Está en la página 1de 78

Sal Terrae

Colección «EL POZO DE SIQUÉN »

413

2
Walter Kasper

PADRE NUESTRO

La revolución de Jesús

3
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública
o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización
de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO
(Centro Español de Derechos Reprográficos)
si necesita reproducir algún fragmento de esta obra
(www.conlicencia.com / 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Grupo de Comunicación Loyola


• Facebook / • Twitter / • Instagram

4
Originalmente publicado en Alemania en 2019
bajo el título Vater unser: Die Revolution Jesu
por Patmos Verlag, de Schwabenverlag AG, Ostfildern, Alemania.

El presente volumen se publica con la colaboración


del Instituto de Teología, Ecumenismo y Espiritualidad
«Cardenal Walter Kasper»,
con sede en la Escuela Superior de Filosofía y Teología
de Vallendar (Alemania).

© Walter Kasper, 2019


© Kardinal Walter Kasper Institut, 2019
Director: Prof. Dr. George Augustin

Traducción:
Melecio Agúndez Agúndez, SJ

5
© Editorial Sal Terrae, 2019
Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 944 470 358
info@gcloyola.com / gcloyola.com

Imprimatur:
✠ Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
31-05-2019

Diseño de cubierta:
Vicente Aznar Mengual, SJ

ISBN: 978-84-293-2883-7

6
Índice

Prólogo

1. Vosotros orad así


2. Padre nuestro, que estás en el cielo
3. Santificado sea tu Nombre
4. Venga a nosotros tu reino
5. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo
6. Danos hoy nuestro pan de cada día
7. Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden
8. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal
9. Porque tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria

Índice de citas bíblicas


Índice general

7
Prólogo

A muchos les resulta difícil orar. El padrenuestro, sin embargo, le es familiar a todo
cristiano, independientemente de que él, o ella, sintonice más o menos, o incluso
absolutamente nada, con la Iglesia. No es una oración simplona o ingenua que baste con
repetir sencillamente de manera memorística: muchas de las opiniones de cada día las
vuelve patas arriba, nos hace ver la vida y el mundo de manera nueva y ruega por la
transformación de la vida y del mundo. Da firmeza y esperanza.
He intentado interpretarlo de la manera más universalmente comprensible y
entenderlo a modo de una lente que amalgama toda la fe cristiana.
El libro puede servir de orientación y de meditación personal, así como de base para
ciclos de predicación y de conferencias o para días de retiro. No hay que leer esta
interpretación de un tirón; se pueden también tomar capítulos o secciones aisladas,
reflexionar sobre ellos y sentirse invitado a orar.
Vaya mi agradecimiento a todos los que me han enseñado el padrenuestro. Estos son,
en primer lugar, mis padres, luego mis acompañantes espirituales, maestros teólogos e
innumerables cristianos de todo el mundo con los que, a lo largo de mi vida, lo he orado
en muchas lenguas y en las más diferentes situaciones. Lo que me han enseñado quisiera
transmitirlo agradecidamente en este volumen.

8
1

Vosotros orad así

«Señor, enséñanos a orar». Con esta petición se dirigieron los discípulos de Jesús a su
Maestro (Lc 11,1).
Esta petición les sale hoy a muchas personas del corazón. Es la necesidad de
muchos: desearían orar, pero no saben cómo deben y pueden pedir. Por otra parte, a
muchos cristianos les resulta difícil la oración personal. Jesús no ha dejado sin respuesta
esta necesidad. Les dijo: Cuando recéis no seáis palabreros charlatanes como los
paganos. No creáis que tenéis que decir muchas palabras. «Cuando oréis, decid…», y, a
renglón seguido, enseñó a sus discípulos el padrenuestro. Por eso lo llamamos la oración
del Señor. Hasta hoy es, con diferencia, la más conocida de todas las oraciones
cristianas. No dice muchas palabras ni contiene grandes gestos. Breve y apretadamente
resume en solo seis peticiones todos los anhelos esenciales. Es un verdadero compendio
de oración y de fe cristianas.

La tradición bíblica

En el Nuevo Testamento, el padrenuestro aparece en una doble versión: en la versión


extensa, corriente entre nosotros, del Evangelio de Mateo (Mt 6,9-13) y en una fórmula
breve del Evangelio de Lucas (Lc 11,2-4). A ellas hay que añadir un testimonio muy
primitivo contenido en la Didajé, la «Doctrina de los doce apóstoles» (Did 8,2), una
formulación del texto muy cercana a la del Evangelio de Mateo. La mayoría de los
especialistas están convencidos de que la versión extensa de Mateo constituye el texto
más antiguo. Se remonta a la tradición de las primitivas comunidades judeocristianas. El
texto más corto, el de Lucas, encaja posiblemente mejor en la tradición de una
comunidad cristiano-pagana. La Didajé apunta probablemente a un contexto
siropalestino.
En todos estos formatos, el padrenuestro se nos presenta en griego. Sin embargo,
Jesús no hablaba en griego, sino en arameo, y seguramente a sus discípulos les enseñó el
padrenuestro en arameo. La palabra original, la llamada ipsissima vox [la «mismísima
voz»] de Jesús, no la tenemos. Desde luego, ha existido hasta hoy el pequeño grupo de

9
los cristianos arameos, que ha conservado el idioma de Jesús y reza el padrenuestro en
arameo. No se puede decir con seguridad si su versión del padrenuestro ha conservado, a
lo largo de dos mil años, las palabras dichas por el mismo Jesús, y en qué medida. Con
mucha mayor razón, son hipotéticas las retraducciones más recientes del griego al
arameo.
Entre las palabras arameas de Jesús y la formulación griega contenida en ambos
evangelios, que –según hoy se acepta– no fueron redactados hasta después de la
destrucción de Jerusalén –año 70–, hay varios decenios de por medio. En este tiempo, el
padrenuestro fue transmitido seguramente en diversas variantes. Así pues, las palabras
propias de Jesús solo las tenemos en la tradición de la Iglesia primitiva. Ya desde muy
pronto fueron transmitidas en ella como un texto particularmente sagrado.
La traducción del arameo al griego no podemos imaginárnosla como si, un buen día,
hubiera procedido a realizarla un erudito sentado a la mesa de su despacho. En la
Palestina de entonces eran bilingües muchas personas. Tenemos que suponer, por tanto,
que también en las comunidades judeo-cristianas, en las que tiene su cuna la versión que
conocemos de Mateo, coexistieron yuxtapuestas durante bastante tiempo la versión
aramea y la griega. Si hubiese habido diferencias llamativas entre ambas versiones, sin
duda habrían llamado la atención de los muchos miembros bilingües de las
comunidades. Por tanto, podemos tomar como punto de partida que el texto griego de
Mateo se acerca mucho al origen.

Fuentes judías veterotestamentarias y cristianas

Más significativos que unas hipotéticas retraducciones al arameo son los paralelos judíos
del padrenuestro. En el padrenuestro, Jesús asumió palabras –familiares para Él– de la
praxis oracional judía. Por eso, el padrenuestro solo se puede entender a partir de la
tradición oracional veterotestamentaria judía. La más importante oración judía era el
kadish (del arameo qadiš), que ya era conocido en tiempo de Jesús y que Jesús mismo
pronunció, con gran probabilidad, en actos litúrgicos de las sinagogas. Esta oración
muestra claros paralelismos con el padrenuestro. Cada una de las proposiciones del
padrenuestro se encuentra ya en la Biblia hebrea, nuestro Antiguo Testamento; por
supuesto, allí más dispersas y no en el denso resumen en el que las encontramos en el
padrenuestro. Por eso, los judíos y los cristianos pueden rezar juntos el padrenuestro.
Pero sería precipitado incluir el padrenuestro en el horizonte veterotestamentario
judío. Jesús vivió y rezó desde el espíritu del Antiguo Testamento, pero también rebasó
la interpretación de entonces del Antiguo Testamento y lo interpretó de modo nuevo. La
gente entendió muy pronto la novedad del mensaje propuesto «con autoridad» (Mc 1,27;
Mt 7,29). También los enemigos de Jesús comprendieron rápidamente lo inauditamente
nuevo del mensaje de Jesús y pronto buscaron una ocasión para matarlo (Mc 3,3). Por
muy en serio que tengamos que tomar el trasfondo veterotestamentario judío del
padrenuestro, con la misma seriedad, al menos, tenemos que entender todo ello en el

10
contexto integral del mensaje propio de Jesús acerca de la inminencia del reino de Dios y
de su crítica a la praxis legalista del judaísmo de su tiempo.
Como el padrenuestro –lo mismo que todas las palabras del Señor– solamente se nos
presenta en la tradición de la primitiva comunidad, pertenece también al contexto nuevo
de la nueva situación que surgió después de la cruz y de la resurrección de Jesús. No
podemos desvincular el padrenuestro del contexto global de la oración de las primitivas
comunidades: tenemos que entenderlo dentro de la totalidad del mensaje
neotestamentario. Los primeros Padres de la Iglesia interpretaron el padrenuestro como
resumen y síntesis de todo el Evangelio de Jesús y lo utilizaron en la preparación
catequética para el bautismo. Igualmente, fue muy pronto incorporado a la celebración
de la eucaristía. Así pues, desde muy temprano el padrenuestro fue orado
comunitariamente en la celebración de la eucaristía por las comunidades reunidas, al
igual que hoy.
Cuando hoy rezamos el padrenuestro –solos o en comunidad– estamos en un gran
contexto de tradición y en una gran corriente de personas que lo han orado durante
muchos siglos. Lo rezamos con los mártires y con los grandes santos de todas las épocas,
con la multitud de cristianos que lo oraron en las más diversas situaciones personales de
apuro o de necesidad. Lo rezamos juntamente con los cristianos de todas las Iglesias.
Porque el padrenuestro es la oración ecuménica por excelencia.

Una oración para nosotros hoy

No se debe nunca interpretar una afirmación partiendo solo de su origen; toda palabra,
en cada circunstancia, tiene también un futuro: desencadena un dinamismo histórico,
dentro del cual es interpretada y se hace efectiva. Esta historia dinámica, en el caso del
padrenuestro, comienza ya en el Nuevo Testamento y continúa en la interpretación de los
Padres de la Iglesia y en toda la historia de la oración, de la liturgia y de la teología de la
Iglesia y de las diversas Iglesias. Así como la palabra de Jesús se pronunció en una
situación determinada, así, posteriormente, se tradujo cada vez al contexto de nuevas
situaciones y solo de este modo se hizo concretamente comprensible y relevante. Cuando
interpretamos hoy el padrenuestro, tenemos que considerar conjuntamente la historia de
su tradición y la historia de su dinamismo. Supuesta, evidentemente, toda la fidelidad al
texto originario, tenemos que interpretar también simultáneamente el padrenuestro
teniendo ante la vista nuestra situación de hoy.
El intento de interpretar en todo lo posible la palabra de Jesús literalmente y en el
sentido del Jesús histórico solo se introdujo con la moderna exégesis histórico-crítica.
Esta exégesis histórico-crítica ayudó a liberar de nuevo el texto original de repintes y
maquillajes posteriores añadidos. Por este camino, la citada exégesis nos ha permitido
conocer muchas cosas de nuevo y mejor. Por eso, en toda exégesis actual es
imprescindible. Ahora bien, si lo que realmente intenta es desacoplar el llamado Jesús
histórico, reconstruido por ella, de la exégesis posterior y enfrentarlo de modo

11
completamente radical con la tradición viva de la Iglesia, entonces del organismo vivo
del cristianismo se hace una pieza arqueológica de museo que se recupera del polvo de la
historia para depositarla después como pieza de museo de una historia pasada.
Mientras tanto, el así reconstruido Jesús histórico ha venido, en muchos casos, a
constituirse en una especie de señor independiente y se ha manifestado como constructo
moderno de un Jesús ilustradamente liberal o socialmente radical. Como contrapartida,
este modernismo ha traído consigo el fundamentalismo. Se agarra como una lapa a las
palabras real o supuestamente originales del Jesús histórico. Esta es una típica reacción
de miedo que pretende avanzar con toda seguridad y que, por tanto, no quiere
embarcarse en ninguna «traducción» real. Pasa por alto que un texto del siglo I leído o
dicho en el siglo XX o XXI es, forzosamente, entendido en el contexto actual; y que, por
consiguiente, tal vez hasta sea malinterpretado o incluso ya no entendido en absoluto. En
el fondo, el fundamentalismo es contraproducente; en vez de poner al descubierto y abrir
el mensaje cristiano al hoy, lo único que hace, con demasiada frecuencia, es solo
cerrarlo.
Una interpretación del padrenuestro lo más fiel posible al original y, al mismo
tiempo, inteligible hoy, no es cosa fácil. Se encuentra entre Escila y Caribdis: el
modernismo y el fundamentalismo. La manera más sencilla de abordar esa dificultad es
procurar, por supuesto, entender el padrenuestro lo mejor posible, partiendo del contexto
originario, pero considerando, al mismo tiempo, la historia de la tradición y la historia
de su dinámica y virtualidad –ya incipientes en el Nuevo Testamento– y, finalmente,
siguiendo la huella de esta doble historia, intentar hacer hablar al texto en el contexto de
hoy. Al igual que el mensaje de Jesús, ya al principio, era un desafío, así tiene que serlo
también hoy. Sin embargo, también un desafío tiene que ser comprendido. La mejor
traducción puramente literal es de poca ayuda si se presta al equívoco o incluso es
ininteligible. La fe cristiana es una fe que busca entender. Por tanto, creer y entender,
creer y pensar, no se dejan separar: forman un todo.

Una invitación a orar

Jesús transmitió a sus discípulos el padrenuestro como invitación e introducción a la


oración. Para ello prometió a sus discípulos el Espíritu Santo, que les recuerda todo y les
introduce en toda verdad (Jn 14,26; 15,26; 16,13). Solo en el Espíritu Santo y con su
ayuda podemos rezar rectamente (Rom 8,26). En este sentido, los discípulos de Jesús
transmitieron el padrenuestro como tesoro de oración a las siguientes generaciones.
Como oración dicha en el Espíritu Santo ha acompañado, consolado, fortalecido y
animado a infinidad de personas en su vida a lo largo de la historia. Tampoco nosotros
podemos explicar y entender objetivamente el padrenuestro si no es en reflexión orante.
El fin de toda interpretación tiene que ser ayudar a que el padrenuestro, que procede de
la oración de Jesús y de sus discípulos, se pueda de nuevo convertir hoy en oración.
El lenguaje oracional es un lenguaje peculiar. Una oración no es ningún texto

12
doctrinal, ningún discurso sobre Dios, sino hablar a Dios y con Dios. Por eso el
padrenuestro no es ninguna suma de doctrinas de fe. Mucho menos una antología de
preceptos morales. Una oración no dice lo que tenemos que hacer; antes al contrario,
lamenta y confiesa lo que no hemos hecho; por tanto, nuestras omisiones y lo que hemos
hecho equivocadamente y mal. En la oración, el alma se eleva hacia Dios, sostenida por
el Espíritu de Dios, y pone la acción, con plena confianza, en manos de Dios. Solo de
aquí se saca fuerza y ánimo para la acción personal. Sin tal elevación del alma a Dios,
nos ahogamos en las preocupaciones y necesidades personales. La oración es la
respiración del alma; nos da aire y nos saca «a un lugar espacioso» (Sal 18,20).
En la oración reconocemos ante Dios nuestra finitud de creaturas; reconocemos con
ello simultáneamente el señorío de Dios, su gloria, su poder y su bondad. Esto implica
toda una teología. La oración no expone esa teología como una doctrina abstracta, sino
en forma de una doxología, de una alabanza. El que ora es consciente de que todas sus
palabras y conceptos, en referencia a Dios, quedan superlativamente imperfectos. Sin
embargo, el mismo Jesús nos ha enseñado el padrenuestro y nos ha invitado a rezarlo.
Por eso podemos atrevernos a dirigirnos a Dios, llenos de confianza, con las palabras de
Jesús; a presentarle nuestras peticiones y a estar seguros en la fe de que las palabras de
esa oración no caen en el vacío, sino que son escuchadas por nuestro común Padre del
cielo.

13
2

Padre nuestro, que estás en el cielo

La oración que Jesús enseñó a sus discípulos, en la fórmula usual de san Mateo,
comienza con el tratamiento «Padre nuestro». En la formulación del evangelista Lucas se
dice simplemente «Padre». Con este tratamiento, en el fondo, está ya dicho todo lo que
podemos decir de Dios. Pero ¿entendemos también lo que decimos con esta expresión?
¿Y cómo podemos atrevernos a tratar a Dios de esa manera confidencial?

¿Cómo podemos llamar Padre a Dios?

Con el tratamiento de Dios como Padre, el padrenuestro comienza con una protopalabra
humana, una palabra familiar a todos nosotros. Toda persona tiene un padre, del que
procede, que normalmente ha cuidado de ella y la ha introducido en la vida, que ha sido
modelo y norma, o todavía lo es; en una palabra, a quien tiene mucho que agradecer.
Cada uno vincula a la palabra padre una «experiencia de padre» personal,
individualmente diversa. Puede llevar la impronta de la solicitud y de la seguridad
impregnada de confianza, de aprecio y respeto, de intimidad y veneración. También
puede ser difícil y estar cargada de experiencias de severidad rigurosa, incluso de
violencia, con sentimientos de rebelión y rivalidad, de rechazo y hasta de hostilidad. En
nuestra sociedad, el papel del padre se ha debilitado; en parte, hasta ha desaparecido. Así
que, a muchos, puede que la palabra Padre tampoco les diga nada y les suene
indiferente.
Cuando nos dirigimos a Dios y le tratamos como Padre, estas diferentes experiencias
de padre resuenan casi instintivamente. Pueden dar al trato de Padre, en la oración, una
tonalidad llena de confianza e intimidad; pueden también lastrarlo o incluso convertirlo
en pura retórica indiferente que ni va ni viene. Por eso, antes de rezar el padrenuestro,
deberíamos intentar aclarar nuestra «imagen de padre» y los sentimientos que vibran
simultáneamente al pronunciar su Nombre.
El padre terreno ideal, sin más, y perfecto en todos los aspectos, no existe. Siempre
ha de quedar una tensión entre ideal y realidad, entre expectativa y realización. Cuando
tratamos a Dios de Padre, en ese tratamiento se expresa nuestra nostalgia de padre nunca

14
satisfecha humanamente en plenitud y, en último término, imposible de satisfacer:
nuestro anhelo de protección, de defensa, de solicitud y de cariño. El que ora une al
tratamiento de Dios como Padre la seguridad de que nuestras expectativas respecto a un
padre van a encontrar en Dios su realización: una realización feliz que sobrepasa
infinitamente todo deseo humano. Sabe, consiguientemente, que nunca vamos a poder
trasladar, sin más, a Dios nuestra experiencia terrena de padre. La desemejanza entre
nuestra imagen humana de padre y el Padre del cielo es siempre mayor que toda
semejanza.
Otra circunstancia que expresa la insalvable distancia que hay entre el trato de Dios
como Padre y toda referencia a la experiencia humana de padre se encuentra en el hecho
de que, a diferencia de los mitos del mundo antiguo, la Biblia no pone al lado de Dios en
ningún sitio ni momento un contrapunto femenino. La Biblia puede decir, desde luego,
que Dios es como una madre. El profeta Isaías habla incluso de Dios en un lenguaje de
ternura maternal: «¿Puede una madre olvidarse de su creatura, dejar de querer al hijo de
sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49,15; cf. 66,11.13).
Pero, según la Biblia, Dios no es ni masculino ni femenino. En su amorosa solicitud, es
omniabarcante: paternal y maternal al mismo tiempo. Su «ser-padre» trasciende con
mucho todo lo que podemos y tenemos derecho a esperar. Dios es Padre de manera
siempre mayor, siempre más perfecta (Mt 5,48; Lc 6,36).
Dios es nuestro origen de un modo que trasciende la paternidad humana. Es nuestro
creador. De Él podemos decir: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno
materno. Disciernes mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares. Me
estrechas detrás y delante, apoyas sobre mí tu palma» (Sal 139,13.3.5; cf. Job 10,8-11;
Sab 7,1-2). Dios nos ha llamado y elegido ya en el seno materno (Is 42,2; Jr 1,5). Tener a
Dios por Padre significa: no soy el producto de una ciega casualidad, de un oscuro
destino; tampoco solo de una evolución de millones de años. Estamos en el mundo
porque Dios, como Padre nuestro, nos ha querido y nos ha llamado por nuestro nombre.
Tenemos un Padre que es el creador del cielo y de la tierra.
Dios no nos ha puesto en el mundo como huérfanos. No estamos perdidos ni
abandonados en un cosmos infinito. No vivimos en un mundo gélido, anónimo, sin
padre. Dios nos mantiene en la vida en cada instante de nuestra existencia. En cada
momento dice: quiero que seas, quiero que existas. Nos acompaña en todos los caminos
de nuestra vida, y en toda situación está a nuestro lado. Junto a Él podemos sabernos
protegidos en toda circunstancia. Como un pastor nos guía en nuestra vida, aun cuando
el camino discurra por cañadas oscuras (Sal 23). Él, que alimenta a los pájaros del cielo,
sabe tanto mejor y mucho antes de que se lo pidamos lo que necesitamos (Mt 6,9.26.32).
Como todo buen padre, así Dios quiere que sus hijos no permanezcan como hijos
menores de edad, sino que crezcan y se constituyan en hijas e hijos adultos. La palabra
autoridad procede de la latina auctoritas, y su raíz –augere– significa, en alemán y en
las lenguas latinas, «crecer», «aumentar». Una autoridad verdadera no es «autoritaria»;
es una autoridad que permite crecer: la autoridad que promueve el crecimiento. Así se
dice en el profeta Isaías: «No temas, que yo estoy contigo; no te angusties, que yo soy tu

15
Dios: te fortalezco y te auxilio» (Is 41,10). Todo padre sabe que no es asunto fácil
cuando los hijos crecen y quieren tomar sus decisiones con autonomía. Tampoco Dios lo
tiene siempre fácil con nosotros. Sin embargo, Dios fomenta nuestro crecimiento y
madurez. Su autoridad es una autoridad que nos «hace autores». Él, en efecto, nos ha
creado como seres dotados de libertad y quiere que hagamos uso de nuestra libertad y
que seamos sus hijos e hijas mayores de edad.
Ser mayores de edad significa que, ante Dios, podemos y tenemos derecho a «abrir la
boca»[*]. Estamos facultados e invitados por Él a tomarnos la libertad de tratarle como
Padre y manifestarle nuestras peticiones. Esto puede hacerlo todo el mundo de manera
totalmente directa. Para ello no dependemos de ningún Mediador nombrado al efecto;
todo el mundo tiene acceso inmediato. A Dios se puede dirigir cualquiera. Él nos oye
incluso cuando ya ningún otro nos oye y nadie quiere escucharnos. Él escucha también –
como dicen los Salmos– nuestro grito, nuestras quejas y lamentaciones (Sal 22; 38; 44;
59; 60; 69; 74; 79 y otros). Él está ahí siempre por nosotros; para hablar siempre en favor
nuestro.
En el Sermón de la Montaña, Jesús nos da la seguridad: «Pedid y os darán, buscad y
encontraréis, llamad y os abrirán». Estas palabras se encuentran en los evangelios no
solo una vez: están constantemente repetidas. Jesús incluso añade: «Pues si vosotros, con
lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más dará vuestro
Padre del cielo cosas buenas a los que se las piden!» (Mt 7,7.11; Lc 11,9-13). Así,
podemos entrar a la presencia de Dios llenos de confianza y decir: «Padre nuestro del
cielo». Tenemos derecho a estar seguros: Dios tiene su oído en el corazón del ser
humano (san Agustín).

