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PAREJAS EJEMPLARES

Daniela Hernández Gallo


ÍNDICE

Pág.

Cómo hacer de Rosa Luxemburgo 2

Lección de música 18

Escala 1:1 21

Tipos Infames 33

Ensalada de codorniz 54

Nuestra querida Lina 62

Cosido Diseño de Interiores 72

Ojo Río Rama 82

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Cómo hacer de Rosa Luxemburgo

En medio de los crujidos y los espasmos de placer, nos acostumbrábamos a la


dureza de las tablas del somier, a las franjas húmedas de la ropa y a las sábanas
que giraban con nosotras. La cama de Petra era rústica, como todos los muebles
de su casa. A veces me clavaba alguna astilla, y mientras me la sacaba, me daba
cuenta de que llevaba varias horas ahí metida. Petra me besaba intensa, parecía
intuirlo, como si no existiera nada más fuera de ese colchón viejo. Después nos
revolcábamos de nuevo.

—¿Me alcanzas un cigarrillo, Carla? Están en el primer cajón.

—Aquí tienes.

—¿Y el mechero?

Busqué de nuevo en la mesilla de noche. Cada vez que sacaba el torso de la


cama me mareaba, como cuando te levantas muy de prisa.

—No está aquí, Petra.

—Mierda, se habrá quedado en el salón. ¿Irías a por él? —Me atrajo hacia ella,
me envolvió con sus piernas y empezó a balancearme.

—No, ahora no. Un momento. —Me recosté y no insistió.

No teníamos hambre y, aunque sentíamos calor, no nos apetecía ducharnos.


Resistíamos con una garrafa de cinco litros de agua, algunas confesiones sobre
nuestra obsesión por canciones o personas que nos hacían reír, la habilidad de
nuestros labios y lenguas, y unas manos calientes, inquietas por dar placer. En
los momentos de más calor nos sentábamos en la esquina, contra la pared, a
esperar a que entrara por la ventana un poco de ese viento que levantaban los
coches al pasar.

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Petra retiró sus piernas y se apartó de mí. Empezó a buscar su camiseta. Me
miraba seria y luego revolvía y sacudía las sábanas. Me hizo sentir que sobraba.
Apoyé un pie en el suelo y entonces, con su voz cálida que envolvía hasta las
paredes, me lanzó la pregunta.

—Y con Iván, ¿cómo van las cosas?

La barba tupida de Iván se mezcló por un momento con los rizos suaves y
canosos de Petra. De repente todo me empezó a dar vueltas. Petra tenía puesta
la camiseta blanca y sujetó con firmeza mi rodilla al colchón. Me miraba
concentrada, como quien se detiene a observar un cuadro, a buscar esos detalles
que permiten penetrar en él.

—Sabes que tenemos una compañía de teatro juntos, los dos la dirigimos. —Al
responder me sentí pequeña, igual que cuando me presenté en su clase de
técnicas vocales—. ¿Y a qué viene Iván ahora?

—Siempre ha estado, Carla, aunque no hables de él —me respondió, fría.

Tuve ganas de salir de ahí y enviar un mensaje a Iván, de saber cómo estaba.
Abracé mis rodillas contra el pecho hasta hacerme una bola, como un armadillo.
El cuerpo de Petra, que hacía apenas unos minutos quería poseer hasta que ella
tiritara, me resultó invasivo. Cerré los ojos y busqué en mi memoria la sonrisa
de Iván. Tenía la capacidad de hacerme reír cuando estaba muy preocupada.
Apreté más mis rodillas. No sería capaz de mirarlo a los ojos después de haber
estado con Petra. Un ruido seco de madera me asustó e intenté agarrarme a las
sábanas, que ya no estaban. El somier rústico se abrió y terminamos en el suelo,
amortiguadas por el colchón. Después de los gritos vinieron las carcajadas
nerviosas. Petra me imitó, con mi cara de susto y mi grito agudo, ridículo. Su
humor logró relajarme, aunque sentía un poco de vergüenza. Le mordí el dedo
gordo del pie derecho para que dejara de imitarme, y me entraron ganas de
lamer también sus muslos. Regresaron después los susurros de Petra en ruso,
sus rizos plateados deslizándose por mi barriga, hacia abajo, y ese olor pulposo
y ácido, a mandarina.

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La primera vez que coincidí con Petra fue en su taller de técnicas vocales. Desde
que me presenté ante la clase empecé a sudar. Sentía cómo brotaban gotas de mi
cuero cabelludo, cómo se deslizaban lentas por la espalda. Me molestaban mis
manos resbaladizas. Todo lo que salía de mi boca me sonaba ridículo: «Tengo
veintidós años y quiero explorar mejor mi voz». Petra me sacaba quince años,
un palmo de altura y tenía unas piernas largas y fibrosas, un poco bastas, como
las de un caballo. Contrastaban con su tronco delgado, muy estrecho, y ese
cuello interminable, tan fino, que parecía que solo sostenía sus ojos grandes,
almendrados. Llevaba el pelo corto por detrás, y cuando se giraba se podía ver
su pequeña mancha caramelo en la nuca, que me apetecía besar. La admiraba,
no solo porque vivía del canto, sino porque había viajado por la India y China
para dominar la respiración y todos los órganos y músculos de su cuerpo que
pueden emitir su voz. Asistí ansiosa al curso, no podía dejar de pensar en ella,
y, según avanzaban las clases, más me gustaba. Le escribí una carta de amor por
cada día que coincidíamos. A veces eran un listado de todas las sensaciones que
me producía escuchar esa voz grave, penetrante y delicada, como un oboe.
Algunas, una pequeña historia pornográfica, como la de sus pezones en punta,
duros, reaccionando al roce con su camiseta. Otras buscaban convencerla de
que yo era su mejor oportunidad: joven, pasional y por entero a su disposición.
La mayoría de esas cartas las llevé a clase, cada día una, las que no me daban
demasiado pudor, quería entregárselas. Solo logré sostenerlas en mi mano hasta
que notaba el papel blando, sudado. Después, ya en mi casa, las guardaba en un
cajón, debajo de mi ropa interior, junto a las demás. En ese momento Petra tenía
una novia pianista, mayor que ella y que me triplicaba la edad. Según decían,
trabajaban juntas, y Petra era su musa para las sonatas. Por entonces yo soñaba
con pasar más de una noche con la misma mujer.

Después del susto con la cama, de enrollarnos de nuevo, volvieron a salir


recuerdos del pasado. Calculo que estuvimos unas dos horas conversando.

—En otro momento hablaremos de Iván. Necesito tiempo —le respondí por fin,
disimulando el escalofrío en el pecho mientras se lo decía.

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Comencé a hablar antes de que me contestara, necesitaba sacudirme el miedo
del cuerpo. Le conté sobre mi último viaje a Roma. Había ido a un concierto y la
mezzosoprano me recordaba a Petra. Ella también había estado en ese concierto
y quería saber cómo lo había vivido, dónde me había sentado. No le dije que al
lado de Iván. Sentía que Petra me escuchaba ilusionada, no quería perderse un
detalle, y que se llenaba de esas ganas de volver a comerme. Yo exageraba y
alargaba algunas frases, disfrutaba de sentirme tan deseada por una mujer.
Poco a poco Iván pasó a un segundo plano y me entretuve comentando la
cantidad de coincidencias que se pueden tener con una persona. Petra y yo
habíamos ido los mismos días a una docena de obras de teatro, asistido a los
mismos conciertos e incluso tomado el mismo avión a Roma. Nunca nos
reconocimos. Por un momento sentí de nuevo el escalofrío en el pecho, contaba
mi pasado como si hubiera estado sola, sin Iván. Pero en la cama todos los
recuerdos encajaban y nos pareció que esas coincidencias significaban algo, que
teníamos ya una historia juntas y que nos habíamos estado preparando para
encontrarnos en el momento indicado. Después de soñar caímos dormidas.

No sé cuánto tiempo pasó, pero me despertó el calor, tenía el cuello sudado y


estaba en el suelo. Me había caído del colchón. Petra seguía dormida de
costado. Se le veía su mancha caramelo que moría en el pelo y las vértebras
pronunciadas. Quise lamer su mancha, acurrucarme a su lado. Intenté meterme
de nuevo en la cama, pero había poco espacio a ese lado, así que di la vuelta,
respirar frente a frente, acompasadas, también era una buena opción. Antes de
tumbarme me fijé en ella. Su barriga se hinchaba levemente y al soltar el aire
sus pezones me apuntaban provocativos. Su cara conservaba una expresión
seria, incrédula, que me produjo ternura. Me agaché y puse una mano en el
colchón para darle un beso. Fue como dar un paso al vacío. Traté de alcanzarla
por otro lugar, pero cada vez que tocaba el colchón, tenía la sensación de estar a
punto de caerme y entonces me apartaba. Rodeé varias veces la cama buscando
una manera de entrar. El gesto de Petra me empezó a resultar incómodo, como
si desconfiara, y sentí ganas de salir de la habitación, de ir al baño, de mirar mi
móvil, que estaba en el salón. Me fui y busqué el teléfono. Tenía varios correos y

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mensajes, la mayoría de Iván. Estaba ya en Madrid porque le habían cancelado
la última lectura dramatizada. Mi madre también me buscaba; me preguntaba
por qué no había ido a comer a su casa. Entonces me di cuenta de que llevaba
casi dos días con Petra y recuperé mi ropa. En la ducha, solo pensaba en
encontrarme con Iván, en su mirada examinadora, en sus brazos fuertes,
cariñosos. Nunca le había hecho algo así. El agua caía y yo me frotaba con
fuerza el cuerpo. Seguro que tenía anécdotas que contarme y que nos reiríamos
un buen rato con sus imitaciones de los programadores. La risa de Petra se
superpuso a la de Iván. Mezclé los jabones y el champú y seguí frotándome un
buen rato, parecía imposible quitarme el sudor y ese olor agrio de las dos en la
cama. Me vestí nerviosa, la ropa también olía a Petra. Salí de su casa, la dejé
dormida.

«Perdona, estaba con Gloria y ya sabes cómo es, no para de hablar…». «Me
emborraché en casa de Juan y no sabía dónde había dejado el bolso…». «Lo
siento, cariño, me encontré con Jorge, hacía mucho que no nos veíamos y este
calor en su piscina se soporta mucho mejor». El calor de la cama se había
disuelto en la calle, en el sol de la mañana, aunque mis manos aún recordaban
la piel de Petra. Necesitaba una buena excusa para Iván, pero no podía pensar,
tenía la sensación de seguir oliendo a ella. Saqué el móvil. Me había ido sin
decirle nada a Petra. Intenté escribirle varias veces un mensaje. Borraba y
empezaba de nuevo, todo resultaba muy frío. Me tropecé con el perro de un
señor mayor: «Pero qué coño haces, ¿es que no has visto al animal? Solo estáis
pendientes del teléfono… Ven aquí, Tino, bonito, tranquilo, sí». Insulté a Tino y
al señor: «¡Las aceras son para los peatones. Vaya a un parque con su perro de
mierda!». Varias personas se pararon a mirarnos. De repente estaba rodeada de
palabras y miradas de reproche. Me lo merecía. De los gritos pasé a llorar, no
tenía disculpa, y solo acerté a meterme en un bar. La barra de aluminio estaba
en la entrada y había unas pocas mesas enfrente. Parecía pequeño desde la
puerta, pero era alargado, y al fondo vi la última mesa, estaba al lado de una
columna. Era perfecta para llorar a gusto. Me pedí un café y un pincho de
tortilla. La camarera también me dejó un bombón: «Toma, mi niña, este café

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seguro que te da una alegría, ya verás. Te dejo servilletas, pa que te limpies». El
chocolate me reanimó, y la mirada amable de la camarera me devolvió un poco
de tranquilidad. Después de comer saqué de nuevo el móvil y reuní fuerzas
para grabarle a Petra un audio.

«Petra, hola. Seguirás aún dormida. Yo estoy en un bar. No te alegrará


escucharme, me he ido sin avisar, pero tengo que decirte algo. No puedo
esperar más.

»Sí, estoy enamorada de Iván. Ahora que no te tengo cerca sé que quiero seguir
con él. Había soñado tantas veces con estar contigo… y… Me siento mal, no
dejo de pensar en Iván, no se merece que le haga esto. Este audio es para decirte
adiós».

A Iván lo conocí pocos meses después de terminar las clases de técnicas vocales
con Petra. Fui a una audición para una obra de teatro que él dirigía. Me
presenté para el papel de Valentina, una porteña que se ganaba la vida en
Madrid cantando en los bares.

—Tenés la voz de Valentina. Me fascina esa mirada perdida cuando cantás. —


Iván se acercó, me cogió de los hombros y me miró ilusionado—: El papel es
tuyo. Eso sí, tenemos que practicar el acento argentino.

Cinco meses de ensayo, muchas horas con la compañía y las clases de acento
con Iván me ayudaron a olvidarme de Petra. Iván y yo hacíamos un buen
equipo. A él se le daba bien vender los proyectos, transmitir a los actores,
imaginar los gestos, y yo modificaba los diálogos, encontraba los objetos que
mejor iban para cada escena y disfrutaba pensando en la disposición del
espacio, en cómo distribuir los personajes en el escenario. Aprendimos a
sincronizar habilidades y fuerza, como dos acróbatas, y me acostumbré a su
presencia, dejé de sentirme perdida. Una tarde después del ensayo, Iván llamó
al telefonillo de mi casa: «Bajá». Pensé que estaba ansioso por contarme alguna
novedad de la obra y bajé corriendo por las escaleras. Según salí del portal me
cogió por la cintura y me besó. Un beso largo, como de asedio. Mi cabeza se

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disparó, «pero si es un hombre y está casado», «qué he hecho para que crea que
puede besarme», «bueno, no está mal del todo el beso, y su barba siempre huele
bien». Mi cuerpo no terminaba de reaccionar, pero mi lengua seguía sin
tropiezos su persistencia. Recuerdo muy bien ese momento, él con sus ojos
verdes, pequeños, llenos de ilusión. Entonces me enteré de que me gustaba.

