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SIGLO XVII

En este apunte aparecen brevemente descriptos los aspectos sociohistóricos más


destacados ocurridos en Europa en el segundo siglo de la modernidad que en algunos
casos son continuidad de procesos iniciados con ella y en otros casos son novedades que
contrastan con lo ocurrido en el siglo anterior.

ABSOLUTISMO MONARQUICO

Los reyes alcanzar la mayor concentración de poder en su figura. El fenómeno no es


homogéneo ya que existieron diferencias de acuerdo a los paises. En definitiva el ejemplo
por excelencia del gobierno absolutista lo encarno el rey francés Luis XIV debido al
enorme poder que logro concentrar frente a la debilidad de las instituciones tradicionales
que limitaban el poder de los reyes franceses. Es justo mencionar que al reinado de Luis
XIV le antecedió un proceso de fortalecimiento progresivo de la autoridad real ideado y
comandado por los ministros Richelieu y continuado por el ministro Mazzarino. En
Inglaterra, por su parte, existió el llamado absolutismo fracasado que es resultado de un
proceso iniciado por Enrique VIII, continuado y profundizado por Isabel I pero que no
pudo consolidarse en la etapa de los reyes Estuardo que sucedieron a la dinastía Tudor.
Los Estuardo terminaron su ciclo, iniciado con el siglo, con la Revolución Gloriosa de 1688
que dio lugar a la implantación de la monarquía parlamentaria opuesta a los principios del
absolutismo. Los monarcas ingleses a partir de la revolución conservaron su participación
en el gobierno integrando el poder ejecutivo pero limitado por las facultades otorgadas al
Parlamento que decidía sobre los temas más importantes de la nación. El caso español
parecería ser un modelo intermedio entre el francés y el inglés en el cual, si bien, desde
los Reyes Católicos en adelante el poder de los monarcas se consolido a expensas de
otros sectores antes poderosos y del debilitamiento de las Cortes lo cierto es que el poder
real no alcanzo nunca la magnitud del francés Luis XIV ni siquiera en los periodos de Carlos
I y de Felipe Fiel auge absolutista en Francia duro lo que duro el mandato de Luis XIV. El
absolutismo entró en decadencia con Luis XV y Luis XVI; sus reinados no se asemejaron al
de su predecesor. 

HEGEMONIA FRANCESA

En consonancia con la fortaleza de la autoridad real Francia se transformó en la potencia


europea más poderosa en este siglo en paralelo a la perdida de la supremacía de España
su rival desde muchas décadas antes. Los Austrias menores no pudieron evitar la
decadencia política y económica de España. El continuo debilitamiento del Estado bajo los
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últimos Habsburgo (dejando aparte el ministerio de Olivares), sostiene Bennasar, no se
debe solamente a la lamentable personalidad de los tres soberanos, sino también a causas
más profundas: la falta de conclusión de la unidad nacional y la persistencia de tendencias
autónomas tas en las provincias que no fuesen Castilla, los vicios de una administración
cada vez más abundante, corrompida, demasiado incompetente con frecuencia, y,
finalmente, la crisis profunda de la economía y de la sociedad. El triunfo francés en la
Guerra de los 30 años fue el punto de quiebre del dominio español en el ámbito europeo y
al mismo tiempo fue el trampolín para la supremacía francesa. Es paradójico el caso de la
corona ibérica ya que mientras su situación económica y social inicio una decadencia de
muy largo desarrollo en el caso de las artes se presentó un periodo de esplendor reflejado
en la profusión y en la calidad de las distintas ramas del arte mediante obras de arte que
hasta el día de hoy siguen siendo altamente valoradas. Este periodo de esplendor
protagonizado por grandes artistas españoles es conocido como el Siglo de oro español
que había empezado en el siglo XVI y que se extendió con toda su magia hasta 1660
cuando la cultura francesa acompaña el encumbramiento político y económico francés.

GUERRA DE LOS 30 AÑOS

Relacionada directamente con el ocaso español y el auge francés esta guerra ocupo de la
primera mitad del siglo. Múltiples factores convergieron para su estallido .Cuestiones
religiosas, políticas y económicas intervinieron como causantes de esta conflagración que
comenzó en Bohemia, se extiendo enseguida al Imperio, y después a una parte de
Europa. Lo que estaba en juego en la lucha, que se desarrolla al mismo tiempo en el
terreno diplomático y militar, es la preponderancia en Europa de la Casa de Habsburgo
que reinaba dividida en dos ramas en España y en el Imperio luego de la abdicación de
Carlos.