Dios, Padre de todos los hombres

Si rezamos el padrenuestro en la versión que nos es familiar de Mateo, no decimos


simplemente «Padre», sino «Padre nuestro». Con esto tenemos que tomar conciencia de
que Dios, ciertamente, tiene un corazón enteramente para mí, personalmente, pero
igualmente para todos los demás seres humanos. El padrenuestro hace saltar por los aires
las fronteras personales, las puramente familiares y también las del propio pueblo y las
de la propia cultura. Dios es el Padre de todos los seres humanos. Así pues, al rezar el
padrenuestro debemos ensanchar nuestro corazón e incluir a los demás, nuestros seres
queridos y conocidos, pero igualmente a las personas cuya necesidad y desgracia
conocemos cada día a través de los medios de comunicación social. Todos ellos son
hijos del único Padre común del cielo.
Ya en el primer libro de la Biblia leemos que, al comienzo, con Adán, Dios creó a su
imagen al hombre, es decir, a todos los seres humanos, y con Eva, a la madre de todos
los vivientes (Gn 1,27; 2,7; 3,20). Todos los seres humanos, sin consideración de
procedencia, de color de la piel y de cultura, de raza o clase, de género y también de
religión, tienen la misma dignidad: todos ellos son hijos de Dios y toda la humanidad es

16
una única y gran familia (Gn 1,27; 3,20; Hch 17,26-29). Dios hace salir el sol sobre
malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos (Mt 5,45). La hostilidad contra el
extranjero y el odio de raza son absolutamente contrarios a Dios. Al final del tiempo,
todos los pueblos se pondrán en camino hacia Sion y allí se reunirán; entonces Dios
dictará sentencia a todos los pueblos. Ellos entonces forjarán rejas de arado de sus
espadas y lanzas de sus podaderas. Entonces habrá paz sobre la tierra (Is 2,1-5; Miq 4,1-
3; Jl 4,10).
Así, el que reza el padrenuestro nunca está como una persona privada que reza ante
Dios; en la oración del padrenuestro está representando a toda la humanidad. Abre su
corazón a las necesidades universales; piensa en los niños hambrientos, en las personas
que viven en países de hambruna y guerra, los prisioneros, los refugiados y desplazados
sin hogar, los impíos y pecadores, los desconcertados y afligidos, los enfermos y los
moribundos. También por los que nos gobiernan debemos rezar para que nos rijan bien y
justamente (1 Tim 2,2). El padrenuestro es una oración por la paz en el mundo bajo el
Padre común de todos los humanos.

Nuestro Padre del cielo

La designación de Dios o de la divinidad como Padre se encuentra en casi todas las


religiones antiguas. Esto no quiere decir que en todas las religiones se entienda igual.
Todo lo contrario. En los mitos, a Dios se le entiende como origen físico del clan, del
pueblo o de la humanidad. En Homero, Zeus es el padre de los dioses y de los hombres.
Filosóficamente, a la divinidad se la entiende frecuentemente como protofundamento
panteístico de todo ser o, modernamente, como protofuerza o protoenergía del cosmos.
Todas estas imágenes tienen un carácter, en último término, intramundano y proceden de
una última unidad Dios-mundo, Dios-hombre.
Estas imágenes inmanentistas son ajenas a la Biblia. En el padrenuestro, Jesús habla
de Dios como «Padre del cielo». Este modo de hablar se encuentra también en muchas
oraciones judías y en muchos otros pasajes del Sermón de la Montaña (Mt 5,16.45.48;
6,1; 7,11.21). De esta manera, Jesús se refiere a Dios como a Alguien «altísimamente»
elevado sobre nosotros, que estamos aquí, en la tierra. No se piensa en ninguna distancia
espacial ni en ningún más allá espacial. Dios no habita en un lugar sobre las nubes o
sobre las estrellas fijas. El cielo no es ningún lugar de ninguna parte. En el Areópago de
Atenas, ante los sabios, el apóstol Pablo dice de Dios, citando en su discurso a un poeta
pagano: «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). La «elevación» de
Dios indica el «carácter escondido» de Dios (Is 45,15). Lo «escondido» puede estar muy
cerca; solo que nosotros no lo podemos ver. Es como cuando miramos con nuestros
débiles ojos a la deslumbrante, cegadora, luz del Sol. Así, Dios habita «en la luz
inaccesible» (1 Tim 6,16).
«Padre del cielo» indica la diferencia cualitativa, no accesible a nuestros sentidos: la
sublimidad de Dios sobre todo lo que es mundo y la forma propia de realidad de Dios.

17
Esta forma de realidad se expresa en la visión del templo del profeta Isaías: Dios es el
tres veces Santo, es decir, el completamente otro, distinto de todo lo mundano, ante cuya
gloria hasta los serafines tienen que cubrirse el rostro (Is 6,1-3). Como confesamos en el
Te Deum, Él es el Padre «de inmensa majestad».
Si calificamos a Dios como «nuestro Padre del cielo», nadie debe unir a esta
expresión una empobrecida y minimizada imagen de Dios. Los exegetas han llamado la
atención sobre el hecho de que no hay que entender la palabra aramea abbá, en el
tratamiento de Dios, sencillamente en el sentido de la balbuciente expresión infantil
papá. En ese tratamiento resuena, más bien, el respeto. Incluso hoy, el tratamiento de
Padre puede expresar respeto a una persona digna de confianza y de toda consideración;
algo así como cuando hablamos del padre de familia, o cuando al sacerdote le tratamos
de padre o de páter; al abad, de padre abad, o al papa, de santo padre. Con mayor razón
vale esto cuando hablamos con Dios como con nuestro «Padre del cielo». No deberíamos
utilizar esta expresión de un modo simplemente rutinario-papagayesco, sino que antes de
la oración deberíamos ponernos en la presencia de Dios y, cuando estamos rezando,
tomar conciencia de que, al rezar, estamos ante el rostro santo de Dios.

Dios, el Padre de Jesucristo

Solo podemos atrevernos a entrar ante el rostro santo de Dios porque sabemos que Dios,
en cada momento, ya nos espera y que –conforme dice Jesús en la parábola del padre
misericordioso–, como al hijo pródigo, así también a nosotros nos sale al encuentro y nos
acoge, se nos echa literalmente al cuello a modo de saludo y nos da la bienvenida con un
beso cordial (Lc 15,20).
El Antiguo Testamento dice inequívocamente que la paternidad de Dios no es de por
sí evidente, y que por nuestra parte no existe derecho alguno a ella, sino que es expresión
de la libre elección con la que Dios nos ha adoptado como hijos. Tal adopción la dicta
Dios ya por el profeta Natán, como promesa en favor de David y su descendencia: «Yo
seré para él un padre y él será para mí un hijo» (2 Sm 7,14; cf. Sal 89,27). Cuando se
cumplió el plazo, Dios Padre nos envió a su Hijo en Jesucristo (Gal 4,4-6; Heb 1,1-2). Él
es, según el testimonio del Nuevo Testamento, el único y eterno Hijo de Dios (Mt 11,26-
27; Jn 3,17.35, etc.). En Él habita la plenitud de la divinidad corporalmente (Jn 1,14; Col
1,19). «Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba al lado del Padre, lo
ha explicado» (Jn 1,18). Por eso, el Nuevo Testamento habla incluso muy
frecuentemente de Dios como «el Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rom 1,4; 15,6; 2
Cor 1,3, etc.).
Como Hijo único, Jesús ha hablado de manera única, llena de confianza e íntima, de
Dios como Padre suyo (abbá: Mc 14,36). Una y otra vez pasó Él solo noches enteras con
Dios, su Padre, en oración (Mc 1,35; 6,46; Lc 6,12). Es claro que sus discípulos le
observaban al orar; ellos querían también rezar con tanta intimidad y le pidieron: «Señor,
enséñanos a orar» (Lc 11,1). En la respuesta, llama la atención que Jesús no forma un

18
todo con sus discípulos. Jesús responde: «Vosotros debéis orar así» (Mt 6,9; Lc 11,2). El
cuarto evangelio pone plenamente de relieve la unicidad y singularidad de la relación de
Jesús con Dios y, en especial, su relación filial: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi
Dios y vuestro Dios» (Jn 20,17).
Esta expresión, juntamente con la distancia, refleja al mismo tiempo la cercanía y la
unión. Jesús es el Hijo; nosotros somos –por Él y en Él– hijos e hijas adoptivos de Dios.
Jesús nos ha enviado su Santo Espíritu para hacernos partícipes del Espíritu Santo de su
ser-hijos. Solo en el Espíritu Santo podemos decir también «Abbá, Padre» (Gal 3,26;
4,5-6). Como el tratamiento de «Abbá-Padre» a Dios se percibió como característico del
modo de hablar de Jesús a su Padre, entró en el lenguaje oracional de la Iglesia primitiva
y está aclimatado hasta hoy en todas las Iglesias (Rom 8,15; Gal 4,6).
La Primera Carta de Juan nos asegura que nosotros no solo nos llamamos hijos de
Dios, sino que realmente lo somos también. Lo somos ya ahora; lo que seremos solo se
manifestará cuando veamos a Dios tal cual es (1 Jn 3,1-2). De este modo, al rezar el
padrenuestro llevamos ya ahora un trozo de cielo en nosotros. Porque cuando, al orar,
tratamos a Dios como Padre nuestro, estamos en el Espíritu Santo incluidos en la
relación intradivina de vida y amor entre el Padre y el Hijo. Qué significa en realidad
esto, solo en la eternidad se manifestará, cuando veamos a Dios cara a cara, como Él es.
Sin embargo, ya ahora, en el lenguaje creyente del padrenuestro, podemos reclinarnos,
como el discípulo amado en la Última Cena, sobre el corazón de Jesús y por Él, ya
ahora, sabernos enteramente junto a Dios y junto a su corazón, entrar en su descanso y
encontrar la paz interior (Jn 13,23).
La experiencia de una oración así de cordial se puede calificar como experiencia
mística. Porque mística no significa experiencias extraordinarias de unos pocos
cristianos elegidos; mística es la experiencia fundamental de aquella intensa vida y
oración nacida de la fe. Así, el orar interno del padrenuestro puede ser una experiencia
mística, rectamente entendida, de haber llegado a Dios y del estar de Dios con nosotros.
En tal experiencia se nos puede abrir ya ahora un trozo de cielo. Tal experiencia, por
supuesto, no podemos querer «hacerla» por nosotros mismos. Si nos acontece, es un don
por el que debemos estar agradecidos. Si tales consolaciones no nos son concedidas
durante un tiempo prolongado, podemos, con todo, estar tranquilos. Dios también está
cerca de nosotros, e incluso especialmente, en periodos de sequedad espiritual y de
experiencias espirituales de desierto.

Revolución de nuestro concepto de paternidad

La oración del padrenuestro, en la que calificamos a Dios de Padre y a nosotros de hijas


e hijos suyos, no puede ser únicamente un asunto de la interioridad de nuestro corazón ni
puede carecer de consecuencias para nuestra vida en el mundo. El Nuevo Testamento
nos dice que la paternidad de Dios es origen, criterio y norma de toda paternidad terrena
(Ef 3,15). Así, de Dios, como Padre, desciende luz sobre la realidad terrena y luz sobre

19
nuestras relaciones terrenas de paternidad. Esta relación no se da solo en la familia en
sentido estricto, sino en todas aquellas partes de la sociedad y de la Iglesia donde
subsisten relaciones patriarcales de supra- y subordinación.
Una muestra y ejemplo son las cartas del Nuevo Testamento a los Efesios y a los
Colosenses. Ambas cartas arrancan –¿cómo podría ser de otra manera?– de las relaciones
patriarcales de aquella época. Así, por ejemplo, dicen que las mujeres deben estar
sometidas a sus maridos y serles obedientes (Ef 5,24; Col 3,18). Esto, a la mayoría de las
mujeres, no les gusta hoy. Desde luego, tan pronto como se lee el texto detenidamente,
se nota que –es verdad– Pablo aduce esa imagen condicionada por el tiempo, pero al
mismo tiempo la corrige. Esto lo hace a la luz del modo y manera en que Dios ha
revelado como amor su paternidad en Jesucristo. Dice que el uno debe someterse al otro;
que, por tanto, ambos tienen que someterse mutuamente, y esto tal como conviene en
Cristo; por tanto, en modo alguno someterse al estilo de los esclavos, sino sirviéndose el
uno al otro en el amor. A los varones Pablo incluso les recuerda que deben amar a sus
mujeres tal como Cristo ha amado a su Iglesia. Este es un alto ideal que supera de lejos
lo que hoy entendemos por igualdad de derechos entre varón y mujer.
Lo que vale para la relación de varón y mujer en el matrimonio vale
fundamentalmente también para los hijos y los esclavos, que entonces formaban parte de
la familia. Deben ser tratados en su dignidad como sujetos humanos y no como objetos;
se les debe, pues, procurar todo lo que uno desea para sí mismo (Ef 5,25.28.33; 6,4; Col
3,19.21). En particular, los padres no deben irritar a sus hijos, desalentarlos ni siquiera
exasperarlos (Ef 6,4; Col 3,21). Jesús puso conscientemente un niño en medio (Mt 18,1-
5) y dijo a propósito: los pequeños tienen que ser los más grandes y estar en el centro.
Abusar de los niños es, por lo mismo, un crimen execrable que merece ser llevado no
solo ante el juez civil, sino, por el ángel de Dios, ante Dios (Mt 18,10). Con esto, Jesús
no abolió las relaciones patriarcales de entonces, pero las transformó desde dentro e
introdujo un proceso de cambio estructural que todavía hoy no ha llegado plenamente a
su final.
Jesús mismo dejó en claro de muchas maneras que esta forma de revolución vale
también, y a fortiori, para los padres de la Iglesia. Vale especialmente cuando se hacen
llamar padre, páter. No deben comportarse como los señores y príncipes seculares. Jesús
dice claramente: «¡No debe ser así entre vosotros!». No deben hacerse llamar maestros
ni deben discutir quién es el primero entre ellos. El primero debe ser más bien el servidor
de todos (Mc 10,41-45). No deben ser pastores que se apacientan a sí mismos (Ez 34).
Ya Platón advirtió que el pastor se distingue del carnicero en que a aquel no le mueven
la carne y la explotación, sino el bien de las ovejas. Por eso precisamente los pastores no
deben tomar las de Villadiego cuando las cosas se ponen feas, sino, a ejemplo del Buen
Pastor, dar su vida por las ovejas a ellos confiadas (Jn 10,11). Esto pone en tela de juicio
todas las formas de clericalismo abierto, pero también de clericalismo sutil. También con
esto se inició un proceso que todavía no ha alcanzado ni de lejos su meta.
La revolución cristiana afecta, finalmente, a toda la sociedad. Ya en los profetas del
Antiguo Testamento y en los Salmos la imagen bíblica de Dios vuelve radicalmente del

20
revés las relaciones humanas (Is 1,17; 11,4; Jr 22,16; Am 2,6; 4,1 y otros; Sal 9,10.19;
10,17-18, etc.). Dios no está con los poderosos. Él es más bien el Padre y el Abogado de
los pobres, huérfanos, humildes, de aquellos cuyo corazón está quebrantado y triturado
(Sal 51,19). En el Nuevo Testamento, el Magnificat de María, en conexión con el canto
de alabanza de Ana (1 Sm 2,8), da expresión a la visión revolucionaria del Antiguo
Testamento: Dios derriba del trono a los potentados y ensalza a los humildes. A los
hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos (Lc 1,52-53). Jesús
derriba todas las fronteras nacionales y culturales y deja claro que los pobres, los
pequeños, los que viven el luto, los perseguidos y los que sufren violencia son los
favoritos de Dios (Mt 5,3-12; Lc 6,20-26). Por eso no debemos excluir de la familia
humana ni a una sola persona: antes al contrario, al rezar el padrenuestro nos fundimos
solidariamente con todos los seres humanos.
Esta revolución cristiana que entró en el mundo con Jesús solamente ha ido
penetrando despacio en el mundo, al igual que en la Iglesia. Su realización histórica está
todavía bien lejos de su meta; son urgentemente necesarios ulteriores progresos. En la
segunda parte del padrenuestro se expondrá qué significa esto en concreto y de ello
tendremos que ocuparnos. En la primera parte del padrenuestro la cuestión es, primero,
reflexionar sobre la revolución que, para nuestro concepto de Dios y nuestra oración a
Dios, significa tratar a Dios de Padre.

[*] El autor utiliza aquí en alemán un juego de palabras imposible de reproducir en español: «mayor de
edad» se dice en alemán mündig. Mündig deriva de Mund [boca]: ser «mayor de edad» es tener derecho a «abrir la
boca» [Nota del T.].

21
3

Santificado sea tu Nombre

Tras las reflexiones sobre el tratamiento que damos a Dios en la oración, pasamos ahora
a los anhelos de la oración que Jesús, en el padrenuestro, nos pone en el corazón. Aquí
llama la atención que en la primera mitad del padrenuestro todavía no se manifiestan
directamente nuestros anhelos y deseos cotidianos. Estos se expresan en la segunda
parte. En la primera, Jesús sitúa al que hace la oración en un horizonte mucho más
amplio y abarcador que nuestras necesidades terrenas. Seguro que los anhelos de cada
uno son importantes para Jesús. Pero primero quiere abrirnos los ojos al unum
necessarium –lo único necesario–, que es lo que importa. Por eso, en el padrenuestro nos
lleva primero «a un lugar espacioso» (Sal 18,20).

