Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
BGB El-discernimiento.-La-novedad-del-Espíritu-y-la-astucia-de-la-carcoma
BGB El-discernimiento.-La-novedad-del-Espíritu-y-la-astucia-de-la-carcoma
EL DISCERNIMIENTO
Imprimatur:
✠ Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
14-11-2019
Diseño de cubierta:
Vicente Aznar Mengual, SJ
ISBN: 978-84-293-2945-2
Índice
«Conduciré a los ciegos por un camino que desconocen, los guiaré por
senderos que ignoran» (Is 42,16).
La petición del buen discernimiento recorre las encrucijadas personales
y comunitarias del pueblo de Dios. Nos detenemos en el Salmo 25, que
puede ayudarnos a formular nuestras incertidumbres y a constatar la
necesidad de ser iluminados por Dios en medio de las cegueras personales y
de las trampas que nos acechan. El encuentro con Dios no nos desvanece la
realidad cotidiana sino todo lo contrario: nos hace más lúcidos sobre la
gracia y la maldición que la recorre. Lo llamativo de este salmo es que la
gracia de un buen discernimiento no nos llega desde lejos, sino que es Dios
mismo el que se sitúa a nuestro lado, sobre la tierra cotidiana, para
encaminarnos por lo desconocido. Podemos leerlo como apertura
imprescindible al don de Dios que necesitamos.
«1 A ti, Señor Dios mío, levanto mi alma:
2 en ti confío, no quede defraudado;
«Se puede decir que en ninguna otra época anterior se había sentido de
manera tan acuciante la necesidad de hacer elecciones, de decidir.
Nunca antes habíamos sido tan dolorosamente autoconscientes de
nuestros actos de elección, realizados ahora en una penosa (aunque
incurable) incertidumbre y bajo la amenaza constante de “quedarnos
atrás” y de ser excluidos del juego sin posibilidad de regresar a él por no
haber respondido a las nuevas demandas»[7].
A esta necesidad de decidir con urgencia, sin dejar pasar la ocasión para
un mañana que no vuelve a pasar por la misma estación en la que me
encuentro, se añade la posible inconsistencia de lo decidido:
– No se trata de buscar solo hacer algo útil por los demás en algunos
tiempos especiales, o de sentir la euforia de ayudar o un cierto
bienestar emocional. El discernimiento se sitúa en el centro mismo
de nuestra manera de entender la vida, orientada por el Espíritu, que
afecta a toda la persona, a todos los tiempos y a la manera de
situarnos ante los acontecimientos. «No está en juego solo un
bienestar temporal, ni la satisfacción de hacer algo útil, ni siquiera el
deseo de tener la conciencia tranquila» (170). «No se discierne para
descubrir qué más le podemos sacar a esta vida sino para reconocer
cómo podemos cumplir mejor esa misión que se nos ha confiado en
el bautismo» (174).
– «El que lo pide todo también lo da todo, y no quiere entrar en
nosotros para mutilar o debilitar sino para plenificar. Esto nos hace
ver que el discernimiento no es un autoanálisis ensimismado, una
introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos
hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual
nos ha llamado para el bien de los hermanos» (175). El cristiano «no
deja anestesiar su conciencia» (174).
En la meditación del rey eternal (cf. Ej 91), Jesús envía amigos para que
propongan a «todos» la vida del Reino, hablando a la intimidad de cada
corazón, en el respeto absoluto a la originalidad de cada uno. No excluye a
nadie. Todos tenemos una originalidad concreta que aportar. También los no
creyentes escuchan en su corazón su propuesta, en un lenguaje que
comprenden y al que puedan dar su asentimiento en libertad. Dios nos
necesita a «todos» para ser testigos de su presencia en el mundo y para
desarrollar su proyecto en la historia. Ninguna persona queda descartada del
diálogo con la trascendencia. Dejaría de ser humana.
Nosotros sentimos en nuestro corazón la acción de Dios, que nos
propone algo concreto y nos va transformando para poder conocerlo,
acogerlo y vivirlo. Necesitamos discernir con calma para distinguir su
propuesta de otras propuestas que no son suyas, o de otras motivaciones
nuestras que son ambiguas y se infiltran con astucia, disfrazadas de ángel de
luz, erosionando el deseo de servir a Dios con transparencia.