Después de ese beso mi vida amorosa empezó de nuevo. Hasta entonces solo
me habían gustado las mujeres, y mis relaciones se basaban en encontrar a
alguna chica a la que le gustara. Todo era muy incierto, normalmente me
convertía en un pequeño juego para ella, el toque picante en sus días de
aburrimiento estudiantil o el cuerpo que saciaba una gran vanidad. Cuando
lograba quedar más de un par de noches, comenzaban las dudas, mis ganas de
apostar por una relación y el miedo de ella a mostrarse en público, de salir del
armario. Con Iván también tuvimos que escondernos. Hasta que se separó y
arregló lo de su mujer —con ella tenía la compañía de teatro para la que yo
hacía de Valentina—, nos fuimos a las afueras de la ciudad, lejos de los
cuchicheos y los espacios cargados de recuerdos. Para mí fue todo un
descubrimiento excitar a un hombre y disfrutar con él, pedir lo que necesitaba y
no solo preocuparme por complacer, como con las chicas que había estado.

Iván no sabía tener una pareja sin montar un espectáculo, y a los tres meses
teníamos otro proyecto, una obra basada en el cuento «Mi querida esposa», de
Roald Dahl. Las funciones tuvieron buena crítica y empezamos así con
Alcaraván, nuestra compañía. Durante el montaje y los ensayos discutíamos
mucho. A veces tenía la sensación de que poco a poco nos comportábamos
como las parejas del cuento.

—¡Carla, vení!

Dejé mi libro, me levanté cabreada del sofá y fui hasta el estudio.

—¿Qué pasa?

—Se me acaba de ocurrir una idea maravillosa.

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—Vaya, otra más hoy. Yo también tengo una idea, ¿preparamos la cena?

—¿Y si en vez de los micrófonos usamos esos aparatitos para vigilar a los
bebés? Así modernizamos la obra.

Caminé de vuelta al salón. Iván tenía los ojos vidriosos, muy abiertos, no iba a
ser fácil convencerlo de nada. Me siguió por el pasillo.

—Esos aparatitos como tú los llamas cuestan dinero y no tenemos ni un duro.


Qué dices de la cena, tengo hambre.

—Ah, si es por el dinero, de alguna manera se consigue.

—Bueno, pues si es así de fácil estaría bien hacerse de un poco más para cenar
los dos solos alguna vez fuera de casa.

—Pará, Carla, no empecés. —Iván me detuvo y luego me atrajo hacia él desde la


cintura. Estábamos ya en el salón—. Tenemos que terminar de pensar algunos
detalles de la obra, amor. ¿Usamos entonces los aparatitos con las cámaras?

—No tiene sentido, Iván, el público ya está viendo a la vez a las dos parejas en
las habitaciones. —Hice una pausa y antes de que dijera nada le pregunté—:
¿Has cobrado ya lo de Segovia?

—¡No! Lo olvidé, con tantas cosas… Ahora llamo —respondió mientras se


alejaba de mí.

Vi a Iván meterse de nuevo en el estudio. Regresé al sofá, ya no me apetecía


cenar.

Cuatro años más tarde de terminar la gira de Mi querida esposa conseguimos


nuestro primer premio nacional por el mejor guión. Nos mudamos a un piso en
Lavapiés y pudimos ampliar el presupuesto de la compañía. Volver al centro
me activó y empecé a pensar en una nueva idea para optar a una beca de
mujeres creadoras. Sentía que era el momento de dirigir sola un proyecto y
pensé que interpretar a Rosa Luxemburgo me daría seguridad. Admiraba su
pasión, su compromiso político a un partido en una época en que la mujer no

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podía votar. A Iván le encantó, me ayudaría con los personajes, y empezamos a
trabajar en la nueva obra de Alcaraván. Durante el proceso nos salieron unos
bolos para hacer lecturas dramatizadas. Iván se fue de gira con algunos de los
actores y yo me quedé en Madrid. Quería leer los libros de Rosa Luxemburgo,
encontrar más fotos de ella, ver si existía alguna grabación suya. Necesitaba
buscar todo lo que me ayudara a imaginar a esta mujer que entregó su vida al
comunismo. El ritmo de la ciudad me venía bien para visualizar los
levantamientos en Berlín. También echaba de menos estar sola, las noches en los
bares, las conversaciones absurdas de madrugada.

En el tablón de una cafetería vi la publicidad de un taller de acentos extranjeros,


pensé que era perfecto para Rosa Luxemburgo y decidí apuntarme. Cuando
Iván volviera de la gira, empezaríamos con los ensayos y entonces me
absorbería la compañía. La profesora que se iba a encargar del alemán y el ruso
se enfermó, y Petra vino a sustituirla. Primero escuché su voz delicada, luego la
vi entrar con su paso firme y alargado. Sentí como si me caminara encima, por
las tripas, en el pecho. Cada pisada me dejaba sin aliento y con ese peso
llegaron los sudores fríos. Mi camiseta empapada y las manos resbalosas me
recordaron las cartas sin entregar de hacía años. Ella no me reconoció, pero me
sonreía con complicidad y estaba muy pendiente de mí durante las clases.
Había pasado mucho tiempo y logré disimular mi descontrol, como una buena
actriz. Me ofrecí de voluntaria para empezar con el ruso. Petra me rodeó por
detrás y señaló en mí los puntos de la boca y la garganta para pronunciar mejor.
Mi espalda no dejaba de sudar, pero su voz tan cerca me acariciaba y me daban
ganas de esforzarme. Varias veces me usó como ejemplo; los ejercicios me salían
casi siempre bien y ser su foco de atención me hacía sentirme más dueña de mi
cuerpo.

En la última clase me propuso tomarnos un café. Esperó a que el resto de los


alumnos se hubieran ido y se acercó a invitarme. No paraba de tocar las bolas
de su collar de jade verde. En el bar supe que estaba soltera y que preparaba

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una nueva formación en técnicas vocales. No pude resistirme, le conté que ya
había hecho ese curso y le hablé de las cartas de amor que le había escrito.

—Qué extraño, casi nunca olvido una cara.

—Petra, yo estaba en tu clase. La mayoría del tiempo disimulando que sudaba


sin parar.

Petra se levantó y vino a sentarse a la silla de al lado. Buscó mi mirada, y con


sus ojos encima, bien abiertos, me preguntó.

—¿Por qué no me entregaste esas cartas?

—No pude.

—¿Y ahora?

Petra se acercó un poco más, sentía que podía olerme, que observaba cada
detalle de mi cara. El cuerpo entero me tembló. Contesté como pude, con
pausas entre cada frase.

—Ahora estoy con Iván. Tenemos una compañía de teatro, Alcaraván. Preparo
el nuevo papel, Rosa Luxemburgo, por eso lo del alemán.

—¿Iván es el director?

—Es mi pareja —dije mirando a la mesa.

—Qué pena no poder leerlas, ya nadie escribe cartas de amor. —Alargó su


brazo, cogió su bolso del otro lado de la mesa y se alejó un poco—. Me voy.
¿Apetece un vino mañana en mi casa? Tengo libros y mucha música en alemán
para dejarte.

Nos intercambiamos los teléfonos y al otro día estaba en su casa. Petra abrió la
puerta del apartamento con una copa de vino blanco en la mano y Marlene
Dietrich de fondo. Olía a guiso de carne. Al entrar me ofreció vino. El salón se
veía amplio pese a que casi todas las paredes estaban cubiertas de estanterías
con vinilos, cedés y libros. Se necesitaban muchos años para llenarlas. Por todo

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el espacio había fotos de Petra en concierto. En una iba de blanco, me recordó la
época en que la vi por primera vez. Qué guapa. No sabía cómo disimular que
me ruborizaba y le pedí más vino. Los muebles eran bajos y rústicos, parecían
hechos a medida. Me senté en el sofá, no muy lejos del tocadiscos. Petra iba y
venía de las estanterías, sin prisa. Llenaba mi copa y se sentaba muy cerca a
explicarme qué escuchábamos, me traducía. Todo estaba dispuesto para mí, eso
me excitaba, incluso Petra, que no disimulaba sus ganas de quitarme la blusa
negra transparente que me había puesto para ella. Después de cenar, de
bebernos dos botellas de vino, de preguntarme sobre Rosa Luxemburgo y
cambiar varias veces de música, me sacó a bailar. Sus manos estaban frías, pero
su cara y su torso se calentaban con cada pulsación. Paré de pensar. Sus latidos
se convirtieron en los míos y me dejé llevar por su olor a flores, unas flores que
no eran dulces. Besé su cuello, su mancha en la nuca, sus labios, y empezó a
caer la ropa por el suelo. Vinieron luego las caricias, los pelos de punta, las
palmaditas en el culo, ese pasillo eterno hasta su habitación, los crujidos en la
cama, la dilatación del tiempo.

Desde el bar envié el audio a Petra y un retortijón me sacó corriendo al baño.


Iván me llamó de nuevo, no podía cogerle. Le escribí: «En veinte minutos estaré
allí». Una hora después empujaba la puerta de casa. Iván estaba en el salón. Al
oírme se puso de pie con la palmerita en la mano y la barba manchada de
chocolate. Corrí a sus brazos. La suavidad de su camisa, el roce de su barba con
mi mejilla, esa mezcla del olor a nardos de su ropa con el chocolate… todo era
muy familiar y por un momento logré descansar en él. Eché mano a las
palmeritas y me preparé para disculparme.

—Perdona, cariño, me encontré con Jorge y…

—Carla, pará, pará un momento, tengo mucho que contarte. Sentáte —me
interrumpió nervioso—. Anoche en el público había una mina bizca que iba de
azul y al lado un adolescente con cara de sabelotodo que no paraba de tocarse el
pelo.

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—¿Y?

—El adolescente era un boludo, pero ella no paraba de llorar mientras nos
preguntaba durante el coloquio, cuando terminamos la lectura. Tenías que
haberla visto. Su voz no se cortaba, pero le salían lágrimas todo el tiempo, era
una fuente. —Iván dejó de caminar por el salón y se arrodilló enfrente de mí,
pendiente de mi reacción—. Me pareció que por ahí podés usar ese gesto para
tu personaje.

—Ya estamos con mi personaje —resoplé.

—Dejáme y te explico bien todo antes de que me digás que no.

Por un momento hice el esfuerzo de seguir a Iván mientras imitaba a la chica de


azul. Lo hacía de forma exagerada y subía el tono de voz para explicarme lo
pasional que tendría ese gesto en mi cara, como si estuviéramos en un ensayo
con más personas. Dejé de oírlo. Casi ni me había dado un beso y ya estábamos
trabajando. Pensé en Petra fuera de la cama, aún desnuda y escuchando mi
audio. Se sostendría de puntillas, como si llevara tacones, con la marca de mis
dientes en los muslos y el humo del tabaco anillando sus dedos.

—Che, Carla, te estoy hablando. ¿Qué te pasa?

—He estado con otra persona —le dije demasiado seca, como si quisiera
terminar la conversación.

Iván se levantó y volvió a caminar por el salón. No paraba de morderse el labio


de abajo, y sus dedos tiraban con insistencia los pelos de la barba.

—¿Por eso no me cogías el teléfono?

—Sí. Fue algo que surgió, no estaba planeado y luego…

—Pero estás aquí, ¿no? Eso significa que lo otro se ha acabado —me
interrumpió gritando.

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—Sí. No. No sé. No es tan sencillo. Cuando me hablas así, no puedo pensar —le
dije también a gritos, con los puños apretados contra el cojín del sillón.

—Ahora resulta que va a ser mi culpa. No me rompás las pelotas, Carla. Yo


estaba trabajando, pensando en vos, en tu nuevo proyecto y me encuentro con
que soy un cornudo.

—Me parece que estar pendiente de mi personaje no significa pensar en mí. —


Me levanté del sillón y fui a la habitación. Iván me seguía—. Me voy, necesito
estar sola.

—¿A dónde vas?

—Iré a casa de mis padres —le dije mientras cogía mi mochila. Elegí algunos
vestidos, los libros de Rosa Luxemburgo y metí también ropa interior—. Ahora
no quiero hablar.

Salí de casa con la palmerita dando vueltas en el estómago. Iván daba gritos
desde la ventana: «¡No me dejés con esta cara de pelotudo! ¡Volvé, Carla.
Tenemos que hablar!». Durante esa tarde y al día siguiente no paré de recibir
mensajes suyos. Se disculpaba, quería verme, rabiaba, y me preguntaba si
seguiría en la compañía. De Petra escasamente sabía que había escuchado mi
audio, pero no tuve respuesta. Cuando llegué a casa de mis padres, mi madre
abrió la puerta y me besó. El piso olía a su perfume de rosas. Mi padre me vio
entrar con la mochila y regresó la mirada a la televisión. «No le pongas
atención, está hecho un viejo cascarrabias», dijo mi madre y me acompañó hasta
mi habitación. Esa noche, y las dos siguientes, pude dormir todo lo que mi
cuerpo necesitó. Soñé durante las tres noches. La primera con Petra. Yo besaba
desesperada su mancha en el cuello y ella me envolvía con sus piernas hasta
cortarme la respiración. La segunda noche soñé con un perro que no paraba de
comer y explotaba. La tercera soñé otra vez con Petra. Era una estatua que
estaba enterrada en el suelo hasta la cintura. Me acerqué para sacarla, pero
estaba fría, y no soportaba tocarla durante mucho tiempo. Intenté tirar de ella
un par de veces más. Los brazos y el pecho me quemaban, como si cargara un

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bloque de hielo. Me senté resignada a mirarla y me escupió. Los huesos se me
congelaron. Desperté gritando, como las otras noches.