Llamar a Dios por el nombre

La primera petición del padrenuestro dice: «Santificado sea tu Nombre» (Mt 6,9; Lc
11,2). Para muchos de los que lo rezan hoy, esto suena poco comprensible. A nosotros el
nombre nos parece algo insignificante. Pero, ya que esta petición es el punto de partida y
el fundamento de todas las peticiones siguientes, tenemos que adentrarnos algo más
detalladamente en el significado del nombre; en especial, en el significado del Nombre
de Dios.
Tan pronto como uno reflexiona sobre el significado del nombre, resulta evidente
que no es cierto eso de que el nombre sea algo insignificante, pura vacuidad sin
importancia. Todos tenemos un nombre con el que se nos llama y por el que se nos
conoce. Sería una desgracia para nosotros no tener un nombre, ser anónimos. Si no
podemos acreditarnos, somos prácticamente un don nadie. No es absolutamente
necesario tener un gran nombre que todo el mundo conozca y que sea altamente
estimado. Pero sí que queremos ser alguien, y también queremos ser reconocidos como
alguien. Únicamente en virtud del nombre no somos un don nadie; con nuestro nombre
podemos acreditarnos y, desde un punto de vista social, somos alguien. Dicho de una
manera más general: en nuestro nombre se expresa nuestra identidad social, única e
inintercambiable en cada caso. Hay por eso una gran diferencia en que a algún otro le

22
conozcamos por su nombre y que por su nombre podamos dirigirnos a él. Conocer el
nombre del otro nos facilita el acceso a él. Si, por el contrario –como decimos–, nos
resulta completamente desconocido, ello se vuelve esencialmente más difícil. Entonces
es, para nosotros, un cualquiera o incluso un don nadie.
El nombre no da información a la pregunta «¿qué es la persona?»; el nombre da
información a la pregunta «¿quién es esta persona?». En el nombre no se juega la
pregunta general por el qué, por la esencia, sino la pregunta concreta por el quién. Se
trata de la persona concreta, única, singular. No qué soy yo, sino quién soy yo. Quién
quiero ser, por quién quiero hacerme pasar y por quién me toman los otros. Se trata de la
identidad personal, y esa identidad, desde el punto de vista existencial, es para cada uno
de nosotros un asunto superlativamente importante.
Esto, aunque de manera distinta, tiene también su aplicación para nuestra relación y
nuestro hablar de Dios. También para mí y para nosotros, Dios solamente es una realidad
concreta, existencialmente importante, cuando tiene un nombre con el que se le nombra
y se le invoca. Si ya no se hablase más de Dios, si no se le invocara y ya no se le orase,
entonces Dios, para nosotros, estaría muerto. Y, efectivamente, también a Dios se le
puede silenciar como a un muerto; que es lo que sucede no raras veces en nuestro mundo
secularizado. Esto no quiere decir que la existencia de Dios dependa de nosotros y de
que hablemos de Dios, de tal modo que sin nosotros Él no existiría y ya no estaría
realmente presente en nuestro mundo. Dios no nos necesita. Sin embargo, para nosotros,
deja de existir y se vuelve insignificante si en nuestro mundo vital está como ausente.
Todo discurre entonces «etsi Deus non daretur», como si Dios no existiera. Dios se
convierte entonces en una magnitud anónima, nebulosa, diluida, tal vez en un
sentimiento piadoso de circunstancia, una especie de espray, que en el momento tiene un
efecto agradable o desagradable, pero que luego, cuando se ha nebulizado, se evapora y
desaparece.
Con esto tocamos un punto esencial de nuestra presente situación. Cuando en el año
1798 –por tanto, no en la supuestamente tenebrosa Edad Media– el joven filósofo Johann
Gottlieb Fichte suscitó la impresión de profesar una filosofía atea, eso, en la discusión
sobre el ateísmo, desencadenó un escándalo público en el que Fichte perdió su cátedra.
Eso hoy sería impensable. Al contrario, hoy pasa, por lo menos, por inadecuado, si no
por lastimoso, hablar de Dios en la publicidad secular, en los Parlamentos o en los
medios de comunicación social, referirse a Él o incluso invocarle. Solo el juramento del
cargo («así Dios me ayude») queda todavía como una reliquia religiosa de un tiempo
premoderno, si bien esta forma de juramento es hoy solo facultativa. Es jurídicamente
irrelevante si se emplea o no se emplea. Es decir, el invocar o no a Dios no desempeña
papel ninguno. Todavía en el siglo XIX se discutía acaloradamente el problema del
ateísmo: si Dios existe o no existe. Hoy, ese problema, públicamente y para muchos
contemporáneos, ya no interesa. El problema de Dios ya no les mueve ni les afecta, y en
el ambiente público ya no desempeña en realidad ningún papel. Dios está, por decirlo
así, out.
Solo si Dios tiene un nombre, si su Nombre es pronunciado, atestiguado, alabado y

23
ensalzado, si se le llama y se le invoca, es socialmente y, para muchos individuos,
existencialmente, una realidad presente. Mencionar a Dios no es pura y lisa información:
Dios existe. La mención de Dios es una afirmación performativa, es decir, una acción
lingüística que hace lo que dice. En lenguaje coloquial, por ejemplo, hay una cuestión
«en el aire», o se la pone «sobre el tapete». Eso quiere decir que se la hace presente, que
hay que tomarla en serio y que hay que ocuparse de ella. Sabemos también que una
palabra adecuada en un momento adecuado –por desgracia, igualmente una palabra
mala– puede cambiar fundamentalmente una situación. Por eso no debemos silenciar a
Dios, sino hablar de Él y decir su Nombre. De ese modo, lo hacemos presente en nuestro
mundo. De ese modo, cambiamos nuestra situación.

Presencia de Dios en su Nombre

Lo dicho nos ayuda a entender por qué para las personas del Antiguo Testamento era tan
fundamentalmente importante conocer el nombre de su Dios para invocarle y poder
entrar en contacto con Él. También Moisés, junto a la zarza ardiente, preguntó a Dios su
nombre (Ex 3,13). El nombre de Dios era importante para él porque, si regresaba a los
israelitas, tenía que darles cuenta y acreditarse; en el politeísmo de entonces tenía que
decir de qué Dios hablaba. Sin embargo, la respuesta que recibió Moisés fue misteriosa.
Todavía hoy se traduce y se interpreta de maneras diferentes. Durante mucho tiempo se
tradujo como «Yo soy el que soy», y se pensaba que, de este modo, Dios se había
revelado como el que existe, el ser absoluto del que hablan los filósofos. Esto no es falso
sin más. Sin embargo, el ser, en hebreo, no es una realidad estática sino dinámica. Indica
un estar ahí dinámico y activo. Por eso, mejor traducción es «Yo soy el que está-ahí»,
«Yo soy el “Yo estoy-ahí”» (Ex 3,13-14). Con ese nombre dice Dios quién es, a saber,
«el Dios que está-ahí por su pueblo y con su pueblo». Con este nombre, Dios promete a
los israelitas su presencia auxiliadora, liberadora, en la salida (Éxodo) de Egipto y en la
travesía del desierto. Ahora bien, esta respuesta es, al mismo tiempo, misteriosa. Dios se
manifiesta y, simultáneamente, también se retrae de nuevo. Él está-ahí como está-ahí.
No se deja fijar en su estar-ahí, no es comprensible, no es determinable: no se deja
cosificar. Él es y sigue siendo, como Dios, soberanamente elevado.
Esta misteriosa afirmación con la que Dios se «revela» como el que está-ahí, pero al
mismo tiempo también se «vela» (se esquiva o se retrae), se expresó en la Biblia con la
trasposición del nombre de Dios en YHWH. Originariamente, YHWH fue tal vez el
nombre de un Dios del tiempo atmosférico de una tribu del desierto. Esto, sin embargo,
hace poco al caso. Para la Biblia, YHWH se convirtió en el nombre de Dios, en el que y
por el que Dios se acredita como el-que-está-ahí, al lado de su pueblo y con su pueblo
(Is 42,8; 52,6; Jr 50,34). En la travesía del desierto, Él estaba-ahí misteriosamente en el
signo de la nube y de la columna de fuego, más tarde en la tienda de la Alianza,
finalmente en el Sancta Sanctorum del templo. Tras la destrucción del templo, Él habita
entre su pueblo mediante su shejiná, su inhabitación al lado de su pueblo. El nombre de
Dios es siempre su esencial presencia activa entre su pueblo.

24
Esta presencia estaba ya en la zarza ardiente, que ardía pero no se consumía: algo
misterioso. La zarza ardiente era, por eso, un lugar sagrado, al que a Moisés solo se le
permitió acercarse despojándose de sus sandalias y cubriendo su rostro (Ex 3,2-5).
Santo, en la Biblia, significa la realidad ontológica de Dios, distinta de todo ser del
mundo: una realidad que se manifiesta y está-ahí, pero está-ahí de una manera que,
frente a la realidad del mundo, es completamente distinta y se sustrae a toda
manipulación humana. En ciencias de la religión se habla de un tremendum et
fascinosum (Rudolf Otto): una realidad que atrae y fascina y que, en su ser-
completamente-diferente, exige al mismo tiempo distancia; más aún: intimida y reclama
respeto reverencial. Por eso Moisés, junto a la zarza ardiente, solo puede acercarse en
una actitud de respeto, reverencia y adoración que guarda distancia respetuosamente.
Dado que Dios está presente en su nombre, para los judíos el nombre de Dios era y
es sagrado. No les está permitido pronunciar el nombre de Dios; cuando hablan de Dios
emplean parafrásticamente el apelativo Adonai («mi Señor») o simplemente dicen
Hashem («el nombre»). Al obrar así están convencidos de que el Santo inaccesible, Dios,
está presente en ese nombre. El nombre es la presencia histórica, eficaz, misteriosa de
Dios en la vida del pueblo y de cada una de las personas que lo invocan.
En este sentido, los Salmos celebran y glorifican el Nombre del Señor y lo invocan.
En el nombre del Señor otorgan eficazmente la bendición de Dios y están convencidos
de que quien invoca el Nombre del Señor se salva (Sal 128,8 y otros). Esta praxis se
encuentra todavía en nuestra oración cristiana, sobre todo en la oración litúrgica.
Comenzamos a orar «en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Esto
significa: con el Nombre de Dios invocamos su presencia y en su presencia oramos.
Damos la bendición «en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» y, de este
modo, otorgamos al otro o a la comunidad reunida la ayuda de la presencia de Dios.
Decimos en la liturgia: «Nuestro auxilio es el Nombre del Señor» (Sal 123,8) o
«procedamus in Nomine Domini» [procedamos en el nombre del Señor], y pedimos que
el Señor esté con nosotros y nos acompañe en nuestro camino.

No profanar el Nombre de Dios

Solo si consideramos la santidad del Nombre de Dios entenderemos el segundo


mandamiento del decálogo (Ex 20,2-17; Dt 5,6-21) que Dios dio al pueblo de Israel en el
Sinaí en medio de rayos y truenos: «No pronunciarás el Nombre del Señor, tu Dios, en
falso, porque el Señor no dejará impune a quien pronuncie su Nombre en falso» (Ex
20,7; Dt 5,11). Con esto queda dicho: el santo Nombre de Dios, en el que Él está
presente, no debéis mancillarlo mediante la profanación.
En el Antiguo Testamento se veía profanación del Nombre de Dios, sobre todo, en la
magia y en los conjuros. Porque con la magia y los conjuros, mediante la mención de su
Nombre, se intenta dominar al Dios Santo, coaccionarlo y utilizarlo, sea para bendición,
sea para maldición. La magia pretende manipular a Dios, bien para conseguir favores,

25
por ejemplo salud o el éxito de una empresa, o bien para infligir daños a otros. Tales
prácticas existen todavía hoy o, para decirlo mejor, están más extendidas de lo que
suponemos, por ejemplo, en el esoterismo o en el ocultismo.
Ordinariamente el segundo mandamiento se entiende como prohibición de la
blasfemia o del juramento, es decir, pronunciar el Nombre santo en sentido superficial y
frívolo o en un movimiento de cólera no dominada. Tal expresión del santo Nombre, las
más de las veces desfigurado, acontece ordinariamente como válvula de escape de una
emoción o de agresividad, como expresión de terror o de cólera y de rabia. En ese
momento, un acontecimiento inesperado o alarmante, o incluso enojoso, que se presenta
de improviso, se atribuye consciente o inconscientemente a la acción de buenos o malos
poderes, de determinados santos o también directamente de Dios. Esto es una
irrespetuosa banalización o incluso un desprecio del Nombre de Dios.
Mucho peor es la profanación del Nombre de Dios cuando se intenta comprometer a
Dios en favor de los deseos e intereses personales y ponerlo a su servicio, convirtiendo a
Dios en un ídolo o fetiche de intereses terrenos, sean personales o nacionales. De este
modo, en el nombre de Dios se han hecho guerras y se ha matado y se ha declarado la
guerra propia como cruzada y guerra santa. En realidad, cualquier guerra de religión es
una profanación de la religión y, consiguientemente, una guerra contra la religión. En la
historia, por desgracia, también cristianos y pueblos que se han considerado a sí mismos
cristianos han emprendido cruzadas con la exclamación «Dios lo quiere». En pura
perspectiva histórica, se pueden entender muchas cosas; justificarlas de raíz, ¡eso no! No
hay guerras santas. Todo abuso ideológico del Nombre de Dios para la imposición, el
camuflaje o disfraz de intereses personales, políticos o económicos es reprobable.
Especialmente mala y detestable se hace la profanación –y es la peor perversión de la
profanación del Nombre de Dios– cuando en nombre de Dios se doblega la voluntad de
personas y se las oprime, cuando se esclaviza a seres humanos o incluso se les mata en
nombre de Dios. Esto no sucede solo hoy, sino que ha acontecido constantemente en la
historia de la humanidad. De aquí que Martin Buber pudiera decir que Dios es la palabra
más profanada porque, hasta nuestros días, lleva pegada la huella de sangre de toda la
historia de la humanidad. Las religiones, también la religión cristiana, no siempre fueron
instrumentos de paz, sino, frecuentemente, en el nombre de Dios, causa de bárbaros
estallidos de poder. La violencia en el nombre de Dios es siempre una hipócrita mentira:
so capa de piedad, realiza acciones que son enteramente contrarias a Dios.

Santificar el Nombre de Dios

Solo sobre el trasfondo de la horrible y abominable profanación del Nombre de Dios se


entiende la importancia, más: la perentoriedad de la petición del padrenuestro
«santificado sea tu Nombre». En esta petición se expresa el interés primordial de toda
persona auténticamente religiosa de no jugar con Dios y con la religión y de no
trivializar el Nombre de Dios: antes al contrario, Dios debe ser y seguir siendo el Dios-

26
Señor y no el ídolo de intereses personales. El significado de la petición del padrenuestro
da un paso adelante. Positivamente, a esa petición le concierne que el Nombre de Dios
sea santificado, que su Nombre se haga presente y sobresalga en nuestro mundo, que se
le otorgue atención y reverencia. «¡Alabado sea el Nombre del Señor!» (Sal 113,2).
El padrenuestro expresa este deseo con una formulación pasiva. No formula un
mandato –santificar el Nombre de Dios–, sino una petición –«santificado sea tu
Nombre»–. En el lenguaje de la Biblia, tal formulación pasiva sirve de paráfrasis del
obrar de Dios. Solo Dios puede santificar su Nombre. Ningún ser humano es capaz de
eliminar todo el espeluznante sinsentido y la asombrosa maldad de la profanación del
Nombre de Dios y hacer presente al Dios santo en su Nombre. Solo Dios mismo puede
revelarse como Dios y santificar su Nombre.
Jesús incluso nos advierte que no intentemos arrancar, ya ahora, la mala hierba de la
tierra de labor del mundo. Si se intenta, existe el peligro de arrancar también, con la mala
hierba, el trigo (Mt 13,29). En efecto, la violencia de motivación religiosa que cree que
tiene que poner orden de una vez es la peor forma de violencia, que con frecuencia ya ha
terminado en sangre y lágrimas, con lo que la situación última es peor que la primera.
Solo Dios mismo puede restablecer su honra y manifestar su gloria. Solo Dios puede
poner coto definitivamente al abuso que se hace de su Nombre, a la insolencia, a la
desvergüenza y al cinismo practicados en el nombre de Dios. Nosotros solo podemos
orar y pedir: Padre del cielo, manifiesta Tú tu santidad y gloria a los ojos de todos los
hombres.
Así es como oró también Jesús: «Padre, santifica tu Nombre» (Jn 12,28). Jesús
pronunció estas palabras la tarde anterior a su muerte y con ellas anunciaba su
resurrección y su glorificación. Ellas son la decisiva victoria de Dios sobre el pecado y la
muerte, la irrupción del reino de Dios y de su justicia. Mediante la muerte y la
resurrección de Jesús, Dios ha santificado su Nombre y ha mostrado que es Dios y cómo
es Dios. No ha santificado su Nombre a base de fuerza y poderío. Jesús, al ser
abofeteado, no devolvió el golpe. Antes bien, tomó sobre sí toda la fuerza bruta, la cargó
sobre su propio cuerpo y, así, en obediencia a Dios, glorificó a su Padre Dios y redimió
al mundo.
Cuando en el padrenuestro rezamos «santificado sea tu Nombre», rezamos con Jesús
y en su Nombre por todos los que por la profanación del Nombre de Dios sufren
violencia; rezamos por todos los que se oponen a tal abuso del Nombre de Dios. Pero
sobre todo rezamos: Dios, manifiesta tu Nombre; muestra tu presencia a los ojos del
mundo. Que brillen tu santidad y tu gloria ante todos los pueblos. Dios: sé presente en tu
Nombre en medio de nosotros y en todos nuestros caminos.

Santificación del Nombre de Dios. Unidad de los cristianos. Respeto ante la creación

Jesús oró por la santificación del Nombre de Dios no solo en general, sino también de
modo muy concreto. Antes de su muerte rezó también por sus discípulos, para que

27
aquellos a los que había manifestado el Nombre de Dios fueran preservados en el
nombre de Dios y santificados en la verdad (Jn 17,6.11-12.17.19). Él previó las
escisiones entre sus discípulos y pidió que todos fueran uno, como Él y el Padre son uno,
para que el mundo crea y, en la unidad de los discípulos, reconozca el amor con que el
Padre le ha amado a Él y también a sus discípulos (Jn 17,11.21-23). En la unidad de los
discípulos debe revelarse al mundo el Nombre de Dios, su más íntima esencia: el amor
(1 Jn 4,8). ¡Qué responsabilidad recae en este punto sobre los cristianos y qué mal hemos
respondido hasta el día de hoy a esta responsabilidad! ¡Cuántas rupturas, partidismos,
lucha, polémica, difamación, celos… hay entre nosotros! En nuestra unidad debe
revelarse el Nombre de Dios; nuestra disgregación se convierte para muchos, dentro y
fuera de la Iglesia, en un escándalo que los aparta de Dios. La desunión de los cristianos
es un antitestimonio y un escándalo ante el mundo. Por eso, la petición del padrenuestro
«santificado sea tu Nombre» es un grito: ¡Dios, echa fuera todo lo que impide la
revelación de tu Nombre, que es amor! ¡Dios, crea unidad entre nosotros, los cristianos,
para que el mundo crea!
Este grito es al mismo tiempo la petición de que Dios tenga a bien santificarnos en la
verdad (Jn 17,17). Precisamente nosotros tenemos que aprender de nuevo el temor
[Furcht] de Dios, es decir, el profundo respeto [Ehrfurcht] ante Dios; ese respeto
reverencial es el comienzo de la sabiduría (Sal 111,10; Prov 1,7; 9,10). Donde el respeto
reverencial ante el Dios Santo y la adoración de Dios desaparecen, allí desaparece
también el respeto ante la imagen de Dios: el ser humano; pronto ya no queda nada
sagrado en el mundo. Todo se vuelve banal, indiferente, vulgar. En un mundo en el que
todo respeto reverencial desaparece y donde, para con el ser humano, ya no queda
ninguna consideración, ninguna atención, ninguna discreción ni ningún tacto, ya no se
puede vivir humanamente. Conservar la sacralidad de Dios y de su Nombre significa
también, por consiguiente, conservar la sacralidad de la vida del ser humano, respetar su
dignidad y en el nombre de Dios cooperar, en la necesidad y la opresión, con los mejores
impulsos, a una vida digna de lo humano. La santificación del Nombre de Dios implica
también, finalmente, tratar respetuosamente a la creación, que es la obra maravillosa de
Dios y casa común de todos los humanos. «La gloria de Dios es el hombre vivo», dijo el
gran Padre de la Iglesia Ireneo de Lyon, ya al final del siglo II.
Tenemos que volver a hablar de Dios por amor al hombre y al mundo. La adoración
del Dios tres veces Santo, con la que en el Sanctus de la Misa unimos nuestra voz a la
alabanza de los coros celestiales ante el «Dios de todo principado y poderío» (Ap 4,8), y
la preocupación por la unidad de los cristianos y por un mundo humano guardan la más
profunda relación entre sí. Todo esto tiene que entrar en la oración del padrenuestro. Así,
la primera de las peticiones del padrenuestro establece la base de todas las peticiones
siguientes y constituye la transición inmediata a la siguiente petición, la venida del reino
de Dios.

