A día de hoy se cuentan por decenas los personajes destacados de la
Historia que fueron perseguidos y ajusticiados por la Santa Inquisición, una institución creada en el siglo XIII cuya lucha contra los herejes se extendió durante más de seis siglos por países como Francia, Italia, España o Portugal. Ideada para combatir a todo aquel que se alejase de la fe que por entonces se proclamaba como oficial , esta institución vivió su esplendor y su mayor barbarie durante la Edad Media. Sin embargo, por lo que es recordada en la actualidad no es solo por la cantidad de cadáveres que dejó a sus espaldas en Europa, sino por el uso de multitud de instrumentos de tortura capaces de arrancar una confesión a homosexuales, presuntas brujas o blasfemos. Entre ellos destacaban los valdenses y los cátaros, quienes se atrevían además a criticar a los líderes espirituales del momento por vivir de una forma demasiado ostentosa. Aquello no gustó demasiado al Papa Lucio III quien -tras reunirse en concilio con otros tantos líderes religiosos- cargó de bruces contra ellos mediante una normativa divulgada en 1184. «El papa promulgó la célebre Ad abolendam "contra los cátaros, los patarinos, los josefinos, los arnaldistas y todos los que se dan a la predicación libre y creen y enseñan contrariamente a la Iglesia católica sobre la Eucaristía, el bautismo, la remisión de los pecados y el matrimonio"», explica el doctor en Historia José Sánchez Herrero en su obra « Los orígenes de la Inquisición medieval». Todos aquellos grupos fueron declarados herejes. «La herejía, en sentido formal, consiste en la negación consciente y voluntaria, por parte de un bautizado, de verdades de fe de la iglesia», explica el teólogo Otto Karrer . Aquella constitución puso los cimientos de la futura Inquisición, pues establecía que las autoridades eclesiásticas tenían la potestad de perseguir a los enemigos de la Iglesia y devolverles al camino correcto. «Todo arzobispo u obispos debía inspeccionar detenidamente una o dos veces al año, las parroquias sospechosas, y lograr que los habitantes señalasen, bajo juramento, a los heréticos. Éstos eran invitados a purgarse de la sospecha de herejía por medio de un juramento, y mostrarse en adelante buenos católicos. Los condes, barones, rectores, consejos de las ciudades y otros lugares debían prestar juramento de ayudar a la Iglesia en esta obra de represión, bajo la pena de perder sus cargos; de ser excomulgados y de ver lanzado el entredicho sobre sus tierras», explica el autor. Además, en el texto se establecía que eran delegados apostólicos y estaban protegidos directamente por la Santa Sede a la hora de llevar a cabo este trabajo. Por ello, en 1252 el Papa Inocencio IV permitió oficialmente el uso de la tortura para lograr que aquellos «desviados de la religión oficial» cantasen su confesión a sus sacerdotes. Aquella cruel norma fue proclamada mediante la siguiente bula: «El oficial o párroco debe obtener de todos los herejes que capture una confesión mediante la tortura sin dañar su cuerpo o causar peligro de muerte, pues son ladrones y asesinos de almas y apóstatas de los sacramentos de Dios y de la fe. Deben confesar sus errores y acusar a otros herejes, así como a sus cómplices, encubridores, correligionarios y defensores». Para entonces ya no solo se consideraban herejes las órdenes religiosas que se desviaban de la Iglesia oficial, sino también los judíos, los apóstatas, los excomulgados, los falsos apóstoles, las brujas, los blasfemos, y otros tantos.