—¿Estás bien, cariño?

—¿Cómo?

—Has estado dando gritos, Carla. ¿Qué te pasa?

—No pasa nada, mamá, vuelve a la cama.

Miré el móvil, tenía trece mensajes de Iván. Lo apagué, mi párpado izquierdo


titilaba, como si fuera a explotar. Saqué mi cabeza por la ventana y vi cómo la
vecina de enfrente acariciaba la barriga de sus gatos. Me pareció escuchar los
ronroneos. Sentí envidia. Desde que había llegado a mi habitación me costaba
hacer vida fuera de ella. Solo salía a comer y a cenar con mis padres. Intentaba
no desesperar con las preguntas de mi madre. Cinco días después seguía en la
misma dinámica. Dentro de la habitación tenía baño, así que entraba y salía de
la ducha, dormía hasta tarde y practicaba mi acento alemán mientras
visualizaba a Rosa Luxemburgo un poco encorvada, con su sombrero de cinta
negra entre la gente, en medio de las manifestaciones por las calles de Berlín. La
imaginaba asistiendo a congresos en distintas ciudades europeas, escribiendo
artículos clandestinos en la cárcel, o como portavoz del Partido Socialdemócrata
Alemán criticando el militarismo del país. Ser ella me devolvía la esperanza, me
convencía de que yo también tenía un sentido vital, una pasión, igual que Petra.
A Petra la sentía a mi lado, como si le hablara de Rosa Luxemburgo al oído,
como si estuviéramos en su sofá.

Por las noches me sentaba encima del escritorio, al lado de la ventana, y


observaba las rutinas de mis vecinos. Sabía a qué hora llegaban, cuándo
sacaban al perro y qué serie veían antes de dormir. Una noche me levanté al
baño y, antes de meterme de nuevo en la cama, me asomé por la ventana. La
vecina del cuarto, la del edificio de enfrente, dormía desnuda con un chico a su
lado. Se habían dejado la luz encendida. Miré mi cama estrecha, llena de cojines.

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Me acordé de Petra y decidí enviarle un mensaje. Le proponía que nos
encontráramos a tomar un café después de la comida, donde ella quisiera. Tres
horas después me quedé dormida con el teléfono en la mano, sin respuesta
suya.

Cuando desperté, seguía sin recibir noticias de Petra. Tuve el impulso de ir a su


casa, pero al abrir la puerta de la habitación me encontré con una foto que me
había tomado Iván. Mi madre la había dejado en una bandeja con churros y una
nota: «Hola, cariño, hemos salido a pasear. Estabas dormida. Te dejo esta foto
que ha traído Iván y unos churros para que desayunes. Besos, tu mami». Cogí la
foto, era una de mis favoritas. Me la había tomado Iván en Lisboa, en uno de los
miradores. No me gustaba mi corte de pelo y me había comprado un sombrero
rojo que no me quitaba ni para ir al baño. En la foto miraba al río, pero parecía
que me iba a comer el mundo. Cerré la puerta y llamé a Iván. Teníamos que
hablar. Quedamos en vernos al otro día. También intenté llamar a Petra, pero
no me cogió. Puse mi foto en el espejo y me arreglé hasta que conseguí
gustarme, un poco sensual y sobria. Pensé en Rosa Luxemburgo mirándose,
firme, decidida a mover masas. De pronto, sonó el móvil. Mi corazón se agrietó,
igual que mis labios, como si hubiera chupado un limón. Sabía que era Petra.
Miré el teléfono. Sí, era ella, un mensaje corto: «¿Para qué vernos? No me
interesa prolongar la despedida. Un abrazo». Rompí a llorar, llena de rabia. El
pecho me dolía. Me quité la ropa y me metí debajo de un chorro de agua bien
fría hasta que no pude respirar. Mojada y tiritando me senté de nuevo en el
escritorio a mirar por la ventana. Al otro lado las voces de los televisores
encendidos, la mirada arisca de los gatos recostados en los bordes de las
ventanas. Necesitaba moverme, caminar. Me vestí, me miré en el espejo y vi de
nuevo la foto que me había tomado Iván. No quería comerme el mundo. Rompí
la foto y salí de la habitación. Mis padres ya habían regresado. Busqué a mi
madre en la cocina y la abracé. Nos miramos, la besé y le entregué mis llaves.
Ella dudó, levantó la mirada y observó en el salón a mi padre, luego me las
devolvió. Mi padre hacía como que no se enteraba de nada. Poco después salí

16
de allí, necesitaba el sol sobre mi cara. Atravesé gran parte de la ciudad, me
sentía optimista, segura, caminando sin más. Eso era lo que deseaba. Estar sola.

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Lección de música

Después de una hora de observar atento a una pareja en el parque, ellos han
advertido su presencia. Hasta ese momento Marcelo había sido invisible para
los monumentos, para el carril bici y para el olvido de Elena, su última novia.
Ella le había hablado muchas veces de esa ciudad, del paseo por la isla
bordeando los ríos que no se escuchan, del parque central, y lo animó a que la
conociera, a que sintiera el viento húmedo en la cara mientras pedaleaba, a que
visitara los museos. La pareja del parque discute porque un extraño los mira y
él, el novio, no se atreve a acercarse. Ella tiene la misma barbilla partida que
Elena y también unos ojos grandes que expresan con reproche la falta de
iniciativa de su compañero. Por un instante su mirada se cruza con la de ella y
siente como si le mordieran la boca del estómago. Saca la postal con el
matasellos de hace tres meses que le envió Elena durante aquel viaje que él se
negó a hacer. La huele, el sudor aún no ha borrado ese olor a menta que llenaba
sus bolsos. En la postal una mujer serena lo seduce sin mover los labios, como la
chica del parque, como Elena. Le da la vuelta a la imagen y averigua que el
museo está a quince minutos. Decide ir hasta allí. Caen las primeras gotas, se
unen hasta hacerse hilos y los hilos de agua se convierten en chorros. Acelera el
paso y se arrepiente de no haber cogido una bicicleta. Entra inquieto por el
patio central de la casa y deja su abrigo. No está muy mojado. El portero le
indica que debe atravesar otra vez el patio, Marcelo casi no lo escucha, la lluvia
golpea con fuerza la cúpula semicircular acristalada. Busca la puerta principal y
se dirige hacia ella. En el camino hace alguna parada, se fija en las inodoras
columnas jónicas que sostienen el borde del patio. Le resulta incómodo, todas
las columnas tienen palmas pequeñas a sus pies y están tan fuera de lugar,
como las puntas peladas de sus botas.

Abre la puerta principal y entra al pasillo. El aire está más caliente y huele a
mueble antiguo, un poco a polvo y un poco a resina. Se tranquiliza, ya no tiene
los pies fríos. Marcelo sonríe a la vez que muerde suave su labio de abajo. Está

18
cerca, lo intuye. Sigue caminando con miedo de hacer ruido, el suelo es de
madera. En el centro se detiene con las cejas levantadas, inclina su torso, siente
un pequeño mareo. Parece que ella lo mira y él se siente atrapado, no puede
apartar sus ojos de esa imagen. Entra poca luz y la que hay viene de una
cristalera azul y amarilla. En realidad toda la habitación tiene esa gama de
colores, excepto por la prenda color cereza sobre los hombros de ella que
ilumina su cara. Por fin está ahí enfrente y la posibilidad de que ella también lo
mire hace que sus mejillas se tiñan de rojo.

Como en el parque, hay otro hombre. Está parado al lado de ella, la rodea.
Tiene apoyada su mano izquierda sobre el respaldo de la silla y señala con la
derecha algo en la partitura que ella sostiene. Le debe apestar el aliento —
piensa—, por eso ella evita mirarlo. Marcelo contrae los dedos de los pies, acaba
de darse cuenta de que le molestan los calcetines mojados. El otro hombre es un
caballero, de esos de otra época que llevan capa con muchos pliegues y que se
esfuerza porque sus modales sean los adecuados. Apenas se le ve la cara.

Marcelo lo observa desconfiado mientras se rasca la mejilla con fuerza. Su torso


cada vez está más inclinado y ha olvidado la lluvia, solo piensa en lo que ve. A
ella le gusta esa habitación, entra el sol de frente y calienta sus manos. Es mucho más
agradable leer así. Ese hombre la ha interrumpido. Seguro que antes descansaba
tranquila después de tocar la cítara en su silla cómoda con dos cabezas de león. Qué
nombre el de cítara, yo primero he pensado que era una mandolina, Elena se enfadaría si
se lo contara. Eso es, dejó el instrumento junto a la jarra de cerámica y se sirvió un vaso
de agua. Después se empezó a reír al ver el Cupido regordete que camina desnudo con la
mano alzada. A mí también me causa mucha gracia.

El caballero de pacotilla parece que mira a la partitura, que enseña, pero no engaña a
nadie, espera tener valor para bajar lentamente el dedo y tocarla. Son las mismas manos
blancas de Elena. Lo que pasa es que él no puede verle la cara, por eso no se acerca más.
Bendita tela blanca en la cabeza. Una lección de música, cómo no. Es un juego y ella se
esconde. Le molesta que la haya interrumpido.

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Su mirada regresa al Cupido y da dos pasos hacia atrás, sus pies son un
hormigueo que sube cansado por sus piernas hasta las lumbares, a la altura de
los riñones. Lleva su dedo índice a la boca, como si quisiera silencio, que su
cuerpo no lo distraiga. Fantasea con entrar en esa habitación y sentarse encima
del cojín de la otra silla con dos leones. Quiere incomodar al caballero. Ella no lo
mira, pero está relajada —piensa—. No, no ha bebido agua, el ambiente es de té,
por eso las paredes parecen que contienen aire. Sin embargo, a Marcelo ella sí lo
mira y lo ha comprobado. Da igual desde dónde la observe, ella lo sigue, con
sus labios carnosos entreabiertos y la barbilla partida. Marcelo se fija en algo
que hasta entonces no había percibido. Al lado del caballero hay otro objeto
rojo, más opaco que la prenda cereza. Es una copa de vino intacta. La jarra azul
y blanca cobra otro significado y Marcelo se lleva las dos manos a la cabeza: ha
servido la copa para él, lo esperaba. Su boca está seca y se le hace insoportable el
calor. El escenario se transforma de nuevo en su cabeza. Cada objeto está
pensado, como en una naturaleza muerta. La cítara, la jarra, el vino, Cupido, las
telas y las partituras. Ella sabía que él iba a entrar —se dice una y otra vez—, lo
seduce mientras me mira. Nos esperaba a los dos.

20
Escala 1:1

Llevan quince años sin verse y él espera a que ella despierte. La enfermera de la
planta le ha dicho que pronto lo hará, casi nunca duerme más de dos horas
después de comer. Mira por la ventana de la habitación, de espaldas a la cama,
no soporta ver las mimosas secas, ni la mandíbula de ella moviéndose tensa, ni
el pastillero semanal lleno. La recuerda inquieta, con esa forma de hablar
atropellada, enredando sin parar sus rizos en los dedos. Las paredes naranjas lo
marean. Desde que entró al edificio se siente inestable, como si por momentos
todo temblara. «No sé qué hago aquí, puede que ni siquiera me reconozca». En
el hotel, antes de ir al hospital, ha estado media hora probando qué ponerse. No
ha engordado mucho, pero es difícil prepararse para recibir la mirada que ella
recuerda de su cuerpo a los treinta años. Se decidió por unos vaqueros y una
camisa azul de flores. Ella siempre le decía que el azul era su color, le hacía los
ojos más claros. Mientras mira por la ventana se arranca uno a uno los cueritos
de los labios con los dientes, hasta que le sale sangre. Durante años ha pensado
qué decirle, cómo enfrentar sus ojos oscuros, al acecho, y se ha imaginado
tocando de nuevo su antebrazo, comprobando que su piel también se eriza. La
cabeza le duele y arruga el entrecejo, el ibuprofeno aún no le ha hecho efecto. Su
mano derecha abrocha y desabrocha el penúltimo botón de la camisa. La otra
mano no para de temblarle, y cierra el puño con fuerza mientras carraspea para
limpiar su garganta, para calmarse, teme llorar otra vez.

***

—Para comprenderlo mejor, don Germán, hemos hecho esta maqueta de la


ciudad con el nuevo modelo de hospital. Permítame y la muevo un poco hacia
la luz para que la veamos mejor. —Arrastra rápidamente la maqueta hacia la
ventana para no perder la concentración y continúa—: Como puede observar,
no se trata de un hospital normal. Este parece un edificio más del barrio. Está en

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una calle principal de comercio y con parada de autobús y metro cerca, más
integrado al ritmo de la ciudad.