28
4

Venga a nosotros tu reino

La segunda petición del padrenuestro, «Venga a nosotros tu reino», enlaza con la


primera petición. El mensaje de la llegada del reino de Dios es el centro y el leitmotiv de
toda la predicación de Jesús. Por eso, muchos exegetas consideran que esta es la petición
central del padrenuestro. Desde ella se proyecta luz sobre todo el padrenuestro. Ella da
respuesta a la pregunta que condensa el pensamiento filosófico: ¿qué podemos esperar?
¿Podemos, nos está permitido, siquiera esperar algo? ¿Dónde hay esperanza en este
mundo y para este mundo? ¿No induce todo, más bien, a desesperar? ¿No debemos, más
bien, comer y beber, que mañana moriremos (1 Cor 15,32)?

Mensaje de Jesús: el reino de Dios está cerca

Para la mayor parte de los humanos de hoy, un reino ya no es la síntesis de la esperanza.


Incluso frente a cualquier otro reino, entendido como imperio, tenemos considerables
reparos a causa de nuestras experiencias históricas[*]. Por eso, es importante preguntar
en qué piensa la Biblia cuando habla de la venida del reino de Dios.
El concepto «reino de Dios» no se introdujo en la Biblia hasta una época tardía. Al
principio estaba el mensaje «Dios es Rey» (Sal 22,29; 103,19). Esta afirmación no se
refería a un reino de Dios, sino al señorío de Dios en la vida personal, así como en los
asuntos públicos. Con la instauración –al principio, controvertida– del reino davídico, el
señorío de Dios se vincula a un pueblo y a David como representante de Dios (Sal 89).
Tras la disgregación del reino de David, los profetas hablan de la expectativa, al final de
los tiempos, de un reino universal de paz de Dios (Is 2,1-5; 52; 54; 60 y otros). Solo en
Daniel, el último de los grandes profetas, se encuentra la imagen de un reino
escatológico de Dios que se encuentra en lucha con los reinos del mundo. Ese reino lo
instaurará Dios al final de los tiempos sin intervención de mano humana. Todos los
demás reinos caerán. El reino de Dios, por el contrario, es un reino eterno y subsistirá
por siempre (Dn 2,36-45; cf. 7 y 8).
La esperanza y el deseo de la llegada del reino de Dios se avivaron en gran medida
hacia el final de la época veterotestamentaria. El propio país estaba ocupado por

29
potencias extranjeras. Las autoridades hacían causa común con los ocupantes. El pueblo
carecía de líderes y estaba empobrecido. En esta época de penuria despertaron en varios
círculos expectativas mesiánico-políticas. Los piadosos del país, los pequeños y la gente
sencilla, por el contrario, se aferraron a la esperanza en la intervención de Dios. Esta
ferviente expectativa se expresa todavía hoy en nuestras canciones de Adviento: «Oh
Salvador, rasga el cielo». «Lloved, cielos, al Justo».
Ante una expectativa nostálgica así, se puede entender el ánimo y el entusiasmo que
se desencadenó cuando Jesús hizo su aparición pública y anunció: «Se ha cumplido el
plazo y está cerca el reino de Dios. Arrepentíos y creed en la Buena Noticia» (Mc 1,15;
cf. Mt 4,17). Esta Buena Noticia despertó el entusiasmo. La gente acudía en masa a
Jesús. Sus milagros mostraban que allí había aparecido alguien que, a diferencia de los
doctores de la Ley, enseñaba con autoridad (Mc 1,17).
El entusiasmo no duró mucho. No solo los doctores de la Ley y el partido de los
fariseos se volvieron contra Jesús: tomaron su mensaje, sobre todo su interpretación del
mandato del sábado, por un escándalo digno de muerte (Mc 3,1-6). También el pueblo se
decepcionó pronto. El reino de Dios que promete Jesús no es ni un reino político ni un
reino del bienestar terreno ni, por supuesto, una especie de Jauja. Jesús no quiso ser un
Mesías político. Él decía: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»
(Mc 12,17). No quiso inmiscuirse en asuntos mundanos (Lc 12,14). Al ser apresado,
Jesús contuvo al exaltado Pedro, dispuesto a emprenderla a golpes: «Envaina la espada.
Quien empuña la espada, a espada muere» (Mt 26,52; Jn 18,11). Tras la milagrosa
multiplicación de los panes, Jesús rechazó ser nombrado «rey del pan». Para él, lo que
importa no es el pan terreno, que se come y al final, sin embargo, uno muere. Él quiere
dar el pan de vida. El que come de él no volverá a tener hambre ni volverá a tener sed,
sino que vivirá eternamente (Jn 6,22-59).
La llegada del reino de Dios significa para Jesús la propia venida de Dios al mundo.
De ahí que esté ligado a la conversión y a la fe. «Convertíos y creed en el Evangelio»
(Mc 1,15). La conversión significa un cambio radical de sentido en el camino; la fe, la
vuelta total a Dios, afianzarse en Dios y, lo primero, buscar el reino de Dios y su justicia
(Mt 6,33), y preferirlo a todo lo demás (Mt 9,60), amar a Dios de todo corazón sobre
todo lo demás y amar al otro como a uno mismo. Donde eso sucede, ha irrumpido el
reino de Dios (Mc 12,30; Mt 22,37). El reino de Dios está allí donde el señorío de Dios
se abre camino en la conversión y en la fe.

La misteriosa irrupción del reino de Dios en medio de nosotros

Jesús nunca dijo expresamente qué implica la expresión de «la venida del reino de
Dios». Declaró su mensaje con parábolas inteligibles para el común de los mortales: la
parábola del sembrador, las parábolas del grano de mostaza, de la levadura, de la cizaña
entre el trigo, del tesoro escondido en el campo, de la perla preciosa (Mt 13; Mc 4; Lc 8).
El reino de Dios es, en primer lugar, discreto, de poca apariencia; más aún: está oculto y

30
es frecuentemente impugnado y discutido, y, sin embargo, produce llamativamente fruto
rico, todo lo penetra y crece hasta convertirse en un gran árbol, cuyas ramas son tan
amplias que garantizan espacio a todos.
Junto con sus parábolas, Jesús explica el reino de Dios mediante sus milagros. Los
milagros sanadores de paralíticos, ciegos y leprosos, la liberación de malos espíritus, la
resurrección de muertos, muestran que el mensaje del reino de Dios es un mensaje del
Dios que quiere que los hombres vivan. Así que reino de Dios y vida son, en los
evangelios, conceptos intercambiables. Jesús no ha venido para juzgar al mundo, sino
para salvarlo (Jn 12,47); ha venido para que los seres humanos tengan vida (Jn 10,10).
Igualmente, Jesús habla del reino de Dios y su justicia (Mt 5,20; 6,33). Este concepto
incluye algo más que el puro cumplimiento de la Ley. Indica la justicia de Dios: una
justicia que, en su misericordia, penetra en la situación del ser humano concreto, hace
justicia a esa situación y nos hace justos a nosotros. Especialmente escandalosa para sus
enemigos y merecedora de muerte fue su interpretación del precepto del sábado: «El
sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27). Así, el mensaje
del reino de Dios es un mensaje de la nueva justicia más grande y de la vida en libertad
ante Dios.
Los convites que Jesús celebró con personas a las que se tenía por pecadoras y que,
como tales, estaban discriminadas, muestran que al reino de Dios todos están invitados y
nadie está excluido. Aunque la misión de Jesús iba destinada al pueblo de Israel, en el
encuentro con personas que no pertenecían al pueblo de Israel y eran gentiles dejó
constancia de que también ellas pueden tener acceso al reino de Dios. Así, el capitán
romano de Cafarnaún (Mt 8,5-13)), la mujer sirofenicia (Mc 7,24-30) y la samaritana
junto al pozo de Jacob (Jn 4,1.39). El mensaje de Jesús sobre el reino venidero de Dios
apuntaba, de este modo, más allá de Israel, y su proyección era universal. La luz de la
vida que con Jesús ha venido al mundo (Jn 8,12; 9,5) ilumina a todo hombre que viene a
este mundo (Jn 1,4.9).
La más clara expresión de la idea de Jesús sobre el reino de Dios que está al llegar se
encuentra en las Bienaventuranzas del Sermón de la Montaña (Mt 5,3-11; Lc 6,20-26).
No es a los grandes, los ricos, los poderosos, los guapos de este mundo, sino a los
pobres, los afligidos, los que tienen un corazón puro, los no violentos, los compasivos,
los pacíficos y los perseguidos por causa de la justicia a quienes se declara
bienaventurados. En el Magnificat, María anticipó este mensaje: «Desbarata a los
soberbios en sus planes, derriba del trono a los potentados y ensalza a los humildes» (Lc
1,51-52). No son los sabios y los prudentes, sino la gente menuda, los sin voz, los que
entienden y acogen el mensaje del reino de Dios (Mt 11,25-26). Así, el mensaje del reino
de Dios está en contradicción con lo que normalmente se entiende por felicidad humana
en este mundo. La venida del reino de Dios pone patas arriba el orden corriente en el
mundo y sus valores; o, por mejor decir, vuelve a ponerlos de nuevo sobre sus pies.
La paradoja del mensaje del reino de Dios se pone de manifiesto en la afirmación
«La llegada del reino de Dios no está sujeta a cálculos; ni dirán: míralo aquí, míralo allí.
Pues está entre vosotros» (Lc 17,20-21) Está-ahí, sí, en medio de vosotros: en los pobres,

31
los afligidos, los que lloran, los no violentos, los pacíficos, los perseguidos, en aquellos
que por amor de Dios se comprometen por la vida, la justicia y la libertad. Pero no está
presente a la manera de este mundo. El Evangelio del reino de Dios no es un Evangelio
del bienestar. En el padrenuestro no rezamos por un reino económicamente pujante, un
reino del progreso técnico y del éxito. No es un reino que exhiba poder y pompa, un
reino con fronteras nacionales y grandeza nacional. Trasciende todas las fronteras
nacionales. Llega, por tanto, humilde pero no humilla a nadie. Otorga justicia a todos y
hace justicia a cada uno en su situación. Es luz y vida ante Dios en libertad cristiana.

Jesucristo en el Espíritu Santo: el reino de Dios en persona

Oposición al mensaje del reino de Dios la hubo desde el principio. San Agustín describe
toda la historia de la humanidad como una lucha entre dos ciudades. No son dos reinos
mundanos, tampoco dos principios opuestos (dualistas) fundados en la realidad, sino dos
formas de amor: el amor de Dios y el amor propio.
El Nuevo Testamento asume, en Daniel, imágenes apocalípticas basadas en el libro
de Henoc y habla de la lucha, anterior a todos los tiempos, del arcángel san Miguel con
los ángeles rebeldes. Tras su caída, el gran dragón, la antigua serpiente, que se llama
diablo o Satanás, seduce a todo el mundo y está en lucha con aquellos que observan los
mandamientos de Dios (Ap 12,7-9.13-18; Jds 6; 9). Siembra mala hierba entre los granos
de la palabra de Dios (Mt 13,23-30.39). Es el padre de la mentira, que corrompe toda
verdad y pervierte todos los valores y con sus fake news o bulos crea confusión (Jn 8,44).
Siembra inquietud y división. En su orgullo y su autoritaria arbitrariedad, solo tiene ojos
para sí mismo y no se para en barras. Esta realidad maligna existe en gran formato de
fanfarronería; existe también en la pequeñez y mezquindad y en la cotidiana, maligna
estrechez de miras. Está presente en todos nosotros.
Jesús, ya al comienzo de su vida pública, tras un ayuno de cuarenta días en el
desierto, resistió a la triple tentación de Satanás (Mt 4,1-11). A través de su presentación
en público y la predicación de sus discípulos, Jesús ve a Satanás caer del cielo como un
rayo (Lc 10,17). Con el dedo –es decir, en la fuerza– de Dios expulsa los demonios y se
muestra como el más fuerte, que vence al fuerte (Lc 11,20-22). En su pasión y muerte en
la cruz, Jesús tomó libremente sobre sí toda la crueldad del Maligno y lo venció por su
resurrección. Como el primero de los resucitados (1 Cor 15,20) ha quitado a la muerte su
aguijón y su horror (1 Cor 15,54-55) y a nosotros nos ha dado la libertad de los hijos de
Dios (Gal 2,4; 4,5.9; 5,1). En Jesucristo, el crucificado y resucitado, ha irrumpido
definitivamente el reino de Dios como señorío de la vida, de la verdad y del amor. Así
pudo decir Orígenes que Jesucristo es el reino de Dios en persona.
Mediante la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés (Hch 2,1-13) ha irrumpido el
reino de Dios en aquellos que se confiesan discípulos de Jesucristo. No es comer ni
beber, es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo (Rom 14,17). «El fruto del Espíritu es
amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio propio»

32
(Gal 5,22-23) Es «el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el
reino de la justicia, el amor y la paz» (Prefacio de la solemnidad de Jesucristo, Rey del
universo). Es, mediante Jesucristo, en el Espíritu, Adviento de Dios, su llegada al
mundo. «Donde habita la bondad y el amor, allí habita solo el Señor» (Gotteslob
[Himnario de las diócesis católicas de lengua alemana], 442).

Reinado de Dios en la Iglesia y más allá de la Iglesia

Es evidente de toda evidencia que el reino de Dios no se identifica con la Iglesia


terrestre; no coincide con las fronteras institucionales de la Iglesia. Nosotros confesamos
a la Iglesia como la única y santa Iglesia porque el Espíritu Santo de Dios actúa en ella.
En este sentido, la Iglesia es germen y comienzo del reino de Dios en la tierra; pero la
Iglesia tiende a extenderse en deseo al consumado reino de Dios. La Iglesia terrena es
todavía Iglesia de pecadores y, en este sentido, es también Iglesia pecadora, en la que
todavía hay que lamentar mucha suciedad, que para muchos de dentro, lo mismo que de
fuera, puede convertirse en escándalo. La Iglesia terrena, por eso, está siempre
necesitada de reforma. Sus verdaderos representantes son los santos, los santos
canonizados y los muchos santos ocultos no canonizados. San Agustín calificó a la
Iglesia de societas mixta, sociedad mezclada. San Ambrosio, inspirándose en el Cantar
de los Cantares (Cant 1,4), dijo de la Iglesia que es «nigra, sed formosa» (negra pero
hermosa). Cuando pedimos «¡Venga a nosotros tu reino!», pedimos que la belleza del
reino de Dios se encarne más claramente en la Iglesia, a fin de que la Iglesia aparezca en
la realidad como lo que es, es decir, casa y templo de Dios.
El mensaje del reino de Dios nos permite también mirar más allá de las fronteras de
la Iglesia institucional. El Espíritu de Dios sopla hacia donde quiere (Jn 3,8). Dentro hay
muchos que, en realidad, están fuera, y fuera hay muchos que están dentro (san Agustín).
Así, la Iglesia, desde el justo Abel, está de camino en la historia de manera oculta. Hay
también santos paganos. Dios, mediante el Espíritu Santo, tiene acceso también al
corazón de todo ser humano. En su conciencia, cada uno oye la voz de Dios, que le
ayuda a distinguir entre el bien y el mal (Rom 2,14-15). La regla de oro –hacer a otros lo
que nosotros mismos esperamos de ellos– está inscrita en el corazón de todos los
humanos y dice lo que la Ley y los Profetas enseñan (Mt 7,12; 22,40). Quien escucha
esta voz de la conciencia y, con la ayuda del Espíritu de Dios, intenta vivir en
conformidad con ella, puede conseguir la salvación y entrar en el reino de Dios.
Pertenece a la ciudadanía (civitas) del reino de Dios. Nuestra oración «Venga a nosotros
tu reino» debe, pues, tener ante los ojos a las muchas personas de buena voluntad de
fuera de la Iglesia y rezar por aquellos que viven comprometidos por la justicia y por la
paz en el mundo. Están incluidos en las Bienaventuranzas del Sermón de la Montaña (Mt
5,9-10).

Orar por la venida del reino de Dios, celebrarlo y testimoniarlo

33
¿Qué podemos hacer, pues? No podemos hacer el reino de Dios, ni instaurarlo, ni
organizarlo o imponerlo por la fuerza. Tampoco podemos atraerlo por medio de
esfuerzos ascéticos y ejercicios piadosos. La venida del reino de Dios es acción soberana
de solo Dios. Crece, como la semilla, por sí misma; el ser humano no sabe cómo (Mc
4,26-29). Siempre que fanáticos políticos o religiosos han intentado instaurar en este
mundo un Estado de Dios, tal intento ha terminado en un sistema de terror. Quien quiere
traer el cielo a la tierra, crea el infierno en la tierra. Por la venida de ese reino de Dios,
como culminación del deseo y la esperanza humanos, lo único que podemos hacer es
rezar «Venga a nosotros tu reino» (Mt 6,10; Lc 11,2). «Solo los que oran pueden lograr
detener la espada sobre nuestras cabezas» (Reinhold Schneider).
En sus convites, Jesús celebró por anticipado el reino de Dios; antes de su muerte nos
dejó, como gran legado suyo, la celebración de la eucaristía como celebración anticipada
del reino de Dios venidero (Mt 26,29; Mc 14,25; Lc 16,18-19; 1 Cor 11,26). Podemos
celebrarlo con alegría y sencillez de corazón (Hch 2,46) y, al celebrarlo, unir nuestra voz
ya ahora al «Santo, Santo, Santo» de los ángeles (Ap 4,8). Así, como cristianos, en la
celebración de la eucaristía, podemos mirar hacia delante y hacia arriba y orar: «¡Venga
a nosotros tu reino!» Así lo hacían los primitivos cristianos cuando, cargados de
nostalgia, oraban: «¡Marána thá! ¡Ven, Señor!» (1 Cor 16,22; Ap 22,20): sí, ven pronto
(Didajé 10,6).
La venida del reino de Dios es un don; esto no quiere decir que podamos cruzarnos
de brazos y, como en una sala de espera, nos toque simplemente esperar a que se abra la
puerta hacia el reino de Dios. Jesús envió a sus discípulos a predicar la llegada del reino
de Dios (Mt 10,7; Lc 10,9.11) y antes de su ascensión al cielo habló otra vez
detenidamente con sus discípulos (Hch 1,3). El anuncio del reino de Dios es, según los
Hechos de los Apóstoles, el contenido central de la misión apostólica (Hch 8,12; 19,8;
20,25; 28,22.31). Este encargo misional tiene vigencia todavía hoy. La Iglesia es, por
esencia, misionera. No debe centrarse en sí misma; tiene que ser Iglesia en marcha,
Iglesia en modo de misión constante.
Todos los cristianos están llamados por el bautismo y la confirmación a testimoniar
el reino de Dios, de manera especial los obispos y los sacerdotes. Por supuesto, no se
puede confundir misión con proselitismo. En la misión no se trata de aumentar el
número de miembros, de incrementar el patrimonio propio y el área de poder y de
influencia propia. Se trata del reino de Dios y de la salvación de los hombres. Por amor a
Dios y por la salvación de los seres humanos y del mundo, no podemos silenciar a Dios
y su reino. Debemos llevarlo a las plazas y pregonarlo desde las azoteas (Mt 10,27).
«¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Cor 9,16).
No basta con anunciar el Evangelio del reino de Dios: también tiene que ser acogido
(Mc 10,15). La palabra, oída en la fe, tiene que hacerse carne y dar fruto en el amor (Gal
5,6). Debemos ser sal de la tierra. Tenemos que hacer brillar la luz de nuestra fe; la gente
tiene que ver nuestras obras y alabar a Dios (Mt 5,13-16). Un poco de levadura puede
fermentar toda una artesa de harina (Mt 13,33). Por tanto, ¡fuera miedo a ser minoría o a
llegar a serlo! En ningún sitio nos promete el Evangelio que alguna vez seremos

34
mayoría; también una minoría creativa puede ser atrayente y, como una levadura,
impregnar desde dentro la totalidad de una sociedad.
La acogida del mensaje del reino de Dios exige una elección radical. No basta con
decir simplemente «Señor, Señor»; tampoco basta con realizar acciones espectaculares
(Mt 7,21-23). Jesús espera una pronta y total elección. Al que quiere disponerlo de otra
manera –aunque sea enterrar a su propio padre o despedirse de la familia–, a ese le dice
Jesús: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el reino de Dios».
«El que ha puesto la mano en el arado y mira atrás no es apto para el reino de Dios» (Lc
9,59-62; cf. Mt 8,21-22). En este punto recurre a expresiones drásticas: si tu mano o tu
pie te son ocasión de caer, córtatelo y tíralo lejos de ti (Mt 18,8-9). Es una manera
profética de hablar, que no pretende ser interpretada literalmente; quiere decir que en la
opción por el reino de Dios está todo en juego y se apuesta la totalidad (Mt 18,18-28).
Por eso, la vida acorde con los consejos evangélicos de pobreza personal, de celibato
libremente elegido y de vida en comunidad (obediencia) tiene todavía hoy, mirando al
reino de Dios, un significado simbólico y profético. En el padrenuestro pedimos que
Dios, entre laicos, religiosos y sacerdotes, suscite también en nuestro tiempo tales
testigos vigorosos de su reino y que nosotros mismos tengamos también fuerza para tal
testimonio.