Finalizo con los tratados de Westfalia en 1644 y de los Pirineos muestran la derrota de los
Habsburgo frente a la política francesa de Richelieu y Mazzarino. El final de la guerra
parece imponer la paz en Europa para satisfacción de Luis XIV quien se convierte en el rey
más poderoso de Europa al tiempo que se reino inicia su época de preponderancia
continental. La gloria comenzó a diluirse a fines de siglo cuando su política imperialista se
encaminaba a un fracaso irremediable. El fracaso fue matizado por la llegada de su nieto
al trono español al final de la Guerra de sucesión española ya entrado el siglo XVIII. La
dinastía borbona en España nació separada de la francesa como condición para el
reconocimiento del nuevo rey. Este logro no impidió el debilitamiento francés. Inglaterra
asomaba como la nueva potencia dominante de Europa. En los primeros años del siglo
posterior ya era inevitable el ascenso inglés y que a diferencia del francés se prolongaría
por 200 años. Otra potencia europea, Austria, se consolidaba en este contexto que junto

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a Inglaterra y Francia fueron los árbitros de las relaciones europeas hasta el fin de la
Primera Guerra Mundial.

MERCANTILISMO

El sistema o modelo de desarrollo económico adoptado por las potencias europeas. Este
modelo tuvo una etapa previa de protomercantilismo desde la conformación de los
estados nacionales. Según Roland Mousnier el sistema mercantilista fue una salida a la
crisis que afectó a Europa en el siglo XVII.

Desde los pasados años cincuenta resulta bastante general referirse al XVII como a un
siglo de crisis. Dos trabajos simultáneos, sin aparente conexión entre sí, ambos publicados
en 1954, vinieron a abrir un amplio debate historiográfico cuyo efecto inmediato fue la
acuñación de un concepto desde entonces consagrado como rasgo central definitorio de
aquella centuria. Los autores de dichos trabajos fueron Roland Mousnier y Eric
Hobsbawm. El primero de ellos publicó, como parte de una "Historia general de las
civilizaciones", dirigida por Maurice Crouzet, el volumen titulado "Los siglos XVI y XVII. El
progreso de la civilización europea y la decadencia de Oriente (1492-1715)", el cual, a
decir de A. Lublinskaya, contiene "una de las concepciones más tempranas y, a la vez,
polifacéticas, además de completa, de la crisis general en el desarrollo de los países
eurooccidentales". El otro trabajo, el de Hobsbawm, planteaba la tesis de una crisis
general de la economía europea en el siglo XVII, vinculándose conceptualmente al debate
abierto en los años cuarenta en el seno de la escuela marxista sobre la transición del
feudalismo al capitalismo. Tan sólo unos años más tarde, en 1959, Hugh Trevor Roper
publicaba otro trabajo sobre la crisis general del siglo XVII, que, en palabras de P.
Fernández Albaladejo, venía a completar la trilogía fundacional de la crisis. El conjunto de
estos trabajos contribuyó a definir el siglo XVII como un período afectado por una crisis
universal que se extendió a lo económico, lo social, lo político e, incluso, lo espiritual.
Desde la perspectiva de este capítulo, sin embargo, los trabajos más interesantes son los
dos primeros, dado que el tercero, el de Trevor Roper, se orienta preferentemente en la
dirección de explicar las causas de las crisis políticas y las revoluciones que tuvieron lugar
en aquel período. En la obra de Mousnier, a la imagen expansiva de la Europa
del Renacimiento ponía el contrapunto un siglo XVII dibujado en su conjunto con perfiles
críticos. Para este autor, la crisis fue, principalmente, el resultado de la agudización de las
tensiones estructurales del Antiguo Régimen como consecuencia del impacto de una
coyuntura negativa. Ello resulta visible, en primer lugar, en el terreno de la economía. Los
desequilibrios entre población y recursos, propios de la estructura económica de la
sociedad preindustrial, se agravaron como efecto de las malas cosechas y de las periódicas
crisis famélicas. Por lo demás, el desarrollo capitalista de Europa sufrió una ralentización al
descender las remesas de metal precioso importado de América, que habían alimentado
la expansión del XVI. La disminución de las importaciones de plata condicionó, a su vez,
una bajada de los precios. Si la inflación del siglo anterior había estimulado la acumulación

