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Pedro Trigo sj.

JESÚS, PARADIGMA ABSOLUTO DE


HUMANIDAD

EL LOGOS COMO PARADIGMA TRASCENDENTE: LA LÓGICA DEL AMOR CREADOR


ES PLAUSIBLE LA NOCIÓN DE PARADIGMA DE HUMANIDAD
EL PARADIGMA NO TIENE POR QUÉ SER EL HOMBRE PRIMORDIAL O EL ÚLTIMO SER
HUMANO
EL SER HUMANO PERFECTO SERÍA EL SER HUMANO UNIVERSAL
SÓLO PUEDE SER MEDIDA DE HUMANIDAD EL QUE EFECTIVAMENTE HUMANIZA. ASÍ
LO ES DIOS
JESÚS ES PARÁMETRO UNIVERSAL PORQUE ATRAE A TODOS. SU MODO DE ATRAER
cargó con nuestras enfermedades
tu fe te ha salvado
carguen con mi yugo
una mujer lo recibió en su casa
reunir a los hijos de Dios dispersos
CUANDO SEA LEVANTADO, ATRAERÉ A TODOS HACIA MÍ
el desamparado
el desamparado es libre en su desamparo por la fe y la solidaridad
LA NOVEDAD DE LA RESURRECCIÓN
el que se consuma como solidario y fiel es constituido Señor
el Señor Jesús tiene una relación actual con cada ser humano y con toda la humanidad
sólo por la fe nos relacionamos temáticamente con Jesús
Jesús nos atrae desde el futuro de Dios, que, por él, es nuestro futuro
novedad epocal del viviente Jesús de Nazaret
JESUCRISTO REINA DESDE EL MADERO

Así como en el AT las promesas apuntaban hacia Jesús, aunque Jesús las realizara de un modo tan
sorprendente que no fue reconocido por muchos que esperaban su realización, así en el tiempo que va de la
resurrección al fin del mundo Jesús resucitado atrae como Señor que es, aunque no todos los atraídos, ni
mucho menos, puedan identificar los rasgos de ese paradigma personal con una persona concreta y menos
aún puedan dar a esa persona el nombre que le corresponde que es del de Jesús de Nazaret.

JESÚS, PARADIGMA ABSOLUTO DE HUMANIDAD


EL LOGOS COMO PARADIGMA TRASCENDENTE: LA LÓGICA DEL AMOR CREADOR

Entiendo paradigma en el sentido clásico de la filosofía griega, que diluidamente se mantiene en el


sentido actual, referido a la epistemología. Un paradigma es un ejemplo. De un modo más restringido es un
ejemplo ejemplar, es decir un prototipo que es el ejemplo original o el primer molde, o también el ejemplar
más perfecto, que por serlo sirve de modelo, de causa ejemplar. Paradigma es, pues, modelo, modelo ideal, en
el doble sentido de la palabra: arquetipo que sirve de parámetro, y, en ese sentido, ideal que inspira y norma;
y modelo ideológico, bien sea en el sentido idealista que equipara la esencia y el ser, bien en el sentido de

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estructura lógica o matemática, o en el de modelo matemático ideal. En este último sentido hablamos de
paradigma newtoniano y paradigma einsteniano, aunque en la concepción de Descartes había pretensión
metafísica y así fue vivida por muchos esa concepción mecanicista, como así asumen otros ahora la teoría de
la relatividad.
Es sabido que para Platón el mundo ideal era paradigma de nuestro mundo en el sentido de arquetipo
eterno que le sirve de ejemplar; aunque se pueda discutir si en su pensamiento son dos mundos, o si la
relación entre sombra y realidad hay que comprenderla no como dualidad de mundos sino como dialéctica del
conocimiento de la única realidad que tiene varios planos y que no resulta fácil desvelar, tanto porque existe
una falsa conciencia, la opinión, la ideología, como porque la realidad es sí misma mistérica: “al ser le gusta
esconderse”.
Los Padres de la Iglesia aceptaron esta concepción platónica interpretando el mundo de las ideas, como
el pensamiento de Dios al crear al universo y a la humanidad. Esta idea parece satisfactoria si no podemos
comprender a la creación, como obra que es de Dios, como un obrar sin sentido sino como un acto razonable,
como una ejecución bien diseñada. En este sentido se afirma en la versión sacerdotal de la creación que vio
Dios lo que había creado y le pareció que le había salido bien y se quedó satisfecho de su obra (Gen 1,31).
Sin embargo, si dada la simplicidad divina, no nos es lícito concebir en él una multiplicidad de
operaciones realmente distintas, surge la pregunta de cómo distinguir de él ese su designio creador. Una
solución a esta aporía vendría al pasar del concepto griego de Dios al misterio del Dios cristiano. Desde esta
perspectiva es dable afirmar que la creación se realizó, como afirma el prólogo de Juan (1,3), por el Logos.
Con esto no queremos decir que el Logos sea ese diseño sino que el diseño es lógico, es decir tiene
inteligibilidad y sentido. O mejor aún, que nosotros podemos encontrar inteligibilidad a la realidad porque la
realidad está creada en el Logos y nosotros también. Hay, pues, una correspondencia entre la estructura lógica
de la realidad y nuestra capacidad de entender porque el Logos es la luz que alumbra todo ser humano (Jn
1,4).
Esta concepción supera a esa interpretación que consiste en que cada esencia de cada cosa estaría en la
mente de Dios. Ese modo de entender la creación sería demasiado mecanicista, fixista y cosístico. La realidad
no es un amasijo de cosas sino una única estructura dinámica, una estructura de estructuras abierta a nuevas
posibilidades. El sentido de este dinamismo es el de una complejificación constante: una individuación cada
vez mayor y simultáneamente formas más libres y densas de interconexión. Así pues, las energías de lo real
tienden a potenciar la diferencia interna, la constitución de núcleos cada vez más en sí, a la vez que llega a
conformar redes progresivamente densas e interactuantes.
Pues bien, como formuló Heráclito, este dinamismo es lógico, conforme a una lógica, y, en nuestra
interpretación patrística, según el Logos de Dios que es Dios. El Logos, no el azar ni el caos, está al principio
del movimiento o es principio trascendente de los principios del dinamismo de lo real. Y desde otra
perspectiva el Logos es el sentido, el ideal, que atrae a la realidad, que la hace dar de sí dirigiéndola hacia él
mismo.
Aunque, como la historia es la última estructuración, por ahora, de la realidad, eso significa que esa
libertad que va anexa a la progresiva individuación posibilita una estructuración sin sentido, es decir no
conforme al sentido que preside la creación y que la atrae desde dentro. Los seres humanos tenemos el triste
privilegio de no hacer justicia al sentido de la realidad, desviando para nuestros fines particularistas y egoístas
las estructuras que descubrimos y manejamos. Lo que de ahí resulta es lo que Juan designa como las
tinieblas, que tiene como componentes a la mentira y a la esclavitud y que produce muerte. Hay, pues, lógicas
distintas: la del Logos de Dios en el que todo ha sido creado y que reluce en los seres humanos cuando
emplean la ciencia y la técnica para perfeccionar la creación sirviendo a la vida y al aumento de humanidad
en la familia humana, y la de las tinieblas que degradan la vida, que deshumanizan, que dividen a la familia
humana, que producen muerte.
Según la concepción patrística complementariamente a esta perspectiva del Logos tendríamos que añadir
que la creación es un despliegue del amor de Dios, entendiendo ese amor como el aliento germinal que hace
brotar la vida en la realidad y como el amor que con su peso gravitacional atrae todo hacia sí acelerando cada
vez más el movimiento. Ese amor genesíaco y consumador es un amor, trascendente en la inmanencia, que
pone la diferencia y la conduce a la comunión. Ese amor es el Espíritu, aunque con esto no queremos decir

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que la realidad es el amor de Dios o que la realidad de las cosas es el Espíritu de Dios, sino que afirmamos
que lo que existe es real porque en ello alienta el Espíritu de Dios trascendente siempre desde dentro. En este
sentido sí hay que afirmar que todo es espiritual, como afirmamos antes que todo es lógico. Aunque
correspondientemente a lo que dijimos arriba, desde que hay historia este amor es actuado humanamente
desde la libertad, lo que significa que no sólo acontece en la humanidad sino que tiene a la humanidad como
sujeto: el Espíritu es el amor derramado en la humanidad con el que la humanidad puede corresponder al
amor de Dios coincidiendo con él en la acción espiritual. Pero también tenemos la triste posibilidad de no
actuar desde ese amor sino desde el egoísmo individual o de grupo que llamamos amor a sí mismo o a los
suyos. Si prevalece esa dirección, la creación se frustra porque no se produce la comunión sino el
avasallamiento, la exclusión, la división y por tanto la deshumanización de los que no aman y la
imposibilidad de vivir de los que no son amados.
Habría que completar este acercamiento diciendo que la lógica de la realidad, trascendente y libre en
ella, es la lógica del amor. Y complementariamente habría que decir que el Espíritu es luminoso, que el amor
no es ciego sino que tiene sentido.
Así pues la realidad no es caótica sino que tiene un sentido, aunque puede no ajustarse a él. Ese sentido
es un sentido biófilo y particularmente filantrópico en el sentido textual de la palabra. Es la lógica del amor
creador, una lógica creativa que conduce hacia más vida, y, como es una lógica trascendente, es la lógica que
lleva a la creación hacia la vida eterna, es decir, hacia la participación en la misma vida de Dios.

ES PLAUSIBLE LA NOCIÓN DE PARADIGMA DE HUMANIDAD

Utilizamos pues, el concepto de paradigma en el sentido fuerte de arquetipo que sirve de parámetro. Y
afirmamos que un personaje histórico, Jesús de Nazaret, es paradigma absoluto de humanidad.
Todo ser humano revela algo de lo que es el ser humano, tanto de sus mejores como de sus peores
posibilidades. Nosotros no sabemos lo que somos hasta que lo vamos siendo. Conforme la humanidad se va
desplegando en la historia se va desvelando lo que ella es capaz de ser. Esto es así por la condición histórica
de la humanidad, que no significa sólo, como la de los demás seres temporales, que requiere de espacio y
tiempo para desarrollarse sino, de un modo más preciso y radical, que se desarrolla a sí misma, que es sujeto
y autor de su desarrollo en el sentido más estricto de estas palabras: sujeto, no mero destinatario; autor, no
mero ejecutante de algo previamente diseñado y decidido. Sin embargo, no es autor hasta el punto de ponerse
así misma como sujeto de modo absoluto. El punto de partida insoslayable, es decir anterior a su condición de
autor, es su pertenencia a un fylum dentro del reino animal en el sistema de sistemas que es la vida en la tierra
y la tierra como un todo. Éste es el sustrato y en ese sentido el sujeto sobre el que se ejercita su condición de
autor y de agente. Y sólo puede actuar sobre ello reconociéndolo, contando con su legalidad, sea para
adaptarse plenamente y actuar así todas sus posibilidades latentes, sea para crear nuevas posibilidades, que
siempre serán, sin embargo, posibilidades de esa realidad fylética. Ahora bien, incluso el adaptarse, lo que los
clásicos llamaban imitar a la naturaleza, sólo lo puede hacer la humanidad creativamente. Es la cultura como
mundo típicamente humano.
Ahora bien, lo que sostengo desde la perspectiva sustentada en el apartado anterior, es que todas las
posibilidades humanas no son igualmente humanas. Decíamos que cada biografía y la historia como conjunto
va desvelando lo que es el ser humano y añadíamos tanto sus mejores como sus peores posibilidades. Este
lenguaje que cualifica a las posibilidades humanas lo comprendemos y lo utilizamos insoslayablemente
porque para nosotros tiene sentido. Podremos discutir inacabablemente sobre si tales o cuales realizaciones
humanas se deben considerar como expresión de posibilidades positivas o negativas; pero esa discusión es
pertinente porque existe el horizonte de la positividad humana y de su negatividad. Por ejemplo, la
destrucción de Hiroshima y Nagasaki o el holocausto judío o el exterminio de los indígenas de diversas
regiones de norte y de suramérica, o la trata de esclavos negros desde el siglo XVI al XIX no parecen
realizaciones humanas que revelen las mejores potencialidades de la humanidad. Y sin embargo, la lucha por
la libertad de los esclavos, por la vida de los indígenas, por la igualdad de indígenas y negros, y por el
reconocimiento de los derechos civiles de esas y otras comunidades discriminadas, la lucha contra el
antisemitismo y más radicalmente la lucha por la solución pacífica de los conflictos, por el reconocimiento