Discernir los signos de los tiempos

En el primer Pentecostés, el reino de Dios llegó en el rugido de una tormenta de viento y


en lenguas de fuego. Ordinariamente –como en el profeta Elías– viene, más bien, en el
susurro del viento (1 Re 19,12). Dios no impone su reino a nadie; no irrumpe con
violencia en el mundo ni en nuestra vida. Él es de sentimientos infinitamente tiernos y
sensibles, apela a nosotros, nos invita; en cierto modo, hasta nos corteja. Está a la puerta
y llama a nuestro corazón (Heb 3,7; Ap 3,20).
Tenemos, pues, que escuchar escrupulosamente dentro de nosotros e intentar
reconocer los «signos de los tiempos» (Mt 16,4). Con los ojos bien abiertos y, sobre
todo, con un corazón dispuesto, debemos mirar y escuchar atentamente al mundo para,
en el ajetreo y en la sonora barahúnda de lo secular, no desoír las llamadas de Dios y no
pasar por alto las huellas de su presencia. Solo así podremos decir proféticamente en
cada situación el mensaje del venidero reino de Dios.
Muchas veces, cuando hablamos de los «signos de los tiempos», pensamos solo en
los signos negativos y amenazadores que nos llenan de miedo y de pavor. Tales signos
existen efectivamente. Por su medio, Dios quiere despertarnos del sueño de una falsa
seguridad. Pero existen también los signos buenos, menos ruidosos y menos inoportunos.
Existen también hoy. No hay tiempo alguno que no sea también tiempo de Dios y en el
que Dios se haya retirado lisa y llanamente del mundo. Todo tiempo es tiempo de Dios.
Por eso, al pedir la venida del reino de Dios, se impone pedir también que no nos
durmamos en los signos de los tiempos, sino que nos digamos: ya es hora de despertar

35
del sueño. El reino de Dios se avecina (Rom 13,11-12). ¡El Señor viene! ¡Arriba, salidle
al encuentro! (Mt 25,6).
A la vista de los signos apocalípticos que causan pavor, Jesús nos dice: «Cuando
comience a suceder todo esto, erguíos y levantad la cabeza» (Lc 21,28). No podemos
dejarnos abatir y desalentar por los signos negativos, no necesitamos andar cabizbajos ni
permitir que se hunda el ánimo. Antes bien, para los cristianos la norma es Sursum
corda, ¡arriba los corazones! Desde Jesucristo, los cristianos viven bajo la promesa de
que el reino de Dios está al llegar y de que al final de los tiempos irrumpirá con poder y
en gloria. Por eso, podemos ser personas esperanzadas, con la cabeza bien alta, en la
seguridad de que, al final, «Dios será todo para todos» (1 Cor 15,28). Por eso, la alegría
de Adviento y la alegría de Pascua tienen que ser el signo distintivo del cristiano.
También esto lo pedimos en el padrenuestro.

[*] El autor alude a la historia de Alemania y la palabra Reich, que puede significar «imperio» o, como aquí,
«reino»: Reich Gottes, el reino de Dios [Nota del T.].

36
5

Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo

La tercera petición del padrenuestro, «Hágase tu voluntad», enlaza con la venida del
reino de Dios. Esta petición es la evidente consecuencia del reconocimiento del señorío
de Dios. Porque quien reconoce el señorío de Dios tiene que hacer también su voluntad.
Pero ¿qué significa esto? ¿No nos ha creado Dios como seres libres? ¿No es la voluntad
de Dios una determinación extraña que contradice la autodeterminación del ser humano?
¿Y cómo puedo saber, en las complejas situaciones de la vida, lo que Dios quiere
concretamente en mi situación? ¿Podemos alguna vez sondear la voluntad del insondable
Dios?

Los mandamientos de Dios como indicadores en la vida

Dios nos ha creado libres, a su imagen, semejantes a él (Gn 1,27). El Salmista dice sobre
el ser humano: «Lo has hecho poco menos que un dios, de gloria y esplendor lo has
coronado» (Sal 8,6). Sin embargo, al ser humano le fue impuesto desde el principio un
límite, que no le es lícito traspasar. No le es lícito querer ser él mismo como Dios.
Querer eso sería la muerte (Gn 3,1-3). El ser humano ha traspasado esta frontera que
como a creatura le fue impuesta; queriendo ser igual a Dios, se ha hecho a sí mismo un
superhombre absolutamente autónomo, con lo que se ha merecido la muerte. El
superhombre, como muestra la historia de Caín y Abel, se convierte en hombre
dominador y en enemigo del otro hombre. ¿Consecuencia?: el caos. El hombre
dominador y el superhombre, en su deseo de ser absolutamente autónomos, se vuelven
un monstruo inhumano que, como muestra la historia del diluvio, arrastra al mundo al
abismo (Gn 6–8).
La historia de Noé refiere que Dios no quiere dejar que el mundo se hunda en el
caos, sino que, en la alianza con Noé, ha instaurado un nuevo orden de paz universal.
Ese orden garantiza la persistencia del mundo y sus ritmos, y sanciona la ley moral
general, válida también para los gentiles. Al ser humano se le ha confiado el señorío
sobre el mundo; en la prohibición de derramar sangre de hombres y animales se expresa,
sin embargo, que con eso también se le ha encomendado la defensa de la vida (Gn 9). El

37
contenido esencial de la ley moral, dada en común al ser humano, tiene su expresión en
la regla de oro. Esta regla significa no hacer al otro nada que uno no desee para sí
mismo, y hacerle todo lo que uno espera de él para sí mismo. Esta regla de humanidad se
encuentra en una u otra forma en todas las culturas que conocemos. Jesús la confirmó
expresamente en el Sermón de la Montaña, añadiendo que esa regla condensa lo que
dicen la Ley de Moisés y los Profetas (Mt 7,12; 22,40; Lc 6,31).
La norma básica de humanidad fue ulteriormente configurada en el mundo antiguo y,
como tal, entró en la segunda tabla del decálogo (los diez mandamientos). Los
mandamientos allí formulados son, en el fondo, un orden de paz para la humanidad. El
mandamiento de cuidar a los padres atañe a la justicia relativa a las generaciones. Los
siguientes mandatos sancionan la defensa de la vida, la defensa de la santidad del
matrimonio y de la familia, la defensa de la propiedad como base de la existencia
personal. El mandamiento de no dar falso testimonio protege de la difamación y de las
intenciones homicidas y asegura la convivencia de los hombres fundamentada en la
verdad y la confianza. Estos mandamientos no son una carga impuesta; son, diríamos
hoy, derechos humanos fundamentales y normas básicas de la paz social. Al ser
asumidos en el decálogo y al anteponer a ellos la primera tabla –la que contiene el deber
para con Dios–, fueron dados simultáneamente como mandato de Dios y derecho divino
de la humanidad, como indicadores para el camino de la vida (Ex 20,1-17; Dt 5,6-21).
Jesús confirmó estos mandamientos y los resumió en el mandamiento principal del amor
a Dios y el amor al prójimo (Mt 22,34-40).
Todos estos mandatos no son un yugo arbitrariamente impuesto ni una carga
insoportable; son expresión de la preocupación de Dios por el éxito del humanitarismo y
de la convivencia de los humanos. Dios quiere que nuestra vida se logre y que podamos
vivir bien y felizmente para entrar en el reino de Dios. La teonomía no suprime la
autonomía: antes al contrario, la protege y la lleva a su perfección. Por eso, la Biblia no
entiende los mandamientos como carga, sino que los saluda con agradecimiento y con
gozo (Sal 40,8-9). En ellos, Dios nos ha dado simultáneamente una «lámpara para mis
pasos, luz en mi senda» (Sal 119,105).
Se puede también hablar de una brújula. Una brújula muestra la dirección en la que
tenemos que caminar; pero no muestra los caminos exactos, muchas veces tortuosos, que
conducen a la meta. Así, los mandamientos son a modo de vallas protectoras, a derecha e
izquierda, que protegen del despeñadero; son el marco en el que nos movemos con
seguridad y por el que podemos orientarnos. Jesús criticó expresamente una
interpretación legalista pedante (Mt 11,28-30) y de este modo sentó las bases de la
libertad del cristiano, más tarde proclamada por Pablo (Gal 5,1.13). La libertad cristiana
no es una libertad arbitraria; se realiza en el amor que toma en consideración la libertad
del otro, la respeta y fomenta (Rom 12,9-21; 13,8-14; 1 Cor 13; Gal 5,22-23; 6,2). En
este camino de la libertad realizada en el amor, solo en la oración, por la vía del
discernimiento espiritual, podemos examinar y reconocer cuál es la voluntad concreta y
la vocación de cada uno de los individuos (Rom 13,2; Flp 1,9-10; Ef 5,17; Col 1,9). En
este sentido, en el padrenuestro pedimos que nuestra vida salga bien y al final sea

38
dichosa.

Voluntad salvífica universal de Dios

El camino de la vida que cada cual debe recorrer según la voluntad de Dios está
entretejido en el gran plan de salvación y en la voluntad universal de salvación de Dios.
Como seres humanos, para nosotros el plan y la voluntad salvíficos de Dios están
ocultos. Pero se nos han revelado por medio de los profetas y, últimamente, por
Jesucristo. El comienzo de la Carta a los Efesios nos los presenta sintéticamente en un
himno:
«Por él nos eligió, antes de la creación del mundo, para que por el amor fuéramos
consagrados e irreprochables en su presencia. Por Jesucristo, según el designio de su
voluntad, nos predestinó a ser sus hijos adoptivos, de modo que redunde en alabanza
de la gloriosa gracia que nos otorgó por medio del Predilecto. Por él, por medio de su
sangre, obtenemos el rescate, el perdón de los pecados. Según la riqueza de su gracia,
derrochó en nosotros toda clase de sabiduría y prudencia, dándonos a conocer su
secreto designio, establecido de antemano por decisión suya, que se había de realizar
en el Mesías al cumplirse el tiempo: que el universo, lo celeste y lo terrestre,
alcanzaran su unidad en el Mesías. Por medio de él y tal como lo había establecido el
que ejecuta todo según su libre decisión, nos había predestinado a ser herederos de
modo que nosotros, los que ya esperábamos en el Mesías, fuéramos la alabanza de su
gloria. Por él, también vosotros, al escuchar el mensaje de la verdad, la Buena
Noticia de vuestra salvación, creísteis en él y fuisteis sellados con el Espíritu Santo
prometido, quien es prenda de nuestra herencia, del rescate de su posesión: para
alabanza de su gloria» (Ef 1,4-14).
Continuamente hay que leer este himno meditándolo de nuevo; su riqueza no se
agota ni se condensa en pocas palabras. La voluntad universal salvífica está ya
establecida antes de la creación del mundo. El comienzo de la historia de la salvación lo
ha establecido Dios con la vocación de Abrahán para bendición de todos los pueblos (Gn
12,3). Los profetas han prometido para el final del tiempo la peregrinación de todos los
pueblos a Sion (Is 2,2-3; Miq 4,1-4). Dios quiere que todos se salven (1 Tim 1,4; 4,10).
Esta voluntad salvífica abarca la creación entera, cielo y tierra (Ap 4,11). Dios quiere
producir al final un nuevo cielo y una nueva tierra (Ap 21,1). Entonces, Él lo será todo
en todos (1 Cor 15,28). Con esto, la Biblia no describe el itinerario de un orden racional
que se imponga gradualmente, ningún camino de evolución o de progreso. Describe un
camino que se basa en la soberanamente libre opción de Dios y que se realiza en el amor
de Dios que se comunica a sí mismo y que, al fin, todo lo impregna.
De este modo se nos abre en la tercera petición del padrenuestro, en torno a la
realización de la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo, una perspectiva
universal que abarca todos los lugares y tiempos. Con esto, la tercera petición del

39
padrenuestro asume la primera petición sobre la glorificación del Nombre de Dios y la
petición por la venida del reino de Dios y las convierte en una petición ardiente, cargada
de esperanza: que plega a Dios que su voluntad, existente desde toda la eternidad, se
realice en nosotros, en todos los seres humanos y en toda la creación. Cuando pedimos
«hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo», pedimos que se cumpla la voluntad
salvífica de Dios y que nuestro tan frecuentemente convulso mundo, y nosotros mismos,
al fin, entremos en el reino de Dios.
Muchos pretenden deducir de estas afirmaciones una reconciliación escatológica de
todo (apocatástasis) en la que todos los seres humanos, y hasta los malos espíritus,
estarán incluidos. Pasan por alto las muchas sentencias de Jesús según las cuales Dios, al
final, administrará justicia y separará a los malos de los buenos (Mt 25). Por eso no
debemos restar importancia a la seriedad de nuestra decisión en esta vida. El mensaje de
juicio no es simplemente un mensaje de amenaza; es también mensaje de gozo y de
alegría. Dice que para los malos y violentos no todo va a ser de color de rosa; que, al
final, cada uno tiene que rendir cuentas y que entonces todas las disculpas y evasivas,
todas las triquiñuelas y artimañas fracasan, y se caen todas las máscaras. Al final, la
justicia, la bondad, la verdad y el amor vencerán sobre la injusticia, la mentira y la
violencia y sobre todos los poderes de muerte. Claro que podemos esperar que al final
Dios, en todo ser humano, encuentre todavía algo bueno y «entonces cada uno recibirá
su calificación de Dios» (1 Cor 4,5). Esto no lo podemos saber. En la petición del
padrenuestro, únicamente podemos esperarlo en representación de todos los seres
humanos y para todos pedirlo.
En la realización de su plan salvífico, Dios nos toma en serio a nosotros y a nuestra
libertad. No nos trata como bloques de piedra que incorpora al edificio de su reino;
tampoco como animales de tiro o de carga, sin voluntad propia, en su construcción del
reino de Dios. Nos implica como colaboradores suyos (1 Cor 3,9; 2 Cor 6,1). Pero, como
sabe que somos seres débiles, podemos pedir que nos ayude para que, en nuestro lugar
personal y en nuestro ámbito de responsabilidad, cumplamos su voluntad de tal manera
que podamos prestar nuestra colaboración a la edificación del reino de Dios y a la
realización de su plan salvífico, que engloba cielo y tierra.

¿Por qué el mal y el sufrimiento injusto en el mundo?

Es ya bastante difícil reconocer la voluntad de Dios; más difícil aún es aceptarla siempre
y en toda situación y plegarse a ella. No todo lo que sucede en el mundo puede ser
voluntad de Dios. Hay muchas cosas –sobre todo, el sufrimiento de innumerables niños
y de personas inocentes– que no podemos aceptar sin más. Por amor de Dios, tenemos
que rebelarnos y protestar contra ello. Por eso, muchas veces discutiremos con Dios y le
preguntaremos: Dios, ¿cómo puedes permitir todo el horror que está sucediendo? Y si
ese horror nos afecta a nosotros mismos –en un serio revés de la fortuna, en una gran
desgracia, en una enfermedad grave, en la pérdida de un ser querido para nosotros–,

40
preguntamos: ¿por qué tengo que sufrir esto precisamente yo? ¿Por qué me sucede esto
precisamente a mí? ¿Cómo lo he merecido? ¿Por qué, por qué, por qué?
Hay situaciones en las que la petición del padrenuestro «hágase tu voluntad» no nos
sale fácilmente de los labios. Romano Guardini, uno de los grandes pensadores y
teólogos cristianos del último siglo, pero también una persona aquejada de melancolía,
hacia el final de su vida hizo una manifestación: que en el Juicio Final también él tenía
algunas preguntas que hacerle a Dios. ¿Por qué el sufrimiento y la muerte de tantos niños
inocentes? ¿Por qué tantos millones de personas salvajemente torturadas y asesinadas?
¿Por qué tantos vienen al mundo ya gravemente, y de muchas maneras, disminuidos?
¿Por qué el abuso de tantos niños? ¿Por qué tantas mujeres ultrajadas y humilladas? ¿Por
qué los devastadores fenómenos naturales que arrastran a los seres humanos a la muerte
y por los que otros miles pierden de un momento a otro su fortuna y sus bienes ganados a
fuerza de trabajar penosamente?
Cada una de estas preguntas nos permite asomarnos a los abismos. En caso de una
desgracia causada por alguna persona, es ciertamente necesaria una reparación jurídica.
Sin embargo, esa acción jurídica no puede anular lo sucedido. Igualmente se necesitan
con urgencia acompañamiento psicológico y pastoral y ayuda solidaria. Sin embargo,
tampoco estos medios responden a la pregunta fundamental planteada: «¿por qué?». Es
la pregunta más difícil de la teología, la pregunta de la teodicea: ¿por qué pudo y puede
Dios permitir todas estas cosas? Con esta pregunta luchó ya el mártir veterotestamentario
Job. Era íntegro, justo y piadoso. Sin embargo, luego le fue cayendo encima golpe tras
golpe: perdió toda su hacienda, le fue arrebatada su familia, él mismo se sentaba en la
ceniza cubierto de pies a cabeza de graves llagas. Sus amigos podían decirle lo que
quisieran: su, en apariencia, tan discreta y cuerda sabiduría teológica no podía
persuadirle. Al final llegó a la convicción de que con Dios no se puede discutir. Se tapó
entonces la boca con la mano y calló. Solo un relato secundario del libro de Job le
presenta diciendo: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el Nombre del
Señor!» (Job 1,21).
Hasta esta última frase, para muchos será largo y difícil el camino a recorrer, si es
que lo hay… Es más probable, para la mayoría, que en ese momento se pronuncie desde
el corazón el grito de abandono de Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?» (Mt 27,46; Mc 15,34). Con este grito, Jesús, moribundo, oró el Salmo
22. Este salmo, tras la queja, termina con una perspectiva de esperanza: «Tú me has dado
respuesta. Contaré tu fama a mis hermanos, en plena asamblea te alabaré» (Salmo 22,22-
23). Esta perspectiva no es un happy end. En Lucas, Jesús expresó este horizonte de
esperanza con la sentencia «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46) y
entendió su muerte como entrada en el paraíso del reino de Dios (Lc 23,42). Las palabras
de seguridad en la victoria –«Todo se ha cumplido» (Jn 19,30)– con las que Jesús, según
el cuarto evangelio, entrega su espíritu y muere, dan un paso más adelante. Interpreta la
deshonrosa y cruel muerte de Jesús en cruz como el cumplimiento, más aún, la victoria
de la voluntad de Dios de salvar al mundo.
A pesar de esta seguridad de fe, muchas preguntas no se solucionan en esta vida, ni

41
siquiera para el creyente; también para él sigue habiendo preguntas a las que no es
posible dar una respuesta; incluso sería arrogante intentar darles respuesta. Muchas veces
es más honesto, como Job, enmudecer, callar, sumirse en la noche oscura de la cruz y
allí, pacientemente, aguantar. Al que cree, puede habérsele dado la gracia, como a Jesús
en el huerto de Getsemaní, de decir: «Padre, hágase tu voluntad» (Lc 22,42) y, con la
vista puesta en la cruz y en el crucificado, aceptar con Jesús, como voluntad de Dios, la
propia cruz, el propio dolor y la propia pasión, y aguantar en representación y sustitución
de otros. Esta gracia solo se puede pedir. En tales situaciones, la oración «Hágase tu
voluntad» solo es posible como don de la gracia.

42
6

Danos hoy nuestro pan de cada día

Solo en la segunda parte del padrenuestro, con la petición «Danos hoy nuestro pan de
cada día», llegan a expresarse nuestros deseos, necesidades y problemas terrenos. El pan
es el medio fundamental de alimentación que necesitamos para la vida. Representa todas
las grandes necesidades del ser humano: comer y beber, un techo sobre nuestras cabezas,
vestidos que nos defiendan del frío y del calor y nos ayuden a preservar nuestra
dignidad. Como el pan no es un puro producto natural, sino también un producto
cultural, en la petición del pan van expresadas también nuestras necesidades sociales
básicas de justa participación –activa y pasiva– en los bienes fundamentales de la
comunidad humana.