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de capitales y el desarrollo económico general, las tendencias deflacionistas del XVII,
encubiertas a menudo tras violentas oscilaciones de los precios, habrían conducido
irremediablemente a una caída de los beneficios, agravada por la contracción de la
demanda que, junto a las malas condiciones económicas generales reinantes, produciría la
menor circulación monetaria. La disminución de los beneficios desincentivó a su vez las
inversiones en actividades productivas y, a la postre, arruinó a la industria. La aparente
caída del volumen de intercambios de mercancías y el consecuente estancamiento
comercial constituyeron el lógico correlato y una evidencia más de la situación de crisis. El
análisis de Eric Hobsbawm se instala, a diferencia del de Mousnier, en un marco de mayor
amplitud, al inscribir este fenómeno dentro de una etapa general de desarrollo de la
economía capitalista que se extendería entre los siglos XV y XVIII. Durante esta etapa la
economía europea, según Hobsbawm, atravesó una crisis general que desembocaría en el
arranque del capitalismo industrial durante el siglo XVIII. Las principales evidencias de la
crisis del XVII fueron: a) la decadencia o estancamiento de la población, excepto
en Holanda, Noruega, Suecia y Suiza; b) la caída de la producción industrial; c) la crisis del
comercio exterior e interior. En esta última línea, Hobsbawm constata cómo en las zonas
clásicas del comercio medieval se operaron grandes cambios, pero tanto el comercio
báltico como el mediterráneo decayeron sin paliativos después de 1650. Para Hobsbawm,
la causa de la crisis no radicó en la guerra, sino en la persistencia de ciertos factores que
entorpecieron el desarrollo capitalista en Europa, tales como la estructura feudal-
agraria de la sociedad, las dificultades en la conquista y aprovechamiento de los mercados
coloniales de ultramar y lo estrecho del mercado interior. En cualquier caso, Hobsbawm
sostiene que la crisis del XVII, a la que hay que contemplar cómo un momento clave en la
evolución del feudalismo al capitalismo, no presentó idénticas características que la crisis
del XIV. Si ésta tuvo como consecuencia un reforzamiento de la pequeña producción local,
en cambio aquélla indujo una concentración del potencial económico. Tal proceso se
verificó en el ámbito agrario en la forma de concentración de tierras en manos de
terratenientes, y en el ámbito industrial al consolidarse la manufactura dispersa (putting-
out system) a expensas de la artesanía gremial. Ambos fenómenos contribuyeron a
acelerar el proceso de acumulación capitalista previo a la revolución industrial. Sin
embargo, el proceso no se verificó en toda Europa de forma general. La crisis del XVII
estableció con claridad una división del Continente según el grado de desarrollo
económico de las diferentes zonas. Fue sufrida de forma más aguda por los países
mediterráneos, Alemania, Polonia, Dinamarca, ciudades hanseáticas y Austria. Francia se
mantuvo en una posición intermedia. Mientras tanto, Holanda, Suecia, Rusia y Suiza
tendieron más bien al progreso que al estancamiento. Pero la beneficiaria indiscutible
fue Inglaterra, país que salió extraordinariamente reforzado de la crisis debido a que allí
primaron los intereses manufactureros respecto a los comerciales y financieros. La crisis
del siglo XVII contribuye a explicar, por tanto, el protagonismo inglés en el desarrollo de la
primera revolución industrial durante el siglo XVIII y, en general, la precocidad de
Inglaterra en la formación del capitalismo manufacturero. El efecto dinamizador sobre la
historiografía de los primeros planteamientos sistemáticos de la crisis económica del XVII
se dejó sentir en la aparición de un conjunto de estudios posteriores en el tiempo a los
trabajos pioneros de Mousnier y Hobsbawm. Entre ellos deben citarse los de Ruggiero