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positivo de las diferencias y por la consecución de una justicia efectiva en la comunidad de pueblos es claro
que son luchas que ponen a funcionar energías humanas consideradas como positivamente humanas. Más
aún, decimos que son procesos humanizadores, mientras que las actuaciones anteriores las calificamos de
inhumanas. Con esto estamos diciendo que no todas las acciones humanas humanizan, que no todas las
potencialidades humanas son humanizadoras. Es decir, afirmamos que cada ser humano, los grupos humanos
y la humanidad, ejercitando su condición de sujetos y autores, pueden humanizarse o deshumanizarse, ya que
ambas son posibilidades humanas. Pero a la capacidad que tenemos los seres humanos de deshumanizarnos la
llamamos así porque tenemos alguna medida de lo que es humano.

EL PARADIGMA NO TIENE POR QUÉ SER EL HOMBRE PRIMORDIAL O EL ÚLTIMO SER


HUMANO

Desde este presupuesto decimos que las culturas son los modos que tienen las colectividades humanas de
habérselas con la realidad para irse haciendo humanas. Así pues las colectividades humanas y los individuos
en ellas se van haciendo humanos. Se van haciendo lo que son, pero a su vez lo que son tiene que ir
haciéndose. Desde lo que llevamos dicho el sentido que damos a la palabra humana al referirnos a las
colectividades humanas no es el mismo que le damos cuando decimos que se van haciendo humanas. En el
primer caso nos estamos refiriendo a un conjunto de seres, en el segundo a una cualificación de ese conjunto,
la cualificación que los hace reduplicativamente humanos. En este sentido cualitativo afirmamos que el
objetivo de las colectividades humanas en cuanto culturas trasciende esa concreta condición cultural. Llegar a
constituirse en humano es más que ser un individuo de una determinada cultura. Aunque cada individuo sólo
llega a constituirse en humano a través de un modo específico de habérselas con la realidad, es decir en el
seno de una cultura. La trascendencia humana se va realizando a través de expresiones y realizaciones
culturales. Pero las culturas son los caminos ineludibles; el fin absoluto es constituirse en humanos, un fin
que se da en un ámbito social, pero que en último término debe ser alcanzado por cada persona. Así pues las
diversas culturas son siempre medios; el constituirse en humana es el objetivo de cada persona y de la
humanidad.
A lo largo de la historia los modos de habérselas con la realidad se van complejificando de tal manera
que los núcleos individuales adquieren más densidad y autonomía, a la vez que la urdimbre que los une es
progresivamente sutil e internamente diferenciada, pero a la par más tupida. Sin embargo el objetivo
trascendente de hacerse humanos, en este sentido puramente cualitativo en que lo estamos considerando, no
evoluciona. No es más humana una persona del siglo XXI, por pertenecer a ese siglo, que otra del siglo VI o
que otra anterior al neolítico. La posibilidad de realizarse en un grado extremadamente cualitativo o de
despersonalizarse está abierta a cada ser humano por igual. Los modos de llegar a ser así sí evolucionan, pero
Caín y Abel pudieron llegar a ser tan humanos o inhumanos como los últimos seres humanos que vivan en la
historia. En este sentido preciso la historicidad es inherente a cada ser humano, no a la especie como tal. La
evolución atañe a las culturas, en las que entran las civilizaciones, no a lo que hace que una persona sea una
persona humana consumada.
Así pues los individuos nacen como verdaderos seres humanos; pero el irse constituyendo en seres
humanos verdaderos, es decir cabales, es un proceso, un punto de llegada, que puede alcanzarse o no. La
historicidad posibilita que el ser humano se humanice, ya que el hacerse un ser humano cualitativo es el fruto
de una serie de actuaciones humanas, el resultado de un determinado proyecto que concibe como autor y
ejecuta como agente. Esta posibilidad está en manos de cada ser humano, y es la radicalidad y trascendencia
con que la ejecuta la que determina el grado de humanización, no ningún tipo de circunstancia.

EL SER HUMANO PERFECTO SERÍA EL SER HUMANO UNIVERSAL

Las culturas posibilitan que los seres humanos se constituyan en humanos. Ése es el papel de las culturas
y su gloria. Pero, como los individuos y por causa de ellos, de sus decisiones, las culturas toman a veces
direcciones y adquieren fisonomías que dificultan enormemente que los seres humanos trasciendan
humanizándose. Las culturas pueden absolutizar ese modo propio de habérselas con la realidad. El resultado

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será que ya no son caminos para trascender, que no hacen justicia a la realidad. De todas maneras, aun en
estas condiciones, las personas pueden obrar a contracorriente o sortear con sabiduría y arte los obstáculos sin
enfrentarse abiertamente. Al obrar así, no como meros elementos de ese conjunto sino personalizadoramente,
como lo tienen que hacer culturalmente, liberan los esquemas cerrados sobre sí y recrean la cultura, aunque
con frecuencia esa fecundidad cultural sólo es apreciada más tarde, ya que en el momento tienen que pagar el
precio de la marginación o de la hostilidad.
Ningún ser humano se constituye en humano de un modo solipsista y por tanto aculturalmente.
Habérselas con la realidad es habérselas con la naturaleza y con los seres humanos, con la naturaleza a través
de elaboraciones culturales y con los seres humanos a partir de la común procedencia fylética que expresa
nuestra pertenencia a la naturaleza. Así pues, aunque las culturas son caminos y es cada persona la que debe
trascender humanizándose, este proceso implica hacer justicia a nuestra pertenencia concreta a la naturaleza y
a la humanidad. La humanización lleva, pues, a superar el punto de vista del sujeto y sus intereses, y a
definirse por la relación horizontal y simbiótica, que entrega los propios dones y recibe agradecido los de los
demás para constituir un “nosotros”, un campo comunicativo, un verdadero cuerpo social realmente
ecuménico.
Cuanto más las personas se acercan a lo que pudiéramos llamar humanidad cabal, en esa misma medida
trascienden hacia los demás, de tal manera que el ser humano perfecto sería por eso mismo el ser humano
universal, no tanto en el sentido de que contenga la esencia de todos sino en el de que se abre a todos, es
respectivo a ellos, vive vuelto a ellos, consiste con ellos, está a su favor, vive para ellos, a la vez que propicia
en ellos procesos similares; es decir, que no es para ellos de modo que los sustituya e inhiba su proceso
humanizador sino provocándolo en cuanto está a su alcance.
Desde lo que llevamos dicho surge la pregunta de si un ser humano singular, concreto, puede ser
arquetipo y parámetro de humanidad. En primer lugar la noción de arquetipo ¿puede aplicarse a un ser único
históricamente ubicado? ¿Puede tener la categoría de principio de humanidad alguien que tiene una
genealogía, es decir que es múltiplemente principiado? ¿Puede servir de parámetro universal alguien que para
ser comprendido requiere que se le apliquen parámetros particulares?

SÓLO PUEDE SER MEDIDA DE HUMANIDAD EL QUE EFECTIVAMENTE HUMANIZA. ASÍ


LO ES DIOS

En primer lugar afirmamos que sólo el arquetipo puede ser legítimamente parámetro. Entendemos aquí
arquetipo en el sentido fuerte de tipo o ejemplar que es principio, es decir que genera, en este caso
humanidad. Sólo puede ser medida de humanidad el que efectivamente humaniza. Si no, la medida de la
humanidad sería exterior a ella, la humanidad sería heterónoma, el ser humano no sería autor de su
humanidad sino mero ejecutor de una partitura o de un libreto existentes antes de que se dieran seres
humanos y exteriores por tanto a ellos.
¿Pero no es precisamente ésa la concepción cristiana? No podemos negar que así ha sido vivida y
teorizada, aunque creo que podemos mostrar que esa interpretación no hace justicia al misterio cristiano. Para
mostrarlo vamos a fijarnos en los Diez Mandamientos que no pocas veces se han propuesto como la
expresión más pura de heteronomía. Dios es el que tiene la soberanía absoluta sobre nosotros y la manifiesta
imponiéndonos esas normas de vida, normas que hay que cumplir precisamente porque son expresión de su
voluntad. Desde este punto de vista no cumple los mandamientos el que los guarda porque los halla
razonables y ajustados a la condición humana, ya que en este caso desaparecería la condición de
mandamientos y se reducirían a mera expresión de la sabiduría de la vida, serían puro humanismo. Desde la
perspectiva heteronómica en cambio los mandamientos podían haber sido otros; son éstos porque así lo
determinó la voluntad de Dios para probar si la acatábamos. Lo que él quiere es que le obedezcamos. El
contenido de la obediencia es absolutamente secundario. Así se entenderían las palabras con las que el Señor
por boca de Samuel rechazó a Esaú: No quiere sacrificios sino que le obedezcan (1Sam 15,22).
Frente a esta concepción heteronómica insiste ya el Deuteronomio que los mandamientos son la
sabiduría que Dios regala a Israel (4,6-8; 30,11-14), su bendición (11,27; 28,1-14). Los mandamientos han