Pan y bienes de la tierra como expresión de la bendición de Dios

Jesús sabe que, como humanos, tenemos multitud de necesidades y nos asegura que
nuestro Padre celestial sabe que necesitamos todo lo que es preciso para la vida (Mt
6,32). Por eso, podemos también dirigirnos confiadamente a nuestro común Padre del
cielo con nuestros diarios deseos y necesidades y pedir: «Danos hoy nuestro pan de cada
día».
Con esta oración, Jesús no nos libera sin más de nuestras preocupaciones terrenas.
Jesús sabe que el pan no cae del cielo todas las mañanas como el maná. En sus parábolas
describe con toda precisión las penalidades de los labradores en la preparación del suelo,
en la siembra de la semilla, en la recolección, la trilla y la molienda del grano. La Biblia
sabe que nos afanamos sinceramente por nuestro pan de cada día, que con frecuencia
tenemos que dejar la piel en la faena y que muchas veces comemos el pan con el sudor
de nuestra frente (Gn 3,17-19). La Biblia conoce también el trabajo de la mujer
hacendosa en el amasado y preparación del pan y en el cuidado del hogar (Prov 31,10-
31). La Biblia dice claramente «El que no trabaja, que no coma», y critica a aquellos que
llevan una vida inútil a costa de los demás (1 Tes 4,11-12; 2 Tes 3,10-12). Sabe –como
decimos en la liturgia– que el pan es «fruto de la tierra y del trabajo del hombre».
Cualquier campesino sabe también, desde luego, que el crecimiento y los progresos

43
de su trabajo dependen de factores que, aun con su mejor voluntad, no puede dominar.
Antes que nada, necesita tiempo favorable y, siempre en el momento debido, lluvia y sol.
Puede haber catástrofes y golpes del destino que reduzcan a la nada todo el trabajo y
lleven a una pobreza y a hambrunas no merecidas. Hoy, la desertificación del suelo en
amplias zonas de África es un gran problema que produce hambrunas y la migración de
muchas personas. Las acciones de guerra pueden también destruir sembrados e
imposibilitar su cultivo. Así, el éxito y el rendimiento de nuestro trabajo dependen no
solo de nosotros, sino también de la bendición de Dios. Por eso tenemos motivos para
pedir nuestro pan de cada día.
En toda la historia cultural de la humanidad, los convites iban unidos a cantos de
alabanza y agradecimiento. El mismo Jesús conocía las oraciones judías de la mesa e
incluso las pronunció en la Última Cena. Han entrado en nuestras oraciones cristianas de
la mesa y en nuestra liturgia. Una de esas oraciones de mesa dice: «Ven, Señor Jesús, sé
tú nuestro huésped, y bendice todo aquello que nos has regalado».
Por desgracia, hemos olvidado con frecuencia dar gracias por el pan diario. Hoy en
día muchos parecen estar completamente convencidos de que el pan diario se puede
sacar sin más de los distribuidores automáticos. Una mirada a la televisión de la noche
muestra que el pan diario es cualquier cosa menos algo evidente de por sí, como con
frecuencia presuponemos implícitamente en nuestra sociedad de superabundancia y de
derroche, por lo que no raras veces desechamos simple y desconsideradamente el pan
sobrante. Todavía en mi juventud aprendí que tirar el pan es pecado. Es un signo de
desagradecimiento para con los dones de Dios y un cinismo para con aquellos que no
tienen pan que comer, sino que han de rebuscarlo en los basureros en los que nosotros lo
amontonamos. Que entre nosotros se produzcan alimentos en sobreabundancia y luego
intencionadamente se destruyan forma parte, a la vista del hambre que hay en el mundo,
de los escándalos de nuestro tiempo. Tenemos que volver a aprender a pedir por el pan
de cada día y dar gracias por él.

Hambre y hospitalidad hoy

La relación entre el pan material y la bendición de Dios se vuelve más real aún si
consideramos con más precisión el texto de la petición del padrenuestro. El texto griego
que nosotros traducimos por «nuestro pan de cada día» emplea la palabra epioúsios, que
fuera de aquí no aparece en ninguna otra parte; por eso, su traducción es discutida. Puede
significar «danos hoy el pan que necesitamos». En ese sentido, no se trata de una
petición de pan en abundancia, sino de un mínimo para la existencia: lo que necesitamos
cada día. En tal caso, en la petición del pan estaría prevista una situación de precariedad.
De tales situaciones precarias de hambre están afectadas hoy, de acuerdo con
estadísticas fiables, un total de 815 millones de personas; 151 millones de niños sufren
desnutrición; 51 millones, consunción. Esto pasa en un mundo en el que existen
condiciones económicas y técnicas para que toda la humanidad viva satisfecha: un

44
escándalo. No se puede decir «Entonces, bien poco ayuda orar». La oración sí que ayuda
a aguzar la conciencia y, sobre todo, en primer lugar, a despertar la voluntad de poner
remedio a esta necesidad. Por tanto, cuando rezamos el padrenuestro no debemos pensar
solo en nosotros, sino que debemos rezar también por aquellos que pasan hambre y sed.
Al rezar la oración del padrenuestro debemos constituirnos en intercesores y abogados
de los muchos millones de personas que pasan hambre en el ancho mundo.
Aquí no se trata simplemente de repartir pan o dinero para comprar pan a los pobres
o muy pobres. Está en línea con la dignidad del ser humano participar en el proceso de
producción del pan y de los medios de vida y comer el pan ganado personalmente. La
preocupación por el pan diario incluye la preocupación por que, a poder ser, todos
encuentren trabajo y participen en la vida social y cultural. Los bienes del mundo existen
para todos, y todos deben poder preparar en común la mesa y poder sentarse a ella.
En el comentario de san Jerónimo a la petición del pan, hay una nota según la cual en
un texto arameo judeocristiano –el llamado «Evangelio de los nazarenos»– esta petición
dice así: «Danos hoy el pan para mañana». Efectivamente, este texto se conserva en un
fragmento y hay investigadores que tienen esta versión por la original. En ese caso, en la
petición del pan se estaría pensando en la situación de misión en la que se mueve el
misionero que o bien necesita pan como provisión para el viaje o bien tiene que confiar
en que al día siguiente y en el próximo lugar se le reciba hospitalariamente (Mt 10,10-
11; Mc 6,8-10; Lc 9,3-4). La hospitalidad era ciertamente una virtud altamente apreciada
en el antiguo Oriente, y tal vez siga siéndolo todavía hoy. Abrahán (Gn 18) o la viuda de
Sarepta (1 Re 17,8-16; Lc 4,26) constituían los modelos de tal comportamiento
hospitalario.
Se puede pensar también en situaciones de persecución en las que uno no tiene otra
salida que huir y depende de que lo acojan y provean de lo más elemental. También de
esto se habla en el Nuevo Testamento. Porque responde a la tradición oriental y
veterotestamentaria el acoger hospitalariamente a los extraños y los perseguidos. Jesús
llegó incluso a decir: lo que hacéis a un extranjero, a mí me lo habéis hecho, y lo que no
le hacéis a él, tampoco a mí me lo habéis hecho (Mt 25,40.45). Esta sentencia entró en la
tradición monástica. San Benito, el Padre de Monjes, les prescribe en su Regla que
reciban a los extraños como a Cristo. Con esto, los monjes transmitieron a Europa y a
todo el mundo cristiano una importante herencia bíblica eclesial primitiva. La
importancia actual de esta primitiva praxis cristiana, tanto en sentido literal como en el
traslaticio, salta a la vista y tendría que avergonzar a muchos países que se denominan
cristianos reaccionar de modo tan distinto ante los problemas presentes de la migración
mundial y, en vez de puentes, construir alambradas y muros.
En la petición del padrenuestro no pedimos «dame mi pan» sino «danos nuestro
pan», es decir, el pan que necesitamos cada día y que por eso tenemos que partir y
repartir justamente. Cuando Jesús previene contra preocupaciones angustiadas y de poca
fe en cosas terrenas, no debemos interpretarlo equivocadamente. Cuando intima: «Fijaos
en las aves del cielo: no siembran ni cosechan ni recogen en graneros y, sin embargo,
vuestro Padre celestial las alimenta» (Mt 6,25-26), quiere decir: si Dios cuida ya de los

45
pájaros, mucho más de vosotros, que sois más valiosos que ellos. En la creación de Dios
hay pan suficiente para todos los seres humanos. Las palabras «preocupaos primero por
el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33), no se refieren a los pobres, que, efectivamente,
no tienen nada que acumular en graneros; se refieren, antes que nada, a los ricos que
amontonan su riqueza, con lo que olvidan el cuidado por el reino de Dios y su justicia y
dejan que los pobres vayan de vacío y pasen hambre.
Las palabras de Jesús sobre la preocupación angustiada no son, pues, tan ingenuas
como a primera vista puede parecer. Jesús tiene ante su mirada los asuntos del mundo y
de la vida de forma muy realista. Él sabe de ricos epulones y de pobres lázaros a su
puerta (Lc 16,19-31). La oración «danos hoy nuestro pan de cada día» es también una
oración por las personas que tienen casa abierta y mesa puesta para partir su pan con
aquellos que padecen necesidad. La petición del pan es también una llamada a nuestro
corazón duro, con frecuencia tan poco sensible.

Hambre del pan de la vida eterna

En algunos Padres de la Iglesia encontramos otro significado ulterior de la petición del


pan. La entienden como petición eucarística. Parten de la petición con el significado de
«Danos hoy el pan de mañana». Interpretan esa petición en el sentido siguiente: «danos
parte ya hoy en el futuro pan de vida escatológico, del que se habla en el Evangelio de
Juan, y del que en la eucaristía ya participamos ahora, pregustándolo» (Jn 6,22-59).
Esta interpretación eucarística y escatológica nos parece, a primera vista, muy
rebuscada. Sin embargo, según la percepción de entonces, no resultaba en absoluto tan
lejana. Para los judíos piadosos y para Jesús, el día a día y el mundo celeste no estaban
tan distantes el uno del otro: antes bien, el mundo celeste se extendía ya hasta este
mundo. El convite terreno era para Jesús una imagen, una metáfora del banquete de
bodas celestial (Mt 22,1-14). Las comidas que Jesús celebraba con los publicanos y
pecadores y que para sus enemigos constituían un escándalo tan grave, para Jesús eran la
celebración anticipada del convite en el tiempo escatológico de la consumación (Mc
2,13-17; Lc 15,2). Así también entendió Jesús la Última Cena con sus discípulos. Él les
dijo: esta víctima pascual «no volveré a comerla hasta que alcance su cumplimiento en el
reino de Dios». «En adelante no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el reino de
Dios» (Lc 22,16.18).
De este modo, muchos Padres de la Iglesia, no sin motivo, relacionan la petición del
pan con el pan de la vida eterna, que se nos ofrece en la eucaristía. Esto no se debería
entender como una escapatoria ante la necesidad de los que pasan hambre, de los que
ansían el pan diario, ni tampoco como disculpa y exoneración, a fin de zafarse de los
compromisos sociales de repartir justamente el pan de cada día. La Iglesia primitiva
conocía la relación entre eucaristía y ágape («convite de amor», cf. Jds 12). Ciertamente,
Pablo insistió en no mezclar la Cena del Señor con el ágape, sino distinguir ambos. Sin
embargo, distinción no significa separación. Pablo dice también que, en el ágape que se

46
adjunta a la Cena del Señor, no se debe avergonzar a los pobres, sino que pobres y ricos
deben compartir fraternalmente el pan (1 Cor 11,20-22).
Donde más claramente se expone la conexión y la diferencia entre el pan diario y el
pan eucarístico es en el gran discurso sobre el pan del cielo, del Evangelio de Juan.
Primero, el evangelio narra cómo se sació la gran multitud de cinco mil varones, sin
contar mujeres y niños. Ya esta multiplicación milagrosa del pan está bajo el signo de la
inminente fiesta de la Pascua y, por la oración de acción de gracias, contiene también
rasgos de la celebración de la Pascua y de la eucaristía (Jn 6,1-15). Sin embargo, otro
día, cuando la gente se propuso proclamar rey a Jesús, Él les dijo: «Trabajad no por un
sustento que perece, sino por un sustento que dura y da vida eterna; el que os dará este
Hombre» (Jn 6,27). Él mismo es el pan de vida; quien acude a Él no pasará hambre y el
que cree en Él no pasará nunca sed. En la segunda parte del discurso, Jesús añade que Él,
que es el pan de vida, se da también a sí mismo como pan de vida. Quien coma de Él no
morirá, sino que vivirá eternamente (Jn 6,50-52).
El hambre del pan diario tiene su derecho y exige justicia. Sobre eso Jesús no deja la
menor duda. Pero igualmente subraya: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). La multitud que lo siguió al desierto no
quería oír esto ni entenderlo. Murmuraron y se marcharon. Hoy pasa algo parecido. El
servicio social de la Iglesia, donde existe, es valorado; la invitación a venir a la mesa del
pan eucarístico encuentra, por el contrario, un eco más escaso. Así, el discurso de Jesús
sobre el pan de vida queda como una advertencia: no olvidéis ni reprimáis, en medio de
toda vuestra preocupación por el pan diario, vuestra hambre y vuestra sed más
profundas. Venid a recibir el verdadero pan de vida, que es el mismo Jesús, el Cristo, y
en el que Él se nos da a sí mismo para que tengamos vida y la tengamos en abundancia
(Jn 10,10).
Esto puede ser también una advertencia para la Iglesia: debe esforzarse –en cuanto le
sea posible– por que la gente hambrienta tenga el pan de cada día; pero traicionaría su
auténtica misión si se convirtiera en una organización de desarrollo y de ayuda social y
descuidara el mensaje y la celebración del pan de la vida eterna.
Cuando rezamos el padrenuestro, rezamos también para que, por encima de todas
nuestras preocupaciones terrenas por el pan diario, no olvidemos el hambre y la sed del
pan de vida eterna, grabados a fuego en nuestra alma de seres humanos: ese pan que es
Jesús mismo y que Él nos da en la eucaristía.

47
7

Perdona nuestras ofensas como también nosotros


perdonamos a los que nos ofenden

La petición del padrenuestro «Perdona nuestras ofensas» conduce, una vez más, a un
escalón más profundo de la realidad y de la miseria humanas. Nos pone ante los abismos
de nuestra existencia humana y, al mismo tiempo, ante los abismos de la infinita
misericordia de Dios y de su voluntad de perdón.

Señor, apiádate de nosotros

En la petición «Perdónanos nuestras ofensas» nos sinceramos ante Dios, que conoce
nuestra intimidad y nos conoce a nosotros mejor que nosotros mismos. Él ha configurado
nuestro corazón: conoce lo oculto de nuestro corazón (Cf. Sal 33,15; 44,22). «Señor, tú
me sondeas y me conoces». De Ti no puedo huir (Sal 139,1s.7s). A la vista del Dios
santo y misericordioso, tomamos conciencia: «Padre, he pecado contra el Cielo y contra
ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo» (Lc 15,18-19.21).
Ante Dios cesa todo juego del escondite; ante Él se acaban todas nuestras evasivas;
caen todas las máscaras que, con frecuencia, nos ponemos ante nuestros conciudadanos.
Ahí está el final de la idea con la que continuamente nos engañamos a nosotros mismos:
culpables son siempre solo los otros; culpables son, sobre todo, «los de arriba», pero yo
estoy OK. Ahí acaba también la teoría de que los sentimientos de culpabilidad son solo
producto de una falsa educación y socialización, que son puras reacciones
psicosomáticas. Todo esto puede influir y, de hecho, influirá. Al fin y al cabo, los
humanos estamos tallados de madera retorcida.
Es verdad también, sin duda, que Dios nos ha creado libres: esta es nuestra dignidad.
Con nuestra ya casi neurótica ilusión de inocencia, en vez de enfrentarnos a nosotros
mismos y a nuestros actos –también a nuestras omisiones–, escurrimos el bulto
cobardemente ante nuestra responsabilidad y ante nosotros mismos. Si somos sinceros,
todo el mundo debe decirse a sí mismo lo que el profeta Natán dijo al rey David cuando
este se comportó vergonzosa y alevosamente: «Ese hombre eres tú» (2 Sm 12,7). A cada

48
uno de nosotros solo nos queda la confesión «También yo soy un pobre pecador» y la
petición «Dios, compadécete de mí, pobre pecador».
Jesús ilustra esta idea con la parábola del fariseo y el publicano. Ambos suben al
templo. El fariseo se sitúa delante: «Dios, te doy gracias porque no soy como el resto de
los hombres, ladrones, injustos, adúlteros, o como ese recaudador». Entonces enumera
todo lo que hace: ayuna más de lo que prescribe la Ley; paga el diezmo de cuanto posee.
Uno podría pensar: ¡un hombre ejemplar! «El recaudador, de pie y a distancia, ni
siquiera alzaba los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: ¡Oh Dios, ten
piedad de este pecador!». Y entonces viene el sorprendente comentario de Jesús: «Os
digo que este volvió a casa absuelto, y el otro, no» (Lc 18,9-14).
Esta parábola muestra la obcecación de todos nuestros intentos de autojustificación
ante nosotros mismos, ante los otros y ante Dios. Al mismo tiempo, muestra la única
salida que nos queda, a saber: confesarnos nuestro pecado y nuestra culpa y confiar
solamente en el perdón y la misericordia de Dios. De este modo, la parábola contiene en
esencia toda la doctrina de la justificación del pecador solo por Dios: una doctrina en la
que nosotros, los cristianos, hemos estado divididos durante siglos. Nos muestra cuál es
la verdadera relación entre Dios y nosotros y cómo nosotros, ante Dios, solo podemos
decir: «Señor, ten compasión».
Con lo dicho hasta aquí, hemos descrito solo a medias lo desesperado de nuestra
situación en este punto. Cuando pedimos «Perdona nuestras ofensas», en ese momento,
no estamos solo como individuos ante Dios. Somos parte de nuestra familia, de nuestro
pueblo y de toda la humanidad, y participamos de la historia de pecado y de la carga de
culpa que pesa sobre nuestra familia, sobre nuestro pueblo, sobre la humanidad y
también sobre nuestra Iglesia. Querámoslo o no, estamos enredados en esa historia; ella
pesa sobre nuestros hombros. Pablo habla del poder del pecado, que pesa sobre la
humanidad y que nos tiene a todos cautivos (Rom 1,18–3,19).
Las más de las veces no tenemos ninguna responsabilidad personal por todo lo
terrible y dañino que ha sucedido ya y que está sucediendo. No existe ninguna culpa
colectiva, pero hay una solidaridad en la responsabilidad y en la culpa. Hay, en la
historia de cada pueblo y de cada familia, facetas y periodos oscuros. Tampoco aquí
sirve de nada apuntar a otros y decir: estos ni fueron ni tampoco son mejores. En
relación con las muchas cosas malas que han sucedido en la historia de la Iglesia,
tampoco ayuda que católicos, ortodoxos y evangélicos se tiren mutuamente los trastos a
la cabeza y se atribuyan recíprocamente la culpa. Cada parte tiene motivos para empezar
por sí misma y defender su propia historia. La «cuenta final», de todos modos, tenemos
que dejársela a Cristo, cuando al final de los tiempos aparezca como juez de vivos y
muertos.
Es difícil ser honesto consigo mismo, asumir la culpa y la cuota de responsabilidad
propias y cargar con las culpas que pesan sobre nuestra vida y sobre la humanidad.
¿Cómo podemos aguantar esto y vivir con ello? ¿Cómo podemos salir de ese embrollo?
¿Queda todavía alguna salida? ¿Puede uno albergar esperanza aún? Si pusiéramos manos
a la obra para restablecer la plena justicia y castigar y expiar todas las injusticias

49
cometidas, se originaría nueva injusticia y nueva violencia que, a su vez, provocaría
contraviolencia. Muchas veces, la venganza no es menos mala que el delito originario.
¿Cómo puede uno escapar a este círculo infernal?
Si uno reflexiona sobre todo esto, nuestra situación parece ser desesperada. Entonces
solo nos puede venir a los labios, como escapatoria, la exclamación «Kyrie eleison».
«Señor, ten piedad de nosotros».

