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Una noche me encontraba sentado en mi laboratorio; el

sol se había puesto, y la luna empezaba a asomar por


entre las olas; no tenía suficiente luz para seguir
trabajando y permanecía ocioso, preguntándome si debía
dar por terminada la jornada o, por el contrario, hacer un
esfuerzo y continuar mi labor y acelerar así su final. Al
meditar sobre esto, allí sentado, se me fueron ocurriendo
otros pensamientos y me hicieron considerar las posibles
consecuencias de mi obra. Tres años antes me
encontraba ocupado en lo mismo, y había creado un
diabólico ser cuya incomparable maldad me había
destrozado el corazón y llenado de amargos
remordimientos. Y ahora estaba a punto de crear otro
ser, una mujer, cuyas inclinaciones desconocía
igualmente; podía incluso ser diez mil veces más
diabólica que su pareja y disfrutar con el crimen por el
puro placer de asesinar. Él había jurado que abandonaría
la vecindad de los hombres, y que se escondería en los
desiertos, pero ella no; ella, que con toda probabilidad
podría ser un animal capaz de pensar y razonar, quizá se
negase a aceptar un acuerdo efectuado antes de su
creación. Incluso podría ser que se odiasen; la criatura
que ya vivía aborrecía su propia fealdad y ¿no podía ser
que la aborreciera aún más cuando se viera reflejado en
una versión femenina? Quizá ella también lo despreciara
y buscara la hermosura superior del hombre; podría
abandonarlo y él volvería a encontrarse solo, más
desesperado aún por la nueva provocación de verse
desairado por una de su misma especie.

Y aunque abandonaran Europa, y habitaran en los


desiertos del Nuevo Mundo, una de las primeras
consecuencias de ese amor que tanto ansiaba el vil ser
serían los hijos. Se propagaría entonces por la Tierra una
raza de demonios que podrían sumir a la especie humana
en el terror y hacer de su misma existencia algo precario.
¿Tenía yo derecho, en aras de mi propio interés, a dotar
con esta maldición a las generaciones futuras? Me
habían conmovido los sofismas del ser que había creado;
sus malévolas amenazas me habían nublado los sentidos.
Pero ahora por primera vez veía claramente lo
devastadora que podía llegar a ser mi promesa; temblaba
al pensar que generaciones futuras me podrían maldecir
como el causante de esa plaga, como el ser cuyo
egoísmo no había tenido reparos en comprar su propia
paz al precio quizá de la existencia de todo el género
humano.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo y me fallaban las
fuerzas cuando, al levantar la vista hacia la ventana, vi el
rostro de aquel demonio a la luz de la luna. Una
horrenda mueca le fruncía los labios, al ver cómo
llevaba a cabo la tarea que él me había impuesto. Sí, me infeliz que la misma luz del día te resulte odiosa. Tú eres
había seguido en mis viajes, había atravesado bosques, mi creador, pero yo soy tu dueño: ¡obedece!
se había escondido en cavernas o refugiado en los
Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo.
inmensos brezales deshabitados; y venía ahora a
(Fragmento)
comprobar mis progresos y a reclamar el cumplimiento
de mi promesa.
Al mirarlo, vi que su rostro expresaba una increíble
malicia y traición. Recordé con una sensación de locura
la promesa de crear otro ser como él y entonces,
temblando de ira, destrocé la cosa en la que estaba
trabajando. Aquel engendro me vio destruir la criatura
en cuya futura existencia había fundado sus esperanzas
de felicidad, y, con un aullido de diabólica
desesperación y venganza, se alejó.
Salí de la habitación y, cerrando la puerta, me hice la
solemne promesa de no reanudar jamás mi labor. Luego,
con paso tembloroso, me fui a mi dormitorio. Estaba
solo; no había nadie a mi lado para disipar mi tristeza y
aliviarme de la opresión de mis terribles reflexiones.
Pasaron varias horas, y yo seguía junto a la ventana,
mirando hacia el mar, que se hallaba casi inmóvil, pues
los vientos se habían calmado y la naturaleza dormía
bajo la vigilancia de la silenciosa luna. Solo unos
cuantos barcos pesqueros salpicaban el mar, y de vez en
cuando la suave brisa me traía el eco de las voces de los
pescadores que se llamaban de una barca a otra. Sentía
el silencio, aunque apenas me daba cuenta de su temible
profundidad; hasta que de pronto oí el chapoteo de unos
remos que se acercaban a la orilla, y alguien desembarcó
cerca de mi casa.
Pocos minutos después oí crujir la puerta, como si
intentaran abrirla silenciosamente. Un escalofrío me
recorrió de pies a cabeza; presentí quién sería y estuve a
punto de despertar a un pescador que vivía en una
barraca cerca de la mía; pero me invadió esa sensación
de impotencia que tan a menudo se experimenta en las
pesadillas, cuando en vano se intenta huir del inminente
peligro y los pies rehúsan moverse.
Al poco oí pisadas por el pasillo; se abrió la puerta y
apareció el temido engendro. La cerró, y,
acercándoseme, me dijo con voz sorda:
–Has destruido la obra que empezaste; ¿qué es lo que
pretendes? ¿Osas romper tu promesa? He soportado
fatigas y miserias; me marché de Suiza contigo; gateé
por las orillas del Rin, por sus islas de sauces, por las
cimas de sus montañas. He vivido meses en los brezales
de Inglaterra y en los desérticos parajes de Escocia. He
padecido cansancio, hambre, frío; ¿te atreves a destruir
mis esperanzas?
–¡Aléjate! Efectivamente, rompo mi promesa; jamás
crearé otro ser como tú, semejante en deformidad y
vileza.
–Esclavo, antes intenté razonar contigo, pero te has
mostrado inmerecedor de mi condescendencia. Recuerda
mi fuerza; te crees desgraciado, pero puedo hacerte tan

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