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sido dados por Dios “para nuestro bien perpetuo, para que sigamos viviendo como hoy” (6,24). Porque ellos
son los cauces de la vida (30,15-20).
Ahora bien, el Deuteronomio insiste también con inusitado vigor en el peligro que tienen los seres
humanos y los pueblos de extraviarse, de no reconocer los verdaderos cauces de la vida, que en definitiva son
los cauces de la vida verdadera, sino adorar a la tierra que produce riqueza, y al poder que conquista la tierra
y la mantiene en manos del poderoso. La entrega a estas fuerzas degrada al que las adora y produce división,
injusticia y muerte. Por eso, porque tendemos a obnubilarnos y a olvidar el carácter salutífero y humanizador
de los Mandamientos, tiene sentido insistir en la soberanía incontrastable de quien los manda. Pero esta
insistencia, como se ve, es pedagógica y salutífera, y su necesidad deriva de que los seres humanos
equivocamos el camino de ser verdaderamente humanos. A quienes tienen oscurecido e incluso olvidado el
paradigma de humanidad, Dios les ordena cumplir los Mandamientos, amenazándolos hasta con el
exterminio, para que empezando a vivirlos, experimenten con el tiempo su sabiduría, su potencial
humanizador. Desgraciadamente con frecuencia en la historia de individuos y pueblos, las amenazas no
bastan y tienen que experimentar los frutos amargos de no seguir los cauces de la vida verdadera para que
puedan volver sobre sí y adquirir la sabiduría que muchas veces sólo se alcanza con el dolor.
Así pues, como el paradigma de humanidad no pocas veces no aparece claro o, percibiéndose, no se
presenta suficientemente atractivo, es necesario fiarse de Dios, de que sus mandamientos son vida, aunque en
ocasiones parezca que seguirlos es privarse de oportunidades de gozar, de tener más o de ganar prestigio.
En el fondo, no hay, pues, heteronomía, pero sí fe en Dios. Obedecerlo es tener fe en él. ¿Por qué el vivir
de fe no equivale a heteronomía? Primero porque el contenido de la fe es que los Mandamientos son los
cauces de la vida. Segundo, porque Dios es el amigo de la vida (Sab 11,26); más aún, él mismo es la vida del
género humano (Dt 30,20). Tercero, porque la fe en un Dios así forma parte esencial del paradigma de
humanidad.
Los Mandamientos no son un parámetro heterónomo desde el momento en que el ser humano ha sido
creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26-27). Desde esta perspectiva Dios es el paradigma
trascendente de humanidad. Así lo sobreentiende la Biblia que, aunque prohíbe drásticamente representar a
Dios porque el Dios bíblico no tiene figura humana ni ninguna figura, sin embargo no se recata de presentar a
Dios con sentimientos humanos, con pasiones humanas, con designios humanos, con un corazón humano. El
Dios bíblico no sólo actúa genéricamente como los seres humanos sino que actúa de un modo preciso como
los buenos seres humanos, como un ser humano que fuera enteramente bueno, como dechado de humanidad
en el sentido cualitativo que venimos apuntado.
Podríamos argüir que la Biblia no hace sino proyectar sobre Dios el ideal humano de la cultura hebrea. Y
sin duda eso hace. Pero reconociéndolo, también tenemos que añadir que de ningún modo el Dios bíblico se
reduce a mero paradigma cultural. Por el contrario, en la mayor parte de sus páginas Dios se presenta como
excéntrico de esa cultura, incluso como inasimilable para ella. Podríamos decir que se establece una fecunda
dialéctica entre las concepciones divinas y antropológicas del medio, y la irrupción de un Dios que, mediante
unas personas que se fían de él, presenta al pueblo posibilidades inéditas que poco a poco van siendo
asimiladas, aunque a contracorriente y en un creciente forcejeo con otras experiencias históricas y direcciones
vitales.
Es perfectamente posible rastrear fenomenológicamente esa trascendencia del Dios bíblico que atrae a
los seres humanos y los va moldeando a su imagen y semejanza. El modo como se ofrece Dios como
paradigma es la relación, una relación personalizadora, en la que Dios tiene la iniciativa pero que presupone
por parte de los seres humanos la libre disposición de sí, más aún que fomenta esta libertad para responder
desde el fondo de sí mismos.
Así pues, en el fondo de sí mismo es el ser humano el que se parece a Dios, y así en la relación en fe con
él no sólo va descubriendo a Dios sino realizando su humanidad más genuina. Aunque siempre se da también
el movimiento contrapuesto de absolutizar la propia humanidad individual y cultural y proyectarla al absoluto
haciéndose un dios a la propia imagen. Así se absolutizan los individuos y las culturas, y los individuos no
pueden cumplir su objetivo de constituirse en humanos a través de las culturas. De ahí que las culturas y las
religiones sean siempre ambivalentes y no puedan resolver la ambivalencia de una vez por todas sino que

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tengan que convertirse y reformarse siempre, volviendo a la primacía de la fe como principio humanizador y
de descubrimiento de Dios.
Hemos asentado que el Dios bíblico es no sólo paradigma (en el sentido de dechado, de expresión
absoluta de humanidad) sino también parámetro (en el sentido de medida no heterónoma) porque él es sobre
todo arquetipo (en el sentido de principio del que dimana la humanidad), no sólo porque nos ha creado, nos
crea actualmente, a su imagen, sino porque nos humaniza en esa relación de fe que entabla con nosotros y que
nos llama a entablar con él.

JESÚS ES PARÁMETRO UNIVERSAL PORQUE ATRAE A TODOS. SU MODO DE ATRAER

Si hemos establecido que Dios es paradigma o prototipo, parámetro y arquetipo ¿es lícito, más aún, es
sensato, es incluso inteligible decir eso mismo de un ser humano concreto? Éste es el planteamiento
específico, reiterado, sistemático que desarrolla el evangelio de Juan.
Queremos condensar su respuesta en una expresión que el evangelista coloca en boca de Jesús en un
lugar muy significativo. Él es presentado desde un comienzo en contraposición a Moisés como el humano
revelador de Dios (1,18.51). Moisés era la sombra, la preparación, él es la realidad, la consumación. Y sin
embargo, aunque él viene con esta misión universal, es decir a quitar el pecado del mundo, a destruir las
tinieblas con la luz de la vida, al principio se presenta sólo al pueblo de Dios, y es percibido por sus
discípulos como el Mesías de Israel, aquél de quien escribieron Moisés y los profetas (1,45.49). En el
contexto de la historia salvífica de su pueblo él va a realizar la nueva Pascua (13,1). Poco antes de que suceda
unos griegos quieren verlo (12,21). Se lo dicen a Jesús y su respuesta es que “cuando me levanten de la tierra
atraeré a todos hacia mí” (12,32).

cargó con nuestras enfermedades

Jesús es arquetipo universal porque atrae a todos. Ése es su modo de dar vida, de ser principio. Éste es el
contenido de su señorío. Él no es señor porque da órdenes. Él no tiene la función de Moisés ni la del Profeta
semejante a él que él anunció, es decir la de caudillo liberador (Jn 1,17; Dt 18,15-19; Jn 6,14-15). Él no es el
Mesías davídico que soñaron sus apóstoles (Mt 16,16.21-24; Hch 1,6; Jn 18,36). Que el Padre lo haya puesto
todo en sus manos (Jn13,3) no significa que disponga de las personas y de las cosas a su antojo, que las ponga
en función de sus intereses y de su prestigio. Significa por el contrario que el Padre le ha dado la capacidad
de cargar con todo (Mt 8,17). Así como Dios se diferencia de los ídolos en que los ídolos son cargados por
sus adoradores y así cuanto más grandes son resultan una carga más intolerable, y en cambio Dios carga con
su pueblo y lo puede hacer con todo cariño porque no se cansa (Is 64,1-4), así el Señor Jesús se diferencia de
los señores de este mundo en que éstos sólo saben ser servidos y oprimir, y Jesús tiene la capacidad y la
voluntad de servir y de dar su vida para que ellos tengan vida (Lc 22,24-27; Mc 10,42-45; Jn 6,33.51; 10,15).
El Dios de Jesús no es el Dios de los dioses ni el Señor de los señores, es decir el que corona las jerarquías
sociales sacralizándolas. Por el contrario, él es el que resucita a lo que está tan desvalido que para todos está
muerto y el que llama a existir a los que son tenidos por inexistentes y se ven sin ningún futuro (Rm 4,17). La
omnipotencia se revela precisamente al crear posibilidades de vida donde los seres humanos piensan que no
las hay (Gn 18,14; Lc 1,37; Mc 10,27; Rm 4,21). Jesús revela a este Dios saliendo al encuentro del pueblo
abrumado y abatido, y aliviándolo y dándole esperanza, convocándolo como dirigente modelo, como
dirigente según el corazón de Dios (Mt 9,35-36;11,28; Jn 10,14-15.17-18).
Así pues el primer significado del señorío de Jesús, como del de Dios, gira en torno a su capacidad de
servirnos cargando con nosotros. Éste es el contenido del bautismo. Jesús es contado con los pecadores, se
confunde con el pueblo pecador que va donde Juan a disponerse para el juicio de Dios. Él individualmente no
es pecador (Jn 8,46; Hbr 4,15), pero está ahí con toda el alma porque carga con el pueblo, porque lo asume,
porque lo lleva en el corazón. Al definirse como hermano, en primera persona de plural, como el “nosotros”
que abarca a todo el pueblo, puede pedir perdón con todo el dolor del mundo porque por una parte conoce lo
que es pecado (la mentira, la esclavitud, la muerte que produce) y por otra lleva dentro de sí a todos los
pecadores. Dios acepta el ruego de Jesús. Por eso se abre el cielo. Dios se revela como el Padre del que cargó

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con los pecadores. Dios se sintió atraído por el penitente, por el solidario, por el justo Jesús, que al recibir el
bautismo de penitencia justificaba a los pecadores. En el bautismo de Jesús se reveló que Dios estaba
reconciliando al mundo consigo, cuando lo proclamó su Hijo y le dio la misión de quitar el pecado del mundo
cargando solidariamente con él. Esta teofanía da la clave para leer la vida de Jesús: lo que realizó
simbólicamente en el Jordán lo irá realizando en cada uno de los encuentros (Mc 2,5-17; Lc 7,36-50; 15;
18,9-14; 19,1-10; Jn 4,1-42; 5,1-21; 8, 2-11).
Hay que recalcar que Jesús carga con los pecados y las dolencias no desde una existencia privilegiada,
inmune a cualquier problema sino desde una existencia débil y probada en todo (Hbr 4,15), no sólo la
existencia de uno de tantos sino la de alguien que fue despreciado por los dirigentes, por sus paisanos y hasta
por gente de su familia, que llevó una vida itinerante y pobre sin el apoyo de ninguna institución prestigiosa,
que finalmente cayó en manos de sus enemigos. Verdaderamente que Jesús nos enriqueció con su pobreza
(2Cor 8,9), no sólo con su humanidad sino específicamente con la debilidad de su carne, pero una carne que
no buscó ni poder ni riquezas para descansar en ellas sino que, llena de misericordia, se abrió a toda carne
adolorida y abatida, considerándola su propia carne.
Así pues el secreto de la capacidad de Jesús de cargar con los demás consistió en su misericordia, una
misericordia que era conocimiento de Dios (Os 6,6; Mt 9,13;12,7), revelación de su verdadero rostro. Una
misericordia, pues, con la misma consistencia de Dios, con su capacidad recreadora, sanadora, liberadora.

tu fe te ha salvado

Pero el señorío de Jesús no se restringe a cargar con los demás. Ése es sólo el primer paso. Lo
característico de su manera de cargar es procurar activar las energías de las personas de modo que al fin
resulten no sólo destinatarias sino también agentes de su propia salvación. Jesús en la relación que entabla
con el pueblo y las personas, a la vez que se hace cargo de sus problemas y carga con ellos, va suscitando
como correspondencia una relación de fe que salva. Jesús carga con los demás de tal manera que esa actitud
los capacita para encargarse ellos de su propia vida y cargar con ella. El señorío de Jesús no inhibe, no crea
dependencia, no sustituye ni infantiliza sino que por el contrario dinamiza, hace que la gente se ponga en pie,
que se movilice, que conciba fe y cobre esperanza, de tal manera que la salvación que se origina por la
iniciativa del Señor se realice también por la correspondencia del necesitado.
Esto significa que Jesús carga de tal modo con los enfermos y pecadores, con los ignorantes y
extraviados que los atrae, que los pone en movimiento para que ellos logren la salvación. Por eso la mayor
alegría de Jesús acontecía cuando, después de un proceso de acercamiento que terminaba en un encuentro,
podía despedirse de la persona diciéndole: “tu fe te ha salvado” (Mc 5,34; 10,52; Lc 7,50; 17,19; Mt 8,13;
15,28). Así pues atrae a la gente porque es percibido como el que no busca su prestigio e interés sino como el
que se interesa por los demás y los sirve y carga con ellos. Pero también atrae porque carga
desinteresadamente, no haciendo un favor que crea obligación y dependencia; porque carga horizontalmente,
incluso desde abajo, no como modo de subir a hombros de los deudores; porque carga no convirtiendo a las
personas en meros pacientes, en puras manos extendidas sino porque carga movilizando, haciendo crecer,
humanizando, es decir posibilitando no sólo la superación del problema sino que se abra un camino de
salvación integral.
Así como Dios carga con nosotros, es decir nos fundamenta, de tal modo que el sostenernos y darnos
consistencia se convierta en principio de nuestro dinamismo (eso es lo que significa que nos crea creadores),
así Jesús carga con las dolencias de tal modo que no sólo descarga al paciente de ellas sino que renueva el
dinamismo de su vida, lo libera para que pueda caminar hacia su humanidad plena.