Dios rico en gracia y en misericordia

Nuestra situación sería efectivamente para desesperarse si el mensaje no fuera: «Si llevas
cuenta, Señor, de los delitos, Dueño mío, ¿quién resistirá? Pero el perdón es cosa tuya».
«La merced es cosa del Señor y es generoso redimiendo» (Sal 130,3.7). La palabra
arcaizante «merced» [Huld] equivale aquí a «favor», «gracia», «misericordia». Ya ante
Moisés, Dios se revela como «un Dios compasivo y clemente, rico en bondad y lealtad»
(Ex 34,6). Esta frase recorre como un estribillo toda la Biblia. Una y otra vez se nos dice:
Dios es el juez del mundo, ante el cual también yo tengo que responder; pero es un juez
benigno y misericordioso.
El Salmo 51 es una penetrante interpretación de este mensaje. Se pone en boca de
David; debió de pronunciar el Salmo después de que el profeta Natán le echara en cara
su culpa. El Salmo comienza: «Misericordia, oh Dios, por tu bondad, por tu inmensa
compasión borra mi culpa» (Sal 51,3). El perdón es pura «merced» y pura compasión; no
podemos merecerla ni podemos expiar la culpa con esfuerzo propio. Holocaustos y
víctimas no los quiere Dios; pero un corazón quebrantado y triturado no lo desprecia. El
Salmo describe el perdón, primero, como «limpiar». Con esto no se refiere a un lavado
puramente externo por el que otra vez quedemos exteriormente rehabilitados al modo de
un don Limpio y, por así decirlo, se nos otorgue un nuevo look. El perdón va más al
fondo, nos hace y nos constituye limpios; nos da gratuitamente un nuevo corazón limpio.
En el Salmo pide el pecador: «Crea en mí, Dios, un corazón puro, renuévame por dentro
con espíritu firme» (Sal 51,12).
Jesús nos ha narrado el mensaje de la misericordia perdonadora de Dios en la
parábola del hijo pródigo; se podría llamar también parábola de la hija pródiga; en
realidad, es la parábola del padre misericordioso. El hijo ha dilapidado todo lo que ha
heredado de su padre. Motivo suficiente, podríamos pensar nosotros, para que el padre lo
expulsase de la comunidad familiar y no quisiera saber más de él. Sin embargo, en la
parábola el padre se comporta de manera completamente distinta. Antes de que el hijo
perdido pueda confesar «Padre, he pecado contra Dios y te he ofendido», el padre ya le
está esperando y le sale al encuentro. Lo aprieta entre sus brazos, lo besa, lo repone en
sus plenos derechos de hijo y organiza una gran fiesta para él (Lc 15,11-32).
El fruto del perdón es la alegría. En el contexto de la parábola, la palabra alegría
aparece hasta cinco veces. Más claro no se puede decir lo que es el mensaje gozoso del
Evangelio, es decir: el mensaje del perdón. A pesar de todo pecado y del lastre de la

50
culpa, para nosotros está siempre abierta la casa del Padre celestial si «damos la vuelta y
regresamos». En el cielo, entre los ángeles de Dios, hay incluso más alegría por un solo
pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que piensan que no tienen
necesidad de conversión (Lc 15,10)
¿Cómo es esto posible? ¿No existe acaso una injusticia imperdonable?: ¿asesinatos
en masa y genocidios planeados y organizados, crímenes bestialmente crueles? ¿No
existen una injusticia y una explotación que claman al cielo? ¿Propaganda mendaz y
programada que asesina socialmente a una persona o a un grupo de personas, al negarles
la dignidad de persona y excluirlas de la comunidad humana? ¿No hay abuso y violencia
que abren heridas traumáticas y destrozan una vida? Ahí no se puede trazar simplemente
una raya final y decir: borrón y cuenta nueva; corramos un tupido velo. Dios no lo hace
tan fácil. Él nos ha creado sin nosotros, pero no nos salva sin nosotros (san Agustín). No
hay perdón sin conversión radical y el don de un corazón nuevo y de un nuevo espíritu
(Ez 36,26-27).
Esta nueva creación le ha ocasionado a Dios algún coste. En el canto cuarto del
Siervo, segundo Libro de Isaías, se habla del Siervo de Dios, que fue atravesado por
nuestros delitos, que cargó sobre sí la culpa de muchos y los justificó (Is 53,5.11-12).
Con Jesús ha llegado ese Siervo de Dios. Él se puso no de parte de los asesinos, sino de
las víctimas, para realizar la justicia plena (Mt 3,15). Él ha venido para entregar su vida
«como rescate por muchos» (Mc 10,45). Jesús es el Cordero de Dios que lleva el pecado
del mundo (Jn 1,29.36). Él mismo tomó sobre sí la muerte humillante, cruel, en cruz,
para vencer nuestros pecados y nuestra muerte. Cuando pedimos perdón de nuestros
pecados, nos ponemos delante de la cruz y del crucificado por nosotros, y decimos: sí,
esto lo has hecho por nosotros, esto lo has hecho por mí.
Por su muerte y su resurrección de entre los muertos, Jesús es el nuevo Adán que ha
hecho posible un comienzo radicalmente nuevo (Rom 5,15; 1 Cor 15,45-47). Un
comienzo nuevo así, solo Dios lo puede regalar. Porque el perdón de los pecados como
nueva creación es la obra de la omnipotencia de Dios –más grande, con mucho, que la
creación de cielo y tierra (santo Tomás de Aquino)–. Por ella somos constituidos en el
Espíritu Santo, como una nueva creación (2 Cor 5,17; Gal 6,15). El Espíritu de Dios, que
resucitó a Cristo de entre los muertos, está ahora vivo en nosotros y nos libera de la
esclavitud del pecado para la libertad de hijos de Dios. En Él podemos clamar «Abbá,
Padre»; Él es el que en nosotros pide (Rom 8,14-15). Nosotros no solo nos llamamos
hijos de Dios, sino que lo somos (1 Jn 3,1).
Cuando en el padrenuestro rezamos «Perdona nuestras ofensas», en ese momento no
podemos sino caer de rodillas y adorar la omnipotencia de Dios y, con lágrimas de
alegría, darle gracias por su amor, que desborda toda medida humana. En verdad es rico
en gracia y en misericordia (Ef 2,4). En esa coyuntura solo puede sobrecogernos el
agradecimiento y la alegría por la felix culpa –la culpa dichosa– que nos ha merecido tal
Salvador (Exsultet de la fiesta de Pascua).

51
Perdonar, como Dios nos ha perdonado

Se nos hace plenamente patente hasta qué punto va en serio la petición de perdón cuando
reflexionamos sobre la segunda parte de la misma: «como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden». Esta segunda parte no está ahí aislada. El Evangelio de Jesús es,
en este punto, inequívoco. Debemos ser misericordiosos como Dios es misericordioso
(Lc 6,36). En el Sermón de la Montaña, la exigencia de la disposición a perdonar llega
hasta el precepto del amor al enemigo (Mt 5,21-26). Cuando Pedro preguntó a Jesús
cuántas veces hay que perdonar, recibe la respuesta: no solo una vez, no solo hasta siete
veces, sino hasta setenta veces siete; lo que no significa otra cosa que «indefinidamente»
(Mt 18,21-22). Jesús mismo nos ha dado un ejemplo a este respecto. En la cruz, pidió:
«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34; cf. Hch 7,60).
Jesús vincula el perdón de Dios a nuestra disposición a perdonar. Esta relación la
pone de manifiesto en la parábola del deudor inmisericorde (Mt 18,23-35). En ella habla
Jesús de un rey que pide cuentas a sus criados. Le traen a uno que le debía diez mil
talentos, una cantidad desorbitada, impagable, de sesenta millones de dracmas. Como no
podía devolvérsela, el rey decidió venderlo a él juntamente con su familia y su
patrimonio para pagar la deuda. Cuando el criado cayó de rodillas y le pidió que tuviera
paciencia, el rey sintió compasión y le perdonó toda aquella inmensa deuda. Sin
embargo, cuando el criado salió fuera, encontró a otro criado que le debía la suma,
comparativamente insignificante, de solo cien denarios. También este criado se puso de
rodillas y le pidió paciencia. Sin embargo, el criado al que antes se le había perdonado la
deuda monstruosamente grande, le hizo encerrar en la cárcel hasta que le pagara toda la
deuda. Cuando los demás criados informaron al señor, este se encolerizó: «¡Criado
perverso, toda aquella deuda te la perdoné porque me lo suplicaste! ¿No debías tú
también haber tenido compasión de tu compañero como yo la tuve contigo?» (Mt 18,32-
33). En su cólera, el rey lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Jesús
añade: «Así os tratará también mi Padre del cielo si no perdonáis de corazón cada uno a
su hermano» (Mt 18,35).
Perdonar una injusticia sufrida es difícil; poder hacerlo es gracia. El perdón hace bien
incluso al que ha sufrido la injusticia. Perdonar libera de la cárcel que es el rol de
víctima. El que perdona no se deja devorar más tiempo por el rencor, la ira, la rabia, la
ofensa, e interiormente se libra de pensamientos de odio y de venganza. Solo así se
pueden curar las heridas abiertas. Estar permanentemente aguantando y ofendido, por el
contrario, no hace feliz ni al ofensor ni al ofendido.
El mandamiento del amor al enemigo es uno de los humanamente más difíciles;
muchos lo tienen por imposible y absurdo. Sin embargo, es lo más razonable que
podemos hacer. Y esto vale no solo en la vida personal, sino también en la política.
Porque toda venganza desencadena, como reacción, nueva venganza. Una injusticia
genera luego la siguiente. De este círculo infernal solo puede uno escapar si salta por
encima de su propia sombra, crea un nuevo comienzo para tener nuevamente un futuro
común y poder convivir en paz. Entre cristianos que están obligados a seguir el modelo

52
de Jesucristo no puede haber un inmisericorde ajuste de cuentas.
Este mensaje de Jesús tiene que llevar a una nueva cultura del debate y a un nuevo
modo de gestionar los conflictos, que no esté orientado a la aniquilación del adversario
sino a la reconciliación y a la paz. Esto es solo posible si nosotros, en virtud y por la
gracia del perdón de Dios para con nosotros, también por nuestra parte aventuramos un
nuevo comienzo con nuestros enemigos y damos un paso hacia un nuevo futuro común.
Solo entonces tiene vigencia la promesa del Sermón de la Montaña: «Dichosos los que
trabajan por la paz, porque se llamarán hijos e hijas de Dios» (Mt 5,9). Pidamos en el
padrenuestro para que Dios, con el perdón, nos conceda también la gracia de la
disposición a perdonar.

53
8

No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal

La última petición del padrenuestro, «No nos lleves a la tentación»[*], ha suscitado muy
recientemente muchas preguntas. Ya los Padres de la Iglesia y grandes teólogos
medievales discutieron el problema: ¿es que puede Dios inducir a la tentación? En la
Carta de Santiago se dice: «Nadie en la tentación diga que Dios lo tienta, pues Dios no es
tentado por el mal y Él no tienta a nadie» (Sant 1,13). Apelando a la Carta de Santiago,
su respuesta era un inequívoco no. También Martín Lutero se adhirió a esta opinión. Así
que tendremos que preguntar cuidadosamente qué significa esta última petición del
padrenuestro y qué tiene que decirnos. Veremos que también hoy –y precisamente hoy–
es sumamente actual.

Vivir en un mundo lleno de tentación

La petición del padrenuestro «No nos lleves a la tentación» se refiere exactamente a las
dificultades y problemas de nuestra vida y llega al quid de los peligros ante los que nos
encontramos. Nadie con los ojos bien abiertos y sincero consigo mismo discutirá que el
mundo en el que vivimos está lleno de tentaciones. Aquí no es preciso pensar en
tentaciones sexuales. Mucho peores son las tentaciones contra el amor al prójimo, como
la tentación de buscar hábilmente en ocasiones nuestro provecho con perjuicio del otro, o
pagando con la misma moneda a alguien que nos la ha jugado, aunque solo sea con
mordaces y envenenados comentarios; la tentación de hacer que las cosas marchen bien
para nosotros mismos y mal para los otros; difamar a otro, aunque no sea más que dando
cuerda maliciosamente a chismorreos. Aquí ni siquiera hemos mencionado las
tentaciones del poder y del abuso de poder ni las grandes tentaciones del dinero que a
tantos traen hoy al retortero. En todas estas tentaciones Dios no tiene que meternos; en
todas estas tentaciones estamos ya metidos todos nosotros. No hay en este mundo vida
sin tentaciones.
La Biblia está bien lejos de todo pesimismo o dualismo. Atestigua que Dios ha
creado el mundo y que el mundo es bueno, más aún: que lo ha creado muy bueno (Gn
1,31). La Biblia sabe que lo bello de este mundo da testimonio de la belleza y de la

54
gloria de Dios (Sal 19,1-7; Sab 13,1-9; Eclo 17,8-9). Conoce y reconoce lo mucho bello,
bueno y verdadero, las muchas buenas personas y las buenas y ricas experiencias que
hay en este mundo. Pero no está ciega para lo malo que hay en él y que anda al acecho
para apartarnos de lo bueno y seducirnos para el mal. Según Pablo, el pecado es un poder
que impera en el mundo (Rom 5,12.21). Según Juan, las obras de este mundo son malas
(Jn 7,7).
El cuarto evangelio dice incluso que el demonio es el príncipe de este mundo (Jn
12,31; 14,30; 16,11; 1 Jn 5,19). Evidentemente, no podemos imaginarnos al demonio de
forma tan primitiva y grosera como popularmente sucede con frecuencia. Demasiado
astuto es él para eso, demasiado refinado y artero. Embrolla y enreda revistiéndose y
disfrazándose de ángel de luz (2 Cor 11,14). En esa forma artera y refinada anda de acá
para allá como un león rugiente buscando a quien devorar (1 Pe 5,8). El demonio es,
según la Biblia, el padre de la mentira (Jn 8,44): todo lo enreda y en todo crea confusión,
de manera que, con frecuencia, solo difícilmente es posible distinguir lo que es
verdadero y lo que está trucado, lo que es bueno y lo que es malo. Muchos tienen tales
afirmaciones por pasadas de moda y superadas; pero, siendo realistas, su contenido de
verdad apenas si se puede negar.
En los discursos escatológicos, Jesús dice que esta confusión aumentará al final de
los tiempos (Mt 24,1-25). Se habla de guerras y de hambrunas. Será un tiempo en el que
los cristianos serán odiados y perseguidos por todos, en el que aparecerán falsos profetas
e inducirán a error a los creyentes; será el tiempo de la gran defección, el desprecio de la
ley de Dios se incrementará, y se enfriará el amor. La gente ya no sabrá qué partido
tomar e incluso los buenos estarán en peligro de descarriarse. Corren para acá y para allá
y piensan que el Mesías está allí. Más o menos, estas afirmaciones se pueden referir a
todo tiempo. Desde la venida de Jesús vivimos ya en el estadio final. No necesita uno ser
un pesimista apocalíptico para constatar que mucho de esto tiene aplicación hoy.

En la tentación protégenos

Muchos piensan que Dios mismo es el culpable de esta situación del mundo que induce
al mal. Porque Él nos ha creado con una libertad falible y nos ha situado en un mundo
lleno de tentaciones. El mundo, pues, y el ser humano serían una construcción fallida de
la que Jesús quiso liberarnos. Esto es un absurdo y hasta una expresión de confusión
teológica. Dios nos ha creado a su imagen como seres dotados de libertad (Gn 1,27). No
nos quiso como autómatas que funcionan al apretar un botón; tampoco como seres
dirigidos con seguridad por el instinto, como lo son de forma maravillosa los animales.
Dios nos quiso a su imagen como seres libres personalmente responsables. Esa es la
grandeza y la dignidad del ser humano. Dios nos ha hecho poco menos que un dios, dice
el Salmista (Sal 8,6). La creación del hombre no es una construcción fallida; es una obra
maravillosa: la maravilla más grandiosa y más admirable de Dios.
Al otorgarnos Dios esta alta dignidad, ha corrido también, por decirlo así, el riesgo

55
de la libertad, y nos ha exigido también a nosotros el riesgo de la libertad. Porque es que
la libertad no se puede tener sin riesgo. Se acredita en los desafíos y en las pruebas de la
vida. La libertad no es lo más fácil, sino lo más difícil; no es para blandengues y flojos
que solo buscan lo agradable, esquivan todas las dificultades y se zafan de ellas todo lo
posible. Quien todavía no ha pasado nunca a través del fuego de las pruebas no ha
sondeado aún por entero lo que es ser hombre ni ha sacado, en el buen sentido de la
palabra, todo el jugo y todo el partido a su vida. Dios ni puede ni quiere ahorrarnos tales
pruebas. En este sentido, Dios, con la libertad para el hombre, quiere también los
desafíos para el hombre, para que en ellos crezcamos humanamente y demostremos para
lo que somos (Sant 1,2-4; 1 Pe 1,6-7).
En tales pruebas, el mal es una potencia seductora y –para nosotros, los humanos–
una fuerza de atracción. Sin embargo, una prueba solo se convierte en tentación cuando,
en vez de lo bueno que de ella puede derivar, elegimos lo malo y damos nuestro
asentimiento al mal (santo Tomás de Aquino). Dios, evidentemente, no quiere que las
pruebas nos tienten para el mal ni que sucumbamos a las tentaciones que en ellas están al
acecho; quiere que en las pruebas no pequemos, sino que respondamos a lo que Él espera
de nosotros. En este sentido, en la oración judía de la mañana y de la tarde se dice: «No
me lleves al poder del pecado, no me dejes bajo el poder de la culpa».
Sobre este trasfondo se vuelve inteligible la petición del padrenuestro «No nos lleves
a la tentación». Es que nuestra palabra alemana Versuchung –lo mismo que la
correspondiente palabra griega (peirasmós) y la correspondiente palabra latina
(tentatio)– tiene un doble significado. Puede significar «tentación para el mal». Según la
Carta de Santiago (Sant 1,13) y toda la tradición, no ha sido este el sentido en el
padrenuestro. Puede igualmente significar una «prueba de acreditación», un desafío y
una oportunidad para crecer y madurar. En tales tentaciones, nosotros -los humanos-
estamos en toda nuestra entereza. Estas tentaciones Dios ni puede ni quiere
ahorrárnoslas, como no se las ahorró ni a Abrahán (Gn 22,1) ni a Job (Job 2,3). Pero
puede y quiere ayudarnos para que tales pruebas no se conviertan para nosotros en una
caída y para que no sucumbamos a la tentación para el mal.
En esta petición del padrenuestro pedimos a Dios: haz que estas tentaciones
entendidas en el sentido de pruebas no se conviertan para nosotros –débiles seres
humanos– en tentaciones de inducción al mal. Guíanos y protégenos en la tentación: no
permitas que caigamos en la tentación. Así ha interpretado el Catecismo de la Iglesia
católica la petición del padrenuestro y así la han traducido las recientes versiones
oficiales italiana, española y francesa.
San Pablo resume el significado: dice que hemos alcanzado el fin de los tiempos.
«Por consiguiente, quien crea estar firme, tenga cuidado y no caiga. Ninguna prueba os
ha alcanzado que sea sobrehumana. Fiel es Dios y no permitirá que seáis probados por
encima de vuestras fuerzas; con la prueba os abrirá una salida para que podáis
soportarla» (1 Cor 10,12-13). Podemos, por tanto, pedir, llenos de confianza: «No nos
conduzcas a la tentación; condúcenos en la tentación».

