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UNIVERSIDAD DE SAN CARLOS DE GUATEMALA

FACULTAD DE CIENCIAS JURIDICAS Y SOCIALES

AREA DE HISTORIA DE GUATEMALA

SECCION MIXCO

CATEDRATICA LICENCIADA ANGELA CONSUELO ESTRADA ESPINO

DEL PROCESO DE INDEPENDENCIA A LA REPUBLICA FEDERAL

Goldien Melissa Reyes Morales

Carné 200017847

Guatemala, 8 de agosto de 2022


INTRODUCCION

Se podría decir que independencia es cuando un pueblo o estado se vuelve


independiente de otro, liberándose de ciertas leyes y costumbres para construir las
propias y así fue como surgió la independencia en nuestra Centro América. En esta
pequeña recopilación de datos sobre como surgió el movimiento de independencia y
como algunos estados llegaron a ser libres de otros demuestra y da a conocer que algún
pueblo no quiso mas ser esclavo de otro buscando así su propia libertad no importando a
costas de que circunstancias. Entonces las repúblicas independientes de hoy día fueron
más que pueblos cansados de estar bajo el poder de otros y en este caso de España. En
esta narrativa descubriremos momentos que a lo largo de la historia dejaron marcados a
los pueblos involucrados “héroes” llamados así a las personas que lucharon por que su
libertad fuera reconocida, tanto como personas honorables como también comunidades,
pueblos y naciones que ahora conforman países independientes no importando las
circunstancias actuales.

Del proceso de independencia hasta la época federal sucedieron hechos que marcaron la
historia de nuestro país muy significativamente, héroes les podemos llamar ya que está
de moda a todos aquellos seres, hombres y mujeres que dejaron una enseñanza de lucha
con tal de no seguir gobernados por los mismos más bien buscar intereses propios o
simplemente llegar a que Guatemala fuera un país próspero.
LAS REFORMAS BORBONICAS

¿Que fueron las reformas borbónicas? Las Reformas borbónicas fueron una serie de


cambios administrativos aplicados por los miembros de la monarquía absoluta borbónica
a partir del siglo XVIII en el Virreinato de Nueva España y el Virreinato del Perú.

¿Pero quiénes son o eran los Borbones? Los Borbones una dinastía real de origen
francés que reinaron sobre Navarra (actualmente territorio español). Francia, el reino de
las Dos Sicilias (en el sur de Italia) y España, donde son la casa reinante en la actualidad.
La Casa de Borbón (en francés: Bourbon, en italiano Borbone) es una casa real de origen
francés (aunque la primera corona a la que accedió fue la del Reino de Navarra), actual
casa reinante en España y en el Gran Ducado de Luxemburgo.

Las Reformas borbónicas fueron un conjunto de medidas políticas, administrativas,


religiosas, culturales y económicas implementadas por los Borbones españoles durante el
siglo XVIII. Estas se aplicaron en España y especialmente en los dominios americanos.
estas reformas buscaban reacomodar tanto la situación interna de la Península como sus
relaciones con las provincias en los alrededores de las costas, ambos propósitos
respondían a una nueva concepción del Estado, considerando como principal tarea volver
a afianzarse de todos los atributos del siglo XVIII, poder que había delegado en grupos,
corporaciones y asumir directamente la dirección del poder español que mostraba signos
de decadencia. Las constantes guerras con Inglaterra, la corrupción (cosa que por lo visto
no es nada nuevo en nuestra era) y la evasión de impuestos habían contribuido al
deterioro de las finanzas, mientras que las pestes y las epidemias habían producido
una crisis demográfica. Ante esta situación, los monarcas fortalecieron la economía
española mediante el máximo aprovechamiento de los recursos provenientes del asiento
de negros y unificaron su administración a través de la designación de ministros más
eficientes.

La riqueza se encontraba mal distribuida; como observó Alexander von Humboldt, México
es el país de la desigualdad. España, envuelta en guerras, unas veces con Inglaterra por
compromisos diplomáticos y otras con Francia, no exigió mayores y más directas
exacciones fiscales a las provincias costeras, al tiempo que debilitaba su control militar y
administrativo sobre ellas. Al acudir al dinero mexicano, son intereses de la Iglesia,
principal capitalista del país.

El 1 de noviembre de 1700 la casa de Borbón accedió al trono de España, luego de la


muerte de Carlos II, el último de los Austrias españoles. Heredó la corona el duque de
Anjou, nieto de Luis XIV rey de Francia, con el nombre de Felipe V. Su llegada al trono
español desató de inmediato la guerra contra Austria, que objetó la legitimidad de Felipe,
quien, por su parte, contó con el respaldo de Francia; mientras que Inglaterra, Holanda,
Portugal, Prusia y las provincias de Cataluña y Aragón, se sumaron a sus detractores. El
conflicto, conocido como la guerra de Sucesión, se prolongó hasta 1713, cuando los
contendientes firmaron la paz de Utrecht (Holanda), tratado que reconoció los derechos
sucesorios de Felipe V, esto obligó a España a desprenderse de todas sus posesiones
europeas y a permitir que Inglaterra desarrollara actividades comerciales en América.

Era evidente que España ya no era la potencia que había sido durante el siglo XVII y sólo
la alianza dinástica con Francia le permitiría seguir siendo considerada como una nación
relativamente poderosa. Por esta razón Felipe V y sus consejeros se empeñaron
en devolver a España su antiguo prestigio. Incrementaron la capacidad de las fuerzas
armadas y protegieron la economía del reino de la competencia de sus enemigos. La
principal debilidad de estas medidas fue que prácticamente desatendieron las colonias
costeras, cuya función continuó limitándose al aporte de recursos para financiar las
campañas militares europeas y los experimentos económicos en la península. El fracaso
de dicha política quedó en evidencia con la derrota española frente a Inglaterra en la
guerra de los Siete Años (1756-1763), que culminó con la caída de La Habana y Manila, y
obligó al rey Carlos III a reconocer la importancia de sus posesiones en el Nuevo Mundo.
El alcance de las reformas aplicadas por Carlos III en América fue mucho más profundo
que las introducidas por Felipe V, debido en parte que para su diseño los asesores del rey
contaron con detallados informes sobre la realidad americana. Los consejeros de Carlos
dejaron de concebir a América como un mundo dedicado exclusivamente a la minería y
cuya producción debía servir de fuente de recursos para el tesoro real, sino que se
empeñaron en estimular las demás actividades productivas y el comercio; mejorar el
sistema de administración colonial y hacer más efectiva la autoridad de la Corona en sus
dominios. En el plano administrativo, se concentraron en un ministerio todos los asuntos
relativos a las Indias; se crearon los virreinatos del Río de la Plata y Nueva Granada; y se
instauró el régimen de Intendencias en diversas provincias, lo que suponía el reemplazo
de funcionarios criollos por peninsulares más calificados. En el ámbito económico se
dispuso la aplicación de estímulos que favorecieran el desenvolvimiento de la agricultura y
la minería, mientras que lentamente se elimina el monopolio comercial de la metrópoli
sobre sus dominios americanos, aunque se reestructuró el sistema tributario a objeto de
elevar sustantivamente la recaudación en las aduanas reales. En materia eclesiástica, se
eliminó toda objeción respecto de la primacía de los derechos de la Corona con la
expulsión de la Compañía de Jesús de los dominios de los borbones españoles.
Finalmente, en el ámbito militar, las antiguas milicias fueron reemplazadas por ejércitos
profesionales, cuya formación se centró en oficiales y tropas desde Europa.
En definitiva, las reformas borbónicas cumplieron con los objetivos de dar un nuevo
impulso a la economía americana, incrementar el aporte de ésta al imperio español y
establecer una burocracia eficiente y leal. Sin embargo, afectaron los intereses de las
elites locales y su aplicación fue tan arbitraria, que contribuyeron a provocar un clima de
resentimiento que finalmente derivó en la emancipación política de América.
MOVIMIENTO INDEPENDENTISTA

Se denomina Independencia de Centroamérica al proceso emancipador por parte de los


actuales países de Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica, los
cuales, a través de la firma del Acta de Independencia de América Central el 15 de
septiembre de 1821 rompen lazos con el Imperio Español. La entonces capitanía estaba
conformada, por las provincias de Guatemala, Chiapas, Comayagua, San
Salvador, Nicaragua y Costa Rica. La suscripción del documento trajo como consecuencia
la independencia del Gobierno Español. La independencia de Panamá se desarrollaría
unos meses después, entre el 10 y el 28 de noviembre de 1821.

A diferencia de los demás países americanos, ambos fueron procesos relativamente


pacíficos. El movimiento independentista centroamericano tomó como ejemplo
la independencia de los Estados Unidos y la revolución francesa, que terminó con
desigualdades y privilegios, y fue influenciado por las ideas del reformismo ilustrado
español y de la ilustración racionalista europea.

La independencia centroamericana tomó impulso después de la ocupación francesa de


1808 en España, que creó un caos político en la península ibérica que terminó con la
formación de diferentes grupos de resistencia popular mejor conocidas como Juntas.
Estas crearon un gobierno español clandestino y promulgaron la Constitución de 1812,
que tuvo un efecto directo en toda América. El primer movimiento independentista en
Centroamérica se dio en el 5 de noviembre de 1811, cuando una conspiración
encabezada por los curas José Matías Delgado y Nicolás Aguilar intentó apoderarse de
unas armas que existían en la casamata de San Salvador. A este movimiento le siguieron
revueltas en Nicaragua, la conjuración de Belén y otros movimientos de 1814 a 1821. Una
reunión entre las mismas autoridades coloniales y una junta de notables compuesta por
líderes religiosos y criollos ilustrados, terminó el 15 de septiembre de 1821 con el dominio
español en la antigua capitanía general de Guatemala, que comprendía el actual territorio
del estado de Chiapas y las repúblicas de Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y
Costa Rica.
Entre los años 1808 y 1824 sucedieron en América una serie de hechos que formaron
parte de un complejo proceso histórico que condujo a la emancipación política de las
colonias americanas.
El inicio de la independencia americana fue dado por la coyuntura política, bélica e
ideológica por la que atravesó España a raíz del vacío de poder provocado por la invasión
de Napoleón I Bonaparte a la Península Ibérica; y la supresión de la dinastía de Borbón
debido al apresamiento del rey Fernando VII en 1808. Ese último acontecimiento permitió
y legitimó la formación de Juntas de Gobierno en las ciudades americanas más
importantes, las que en un comienzo reconocían la autoridad del Rey, lo que reveló lo
arraigada que estaba la tradición monárquica (o realista) española en América. Aquel
periodo de fidelidad a la autoridad monárquica se considera como la primera de las fases
de la oleada independentista. En gran medida, las distintas reacciones dependieron del
tipo de vínculo político entre el gobierno imperial y las elites coloniales, en especial de
acuerdo al acceso de éstas últimas al control político y económico de sus dominios,
cuestión que también implicaba fuertes vínculos de dependencia que la elite mantenía con
el resto de la sociedad, sobre todo con sujetos como los esclavos, sirvientes y grupos de
trabajadores de distintos oficios. Los territorios que funcionaban como centros
económicos tardaron más tiempo en considerar la independencia como un proyecto
viable. En las colonias más importantes, como los Virreinatos de Nueva España (México)
y del Perú, las elites se mostraron favorables a mantener los nexos con la metrópolis,
pues les permitía mantener la preeminencia política y control económico que hasta
entonces habían detentado sobre otras zonas. La Independencia de México, por ejemplo,
si bien estuvo marcada por una inicial participación e insurrección indígena y mestiza en
1810, no se consolidó sino hasta 1821, en gran medida, por el temor de la elite dirigente
al cambio en la estabilidad del marco político existente, donde ellos eran privilegiados.
México incluso tuvo su propio intento de conformación de un Imperio, en manos del militar
Iturbide, quien incluso anexó los territorios de Guatemala, influyendo en el proceso
de Independencia de Centro América. Los grupos dirigentes de zonas marginales,
alejados de los centros económicos y mineros o aquellos que habían entrado en pugnas
comerciales con otros centros productivos, se convirtieron rápidamente en partidarios de
una política emancipadora más agresiva.
La crisis de la monarquía española tuvo consecuencias directas en las colonias
españolas. En el Virreinato de Guatemala había cada vez más descontento,
especialmente por parte de los criollos (A diferencia del nativo, el criollo (del portugués
crioulo, y este de criar) era en el Imperio español un habitante nacido en América de
padres europeos (usualmente peninsulares, pero también de otros orígenes étnicos), o
descendiente solamente de ellos. A ellos se les permitía ocupar cargos públicos menores
y no tenían libertad para comerciar sus productos con otro país que no fuera España.
Finalmente se organizaron y fueron el grupo social que dirigió los primeros movimientos
de independencia. Sin embargo, se dividieron en dos grupos: los liberales y los
conservadores. Los primeros intentos independentistas de Centroamérica fueron
liderados por hombres y mujeres involucrados de manera activa en la política.