Dios no puede brillar tanto que nos deslumbre y nos seduzca, ni
esconderse tanto que nos perdamos, ni actuar con tanto poder que nos
paralice, ni dar órdenes indiscutibles sin el tiempo y la distancia para que
nosotros podamos elaborar las respuestas marcadas con nuestra propia
originalidad. Dios se nos manifiesta en su justa cercanía, dejando el espacio
para decir sí o no y para desarrollar nuestra propia creatividad, en pleno
respeto a nuestra libertad. En el exilio de Babilonia, los judíos decían: «Tú
eres el Dios escondido» (Is 45,15). Dios no tenía la visibilidad de las
grandes estatuas de los dioses paganos, que secuestraban las miradas. «No
hablé a escondidas, en un país tenebroso; no dije a la estirpe de Jacob:
“Buscadme en el vacío”» (Is 45,19). Dios estaba oculto, pero en medio de
ellos. En su realidad cotidiana tenían que buscarlo.
Dios respeta nuestra libertad sin desentenderse de nosotros. Cuando nos
extraviamos, baja hasta nuestro desvarío, retoma con nosotros la propia
vida en el lugar donde nos hemos perdido, pero no nos evita artificialmente
el error o el rechazo. Los GPS que nos guían en caminos desconocidos
pueden ser una pequeña imagen de esto. Cuando nos perdemos por salirnos
del camino, nos orientan de nuevo, mostrándonos una ruta alternativa para
llegar al destino que buscamos.
Dios nos necesita. En la reconciliación de todas las cosas en Cristo
estará presente nuestra propia huella. Cada diferencia cuenta. Cada pequeño
matiz realza la belleza del dibujo; cada puntada es necesaria para que todo
el tejido sea nuestro: bello, firme y sin fisuras.
– Tenemos que discernir el camino que Dios nos propone a cada uno
dentro de una comunidad que busca encarnar en el mundo la
presencia siempre nueva de Jesús, la expresión del amor liberador e
inagotable de Dios al mundo.
El discernimiento supone una mirada que respeta la realidad como es, sin
idealizarla esparciendo sobre las superficies pintura del color que nos gusta
para no tener que verla y dejarnos cuestionar por la negatividad que la
destruye. Pero también sin demonizarla, dejando de reconocer la
creatividad de Dios y la bondad humana allí donde, en muchas ocasiones,
nosotros hemos decretado que de esa Nazaret no puede salir nada bueno (cf.
Jn 1,46) para no tener que buscar y comprometernos con la vida, cuya
superficie es áspera y seca. En los Ejercicios espirituales, las
contemplaciones y meditaciones comienzan trayendo la historia y
componiendo con la imaginación el lugar donde se sitúa la contemplación.
Es la fidelidad a la realidad del mundo, donde el Hijo se manifiesta.
En el Antiguo Testamento, Dios aparece, en diferentes escenarios y
momentos, mirando y enseñando a los profetas a ver con su mirada para
sanar las cegueras y sorderas de su pueblo. «He visto», «he oído», «me he
fijado», «he bajado» (cf. Ex 3,7s). También Jesús aparece mirando la
realidad tal como es y descubriendo en ella lo nunca visto, el pueblo de las
bienaventuranzas (cf. Mt 5,2-12), allí donde los instruidos solo ven fracaso
y desecho que hay que barrer hacia el basurero. Jesús nunca encierra a la
persona en lo que representa por su función social o religiosa: publicano,
prostituta, funcionario del imperio, jefe de la sinagoga o extranjero.
Tampoco mira, como si se tratase de un insecto clavado con un alfiler en el
panel de un laboratorio, lo que una persona ha sido hasta ese momento en
su trayectoria personal de descalabro. Siempre mira la hondura donde se
mueven las posibilidades insospechadas de vida nueva y de futuro. Jesús no
sella a personas y situaciones bajo las lápidas inamovibles de su pasado con
un epitafio de descrédito.
Ignacio, en los Ejercicios espirituales, también nos enseña a contemplar
cómo Dios mira, a mirar como él y a dejarnos mirar por él. En la
contemplación de la encarnación, modelo de todas las contemplaciones de
la vida de Jesús, miramos «la planicie o redondez de todo el mundo» (Ej
102), y en la del rey eternal miramos «el universo mundo» (Ej 95). Ni un
metro de tierra queda fuera de su mirada, ni un segundo fugaz se escapa a
su sensibilidad. No contemplamos solo desde la distancia y el conjunto,
sino también desde la cercanía amorosa de un servidor humilde, que está
atento a los pequeños detalles con los que se va tejiendo en cada instante la
vida real de cada persona y desea ayudar en lo que está a su alcance (cf. Ej
114).