56
Líbranos del mal

Si nuestra interpretación de la primera parte de esta última petición del padrenuestro ha


sido la correcta, la segunda parte de la sentencia –«y líbranos del mal»– encaja
perfectamente. Pide que en la prueba, entendida como tentación, el mal no obtenga poder
sobre nosotros, sino que Dios nos salve del mal.
Existe una discusión: si con la expresión el mal se quiere decir «lo malo» o «el
Maligno», es decir, el diablo. Filológicamente, tanto en el texto original griego como en
la traducción alemana ambas versiones son posibles, y objetivamente, en cierto sentido,
ambas interpretaciones coinciden. El mal, en efecto, es un poder que nos engatusa de
modo extremadamente refinado y perseverante. El mal tiene su propia y peculiar
inteligencia y una firmeza de voluntad realmente siniestra. Tiene una estructura
ontológica como corresponde a un ser libre, por lo que no es suficiente interpretarlo en el
sentido puramente objetivo, impersonal. Sin embargo, con razón dudamos en reconocer
al diablo la dignidad conceptual de una persona. Joseph Ratzinger ha puesto las cosas en
su punto al decir que el demonio es una persona en descomposición: la caricatura y la
perversión de una persona. Lleva en sí algo de grotesco y algo realmente de loco, y, en
efecto, está loco. Porque es locura y disparate querer ponerse en lugar de Dios. Pero
precisamente esa locura de querer ser como Dios y decidir él mismo sobre el bien y el
mal es la prototentación ante la cual estamos desde que el mundo es mundo (Gn 3,5).
Por muy poderosos que sean lo malo y el Maligno, por muy horriblemente que
puedan enrabietarse y efectivamente se enrabieten en el mundo, el que ora está
convencido de que el poder del mal no tiene más que el segundo puesto. Dios es más
fuerte; solo Él tiene el poder de vencer «al mal» o «al maligno», y de hecho los ha
vencido en Jesucristo. Ya al comienzo de su vida pública, en el desierto, en la triple
tentación, Jesús aceptó y superó lo que podríamos llamar duelo con el demonio (Mt 4,1-
11): «El sumo sacerdote que tenemos no es insensible a nuestra debilidad, ya que, como
nosotros, ha sido probado en todo excepto en el pecado» (Heb 4,15).
El punto culminante de la confrontación tuvo lugar en la cruz. Mediante la
aceptación libre de la muerte, Jesús tomó sobre sí los poderes de la muerte en el mundo,
y mediante la resurrección de entre los muertos, los ha vencido definitivamente. Ante Él
tienen que doblar su rodilla todos los poderes del cielo, la tierra y el abismo y confesar
«“Jesucristo es Señor” para gloria de Dios Padre» (Flp 2,10-11). Esta es el ancla de la
esperanza que expresamos en la petición del padrenuestro «Líbranos del mal».
La última petición del padrenuestro, «No nos dejes caer en la tentación y líbranos del
mal», es la concreción de aquello que hemos pedido en la petición central del
padrenuestro acerca de la venida del reino de Dios. El reino de Dios no viene a un
mundo neutral –ni, por supuesto, en absoluto, a un mundo sano–, sino, como dice el
cuarto evangelio, a este mundo, que en muchos aspectos es malo y en el que estamos
expuestos a la tentación del mal. Dios lo permite porque no quiere privarnos del don de
la libertad. Pero, con la llegada del reino de Dios, Él viene en ayuda nuestra. Porque el
reino de Dios que con Jesús ha llegado al mundo es la victoria sobre la injusticia, la

57
mentira, el odio y la violencia. De esto podemos estar absolutamente seguros. Dios es
fiel. Mantiene humillado al poder del mal y lo vence; nos protege en la tentación. En el
poder de Dios, también nosotros podemos resistirle y vencer al mal.
En la liturgia de la eucaristía, al padrenuestro se añade el inciso (embolismo)
«Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que,
ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda
perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo».
Esta inclusión es el mejor comentario a la petición del padrenuestro «No nos dejes caer
en la tentación». No habla de un Dios malicioso que pudiera meternos en la tentación,
sino del Dios que, en un mundo lleno de tentaciones, viene en nuestra ayuda lleno de
misericordia: el Dios que nos da ánimo, seguridad y esperanza para vencer con su poder
al mal.

Vigilad y orad

De lo dicho, Pablo, en la Carta a los Romanos, saca esta consecuencia: como cristianos,
hemos sido bautizados en la muerte de Cristo para que también tengamos parte en su
resurrección para la nueva vida. Muertos al pecado, debemos vivir para Dios en Cristo
Jesús. No debemos tener nuestros miembros a disposición del pecado como instrumentos
de injusticia, sino, como armas de la justicia, al servicio de Dios (Rom 6,3-14). En este
como en otros textos del Nuevo Testamento, así como en los Padres de la Iglesia, la vida
cristiana se describe como servicio militar para Cristo, como militia Christi.
«Vestid la armadura de Dios para poder resistir los engaños del diablo. Pues no
peleáis contra seres de carne y hueso, sino contra las autoridades, contra las
potestades, contra los soberanos de estas tinieblas, contra espíritus malignos del aire.
Por tanto, requerid las armas de Dios para poder resistir el día funesto y manteneros
venciendo a todos» (Ef 6,11-13).

Ya Jesús recomendó a sus discípulos: «Velad y orad para no sucumbir en la prueba»


(Mt 26,41). En Lucas, esta advertencia está aún más acentuada: «Velad en todo
momento» (Lc 21,36). «Sabéis que, si el amo de casa supiera a qué hora de la noche va a
llegar el ladrón, estaría velando para que su casa no fuese asaltada. Por tanto, estad
preparados» (Mt 24,43-44). Esta exhortación a la vigilancia, a estar alerta y a la oración,
se encuentra en el Nuevo Testamento en muchos pasajes. La Biblia no quiere cristianos
inocentones e ingenuos dormidos, sino cristianos alertas, que miran a los ojos con
sobriedad los peligros del mundo, que en medio de toda la apertura al mundo y de toda la
alegría y el agradecimiento por lo bello del mundo no viven desesperanzados,
inocentones e ingenuos. El diablo no duerme. Así nosotros debemos ser vigilantes y no
cejar en la oración para la salvación del mal (Ef 6,18; Col 4,2; 1 Tes 5,6; 1 Pe 4,7; 5,8;
Ap 3,3; 16,15).
Muchos signos apuntan a que, en los últimos tiempos, hemos tomado esta

58
advertencia demasiado poco en serio y nos hemos cansado y adormilado. Mientras tanto,
nubarrones de tormentas se van agolpando. Somos testigos de catástrofes en el mundo;
en muchos países, de la persecución de los cristianos. Somos testigos de fenómenos de
cansancio, sobre todo en los países de Occidente. Los experimentamos también en
nosotros mismos. Corremos el peligro, por acomodación al mundo, de cambiar la
libertad cristiana de la opción por el reino de Dios y su justicia por una libertad mundana
del laissez faire, laissez passer.
En el padrenuestro pedimos reconocer los signos de la llegada del reino de Dios, que,
en nuestro tiempo, como en todo tiempo, sufre violencia (Mt 11,12). Pedimos que Dios
fortalezca de nuevo para la lucha nuestros miembros entumecidos, para que no caigamos
en tentación, sino que seamos liberados del mal y, en nuestra vida y en nuestra actividad,
nos abramos al reino de Dios y con nuevo impulso salgamos a su encuentro.

[*] El autor se refiere, aquí y en la exposición que sigue, a las palabras de la versión alemana del
padrenuestro («Führe uns nicht in Versuchung»), que no coincide con la española, como aclara más adelante
(páginas 99-100) [Nota del T.].

59
9

Porque tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria

Ya muy pronto la Iglesia incorporó el padrenuestro a la liturgia y en el siglo II añadió a


la oración del Señor la doxología veterotestamentaria «Porque tuyo es el reino, el poder
y la gloria por toda la eternidad» (1 Cr 29,11; cf. Didajé 8,2). Esta doxología resume
nuevamente, en forma de oración de alabanza, lo que en el padrenuestro se dice en forma
de oración de petición.
El elogio de la bondad paternal de Dios con el que comienza el padrenuestro; la
alabanza del Nombre de Dios, en el que Él está presente en medio de nosotros; el gozo
de la venida de su reino y de su justicia; la perspectiva de la realización y consumación
de la voluntad salvadora de Dios de integrarlo todo en un universal reino de paz, en el
que cada uno tiene su misión para, en su lugar y a su manera, cumplir la voluntad de
Dios. A la vez, no se calla nada de la necesidad terrena del pan de cada día, del pecado y
de la culpa que pesan sobre nosotros, de las tentaciones de a diario y de la amenaza por
parte del reino del mal. Sin embargo, en medio de todas estas penurias, de una cosa
estamos seguros: podemos vencerlas en virtud y por la fuerza del que ha vencido toda
injusticia, pecado y muerte y nos ha enviado el Espíritu Santo como Protector y
Consolador. Él merece, pues, nuestra alabanza; a Él se le deben el poder y la gloria.
Cuanto más meditamos las palabras del padrenuestro, tanto más claro se nos hace: el
reino de Dios es acción soberana de Dios, pero no cae sencillamente del cielo como una
lluvia de estrellas. Dios nos toma en serio a nosotros y a nuestra libertad. Podemos pedir
la venida de su reino y, con la ayuda de Dios, realizar en la vida y en el mundo aquello
que pedimos en la oración. Dios nos quiere y nos ama tanto que nos deja obrar de
acuerdo con nuestra libertad, incluso allí mismo donde le somos infieles. En su
omnipotencia, podría dejarnos caer en la muerte, y esto quiere decir en la nada. Sin
embargo, de este modo Él se volvería infiel al amor con que nos creó y con que nos ha
llamado a la comunión con Él. Por fidelidad a su amor nos guía y nos sostiene aun
cuando caemos en tentación y sucumbimos a ella. Él mismo se ha despojado a sí mismo
en Jesucristo y ha tomado sobre sí nuestra miseria. Un teólogo ortodoxo ha hablado de la
necedad, más aún, de la locura del amor de Dios (Pavel Nikolayevich Evdokimov). Dios
nos ama, por decirlo así, hasta el sinsentido. Él mismo entra en la situación de la

60
tentación y la vence en la cruz. En la hora de extrema oscuridad rompe la luz de Pascua e
irrumpe definitivamente el reino de la vida, de la justicia, de la verdad y del amor.
En todas las peticiones del padrenuestro está en juego el concierto de libertad divina
y libertad humana. Evidentemente: Dios y hombre no son socios equiparables. La
libertad de Dios fundamenta nuestra libertad, la envuelve y la sostiene en todo instante:
sin ella recaería en la nada. Ahora bien, Dios, en su libertad, quiere nuestra libertad y la
deja actuar incluso allí donde ella decide en contra de Él. El padrenuestro, como la
Biblia en general, no reflexiona sobre la relación de la libertad divina y la libertad
humana. Con mayor razón, la especulación humana fracasa cuando se acerca a este
problema. Porque si quisiéramos aclarar la relación entre la libertad divina y la libertad
humana, tendríamos que situarnos en un tercer punto de vista y contemplar esa relación
desde fuera, desde la perspectiva de un espectador. Tendríamos que catapultarnos fuera
de nosotros mismos y lograr una posición que abarcara a Dios y al ser humano. Esto es
no solo impensable: sería también la forma suprema de hýbris, de desmedida presunción
y soberbia humanas. La relación entre el misterio de la libertad divina y el misterio de
nuestra libertad humana únicamente podemos glorificarla, en la forma de la doxología
misma, como misterio de la gloria cada vez mayor de la omnipotencia divina en su amor
que se despoja a sí mismo.
Para el cristiano, esto no es un misterio tenebroso sino un misterio luminoso. Porque
Dios nos ama tanto que, después de que con nuestra libertad nos hemos descarriado y
nos hemos enredado en las marañas y zarzales del pecado, Él nos ha seguido en nuestra
miseria y se ha dejado herir mortalmente por la maraña misma de espinas, para ser en
todo completamente cercano a nosotros y abrirnos de nuevo una salida y liberarnos para
nuestra libertad. Así, nuestra culpa se ha convertido en felix culpa, culpa dichosa: «¡Oh
feliz culpa que has tenido tan gran Redentor!» (Exsultet de la celebración de la noche de
Pascua). Dios ha revelado su omnipotencia y su gloria en su amor que supera toda
inteligencia, que se comunica a sí mismo y a sí mismo se despoja.
Esta victoriosa seguridad se expresa en la doxología final que la Iglesia ha añadido al
padrenuestro: «Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria por toda la eternidad». Con
este triunfal colofón –que suena como el acorde conclusivo de una sinfonía– se cierra el
círculo. Tras la suplicante exposición de nuestros deseos terrenos, vuelve la oración a la
primera parte del padrenuestro, a la alabanza del santo Nombre de Dios y de su reino
venidero, que encuentra su consumación cuando la voluntad salvadora de Dios se
cumpla y Dios llegue a ser todo en todos. Todo en el mundo pasa; el reino de Dios
permanecerá para siempre. El que apuesta por ello subsistirá igualmente y no se verá
nunca confundido. En la seguridad de esta confianza podemos orar el padrenuestro y
decir sí y amén: «Así es, así sea. Amén».

61
Índice de citas bíblicas

Antiguo Testamento

Génesis
1,27 26, 65, 98
1,31 96
2,7 26
3,1-3 66
3,5 101
3,17-19 76
3,20 26
6–8 66
9 66
12,3 69
18 79
22,1 99

Éxodo
3,2-5 42
3,13 41
3,13-14 41
20,1-17 67
20,2-17 43
20,7 44
34,6 89

Deuteronomio
5,6-21 43, 67

62
5,11 44

1 Samuel
2,8 34

2 Samuel
7,14 29
12,7 86

1 Reyes
17,8-16 79
19,12 63

1 Crónicas
29,11 105

Job
1,21 73
2,3 99
10,8-11 23

Salmos
8,6 65, 98
9,10 34
9,19 34
10,17-18 34
18,20 18, 37
19,1-7 96
22 25, 73
22,22-23 73
22,29 52
23 24
33,15 85
38 25
40,8-9 67
44 25

63
44,22 85
51 89
51,3 89
51,12 89
51,19 34
59 25
60 25
69 25
74 25
79 25
89 52
89,27 29
103,19 52
111,10 49
113,2 46
119,105 67
123,8 43
128,8 43
130,3 89
130,7 89
139,1s 85
139,3 23
139,5 23
139,7s 85
139,13 23

Proverbios
1,7 49
9,10 49
31,10-31 76

Cantar de los cantares


1,4 59

Sabiduría
7,1-2 23

64
13,1-9 96

Eclesiástico
17,8-9 96

Isaías
1,17 34
2,1-5 27, 52
2,2-3 69
6,1-3 28
11,4 34
41,10 24
42,2 23
42,8 42
45,15 28
49,15 23
52 52
52,6 42
53,5 91
53,11-12 91
54 52
60 52
66,11 23
66,13 23

Jeremías
1,5 23
22,16 34
50,34 42

Ezequiel
34 34
36,26-27 91

Daniel
2,36-45 52

65
7 52
8 52

Joel
4,10 27

Amós
2,6 34
4,1 34

Miqueas
4,1-3 27
4,1-4 69

Nuevo Testamento

Mateo
3,15 91
4,1-11 57, 101
4,4 83
4,17 53
5,3-11 55
5,3-12 34
5,9 94
5,9-10 60
5,13-16 62
5,16 28
5,20 55
5,21-26 92
5,45 26, 28
5,48 23, 28
6,1 28
6,9 24, 30, 37
6,9-13 12
6,10 60

66
6,25-26 80
6,26 24
6,32 24, 75
6,33 54, 55, 80
7,7 25
7,11 25, 28
7,12 60, 66
7,21 28
7,21-23 62
7,29 14
8,5-13 55
8,21-22 62
9,60 54
10,7 61
10,10-11 79
10,27 62
11,12 104
11,25-26 56
11,26-27 30
11,28-30 68
13 54
13,23-30 57
13,29 46
13,33 62
13,39 57
16,4 63
18,1-5 33
18,8-9 62
18,10 33
18,18-28 63
18,21-22 92
18,23-35 92
18,32-33 93
18,35 93
22,1-14 81

67
22,34-40 67
22,37 54
22,40 60, 66
24,1-25 97
24,43-44 104
25 70
25,6 64
25,40 79
25,45 79
26,29 61
26,41 103
26,52 53
27,46 73

Marcos
1,15 53
1,17 53
1,27 14
1,35 30
2,13-17 81
2,27 55
3,1-6 53
3,3 14
4 54
4,26-29 60
6,8-10 79
6,46 30
7,24-30 55
10,15 62
10,41-45 33
10,45 91
12,17 53
12,30 54
14,25 61
14,36 30
15,34 73

68
Lucas
1,51-52 56
1,52-53 34
4,26 79
6,12 30
6,20-26 34, 55
6,31 66
6,36 23, 92
8 54
9,3-4 79
9,59-62 62
10,9 61
10,11 61
10,17 57
11,1 11, 30
11,2 30, 37, 60
11,2-4 12
11,9-13 25
11,20-22 58
12,14 53
15,2 81
15,10 90
15,11-32 90
15,18-19 85
15,20 29
15,21 85
16,18-19 61
16,19-31 80
17,20-21 56
18,9-14 87
21,28 64
21,36 103
22,16 82
22,18 82
22,42 74
23,34 92

69
23,42 73
23,46 73

Juan
1,4 55
1,9 55
1,14 30
1,18 30
1,29 91
1,36 91
3,8 59
3,17 30
3,35 30
4,1 55
4,39 55
6,1-15 82
6,22-59 53, 81
6,27 82
6,50-52 83
7,7 96
8,12 55
8,44 57, 97
9,5 55
10,10 55, 83
10,11 34
12,28 47
12,31 97
12,47 55
13,23 31
14,26 17
14,30 97
15,26 17
16,11 97
16,13 17
17,6 48
17,11 48

70
17,11-12 48
17,17 48
17,19 48
17,21-23 48
18,11 53
19,30 74
20,17 30

Hechos de los Apóstoles


1,3 61
2,1-13 58
2,46 61
7,60 92
8,12 61
17,26-29 26
17,28 28
19,8 61
20,25 61
28,22 61
28,31 61

Romanos
1,4 30
1,18–3,19 87
2,14-15 59
5,12 96
5,15 91
5,21 96
6,3-14 103
8,14-15 91
8,15 31
8,26 17
12,9-21 68
13,2 68
13,8-14 68
13,11-12 64

71
14,17 58
15,6 30

1 Corintios
3,9 71
4,5 71
9,16 62
10,12-13 100
11,20-22 82
11,26 61
13 68
15,20 58
15,28 64, 70
15,32 51
15,45-47 91
15,54-55 58
16,22 61

2 Corintios
1,3 30
5,17 91
6,1 71
11,14 97

Gálatas
2,4 58
3,26 30
4,4-6 30
4,5 58
4,5-6 30
4,6 31
4,9 58
5,1 58, 68
5,6 62
5,13 68
5,22-23 58, 68

72
6,2 68
6,15 91

Efesios
1,4-14 69
2,4 92
3,15 32
5,17 68
5,24 32
5,25 33
5,28 33
5,33 33
6,4 33
6,11-13 103
6,18 104

Filipenses
1,9-10 68
2,10-11 102

Colosenses
1,9 68
1,19 30
3,18 32
3,19 33
3,21 33
4,2 104

1 Tesalonicenses
4,11-12 76
5,6 104

2 Tesalonicenses
3,10-12 76

1 Timoteo

73
1,4 69
2,2 27
4,10 69
6,16 28

Hebreos
1,1-2 30
3,7 63
4,15 101

Santiago
1,2-4 99
1,13 95, 99

1 Pedro
1,6-7 99
4,7 104
5,8 97, 104

1 Juan
3,1 91
3,1-2 31
4,8 48
5,19 97

Judas
6 57
9 57
12 82

Apocalipsis
3,3 104
3,20 63
4,8 49, 61
4,11 70
12,7-9 57

74
12,13-18 57
16,15 104
21,1 70
22,20 61

75
Índice general

Índice
Prólogo
1. Vosotros orad así
La tradición bíblica
Fuentes judías veterotestamentarias y cristianas
Una oración para nosotros hoy
Una invitación a orar
2. Padre nuestro, que estás en el cielo
¿Cómo podemos llamar Padre a Dios?
Dios, Padre de todos los hombres
Nuestro Padre del cielo
Dios, el Padre de Jesucristo
Revolución de nuestro concepto de paternidad
3. Santificado sea tu Nombre
Llamar a Dios por el nombre
Presencia de Dios en su Nombre
No profanar el Nombre de Dios
Santificar el Nombre de Dios
Santificación del Nombre de Dios. Unidad de los cristianos. Respeto ante la
creación
4. Venga a nosotros tu reino
Mensaje de Jesús: el reino de Dios está cerca
La misteriosa irrupción del reino de Dios en medio de nosotros
Jesucristo en el Espíritu Santo: el reino de Dios en persona
Reinado de Dios en la Iglesia y más allá de la Iglesia
Orar por la venida del reino de Dios, celebrarlo y testimoniarlo
Discernir los signos de los tiempos
5. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo
Los mandamientos de Dios como indicadores en la vida
Voluntad salvífica universal de Dios
¿Por qué el mal y el sufrimiento injusto en el mundo?

76
6. Danos hoy nuestro pan de cada día
Pan y bienes de la tierra como expresión de la bendición de Dios
Hambre y hospitalidad hoy
Hambre del pan de la vida eterna
7. Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden
Señor, apiádate de nosotros
Dios rico en gracia y en misericordia
Perdonar, como Dios nos ha perdonado
8. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal
Vivir en un mundo lleno de tentación
En la tentación protégenos
Líbranos del mal
Vigilad y orad
9. Porque tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria
Índice de citas bíblicas
Índice general

77
Índice
Portada 3
Créditos 5
Índice 7
Prólogo 8
1. Vosotros orad así 9
2. Padre nuestro, que estás en el cielo 14
3. Santificado sea tu Nombre 22
4. Venga a nosotros tu reino 29
5. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo 37
6. Danos hoy nuestro pan de cada día 43
7. Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a
48
los que nos ofenden
8. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal 54
9. Porque tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria 60
Índice de citas bíblicas 62
Índice general 76

78

También podría gustarte