- Noviembre de 1,811. En San Salvador comenzó un movimiento liderado por


Manuel José Arce, José Matías Delgado, Juan Manuel Rodríguez y Nicolás y
Vicente Aguilar. Guatemala envió tropas y detuvo a los rebeldes.
- Diciembre de 1,811. En Granada, Nicaragua; un grupo decretó libertad de
comercio en el rio San Juan, pero sus líderes fueron capturados.
- Diciembre de 1,813. Frente al convento de Belén, Guatemala; un grupo se
organizó para destituir al capitán general de ese entonces. José de Bustamante y
Guerra. Los líderes fueron descubiertos y enviados a prisión.
- Marzo de 1,820. En Totonicapán, Guatemala; los líderes Atanasio Tzul y Lucas
Aguilar movilizaron un levantamiento indígena contra las autoridades que
cobraban tributos de forma ilegal. Las autoridades los capturaron.
LA CONSTITUCIÓN DE BAYONA

Durante la Guerra de la Independencia, Napoleón se mostró a España como el


regenerador de la política nacional y el salvador que habría de acabar con los vestigios
del Antiguo Régimen. Tras las «renuncias de Bayona» Napoleón decidió convocar en
Bayona una Junta de notables con la finalidad de que ratificaran su decisión de elevar al
Trono de España a su hermano José Bonaparte. Sin embargo, Murat convenció a
Napoleón de que la Junta participase en la elaboración de un texto constitucional de debía
regir España para sujetarla mejor. La convocatoria de la que habría de denominarse Junta
de Bayona se publicó en la Gaceta de Madrid de 24 de mayo de 1808; en ella, se fijaba su
composición estamental, y se establecía que los diputados quedarían vinculados por el
mandato imperativo que les impusiesen las provincias. La Junta de Bayona quedó
reducida a una pobre reunión de menos de un centenar de individuos (75 en la primera
sesión y 91 en la última), en su mayoría procedentes de la nobleza y de la burocracia
borbónica, que no podían constituirse en auténtica representación nacional. Antes de que
se verificase la primera sesión de la Junta de Bayona, Napoleón ya había comenzado a
diseñar el proyecto constitucional que sometería a su examen, aunque en realidad este
proyecto parece haber nacido de la pluma de Maret. El primer proyecto seguía muy de
cerca el modelo constitucional napoleónico, estando en realidad más próximo a textos
como la Constitución de Westfalia o la de Nápoles, que a la realidad política española.
Algo lógico, ya que en esos momentos Napoleón carecía de datos sobre las instituciones
españolas, que apenas conocía a través de un escrito anónimo que se refería a la
organización política de Navarra, definiéndola como una constitución mixta.
A pesar de este alejamiento de la realidad española, ya en el primer proyecto resultó
evidente que Napoleón pretendía obtener un cierto grado de consenso en torno a la
nueva Constitución. Los trece miembros encargados (tres ministros, ocho vocales de
consejos, un corregidor y un capitán general) realizaron unas observaciones de escaso
valor, que sólo sirvieron para irritar los ánimos del Emperador ante la falta de preparación
de sus colaboradores. Así pues, decidió someter el proyecto a nuevas observaciones,
esta vez procedentes de algunos de los miembros de la Junta de Bayona, que ya
comenzaban a llegar a la villa francesa; en concreto, se presentó al examen del ministro
de hacienda (Azanza), el ex-ministro Urquijo, los Consejeros de Castilla y el Consejero de
Inquisición Raimundo Ettenhard y Salinas. Las observaciones de todos ellos se dirigían a
buscar una mayor filiación española del documento, especialmente por lo que se refería a
las facultades de los Consejos nacionales. Napoleón tuvo en cuenta estas anotaciones,
elaborando un nuevo proyecto de forma muy precipitada, eliminando los puntos de
disidencia sin armonizar el texto. Por tal motivo, a mediados de junio de 1808, apremiado
por el inminente comienzo de las deliberaciones de la Junta de Bayona, el Emperador
tuvo que redactar un tercer y definitivo proyecto más coherente, que fue el que
definitivamente sometió al parecer de los diputados. La Junta de Bayona comenzó sus
sesiones el 15 de junio de 1808 y las cerró el 7 de julio de ese mismo año. Apenas unos
días de trabajo en los que se trataron de introducir algunas enmiendas al texto que
Napoleón sólo aceptó en cuanto no cuestionasen el carácter autoritario que encerraba el
proyecto constitucional. En una atinada mirada a la Junta de Bayona, el Conde de Toreno
(uno de los más reputados liberales, adscrito al bando opositor a Napoleón) señalaba que
los miembros de la Asamblea habían obrado sin libertad, deliberando sobre puntos
incidentales, y careciendo en todo caso sus observaciones de valor decisivo. El Estatuto
de Bayona aprobado se publicó en la Gaceta de Madrid, en esos momentos bajo el
dominio de los franceses y utilizada por el afrancesado Marchena como vehículo de
arenga a favor de José I. Sin embargo, el Estatuto sólo tuvo una vigencia muy limitada,
puesto que las derrotas militares, especialmente la de Bailén, impidieron la vigencia
efectiva del texto. Por otra parte, el propio Artículo 143 del texto expresaba que la
Constitución entraría en vigor gradualmente a través de decretos o edictos del Rey, de
modo que el texto requería para su eficacia de una intermediación normativa del Monarca
que no llegó a verificarse.
Ello, se señala al menos dos momentos en los que el texto se invocó como Derecho
vigente. Por una parte, adquirió eficacia jurídica con ocasión de la toma de posesión del
cargo de los Consejeros de Estado, el 3 de mayo de 1809, al requerírseles jurar la
observancia de la Constitución; por otra, desplegó una “eficacia política” en manos del
propio Monarca, José I, que en ocasiones apeló a la vigencia de la Constitución de
Bayona para reclamar su legítimo derecho a gobernar frente a las continuas intrusiones
de los mandos militares de Napoleón en la política española.
Sin embargo, esta eficacia política fue incidental; de hecho, ni el propio José Bonaparte
estaba convencido de que la Constitución de Bayona pudiese aplicarse. Donde rechazó
constituir el Senado, órgano encargado de velar por la Constitución, porque entendía que
sería prematuro reunirlo cuando la Constitución no podía tener vigencia y mucho menos
eficacia directa en la situación excepcional de contienda militar. Por este motivo, José I
trató infructuosamente de dirigir un proceso constituyente que sustituyera al llevado a
cabo en Bayona, monopolizado por su hermano, lo que vinculaba el Estatuto a la voluntad
del Emperador, convocando unas Cortes que diseñasen una Constitución que habría de
sustituir al texto de Bayona.
Naturaleza de la Constitución de Bayona
La Constitución de Bayona encabeza su preámbulo declarándose como expresión de un
pacto entre el Rey y sus pueblos. Tal circunstancia parece contradecir la visión que se
tiene del Estatuto de Bayona como una “Carta otorgada”, pero la contradicción es sólo
aparente, y más fruto de la ambivalencia que se pretendió dar al texto que de la verdadera
voluntad constituyente de Napoleón. En realidad, la Constitución de Bayona es una
auténtica Carta Otorgada, expresión de la sola voluntad del Emperador, aunque los
partícipes en la elaboración definitiva del texto no opinaron siempre de igual modo, y todo
ello merced a una diversa interpretación de las “renuncias de Bayona”. En efecto,
Napoleón no podía legitimar constitucionalmente su dominio sobre España (como sucedía
en Francia), y tampoco tenía interés táctico en hacer valer sus derechos de conquista. Por
consiguiente, optaba por defender su soberanía a partir de las “renuncias de Bayona”, que
para él significaban una cesión absoluta e incondicional del poder soberano. Sin embargo,
entre los partidarios de Napoleón también existió una interpretación distinta: las
“renuncias de Bayona” habían supuesto el final de la dinastía borbónica, de modo que el
pueblo habría recobrado la soberanía radical o potencial conforme las teorías neo
escolásticas. Ello significaba reconocer dos soberanos, el Emperador soberano actual y el
pueblo soberano potencial, que tenían que suscribir entre sí un nuevo pacto político. Éste
se plasmaría en una Constitución formal y escrita que en todo caso debía respetar la
Constitución histórica, es decir, el entramado de relaciones socio-políticas que se había
formado a lo largo de los siglos de historia española. La postura de la soberanía
compartida (y, en consecuencia, del carácter pactado del Estatuto de Bayona) la
esgrimieron tanto la Junta Suprema de Gobierno (órgano provisional que debía suplir al
Rey en su ausencia, y que no debe confundirse con la Junta Suprema formada por los
patriotas para organizar el gobierno de la nación y la resistencia contra los franceses), e
incluso algunos diputados de la propia Junta de Bayona, como su Presidente (Azanza), o
los diputados Angulo y Francisco Antonio Cea. Para todos ellos Napoleón habría
convocado la Junta de Bayona en calidad de representación nacional, a fin de celebrar un
nuevo pacto con el Reino; pacto que quedaría rubricado con el juramento constitucional
que hiciese el Emperador. Sin embargo, la tesis de la soberanía compartida tuvo un
carácter excepcional entre los afrancesados. Prácticamente todos ellos coincidieron con la
idea napoleónica de soberanía regia, y fueron conscientes de que su participación en la
Junta de Bayona no era más que una concesión graciosa del Emperador que en ningún
caso le vinculaba. Bajo esta perspectiva, el único problema residía en que José Bonaparte
ya se había proclamado Rey de España, en tanto que el proyecto constitucional aparecía
derivado de la voluntad de Napoleón. La solución jurídica más acertada se debió al
diputado Novella, quien consideraba que Napoleón había transferido la soberanía a su
hermano, a excepción del poder de elaboración constitucional, que se habría reservado
para sí Napoleón. En todo caso, la incoherencia teórica se solucionó finalmente en la
práctica haciendo que fuese el nombre de José I, y no el Napoleón, el que encabezase el
Estatuto de Bayona, por más que José Bonaparte no hubiese participado para nada en la
elaboración del texto.