Existe un lugar privilegiado para mirar la realidad: los pobres, las
periferias existenciales, donde aparentemente no puede surgir ningún futuro
nuevo de vida para todos, donde solo aparece en la superficie el descalabro
humano. Es en esas periferias descartadas donde se muestra el Hijo
encarnado, donde todos los que quieran encontrarse con él tienen que
acercarse para contemplarlo. Y, al mismo tiempo, es desde las periferias
desde donde debemos mirar el resto de la realidad, con la mirada salvadora
de Jesús.
Presencié una vez, en una escuela de bordado, el momento en que una
alumna presentó su trabajo, bellamente realizado. La profesora no lo revisó
por encima, que era el lado por el que siempre iba a ser mirado, sino por
debajo, por el revés escondido. Solo viéndolo así se daría cuenta de las
puntadas mal dadas, de las trampas por donde el dibujo se podría deshacer
en el futuro.
Me asombra encontrar a personas que trabajan en situaciones de
deterioro humano progresivo y que se mantienen en esos abismos con
alegría y cariño, siempre atentas a cada detalle al servicio de personas
«insignificantes». Ahí se les va la vida. ¿Cómo es esto posible? ¿Por qué el
abismo de la degradación humana no las engulle? En el fondo de esas
situaciones de las que todos huimos, ellas reciben cada día el abrazo de
Dios, que se identifica con los últimos (cf. Mt 25,40) y rehace a los servidos
y a sus servidores.
Existe un acercamiento científico a la realidad. Es necesario, pero no basta.
Existe, además, un acercamiento contemplativo a la misma realidad.
Podemos tomar como itinerario contemplativo el que presenta Ignacio en
los Ejercicios, en la contemplación del nacimiento de Jesús, pobre y
humilde, en el pesebre de Belén (cf. Ej 114):
«Si la buena noticia que anunciamos sigue velada, es para los que se
pierden, pues por su incredulidad el dios del mundo este les ha cegado
la mente, y no distinguen el resplandor de la buena noticia del Mesías
glorioso, imagen de Dios» (2 Cor 4,3s).
«… para que también la vida de Jesús se transparente en nuestra carne
mortal» (2 Cor 4,11)
«Porque eso me da que un ave esté asida a un hilo delgado que a uno
grueso; porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al
grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Verdad es que el delgado
es más fácil de quebrar, pero, por fácil que es, si no le quiebra, no
volará»[16].
«Por eso digo, hijas, que pongamos los ojos en Cristo, nuestro bien, y
allí deprenderemos la verdadera humildad, y en sus santos, y
ennoblecerse ha el entendimiento como he dicho y no hará el propio
conocimiento ratero y cobarde» (Moradas I, 2, 11).
«Después, esta represión puede hacerse de dos modos: uno, que con la
razón y luz de Dios advirtiendo algún movimiento de la sensualidad o
parte sensitiva contra la voluntad divina en modo que sea pecado, lo
reprimáis con temor y amor a Dios; y esto está bien hecho, aunque se
siguiese debilidad y mal del cuerpo; que no se debe hacer pecado
alguno por este o por otro respecto. Otro modo hay de reprimir dicha
sensualidad, cuando vos apetecéis algunas recreaciones o cosas lícitas,
donde no hay pecado alguno, mas por deseo de mortificación y de cruz
se niega aquello que se busca; y esta segunda represión ni a todos ni en
todo tiempo es conveniente, antes bien es a veces mayor mérito, para
poder permanecer a la larga con fuerzas en el servicio divino, tomar
alguna honesta recreación de los sentidos que reprimirla; y de ahí
entenderéis que la primera clase de represión os conviene y no la
segunda, aunque tengáis ánimo de caminar por la vía más perfecta y
grata a Dios»[18].
«No hago el bien que quiero; el mal que no quiero, eso es lo que
ejecuto» (Rom 7,19).
«Pero ¡cuántas gracias le doy a Dios por Jesús, Mesías, Señor nuestro!»
(Rom 7,25).
Podemos ser abnegados y mortificados, pero ¿hacia dónde ir? ¿Cuáles son
los caminos que debemos roturar con Jesús? Nuestra buena voluntad puede
ser secuestrada por el engaño. ¡Tantos fanáticos están dispuestos a matar y a
morir, a humillar y despreciar, a mutilar y descartar a otros seres humanos
por una imagen falsa de Dios! Necesitamos ver con claridad la propuesta de
Dios en medio del humo cegador que nos irrita los ojos y nos oscurece la
realidad.