carguen con mi yugo

Pero no sólo carga movilizando. Jesús da un paso más: atraer hacia sí significa sobre todo llamar al
agobiado y abatido a participar de su tarea de cargar con quienes están sobrecargados y sin esperanza. Éste es
el punto más alto de la dialéctica que instaura el Señor Jesús, una dialéctica que despliega tal tensión interna
que parece más bien paradoja o abiertamente una pura necedad. Y sin embargo eso es lo que plantea Jesús:

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“Acérquense a mí todos los que están rendidos y abrumados, que yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y
aprendan de mí que tengo un corazón sufrido y humilde. Así encontrarán su descanso, pues mi yugo es
soportable y mi carga ligera” (Mt 11,28-30). ¿Qué modo es ése de aliviar al que se siente abrumado por la
carga que tiene encima? ¿No parece un sarcasmo pedirle que cargue con otra carga? A quien se acerca para
que lo alivien cargando con su carga ¿no es una crueldad pedirle que ayude él a cargar la carga que lleva
Jesús, que es la carga de todos? Y sin embargo de eso se trata sin duda: Jesús invita a los cargados a cargar
con él la carga del mundo. El Dios de Israel lo constituyó como su pueblo al liberarlo de la carga insoportable
que el imperio egipcio había cargado sobre ellos. ¿Cómo Jesús, en nombre de ese mismo Dios, puede pedir a
su pueblo abrumado que le ayude a cargar la carga que nadie quiere echarse sobre sus hombros?
La lógica de Jesús es la siguiente: como nadie quiere llevar su carga, quien tiene más poder la carga
sobre el que no tiene y éstos tienen que llevarla a la fuerza y por eso tratan también de repetir este mismo
esquema con los que están más desvalidos aún. En este esquema no cabe salvación: es un horizonte de guerra
no declarada pero sin cuartel ni victorias definitivas, un estado de guerra permanente; ésa no es una atmósfera
humanizadora, ése es un mundo de lobos: homo homini lupus. Para Jesús y para Dios la solución no es
vencerlos a todos e imponer a la fuerza otras reglas de juego. Ya que si las observan a la fuerza, se mantiene
el mismo esquema. Ellos tienen Espíritu, es decir fuerza y libertad, para actuar conforme a otra lógica: la
lógica de la solidaridad. Esta lógica no se hace presente de modo meramente declarativo. Por eso lo que hace
Jesús es cargar las cargas de los sobrecargados. Desde esa actuación suya, que para él es la actuación del
Maestro y del Señor (Jn 13,13), es que pide a los sobrecargados aliviados por él que cambien también ellos de
lógica. Su salvación no consiste sólo en que Jesús cargue con sus cargas: sólo será salvación suya cuando
ellos, atraídos por Jesús, hagan como él desde dentro, desde un corazón renovado. Si no dan ese paso, están
dando la razón a quienes los sobrecargan a ellos. Jesús, al atraer hacia él, capacita para asumir esa lógica de la
responsabilidad respecto de la propia vida y de la solidaridad respecto de los necesitados. La atracción mueve
en esa dirección, da a la vez rumbo e impulso. Pero quien se tiene que mover es cada uno; es decir que Jesús
atrae capacitando a cada quien para que sea sujeto de su salvación. Un ejemplo de este proceder de Jesús es la
propuesta que le hace al geraseno a quien había liberado del demonio de la violencia destructiva. Lo envía a
hacer con sus paisanos lo que a él le habían prohibido hacer. Jesús acepta el rechazo de los gerasenos; pero
como no quiere rechazarlos, les envía a su paisano. Y en efecto el hombre va y se convierte en su testigo, en
evangelizador. Su persona, con la prestancia de esa misión, pregona que él vale más que todos los cochinos
del mundo. Es el culmen de su salvación.

una mujer lo recibió en su casa

Pero la medida de la generosidad de Jesús la da el que no sólo llama a cooperar con él, capacitando para
hacerlo, sino que él mismo se pone en manos de quienes se ponen en manos de Dios. Jesús pasó haciendo el
bien, haciendo presente con su vida la misericordia de Dios; pero él también, como evangelizador itinerante
que no tenía dónde reclinar la cabeza, vivió de la misericordia de aquellos a quienes hacía misericordia. Si él
era sacramento de la misericordia de Dios para con su pueblo, también aceptó de un modo habitual que ese
mismo pueblo fuera para él sacramento de que Dios era su Padre providente. Así instauró la reciprocidad de
dones como el modo más humanizador de relacionarse. Atraía sobremanera ese señor que no sólo daba vida,
sino que propiciaba que los salvados por él le pudieran también dar de sí. De esa manera ellos también eran,
como el propio Jesús, mediadores de Dios. La plenitud de la salvación se alcanzaba al darle al dador de vida,
que era de algún modo darle también a Dios.
Así se superaba de raíz esa relación religiosa que consiste en entablar con la divinidad un comercio
sagrado en el que el adorador mira a su propio provecho y espera recibir más de lo que da. En este esquema
de reciprocidad de dones que instaura Jesús, se comienza recibiendo gratuitamente y se corresponde dando
agradecidamente. Aquí queda anulado cualquier resabio de resentimiento ante esa divinidad tan elevada e
inasequible que humilla al que recibe su favor. Jesús como enviado de Dios hace presente a un Dios que da
humanamente, discretamente, desde abajo; tan desde abajo que recibe a su vez agradecido el don del
agraciado. Para quien es capaz de llegar hasta este nivel de reciprocidad en libertad, la atracción que ejerce
Jesús es irresistible porque nada hay más humanizador y gratificante que esta dignación de ponerse en

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nuestras manos. Jesús comía donde le daban de comer y dormía en la casa donde lo acogían. Y así el que se
hacía hermano de ellos al darles de sí, daba lugar a que ellos se constituyeran en hermanos suyos. Ése es el
modo como el Hermano Jesús engendra hermanos.

reunir a los hijos de Dios dispersos

Y así llegamos al propósito de esta atracción: no atrae hacia él para constituirnos en satélites suyos sino
para poner en marcha un movimiento de reunión. El resultado de este movimiento es reunir en una sola
familia de hermanos a los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11,52). Y en efecto, él se encontró a una
masa desperdigada e inerte por el abatimiento causado por la sobrecarga y la falta de horizontes y
conductores, y con su presencia alentadora, sus palabras ardientes y esclarecedoras y sus actos liberadores
hizo de ella un pueblo en pie y movilizado que era capaz de dar cuenta de su esperanza (Mt 21,11; Jn 7,46;
Mc 7,37), incluso defenderlo de los jefes como un escudo humano (Mc 12,12; Mt 26,3-5). Jesús no salva
individualmente a individuos sino que transforma a los individuos en personas al darles vida y llevarlos a
abandonar la lógica insolidaria establecida y a entrar en una relación de reciprocidad de dones. Jesús atrae
para hacer personas, seres en relación biófila, pueblo personalizado.

CUANDO SEA LEVANTADO, ATRAERÉ A TODOS HACIA MÍ

Sin embargo surge una pregunta obvia: ¿qué pasa con los que no se quieren convertir a esa lógica?
¿Seguirán causando estrago impunemente? La primera respuesta es que, si hay muchas personas que se
convierten a la lógica de Jesús, es más difícil que se imponga la otra lógica, ya que un componente
fundamental de su fuerza arrolladora es el estar diseminada por todo el cuerpo social. Sin embargo eso no
basta: una minoría que concentra en sí todos los poderes puede dominar despóticamente sobre la mayoría,
aunque también en la historia se ha demostrado que únicamente la hegemonía es durable.
Antes de retomar esta pregunta para aplicarla a nuestra situación vamos a referirnos a lo que le aconteció
a Jesús. Le pasó que los que cargaban sobre la gente cargas insoportables mientras ellos no movían ni un
dedo para llevarlas (cf. Mt 23,4), los que estaban de acuerdo en sacrificar a quien fuera necesario con tal de
preservar ese orden establecido con tanta injusticia (cf. Jn 11,50) lo entregaron al gobernador romano para
que lo matara, y él lo mató en efecto, cediendo a sus presiones, aunque se percató de que era inocente. Esta
muerte desastrada parecería descalificar la propuesta de Jesús revelándola como idealismo inoperante.
Tenemos que tomar en serio esta dificultad. Fue una dificultad tan grande que no sólo causó la
dispersión de los discípulos, sino que los dejó sumidos en la perplejidad y tal vez los llevó a perder la fe. Al
menos planteó una interrogante tan radical que, al no poder responderla, los dejó completamente a oscuras,
sin sentido. Todo lo de Jesús siguió viéndose como absolutamente valioso, cualitativo, atractivo. Pero si los
que no atraían, los deshumanizados, pudieron matarlo ¿dónde queda la prestancia del Dios humano que había
revelado Jesús? ¿de qué sirve tanta humanidad? ¿O es que será que la existencia es trágica, un duelo sin
resolución entre lo más humano, que es por eso lo más vulnerable, y lo deshumanizado, que por eso hiere y
mata y puede acabar con lo mejor?
Trataré de afrontar esta dificultad en dos fases. La primera consiste en indagar cómo vivió Jesús su
muerte; la segunda qué significa su resurrección.

el desamparado

Según las fuentes neotestamentarias Jesús vivió su pasión como el momento de suprema acción. Sintió
la pasión como el embate de todas las fuerzas del mal, como la hora en que mandan las tinieblas (Lc 22,53),
según las representaciones terroríficas de la apocalíptica. Marcos insiste en el corte que esto supuso en la vida
de Jesús (14,33-42): Jesús se vio invadido por emociones que no había sentido hasta entonces. El que había
sido anunciado como alegría para todo el pueblo, el evangelizador de la felicidad, sintió que se moría de pura
tristeza. Quien había insistido a lo largo de su vida que la fe echa fuera el temor, se sintió completamente
aterrorizado. Más aún, el que proclamaba que sólo hacía lo que veía hacer al Padre porque para él su alimento