El modelo constitucional napoleónico y la nacionalización del Estatuto de Bayona


El Estatuto de Bayona se sustenta sobre los pilares del constitucionalismo napoleónico, si
bien dando cabida a determinadas notas «nacionales» que Napoleón incorporó al texto a
solicitud de los miembros de la Junta de Bayona. Tal circunstancia demuestra el
pragmatismo del Corso, quien compatibilizaba su ideario constitucional con la admisión de
elementos característicos del territorio dominado. De hecho, en algún caso incluso se
anticipó a las propuestas de los españoles, como en el caso del reconocimiento de la
confesionalidad del Estado, que ya aparecía establecida en su primer proyecto
constitucional. El modelo constitucional al que más se aproximaba el Estatuto de Bayona
era el de la Constitución del año VIII (13 de diciembre de 1799), según resultó modificada
por Senado-Consulto del año XII (18 de mayo de 1804). Este último enmendaba el texto
de 1799 en un sentido más autoritario, instaurando un Imperio hereditario como respuesta
a las crisis externas (inicio de las hostilidades con Inglaterra) e internas (agitación
realista). La deuda del Estatuto de Bayona respecto de la Constitución del año VIII según
su reforma del año XII es evidente en múltiples aspectos: así, en el orden hereditario en la
figura de Napoleón y sus hermanos, con la expresa instauración de la Ley Sálica; en igual
medida, se refleja en los órganos del Estado, comenzando con el propio Monarca, que en
ambos casos aparecía investido con un amplio poder que resaltaba frente a las débiles
competencias de la Asamblea. En este sentido, el Estatuto asumió la idea napoleónica de
que las decisiones políticas correspondían al Jefe del Estado, de modo que el resto de
órganos estatales (Cortes, Consejo de Estado, ministros y Senado) aparecían como
meros consejos de apoyo del Rey. La adscripción al modelo napoleónico resultó
levemente modulada por la intervención de la Junta de Bayona cuyas observaciones
fueron parcialmente atendidas por Napoleón a fin de dar al texto definitivo un sesgo más
acorde con las instituciones españolas y con las pretensiones de sus élites intelectuales
afrancesadas. Según ya se ha señalado, la convocatoria de la Junta de Bayona apenas
logró reunir a un grupo poco significativo de personalidades, si bien autores como
Jovellanos o Blanco White consideraban que entre los partidarios de la causa francesa no
faltaban grandes hombres de Estado. Gran parte de estos afrancesados habían integrado
el grupo del Despotismo Ilustrado durante el reinado de Carlos III, formándose a partir de
las teorías del iusnaturalismo racionalista (especialmente de Wolff, Pufendorf, Domat,
Heineccio y Burlamaqui) y de las teorías económicas de la fisiocracia (de Mirabeau a
Quesnay, Mercier de la Rivière y Turgot). Defraudados ante la política de Carlos IV y su
todopoderoso valido, Godoy, habían visto en Napoleón y su hermano José I los
reformadores capaces de racionalizar y modernizar la Administración Pública española. El
ideal de estos intelectuales (entre los que se hallaban políticos como Cabarrús,
economistas como Vicente Alcalá Galiano y penalistas como Manuel de Lardizábal y
Uribe) estribaba en una Monarquía fuerte, asistida por Consejos, y que llevase a cabo una
actividad de fomento, de modo que no es de extrañar su adscripción a la oferta
regeneradora de Napoleón. Sin embargo, y frente a lo que habitualmente se considera,
entre los «afrancesados» había otras tendencias distintas a las del Despotismo Ilustrado.
En la Junta de Bayona concurrieron partidarios del absolutismo teocrático, como
Andurriaga, realistas defensores del equilibrio constitucional a imitación del sistema
británico, como Luis Marcelino Pereyra, y, en fin, liberales, como el Abate Marchena,
famoso por sus ataques a las Cortes de Cádiz. Todas estas tendencias políticas se
consideraban amparadas por la polivalente figura de Napoleón: los absolutistas
teocráticos, consideraban que Napoleón era el legítimo Rey de España a raíz de las
«Renuncias de Bayona»; los realistas, partían de una idea de soberanía compartida que
percibían en la convocatoria de la Junta de Bayona; y, en fin, los liberales, veían en
Bonaparte el último rellano de la Revolución Francesa en cuya cultura política se habían
formado. Los diputados realistas fueron quienes mostraron más empeño en que el
Estatuto de Bayona tuviese un carácter menos autoritario de lo que pretendía Napoleón. A
ellos se debió la propuesta de que las Cortes tuvieran funciones propias de una asamblea
legislativa, más que de un mero consejo del Rey; y a ellos se debió también el intento de
que los ministros asumieran una mayor responsabilidad ante el Parlamento y los
tribunales, así como la pretensión de instaurar una Alta Corte de Justicia que enjuiciase
los grandes delitos cometidos por los funcionarios públicos. Con ello, los realistas
afrancesados trataban que el Estatuto de Bayona afianzase una balanced
constitution semejante a la inglesa, en que el Monarca tuviese un poder equilibrado con el
Parlamento. Algunas de estas aspiraciones llegaron a convertirse en realidad, pero en
todo caso Napoleón rechazó cualquier intento de reforma que supusiese una merma
material de sus funciones constitucionales.

El Monarca como centro del sistema constitucional


No cabe duda alguna que el Estatuto contenía finalmente un sistema autoritario, en el que
el Rey aparecía como el auténtico director de la política estatal. La propia naturaleza
otorgada del Estatuto determinaba esta circunstancia; con la Constitución el Rey se auto
limitaba, de modo que quedaba vinculado negativamente al texto. En definitiva, las
facultades del Rey no eran las que el texto determinase expresamente, sino todas
aquellas que no hubiesen sido objeto de renuncia explícita. Tal circunstancia explica por
qué el Estatuto de Bayona carece de un título específico dedicado a regular las facultades
del Monarca. Ello, no obstante, a lo largo del texto constitucional se mencionan de manera
dispersa algunas potestades del Rey, entremezcladas en la definición de las facultades de
otros órganos, en las que el Jefe del Estado acababa participando directamente. El Rey
aparecía investido de una extensa potestad normativa, que no sólo comprendía la facultad
de dictar reglamentos, sino que acababa convirtiéndolo incluso en auténtico titular de la
facultad legiferante. Así, al Monarca le correspondía la iniciativa y sanción de unas leyes
de las que expresamente decía el Estatuto que eran decretos del Rey. Por otra parte,
gozaba de la potestad unilateral (con el único requisito de la consulta al Consejo de
Estado) de dictar normas con rango de ley en los recesos de las Cortes. Finalmente, le
correspondía el desarrollo normativo de la Constitución, que sólo entraría en vigor a partir
de decretos y edictos del Rey. Los diputados de la Junta de Bayona fueron conscientes
de la magnitud de este poder, y al menos trataron que no se extendiera más allá de los
límites constitucionales. Por este motivo lograron que se insertara en el texto la obligación
regia de jurar respeto a la Constitución. Sin embargo, estos mismos diputados sabían que
este límite era más ficticio que real, pues siendo el Estatuto de Bayona norma emanada
del propio Rey, acababa siendo disponible a su voluntad. De hecho, el propio poder de
reforma constitucional quedaba en manos del Rey, ya que las Cortes sólo intervenían en
el proceso de enmienda con carácter deliberativo. A fin de ejercer sus competencias
constitucionales el Rey se apoyaba en Secretarios del Despacho, concebidos como
meros agentes ejecutivos sujetos a una estricta responsabilidad por el cumplimiento de
las leyes y de las órdenes del Rey. Algunos diputados de la Junta de Bayona (como
Fernán-Núñez, Arribas, Gómez Hermosilla y Ettenhar) se preocuparon especialmente de
impedir que, frente a lo estipulado en el proyecto constitucional, pudieran reunirse varias
carteras ministeriales en unas mismas manos. La amarga experiencia vivida con Godoy,
que durante el gobierno de Carlos IV se convirtió en el auténtico director de la política
estatal, había determinado el temor hacia el que entonces se denominó “despotismo
ministerial”. Reunir varias carteras en unas mismas manos suponía una inadmisible
concentración de poder que arriesgaba a perpetuar los excesos del régimen anterior.
Curiosamente, muchos de los afrancesados de la Junta de Bayona prestaron más
atención a la división de ministerios que a la separación de poderes entre los órganos del
Estado; aquélla, más que ésta, les parecía la salvaguardia de las libertades y del
bienestar de la Nación. Finalmente, Napoleón corrigió el texto a fin de acoger estas
observaciones, de modo que en el texto final sólo se admitía la reunión de las carteras de
negocios eclesiásticos con la de justicia, y la de policía general con la de interior; algo
perfectamente lógico por la cercanía de los asuntos que se trataban en los mencionados
ministerios y que se correspondía perfectamente con la organización por secciones del
Consejo de Estado. El Estatuto de Bayona no recogía expresamente la figura del
Gobierno, de modo que los ministros se consideraban autónomos en sus funciones, hasta
el punto de rechazarse expresamente la figura del Jefe del Gobierno al indicar en su
Artículo 30 que no habría ninguna preferencia entre los ministros. Sin embargo, durante el
breve período en que duró el gobierno de José I la práctica alteró esta regulación
constitucional. A ello contribuyó la dependencia de José I respecto de sus ministros, más
conocedores que el Monarca de la situación nacional. Así, las gestiones ministeriales para
acabar con la Guerra de la Independencia pusieron en entredicho el papel «pasivo» y
meramente «ejecutor» que les asignaba el texto constitucional. Precisamente por esta
circunstancia, los ministros tuvieron la necesidad de reunirse en órganos colegiados, y la
práctica acabó por determinar la aparición de los Consejos de Ministros y los Consejos
Privados, a los que después se refirió expresamente el Decreto de 6 de febrero de 1809.
Los Consejos Privados, que comenzaron a reunirse al menos desde el 26 de julio de 1808
(fecha de su primer Acta), comprendían tanto a los ministros como a otros cargos cuya
presencia requiriese el Monarca, y se ocupaba de cuestiones de administración general y
financieras. El Consejo de Ministros, sin embargo, era un órgano colegiado que reunía
exclusivamente a los Secretarios del Despacho y, a diferencia del Consejo Privado, contó
con una regulación específica. En abril de 1811, José I tuvo que ausentarse del Reino
para reunirse con Napoleón, de modo que dictó un decreto regulando el funcionamiento
del Consejo de Ministros que habría de gobernar en su ausencia, designando como
presidente a Azanza, Ministro Interino de Negocios Extranjeros. Sin embargo, la falta de
un mayor desarrollo normativo y práctico de estos órganos colegiados se debe, en buena
parte, a su posible solapamiento con un órgano típicamente napoleónico: el Consejo de
Estado. La confusión de funciones entre ambos órganos, que también se apreció en las
Cortes de Cádiz (cuya constitución preveía también la existencia de un Consejo de
Estado, aunque de distinta factura), era la lógica consecuencia de interpretar que los
Secretarios del Despacho no eran auténticos ministros, sino órganos de apoyo del Rey.
Así las cosas, no era aventurado pensar que el Monarca consultase decisiones con estos
funcionarios, relegando o duplicando las tareas propias de su cuerpo consultivo nato, el
Consejo de Estado.