***

Desde esa ventana de la última planta, mientras juega con el botón de la camisa,
él observa la ciudad que hace quince años se negó a hacer suya. Imagina que
recorre las calles como cuando las descubrió por primera vez. Siente el fresco de
la sombra de los edificios y las mismas náuseas al percibir el olor a grasa de los
puestos de comida. Se acerca más al cristal. Intenta concentrarse en el murmullo
de las conversaciones, quiere escuchar los pasos de los peatones, el roce de las
tazas contra los platos cuando se abren las puertas de los bares. Su dolor de
cabeza aumenta y aprieta más el puño. Recuerda la época en que se sorprendía
al ver pasar tantos coches, y cómo le ilusionaba montar en el tranvía, era como
subirse de nuevo a los caballos del carrusel de las ferias de su pueblo. En ese
momento todavía se metía a la cama al mismo tiempo que ella, y esperaba a que
le contara alguna de sus historias de la ciudad, como la de Manolo, con su
media melena y el cuerpo chupado, que esperaba los sábados toda la noche en
la puerta del bar de Loli, aunque sabía de sobra que no abriría, a que pasara un
vecino que lo invitara a una copa o a un cigarro. Siempre le repetía lo mismo:
«¡Vecina! Que la Loli no abre. Invítame a una, anda, que si no la noche se me
hace muy larga». Historias que él se ha repetido en soledad para no olvidar su
voz. Llama su atención la fachada de un edificio, tiene la publicidad de un
crucero por el Caribe. Le llega el olor a mar, a crema de protección solar, y todo
se mezcla con ese olor fuerte a aguarrás de la habitación y un toque de sudor a
vainilla que viene de la cama, de ella. Entonces la recuerda sentada en la playa,
con su sonrisa llena de pecas, tan entusiasta, y se le empieza a cerrar la
garganta. Toma aire con dificultad. Todo lo que ve en la publicidad del crucero
le parece conocido, le trae algún recuerdo. Una vez más tiene la sensación de
que el edificio se mueve y cree que se ha desplazado un poco hacia la esquina
derecha. Siente pánico y se agacha un poco, busca con sus manos sostenerse del

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cristal. En el reflejo ve su cara de miedo y cierra rápido los ojos, hasta que se
siente estable. Poco después, cuando los abre, observa también en el reflejo que
ella continúa dormida en el mismo lado de esa cama grande, la misma cama
que él compartió con ella, tan fuera de lugar ahí. Las mimosas de la mesilla
tampoco parecen haberse movido, ni el pastillero. «Ella también me ha echado
de menos», piensa, y se le resbala una lágrima.

***

—Debe disculparme por el olor, don Germán, la pintura de la maqueta todavía


se está secando.

—Para serle sincero, señorita, este olor a disolvente marea un poco y...

—Llámeme Rosa, por favor —lo interrumpe sonriendo—. Es que, como le


mencionaba antes, los colores de las habitaciones dependen de las necesidades
del cliente y por eso nos ha tomado más tiempo pintar este modelo. Por eso y
porque tampoco es fácil poner de acuerdo a un grupo de inversionistas.

—Comprendo, señorita, pero…

—Rosa, por favor.

—Sí, perdón, Rosa. Verá, mi Raquelita estaría interna aquí y tengo muchas
dudas. Por favor, explíqueme un poco más despacio este tema de los colores.

—Por supuesto. Deme un momento.

Rosa camina hasta el archivador y saca del primer cajón un catálogo con anillas.
Después regresa al lado de su cliente.

—Primero que todo es importante que comprenda que no estaría interna.


Viviría aquí. La idea es que su habitación le resulte familiar y que no recuerde
constantemente que está en un hospital.

—Bueno, eso…

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—Le explico. Cada habitación está pintada según la situación o evolución del
paciente. —Abre el catálogo y comienza a mostrarle franjas de tonalidades—.
Los colores vivos son para los que hay que darles esperanza y fuerza, los
pálidos para aquellos que necesitan reposo, y el blanco solo para espacios como
el salón, que hace también de sala de espera, y para la enfermería. Las
habitaciones se decoran con los objetos que elija cada residente.

***

En la habitación naranja él se incorpora sin dejar de apoyarse en el cristal. Se


acomoda los vaqueros y se estira una y otra vez la camisa, como si se sacudiera
el miedo. Tose, la angustia se le acumula en la garganta. Vuelve a sacar del ojal
el botón, que ya está flojo, tan flojo como sus piernas. Nota su aliento a gin-tonic
y cierra de nuevo rápido los ojos, lo invade esa sensación de no poder controlar
nada, de vacío en el pecho que le entrecorta la respiración. «Debí haberla
buscado antes», se susurra atormentado. Hace un cálculo rápido de todas las
noches que hubiera podido dormir con ella y tose más fuerte, golpea la ventana.
No aguanta mucho más. Aprieta la mandíbula contra los dientes de arriba. El
olor a disolvente llena la habitación. «Es absurdo que esté aquí con ella, joder —
piensa—, tan absurdo como este lugar». Deja en paz el botón y llora, sí, llora y
libera un poco el miedo, ha llegado hasta allí y necesita saber qué siente ella, da
igual que la despierte.

La conoció casi veinte años atrás en la playa del pueblo donde él había nacido.
Ella dormía recostada en la silla con la sombra en la cara, el resto del cuerpo
estaba lleno de esas gotitas de sudor que brillan mostrando la piel enrojecida. Él
puso su toalla al lado, había que aprovechar a la gente nueva que pasaba por el
pueblo. Ella olía dulce, a vainilla, y esperó a que despertara para invitarla a una
cerveza fría. No había conocido antes a ninguna pelirroja y, al verla sonreír
mientras le aceptaba la cerveza, se le cruzó una imagen de los dos brindando en
el balcón de su apartamento, una imagen de futuro. De la playa fueron a su piso

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y pasaron la noche juntos. Ella decidió prolongar sus vacaciones una semana y
después se quedó a vivir dos años enteros con él en el pueblo, hasta que lo
convenció de que se mudaran a Porzia, la ciudad en la que ella había nacido y
que él ve de nuevo desde lo alto. Allí ella tendría más oportunidades de trabajo
y él era autónomo, solo necesitaba su ordenador e internet para programar.
Antes de la mudanza, aún en el pueblo, ella solía contarle sobre el Gorgona, un
bar lleno de azulejos coloridos y en relieve que recreaban diferentes esculturas
famosas, donde ponían los mejores cócteles en copas como peceras. También le
hablaba de los quioscos en medio de los parques, con terrazas para tomarse el
aperitivo, de las películas de japoneses con subtítulos, de la calle más larga del
centro llena de teatros, y le describía los ríos de gente que ocupaban las aceras,
personas que caminan con la mirada en el suelo, esquivándose, sin meterse en
la vida de nadie. A él le entraron ganas de un buen vermut frío en el parque, de
caminar por esas calles atestadas, de vivir en un espacio lleno de posibilidades
que nunca había echado en falta.

Después de unos meses se empezó a sentir encerrado en Porzia, en la ciudad de


las oportunidades. Para ella, regresar a la ciudad significó el reencuentro con
amigos y viejos conocidos, reconciliarse con los horarios laborales de los
trabajos que encontraba para poder ir más al teatro, para sumergirse en algún
bar mítico o una sala de concierto. En el pueblo la vida era más sencilla. Los
viernes comer el pescado fresco en el restaurante de Manolo, tomarse juntos el
café donde la Yoli, contemplar los atardeceres en los bares de la playa, y soñar
con un niño pelirrojo mientras paseaban por las calles llenas de familias. En
Porzia él también caminaba rodeado de personas, pero sentía que no tenía un
refugio, ni siquiera ella, que ya no soñaba con un hijo, demasiado caro para la
vida en la ciudad, y cualquier plan era mejor que quedarse en casa. Él echaba de
menos ver una película tumbados en la cama, dormirse apoyado en su pecho,
con su olor dulce, como en el pueblo.

Al principio todo era novedad y él se propuso encajar en Porzia. Cargaba con


su mochila de arriba abajo, con el ordenador y los cascos, hasta encontrar una

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mesa en un bar o un café en el que pudiera trabajar. Ella le había señalado los
barrios más interesantes. Se apuntó a un par de talleres de programación de
aplicaciones móviles para hacer nuevos contactos. Y por las noches la seguía a
donde ella quisiera. Bebía una cerveza tras otra, intentaba disfrutar de los
conciertos y escuchaba atento a sus amigos, que siempre tenían una opinión de
lo que pasaba o de la vida de los demás. Socializar lo agotaba y la ciudad se le
empezó a dibujar como un gran espacio de entretenimiento, un lugar que lo
exprimía. Poco a poco ella hacía más planes sola y él se quedaba en casa,
soñando con el hijo pelirrojo que los volvería a unir. A veces ella le gritaba
«¡qué soso eres, por Dios!», otras le susurraba, «reacciona, cariño, vente
conmigo al concierto, el cantante de Los Galácticos es buenísimo». Discutían y a
veces luego se acostaban, era el sexo que más disfrutaban. Después ella se iba
con más ganas de aprovechar la noche y él empezaba con las grandes
preguntas, a imaginarla en los bares flirteando con el cantante, contándole a
algún otro sus historias.

La última noche él también le gritó, no entendía su necesidad de estar fuera, era


el momento de ahorrar, de pensar en el futuro, en una casa propia, en los hijos.
Ella le respondió que la vida con él era muy aburrida, «eres como un viejo al
que se le pone dura con las jovencitas». Él chilló más hiriente, luego ella, y así
hasta que los dos se arrepintieron de lo que se habían dicho. Fue la última
noche, el último polvo y la separación. Ella se quedó en Porzia y él se mudó a
su pueblo. Un año y medio después se casó y tuvo un hijo. Y seguía encerrado.
La seguridad lo ponía melancólico. Podía caminar con los ojos cerrados sin
tropezarse con nada y contar con los dedos de una mano a las personas que no
conocía. Era como vivir una y otra vez el mismo día. Las noches se volvieron
más largas con el llanto interrumpido del niño, y la cama, la casa entera se le
quedaba pequeña. Empezó a darse paseos por la playa, por los bares donde
iban los turistas. Pensaba todos los días en ella, en cómo le gustaba nombrar las
estrellas, en la intensidad de los días juntos, tan poco predecibles, en su mirada
oscura que lo devoraba, en el canal de vello rojo de su barriguita que se ponía

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tieso cuando se excitaba, en la última discusión… y empezó a beber todas las
noches, la misma copa en el mismo bar a la hora de siempre.

***

—A mi Raquelita le tocarían unas paredes pistacho —comentó preocupado, casi


balbuciendo.

—Su esposa puede elegir el color que crea que mejor le viene en cada momento
—le respondió con un tono optimista.

—No sé yo si estará en condiciones.

—Pues entonces elije usted, don Germán. Lo importante es que ella se sienta
como en casa, y por eso hemos hecho esta distribución de las plantas. —Cierra
el catálogo y le hace señas para que vuelva a fijarse en la maqueta—. Como
puede ver, el hospital es una torre que sobresale un poco para aprovechar mejor
las horas de luz. Todas las ventanas son climalit, así que puede estar seguro de
que el edificio entero va a estar bien aislado térmica y acústicamente. Además,
los vidrios son un poco oscuros para proteger a los pacientes más delicados y
evitar que los de las primeras plantas puedan ser observados desde afuera.

Rosa sigue señalando partes de la maqueta mientras la rodea e intenta sacar a


don Germán de su ensimismamiento. Sin querer roza la maqueta y la torre se
tambalea.

—Hemos dejado el modelo sin techo para ver la distribución de las plantas por
dentro. En el centro, un salón circular que siempre tiene flores y muebles que
recuerdan a una casa. Alrededor, puertas que llevan a las habitaciones, cada
una con su baño y los objetos personales que elija cada inquilino. Esta
habitación es una cocina y esta otra la enfermería. Es igual en todas las plantas.

***

27
En la habitación del hospital ella abre los ojos, se ha despertado por el
movimiento fuerte de su cama, como si la sacudieran. Antes de abrir los ojos,
también ha escuchado un golpe seco y un sollozo. «No estoy sola», piensa. Lo
primero que ve cuando los abre es la pared naranja y reconoce de inmediato el
lugar. Tiene la boca seca y le entra miedo de no poder hablar, ya le ha pasado.
Busca un vaso de agua en la mesilla, solo encuentra el pastillero de todos los
días y algunas hojas de la mimosa alrededor. Levanta uno a uno los dedos de
las manos y suelta suave un suspiro, aún puede moverse. Escucha otro golpe y
mira asustada hacia la ventana. Hay un hombre con canas ahí de pie, apoyado
en el cristal. Está todo más luminoso, no ha podido dormir tanto. En el reflejo
de la ventana observa que el hombre está llorando. Su presencia se le hace
conocida, como un viejo amigo con el que se puede compartir el silencio. Siente
de nuevo sed y recuerda que debe tomarse las pastillas. Mira hacia la puerta de
la habitación, que está abierta, como siempre, y ve a la enfermera sentada en el
sofá del salón circular. Debe esperar a que ella oprima el botón para entrar en
su habitación. A ella le gusta hacerla esperar, pocas cosas más puede controlar.
Así vestida de blanco no se sabe muy bien si es la enfermera, la peluquera o la
chica que limpia, todas van más o menos igual, y esa duda le da esperanza, le
hace olvidar dónde está, que no todos los días tiene fuerzas para moverse, que
el tumor sigue estando en su cerebro. El hombre que está con ella dentro de su
habitación tose y ella regresa la mirada a él. Se detiene en los tres lunares de su
nuca, justo debajo de la línea del pelo. «¡Son como el cinturón de Orión!»,
piensa, y recuerda haber tocado esa piel. Le parece sentir el peso de una cabeza
en su pecho. Recuerda las noches en que contemplaba por la ventana el cielo,
solía agrupar las estrellas y contarle a un chico el mito mientras jugaba con el
sudor que recorría su cuello. «Tiene que ser en un pueblo, en la ciudad es casi
imposible ver las estrellas». Esa cabeza estaba rapada, era verano, y el chico
tenía tres lunares en diagonal en la nuca. Entonces le pone cara. La angustia le
atraviesa todo el cuerpo, como un grupo de gusanos que se une para huir en la
misma dirección. Sabe que es él, no tiene ni idea de cómo la ha encontrado, pero

28
es él. Estira y suspende el brazo izquierdo, le apetece meter los dedos entre su
pelo grueso, abundante, pero cierra débil el puño, ha pasado mucho tiempo. Su
brazo cae sin hacer ruido. El otro lado de la cama está vacío y se le hace más
grande. Han pasado por ahí varios hombres, muchos menos desde que supo lo
del tumor, y solo él pudo dormirse encima de su pecho. «No se obsesione con la
causa, señora. Lamentablemente es muy riesgoso operar y no podemos
asegurarle qué otros síntomas se le van a presentar», le dijo el médico. Sus ojos
se enrojecen, los gusanos suben y se asoman a la boca del estómago. Le tomó un
par de años mudarse al hospital, era difícil aceptar que no siempre decidía ella.
Todas sus pecas se arrugan alrededor de los párpados, en la nariz, esconden sus
labios. Aparta la mirada de él y la oculta entre las paredes naranjas. Está
cansada de ese color, en cuanto la dejen las pintará de un tono más armónico,
como el de la flor de vainilla, que la tranquiliza.