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era cumplir su designio, sintió que quería algo opuesto a la voluntad del Padre. Este corte con su experiencia
anterior fue tan radical que necesitó tres horas de oración desolada para asumir completamente, en todos los
niveles de su ser, el querer del Padre. Por eso dice la carta a los Hebreos que Jesús se dirigió a su Padre con
gritos y con lágrimas (5,7).
Podemos barruntar que el pánico de Jesús y su tristeza tuvieron que ver con su solidaridad con quienes
lo rechazaban y rechazaban por eso a su Padre. Sintió lo que no sintieron sus enemigos porque no asumían lo
que estaban haciendo; lo sintió para que no lo tuvieran que sentir, para que su vida no acabara en el fracaso.
Al asumirlo él, selló su condición de Hermano. Pero como quien lo asumía era el Hijo de Dios, murió
desgarrado internamente: hacer de puente entre las dos orillas cuando la orilla humana rechazaba
objetivamente a la divina, lo desgarró. Aunque más profundamente lo consumó como Hijo, como lo había
consumado como Hermano, porque la voluntad de su Padre, que él abrazó, era no aferrarse a su Hijo sino
entregarlo para que reconciliara al mundo consigo.
Así pues él en el Huerto y en la Cruz estaba tan desfigurado que no parecía un ser humano (Is 52,12).
“No tenía prestancia ni belleza que atrajera nuestras miradas ni aspecto que cautivara” (Is 53,2). Quizás él
mismo llegó a sentir que “me he cansado en vano, en viento y en nada he gastado mis fuerzas” (Is 49,4), “soy
un gusano, no un hombre; al verme se burlan de mí” (Sal 22,7-8). Y sin embargo a esta situación se refiere la
cita que venimos comentando: “cuando sea levantado, atraeré a todos a mí”. En qué quedamos ¿era un
fracasado, una piltrafa humana que, lejos de atraer a sí, hace que se vuelva la vista para no toparse con tanto
escarnio, o es el que atrae a todos?
La respuesta es que es ambas cosas. Lo primero que se percibe es a un torturado, a alguien desfigurado
por la tortura a quien se le va rápidamente la vida. Más aún, se ve a un hombre desolado. Jesús había
planteado su misión liberadora como una lucha contra los poderes que esclavizaban a la gente. Él, con el
Espíritu de Dios, arrojaba a estos poderes opresores y la gente quedaba liberada (Mt 12,28-29). En la cruz
parecían haber vencido estos poderes, que llevaron su victoria hasta clavar en ella al presunto liberador.
¿Dónde está el Espíritu de Dios? ¿Dónde está el Dios de la humanidad que abandona a su campeón Jesús?
Esas mismas son las palabras que Marcos pone en boca de Jesús: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has
abandonado?” (15,32).

el desamparado es libre en su desamparo por la fe y la solidaridad

Estas palabras ¿son la confesión de un fracasado? Son por el contrario la suprema expresión del Hijo. Si
Jesús hubiera muerto lamentando el abandono de Dios, es que habría renunciado a definirse como Hijo; pero
al dirigirse al propio Dios preguntándole por su abandono sentido, se está religando a él como Hijo y
expresando a la vez la confianza de que, más allá del abandono sentido, Dios lo oye y sigue siendo su Padre.
Por eso las palabras que pone Lucas en labios de Jesús al expirar: “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu” (23,46), son la interpretación fidedigna de la pregunta y el grito que pone Marcos, con tal que
interpretemos a Lucas desde Marcos, es decir que comprendamos que Jesús muere arrojándose en las manos
de un Dios que siente que no está. Si, más allá de su sensación de abandono, Jesús cree que está en manos de
su Padre, es que él se consuma como un hombre de fe. Así en la cruz se consuma la libertad de Dios respecto
de Jesús y la libertad de Jesús respecto de Dios. Su relación mutua es en el Espíritu; y donde hay Espíritu hay
libertad (2Cor 3,17).
Es decir que, si no nos escandalizamos de la cruz de Jesús y nos atrevemos a mirarla de frente,
llegaremos a comprender que la pasión de Jesús es su suprema realización, que lo que aparece como derrota
es su suprema victoria. Fue libre respecto del abandono sentido, y muriendo en la fe, se realizó como libre.
Así lo ve en profundidad la carta a los Hebreos: “como los suyos tienen todos la misma carne y sangre,
también él asumió una como la de ellos para con su muerte reducir a la impotencia al que tenía dominio sobre
la muerte, es decir al diablo, y liberar a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como
esclavos” (2,14-15). ¿Cómo vence Jesús a las fuerzas que esclavizan a los seres humanos con la amenaza de
la muerte? Desde la debilidad de su carne, desde su tristeza mortal y su terror, encarando estas emociones
devastadoras sin sucumbir a ellas porque su corazón estaba fijo en la solidaridad con sus hermanos y en la fe
en su Padre. Con esto reveló que estas fuerzas no son lo último, que no son absolutas, que el corazón que vive

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de fe y es solidario es más fuerte que ellas, ya que ellas pueden quitar la vida pero no la confianza en Dios ni
el lazo de misericordia que lo une a sus hermanos. Esta religación con Dios y los seres humanos es más
profunda que todos los dolores y temores. Por esta religación que lo constituye hasta definirlo Jesús no se
enclaustrará en su desolación, en su sensación de morir abandonado, no morirá como un individuo derrotado
y solo sino que morirá como había vivido: en Dios y por nosotros. Así Jesús en la cruz, si nos atrevemos a
sostener la mirada en él, nos dice: “no teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (Mt
10,28). Nadie les puede robar el corazón si ustedes mismos no lo venden. El desamparo, la tortura, la
derrota... no son lo último. No las teman. Lo único que tienen que temer es llegar a vender el alma, perder la
fe y la solidaridad, porque, si las pierden, han perdido todo, se han perdido a ustedes mismos. “¿Y de qué le
sirve al ser humano ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo? ¿qué dará a cambio para recobrarse?” (Mc
8,36-37).
Así pues, Jesús en la cruz atrae a todo el que se atreve a mirarlo con fe porque en ella demostró la fuerza
invencible que late en la debilidad humana. Llevamos un tesoro invalorable en estos vasos de barro, y estos
vasos no se quebrarán y conservaremos el tesoro, si no nos asustamos de nuestra fragilidad, si no nos
enfeudamos para paliarla a las fuerzas deshumanizadoras o pretendemos acorazarnos con sus mismas armas
para no sucumbir a ellas. La fe en Dios y la solidaridad se realizan en la debilidad de la condición humana.
No tenemos por qué pretender ser dioses, es decir lo que nosotros creemos que es ser dios: omnipotentes e
invulnerables. La solidaridad y la fe se realizan en la carne. Es cierto que la carne es vulnerable, pero también
a través de ella sentimos simpatía y misericordia, amamos y recibimos amor; y precisamente desde ella nos
realizamos como seres de fe. Desde la cruz Jesús atrae porque demuestra la inutilidad del poder y su fracaso:
no sirve para quebrar al que se afinca en Dios con fe y en la solidaridad con sus hermanos.
Éste es el presupuesto de la cita que comentamos del cuarto evangelio. Para Juan es en la humillación y
debilidad de la cruz donde reluce la gloria de Jesús y la gloria de Dios en él. Por eso el que tenga ojos para
mirar al que atravesaron (Jn 19,37; Za 10,10) y comprender su misterio, descubrirá en su pasión el modo
extremo de su entrega, la realización suprema de sus potencialidades humanas, que consisten en dar la vida
para la vida del mundo desde el centro de su libertad (Jn 10,18). Así vivió Jesús su muerte.

LA NOVEDAD DE LA RESURRECCIÓN

el que se consuma como solidario y fiel es constituido Señor

Pero la muerte no es el final de Jesús. Así como en el bautismo Dios acepta a Jesús–pueblo que pide
perdón y lo proclama su Hijo y le confía la misión de ser alianza del pueblo y de todas las naciones, así en la
hora suprema de su muerte desolada y atroz también acepta la ofrenda de su vida como reconciliación con la
humanidad (2Cor 5,19). La resurrección es la certificación de la aceptación de Dios: Dios recrea a Jesús con
su propia vida y le confía la misión de atraer a todos hacia él para que lleguen a participar de su existencia
resucitada.
La resurrección revela que el camino de Jesús no conduce a un callejón sin salida sino que esa vida
cualitativa, hermosísima pero desarmada, no es una pasión inútil sino que por el contrario es tan cualitativa
que no queda anulada por la muerte sino que es semilla de vida eterna. Lo que aparece como debilidad
porque no se impone ni resiste al mal con la violencia, se revela por fin como más fuerte que la fuerza de los
que se imponen y matan, aunque se deshumanizan y finalmente mueren y se acaban en su esterilidad. Juan,
que mira la vida de Jesús a la luz de la resurrección, la ve transida de la gloria de Dios, pero una gloria que
desde el punto de vista de los dominadores de este mundo y de los que se rigen con sus criterios aparece
como ignominia. Sólo a la luz de la resurrección comprenderán cabalmente sus discípulos sus signos como
signos de esa vida entregada que da vida eterna. Así pues la resurrección revela y convalida la vida de Jesús
como una vida paradigmática, como el ser humano por excelencia, más aún, como el parámetro de
humanidad.
Pero sobre todo, la resurrección constituye a Jesús como Señor, es decir como arquetipo, como principio
de vida eterna. Lo que irradia en Jesús es el peso de su ser que no es un peso inerte, sino su dinamismo de
persona que llegó hasta la consumación, sus energías creadoras y liberadoras, la fuerza de su amor. Ahora

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bien, Jesús irradia porque está vivo. No redivivo, no devuelto a esta existencia y a este mundo, sino recreado
por Dios con su propia vida. Éste es el cambio cualitativo de la resurrección. Quien atrae es el mismo Jesús
de Nazaret; pero ahora transformado, lleno de la gloria de Hijo único del Padre: lleno de amor y de fidelidad,
de gracia y de verdad (Jn 1,14).
Así Jesús resucitado es capaz de atraer personalmente a cada ser humano y a la humanidad como un todo
e incluso a toda la creación y a cada uno de los seres. Jesús en su nuevo modo de existir tiene una relación
actual con toda la creación y con todo ser humano, conmigo, con nosotros. Por eso dirigirnos a él no es una
ficción piadosa, ni dirigirnos a él con un acto de interlocución (lo que llamamos oración) ni dirigirnos a él
vitalmente, es decir vivir caminando al encuentro con él. Pero nuestra relación con él es siempre respuesta a
su atracción.
Dos textos neotestamentarios pueden servir de expresión cabal de la novedad del Señor resucitado.
Pablo en la carta a los Romanos anuncia el evangelio de Jesucristo, Señor nuestro, “que por línea carnal nació
del linaje de David y por el Espíritu santificador fue constituido Hijo de Dios en plena fuerza por su
resurrección de la muerte” (1,2-4). Y en el final de Mateo se estampan estas palabras en boca del resucitado:
“se me ha dado todo el poder en el cielo y en la tierra. Vayan y hagan discípulos (...) y sepan que yo estoy
con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (28,19-20). Ambos textos subrayan el poder omnímodo
que recibe Jesús en la resurrección. ¿Hay que entenderlo como que en su vida mortal actuó con debilidad,
digamos por las buenas, perdonando y proponiendo, y que ahora va a actuar por las buenas o por las malas, es
decir imponiéndose si hace falta, obligando, venciendo e incluso matando a los opositores recalcitrantes? Si
así fuera, la nueva existencia de Jesús sería no la escatologización sino la negación de su existencia mortal.
Pero Jesús no tiene un tipo de poder que antes no tuvo. Su fuerza sigue siendo la irradiación de su ser. Su
humanidad irradia no sólo por su prestancia (un ser tan genuina y excelentemente humano como sólo el Hijo
de Dios podía serlo) sino porque no es un ser en sí y para sí sino completamente referido a Dios y a nosotros.
Su prestancia no es distinta de la densidad y calidad de su relacionalidad, de su transitividad. Está lleno de
fidelidad misericordiosa, lo suyo es puro amor en la verdad (Jn 1,14). Él sólo puede vencer al mal a fuerza de
bien. Es lo que hizo en su vida que culminó en su muerte. Eso y no otra cosa es lo que Dios consagra al
resucitarlo.