La defensa de las libertades: Senado, Cortes y Alta Corte Real


A pesar de su carácter autoritario, el Estatuto de Bayona reconocía una serie de
libertades dispersas por su articulado, entre las que destacan la libertad de imprenta, la
libertad personal, la igualdad (de fueros, contributiva y la supresión de privilegios), la
inviolabilidad del domicilio y la promoción funcionarial conforme a los principios de mérito
y capacidad. Este reconocimiento de libertades satisfacía a los integrantes de la Junta de
Bayona, y daba al texto español un talante más liberal que otros documentos
napoleónicos, como los de Westfalia y Nápoles. De estas libertades, el Estatuto prestaba
especial atención a la libertad personal y a la libertad de imprenta, estableciendo una
garantía orgánica a través del Senado. Este órgano, que no encontraría reflejo en
posteriores constituciones españolas, no constituía en absoluto un órgano legislativo,
como observó muy bien en su día el mismo Conde de Toreno. Integrado en su mayoría
por miembros de elección regia, sus cometidos, basados en las teorías del Sieyès
posterior a la Revolución Francesa, consistían en la tutela constitucional. En concreto,
asumía funciones que incidían tanto sobre la validez constitucional (anulación de las
operaciones inconstitucionales de las juntas de elección), como sobre su eficacia
(suspensión de la eficacia constitucional), aunque ambos cometidos requerían del
concurso del Monarca. Así pues, el Senado acababa convirtiéndose también en un
órgano consultivo del Rey. Sin embargo, entre las funciones más relevantes de este
órgano destaca la tutela de las libertades personal y de imprenta, para cuyo fin se
estructuraba en dos Juntas (Junta Senatoria de Libertad Individual y Junta Senatoria de
Libertad de Imprenta), si bien la segunda retrasaría sus funciones al menos hasta 1815,
momento en que, según el propio Estatuto, debía regularse legalmente la libertad de
imprenta. En principio, la previsión constitucional de las Juntas era del agrado de los
afrancesados, aunque Manuel de Lardizábal, reputado penalista, introdujo algunas
observaciones sobre los plazos procesales que finalmente no se recogieron. Las tareas
fiscalizadoras del Senado alcanzaban a los ministros, principales obstáculos de las
libertades mencionadas, puesto que siempre parecía previsible que estos funcionarios
fuesen los encargados de ordenar la censura y las detenciones arbitrarias. En este punto,
el Estatuto pretendía ser una salvaguardia contra el «despotismo ministerial» que tanto
temían los integrantes de la Junta de Bayona. Sin embargo, el papel «consultivo» del
Senado también quedaba manifiesto en esta labor fiscalizadora, puesto que, de no
revocar el ministro requerido el acto contrario al interés del Estado, la decisión que debía
adoptarse correspondía al propio Monarca, con el concurso de otro órgano colegiado,
también llamado «Junta». Napoleón no tenía ninguna intención, pues, de que el Senado
pudiese realmente ser un dique contra la arbitrariedad de sus ministros, y él mismo así lo
había reconocido en relación con el mismo órgano que contemplaba la Constitución del
año VIII, según su modificación por el Senado-Consulto del año XII. Las Cortes (órgano
de composición estamental) también eran, aparentemente, un órgano llamado a tutelar los
derechos y libertades. Ello, no obstante, el Estatuto diseñó un Parlamento sumamente
débil, incapaz de hacer sombra al Monarca. Obviamente esta era la intención del
Emperador, como muestra bien a las claras el hecho de que las Cortes se hallen
reguladas en el Título IX, a continuación, no sólo de la regulación del Rey, sino de los
Ministros, el Consejo de Estado y el Senado. Precisamente la mayor pugna de la Junta de
Bayona con Napoleón consistió en tratar de incrementar las facultades de las Cortes, a fin
de convertirlo en un auténtico Parlamento. Esta actitud afrancesada es claramente
comprensible si se atiende al prestigio que tuvieron las Cortes desde finales del siglo XVIII
y, sobretodo, durante la Guerra de la Independencia. Napoleón era consciente de ello, y
por tal circunstancia había señalado que reuniría de nuevo a este tradicional órgano. Los
afrancesados cifraron el peso de su propaganda pro-napoleónica en esta propuesta del
Emperador, en especial aquellos que tenían un talante más liberal, o quienes postulaban
la idea de soberanía compartida. Quizás el más claro ejemplo se halla en Marchena,
quien sorprendentemente en una arenga contra los contrarios al régimen de José I, trató
de mostrar que las Cortes del Estatuto de Bayona sobrepasaban en poder a las que
regulaba la Constitución de Cádiz, que, según su perspectiva, no pasaban de ser el
juguete del gobierno de la Regencia. Dentro de la Junta de Bayona el sector afrancesado
«realista» fue el que hizo más hincapié en potenciar los cometidos de las Cortes. Este
sector partía de la idea de equilibrio constitucional, tomada a partir de la imagen de Gran
Bretaña que habían recibido de los principales comentaristas del sistema político de la
Isla, como Montesquieu, De Lolme o Blackstone. Para lograr este equilibrio era menester,
por tanto, que las Cortes asumieran importantes cometidos que pudieran contrapesar las
amplias facultades de que disponía el Monarca. La libertad del pueblo, pendía de este
equilibrio constitucional. La primera pugna se planteó respecto de la facultad regia para
convocar, suspender y disolver la Asamblea a su libre albedrío, si bien respecto de la
convocatoria se señalaba expresamente que ésta debía realizarse al menos cada tres
años (Artículo 76). En este punto, los diputados de la Junta realizaron quizás las
propuestas más osadas de cuantas realizaron a Napoleón. Así, el diputado Pereyra
consideraba que la facultad regia de disolver ad libitum el Parlamento acababa
convirtiendo a éste en un órgano estéril, de modo que proponía que no pudiera ejercer tal
prerrogativa hasta que las Cortes llevasen ocho o más días de sesión. Respecto de la
libertad regia para convocar a las Cortes las observaciones de los afrancesados fueron
más abundantes; algo perfectamente lógico, si se tiene en cuenta que cifraban los males
de la nación en la práctica abusiva de los Austrias de no convocar el Parlamento. Colón y
Lardizábal consideraban que la previsión constitucional de convocatoria trienal era
insuficiente si no se complementaba con la regulación de las medidas que debían
adoptarse si la convocatoria no tenía lugar. Una observación que ponía en duda las
buenas intenciones de la dinastía Bonaparte. Para el reputado hacendista Vicente Alcalá
Galiano (tío de uno de los más relevantes liberales de la primera mitad del siglo XIX
español, Antonio Alcalá Galiano) el límite al Monarca en lo relativo a la convocatoria
derivaría de la necesidad que tenía el Rey de contar con la voluntad de las Cortes para
obtener ingresos. Otros diputados, sin embargo, no fueron tan confiados, y propusieron
nada menos que la exigencia de algún tipo de responsabilidad para el caso de que la
reunión de Cortes no se hiciese efectiva. Pedro de Isla proponía una responsabilidad ante
la opinión pública, indicando que en esas situaciones se hiciese público a los
Ayuntamientos la negativa del Rey, de modo que la presión pública acabase por
convencerlo de la conveniencia de reunir el Parlamento. La postura de Pedro de Isla
muestra un marcado radicalismo, puesto que podía interpretarse como una velada
legitimación del derecho de resistencia, de tan honda raigambre en la filosofía neo
escolástica española, de Juan de Mariana a Francisco de Vitoria, entre otros muchos. Luis
Marcelino Pereyra, por su parte, propuso una responsabilidad ministerial; concretamente
debía exigirse la destitución automática del ministro encargado de expedir la orden de
convocatoria. En este caso, se responsabilizaba al ministro no ya de un acto regio
refrendado (lo que sería lógico si se seguían las cláusulas de Gran Bretaña, King can do
no wrong y King can not act alone), sino de una omisión del Rey. Las propuestas de estos
diputados cayeron en el vacío, puesto que Napoleón no podía admitir unas propuestas
que supusieran un verdadero obstáculo al poder de la Corona. No obstante, los realistas
afrancesados volvieron a buscar el equilibrio constitucional tratando que las funciones
legislativas, tributarias y de control de las Cortes no fuesen tan pobres como pretendía el
proyecto constitucional que se sometía a su examen. En efecto, el proyecto del Estatuto
establecía que las Cortes «deliberarían» sobre los proyectos de ley presentados por el
Monarca. Con tal previsión se cercenaba la facultad de iniciativa legislativa de las Cortes
y, a la par, se convertía a éstas en una mera cámara de reflexión, o incluso un mero
órgano consultivo no muy diferente del Consejo de Estado. Diputados como Cristóbal de
Góngora solicitaron expresamente el poder de iniciativa legislativa de las Cortes, en tanto
que Arribas, Gómez Hermosilla y Angulo solicitaron que al menos se permitiese al
Parlamento ejercer un derecho de petición al Rey. Aunque no lograron este objetivo, al
menos sí consiguieron que el carácter meramente deliberante de las Cortes se corrigiese.
La lectura del Artículo del proyecto que limitaba en ese punto a la Asamblea fue objeto de
un rechazo generalizado, y de las quejas particulares de Alcalá Galiano y Cristóbal de
Góngora. Tal oposición debió convencer a Napoleón de la conveniencia de alterar el
precepto, de modo que la redacción final establecía que las Cortes no sólo deliberarían
sobre las leyes, sino que también las aprobarían (Artículo 86), aunque, como ya se ha
dicho, no perdieron su naturaleza de “órdenes del Rey”, expedidas «oídas las Cortes».
Pero en todo caso, este fue uno de los grandes triunfos de los realistas de la Junta de
Bayona, y un logro que no se halla en las Constituciones de Westfalia (Título VI, Artículo
25) y Nápoles (Título VIII, Artículo 30). Pero este éxito de los afrancesados realistas fue
aislado: es cierto que habían logrado que la ley, fuente destinada a regular en su más alto
nivel las libertades individuales, requiriese del consentimiento de las Cortes, pero no
consiguieron que éstas pudiesen ejercer a posteriori un control efectivo sobre el Ejecutivo
a fin de garantizar las propias leyes y las libertades subjetivas. Las quejas que planteasen
las Cortes, como las del Senado, eran decididas por el Monarca conjuntamente con un
órgano consultivo (Comisión) reunido a tal efecto. A las Cortes ni tan siquiera les quedaba
el recurso de buscar la responsabilidad ante la opinión pública, ya que la comunicación
Parlamento/sociedad se hallaba ocluida al establecerse expresamente el secreto de las
deliberaciones parlamentarias. Los afrancesados realistas trataron sin éxito que las
Cortes pudiesen residenciar a los ministros a través de un juicio en el que la Asamblea
acusara y el enjuiciamiento correspondiese a un Alta Corte Real. Este último órgano, que
no se había recogido en ninguno de los tres proyectos constitucionales, representaba
entre los realistas la última pieza de garantía orgánica de las libertades. El Emperador
admitió la presencia de este órgano judicial, que tenía un reflejo en el constitucionalismo
napoleónico, pero no consintió en que decidiese los juicios de acusación contra los
ministros. Por tal circunstancia, la Alta Corte quedó reducida en el texto definitivo a una
instancia judicial encargada de conocer de los delitos privados de altos cargos, pero no de
la responsabilidad por delitos políticos.
La influencia del Estatuto de Bayona en el constitucionalismo español e
hispanoamericano
El Estatuto de Bayona supuso un infructuoso intento constitucional que hubo de convivir
con el estigma de ser el producto de la invasión, del colaboracionismo y la felonía.
Perdida la Guerra de la Independencia, el Estatuto de Bayona cayó en el olvido de los
perdedores, aunque lo cierto es que se trataba de un producto de transacción con el
Antiguo Régimen que, de haber contado con el apoyo de los patriotas, quizás habría
logrado triunfar allí donde la Constitución de 1812 fracasó. Aun siendo un texto
sumamente autoritario, reconocía ciertas libertades y proporcionaba la reforma
administrativa que parecía requerir un país como el español, encastrado y agostado por
una veintena de años de despotismo. El olvido del Estatuto de Bayona aún pesa hoy en
día, ya que historiadores y constitucionalistas son renuentes a considerarlo como lo que
en realidad es: el primer ensayo constitucional en España. Del fracaso del Estatuto de
Bayona puede desprenderse fácilmente que su influencia en la historia constitucional
española fue prácticamente nula. Su principal aportación derivó por una vía negativa, ya
que sirvió de revulsivo a los «patriotas» para que elaborasen la Constitución de 1812,
verdadero envés liberal del Estatuto. Positivamente la influencia del Estatuto de Bayona
en el célebre texto de Cádiz es inapreciable, puesto que respondían a filosofías muy
distintas: autoritaria e ilustrada la del primero; netamente liberal, la del segundo. Nada
más errado que las interesadas palabras del afrancesado Marchena, quien decía que la
Constitución de Cádiz sólo tenía de bueno lo que había copiado al texto de Bayona. La
presencia de elementos del Estatuto en Constituciones españolas posteriores es
inapreciable. En ocasiones se ha tratado de ver en el Estatuto el precedente de las
Constituciones conservadoras de 1834, 1845 y 1876, considerando que inaugura el
camino del constitucionalismo pactista. Sin embargo, tal y como ya se ha aclarado, el
Estatuto no tuvo en absoluto una naturaleza pactada, sino que fue una Carta otorgada.
Por lo que respecta a los elementos más originales del Estatuto, como el Senado y el
Consejo de Estado, no se reflejaron tampoco en documentos constitucionales ulteriores.
Cuando en España se optó por establecer un Senado, éste tuvo el carácter de auténtica
Cámara Alta, siguiendo el modelo británico. La única influencia real del Estatuto en
España se redujo al ámbito doctrinal, ya que a finales del Trienio Constitucional (1820-
1823) los antiguos afrancesados volvieron a defender en diversas obras la dogmática que
subyacía al texto. Tras volver del exilio al que se les había condenado, los afrancesados
trataron entre 1820 y 1822 de acercarse a los liberales moderados en un afán conciliador.
A tales efectos desplegaron una intensa actividad periodística que alcanzó su cenit con el
periódico El Censor, sin duda el de más alta calidad intelectual del Trienio, y que traslucía
un certero conocimiento de las doctrinas de la Restauración francesa, desde el liberalismo
doctrinario (especialmente Guizot y Royer-Collard) hasta las teorías parlamentarias
defendidas por los ultras durante la Chambre introuvable (Chateubriand y Vitrolles). Sin
embargo, la hostigación por parte de los liberales, que nunca perdonaron a los
afrancesados el aliarse al invasor, acabó por radicalizar a los antiguos “josefinos”,
haciendo que volviesen a posturas más autoritarias. Éstas se hallan claramente
plasmadas en un proyecto privado de Ley Fundamental elaborado por una pluma
afrancesada anónima y que sigue de cerca el Estatuto de Bayona. Igualmente, algunos
antiguos afrancesados, como Sebastián de Miñano y Gómez Hermosilla redactaron
opúsculos incendiarios contra el jacobismo que veían entre los liberales exaltados
españoles, defendiendo como única alternativa válida una Monarquía autoritaria muy
próxima a la del Estatuto de Bayona. Sin embargo, si los afrancesados habían fracasado
en su intento de acercarse al liberalismo moderado, también fracasaron en su intento de
lograr que Fernando VII encabezase una Monarquía autoritaria cortada por el patrón del
Estatuto de Bayona. Para los liberales el Estatuto era insuficiente, para Fernando VII era
excesivo. Siendo escasa la influencia del Estatuto en el constitucionalismo español,
también se explica su débil repercusión en el constitucionalismo iberoamericano, por más
que el Estatuto fuera también la primera Constitución de los territorios hispanoamericanos
antes de adquirir su independencia. El constitucionalismo napoleónico tuvo repercusión
en Iberoamérica, gozando de especial ascendente con Simón Bolívar, pero las influencias
que se aprecian en las Constituciones hispanoamericanas (fundamentalmente en la de
Bolivia de 1826 y en los documentos constitucionales del Río de la Plata entre 1811 y
1820) parecen derivar directamente de los textos franceses, y no del Estatuto de Bayona.

CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ

La Constitución de Cádiz, aprobada el 19 de marzo de 1812, festividad de San José,


conocida por eso como la Pepa, es la primera Constitución propiamente española, ya que
el Estatuto de Bayona de 1808 no dejó de ser una “Carta otorgada” marcada por el sello
napoleónico.

Cartera de terciopelo rojo con cordones de seda roja y borlas que penden
de las esquinas, con cerradura de metal plateado, probablemente
utilizada para transportar la Constitución de Cádiz de 1812
(390 x 330 x 95 mm.) Federico Reparaz

La Constitución se aprobó en el marco de la Guerra de la Independencia (1808 a 1814), y


fue la respuesta del pueblo español a las intenciones invasoras de Napoleón Bonaparte
que, aprovechando los problemas dinásticos entre Carlos IV y Fernando VII, aspiraba a
constituir en España una monarquía satélite del Imperio, como ya había hecho con
Holanda, Alemania e Italia, destronando a los Borbones y coronando a su hermano José
Bonaparte. Pero la respuesta de los ciudadanos, jalonada por sucesos como el Motín de
Aranjuez, las Renuncias de Bayona y el levantamiento de los madrileños el 2 de mayo,
encerró un segundo significado para una pequeña parte del pueblo español. La España
patriota, disgregada en un movimiento acéfalo de Juntas, entre levantamientos, sitios y
guerrillas se unió finalmente en una Junta central Suprema, y después en una Regencia
de cinco miembros, cuyos cometidos principales fueron la dirección de la guerra y la
reconstrucción del Estado. En este punto los miembros se encontraban divididos: había
quienes deseaban seguir anclados en el Antiguo Régimen, quienes deseaban una
reforma templada a la inglesa y aquellos que, influidos por las doctrinas y ejemplo de
Francia, consideraban que la reconstrucción había de ser más radical. Éste fue el criterio
que finalmente se impuso, y la Regencia convocó reunión a Cortes en la isla de León el
día 24 de septiembre de 1810. La designación de los Diputados a las mismas se realizó
de manera anómala, explicable por la situación del país, y su aportación fundamental fue
la Constitución de 1812.
Edición original manuscrita de la
Constitución de 1812.

Federico Reparaz.

La obra de las Cortes de Cádiz combinó las tendencias constitucionales netamente


españolas y la afrancesada. En efecto, la constitución de 1812 enlazaba con las Leyes
tradicionales de la Monarquía española, pero al mismo tiempo, incorporaba principios del
liberalismo democrático tales como a soberanía nacional y la separación de poderes.

La soberanía, poder pleno y supremo del Estado, que hasta entonces había
correspondido al Rey, pasa ahora a la Nación, como ente supremo y distinto a los
individuos que la integran, representado por los diputados, sin estamentos ni mandato
imperativo. La separación de poderes, la más rígida de nuestra historia, siguió el modelo
de la constitución francesa de 1791 y la de los Estados Unidos, lo cual impidió el
nacimiento del régimen parlamentario en España.

La Constitución no incorporó una tabla de derechos y libertades, pero sí recogió algunos


derechos dispersos en su articulado, como la libertad personal o el derecho de propiedad.
Sin embargo, el texto proclama a España como Estado confesional, no reconociendo la
libertad religiosa. En lo que a los órganos constitucionales se refiere, la Constitución de
Cádiz dedicaba atención especial a las Cortes, al Rey y a sus Secretarios de despacho o
Ministros. Las Cortes se organizaban en una Cámara única, pues se temía que el clero y
la nobleza consiguieran apoderarse de una Asamblea de Próceres, obstaculizando la
renovación política, social y económica que se pretendía operar.

Detalle de la bandera y de la encuadernación


en terciopelo de seda roja de la edición
manuscrita de la Constitución de 1812.

Federico Reparaz.

Los diputados a Cortes eran elegidos mediante sufragio indirecto, siendo necesario para
ser candidato poseer una renta anual procedente de bienes propios, con lo cual, el
Parlamento quedaba en manos de las clases acomodadas. En lo que a los poderes del
Rey se refiere, se introdujeron modificaciones sustanciales. Si en el Antiguo Régimen el
Rey había ostentado su condición en virtud de un título divino, ahora lo hacía por la gracia
de Dios y la Constitución. Su poder se vio limitado, conservando una participación en el
Poder legislativo, con una tímida iniciativa y un veto suspensivo, así como la titularidad del
Poder ejecutivo, aunque sus actos debían ser refrendados por los Secretarios de
despacho. Podemos destacar dentro de la Comisión Constitucional las figuras de D.
Diego Muñoz Torrero, Presidente de la misma, y a D. Agustín Argüelles, que fue el
encargado de redactar el Proyecto de la Constitución y su discurso preliminar.

La Constitución de 1812 tuvo una vigencia efímera. Fernando VII la derogó a su vuelta a


España en 1814, implantando el más férreo absolutismo durante seis años. Tras el
pronunciamiento de Riego en 1820, precisamente con las tropas que debían viajar a
América para detener la emancipación, el Rey se vio obligado a jurar la Constitución de
1812, iniciándose así el Trienio liberal.
Con ello terminó la vigencia de la Constitución de Cádiz, pero no su influjo, que gravitó
sobre la política nacional, directamente hasta 1868, e indirectamente, durante el resto del
ciclo liberal. Tuvo además una gran influencia fuera de España, tanto en América, en las
constituciones de las viejas colonias españolas al independizarse, como en Europa, en la
que durante años operó como un auténtico mito, influyendo en las ideas constitucionales
portuguesas, en el surgimiento del Estado italiano e incluso en la Rusia zarista.

Con ello, el sistema constitucional que se quería implantar en los territorios de la


monarquía establecía una premisa revolucionaria al incorporar a los antiguos súbitos y
territorios americanos del rey como ciudadanos y provincias en igualdad de derechos del
nuevo Estado-Nación.

EL ACTA DE INDEPENDENCIA

La declaración de Independencia de Guatemala se realizó de una manera intempestiva el


15 de septiembre de 1821. La Junta Provisional pensó que un Congreso a ser instalado
antes del 1 de marzo de 1822 ratificaría esta declaración y decidiera la forma y destino de
la nueva organización política del territorio. Sin embargo, el 5 de enero de 1822, esta
misma Junta declaró precipitadamente que Guatemala se unía al Imperio Mexicano. Si
dicho Imperio no hubiese colapsado en marzo de 1823, acaso Centro América formaría
parte del sur mexicano. Pero al colapsar, Centro América quedó en libertad de continuar o
cancelar esa anexión. Casi de inmediato, canceló y durante la próxima década se lanzó a
la aventura incierta de consolidarse.

El 1 de julio de 1823, las provincias de Centro América se declararon “libres e


independientes de la antigua España, de México y de cualquier otra potencia” y que
intentarían formar una república federal que se llamaría Provincias Unidas de Centro
América. El anhelo de establecer una monarquía católica en México había fracasado. Aún
se estaba gestando la idea de intentar una federación más amplia que tuviera su centro
en Panamá, pero no había nada firme. 
Escudo de las Provincias Unidas del Centro de América

Así que Guatemala (es decir, Centro de América como Reino) pasó de formar parte de un
imperio transcontinental, a un imperio americano, a quedarnos reducidos a intentar
conservar la unidad territorial a través de una nueva alianza política. ¿Buscaríamos una
monarquía católica propia, una república federal con varios estados o que cada Estado
persiguiera sus propios intereses? ¿Qué procedía? ¿Qué factor interno o externo nos
brindaría la unidad en la diversidad? 

Las diferencias geográficas, sociales y culturales entre, digamos, Costa Rica y Guatemala
o El Salvador o Nicaragua, no son tan diferentes a las que existen entre Chihuahua y
Tabasco o Jalisco y Campeche. Sin embargo, México, en un espacio geográfico mucho
mayor, logró mantener unido su territorio por medio de una federación y Centro América
fracasó. Las diferencias entre los Estados, entre las clases sociales, o incluso las disputas
personales en México eran muy similares a las de Centro América.  

Pero Centroamérica no era precisamente libre de perseguir su propia suerte. No hay que
olvidar que otros poderes europeos mantenían interés en su devenir. Con esa
preocupación en mente, en diciembre de 1823, el presidente James Monroe emitió un
discurso que advertía a los otros poderes europeos que no intervinieran en los asuntos
propios del continente americano. Monroe quería evitar que estos poderes se expandieran
en América. A esta declaración, sintetizada en la frase “América para los americanos”, se
le conoce como la doctrina Monroe. 

Durante la década siguiente, cada provincia de lo que fuera el Reino de Guatemala


empezó una transición hacia convertirse en un Estado y los Estados buscaron asociarse
entre ellos para conformar una nueva república federal. La proximidad de El Salvador,
Guatemala y Honduras explica su protagonismo en este intento, del cual Nicaragua y
Costa Rica parecieran haber guardado distancia.    

¿Por qué la tendencia en Centro América fue hacia la fragmentación y no hacia la


permanencia de la unidad? ¿Qué nos pasó? ¿Por qué dejamos que los factores que nos
diferenciaban fueran más importantes que los factores que nos unían? ¿En algún
momento fue Centroamérica para los Centroamericanos?

A continuación, la que se considera el acta de declaración de independencia de


Centroamérica de 1823:

Declaración de Independencia Absoluta de Centroamérica de 1823

(Versión contemporánea)

“Los representantes de las Provincias Unidas del Centro de América, congregadas en


virtud de la convocatoria, dada en esta ciudad de Guatemala, el 15 de septiembre de
1821 y renovada en 29 de marzo de 1823, con el importante objeto de pronunciarse sobre
la independencia y libertad de los pueblos, nuestros comitentes sobre su recíproca unión:
sobre su gobierno; y sobre todos los demás puntos contenidos en la memorable acta del
citado día 15 de septiembre, que adoptó entonces la mayoría de los pueblos de este vasto
territorio, y al que se han adherido posteriormente todos los demás, que hoy se hallan
representados en esta Asamblea General.