Pablo es lúcido con respecto a la batalla que se libra dentro de sí mismo.
Pero no se considera un hombre definitivamente preso. Un humo denso y
tóxico le impide ver con nitidez su propia realidad personal, cómo se
extiende el mal por su intimidad y cómo tergiversa lo mejor de sí mismo:
«Lo que realizo no lo entiendo, pues lo que yo quiero, eso no lo realizo; en
cambio, lo que detesto, eso lo hago» (Rom 7,15).
También percibe que el Jesús pobre y humilde de Nazaret, desde su vida
descalza y bien pegada a la tierra de la realidad donde se movía el pueblo
sencillo, lo libera de «ese instrumento de muerte» y exclama: «¡Cuántas
gracias le doy a Dios por Jesús, Mesías, Señor nuestro!» (Rom 7,25).
Ignacio presenta al enemigo «en una grande cátedra de fuego y humo» (Ej
140), en la Babilonia de los imperios opresores, y a Jesús, por el contrario,
sobre la tierra desnuda de Galilea.
Por los alrededores de nuestro santuario interior, donde Dios habita,
merodea, insomne y sin sosiego, el enemigo, «mentiroso y padre de la
mentira» (Jn 8,44) que intenta engañarnos con múltiples disfraces para
entrampar nuestra decisión radicalmente o, al menos, para disminuir la
calidad del bien que hacemos y carcomer los pilares de nuestra consistencia
interior. En la meditación de las dos banderas (Ej 136-148), Ignacio nos
ilumina sobre esta batalla que nunca cesa.
Lo que tratamos de discernir es «la vida verdadera» (Ej 139) que Jesús
nos ha traído y nos ofrece para todos hoy en cada coyuntura. En esta
meditación de lucidez evangélica, Ignacio nos presenta primero el camino
de la «no vida», de la esclavitud propia y ajena, del orgullo vano que, desde
su prestigiosa «cátedra de fuego y humo», ciega, seduce y destruye las
relaciones y los proyectos. El enemigo de la «vida verdadera» se sienta en
una cátedra llamativa y cotizada, poderosa; está rodeado de un humo tóxico
que confunde la mirada, se alza vano hacia los cielos y se diluye cayendo
sobre la tierra, contaminando el aliento vital de todo lo que existe. Su
metodología es el engaño de las redes invisibles, escondidas al paso del
confiado, que se convierten después en cadenas manifiestas e irrompibles.
Su camino empieza con la acumulación de cualquier tipo de riquezas, pasa
por el honor vano y volátil de la opinión pública y termina en orgullo que
mira de arriba abajo, ignorando a las personas y deteriorando las relaciones.
Jesús es el camino contrario. Ignacio nos lo presenta en un lugar
«humilde, hermoso y gracioso» (Ej 144). Lo que se dice del espacio se dice
también de Jesús. La «vida verdadera» es propuesta en una relación
cercana, de amistad y de servicio, sobre la fecundidad de la tierra desnuda,
despojada de toda losa sobre la que construir los sueños del propio ego. Se
encuentra en el pobre de corazón que se acerca a los demás como amigo y
servidor, lejos de todo trasfondo mercantil; en esas relaciones se crea la vida
verdadera. La contemplación sosegada del Jesús pobre y humilde del
Evangelio va posibilitando que su propuesta se convierta en la sabiduría
encarnada en nosotros, que nos oriente en todo discernimiento. Buscamos
ser servidores de la «vida verdadera», sin engaños, con «humildad
amorosa» (De 178), con las personas y con todas las cosas creadas, lo que
nos posibilita saborear ya la dimensión de eternidad que se esconde en las
más pequeñas afirmaciones de la vida.
«Antes erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos
de la luz, donde florece toda bondad, honradez y sinceridad,
examinando todo lo que agrada al Señor. En vez de asociaros a las
obras improductivas de las tinieblas, denunciadlas» (Ef 5,8-11).
Las diferentes reglas que Ignacio propone en los Ejercicios nos pueden
ayudar a ser lúcidos sobre dimensiones importantes de nuestra vida que
podrían pasar desapercibidas. No solo las leemos como normas sino
también como espejos que nos reflejan lo que somos, aun en los pequeños
detalles de la cotidianidad. Las reglas presuponen siempre una experiencia
de Dios inspirada en la contemplación de Jesús. Sin esta experiencia se
convierten en una ascesis falsa, rígida y sin sabor.