el Señor Jesús tiene una relación actual con cada ser humano y con toda la humanidad

¿Dónde está, pues, la diferencia? La diferencia está en su corporalidad, entendida no como la contraparte
del alma, sino como la expresividad del espíritu humano. En este sentido nosotros no tenemos cuerpo sino
que somos corporales. Por el cuerpo nos comunicamos tanto con Dios como con los demás seres humanos y
por el cuerpo somos de la tierra. Pues bien, el cuerpo mortal de Jesús era, como es el de nosotros, un cuerpo
animal, aunque humanizado: un cuerpo débil, limitado, delicuescente, corruptible. De todos modos ese
cuerpo fue revelación absoluta de Dios: a través de él Dios se hacía presente, y la gente que se abría al
acontecimiento que suscitaba su presencia sentía la admiración y el estremecimiento de la presencia de Dios.
Más precisamente aún, a través de ese cuerpo de carne pudo revelar Jesús al Padre de tal modo que el cuarto
evangelio puso en su boca estas palabras que suenan tan desmesuradas: “quien me ve a mí está viendo al
Padre” (14,9). Ese cuerpo de carne pudo tener una ductibilidad tan absoluta respecto del obrar de Dios, pudo
servir de cauce tan adecuado a su misión, que se pudo poner en su boca estas palabras tan retadoras que
sonaban a blasfemia: “el Padre y yo somos uno” (Jn 10,20).
La diferencia es que el cuerpo resucitado de Jesús no es ya un cuerpo que necesite recibir vida, un
cuerpo dependiente, débil y limitado, no es ya un ser de necesidades, mortal y corruptible. Es un cuerpo que
puede contener la propia vida de Dios, un cuerpo que es ya puro vehículo del espíritu, puro vínculo de
comunicación y comunión sin las limitaciones de antes. Jesús resucitado es lo que era: ese ser de Dios y para
nosotros, ese ser verdadero y entregado; pero sin las limitaciones de la carne, aunque con la misma
sensibilidad del cuerpo, pero repotenciado, portador de todas las virtualidades de Dios.
Por eso quien atrae es el mismo Jesús de Nazaret, pero sin las limitaciones de antaño: que si hablaba con
uno no podía atender a la vez a otro, que si estaba en un lugar, no podía estar a la vez en otro, que no podía
escuchar ni distinguir a la distancia, que tenía una capacidad limitada de atención, que se cansaba... Ahora sí

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puede ser completamente para los demás, para cada uno y para todos, sin perder por eso la reciprocidad de
antaño.

sólo por la fe nos relacionamos temáticamente con Jesús

Pero Jesús no se relaciona hoy con cada uno del mismo modo que antes se relacionaba con aquéllos con
los que entablaba un contacto personalizador. Hay una diferencia que es preciso enfatizar. Él “no está aquí”
(Mc 16,6), no es un ser de nuestro mundo. Insistimos en que él puede relacionarse y de hecho se relaciona
con cada uno. Pero si el cuerpo es el vehículo de relación personal ¿cómo será posible entablar la relación, si
lo que se da es la ausencia?
Es cierto que no conocemos y ni siquiera vislumbramos las posibilidades del cuerpo resucitado; sin
embargo cualesquiera que ellas sean no creo que nos sea lícito entenderlas de manera que relativicen
sustancialmente el dato de que Jesús no está. Los corintios pretendieron anular la distancia con el entusiasmo,
una presencia del Espíritu que llegaba a la pretensión de que podían dejar atrás incluso a Jesús. Frente a ese
entusiasmo asienta Pablo que nosotros hemos resucitado en Cristo, en el sentido de que Jesús de Nazaret
resucitó como Hermano nuestro, pero que todavía no hemos resucitado con él, y que para resucitar con él
tenemos antes que padecer y morir con él. Vivimos, como recalca a los romanos, del amor del Mesías, que,
estando nosotros sin fuerzas, más aún, siendo pecadores y por tanto enemigos de Dios y suyos, murió por
nosotros. Él murió por todos para que vivamos para él, para que vivamos su vida. Ahora, pues, vivimos de la
fe en él, creyendo en ese amor suyo triunfante, es decir admitiendo ese amor en nosotros como principio de
nuestra vida.
Mientras Jesús estaba aquí se lo podía seguir con fe o sin fe y de todos modos se lo seguía físicamente,
acompañándolo en su existencia itinerante o recibiéndolo cuando pasaba por la ciudad donde vivía el
discípulo; se lo seguía perteneciendo a su grupo, asumiendo sus propuestas, ligándose a él como Maestro y
Señor, o espiándolo y acechándolo como enemigo. Él era una referencia física y, dadas las dimensiones de
Palestina, próxima. Se lo podía ver con frecuencia, se tenían a diario noticias suyas, se hablaba de él. Era para
el discípulo la persona más importante de su país y de su tiempo, la persona más importante del mundo. Este
Jesús fue asesinado y desde entonces no está aquí, no es posible seguirse relacionando con él de ese modo.
Nosotros creemos que Dios lo resucitó y lo proclamó Señor de cielos y tierra. Nosotros nos sentimos
atraídos por él. Pero ya sólo por la fe podemos hacernos cargo de la relación que él mantiene con nosotros y
relacionarnos a nuestra vez con él.
Toda relación personal es una relación en la fe. Pero es distinta la fe a través de signos corporales que la
fe desde la ausencia. Es cierto que Jesús, además de la inmediación que tiene respecto de cada uno por estar
en Dios y participar de su modo de existir, se hace presente a nosotros a través de sacramentos: los pobres, la
comunidad de discípulos, los evangelios (y analógicamente toda la Biblia) y la eucaristía. Pero ésa es
presencia en la ausencia; presencia real, pero en la ausencia real. Si está en esas cuatro realidades, es que no
está en él mismo sino en ellas. En ellas está realmente porque no está realmente en él mismo. Por eso en la
vida eterna no habrá sacramentos porque estará él presente a cada quien y a todos de modo inmediato.
Así pues tenemos que distinguir su relación resucitada con nosotros de nuestra relación con él. Él sí se
relaciona con nosotros de modo real e inmediato. En cambio nuestra relación con él, también real, lo es sin
embargo sólo en la fe. Él nos atrae realmente, nos percatemos o no, y podemos movernos hacia él, sabiéndolo
o sin saberlo. Pero nuestra relación temática con él sólo puede darse como respuesta obediente a la Palabra
que nos anuncia su presencia resucitada.

Jesús nos atrae desde el futuro de Dios, que, por él, es nuestro futuro

¿Cómo nos atrae Jesús resucitado? Si ya la suya no es una presencia en el mundo, nos atrae como una
presencia que va delante de nosotros, que mueve desde el futuro del mundo; más aún, como futuro para el
mundo, como el futuro de la humanidad. En el designio creador de Dios la historia humana y en ella la
evolución creadora tiene una direccionalidad, un destino. El destino último es que Dios sea todo en todo; no
que Dios absorba todo en su realidad sino que su presencia en cada uno de los seres y en el universo de ellos

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como tal sea tan densa e inmediata que no haya nada en ellos que no le corresponda, que no esté transido de
su gloria. Su presencia no anula a los seres sino que por el contrario les da de algún modo su misma densidad
y los introduce en él mismo; pero los liga tan profundamente a sí que no queda nada de ellos fuera de esta
relación, que es lo mismo que decir fuera de sí, aunque dentro de sí no se confundan de ningún modo con él
sino que son realmente distintos, infinitamente distintos, de tal manera que la unión no es identidad sino
comunión. Pues bien, el Señor Jesús es el ser humano que, llevándonos a todos y a cada uno como Hermano
universal, ha entrado ya en Dios, y Dios es ya todo en él. Jesús es el puente por el que entremos al corazón de
Dios. Lo es porque también es el puente por el que Dios llega a nosotros. Jesús es así el pontífice, el
mediador. La resurrección significa que Dios lo ha constituido mediador universal. Como en él estaba Dios
reconciliando al mundo consigo, más aún revelándose como Padre cuando él se hermanaba con nosotros, al
ser introducido por la resurrección en la misma realidad de Dios, en él hemos sido introducidos nosotros ya
que él nos lleva en sí. La atracción de Jesús resucitado es así ese dinamismo introducido en la realidad
histórica como punta de lanza de la evolución creadora, tendente a introducirnos a todos como hijos en Dios.

Los evangelios ponen en boca de Jesús expresiones muy atrevidas referentes a la relación de la historia
sagrada de Israel con él. Dice el cuarto evangelio que “Moisés escribió de mí”; por eso “si ustedes creyeran a
Moisés me creerían a mí” (5,46). Y todavía más incisivamente: “su padre Abraham se regocijó pensando en
ver mi día; lo vio y se alegró” (Jn 8,56). No parece que habría que interpretar estos textos en el sentido de que
Moisés o Abraham tuvieran presciencia y clarividencia y hubieran visto a Jesús. Ellos no previeron a Jesús en
persona, sino que aquello que ellos anunciaron y esperaron, las promesas de Dios, se referían realmente a
Jesús porque él fue en efecto el que las cumplió. Abraham creyó tan vivamente la promesa de Dios y vivió de
tal modo atraído e iluminado por ella, que puede decirse con verdad que la veía. Como dice la carta a los
Hebreos de los que vivieron de esperanza en las promesas de Dios: murieron “viéndolas y saludándolas desde
lejos” (11,13). En este sentido el AT se dirigía realmente a Jesús, aunque como el cumplimiento de las
promesas de Dios es siempre sorprendente, muchos no lo reconocieron. Jesús vino a dar cumplimiento a la
ley y a los profetas (Mt 5,17). Lo que los celosos cumplidores de la ley interpretaron como desobediencia, era
en realidad consumación y así superación. Porque “todos los profetas, lo mismo que la ley, hasta Juan, fueron
profecía” (Mt 11,13). Jesús fue la realidad de aquello a lo que ellos tendían. Es lo que afirma Pablo al decir
que Jesús es el sí de Dios “pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él” (2Cor 1,20). Por
eso para Pablo leer las Escrituras sin percatarse de que convergen en Cristo es leerlas con un velo; cuando se
leen a partir de Jesús, ese velo se descorre y se puede percibir el hilo conductor que las da sentido y la gloria
de Dios en ellas” (2Cor 3,14-16).
Pues bien, así como la revelación de Dios a Israel tendía secretamente a Jesús, del mismo modo tiende a
él la historia de la humanidad. Pero hay una diferencia: en el caso de Israel Dios motoriza esa historia, la abre
incesantemente, la salva y relanza, con el dinamismo de las promesas. Esas promesas hallan su cumplimiento
sorprendente en un ser humano, que es Jesús de Nazaret. Así pues esa historia culmina en Jesús en cuanto él
es el cumplimiento de las promesas. En el caso de la humanidad es un ser humano histórico el que,
habiéndose consumando como Hijo de Dios y como Hermano universal, ha sido recreado por Dios con su
misma gloria y constituido por él como Señor de cielos y tierra, es decir como la puerta por la que todos los
seres humanos entramos en la comunidad divina y nos consumamos como humanos, como el puente por el
que llegamos a Dios, a los demás y a lo mejor de nosotros mismos, como el imán que desde el futuro de Dios
dinamiza a la humanidad para que liberándose de sus demonios y trascendiéndose pueda consumarse en él.
En suma, Jesús de Nazaret nos atrae desde el futuro de Dios que desde él es nuestro futuro.
Esta atracción desde el futuro de Dios encuentra su correspondencia en el dinamismo del Espíritu que él
nos envía desde el Padre como Espíritu suyo. Este dinamismo es tan trascendente como la atracción desde el
futuro de Dios; pero la trascendencia del Espíritu se realiza desde la inmanencia: él nos mueve desde más
adentro que lo íntimo nuestro. De este modo el seguimiento de Jesús que atrae desde el futuro de Dios puede
ser vivido como nuestra realización más genuina y personalizadora, como existencia auténtica.