Después de examinar, con todo el detenimiento y madurez que exige la delicadeza y


entidad de los objetos con que somos congregados, así la acta expresada de septiembre
de 21 y la de 5 de enero de 1822, como también el decreto del Gobierno Provisorio de
esta provincia, de 29 de marzo último, y todos los documentos concernientes al objeto
mismo de nuestra reunión.
Después de traer a la vista todos los datos necesarios para conocer el estado de la
población, riqueza, recursos, situación local, extensión y demás circunstancias de los
pueblos que ocupan el territorio antes llamado Reino de Guatemala.

Habiendo discutido la materia: oído el informe de las diversas comisiones que han
trabajado para acumular y presentar á esta Asamblea todas las luces posibles acerca de
los puntos indicados: teniendo presente cuando puede requerirse para el establecimiento
de un nuevo Estado; y tomando en consideración:

PRIMERO:

Que la independencia del Gobierno Español ha sido y es necesaria en las circunstancias


de aquella Nación y las de toda la América: que era y es justa en sí misma y
esencialmente conforme a los derechos sagrados de la naturaleza: que la demandaba
imperiosamente las luces del siglo, las necesidades del Nuevo Mundo y todos los más
caros intereses de los pueblos que lo habitan.

Que la naturaleza misma resiste la dependencia de esta parte del globo, separada por un
océano inmenso de la que fue su metrópoli, y con la cual le es imposible mantener la
inmediata y frecuente comunicación, indispensable entre pueblos que forman un solo
Estado.

Que la experiencia de más de trescientos años manifestó a la América que su felicidad


era del todo incompatible con la nulidad a que la reducía la triste condición de colonia de
una pequeña parte de Europa.

Que la arbitrariedad, con que fue gobernada por la Nación Española, y la conducta que
ésta observó constantemente, desde la conquista, excitó en los pueblos él más ardiente
deseo de recobrar sus derechos usurpados.

Que, a impulsos de tan justos sentimientos, todas las provincias de América sacudieron el
yugo que las oprimió por espacio de tres siglos: que las que pueblan el antiguo Reino de
Guatemala proclamaron gloriosamente su independencia en los últimos meses del año
1821; y que la resolución de conservarla y sostenerla es el voto general y uniforme de
todos sus habitantes.
SEGUNDO:

Considerando por otra parte: que la incorporación de estas Provincias al extinguido


Imperio Mexicano, verificada solo de hecho en fines de 1821 y principios de 1822, fue una
expresión violenta, arrancada por medios viciosos e ilegales.

Que no fue acordada ni pronunciada por órganos ni por medios legítimos; que por estos
principios la representación nacional del Estado Mexicano jamás la aceptó expresamente,
ni pudo con derecho aceptarla; y que las providencias que acerca de esta unión dictó y
expidió Agustín de Iturbide, fueron nulas.

Que la expresada agregación ha sido y es contra de los intereses y de los derechos


sagrados de los pueblos, nuestros comitentes: que es opuesta a su voluntad; y que un
concurso de circunstancias tan poderosas e irresistibles exigen que las provincias del
antiguo Reino de Guatemala se constituyan por sí mismas y con separación del Estado
Mexicano.

Nosotros, por tanto, los Representantes de dichas Provincias, en su nombre, con su


autoridad y conformes en todo con sus votos, declaramos solemnemente:

1. Que las expresadas provincias, representadas en esta Asamblea, son libres e


independientes de la antigua España, de México y de cualquiera otra potencia así del
antiguo como del Nuevo Mundo; y que no son ni deben ser el patrimonio de persona ni
familia alguna.

2. Que, en consecuencia, son y forman Nación Soberana, con derecho y actitud de


ejercer y celebrar cuantos actos, contratos y funciones ejercen y celebran los otros
pueblos libres de la tierra.

3. Que las Provincias sobre dichas, representadas en esta Asamblea (y las demás
espontáneamente se agreguen de las que componían el antiguo Reino de Guatemala), se
llamarán, por ahora, y sin perjuicio de lo que se resuelva en la Constitución que ha de
formarse, 

“Provincias Unidas del Centro de América”.


Y mandamos que esta declaratoria y la acta de nuestra instalación se publiquen con la
debida solemnidad en este pueblo de Guatemala, y en todos y cada uno de los que se
hallan representados en esta Asamblea: que se impriman y circulen: que se comuniquen
á las Provincias de León, Granada, Costa Rica y Chiapas y que en la forma y modo, que
se acordará oportunamente, se comuniquen también a los Gobiernos de España, de
México y todos los demás Estados independientes de ambas Américas.

Dado en Guatemala, el 1 de julio de 1823. 

José Matías Delgado, diputado por San Salvador, Presidente.

Fernando Antonio Dávila, diputado por Sacatepéquez, Vice-Presidente.

Juan Francisco de Sosa, diputado suplente por San Salvador, secretario. 

Mariano Galvez, diputado por Totonicapán. Secretario. 

Mariano Córdoba, diputado por Huehuetenango, secretario. 

Simon Vasconcelos, diputado suplente por San Vicente, secretario.

Pedro Molina, diputado por Guatemala. 

José Francisco Barrundia, diputado por Guatemala. 

José Antonio Azmitia, diputado suplente por Guatemala.

José Domingo Estrada, diputado por Chimaltenango.

Simeon Cañas, diputado por Chimaltenango. 

Luis Barrutia, diputado por Chimaltenango.

Felipe Márquez, diputado suplente por Chimaltenango.

Julian Castro, diputado por Sacatepéquez. 


José Antonio Alcayaga, diputado por Sacatepéquez.

J. Domingo Diéguez, diputado Suplente por Sacatepéquez.

Juan Miguel Beltranena, diputado por Cobán. 

José María Castilla, diputado por Cobán. 

Cirilo Flores, diputado por Quezaltenango. 

Francisco Flores, diputado por Quezaltenango

José Antonio Peña, diputado por Quezaltenango. 

Francisco Benavente, diputado suplente por Quezaltenango. 

Serapio Sánchez, diputado por Totonicapán. 

José María Herrarte, diputado suplente por Totonicapán.

Francisco Javier Valenzuela, diputado por Jalapa. 

José María Ponce, diputado por Escuintla.

José Antonio Larrave, diputado suplente por Esquipulas. 

Lázaro Herrarte, diputado por Suchitepéquez. 

José Beteta, diputado por Salamá.

José Antonio Jiménez, diputado por San Salvador. 

Pedro José Cuellar, diputado suplente por San Salvador. 

José Francisco Córdoba, diputado por Santa Ana. 

Marcelino Menéndez, diputado por Santa Ana. 


Miguel Ordoñez, diputado por San Agustín. 

Antonio José Cañas, diputado por Cojutepeque.

Leoncio Domínguez, diputado por San Miguel. 

Mariano Beltranena, diputado suplente por San Miguel.

Isidro Menéndez, diputado por Sonsonate. 

Felipe Vega, diputado por Sonsonate. 

Pedro Campo Arpa, diputado por Sonsonate. 

Juan Vicente Villacorta, diputado por San Vicente. 

Ciriaco Villacorta, diputado por San Vicente. 

Francisco Aguirre, diputado por Olancho. 

LA ANEXION A MEXICO

En vez de esperar una Asamblea, se aceleró una votación de ayuntamientos que optaron por la
unión de Centro América al Imperio de Agustín de Iturbide. Ni siquiera se había secado la tinta
del Acta de Independencia y ya se desataba una nueva pugna. Y no era entre partidarios
o adversarios del régimen colonial, sino entre quienes preferían la conformación de una
República Federal y los que deseaban que el territorio de la extinta Capitanía General de
Guatemala se uniera al Primer Imperio Mexicano, de Agustín de Iturbide. “Si todas las
clases convinieron unánimes en la necesidad de separar a Guatemala de su antigua
metrópoli; si todos los partidos se habían reunido en este punto, no todos se habían
propuesto unos mismos fines”, escribió el historiador Alejandro Marure sobre lo que
ocurrió después del 15 de septiembre.
Los independentistas o cacos se dividieron en dos facciones: los imperiales o serviles,
que apoyaban la anexión, a quienes se sumaron antiguos rivales realistas, denominados
bacos o gases.

El otro bando era el partido liberal o “republicano”, que defendía una organización de
estados federados a través del cumplimiento de lo escrito en el acta: crear una Asamblea
Nacional Constituyente a más tardar en marzo de 1822, un objetivo que los imperiales
socavaron con rumores y ataques. No querían esperar un Congreso.

El propio gobernante Gabino Gaínza publicó un bando el 17 de septiembre, en el que


expresó su postura: “La independencia proclamada y jurada el 15 del corriente es solo
para no depender del gobierno de la Península”.

Para convencer a la gente, se difundía el argumento de que la unión con México traería
más prosperidad. Hasta españoles enemigos de la Independencia se plegaron a la unión
con México, pues la veían como un mal menor.
Gabino Gainza Foto: Hemeroteca PL

El 18 de septiembre Gaínza escribió a Iturbide a quien antes de la Independencia


vituperaba. Le contó sobre la declaratoria de Independencia. El 19 de octubre Iturbide
respondió a Gaínza felicitándolo y lo invitó a unirse a su impero para poder defenderse
mejor. Además, le hizo ver que Chiapas ya se había adherido.

Agustín de Iturbide. Foto: Hemeroteca PL

Para decidir sobre la anexión se propuso una consulta con los 241 ayuntamientos del
Reino, ubicados en ciudades principales y territorios.
También se propaló el rumor de que venía una fuerza de 5 mil soldados desde México.
Las posturas fueron divididas y fragmentadas, ya fuera por intereses económicos de
familias locales, la oposición o falta de interés.

El marqués de Aycinena se comunicó con Iturbide para expresarle que hacía todo lo
posible por concretar la anexión. Los opositores no tenían tanto capital, fuerza política o
armas, mientras que los anexionistas ya usaban los colores del Imperio para exhibir su
poder. Hubo reyertas, una de las cuales ocurrió el 30 de noviembre de 1821. En ella murió
Mariano Bedoya, opositor a la unión con México. Este suceso devastó la moral de los
republicanos.

Por decisión de los ayuntamientos, se produjo el 5 de enero de 1822 la proclama de


Anexión a México. Persistieron las polémicas, en especial por la represión contra los
descontentos y el escaso interés político hacia los nuevos asociados. Iturbide removió a
Gaínza e instaló en su lugar a Vicente Filísola.

Vicente Filísola. Foto Hemeroteca PL

En marzo de 1823, Iturbide abdicó y terminó el Primer Imperio. Nacía la República


Mexicana y por ello quienes habían actuado a favor de la anexión, atraídos por un
régimen monárquico, estaban desencantados. Aumentaron las deserciones y las
sublevaciones.
Fue así como el 1 de julio de 1823 se declaró la independencia de Centro América de
México, España y cualquier otro país, considerada la verdadera emancipación de la
región. El territorio de Chiapas pasó a formar parte de México.

LA VOTACIÓN

Gabino Gaínza y otros partidarios de la anexión aceleraron una consulta con los 241
ayuntamientos de la región. Hubo respuesta de 170.

104 aceptaron unirse al Imperio Mexicano sin condiciones.

11 aceptaron la anexión, pero con ciertas condiciones

32 se sometieron a la decisión de la Junta Provisional.

21 manifestaron que esperarían a que decidiera el futuro Congreso (que nunca llegó).

Solo dos, San Salvador y San Vicente, se manifestaron en contra.

61 no contestaron.

El 24 de junio de 1823 se reunió un grupo de intelectuales declarando que la anexión de


Centroamérica a México fue violenta, tiránica y nula, emitiendo un decreto que decía que
que las provincias eran libres “de la antigua España, de México y de cualquier otra
potencia, tanto del nuevo como del viejo mundo”.