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Romano, que se centraron en la Europa del sur y, más específicamente, en el caso italiano,
aunque sin renunciar a conclusiones de carácter general. Para Romano, los años 1619-
1622 marcaron un profundo cambio en la economía europea, que desde entonces se vio
envuelta en un proceso de decadencia. Esta ruptura, visible en los terrenos industrial y
comercial, constituyó la consecuencia directa de otra ruptura anterior de carácter agrícola
que se produjo en la última década del XVI. El resultado en el ámbito social consistió en un
proceso de refeudalización, sobre lo que insistió, aportando precisiones conceptuales,
Rosario Vilari. La aportación del danés Niels Steensgard al debate teórico sobre la crisis del
siglo XVII resultó también enriquecedora. Para este autor, el elemento central no fue una
crisis de producción y/o de mercado, rasgo explicativo predominante en las anteriores
versiones, sino una crisis en la distribución de la renta. El papel del Estado, a través de las
detracciones fiscales, resulta determinante en esta interpretación, dado que contribuyó a
agravar el endeudamiento privado, desequilibró la distribución y forzó la polarización
social. La ruina del pequeño campesinado alimentó un proceso de concentración de la
propiedad, mientras que la nobleza, también afectada por la crisis, incrementó la presión
señorial y se adueñó de tierras de explotación comunal. La dimensión de la crisis del XVII
como crisis feudal o capitalista ha centrado una parte del debate posterior, sobre todo en
el seno de la escuela marxista. En la primera postura se situó, por ejemplo, David Parker,
quien sostiene que las estructuras europeas seguían siendo típicamente feudales y que la
crisis fue una crisis del feudalismo y no una crisis en el ascenso del capitalismo. En el
extremo contrario se sitúa la tesis de Immanuel Wallerstein, para quien el siglo XVII no
sólo no fue feudal sino que ni tan siquiera constituyó un momento de transición. Por el
contrario, el sistema económico era ya capitalista desde el siglo XVI, y la crisis, la
manifestación de una fase de estabilización que consolidaría la economía-mundo con
centro en el occidente europeo activada a comienzos de la Edad Moderna. En este
contexto polémico, del que se han señalado a título de muestra sólo algunos de sus hitos,
no han faltado quienes han cuestionado la propia realidad de la crisis. Ya Ivo Schoffer
advirtió en 1963 (en fecha, por tanto, temprana) que la importancia adquirida por la crisis
del XVII radicaba en la capacidad operativa de la idea para organizar un discurso narrativo
carente hasta el momento de un rasgo definitorio por excelencia, contrariamente a lo que
sucedía con el XVI (el Siglo del Renacimiento) o con el XVIII (el Siglo de la Ilustración). La
propia Lublinskaya se hace eco de este planteamiento. Schoffer sostuvo que las
dificultades económicas del XVII resultaron las propias de las deficiencias estructurales del
sistema y que, por lo tanto, no representaron nada cualitativamente diferente. Michel
Morineau, por su parte, cuestionó también abiertamente la crisis, realizando una crítica
minuciosa de los síntomas expuestos en trabajos anteriores, especialmente el derrumbe
del comercio atlántico y báltico. Este último tipo de trabajos plantea la necesidad de
reflexionar acerca del concepto de crisis como rasgo globalizador definitorio de la realidad
económica del siglo XVII. Dicho concepto puede resultar en exceso simplificador, dado que
encubre evoluciones desiguales, desarrollos diferenciales entre diversas áreas geo-
políticas que condujeron a un cambio de equilibrios y a una alteración del sistema de
hegemonía económica. No quiere ello decir que Europa no atravesara por dificultades.
Éstas fueron, por cierto, muy profundas para diversos países. De lo que se trata es de
replantear la idea de una crisis general y de analizar sus resultados divergentes, tanto

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desde la perspectiva regional como desde el punto de vista social. Lo cierto es que,
mientras que para algunas áreas la crisis representó un freno en la marcha del desarrollo
capitalista, para otras, mucho más restringidas pero también mucho más dinámicas,
significó un período de cristalización de cambios profundos en las estructuras económicas.
El concepto de crisis sigue siendo útil, aunque a condición de revisar sus exclusivas
connotaciones peyorativas y de otorgarle el sentido de transformación que, en realidad,
encierra.