Para Ignacio es fundamental darnos cuenta de lo que vivimos
interiormente: cómo actúan en nosotros el buen espíritu que nos construye y
el malo que nos dispersa, lo que nos integra y lo que nos desintegra, los
dinamismos sanos que configuran nuestra persona y las heridas persistentes
del pasado por donde se desangran nuestras buenas intenciones, las
experiencias que nunca dejan de manar futuro limpio y el «punto flaco» por
donde somos más vulnerables y seremos constantemente atacados (cf. Ej
327).
En la mitología griega, Aquiles era invulnerable porque, cuando nació,
su madre, la ninfa Tetis, intentó hacerlo inmortal sumergiéndolo en la
laguna Estigia, pero olvidó mojar el talón por el que lo sujetaba, dejando
vulnerable esa pequeña parte del pie. Por ahí lo abatieron con una flecha
envenenada. A Sigfrido le cayó una hoja de tilo en la espalda mientras se
bañaba en la sangre del dragón que lo hizo invulnerable, y por ese pequeño
espacio entró la lanza que lo mató a traición. Estos relatos mitológicos
expresan la misma realidad humana: todos tenemos nuestro «talón de
Aquiles», nuestro «punto flaco».
El conocimiento propio siempre ha sido central en la historia de la
espiritualidad cristiana, tanto para constatar, agradecer y acoger la acción de
Dios en nuestra vida como para ser lúcidos y estar atentos por donde somos
más frágiles. Ignacio propone diferentes formas de examen:
d) El cuarto elemento que hay que tener en cuenta es que Dios nos
propone lo que «más […] salud de mi ánima sea» (Ej 152). Este
aspecto es muy importante, pues a veces podemos olvidar las
limitadas posibilidades que somos y tenemos. Nos creemos más de
lo que somos y nos rompemos por asumir cargas para las que no
tenemos los hombros formados, o podemos encogernos como
pergaminos de historias viejas, porque nos minimizamos sin
misericordia. Es posible exprimirnos a nosotros mismos hasta la
ruptura personal por pretender acelerar la hora, ignorando los ritmos
del Reino y los de la propia persona. No podemos someter la
realidad a las exigencias de nuestra impaciencia ni de nuestras
programaciones. Necesitamos entrar en el tiempo de Dios y de la
debilidad humana, que él ha asumido como propia en la encarnación
de su Hijo. La propuesta de Dios nos hace más sanos, más
saludables, más capaces de saborear con alegría la entrega en la
construcción del Reino y también más resistentes a la hora de ser
confrontados a horas oscuras y fuerzas que nos pueden flagelar las
espaldas y clavar, juntamente con las realidades crucificadas de la
existencia humana.
e) En el triple coloquio de las dos banderas (cf. Ej 147), que repetimos
varias veces durante esa etapa de los Ejercicios, nos damos cuenta
de que pedir este «más», situado en el seguimiento del Jesús pobre y
humilde del Evangelio, es fruto enteramente de un corazón abierto a
la gracia de Dios, y que sin ese don andamos transitando las
fronteras de la desmesura, que nos puede destruir.
«Lo que es yo, estando bajo la ley, morí para la ley, con el fin de vivir
para Dios. Con el Mesías quedé crucificado y ya no vivo yo, sino que
vive en mí el Mesías. Mi vivir humano de ahora es un vivir de la fe en
el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,19s).
San Ignacio solía terminar sus cartas con un deseo suyo, que era al
mismo tiempo una oración. La voluntad de Dios no solo se conoce, sino que
también se siente. La afectividad está implicada para acoger y cumplir la
propuesta de Dios:
«Plega a la divina Bondad a todos dar su gracia cumplida para que su
santísima voluntad siempre sintamos y enteramente la cumplamos»[24].
Modo de proceder
en el discernimiento comunitario
«Porque antes erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor. Vivid
como hijos de la luz, donde florece toda bondad, honradez y sinceridad,
examinando todo lo que agrada al Señor. En vez de asociaros a las
obras improductivas de las tinieblas, denunciadlas» (Ef 5,8-11).
«Es bueno que haya un proceso de reflexión que nos permita a todos
entender lo que se busca, aportar, asimilar la nueva propuesta y trabajar los
posibles consensos. Pero el camino de la racionalidad no siempre nos lleva
al acuerdo. […] Hay que trabajar el mundo afectivo. Y los amores
desordenados solo se vencen con un amor más grande que los ordena al fin
de nuestra vida. Solo situando el proceso en el plano del amor mayor
seremos capaces de disponer nuestro espíritu con alegría y hasta
entusiasmo. Situando el proceso en la búsqueda de la voluntad de Dios y
disponiendo nuestro corazón a querer lo que Dios quiere, aunque nos
cueste, aunque no lo veamos»[27].