Posteriormente, en 1824 se promulga la Constitución definiendo una República Federal


conocida como las Provincias Unidas del Centro de América bajo una misma constitución
federal, aunque con leyes estatales; con un presidente y vicepresidente, pero con jefes y
vicejefes por estado.

LA FEDERACIÓN CENTROAMERICANA

A partir del 15 de septiembre de 1821, las antiguas provincias que integraban el Reino de
Guatemala quedaron libres del dominio de la Corona Española. A pesar de ello, el
régimen gubernativo no sufrió alteración debido a la permanencia de las mismas
autoridades y funcionarios públicos españoles en sus respectivos puestos, con la
condición de trabajar por el nuevo país independiente. La crisis económica después de la
Independencia obliga a los Estados recién independientes a aceptar la propuesta del
Imperio de Agustín de Iturbide de anexarse a México, la cual es aceptada por la Junta
Gubernativa de Guatemala encabezada por Gabino Gaínza, confirmándola el 5 de enero
de 1822 ante la oposición de San Salvador. La caída de Iturbide representó un triunfo
para recobrar la independencia de la Federación Centroamericana, la cual declaró,
mediante Decreto del 1º. de julio de 1823, su absoluta independencia no solo de España y
México, sino de cualquier otra nación que quisiera gobernarlos, tomando a partir de ese
momento el nombre de Provincias Unidas del Centro de América, integradas por
Guatemala, San Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Las primeras monedas de
la Federación fueron acuñadas en 1824; un Decreto, del 19 de abril de ese mismo año,
autorizó únicamente a la Casa de Moneda de Guatemala la producción de piezas que
circularían en la Federación.

EL NACIMIENTO DE LA FEDERACIÓN DE CENTRO AMÉRICA: ¿UTOPÍA O


REALIDAD?

CONSTITUCION DE 1,984

Si bien con la instauración de este primer Congreso Constituyente se proclamaron las


Provincias Unidas del Centro de América, toda la labor de la Asamblea concluyó el 22 de
noviembre de 1,824 con la promulgación de la Constitución de la República Federal de
Centro-América y la denominación de la República como Federación de Centro América.
En lo relativo a la organización del poder se determinaba que el poder legislativo residiría
en el Congreso compuesto por representantes popularmente elegidos en razón de uno
por cada 30.000 habitantes, siendo sus atribuciones la de hacer las leyes y la de autorizar
al poder ejecutivo para emplear la milicia de los estados cuando lo exija la ejecución de la
ley, o sea necesario contener insurrecciones o repeler invasiones. Lo que nos lleva
directamente al papel del poder ejecutivo, el cual sería ejercido por un Presidente
nombrado por el pueblo por un período de cuatro años, pudiendo ser reelegido una vez
sin intervalo alguno. Pero el matiz a destacar era que el Presidente tendría a su mando
toda la fuerza armada de la Federación, y que además podría usarla para repeler
invasiones o contener insurrecciones, dando siempre cuenta al Congreso, o en su receso
al senado. Es decir, la decisión final de actuación de las fuerzas armadas recaía en el
Congreso. Pero, ¿qué composición presentaba en ese momento esta institución? En
función de los habitantes de cada provincia, el Primer Congreso Federal abril de 1,825
quedó conformado del siguiente modo: 18 diputados por Guatemala, nueve por El
Salvador, seis por Honduras, los mismos por Nicaragua y dos por Costa Rica. La
evidencia indica que los representantes de Guatemala ostentaban casi la mayoría en el
Congreso, y en consecuencia el poder a la hora de tomar decisiones estaba
sensiblemente desequilibrado a su favor. Sin embargo, este federalismo centralista
hubiese ocasionado el inmediato alzamiento de las facciones insurgentes, por lo que se
decidió que cada uno de los estados que componían la Federación fuese libre e
independiente en su gobierno y administración interior, otorgándoles todo el poder que por
la Constitución no estuviese conferido a las autoridades federales. De esta manera el
poder legislativo de cada Estado residiría en una Asamblea de representantes elegidos
por el pueblo, que quedaría encargada de formar la constitución particular del mismo
conforme a la Constitución federal. Mientras que el ejecutivo residiría en un jefe nombrado
por el propio pueblo, quien dispondría de su fuerza armada, pudiendo hacer uso de ella
para su defensa en caso de invasión, previa comunicación a la Asamblea o en su receso
al Consejo. Como puede apreciarse, el modelo federativo que pretendía implantarse tenía
un carácter notablemente diversificado, donde aparte de un poder ejecutivo y legislativo a
nivel federal, se delegaba en las diferentes naciones la administración territorial en todas
sus facetas, incluida la defensa y disposición de las fuerzas armadas del Estado y la
redacción de una Constitución nacional. Por lo tanto, sería el pueblo el que elegiría a sus
representantes, y en consecuencia el Presidente y miembros de la Asamblea de cada una
de las provincias serían representativos de las demandas políticas del mismo. Por este
motivo, si bien las decisiones derivadas del Congreso de la Federación repercutían en
todo el istmo vía Constitución de la República, su cuestionamiento e incluso desacuerdo
era inevitable en regiones o provincias donde el componente nacionalista era más fuerte.
Esta disociación entre los intereses federativos y nacionalistas supuso un impulso más
hacia la generalización del contexto bélico en toda la región.
En consecuencia, a pesar de que la Constitución tuvo vigencia hasta marzo de 1840,
nunca llegó a consolidar la Federación de Centro América como una pacífica unión de
estados. El separatismo de éstos era latente, y el desarrollo federativo se vio
indudablemente minado por un conflicto bélico enmarcado en una serie de sucesos que
podemos dividir entre los que venían directamente derivados de la estructura colonial, y
los que fueron consecuencia del contexto centroamericano de ese momento. En lo que
concierne a los primeros, encontramos en primer lugar la falta de intercambio económico
centroamericano. El imperio español nunca estableció comercio o interdependencia
económica o comercial alguna entre las diferentes provincias centroamericanas. Todas
las colonias fueron organizadas hacia el comercio con la capital del Imperio en una clara
estructura de economía colonial, es decir, se exportaban a España materias primas y
productos diversos exportables al resto del mundo, y se enviaba a las colonias productos
de mayor valor añadido. No se establecieron intereses comunes intrarregionales, y
además las comunicaciones se desarrollaron fundamentalmente hacia los puertos de
embarque. A esto hay que añadir que el Imperio se encargaba de impedir cualquier atisbo
de diversificación comercial contrario a sus postulados, manteniendo así su monopolio
comercial. Por lo tanto, la autosuficiencia no fue un rasgo característico de la economía
centroamericana, y su ausencia no propició la constitución de una estructura económica
sólida, ni favoreció el surgimiento de grupos sociales ligados a alguna actividad
económica importante que se convirtiese en protagonista del desarrollo económico
centroamericano. Debemos también hacer mención a la desproporción existente entre
Guatemala y el resto de Centroamérica en lo referente a desarrollo. Recordemos que fue
en este país donde se estableció la capital del Reino de Guatemala, y por lo tanto era el
verdadero centro de desarrollo regional. Aparte de lo anterior, el gobierno estaba
centralizado en esta ciudad, lo que ocasionaba que los beneficios obtenidos por la
tributación de rentas ingresasen en primer lugar en las arcas del gobierno de España,
para posteriormente ser gestionados por el Reino, que priorizaba siempre en su capital.
Derivado de este hecho, la población estaba totalmente concentrada, y así, de algo más
de un millón doscientos mil habitantes que poblaban en ese momento el istmo, el
cincuenta por ciento residía en Guatemala. Esta cuestión, junto a la desarticulación
regional y al aislamiento de los estados fruto de las deficientes comunicaciones, afectaba
a la representación proporcional y ocasionaba que los estados fuesen reacios a
someterse a decisiones de carácter federativo. Así, no es de extrañar que, a la hora de
elegir entre patria nacional o patria centroamericana, muchos se decidieran por la primera.
Finalmente nos encontramos con unas marcadas diferencias de poder entre las distintas
facciones socioeconómicas y con un deficiente sistema tributario que además perjudicaba
a los indígenas, lo que provocó sucesivos levantamientos de este colectivo desde 1,832
hasta 1,837. Paralelamente, a pesar de la mayor participación de los mestizos en las
decisiones a nivel regional, el fin de la esclavitud y el auge de libre comercio, la situación
de los terratenientes del interior del istmo no cambió sustancialmente y la relación entre
señor e indio continuaba marcada por los abusos de poder. Continuando con los sucesos
derivados del contexto centroamericano de ese momento, en lo que respecta a los planes
integracionistas de la región, la diplomacia británica, cuya única pretensión era construir
un canal interoceánico a través del istmo, siempre se mantuvo cercana a la idea
nacionalista de repúblicas independientes. ¿Qué razón la llevó a presentar esta actitud?
Indudablemente el hecho de que sus planes imperialistas se centraban en el dominio de
la costa caribeña del istmo y en la creación de un canal interoceánico que le asegurase
definitivamente el control del comercio marítimo. Por consiguiente, era preferible para sus
objetivos la creación de cinco pequeñas naciones independientes con las que negociar
como imperio que una federación de naciones con una sola voz. Sin embargo, el que
consideramos principal hecho de estas características se concreta en las diferencias
ideológicas entre conservadores y liberales, que sumieron a la región en un conflicto
bélico que se alargó durante varios años. En un ejercicio de demarcación política, los
primeros siempre habían sido partidarios de la unidad con España, por lo que la
independencia supuso un duro golpe para una facción política que defendía una fuerte
influencia de la iglesia dentro de un Estado totalmente centralizado. Por su parte, los
liberales, encabezados por Manuel José Arce y el general hondureño Francisco Morazán,
plantaron cara a un sector conservador que, encabezados por la iglesia guatemalteca y
los grandes comerciantes de la capital, se oponía a la reforma constitucional que buscaba
el restablecimiento de la autoridad efectiva en el Gobierno Federal. Toda esta lucha entre
facciones ideológicas culminó en 1,829 cuando las cuatro provincias se unieron contra
Guatemala y llevaron a Morazán a la Presidencia de la República de Centroamérica. Pero
a partir de esta fecha el contexto bélico impidió cualquier tipo de decisión a nivel federal, y
el sueño unionista concluyó cuando en 1,838 los gobiernos de Nicaragua, Costa Rica y
Honduras deciden separarse de una Federación que nunca supo cómo unir a la región.

MARIANO GALVEZ EL PRIMER INTENTO LIBERAL


Estado liberal de Guatemala al período histórico de ese país centroamericano
comprendido entre 1,829 y 1,840, y en el que gobernaron los liberales centroamericanos.
El 27 de agosto de 1,836, los liberales impusieron leyes laicas, como el divorcio, el
matrimonio civil y el establecimiento de juicios de jurados, inspiradas en el código
de Edward Livingston, un tratado legal que se había puesto en vigencia en el estado
de Luisiana en los Estados Unidos y traducido al español por José Francisco Barrundia; la
población guatemalteca, con un catolicismo muy arraigado, se resintió de este cambio de
leyes, y por el hecho de que las órdenes monássticas hubieran sido expulsadas del país
en 1829; esta situación poco a poco se fue agravando, hasta que debido a una epidemia
de cólera en 1838 se llegó a una guerra civil que tuvo todas las características de
una guerra santa entre los campesinos católicos encabezados por Rafael Carrera y los
liberales positivistas, liderados por Mariano Gálvez y apoyados por el presidente
federal Francisco Morazán. El período terminó el 13 de abril de 1839, con el golpe de
estado de Rafael Carrera, que inició el gobierno conservador de los 30 años.

EL ESTADO DE LOS ALTOS 

También conocido como el Sexto Estado fue un territorio de la actual Guatemala,


principalmente del departamento de Quetzaltenango en alianza con otras regiones, que
intentó ser un estado autónomo durante el siglo XIX. La idea de independizarse de
Guatemala surgió a principios del siglo XIX, junto a los departamentos de Quiche,
Retalhuleu, Sololá, Totonicapán, Suchitepéquez y Huehuetenango. Quetzaltenango lideró
el movimiento donde suscribió un acta desconociendo al gobierno central de Guatemala el
19 de enero de 1822.

