión de que no durmiera en su habitación, aunque la verdad es que nunca me lo pidió.