La sociedad europea del siglo XVII experimentó un proceso de polarización como efecto
del endurecimiento de la coyuntura económica. El conjunto de la sociedad se empobreció,
pero ciertos sectores -nobleza y burguesía- sacaron provecho de las circunstancias y
consiguieron medrar económicamente. Las clases populares padecieron en mayor grado
que ninguna otra los efectos del endurecimiento de las condiciones de vida a lo largo del
siglo XVII. En las ciudades aumentó el paro debido a la contracción de la demanda, lo que
causó el germen de la futura lucha obrera. En el ámbito rural los campesinos hubieron de
enfrentarse a los graves problemas por los que atravesó la producción agraria, pero
también a la ofensiva señorial. Muchos campesinos quedaron en la miseria y alimentaron
el ejército de vagabundos que caía sobre las ciudades en busca de medios de subsistencia.
Las rebeliones y motines populares no tardarían en estallar.

Desde el punto de vista del señorío, B. Bennassar ha diferenciado entre tres Europas
campesinas: una parte del Continente se hallaba libre por completo del régimen feudal -la
Península Ibérica, Italia meridional, Francia mediterránea, Inglaterra y Países Bajos-; otra
amplia porción del Continente, que comprendía la faja central y occidental entre el
Atlántico y el río Elba, conocía un régimen señorial generalizado, aunque algo suavizado
por la tradición; y la Europa al este del Elba permaneció anclada en el régimen feudal.
En el siglo XVII el Mediterráneo selló su proceso de decadencia y se transformó en un
ámbito cerrado, con predominio de los intercambios interiores. Los Países Bajos e
Inglaterra tomaban el relevo y se constituían en el centro de la tela de araña del próspero
comercio mundial. Las compañías por acciones privilegiadas constituyeron para las nuevas
potencias marítimas el instrumento por excelencia del comercio colonial.
La participación de Inglaterra en el comercio asiático y americano a lo largo del siglo XVII
tuvo una gran magnitud. La protección del Estado a las compañías monopolistas que lo
desarrollaban le aportará pingues beneficios. La Compañía Inglesa de las Indias Orientales
y la de Indias Occidentales serán las más importantes. Practicó activamente el comercio
triangular entre Europa, África y América, uno de cuyos objetivos fue la trata negrera
orientada a la venta de esclavos. La competencia con Holanda será el principal escollo
comercial inglés. Este hecho motivó la promulgación de un conjunto de medidas
proteccionistas.
El papel de Francia en la economía europea del siglo XVII resultó, sin lugar a dudas, más
modesto que el de Inglaterra y Holanda, aunque no insignificante. Al igual que estas
potencias, Francia creó grandes compañías privilegiadas para el comercio con las Indias
Orientales y Occidentales. El papel del Estado resultó en este sentido esencial. En Francia

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se implementó el sistema mercantilista más depurado en el cual el rol de estado adquirió
un protagonismo destacado. El modelo mercantilista francés presento el mayor nivel de
intervención del estado en la actividad económica. El mercantilismo español, el inglés y el
holandés compartieron los objetos del mercantilismo pero con niveles inferiores de
intervención estatal sobre la economía.

BARROCO Y CIENCIA MODERNA

En el aspecto cultural el siglo XVII fue la época del Barroco representado por las distintas
ramas del arte en un contexto de florecimiento místico como efecto de la reforma católica
que es paralelo a la consolidación de la racionalidad frente al dogma dando continuidad a
ese proceso iniciado con el surgimiento de la modernidad. La revolución científica
detonada con la publicación de la obra de Nicolás Copérnico en la primera mitad del siglo
anterior está poniendo las bases de la ciencia moderna mientras los progresos en el
conocimiento comienzan un proceso aun en marcha.
El cambio es evidente pero convive con una continuidad también evidente. Como sostiene
Bennasar " En realidad, lo más selecto de la sociedad culta, que admira a Velázquez o a
Rubens, que lee a Galileo o a Descartes, a San Francisco de Sales o a Arnauld, tampoco es
sino otra minoría. Cuando se habla de la civilización europea de la primera mitad del siglo
XVII, es conveniente no olvidar del todo a las masas urbanas y rurales, cuya rudimentaria
cultura se sigue alimentando de las únicas fuentes del sermón dominical y de la literatura
de buhonero (almanaques, estampas, vidas de santos, novelitas cortas, etc.). Esta cultura
popular es idéntica a si misma desde hace siglos, y lo seguirá siendo durante mucho
tiempo, indiferente, o casi, a los profundos cambios que, en el terreno del arte, de la
ciencia o de la religión; afectan a las clases cultivadas”.

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