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El Credo explicado
a los cristianos
un poco escépticos
(Y a los escépticos
un poco cristianos)
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12.
La Santa Iglesia Católica
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¿No hace falta estar ciegos para calificar a la Iglesia de santa?
Esa presencia del Espíritu Santo en la comunidad de los creyentes es lo que justifica
calificar a la Iglesia de «Santa». Lo malo es que en la Iglesia no hay un solo
protagonista, sino dos: el Espíritu Santo y los bautizados. Por eso la Iglesia escandaliza a
tanta gente. Es verdad que entre los bautizados hay santos admirables, pero también
pecadores repulsivos.
En nuestros días todos estamos conmocionados por los escándalos de pederastia
protagonizados por sacerdotes y obispos que han supuesto para la Iglesia una terrible
crisis de credibilidad. Benedicto XVI, al preguntarle Peter Seewald si esos escándalos
constituyen como han dicho algunos una de las mayores crisis en la historia de la Iglesia,
responde: «Sí, hay que decir que es una gran crisis. Ha sido estremecedor para todos
nosotros. De pronto, tanta suciedad. Realmente ha sido como el cráter de un volcán, del
que de pronto salió una nube de inmundicia que todo lo oscureció y ensució, de modo
que el sacerdocio, sobre todo, apareció de pronto como un lugar de vergüenza, y cada
sacerdote se vio bajo la sospecha de ser también así. (...) Ver de pronto tan enlodado el
sacerdocio y, con él, a la misma Iglesia católica en lo más íntimo era algo que,
realmente, primero había que asimilar. Pero al mismo tiempo, no había que perder de
vista que en la Iglesia existe lo bueno, y no solo esas cosas terribles. (...) Yo me
preguntaba: “¿Qué pasa por la cabeza de alguien así cuando, por la mañana, se encamina
hacia el altar y celebra el santo sacrificio? ¿Acude acaso a la confesión? ¿Qué dice en la
confesión? ¿Qué consecuencia tiene esa confesión para él?”. (...) Pienso sobre todo en
las mismas víctimas. Puedo entender que les resulte difícil seguir creyendo que la Iglesia
es fuente de bien, que ella transmite la luz de Cristo, que ayuda a vivir» [100].
En un escrito titulado «Nuestros amigos los santos», Bernanos comparó la Iglesia
con una compañía de transportes que lleva dos mil años trasladando gente desde la tierra
al cielo. Sabe de sobra que en todo ese tiempo ha sufrido muchos descarrilamientos e
incluso choques y ha acumulado infinidad de horas de retraso, pero dice que gracias a los
santos la compañía de transportes no ha quebrado y sigue llevando gente al cielo. Ocurre
además una cosa llamativa que debería hacernos reflexionar: a los santos –que son
quienes aparentemente tendrían más motivos para abandonar la Iglesia– nunca se les
pasa por la cabeza hacerlo; en cambio, quienes se marchan escandalizados son los
mediocres. Esa paradoja se debe –según Bernanos– a que «conocemos tanto mejor lo
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que hay en la Iglesia de humano, cuanto menos dignos somos de conocer lo que tiene de
divino» [101].
Es verdad que muchos santos han denunciado enérgicamente la mala conducta de
las autoridades de la Iglesia –pensemos en san Bernardo, santa Catalina de Siena o san
Antonio de Padua–, pero nunca lo hacían delante de los de fuera. Su actitud recuerda lo
que escribió Saint-Exupéry sobre su patria en tiempos del gobierno de Vichy (1940-
1944) –colaboracionista de Hitler, como es sabido–: «Puesto que soy uno de ellos, jamás
renegaré de los míos, hagan lo que hagan. No hablaré nunca contra ellos ante otros. Si es
posible defenderlos, los defenderé. Si me cubren de vergüenza, sepultaré esa vergüenza
en mi corazón y me callaré. Piense lo que piense sobre ellos, no serviré jamás de testigo
de cargo. Un marido no va de casa en casa para informar personalmente a sus vecinos de
que su mujer es una pelandusca. Sabe que así no salvará su honor, porque su mujer
pertenece a su casa. No puede ennoblecerse actuando contra ella. Únicamente al volver a
su casa tendrá derecho a expresar su ira» [102].
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Hoy nos parece lógico que millones y millones de personas de los pueblos más
diversos estén unidos por una misma fe, pero en la antigüedad parecía un sueño
inalcanzable. El pagano Celso, por ejemplo, admitía ante los cristianos: «¡Ojalá fuera
posible que convinieran en una ley única los que habitan en Asia, en Europa y en Libia;
griegos a la par que bárbaros, hasta los últimos confines de la Tierra!». Pero, teniéndolo
por imposible, añade: «El que eso piensa, nada sabe» [107].
Los cristianos, en cambio, incluso cuando eran solamente unos pocos grupos
dispersos, tenían conciencia de pertenecer a un cuerpo único extendido entre los pueblos
más diversos. Al nacer la Iglesia el día de Pentecostés, pudieron constatarlo entre
asombrados y gozosos: «Entre nosotros hay partos, medos, elamitas y habitantes de
Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y
de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, tanto
judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de
las grandezas de Dios en nuestra propia lengua» (Hch 2,9-11). La Iglesia –decía san
Agustín– enseña la misma «doctrina en lenguas distintas: Una es la lengua africana, otra
la asiria, otra la griega, otra la hebrea, y otras distintas las restantes del mundo; pero
todas ellas constituyen la variedad del vestido» (...). «Todas las lenguas concuerdan en
una misma fe. En el vestido hay variedad, pero no rotura» [108].
Por eso, apoyándose en el significado de la palabra griega katholikós, observaba
Juan XXIII que «todo católico, en cuanto tal, es y debe considerarse verdaderamente
ciudadano del mundo entero» [109], y esto puede ser un testimonio elocuente en nuestros
días, acostumbrados como estamos a que los particularismos enfrenten a unos pueblos
con otros. Cuando Édouard Herriot –un anticlerical a ultranza– era jefe del gobierno
francés quedó admirado ante la respuesta que le dio en Jerusalén un sacerdote a quien
preguntó de qué país era: «Señor presidente, soy sacerdote: de ninguna parte, de todas
partes».
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