(Foto: El Sexto Estado De Los Altos)

Durante 1820, los k’iche’s de Totonicapán se levantaron y propusieron que la escala del


gobierno regional fuera a nivel de distrito y bajo el control indígena plan que no tuvo éxito.
La participación de principalmente los criollos y ladinos de la región buscó cementar su
poder gobernando sobre las clases más bajas, así como separarse de la Ciudad de
Guatemala con quien tenían diferencias políticas. Se comenzó a actuar de forma unificada
contra la Ciudad de Guatemala y la Antigua Guatemala alrededor de 1837. En 1838
el grupo político liberal fundó el Estado de Los Altos, un territorio que comprendía parcial
o totalmente los actuales departamentos de Quetzaltenango, Totonicapán, Sololá, San
Marcos, Quiché, Retalhuleu y Suchitepéquez.

Los Altos tuvo la mayor producción económica de la época dentro del territorio gracias al
desarrollo del comercio cafetalero que contribuyó a que pudieran mantener su poder
a pesar de la resistencia de parte del Estado guatemalteco y los habitantes
indígenas quienes rechazaban el movimiento.
Mapa de la división territorial de Guatemala en 1839. (Elaborado por: José Martínez y Julio Simón)

Alrededor de 1839, el país estaba formada por 7 departamentos: Guatemala,


Sacatepéquez, Chimaltenango, Escuintla, Mita; más tarde subdividido en los actuales
departamentos de Jutiapa y Santa Rosa, Chiquimula y Verapaz. Además se contaban 2
distritos separados con inmediata dependencia del Gobierno, Izabal y Petén.

Fue el 26 de febrero de 1,840 cuando el Gobierno de Guatemala decretó que los


departamentos de Los Altos se reincorporaran al Estado, siendo aprobado el 18 de agosto
de 1,840. Esto se debe a la invasión de parte del ejército de Rafael Carrera a la Ciudad de
Quetzaltenango en abril de 1,840, donde finalmente la alianza del Sexto Estado se
desvaneció.
Bandera del Estado de Los Altos. (Foto: República Federal de Centroamérica)

 La razón por la cual se le llamó el Sexto Estado fue por que en aquel entonces Guatemala
era uno de los 5 Estados de la Federación Centroamericana, la cual incluía a los demás
países actuales de Centroamérica: Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica.

 Hubo planes de parte del Estado de Los Altos de integrarse a México, con la esperanza
de debilitar el control que la ciudad de Guatemala poseía a su alrededor.

 Las luchas de poder no permitieron crear la región política, ya que ni los indígenas ni la


alianza de los criollos y ladinos contaron con suficiente fuerza para imponer el modelo que
seguiría el Estado de Los Altos.

 La capital de Los Altos estaba en la ciudad de Quetzaltenango.

Arco del sexto Estado de los Altos, Quetzaltenango

EL FRACASO DE LA FEDERACION

En función de los habitantes de cada provincia, el Primer Congreso Federal realizado en


abril de 1,825 quedó conformado del siguiente modo: 18 diputados por Guatemala, nueve
por El Salvador, seis por Honduras, seis por Nicaragua y dos por Costa Rica. De este
modo, se indicaría que los representantes de Guatemala ostentaban casi la mayoría en el
Congreso, y que, en consecuencia, el poder a la hora de tomar decisiones estaría
sensiblemente desequilibrado a su favor.
Gran Lago de Nicaragua (o lago Cocibolca), el mayor lago de América Central .

Ahora bien, este federalismo centralista ocasionaría el inmediato alzamiento de las


facciones insurgentes, por lo que se decidió que cada uno de los Estados componentes
de la Federación fuese libre e independiente en su gobierno y administración interior,
otorgándoles todo el poder que por la Constitución no estuviese conferido a las
autoridades federales. Como puede apreciarse, el modelo federativo que pretendía
implantarse tenía un carácter notablemente diversificado, donde aparte de un Poder
Ejecutivo y Legislativo a nivel federal, se delegaba en las diferentes naciones la
administración territorial en todas sus facetas, incluida la defensa y disposición de las
Fuerzas Armadas del Estado y la redacción de una Constitución Nacional. Por este
motivo, si bien las decisiones derivadas del Congreso de la Federación repercutían en
todo el istmo a través de la Constitución de la República, su cuestionamiento era
inevitable en regiones o provincias donde el componente nacionalista sería más fuerte.
Esta disociación entre los intereses federativos y nacionalistas supuso un impulso más
hacia la generalización del contexto bélico en toda la región.
En consecuencia, a pesar de que la Constitución tendría vigencia hasta marzo de 1,840,
nunca llegaría a consolidar la Federación de Centro América como una pacífica unión de
Estados. El separatismo era latente, y el desarrollo federativo se vería minado por
conflictos bélicos directamente derivados de la estructura colonial, y que serían
consecuencia del contexto centroamericano de ese momento. Por otro lado, existía una
marcada desproporción entre Guatemala y el resto de Centroamérica en lo referente a
desarrollo. Se debe recordar que fue en este país donde se estableció la capital del Reino
de Guatemala, y por lo tanto era el verdadero centro de desarrollo regional. Derivado de
este hecho, la población estaba totalmente concentrada, y de algo más de un millón
doscientos mil habitantes que poblaban en ese momento el istmo, el 50% residía en
Guatemala. Esta cuestión, junto a la desarticulación regional y al aislamiento de los
Estados fruto de las deficientes comunicaciones, afectaría a la representación
proporcional y ocasionaría que los Estados sean reacios a someterse a decisiones de
carácter federativo.
Con todo, el principal hecho que daría origen al repentino fracaso de la Federación de
Centro América como proceso de integración regional se concretaría en las diferencias
ideológicas entre conservadores y liberales, que sumieron a la región en un conflicto
bélico que se alargó durante varios años. En un ejercicio de demarcación política, los
primeros siempre habían sido partidarios de la unidad con España, por lo que la
independencia supuso un duro golpe para una facción política que defendía una fuerte
influencia de la iglesia dentro de un Estado totalmente centralizado. Por su parte, los
liberales, encabezados por el salvadoreño Manuel José Arce y Fagoada y el general
hondureño Francisco Morazán, se enfrentarían a un sector conservador que,
encabezados por la iglesia guatemalteca y los grandes comerciantes de la capital, se
oponía a la reforma constitucional que buscaba el restablecimiento de la autoridad
efectiva en el Gobierno Federal. Toda esta lucha entre facciones ideológicas culminaría
en 1829 cuando las cuatro provincias se unieron contra Guatemala y llevaron a Morazán a
la Presidencia de la República de Centroamérica. Pero a partir de esta fecha, el contexto
bélico impediría cualquier tipo de decisión a nivel federal, y el sueño unionista concluyó
cuando en 1838 los gobiernos de Nicaragua, Costa Rica y Honduras decidieron separarse
de una Federación que nunca había conseguido saber cómo articular a la región.
CONCLUSIONES

La debilidad latente del imperio español, que vio perdido su poder naval en el Atlántico a
manos británicas tras la Batalla de Trafalgar, permitió el ingreso regular de productos de
los asentamientos británicos en los circuitos comerciales centroamericanos, y ocasionó
que a mediados del siglo XVIII Gran Bretaña controlase en gran medida el comercio
exterior de las actuales Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Esta cuestión implicó que a
finales del período colonial los comerciantes de Belice ya como principal puerto comercial
caribeño tuviesen bajo su dominio la totalidad del comercio de la región. Con todo, el
monopolio inglés en el istmo se tenía que consolidar, y la imposición de un férreo bloqueo
comercial a todo el continente europeo ayudó al colapso del comercio entre España y sus
colonias.
Por otro lado, la situación económica de la región en ese momento era de fuerte crisis al
no existir productos exportables rentables ni propuestas de desarrollo comercial. Dicho
contexto empeoró en el momento en que el costo de la guerra con Inglaterra comenzó a
superar de manera alarmante los escasos ingresos fiscales del Reino de Guatemala.
Asimismo, en 1808 se produjo la invasión francesa del territorio español y el apresamiento
y exilio a suelo galo del rey Fernando VII. Con todo, tras el vacío de poder propiciado por
la no aceptación de José Bonaparte como monarca español, Centroamérica vivió el inicio
de su particular transición política de la mano de la élite guatemalteca que, tras las
noticias de la guerra de España, tuvo que mantener el poder en todas las provincias del
istmo. Para este cometido fueron organizadas milicias bajo su control, sofocaron los
primeros conatos de rebelión.
Ahora bien, es conveniente señalar que a pesar de que el proceso de independencia
centroamericano nació con el Acta de Independencia suscrita en 1,821, ésta no vino
acompañada de una proclamación real de sus provincias como naciones independientes,
sino que fue consecuencia directa de la invitación que el gobierno mexicano hizo a las
autoridades centroamericanas para adherirse al Plan de Iguala, y que se llevó a cabo el 5
de enero de 1,822 con el Acta de Unión de las Provincias de Centro América al Imperio
mexicano.
La clase dominante centroamericana se encontraba aterrada con la posibilidad de que en
el seno de la región se pudiese dar un alzamiento popular articulado. Así, a pesar de que
los grupos independentistas que habían impulsado dichos acontecimientos se
encontraban completamente aislados y debilitados a causa del aparato represor del
gobierno colonial, desde el comienzo de las guerras de independencia que se daban en
todo el continente, en la región del istmo centroamericano se inició un nuevo movimiento
republicano que entre 1,820 y 1,821 buscó la forma de organizarse a nivel nacional. Por
consiguiente, desde que comenzó a circular la noticia de la posible anexión al imperio
mexicano, esta facción inició su propio proceso de independencia mediante el alzamiento
militar. La oligarquía era plenamente consciente de que tras el éxito del Plan de Iguala y
de las guerras de independencia que asolaban Sudamérica, el antiguo Reino de
Guatemala no podía continuar bajo condiciones político-administrativas coloniales. Estos
hechos, junto con el mencionado auge republicano, convenció a la aristocracia colonial de
la necesidad de proclamar la independencia para así tener la posibilidad de seguir
conservando en sus manos el poder político.
Las elites prefirieron proclamar la independencia por el temor, fundamentado en los
diferentes alzamientos populares, de que finalmente fuese el mismo pueblo el que
mediante un alzamiento definitivo tomase las riendas del proceso. Con todo, cabe aclarar
que, a pesar de este nuevo rumbo político, tanto las provincias como las capitales de la
región, continuaron gobernadas por la misma elite que proclamó la independencia y que
previamente ostentaba el poder en el istmo. Desde cierto punto de vista, este episodio no
representó más que el triunfo de los planes políticos de la oligarquía frente a los intereses
reales del conjunto de la sociedad centroamericana.

Centroamérica nació como concepto político pleno de significación en noviembre de


1,824 bajo el nombre de Federación de Centro América, integrada por cinco Estados:
Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Así, tras casi tres siglos de
dominio colonial, conseguía la independencia de la corona española. Sin embargo, este
proceso de integración regional se caracterizó por su repentino fracaso al no poder
diferenciar la realidad de las condiciones materiales imperantes y el ideal plasmado en la
Constitución Federal. Cuando fue declarada la independencia de las provincias del
antiguo Reino de Guatemala, la satisfacción y el fervor independentista se desbordaron
como proclama de un futuro alentador. Este sentimiento libertario se unió a una nueva
identidad criolla que se desmarcaba del elitista nacionalismo imperial, y creaba una nueva
estructura social especialmente gestada por guatemaltecos, salvadoreños y hondureños.
No es de extrañar que fueran las firmas de los mandatarios de estos tres países las que
aparecieran en el Acta de Independencia suscrita el 15 de septiembre de 1821. Nicaragua
y Costa Rica se suscribieron ya entrado el mes siguiente. Finalmente, este episodio
conduciría a la conformación de la Asamblea Constituyente de noviembre de 1,824, en la
cual se promulgaría la Constitución Federal que serviría como base legal para la creación
de la Federación de Centro América.

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