***

—¿Conduce usted, don Germán?

—¿Qué me dice?

—Le preguntaba que si conduce —le repite más alto captando de nuevo toda su
atención—. Supongo que vendrá a visitar a su esposa.

—Sí, sí, claro, por supuesto. Para mí va a ser difícil vivir lejos de mi Raquelita.

—Acompáñeme por este lado, así puedo mostrarle dónde está el garaje.

Don Germán tropieza con una de las ruedas de la mesa de la maqueta. Rosa
reacciona a tiempo para estabilizarla.

—Discúlpeme, seño… Rosa. Qué torpe soy, de verdad.

—No se preocupe, es que está ya oscureciendo. Voy a encender la luz. Ahora sí


que podemos ver bien el aparcamiento. Usted tendría su propio lugar, a cada
residente le corresponde uno.

29
***

En la habitación naranja él está a punto de darse la vuelta. El botón de su


camisa ya solo se sostiene por un hilillo. Siente que ella lo observa y sus rodillas
se tensan, no las puede articular. Sabe que nadie lo ha invitado. Respira
profundo para coger fuerzas, no quiere que nada le robe el momento. Cuando
ella deja de mirarlo, sus piernas por fin responden y gira. Ella tiene la mirada
perdida en la pared. Él intenta hablar, no sabe por dónde empezar y tose,
entonces ella lo atraviesa con sus ojos grandes, casi negros, y rompe el silencio:
«Han pasado quince años». La luz se hace más intensa y el edificio vuelve a
temblar. Él termina sentado en la cama con ella. Su estómago se contrae, está a
punto de vomitar las copas que se bebió anoche, pero logra contenerse, la tiene
muy cerca. Nota que ella también tiembla, observa sus pelos erizados y cómo
los huesos de sus hombros, de la clavícula, sobresalen, se le marcan en la
camiseta. Él empieza a sudar frío, le debe una explicación. Le cuenta que se ha
enterado por Marcos, un amigo de ella, de que estaba ahí, de que le habían
encontrado un tumor. «Después de todos estos años de querer volver a tu lado,
por fin regreso y me entero de que… Me dio mucha rabia, la cabeza me iba a
explotar, como aquella noche en que lo dejamos. Tenía que verte», le dice con la
voz quebrada.

Hacía solo un par de días que él había regresado a Porzia, usó como excusa una
feria de nuevas tecnologías. Regresó al barrio donde habían vivido. Recordaba
los nombres de las calles, cuando se mudaron, ella le había hecho un mapa con
las formas de las constelaciones. Sintió punzadas al pisar los adoquines de las
aceras de su antiguo edificio. Estuvo un buen rato vigilando el portal, ya había
atardecido y a esa hora ella solía regresar de la oficina. No reconoció a ninguno
de los que entraban y salían, y decidió timbrar, pero no hubo respuesta. No
dejaba de pensar en cómo hubiera sido su vida allí y los recuerdos le pesaron.
Salió corriendo de esas calles que lo entristecían. Sin ella la ciudad no tenía
sentido. Buscó en sus contactos, solo conservaba un teléfono de esa época, era

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de un amigo de ella. Su ojo derecho empezó a palpitar. Lo llamó, por él se
enteró de que ella estaba enferma. Mientras lo escuchaba, su brazo, su pecho, su
lado izquierdo entero tuvo un espasmo y colgó, casi no podía sostenerse sobre
las piernas. Se metió asustado en el primer bar que encontró y se sentó en la
barra. Pidió una copa, el gin-tonic de todos los días, eso lo relajaría. Le preguntó
al camarero dónde estaba el hospital. Después se pidió otra copa, luego otra, y
empezó a contarle sobre ella, sobre todas las veces que había creído verla en el
pueblo, sobre su vida aburrida de casado. Le confesó que cada año que había
pasado se había prometido regresar a esa ciudad de nuevo. Hablaba, lloraba y
bebía gin-tonics, tenía el cuerpo anestesiado. Decidió regresar al hotel y
descansar, al otro día quería visitarla. Se pellizcó varias veces los muslos hasta
que pudo pararse y llegar con esfuerzo a la puerta del hotel. La calle estaba
viva, se veía a la gente pasar, gritar, besarse. «Esto sí es vida, joder. No como en
el pueblo, que cada año es más aburrido», pensó. En la habitación del hotel, no
paró de dar vueltas en la cama. El cuello y los hombros le sudaban y despertaba
cada poco con alguna frase hiriente de ella en la cabeza: «Si es que fuera de
follar o de hablar sobre el pueblo o de tener hijos no se puede hacer nada más
contigo». Estar de nuevo en Porzia... Se había decidido tarde.

***

—Ya hemos terminado aquí, don Germán. Si le parece regresamos a la otra


parte de la oficina y le comento sobre las tarifas que tenemos.

—No… no es fácil tomar una decisión. Créame que llevo tiempo dándole
vueltas.

—Comprendo. Piense que, cuanto antes lo decida, mejor precio le podré hacer.
Todavía estamos en obra negra y ya algunos han aprovechado la oportunidad.
Su esposa, don Germán, su Raquelita, va a estar bien atendida y en los

31
momentos de lucidez el espacio le resultará conocido. Acompáñeme a mi
escritorio. Permítame que primero regrese la maqueta a su lugar.

***

Desde la cama, mientras lo escucha y observa las arrugas verticales que se le


forman al hablar en el entrecejo, ella adivina que él duda, le imponen sus ojeras
y esa delgadez en los hombros. Lo enfrenta, no le debe nada, y lo mira
bruscamente a los ojos, «no soy una víctima», piensa. Él la mira con esa rabia
que contiene muchos años de tristeza y la desarma, su corazón se acelera y por
primera vez en un buen tiempo su boca se llena de saliva, su pecho se relaja y se
le contrae el abdomen, lubrica. Se muerde el borde izquierdo del labio inferior y
después, despacio, lo suelta. Él percibe su gesto y tiembla por dentro. Durante
la relación, después de discutir, a veces ella se excitaba y se mordía igual el
labio, con ese toque de vergüenza, y terminaban haciendo el amor. Tiene una
erección. Siente el impulso de tumbarse a su lado y se le enciende la cara, la
garganta: «¿Por qué nunca me buscaste?».

Rosa inclina la maqueta y la arrastra a buen ritmo. La pareja de la habitación se


desliza y la cama golpea contra la pared. Rosa se detiene y apaga las luces de la
oficina. «Sígame por aquí, don Germán». La habitación y la ciudad que la rodea
se sumergen en la oscuridad. Se distinguen las siluetas y los colores de la
maqueta en medio de la oficina. También la torre del hospital sin techo con
personitas dentro. La oficina huele a vainilla.

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TIPOS INFAMES

No hay nada peor que una mudanza en verano. Bego cierra con rabia una caja
con cosas de Chema mientras mira la pila alta de cajas que él había marcado a
rotulador, con sus impolutas letras mayúsculas, y colocado cerca del armario.
Arrastra una silla hasta allí y pone con esfuerzo encima de la pila de Chema la
caja que acaba de cerrar. Suspira, está cansada de tanto calor, de guardar lo que
no es suyo, y piensa que Chema es un inútil hasta para recoger sus cosas. Las
tripas se le revuelven al recordar que iba a dejar Madrid para regresar a Ávila.
No sé si aguantaré donde mi madre. En la última conversación con ella, su
madre le dijo que no podía entender que ya con treinta años no estuviera
casada. Se la imagina paseando con su sonrisa de «te lo dije» mientras les
cuenta a sus amigas que su hija iba a volver. Le da un pequeño tirón en el
cuello, debajo de la oreja. Va a ser horrible escuchar su voz de pito al despertar.
Ya que está en la silla empieza a revisar la parte de arriba del armario. Al fondo
encuentra una caja de zapatos y la abre, dentro hay un jersey, el jersey rojo. Se
lo acerca a la nariz, huele raro, a encerrado. Recuerda el día en que Carol se lo
entregó en la librería y el corazón se le acelera. Fue la última vez que la vio. Ese
día era la presentación del poemario de Carol. Estaba muy morena, como la
gente que vive cerca del mar. Bego hace un cálculo rápido y piensa que han
debido de pasar unos dos años. Siente el impulso de dejar el jersey en ese piso
de regalo, pero le da nostalgia y lo abraza. Sigue tan suave y rojo como
entonces, es de buena calidad. Le viene la misma sensación que cuando veía
aparecer a Carol por las calles de Salamanca, amapolas en un campo de cebada,
un punto de luz en medio de tanta sequedad, y recuerda también su perfume
de pomelo y narciso, ese cuello interminable que la hacía tan elegante. Decide
ponerse el jersey, le da igual el calor o que le irrite la piel, quiere olvidarse por
un momento de la mudanza.

Bego conoció a Carol en Salamanca, era la pareja de Igor, el amigo de Bego de


Donosti. A Igor se le reconocía fácil por su poco pelo, sus cejas muy pobladas y

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su caminar indeciso, como si a cada paso necesitara corroborar que iba por buen
camino. El jersey rojo era suyo. Bego e Igor estudiaban el segundo año de
Hispánicas en Salamanca y solían pasar las tardes y muchas de las noches en
bares con olor a meados o a grasa, un plan usual en la ciudad universitaria. Igor
siempre terminaba hablando de los mismos temas: la cultura judía y sus ligues.
Fue en uno de esos bares donde conocieron los dos a Carol.

En el dormitorio, en medio de las pilas de cajas, Bego se baja de la silla y


empieza a rascarse desesperada el pecho y la barriga, todo el cuerpo le pica.
Tiene el brazo entero lleno de granitos, la lana le da alergia, igual que las barbas
y los torsos peludos. Chema se afeita todos los días y va con el torso bien
depilado. Maldita alergia, siempre me delata ante Chema. No sé por qué le solté
lo de Lisboa. Se quita el jersey mientras piensa que a Carol seguro que, para
alterar a Chema, se le habría ocurrido algo mejor que lo de la plaza en la
biblioteca de Lisboa. Era de las que te mordían con la mirada, con esa mala
leche que corta el habla. ¡Qué morbo da! Cuando le dijo lo de Lisboa, veinte días
atrás, Chema no subió el tono, ni siquiera puso mala cara. Logró controlarse y
se fue del apartamento. A veces tenía problemas para expresarse, era torpe,
siempre había pensado que era un poco Asperger, pero salir corriendo… Y yo
con estas ganas de discutir, de sentir ese calambrazo que me sube del ano a la
vagina cuando logro sacarlo de sus casillas.

Bego sale de la habitación caminando como un pato, con los brazos y las
piernas separadas, completamente sudada, y va a la cocina. El sujetador le pesa
y se lo quita. El borde de las anillas de las copas están amarillas y le da asco su
propio cuerpo. Estoy cansada de esta situación con Chema. Abre el frigorífico
en busca de algo fresquito que la anime y encuentra un cartón de leche de
almendras de Chema y un trozo de melón. Se corta una rodaja y le da un
bocado, sabe casi a miel, y ese frescor le permite descansar durante unos
segundos, hasta que el herpes amenaza con salir. El borde del labio le palpita.
La primera vez que le salió fue después de conocer a Carol.

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Fue una noche de invierno. Carol entró al mismo bar en el que estaban Igor y
ella, la esperaban unos amigos en la mesa de al lado. Iba completamente de
negro, llevaba una minifalda y unos tacones de aguja que le aseguraban la
atención de todo el bar. Igor no podía quitarle los ojos de encima, tenía
debilidad por las mujeres bambú: de piernas largas, irónicas y de un carácter
fuerte, como de militar. Carol era puro bambú e Igor no pudo evitar
engancharse.

—Vaya, tengo justo al lado una mesa de filólogos —dijo Carol después de
presentarse y pasarse a la mesa de Igor y Bego. Había notado las persistentes
miradas de Igor—. ¿Ya os ha tocado Prieto de los Mozos? ¿Y con la Mancho?

—Este año me toca con la Mancho. A Prieto de los Mozos ya lo tuve el primer
año. Qué humor, hizo que fuera más divertida la…

—Ya, sí —interrumpió Carol a Bego. Luego le preguntó a Igor—: ¿Y tú?

—Yo es que llevo apenas unos meses en Salamanca, no conozco a la mayoría de


los profesores —le contestó Igor, con su acento vasco y su sonrisa de buena
persona.

Carol se apartó un poco de la mesa para sacar las piernas y cruzarlas despacio,
un espectáculo solo para Igor. Le dio la espalda a Bego.

—¿Y qué hace un chicarrón del norte en la ciudad amarilla? ¿De beca Séneca?

—Algo así, un traslado. Quería descansar del ambiente del País Vasco, ya sabes,
del tema ETA y eso —le respondió Igor mientras se tiraba de los pelos de la
barba.

—¿Qué estás leyendo? —continuó Carol, seca, pero con el cuerpo cada vez más
cerca de Igor.

—Te refieres aparte de las noticias y las pancartas sobre los papeles de
Salamanca, imagino.