3. Modo de proceder[28]
El animador del discernimiento tiene que percibir con una sensibilidad muy
atenta el momento que vive el grupo, el modo de acercarse a él y los pasos
del proceso, para ayudar a que todos avancen y se expresen sin dejar
elementos importantes fuera, porque podrían quedar reprimidos, enconarse
en el silencio y revolverse con todo tipo de resistencias y trabas contra el
resultado final y su implementación. El animador del proceso puede ser el
superior de la comunidad, el responsable de la institución o una persona
externa que se sitúe con objetividad.
3.7. Decisión
3.8. Confirmación1
Los discernimientos bien hechos se confirman con la paz y unión que siente
el grupo y que lo unifica desde dentro. Presentamos la decisión ante el
Señor para que nos la confirme[30]. La persona responsable toma la
decisión.
«Se debe reconocer con honradez que no todas las comunidades podrán
realizar el discernimiento apostólico en común; pero todas podrán, al
menos, esforzarse en crecer buscando caminos apropiados de
profundización, de acuerdo con sus posibilidades actuales»[31].
«Si llegara el día –y este día podría ser hoy– en que fuera víctima del
terrorismo que parece querer abarcar a todos los extranjeros que viven
en Argelia, desearía que mi comunidad, mi Iglesia y mi familia se
acordaran de que mi vida ha sido donada a Dios y a este país. Que
aceptaran que el único Maestro de todas las vidas no podría permanecer
ajeno a esta muerte brutal. Que rezaran por mí. ¿Cómo puedo ser yo
digno de tal ofrenda? Que sepan asociar esta muerte a tantas otras,
igualmente violentas, abandonadas a la indiferencia y al anonimato. Mi
vida no vale más que otra. Tampoco vale menos. En todo caso, no tiene
la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saber que
soy cómplice del mal que ¡desgraciadamente! parece prevalecer en el
mundo. Y también del que podría golpearme a ciegas. Desearía, llegado
el momento, tener ese instante de lucidez que me permita pedir perdón a
Dios y a mis hermanos, perdonando, al mismo tiempo, de todo corazón
a quien me golpea. No podría desear una muerte semejante. Me parece
importante declararlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme del
hecho de que este pueblo que amo fuera acusado, indiscriminadamente,
de mi asesinato. Sería un precio demasiado alto para la que, tal vez,
sería llamada la “gracia del martirio” que se debiera a un argelino,
quienquiera que sea, sobre todo si dice que actúa por fidelidad a lo que
él cree ser el islam. Sé con cuánto desprecio han sido tachados los
argelinos en su conjunto, y conozco también las caricaturas del islam
fomentadas por un cierto islamismo. Es demasiado fácil poner en paz la
conciencia identificando esta vía religiosa con el fundamentalismo de
sus extremistas.
Argelia y el islam son para mí otra cosa, son un cuerpo y un alma.
Creo haberlo proclamado bastante sobre la base de lo que he visto y
aprendido por experiencia, volviendo a encontrar a menudo ese hilo
conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi
primerísima Iglesia, precisamente en Argelia y, ya entonces, en el
respeto de los creyentes musulmanes.
Evidentemente, mi muerte parecerá darles la razón a quienes me han
tratado, sin reflexionar, como ingenuo o idealista: “¡Que diga ahora lo
que piensa de esto!”. Pero deberán saber que, por fin, quedará satisfecha
la curiosidad que más me atormenta. Si Dios quiere, podré sumergir mi
mirada en la del Padre para contemplar junto a él a sus hijos del islam,
así como él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su
pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será
siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza,
jugando con las diferencias.
De esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy
gracias a Dios porque parece haberla querido por entero para esta
alegría, por encima de todo y a pesar de todo. En este gracias, en el que
ya está todo dicho de mi vida, os incluyo, amigos de ayer y de hoy, y a
vosotros, amigos de aquí, junto a mi madre y mi padre, mis hermanas y
hermanos y a ellos, ¡céntuplo regalado como había sido prometido! Y a
ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estás
haciendo. Sí, por ti también quiero decir este gracias y este a-Dios en
cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea concedido reencontrarnos
como ladrones llenos de gozo en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre
nuestro, tuyo y mío.
¡Amén! Inša’Allah!».