novedad epocal del viviente Jesús de Nazaret

15
Así pues Dios, que es nuestro creador y el tú trascendente de nuestra historia, es también y sobre todo el
que va delante de nosotros. Jesús nos atrae desde el futuro de Dios, nos atrae para introducirnos con él en ese
futuro, porque en Jesús ese futuro de Dios es también nuestro futuro. Esto es lo que significa que Dios ha
constituido a Jesús como Señor. El señorío de Jesús es dinámico: va haciéndose efectivamente Señor de la
humanidad a medida que la humanidad, atraída por él, camina en esa dirección . Así Jesús es camino, otro
modo de nombrar su condición de paradigma.
En este sentido tenemos que afirmar que el Señor Jesús está todavía abierto, tiene futuro, todavía no ha
llegado a ser aquello que está destinado a ser, aquello que ya es. No está abierto como nosotros, que podemos
desdecirnos y cambiar de camino, que podemos dar fruto perdurable o fracasar y perecer. Él ya ha sido
recibido por Dios, que lo recreó de la muerte y lo hizo participar de su mismo modo de existir. Pero como es
nuestro Hermano y como por serlo y para que lo sea ha sido constituido por Dios como nuestro Señor,
todavía le queda acabar de cumplir esta tarea (que es su misión de Señor) de proponérsenos como camino y
de encaminarnos a través de él hacia nuestra salvación y plenificación humana, hacia la vida eterna.
Jesús de Nazaret es el mismo ayer, hoy y siempre (Hbr 13,8), es decir que los contenidos analíticos de
Jesús como paradigma actual son los mismos que los de Jesús de Nazaret en su vida mortal y serán los
mismos que los de Jesús en la vida eterna. Pero hay también una diferencia: al proponerse como camino hoy,
esos contenidos no pueden proponerse de modo arqueológico sino que tienen que proponerse hoy de nuevo,
es decir tienen que ser dichos en el hoy de la historia, que no es el ayer de Palestina hace dos mil años. Eso
significa que Jesús, paradigma actual, tiene que ser equivalente a Jesús en su vida mortal. No me refiero sólo
a que los evangelizadores lo propongan así; me refiero antes que nada a que él, como se relaciona realmente
con nuestro hoy, se presenta no sólo desde el pasado, como recuerdo fidedigno, sino como futuro que irrumpe
en nuestra historia conservando su trascendencia, sin ser un elemento de ella, sin estar aquí. En este sentido
preciso él, para relacionarse realmente con cada hoy de la historia, se hace de algún modo coetáneo de cada
época. Ese semblante de Jesús en cada hoy de la historia corresponde a su realidad más genuina y por eso
revela algo de él en cierto modo inédito, aunque en correspondencia con lo revelado en otras épocas y con lo
que los evangelios nos trasmiten de su existencia terrena desvelada a la luz de la Pascua. Pero no sólo eso,
también nuestra relación con él, como respuesta a su relación con nosotros, lo afecta, puesto que la relación
es mutua. Y así ese Jesús del trascurso de la historia es sin duda el mismo Jesús de Nazaret; pero, puesto que
su realidad es aún abierta en el sentido explicado, siempre se presenta de modo novedoso, incluso
sorprendente, para mantener una relación con nosotros equivalente a la que mantuvo con su contemporáneos.
Así puede ser percibido como paradigma por cada época y cada cultura. La relación no es, pues,
arqueológica, es decir con un ser confinado al pasado, sino una relación presente con un ser que vivió hace
dos mil años en Palestina y que irrumpe hoy vivo en nuestro presente desde el futuro de Dios. Aunque no
independientemente del pasado, ya que quien atrae sigue siendo Jesús de Nazaret. Por eso los evangelios sólo
cuando se acabe la historia serán sobrepasados. Mientras tanto lo que son es actualizados ya que la identidad
de Jesús no es proteica ni tampoco está fosilizada. No es proteica porque lo que Dios resucitó es esa vida
concreta y única de Jesús que culminó en su muerte; es decir lo trascendente de su biografía, lo concreto, no
lo meramente particular y anecdótico. Pero tampoco está fosilizada porque Jesús sigue viviendo, ahora no ya
su existencia mortal, peregrina, sino la pura actualidad de Dios.
Esta manera de entender el carácter novedoso con el que Jesús de Nazaret se presenta en cada época nos
impide asimilarlo a una mera adecuación adaptativa a la dirección dominante y a sus parámetros culturales.
Ese Jesús, proyección sublimada de los perfiles humanos de una época y de sus valores establecidos, es mera
elaboración cultural, aunque sea sacralizada, y no presencia del Resucitado desde el futuro de Dios. Pero por
otro lado esa trascendencia no puede presentarse de un modo tan ajeno a la gramática religiosa, axiológica y
antropológica de esa época que no pueda ser reconocido por ella y menos aún asumido como evangelio.
Insistimos en que el semblante de Jesús en cada época suele ser sorprendente y en cierto modo paradójico e
incluso hasta escandaloso, pero también tiene que responder a interrogantes y anhelos profundos, incluso a
realidades positivas, aunque el modo de responder y asumir asombre.

JESUCRISTO REINA DESDE EL MADERO

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Hemos asentado que Jesús está abierto porque se relaciona de un modo real y mutuo con cada hoy de la
historia. En este sentido está aún en la historia, es un ser histórico. No está como un ser mundano; pero está
en cuanto que actúa en ella desde el futuro de Dios. No actúa interrumpiendo la causalidad de los seres
mundanos. Actúa sólo atrayendo y en este sentido dirigiendo la historia, en cuanto libremente ella se deja
atraer, escucha su voz y camina en pos de él. En este sentido es un ser histórico, aunque su atracción no
pueda ser detectada objetualmente sino sólo por su efectos en los que la aceptan y viven desde la fe.
Pero Jesús tiene futuro de modo más radical todavía porque, si él es el sí de Dios, todavía ese sí no se ha
acabado de decir, aún no se han acabado de cumplir las promesas que Dios determinó que se cumplieran en
él. Es cierto que Dios ya nos reconcilió consigo por medio de él y que ya tenemos por él su Espíritu de hijos.
Pero también es claro que todavía Dios no es todo en todo; que no acaba de santificar su nombre a través de
los que lo llevamos porque todavía no somos sacramento de salvación, no reluce aún en nosotros la condición
fraterna de los hijos de Dios. Más bien parecería que tiene más vigencia la ley de que cada quien mire sólo
por sí y los suyos, empleando todos sus recursos en prevalecer sobre los demás. ¿Podemos decir siquiera que
hay salvación, aunque todavía no se haya consumado? Si no apartamos los ojos de la exclusión que margina a
la mayoría de la humanidad en un momento en que es técnicamente posible una vida digna para todos ¿cómo
podemos decir que sí hay un clima de humanidad, aunque todavía tiene que perfeccionarse? ¿No tendremos
que decir más bien que la dirección prevalente expresa un rechazo de este plan de Dios, aunque Dios está
como vida en aquéllos a los que se niega la vida, como estuvo en el rechazado Jesús de Nazaret, y en los que
se solidarizan con ellos de cualquier modo que sea?
Desde esta perspectiva quien como nosotros siga sosteniendo que Jesús es paradigma absoluto de
humanidad tiene que reconocer que no parece asegurado el futuro de la humanidad, ni en el sentido
cualitativo en el que lo hemos venido usando ni en el sentido material de la especie humana. Que es lo mismo
que decir que no aparece nada claro que Jesús sea Señor de la historia y en ella de la creación; lo que equivale
a afirmar que no es nada claro que Jesús haya sido resucitado, si decir resurrección entraña decir constitución
como Señor.
Si el paradigma de Jesús no tiene vigencia, se dificulta enormemente su percepción ya que parece muy
duro afirmar que ser verdaderamente humano no es lo que más se estila ni valora en la humanidad y en
concreto en la figura histórica hegemónica que es el occidente mundializado. Por eso la figura de Jesús se
presenta en la sección de artículos religiosos del gran bazar cultural como una de tantas ofertas. A nivel de
constatación empírica postular a Jesús como paradigma absoluto de humanidad no pasa de ser una de tantas
propuestas. Ni una quinta parte de la población mundial la acepta en principio y dentro de este grupo serían
muchos menos los que se esfuerzan en hacerla verdad: los que viven efectivamente en este horizonte y tratan
resueltamente de caminar hacia él.
Podría argüirse que la aceptación multitudinaria no es criterio de verdad. Podría ocurrir que Jesús fuera
el paradigma de humanidad y muchos seres humanos, al no transitar por esa senda estrecha (Mt 7,13-14), no
llegaran a realizarse como humanos, serían poco humanos o se deshumanizarían. Si aceptamos que hay
actitudes y modos de vivir que humanizan en tanto otros deshumanizan, tenemos que admitir que en la
situación actual impera la inhumanidad, porque ¿a qué sino a inhumanidad puede atribuirse el fenómeno de la
polarización creciente entre el tercio cada vez más rico de la humanidad y las dos terceras partes cada vez
más depauperadas? ¿No es cierto que si siguiéramos a Jesús de Nazaret como paradigma de humanidad esa
brecha se iría cerrando y los ricos encontrarían su alegría en emplear su creatividad en modificar las reglas de
juego de manera que la emulación de la competencia pudiera componerse con la colaboración simbiótica?
Este razonamiento sería correcto si la noción de paradigma aplicado a Jesús equivaliera a un modelo
objetivado, a un estilo de ser humano. En este modo de entender el paradigma, Jesús lo seguiría siendo, se
aceptara o no, ya que la no aceptación, con su secuela de deshumanización, validaría la propuesta. Pero para
nosotros el paradigma es el arquetipo, es decir el que efectivamente humaniza. Y entonces cambia la cosa.
Jesús sólo es Señor en cuanto hay gente que escucha su voz, que, atraído por él, lo sigue (Jn 18,37; 10,3-4.14-
16). Él no es Señor ni en principio ni a la fuerza sino al dar vida y comunicar humanidad. Entonces, si Jesús
como propuesta humana es rechazado ¿es Señor? ¿O es que podemos decir, en el sentido en que lo venimos
entendiendo, que toda rodilla se ha doblado ante Jesús y toda lengua lo ha confesado como Señor (cf Fil 2,10-
11)? Entonces ¿es verdad que Dios lo ha sobreexaltado?