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Carol soltó una carcajada sin relajar apenas la postura. A Bego le irritó la actitud
de Carol, no quería quedarse a un lado, e intentó regresar a la conversación.

—Esta semana he empezado Sin rumbo, la novela de Eugenio Cambaceres. No


pensé que me fuera a gustar. Me ha sorprendido. ¿La habéis leído? —preguntó
Bego apoyando los antebrazos en la mesa y parte de su torso para llamar la
atención.

—Ah, sí, Cambaceres… las fabulosas lecturas de la carrera. Creo que no he


bebido lo suficiente como para continuar esta conversación —respondió Carol
levantándose de la mesa—. Un placer.

Bego observó cómo Carol se despedía de sus amigos de la mesa de al lado y se


alejaba hacia la puerta del bar. Igor también la seguía y de vez en cuando
observaba a Bego, sin saber qué hacer. Los ojos de Igor brillaban y Bego supo
que era una batalla perdida. Le indicó con la cabeza que la siguiera y se quedó
sola en la mesa del bar, desconcertada, sonriendo nerviosa, con un picor extraño
en el borde de arriba del labio. Estaba ansiosa, con el cuerpo acelerado, como si
hubiera hecho ejercicio, con todos los poros de la piel abiertos. Tenía estilo,
Carol. Qué soberbia. Aunque se había sentido humillada, su curiosidad por
Carol aumentó y empezó a desear coincidir con ella, que Igor le contara de sus
encuentros. Al otro día le salió un herpes con la forma de una pequeña coliflor y
tardó unos días en llamar a Igor para preguntarle cómo le había ido con Carol.
Igor le dijo que habían pasado días y días alternando orgasmos con discusiones
que dejaban algo más que un mal sabor de boca. Carol lo atacaba directamente:
«Si es que eres un blando, nunca dices lo que quieres y luego te quejas de que te
hago daño». Él le respondía y luego se arrastraban por entre las sábanas.
Cuando quedaban los tres, Carol siempre tenía esa actitud altiva con Bego, y
Bego la observaba atenta. La imaginaba mordiendo suave los muslos de Igor, su
ombligo, o lamiendo su costado hasta clavarle los dientes en el hombro, con ese
mismo desprecio con el que mira. Los encuentros con ellos la alteraban, el
herpes se lo había dejado claro, pero no terminaba de entender qué le pasaba,
tampoco de saber cómo actuar frente a Carol, y le costaba después dormir con

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las imágenes de ella e Igor juntos repitiéndosele una y otra vez. Pero fue en ese
duermevela y con el corazón a mil cuando lo supo: necesitaba morder. Estaba
harta de pasar un montón de horas en los bares sin ligar, llena de ansiedad.
Quería gritar «¡cómeme!», como pensaba que debía de hacer Carol.

Bego le da otro bocado al melón confiando en que la molestia del labio sea
pasajera. Empieza a fantasear con el pecho fibroso de Chema, un poco
humedecido cuando tiene un orgasmo, igual que cuando termina de hacer sus
series de flexiones. Tiene una rutina muy estricta en el gimnasio, ella siempre ha
pensado que es su forma de soportarse, de mantener el control. Aunque Bego lo
prefiere en su modo de explotar, como cuando logra hacerlo rabiar porque le ha
desordenado sus discos, o después de gritarle varias veces que se la meta más
fuerte, como si le gustara follar con ella. La vida con él sería muy aburrida sin
esos toques de pasión. Igual ya no tiene miedo a perderme. En estos últimos
meses no pasamos de las cenitas íntimas con amigos, del misionero en la cama y
con suerte lo convenzo para ponerme a cuatro patas. Fantaseo para lubricar.
Bego no había podido opinar sobre si le gustaba o no ese piso para vivir, no
después de la que montó Chema con el armario al confirmar que ella le había
sido infiel. Eso es lo que me hace falta, un poco de tensión. Si es que no hay
nada mejor que un polvo de reconciliación. El trabajo tampoco la motiva. Lleva
cuatro años en Madrid trabajando en la Biblioteca Nacional, igual de pálida que
las hojas de los libros, como las paredes de ese piso. Catalogar manuscritos se le
ha convertido en un acto mecánico. Recuerda los meses que vivió con Chema en
Salamanca. Era muy aburrido vivir allí sin estudiar ni trabajar, la mayoría del
día con sueño, sin mucho más que hacer que esperar la hora para salir de bares.
Pero entonces la relación iba a su ritmo. Bego sonríe recordando cómo Chema le
preguntaba preocupado si la había azotado en el culo con suficiente fuerza,
como ella le había pedido. En Madrid eso había cambiado, sobre todo cuando se
mudaron a ese piso, después de que Chema destrozara a puñetazos el armario
de la habitación del anterior apartamento. A veces, mientras se masturba,

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recuerda la mirada de asco de Chema mientras descargaba su rabia contra ese
armario. Gilipollas. Está a punto de perderme y prefiere dejarme mi espacio. El
teléfono suena y Bego da un pequeño salto. Es Chema. Tira la cáscara del melón
a la basura y abre de nuevo el frigo, después arroja también a la basura el cartón
de leche de almendras. El teléfono sigue timbrando. Se limpia en las piernas las
manos pringosas y contesta.

—Chema, dime.

—(…)

—Estoy aún en el apartamento, sí, qué más, limpiando, terminando de hacer


cajas. ¿Que qué hora es? Y yo qué sé. Pues las seis, bien. El camión debe de estar
al caer, ¿y?

—(…)

—No, no vengas antes, no es necesario. Recoges tus cajas cuando me vaya y


entregas el piso, como hemos quedado. No empecemos de nuevo, ¿vale?

—(…)

—¡Nerviosa! Chema, estoy de mudanza y hasta las narices de recoger la mitad


de tus cosas, no he dejado de sacar tu mierda de aquí. Sí, me puedo permitir
estar un poco alterada.

—(…)

—Y dale. Pues no lo sé, tengo hasta la noche para decidir. Qué pasa, ¿tienes
miedo de que me marche de una vez por todas?

—(…)

—Es que no sé si voy a aceptar la plaza en la biblioteca de Lisboa. Tampoco sé si


quiero seguir hablando contigo. Mira, Chema, te llamo esta noche, o mejor
mañana. Yo te llamo. Vuelvo a tus cajas, que están pidiendo que las tire por la
ventana. Venga, adiós.

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Después de que Igor se fuera a trabajar a Israel, a un kibutz, Carol empezó a
salir con un antiguo compañero de piso de Bego, con Gabi, el de la perilla que
era pintor de acuarelas. Bego seguía en Salamanca revoloteando por los bares
universitarios y una mañana vio a Carol y a Gabi besándose, y sintió curiosidad
por saber cómo se comportaba Carol con él. Esa misma tarde Bego llamó a Gabi
y quedaron para salir de fiesta, y desde entonces iban los tres juntos de bares.
Carol se había cortado el pelo, lo llevaba muy corto y muy negro, con un
flequillo hacia un lado. Resultaba difícil apartar la mirada de sus labios
carnosos, soberbios como un clavel, de ahí salían las mejores borderías. Bego
también empezó a pintarse los labios. Carol parecía contenta, le contaba a todo
el mundo que escribía y que su novio le ilustraba los poemas. Bego tenía buenos
recuerdos de los tres juntos, aunque Carol fuera cada vez más punzante con
ella. Creía que era porque Carol percibía que a ella le gustaba su manera de
dominar. Cuando quedaban para salir, solían empezar la noche en un bar
discreto no muy lejos de la catedral. En algún punto Carol y Gabriel siempre
discutían y se iban juntos a arreglar sus problemas. Bego se quedaba sola de
fiesta. Así ocurrió la noche en que decidió conquistar a Chema.

—Anda, Carol, pásame el tabaco, que voy liando cigarros mientras sigues
destrozando mi proyecto —le pidió Gabi.

—Toma. Aprovecha. Dentro de poco será más fácil meterse de todo en un bar
menos fumar.

—Yo aún no me creo que en España se vaya a aprobar la ley antitabaco. Dejar
de fumar durante los exámenes, en los pasillos…

—¿Vamos luego al Potemkin? —preguntó Bego ansiosa, cambiando de tema.

—No, no soporto los bares que a las tres de la mañana están llenos de borrachos
desesperados por gritar los temazos de la noche. Bego, bonita, si lo que quieres
es follar, ganas en lugares más tranquilos —le contestó Carol.

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—¿Y qué me querías decir con lo de que «me creo un depredador y ni siquiera
como carne»? —Gabi terminó el cigarro, se lo puso encima de la oreja y enrolló
bien un billete de veinte euros—. Vámonos entonces al Pipers —sugirió
mientras levantaba la cabeza para que le entrara bien la raya.

—En el Pipers no hay quien se meta nada —protestó Bego.

Carol le quitó a Gabi el billete de veinte euros e hizo desaparecer las dos
últimas rayas de la mesa.

—Lo que quiero decir es que para que encuentres un buen tema necesitas salir
de esta miseria de ciudad, de gente y de facultad.

—A mí sí que me gusta tu proyecto de pintar viejas siluetas sobre las fotos de


los contenedores quemados, Gabi —intervino Bego, con ganas de despertar la
furia de Carol. Irritarla hacía todo más intenso.

Carol se acomodó el flequillo y la miró de arriba abajo, como si fuera un trozo


de mierda. A Bego se le encendió el pecho y apartó su mirada, sabía que
vendría un ataque y disfrutaba con la idea. Carol se puso de pie y se dirigió a
Gabi.

—Se me ocurre un plan mejor que ir a otro bar, pero los dos solos. Vamos. Esta
se sabe buscar la vida.

Carol tenía olfato, sabía distinguir la debilidad de una persona y no perdonaba.


Bego lo tenía claro y quería aprender a jugar como ella. Esa noche, después de
que la dejaran plantada, Bego volvió a su casa y se puso la única blusa con
escote que tenía, no quería terminar sola la fiesta. Se fue para el Potemkin y, al
fondo del bar, en la barra, se encontró sentado a Chema, con su camisa de
leñador bien planchada. Discutía una vez más sobre cuál era la versión original
de la canción I put a spell on you con el camarero, que le contestaba con toda la
paciencia del mundo. Chema se encendía cuando no llegaba a un acuerdo y
empezaba a dar voces, algo que a Bego la hacía sentir cómoda. Hasta esa noche,
Chema y Bego solo eran compañeros de clase, aunque se iban conociendo un

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poco más cuando coincidían en el Potemkin. Al principio Bego hablaba con él
porque sabía que tomaba buenos apuntes y no quería perder el contacto, más
de una vez le salvaron los exámenes, pero poco a poco empezó a disfrutar con
el Chema cabezota y un poco broncas de las noches. Había empezado a
fantasear con sus brazos fibrosos, con esos bíceps bien formados rodeándola.
Bego se sentó al lado de Chema en la barra y él la invitó a un chupito de
hierbas. No paraba de mirarle el escote, que le llegaba casi hasta el ombligo.

—Qué, Chema, ¿has discutido de nuevo con tu chica? —le preguntó Bego
burlona.

—Eh, algo así, es complicado.

—Eso te pasa por liarte con una empollona.

—Bueno, me cuida. En realidad Carmen debe de estar al caer. ¿Ron?

—Pensé que me ibas a proponer algo mejor. Con cola, sí.

—Hoy te veo… diferente, estás más… más sexy.

—Ya veo, no dejas de mirarme las tetas. Es mejor tocar, Chema. Vaya, acaba de
entrar tu media naranja.

Chema giró rápido la cabeza hacia la pista de baile, la copa empezó a temblarle.
Carmen se detuvo antes de llegar a la barra. Miraba a Bego y a Chema con
desconfianza, pero su cara mantenía la sonrisa grapada. Parecía que iba a dar
media vuelta. Chema se levantó del taburete como pudo y se esforzó por ir
recto hasta la pista de baile. Después la besó, un beso torpón, de borracho. Bego
los seguía desde la barra. Vio cómo Chema se justificaba y luego se encontró
con la mirada fría de Carmen, se había dado cuenta de que Bego los observaba
y sus ojos azules la fulminaron. Un poco después, Carmen le sonrió a Chema, le
puso los dedos suaves en la boca para que se callara y luego lo abrazó.
Empezaron a bailar, muy despacio. Carmen buscó de nuevo a Bego con la
mirada y, sin quitarle los ojos de encima, empezó a tocarle el culo a Chema, la
espalda, y fue girando con él mientras le subía la camisa, esforzándose por
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enseñarle a Bego cada parte, hasta que quedaron de perfil. Chema tenía una
tableta de abdominales, ahí debajo era de mármol. Luego Carmen lo besó, con
los ojos abiertos, un beso tan largo que alcanzó a Bego y le hizo sentir como si a
ella también la besaran por detrás, en el cuello, como cuando imaginaba a Carol
e Igor. Tenía que conseguir a Chema. Salió del bar.

Después de colgar con Chema, Bego va al salón y mete en una bolsa de basura
las revistas de rock que quedan de él en la mesa blanca de Ikea. El salón es el
territorio de Chema. Todo tiene su lugar, incluso el posavasos de madera donde
pone el té con la leche de almendras que se toma a media tarde. Cuando llega
del trabajo, Chema suele escuchar música en el sofá con los cascos puestos.
Bego nunca permanece mucho tiempo en el salón. Las paredes desnudas, los
pocos muebles y las estanterías con los discos de Chema ordenados por
tonalidades la hacen sentir expulsada, como si fuera una extraña, y se envenena
pensando cómo romper esa armonía. Qué insoportable es con sus cascos para
no molestar. Bego recuerda la cara de pena de Chema cuando le dijo lo de
Lisboa. Ella no pretendía irse, se lo había dicho para fastidiarlo, para despertar
su rabia, quería salir de la pasividad de los últimos meses. En cambio, lo que
había conseguido era regresar a Ávila. Esa misma noche dormiría allí, rodeada
de las porcelanas con adornos florales de su madre, en el trastero de las piezas
olvidadas, en eso se había convertido su antigua habitación. Por lo menos hay
espacio en el garaje para dejar la mudanza. La tarde en que le soltó a Chema lo
de Lisboa, él escasamente la había saludado al llegar del trabajo y se había ido
al salón a escuchar un nuevo disco. Parecía disfrutar aislado y Bego decidió
llevar la ropa seca para doblar al sofá, al lado de Chema.