«Ignacio de Loyola, entre los años 1526 y 1546, fue sometido a ocho
procesos inquisitoriales, acusado de alumbrado en Alcalá (1526 y
1527), de erasmista en Salamanca (1527), de “seductor de estudiantes”
en París (1529 y 1535), de católico desviado en Venecia (1537), de
“lobo luterano disfrazado de oveja romana” en Roma (1538) y de
transgresor de las normas con las arrepentidas en Roma (1546)»[32].
«Yo me siento,
más que nunca,
en las manos de Dios.
Eso es lo que he deseado
toda mi vida,
desde joven.
Y es también lo único
que sigo queriendo ahora.
Pero con una diferencia:
hoy toda la iniciativa
la tiene el Señor.
Las palabras del padre Arrupe en ese momento de su vida no son de derrota
ni de amargura sino de admirable plenitud. Por fin se siente enteramente en
las manos de Dios para ser un amoroso instrumento suyo en la construcción
del Reino, como siempre había soñado. No es solo un ser disminuido,
despojado de sus extraordinarias cualidades proféticas de comunicador, sino
un sorprendente testigo del Evangelio, de un amor que lo recorre por dentro
y que siempre dinamizó su vida. Ese amor, ahora desnudo, sin el ropaje de
tantas cualidades, aparece con toda nitidez; se nos revela más fuerte que los
límites. Parece decirnos que ahora la novedad de Dios, a través de él, puede
entrar en este mundo sin ninguna interferencia suya.
Afirma Teilhard de Chardin que nosotros experimentamos pasividades
de crecimiento y de disminución. En las de crecimiento, acogemos todo lo
que llega hasta nosotros, de manera incalculable, para que podamos edificar
la persona servidora del Reino que Dios nos ofrece ser. En las pasividades
de disminución, vamos experimentando límites nuevos, que nos erosionan y
nos mutilan. Al final de las disminuciones está la muerte.
Sorprendentemente, hay que tener muy claro que todos estos procesos de
disminución no nos van encaminando necesariamente hacia el
aniquilamiento sino hacia la plenitud de la vida.
Inevitablemente, en algunos momentos experimentamos procesos de
disminución, tanto personal como institucional, en la Iglesia y en las
comunidades. Buscar y hallar la novedad de Dios en esos tiempos de
oscuridad puede ser complejo. No pedimos simplemente resignación para
acoger sus designios. Lo que se busca es por dónde pasa la vida del Reino
en esas situaciones y cómo unirnos a la creatividad de Dios, cómo colaborar
con él para que esa vida pueda brotar con toda su novedad y fortaleza. En
algunas ocasiones la única forma de crecer será disminuyendo.
Necesitamos afinar bien nuestro discernimiento. ¿Por dónde pasa la
novedad de Dios? ¿Cómo dejarla nacer? ¿Cómo regalarle lo mejor de lo
que somos y tenemos para que pueda crecer y proseguir su camino? ¿Cómo
transformar los huecos de la pared en ventanas por donde nos entre la luz,
en puertas por donde salir hacia el futuro?
«En efecto, las dos partes, activa y pasiva, de nuestras vidas son
extraordinariamente desiguales. En nuestras perspectivas, la primera
ocupa el primer lugar, porque nos resulta más agradable y más
perceptible. Pero, en realidad, la segunda es inconmensurablemente la
más extensa y la más profunda» (P. Teilhard de Chardin).
«No cambio mi soledad por un poco de amor. Por mucho amor, sí.
Pero es que el mucho amor también es soledad…
¡Que lo digan los olivos de Getsemaní!»[36].
¿Dónde situar los límites, las pérdidas, las podas para que la vida nueva
pueda nacer? El evangelista Juan recoge tres parábolas que nos ayudan a
vivir nuestras pasividades: la semilla enterrada (cf. Jn 12,24), la poda de la
vid (cf. Jn 15,1s) y la mujer embarazada (cf. Jn 16,21). Las tres son
parábolas maternales. Son sepulturas donde se gesta el futuro. En las tres
Jesús recoge un mismo proceso, que él mismo va a recorrer en su propia
persona.
En algunas situaciones, algo de nosotros se corta de repente: una
relación, una destreza, un proyecto, un cargo, una tierra. Algo se desprende
de nosotros sin remedio. Vivimos una auténtica amputación. Entramos
despojados en otra etapa nueva.
d) Algo nuevo ha nacido, una planta pequeña sobre la tierra, que sabe
el camino que la guía hasta crecer en ramas de hojas y de frutos. Un
brote sorprende en la aspereza de las ramas podadas. El niño se
mueve buscando otros espacios y empieza a estrenar los gestos
originales que ninguna otra persona podrá repetir.