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La respuesta tiene dos aspectos. El primero es que actualmente sí hay muchos que siguen humilde y
alegremente el paradigma de Jesús, aunque, como Pablo dice de sí, sin haberlo alcanzado todavía (Fil 3,12-
14). Jesús es seguido tendencialmente, aun en medio de inconsecuencias y pecados que, al ser vividos como
tales, no apartan del horizonte. Jesús es paradigma real, incluso de muchos que no conocen su nombre, pero
se dejan atraer por él y correspondientemente obedecen al impulso del Espíritu que sopla desde más adentro
que lo íntimo de cada uno y lleva a que cada uno desde su propia realidad se configure como otro Cristo,
tome la forma de Cristo. El vidente del Apocalipsis vio una multitud innumerable que acompañaba al
Cordero (7,9). Yo también creo que son innumerables los que hoy lo siguen; abrigo el convencimiento de que
son la mayoría de la humanidad. En este sentido hay que decir que Jesús siempre ha tenido, tiene y tendrá
seguidores.
Pero nuestra esperanza va más allá. Esperamos que su atracción desde el futuro de Dios y el movimiento
interior del Espíritu mostrarán su condición señorial al vencer no sobre nosotros sino en nosotros. Esa
atracción y ese impulso son señoriales porque tienen virtualidad no para imponerse pero sí para liberar
nuestra libertad para que secunde la atracción de Jesús y la moción de su Espíritu. Ésa es nuestra esperanza
respecto de nosotros mismos y respecto de la humanidad como conjunto. En este sentido preciso el señorío de
Jesús está ejercitándose, pero aún no se ve su condición de señorío, es decir su capacidad de triunfar en
nosotros, de manera que acabemos siendo plenamente humanos. Desde este punto de vista no se ve todavía
que Jesús sea paradigma absoluto.
Esto significa, como lo expusimos, que la condición que detenta Jesús de paradigma absoluto sólo por la
fe puede ser reconocida temáticamente. Y quien lo reconoce por la fe lo confiesa en esperanza y de cara a los
demás lo vive como una apuesta.

Así pues el problema no estriba principalmente en que, como Jesús es Señor de la historia, no lo será
completamente hasta que la historia no se haya consumado. El problema llega a hacerse misterio porque
sigue pasando que Jesús viene a los suyos desde el futuro de Dios y los suyos, como en su vida mortal, no lo
reciben, lo rechazan, prefieren las tinieblas a la luz para que no se ponga en evidencia que sus obras son
malas.
El problema no estriba en que haya diversos paradigmas más o menos humanos. El problema es que se
proponen, se publicitan persistentemente y casi se imponen paradigmas inhumanos. Hoy el paradigma del
tener ilimitadamente de un modo privado campea con todo el poder y la gloria de los reinos de este mundo.
Este modo de vivir es celebrado por todos los medios como el más digno de ser vivido: el de los seres
superiores que son capaces de llegar hasta allá y de mantenerse, sorteando el vértigo de los abismos y los
constantes peligros de las cumbres, mirando de frente y sin pestañear al sol, conociendo el bien y el mal y
probando el árbol de la vida. Ellos trabajan en torres de babel, toman decisiones que afectan a millones de
personas y disfrutan en paraísos. Su vida se presenta tan fascinante que se expone constantemente a la
contemplación para que millones de personas puedan vivir de sus reflejos.
Pero hay más, este paradigma puede ser participado. Más aún, debe ser participado en una medida mayor
o menor por todas las personas que se atrevan a vivir verdaderamente. También en tiempos de Jesús el
emperador y los grandes magnates eran asimilados a los dioses y vivían esplendorosa, arriesgada y
desmedidamente. Y había también una red piramidal de patronazgos que diseminaban y enlazaban el modelo
por todo el imperio. Pero hoy, según los ideólogos del sistema, se propone un mecanismo enteramente
objetivo y descontaminado de arbitrariedades, de particularidades que funcionan como privilegio. Hoy no
cuenta la sangre ni la raza ni la profesión ni la religión. Hoy, se dice, la competencia es limpia: quien ofrece
al mercado lo que la gente prefiere con las mayores garantías y al mejor precio, ése es el que triunfa. Todos
están invitados al juego, todos pueden apostar. Pero también, todos tienen que entrar en el juego en alguna
medida. si quieren obtener recursos para satisfacer sus preferencias, e incluso para poder simplemente vivir.
Ya nadie pensiona a nadie. El que no juega no vive. Cada quien tiene que mirar por sí. El otro es un potencial
cliente o un competidor. En el mercado sólo existe el interés privado. En primer lugar, el interés propio, que
es el motor de todo el sistema. Pero el secreto del mercado es que sólo puedo llegar a satisfacer mi interés si
logro satisfacer el interés de los clientes que me proporcionan los recursos para satisfacer yo el mío. Todo es
susceptible de ser vendido, todo lo que alguien apetezca y esté dispuesto a pagar.

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Lejos de mí satanizar al mercado. Es cierto que, en su esfera y atenido a sus límites, es el modo más
limpio de relacionarse. Pero, dejado a sí mismo, se acaba la competencia y se impone el poder. Y, extendido
a todos los ámbitos de la existencia, significa el fin de entidades públicas y la absolutización del individuo
como arquetipo para sí mismo. No hay ningún paradigma, ningún parámetro. Ni siquiera se reconoce la
pertenencia al fylum y a la tierra. Yo me doy a mí mismo la vida que quiero y puedo darme, y a nadie pido ni
agradezco. Cuando me relaciono es porque quiero, para lo que quiero y mientras lo siga queriendo. Nada vele
ni deja de valer, nada es bueno ni malo. Sólo existen elecciones aleatorias en base a preferencias. En este
esquema cada quien puede hacer todo aquello que tiene poder para hacer. Lo hará o no según sus
conveniencias, aunque ateniéndose siempre a sus consecuencias, aunque con frecuencia éstas se presentan
como aleatorias, sobre todo cuando tocan a terceros.
Tenemos que preguntarnos si Jesús atrae más que este paradigma. Éste es hoy el Príncipe de este mundo.
En los evangelios la pasión de Jesús se presenta como la hora en que mandan las tinieblas (Lc 22,53). “Llega
el Príncipe de este mundo, pero nada puede contra mí” (Jn14,30). Puede tanto que lo va a matar. Pero es
impotente para quebrarlo, no logra que Jesús, para evadir la muerte pacte con él, o que muera vencido por el
miedo y la tristeza. Por eso, al condenar a Jesús, él mismo es condenado (Jn 16,11), fracasa. Por eso, desde el
ángulo complementario al de Lucas, puede resumir Juan lo que se juega en la pasión diciendo: “ahora el
Príncipe de este mundo será derrocado” (12,31).
¿En qué quedamos? ¿Jesús vence o es vencido? ¿Jesús es hoy el vencedor o el vencido? Jesús sigue
reinando desde el madero. Desde él atrae a todos. O dicho de otro modo, el Resucitado es el Crucificado, no
es otro que el Crucificado.
Esto significa que el paradigma dominante se publicita, fascina, se impone, en tanto que Jesús sólo atrae;
y esto desde este modelo reinante no puede verse sino como debilidad. Más aún, Jesús no se absolutiza como
sujeto, no busca su gloria ni ser servido. Él sigue cargando con las consecuencias de ese modo irresponsable
de vivir la mayoría de edad que da la técnica. Él sigue cargando con los que por endiosarse se deshumanizan.
Eso no es percibido por ellos como la medida de su amor sino como una intromisión, como una especie de
deformación profesional, como una necedad ya que ellos no se lo han pedido ni ven en qué puede
aprovecharlos. Así Jesús sigue atrayendo desde el madero, desde su pasión real. Pero no sólo sufre la pasión
que le causan quienes por absolutizarse a sí mismos causan incesantes víctimas y no lo reconocen. Sufre
sobre todo en esas innumerables víctimas. Se identifica con ellas. Mientras haya historia y en la historia haya
víctimas, Jesús se presenta como el Cordero degollado. Está sin duda vivo y vencedor de la muerte; pero aún
sufre la muerte de las víctimas. Esta pasión desde el modo de existir de Dios es una pasión recreadora. Ya
ninguna víctima muere sola porque con ella muere el vencedor de la muerte.
Pero para reconocerlo así es preciso mirar al que atravesaron, tenemos que mirarlo con fe reconociendo
en él el pecado del mundo del que participamos y el misterio de su amor solidario, que perdona los pecados y
vence a la muerte. No tenemos ninguna imagen de Jesús resucitado. Esas falsas imágenes no son más que
proyección de la gloria de este mundo. El Resucitado se presenta hoy como lo vieron sus discípulos en la
mañana de la Pascua (Jn 20,20): como el Crucificado lleno de amor fiel. El Resucitado nos sale hoy al paso
como el Crucificado que sigue padeciendo en los crucificados, pero que ha vencido a la muerte y al pecado.
Jesús como paradigma no es objetivable ya que es inexhaurible. Los evangelios nos presentan multitud
de rasgos suyos que son difícilmente conciliables. Por eso ninguno puede aislarse y extrapolarse. Y todos
encuentran su lugar en la narratividad de su biografía. Pero no puede ignorarse que esa narratividad conduce
en cada uno de los evangelios a la Pascua, que es presentada por ellos como la consumación de Jesús. Así lo
pone el cuarto evangelio en boca del propio Jesús: “todo está cumplido. Inclinó la cabeza y entregó el
espíritu” (19,30). Y el evangelio antitriunfalista de Marcos, que se presenta programáticamente como “el
evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (1,1), sólo al fin pone en boca de un personaje, precisamente el
centurión que ha presidido la crucifixión, esta confesión a la que se dirigía todo el evangelio:
“verdaderamente que este hombre era Hijo de Dios” (15,39). El centurión cumple al pie de la letra la profecía
de Zacarías que cita Juan y que hemos venido comentando: “mirarán al que atravesaron”. Esta misma
concentración del misterio de Jesús en la Pascua es una nota característica del corpus paulino, que asienta
taxativamente: “nosotros predicamos a un Mesías crucificado” (1Cor 1,23). “Por eso (añade) me complazco
en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo”

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(2Cor 12,10). “Llevo (dice) sobre mi cuerpo las señales de Jesús” (Gal 6,17). Se refiere a “la comunión en sus
padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte” (Fil 3,11). Eso es lo que significa para Pablo
correr hacia la meta, que es encontrarse con Cristo resucitado y revestirse de su resurrección, “que es el
premio al que Dios me llama desde lo alto en el Mesías Jesús” (Fil 3,14). Esta misma concentración pascual
es patente en la carta a los Hebreos, que nos presenta al sumo sacerdote Jesús penetrando en el santuario
celeste, es decir en la propia casa de Dios, “no con la sangre de machos cabríos o de novillos sino con su
propia sangre” (9,12). En la cruz, “a gritos y con lágrimas” (5,7), “se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios”
(9,14). Y de ahí saca esta conclusión: “salgamos donde él fuera del campamento cargando con su oprobio”
(13,13).
Si apartamos los ojos del calvario de la historia o pretendemos mirar como meros espectadores,
irresponsablemente, en ningún otro sitio sentiremos la atracción del Señor Jesús. Desde el futuro de Dios
Jesús de Nazaret nos sigue atrayendo desde los crucificados, como crucificado. Él reina desde el madero. Si
no logro ver ahí al dechado de humanidad y si no me dejo atraer por ese arquetipo, nunca llegaré a poseer una
vida que pueda llamarse realmente humana. Ésta y no otra es la apuesta cristiana. Aunque desgraciadamente
no es con frecuencia la apuesta de los cristianos ni de la institución eclesiástica. Pero siempre es tiempo.

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