—Esta mañana me han propuesto ocupar una plaza en la Biblioteca Nacional de


Lisboa —le dijo a Chema después de haberle hecho una señal para que se
quitara los cascos.

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—Pero… ¿quieres que nos vayamos a Lisboa? —le preguntó sorprendido por la
poca importancia con que le estaba soltando la noticia.

Bego terminó de doblar un par de calcetines y emparejó otros dos.

—La plaza me la han ofrecido a mí. Ya decidiré qué hago.

Chema tragó saliva y respiró profundo. Tenía esa cara de no entender qué
pasaba.

—Vale, pues ya me dices —le contestó con la voz más templada que pudo y
añadió—: Esta noche creo que dormiré en casa de mi primo.

Bego dejó a un lado los calcetines y lo miró. Vio su cara de pena y cómo
intentaba disimularla. Le entraron ganas de restregar comida en las paredes,
por los discos, en el suelo, de esperar a que oliera a podrido y se llenara todo de
moscas.

—Te avisaré, sí —fue lo único que pudo articular en medio del enfado al ver
que Chema prefería irse antes que discutir con ella.

El labio vuelve a palpitarle y va al baño a echarse la crema para intentar


frenarlo. Si es que todo lo que va bien tiene de fondo ese tufillo a rancio. Igual
que este piso. Lo peor es este agobio en el pecho, como si arrastrara una piedra
que crece cada día. La misma sensación que tuvo cuando empezó a escaparse a
los bares a ligar a escondidas de Chema. Se unta la crema mirándose al espejo y
se acomoda bien el flequillo a un lado, después se pone recta. Carol siempre iba
muy erguida, como si nada le pesara.

Un par de meses después del espectáculo de Chema y Carmen en el Potemkin,


Bego volvió a tener noticias de Igor. La llamó desde el kibutz para contarle que
volvería a España. Carol le había enviado por correo una foto suya, ampliada,
con esos labios que mordían, tan rojos. Detrás venía una invitación para que

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volviera a Salamanca y sin pensarlo mucho Igor le contó que decidió aceptarla.
Una semana antes de esa llamada, Bego se había despedido de su antiguo
compañero de piso. Gabi dejaba a Carol y la ciudad. Le dijo que Carol estaba
aplicando a una plaza en la universidad y que casi no habían vuelto a salir, que
había vivido un infierno de encierro con ella agobiada haciendo el papeleo para
la acreditación de sus méritos. Bego llevaba ese tiempo sin verlos, pensaba que
la estaban evitando. Al saber que Igor regresaba, pensó que se encontraría de
nuevo con Carol y volvieron las imágenes recurrentes de Carol mordiendo o
lamiendo a Igor, de su mirada de superioridad, tan seca, y ese gesto de limón en
su boca de absoluto desprecio. Qué manera de dominar. Bego estaba
empezando su relación con Chema, que hacía poco había terminado con
Carmen, y seguía impregnado del olor acaramelado del drama. A Bego le
sudaban las bragas de pensar en su tableta de abdominales, pero a él todo le
recordaba a Carmen, y Bego tuvo la sensación de que hiciera lo que hiciera no
daría la talla. Al principio Bego se frustraba, pero luego descubrió que a Chema
le enfadaba que le preguntara mucho sobre Carmen y se ponía borde, era difícil
tratar con él en la siguiente media hora. Eso a Bego la ponía eufórica, como
cuando te regalan una flor y estás deseando estrellarla contra el suelo. Había
encontrado una forma de provocar a Chema. Llenar los huecos que Carmen
había dejado le parecía una buena competencia. A veces Chema le daba la
espalda desnudo en la cama, irritado por lo que ella le decía, y su rechazo la
excitaba más. Pensar en Carol la ayudó a decidirse, estaba dispuesta a sacar el
lado salvaje de Chema.

Lisboa, no sé por qué se me ocurrió. Nunca he pensado en vivir en Portugal. ¿Y


si supiera que no hay plaza? Igual eso sería suficiente para que rabiara. Bego
regresa al salón y continúa tirando lo poco que queda. Los de la mudanza
estarían por llegar. No tiene un plan a largo plazo, dejar las cajas donde su
madre y pasar en Ávila dos semanas o un mes, lo que aguante conviviendo con
su madre mientras piensa cómo rehacer su vida. Se había pedido todas las

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vacaciones juntas. Con Chema solo habla por teléfono, él evita entrar al piso con
Bego ahí. No le voy a pedir perdón, esta relación ya no tiene sentido. Al
parecer, Chema está instalado en la habitación extra de la casa de su primo.
Bego ve la lámpara de pie en la esquina y mientras le quita el polvo la acerca a
las cajas para que no se le olvide, le gusta esa luz, es lo único que merece la
pena del salón. La bombilla está llena de cadáveres de polillas. Dicen que las
polillas por las noches se orientan por la luz de la luna y que suelen confundirla
con las bombillas, por eso se queman, no calculan bien la distancia. Las
estúpidas polillas… pero entiendo, a mí también me gusta quemarme. El salón
está ya recogido y decide darse una buena ducha, no le queda un milímetro de
piel sin sudar. Se mete al chorro frío de agua con cuidado de no mojarse la cara,
no es bueno para el herpes. Sus codos golpean contra las puertas de la ducha y
se le corta la respiración. Atrapada, así se siente, primero llega el susto y
después el placer que libera. Como el efecto mujer bambú. ¿Les pasará lo
mismo a las polillas?

Carol e Igor decidieron irse a vivir juntos después del viaje por la costa vasca.
Se mudaron a Barcelona. Vivían en un piso en la Barceloneta, donde todo sabía
a sal. Las conversaciones de Bego con Igor sobre Carol regresaron. Al principio
Igor le contaba que solo follaban de viaje: en los baños de las estaciones de
trenes, en los callejones estrechos de Cadaqués, incluso dentro de un
confesionario al ritmo lento de los turistas que cruzaban cuidadosos por la
nave. Bego empezó a fantasear con lugares parecidos, su cuerpo se encendía
ante la idea de peligro, y se animó a hacer un listado de los pueblos y ciudades
que no conocía y que como máximo estuvieran a tres horas de Madrid. Carol
siempre era un buen incentivo para asumir nuevos retos. Visitó sola unos pocos
pueblos, con Chema no sería lo mismo, disfrutaba de tener un secreto, de jugar
a ser otra, del riesgo de volver a casa y ser descubierta. Bego creía que Chema
sospechaba algo porque todos los días intentaba persuadirla para que se
quedara con él. Le proponía planes para el fin de semana que ella quería hacer

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desde hace mucho tiempo. Chema no terminaba de creer que Bego se fuera a
Ávila a cuidar de su madre como le decía, sospechaba de ese repentino amor de
Bego por ella. Por suerte para Bego, su madre no se comunicaba con Chema, no
aceptaba ninguna relación que no estuviera unida por el santo matrimonio.
Cuando regresaba a casa de sus viajes, había bronca segura. Chema la esperaba
muy nervioso, después de haber intentado llamarla varias veces sin
contestación. Subía la voz y le exigía que le contara qué había hecho. Las
respuestas de Bego eran escuetas, así prolongaba más el momento de la
discusión. Sabía que Chema se sentía culpable cuando le gritaba o pensaba que
la había tratado injustamente, entonces buscaba acercarse a ella de nuevo,
besarla o acariciarla. Al final terminaban en la cama echándose uno de esos
polvos llenos de rabia y frustración que tanto disfrutaba. En los pueblos Bego
repetía siempre la misma rutina. Paseaba por el día, comía en restaurantes que
estuvieran casi llenos y por la noche se ponía tacones, se pintaba de rojo los
labios, buscaba un bar con buena música y se sentaba en la barra a esperar que
alguien le hablara. Tenía una norma, follaba con quien fuera con tal de no
hacerlo en una cama y que no le soltara piropos manidos de su cuerpo ni de sus
«ojos vivos como dos estrellas». Hizo solo una excepción, un pelirrojo, después
de la primera copa le dijo: «Qué bonito sería conocerte de vieja, con esa misma
sonrisa explosiva llena de marcas por la experiencia». La siguiente noche que
estuvo con Chema lo llamó por el nombre del pelirrojo y Chema se enfureció.
Todas las horas del gimnasio recayeron sobre el armario de la habitación.
Destrozó las puertas a puñetazos y después lloró desconcertado, desde el
estómago, con trozos de madera en los nudillos. Bego ya no pudo ocultarlo más
y le contó a dónde iba los fines de semana. Le prometió que se quedaría con él,
lejos de los bares y de los pueblos, pero él la empujó y la miró con odio, luego se
fue un par de semanas donde su primo. Se quedó sola, con el armario a cachos
y recreándose con la imagen de Chema fuera de sí. Había logrado darle un giro
a la relación con Chema. Dejó de sentir el peso de la piedra en el pecho.

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Pocos meses después de mudarse a Barcelona, Carol e Igor cambiaron de casa.
Viajaban menos y, por lo que Igor le decía a Bego, Carol se la pasaba haciendo
ejercicio, usaba cremas antiedad y gestó una tesis sobre su insatisfacción. Igor se
entregó de lleno al trabajo y, cuando estaba a solas, al parecer a Carol no le
gustaba que llamara tanto a Bego, le contaba sobre las últimas discusiones que
habían tenido. Ya en el café de la mañana se disolvía entre ellos la violencia.
Bego los imaginaba encerrados en esa casa más grande, con estudios separados,
a la defensiva, sin ventanas al mar. Las fantasías de ellos en la cama se
desvanecieron y le empezaron a aburrir las historias de Igor. Según él, Carol
atravesaba la crisis de los treinta, un poco tardía, y todo se lo tomaba personal.
Parecía como si Carol hubiera tirado la toalla, como si hubiera solo
susceptibilidad, y esa actitud defensiva de Carol la desconcertaba. Entonces
Bego empezó a preocuparse por Chema, él le decía que la sentía lejos después
de lo del armario, no le apetecía llevar la iniciativa sexual, y a Bego le creció la
necesidad de rescatar la relación. No quería ocupar el tiempo sin más, como
Carol e Igor. Ellos vivieron así casi un año. Cada día ponían un ladrillo entre los
dos, al mes ya tenían una pared, y con el tiempo toda una muralla. Mientras
Carol e Igor profundizaban en la herida, Bego cogió fuerzas para recuperar a
Chema, las discusiones sin reconciliación no tienen sentido. Lo bombardeó a
mensajes y un día se presentó en casa de su primo, decidida a conseguir ese
polvo del perdón. Regresaron las noches con Chema dándole la espalda en la
cama. Por momentos llorando, rechazándola en silencio. Logró sacarle que
cuando la tocaba se imaginaba que otros hombres la habían besado y sudaba
frío, prefería darse media vuelta. Ese sudor desprendía un olor fuerte, como a
ajo machacado, un olor que a Bego le resultaba magnético. Se pegaba a él entera
y le decía al oído: «Sabes, he descubierto que me pone más cuando me insultan,
como un susurro». Despertaba así la rabia de Chema, que le preguntaba si
quería que la insultase mientras dejaba que lo masturbara para después
penetrarla rápido, con desprecio. Al poco tiempo él le dijo atormentado:
«Tenemos que cambiar de piso, no puedo más», y Chema se puso a buscar una
nueva casa, hasta que encontró este apartamento.

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Bego sale de la ducha y se unta de nuevo la crema para el herpes. Se mira un
rato en el espejo y se toca las caderas con gusto. Decide quedarse desnuda, ya
me tienen muy vista los vecinos. Le queda la última caja y esperar a los de la
mudanza. En Ávila descansaría un poco del calor. Podría aislarse en el Jardín
de Sefarad, el antiguo cementerio judío, un lugar que su madre nunca pisaba. Y
se pondría morena tumbada al sol, como Carol, aunque no estuviera cerca del
mar. Recuerda la voz rasposa de Carol cuando la llamó para decirle que estaba
en Madrid, que se acercara a la librería, una voz más seca al teléfono: «Estoy en
Madrid. Presento mi último libro en Tipos Infames. Tengo cosas que entregarte.
Vente a las siete». Bego paró el coche para responderle, nunca se llamaban, solo
habían llegado a intercambiar mensajes para quedar en Salamanca. Más que
una llamada parecía un telegrama, daba órdenes cortadas y a Bego se le
despertó un cosquilleo por dentro al escucharla. Era la misma Carol soberbia
que le metía caña. Entonces acababa de mudarse a ese piso que Chema había
escogido y estaban en la fase de las buenas formas y la comprensión. Quiso ver
a Carol, medirse con ella, como una polilla que no puede evitar acercarse a la
luz aun si sale quemada. Le había avisado con poco tiempo y tuvo que dar
media vuelta con el coche. Antes se arregló el flequillo, se pintó los labios y
buscó en el móvil su libro. Editorial Calambur, especializada en poesía. Qué
pereza, desde la carrera solo tocaba la poesía en los libros del trabajo. Leyó el
poema de promoción del libro, no había perdido su estilo, un mordisco tras
otro. Vio que la presentación era a las ocho, una hora después de la cita, y le
dieron más ganas de ir.