En los éxodos masivos que hoy suben indetenibles desde África hacia
Europa y desde América Latina hacia los Estados Unidos, encontramos
madres embarazadas que caminan fatigosamente. Han hecho su
discernimiento y han tomado una decisión de sumo riesgo. No se resignan a
la muerte en su propia tierra y persiguen un sueño, para ellas y para los
hijos que llevan en su vientre. Son una elección pascual que atraviesa,
vulnerable, mares, desiertos y las redes de los traficantes de vidas humanas.
Todo discernimiento tiene una dimensión pascual. Se ilumina en la
muerte y resurrección de Jesús. Las nuevas propuestas de Dios vienen a
desinstalarnos para dar cabida a una nueva plenitud en nuestra existencia.
Entre la muerte y la resurrección hay un no saber qué significa resucitar,
una ignorancia que no podemos llenar nosotros con nuestras fuerzas. Es
necesario esperar hasta «el tercer día». Ese tiempo, en el que todo se
detiene, purifica nuestra suficiencia y se abre a la existencia para recibir lo
nuevo que no es solo fruto de nuestro esfuerzo. Podemos emplear todas
nuestras habilidades, pero el don prometido está más allá de nuestro
empeño.
En los procesos de crecimiento, personal o institucional, nos
arriesgamos a dejar atrás las síntesis en las que nos sentimos cómodos,
donde todo es previsible y manejable. Entramos en otra etapa, que siempre
trae una dimensión de incertidumbre. En todos los éxodos hacia una tierra
nueva, hay que romper una seguridad y enfrentar el desierto sin caminos.
Abrahán y Moisés son dos símbolos del carácter nómada de la existencia
verdaderamente humana. Si uno tiene una confianza básica en el que lo
convoca, entonces se puede dejar todo y salir alegre hacia el futuro (cf. Mc
1,18), sin quedarse triste en el pasado que nos retiene y nos abruma (cf. Mc
10,22).
En los procesos de disminución, vamos perdiendo espacios seguros y
conocidos. Parece que nos vamos replegando, como si estuviésemos
arrinconados por un fuego que todo lo devora hasta llevar las llamas al
borde de nuestros pies. Con frecuencia solo percibimos las pérdidas, lo que
dejamos atrás, y no apreciamos la belleza de lo que ya se va incubando en
nuestra vida y nos anuncia los rasgos del futuro. Con un espíritu
contemplativo, lo podemos percibir con el realismo y certeza del
ultrasonido de un niño en el vientre de su mamá, pero, al mismo tiempo,
con las sombras que solo se disiparán después del parto. La existencia no es
un ir solo de más a menos sino de menos a más. El final no es la nada, ni un
simple regalo que no tiene nada que ver con nuestro empeño, sino la
plenitud de lo real.
Nadie abandona lo que deja, por necesidad o por propia elección, para
salir hacia el futuro, si no lleva dentro una gran pasión que lo empuja desde
dentro y le infunde un espíritu creativo capaz de inventar lo nuevo, que en
parte se va gestando en el camino y en parte es ya una tierra que lo espera.
Discernir y elegir es lo más ajeno a un negocio, donde los precios de lo que
compramos están fijados y donde se puede devolver la mercancía si no
estamos satisfechos con ella. El regreso al pasado no es posible para nadie.
Solo se puede regresar a la nostalgia, no a la vida.
Todas nuestras Pascuas están asociadas a la Pascua de Jesús. Somos
parte de su cuerpo, que aún camina en la historia. Esto no solo es una
metáfora que nos ayuda a entender, sino una realidad en la que vivir. De la
vinculación de nuestra persona con Jesús depende la calidad de nuestros
discernimientos, en los que siempre hay algo que muere y algo que resucita.
Al lado de Jesús, se irá purificando nuestra interioridad de todo lo que es
engaño. En la contemplación de su persona, se iluminará toda la vida y todo
nuevo don suyo que nos ofrezca, y al ejecutarlo con él nos uniremos en el
trabajo, en la lucha para realizarlo y celebrarlo con un «cántico nuevo» (Sal
96,1) que nunca ha sido estrenado.
[35] Texto del padre Arrupe, leído por el padre Ignacio Iglesias en el aula de la Congregación
General el 3 de septiembre de 1983.
[36] D. M.ª LOYNAZ, Poesía, Letras Cubanas, La Habana 2002, 134.