Cuando entró a Tipos Infames había muy poca gente. En las mesas de la
derecha no había nadie sentado tomando algo, tampoco veía el poemario de
Carol en las estanterías usuales de promoción. Vio a Carol apoyada en el
mostrador que hacía de barra del bar, a la izquierda del todo, hablaba con uno
de los libreros. Le llegó su olor a pomelo y narciso y su corazón latió más fuerte.
Estaba morena, se le notaba, aunque iba toda de negro. Llevaban las dos el

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mismo pintalabios rojo y casi el mismo flequillo. Bego se acercó para saludarla y
Carol se cruzó de brazos, no quería darle dos besos. Parecía incómoda de que la
vieran con ella, la miraba desconfiada, y tampoco la presentó al librero. Le
señaló su libro al lado de la caja, los ejemplares estaban en una mesa bajita que
hacía esquina con la barra, y le preguntó si quería tomar algo. Después de pedir
dos cafés y de recoger la bolsa que tenía a sus pies, Carol se sentó en la mesa de
la esquina, la más apartada de la barra, desde ahí se podía controlar toda la
librería. Bego sintió sus ojos intimidantes en la nuca mientras compraba su
poemario y le volvió el temblor, esperaba tener con ella una de esas
conversaciones mordaces. Los primeros diez minutos fueron muy tensos, casi
no hablaron. Bego se sentía observada. Carol no paraba de mirar su flequillo,
sus labios también rojos, cada movimiento que hacía, y siempre sin dejar de
vigilar el reloj y la puerta de entrada. Esperaron los cafés y revolvieron despacio
el azúcar, como si fuera un acto importante, hasta que por fin Carol abrió la
bolsa que había recogido antes en la barra y le entregó unos libros de Igor y una
caja de zapatos. Le dijo que quería deshacerse de lo que aún la tenía atada al
pasado y que prefería no contactar con Igor. Bego le contó un poco sobre su
relación con Chema, no quiso hablarle de Igor, y después le preguntó sobre el
poemario, esperaba el momento oportuno para que se lo firmara, pero la
conversación no era estimulante, solo un encuentro operativo. Bego no
soportaba la frialdad cordial de Carol y, además, era evidente que tenía prisa,
estaba más interesada en controlar quién entraba a la librería que en hablar con
ella, así que Bego prefirió levantarse y decirle que debía irse. Carol tuvo el
detalle de pagar los cafés y de preguntarle por qué no se quedaba a la
presentación.

—¿Te marchas entonces? Qué pasa, ¿no puedes deshacerte de tu Chemita una
noche? —le preguntó Carol evidentemente más relajada al pensar que se
estaban despidiendo.

—Antes de llegar he buscado algunos poemas tuyos y… no soy muy amante de


la poesía.

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Bego hizo el amago de acercarse para despedirse, pero Carol volvió a cruzarse
de brazos y puso esa boca de limón.

—Te vendría mejor un pintalabios más claro.

—Adiós, Carol, que vaya bien la presentación —respondió Bego ya de camino a


la puerta—. Gracias por el café.

Ninguna de las dos se esforzó por poner una sonrisa. Cuando Bego salió a la
calle, caminó un poco y se tocó el estómago, sentía acidez, nunca antes le había
dicho nada de su físico o de lo que llevaba. Abrió la caja de zapatos, dentro
estaba el jersey rojo. Lo sacó y le llegó de nuevo su perfume de pomelo y
narciso. Un chico vestido todo de negro, con poco pelo y el mentón partido,
pasó a su lado y entró en la librería. El labio le comenzó a palpitar, era de los
que le gustaban a Carol. Decidió regresar a Tipos Infames. Antes de entrar, se
detuvo en la puerta de la librería. A través del cristal pudo ver que el chico de
negro hablaba con Carol, muy cerca de ella. Estaban los dos parados enfrente de
la mesita con los ejemplares del poemario de Carol, no muy lejos de la puerta.
Los labios de Carol parecían hinchados y con él sacaba su sonrisa pícara, estaría
ligando. El chico le gustaba, Bego estaba segura. Carol le sacaba unos cinco
centímetros con los tacones que llevaba, se veía cómoda estando por encima.
Toma autoestima. Seguramente pasaría con él la noche, cruzaría las piernas
sobre su cadera y quedarían a la misma altura. Bego se pintó de nuevo los
labios y entró a la librería. No quería imaginar más, quería morder como Carol.

El timbre suena y Bego se asusta, sigue desnuda. Busca torpe por el suelo y en
las cajas algo que ponerse. Siente el subidón en el pecho al recordar el momento
en que entró de nuevo a Tipos Infames. Fijó su mirada en Carol y se la sostuvo
todo el tiempo mientras se acercaba y le pedía que le firmara el libro.

—Carol, por favor, he olvidado pedirte que me firmaras tu libro —le dijo
entregándole su ejemplar y parándose muy cerca de ella y del chico. Después se
dirigió a él—: Hola, soy Begoña, una amiga de Carol de Salamanca.

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—Encantado, Roberto. Yo conozco a Carol hace relativamente poco.

Roberto se acercó para darle dos besos a Bego. Tenía la piel suave, de recién
afeitado.

—Igualmente, encantada. Carol te esperaba impaciente, no ha parado de vigilar


la puerta de la librería.

Roberto sonrió extrañado mirando a Carol, que se puso nerviosa. Carol escribió
en la primera página del libro un «Espero que lo disfrutes» y le devolvió el
ejemplar a Bego, de nuevo incómoda.

—Toma. Ya puedes marcharte —le dijo Carol a Bego.

—¿No te quedas a la presentación, Begoña? —preguntó Roberto, seguramente


curioso por saber un poco más sobre Carol.

—No puedo, tengo que irme. Carol me avisó con poco tiempo —le respondió
Bego mientras leía la dedicatoria. Después miró ofendida a Carol, de arriba
abajo—: Esperaba algo más… más a tu altura.

Roberto fue el único que se rio, parecía divertirle la forma altanera en que Bego
le hablaba a Carol. Carol no pudo sostenerle la mirada, tampoco responderle
nada. A Bego se le erizaron hasta los dedos de los pies, por fin era ella la que se
ponía por encima.

Bego escucha de nuevo el timbre. Qué pesados. Después de despedirse de Carol


y Roberto volvió a esa casa, con la adrenalina de la librería. Guardó la caja de
zapatos con el jersey dentro en el armario y esperó a Chema, con los tacones y
un liguero puestos, no había forma de pararla esa noche. El timbre vuelve a
sonar, insistente. Se pone unas bragas y una camiseta larga de tirantes que le
alcanza a tapar el culo. Observa por la mirilla quién timbra.

—¿Qué haces aquí, Chema?

—Te queda bien ese vestido, Bego. No lo conocía.

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—Pensé eras el del camión. Anda, entra, que este edificio está lleno de cotillas
—le dice asegurándose de que su voz se escuche por el pasillo y las escaleras.

—Ahora sí que van a estar pendientes.

—Sigue al salón, hay más espacio entre cajas. Qué. Dime.

—¿Te vas a Lisboa?, ¿vas a aceptar la plaza? —le pregunta con urgencia. Bego
ve que tiene unas buenas ojeras.

—Eso es lo que querías decirme. ¿No podías preguntármelo por teléfono? Hasta
ahora ese contacto era suficiente.

—Bego, por favor, que no he dormido en varios días y estoy pendiente del
móvil todo el tiempo, a ver si eres tú.

—Chema, este es el momento en que te lanzas sobre mí, me gritas o me exiges


una explicación, ¡joder! —le grita haciendo un amago de que se va.

—¡Para, coño! —le dice agarrándola fuerte del brazo—. Respóndeme y me voy.

—Que es todo mentira.

—¿Cómo? No, escúchame, te dejo en paz si me dices qué has decidido.

—A ver si te enteras. Que lo de la plaza era todo mentira. Ya está, ya lo he


dicho. ¿Un poco de melón? Es lo único que me queda.

—Pero qué capulla eres.

—Suéltame el brazo, Chema. Que voy a por el cuchillo.

—¡Me importa una mierda el melón!

—Eso es, grita, aprovecha y destroza esas cajas, como con el armario. Ten
cuidado con la lámpara, que es mi mata polillas.

—¿Aprovechar? No puedo más, Begoña, no hay quien te entienda.

—Tú bésame de una puta vez.

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Chema cierra el puño intentando contenerse, respirando agitado, pero
finalmente se acerca y la besa. Después le tira de la coleta, con desprecio, y
Bego, muy excitada, empieza a darle órdenes. «Qué esperas, tírame al suelo»,
pero Chema esquiva las cajas y la arrastra con fuerza contra la pared. Ve los
ojos de Bego encendidos y le rompe las bragas. Ya todo da igual.

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Ensalada de codorniz

Antes de colgar, Miguel miró por la ventana. El mar estaba agitado. Parecía que
no hubiera espacio suficiente, que los peces lucharan por encontrar su sitio.
Pasaba una y otra vez la mano por su cabeza afeitada, despacio, buscando las
palabras.

—Vale, sí, vente a comer, Pilar. Aquí te espero.

—(…)

—Que viajas acompañada. —Aclaró la voz—. No pasa nada, traed vino y pan.

—(…)

—Estoy bien, solo un poco cansado.

—(…)

—A las dos, sí. Venga, hasta luego.

Dejó el teléfono y fue a cerrar un poco las persianas. Pilar odiaba el exceso de
luz. El apartamento era pequeño, uno de esos espacios integrados con baño
independiente. Desde la cocina se podía ver la cama y, desde la cama, la mesa
que usaba para comer y de escritorio. A Miguel le gustaba porque todas las
ventanas daban al mar y solo al mar, ni siquiera desde el balcón se veía la playa.
Parecía como si esa inmensidad flotara. «Un piso para soñar, como en un
barco», le había dicho a Pilar cuando lo compraron. Llevaba poco más de un
año viviendo allí, solo. Algunas noches se dejaba arrullar por el sonido del agua
y dormía de un tirón. Otras, sin embargo, sentía que las olas lo arrastraban,
crecían hasta inundar la casa, y su boca se llenaba de sal. Completamente seco,
le resultaba imposible escupir, imposible tragar.

La última vez que había visto a Pilar fue en el despacho del abogado que él
contrató. Ese día firmaron los papeles del divorcio. Ella parecía otra persona,

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con el pelo muy corto y el vestido verde que a él tanto le gustaba y que ella casi
nunca se ponía. Caminaba sin apoyar del todo los talones y con los hombros
abajo, más relajados. Llevaba unos pendientes grandes, naranjas, llenos de
energía, como cuando la conoció. Le dolió saber que se las arreglaba sin él.
Miguel revisó el frigorífico, tenía poca cosa, pimientos, cebollas, queso, ajo y un
par de zanahorias. Esos pendientes… esos malditos pendientes naranjas no
paraban de moverse mientras Pilar le decía «prefiero que no nos veamos
durante un tiempo». Había sido duro sobrevivir durante esos meses. Cerró con
rabia la puerta del frigorífico y abrió el armario de la cocina. Dentro aún estaba
forrado con el papel gris de hexágonos que ella se había empeñado en poner.
Dos botes de garbanzos, higos, frutos secos, latas de atún y una de codorniz en
escabeche; perfecto para una ensalada.

En el pueblo seguía siendo el recién llegado. No iba de bares, tardaba poco en


hacer la compra y pasaba muchas horas dentro de casa. Había construido una
pequeña rutina que le ayudaba a sentirse activo. Bajaba a comprar pan donde la
Rosi, se dejaba aconsejar por ella para comprar fruta y verdura, y los jueves, el
día de rebajas en el pescado fresco, pasaba por la plaza a ver qué tenía buena
pinta. Le encantaba cocinar, incluso cuando se le cerraba la garganta y no le
entraba ni una pizca de comida. Por la tarde, si no hacía mucho calor y su
cansancio se lo permitía, paseaba por la playa. Aquella mañana había comprado
merluza y tenía pensado guisarla a la mandarina, la Rosi le había dicho que era
la fruta de temporada.

En otra época, el apartamento tuvo cada pared de un color diferente, eso había
sido al principio, cuando los dos soñaban con el barco. Hacía un año que todo
estaba pintado de blanco, también las persianas. Recostado en la pared, se le
vino la imagen de él con la brocha y la pintura blanca, intentando borrar de la
memoria las marcas de color. Sintió seca la boca y echó un vistazo al mar. Las
olas rompían con fuerza y el agua se llenó de espuma, como la de la cerveza.
«No entiendo por qué me busca ahora». Era un poco más de la una, no le
quedaba mucho tiempo. Abrió acelerado un bote de garbanzos, lo escurrió y

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empezó a cortar en trozos finos la cebolla, el ajo y la zanahoria. El viento abrió
de golpe la ventana. Se asustó y tiró al suelo el frasco de garbanzos. Las
lumbares se le enfriaron y empezó a temblar. El sonido roto del cristal persistía
en sus oídos. Fue a cerrar la ventana y vio su reflejo. Le salían gotas de sangre
por la nariz. Echó rápido hacia atrás la cabeza. La sangre alcanzó sus labios y
por detrás de la boca sintió un ardor metálico. Sabía que no se quitaría ese sabor
en horas. «Por lo menos esta vez Pilar me dirá si está buena la comida». Movió
rápido las manos, intentaba atajar las gotas que seguían escurriendo. Cuando
sintió que se había cortado la hemorragia, se taponó la nariz con unos cachitos
de papel de cocina. Despacio, enderezó la cabeza. Observó por un momento su
reflejo en la ventana. No pudo contener el llanto. Caminó hasta el fregadero que
quedaba al otro lado de la cocina, junto a una barra pequeña plegable y dos
taburetes altos que cerraban un poco el espacio. Se lavó con furia las manos con
el lavavajillas y se quitó los papeles de la nariz. Cogió una bayeta mojada y se la
restregó con fuerza por toda la cara. Después se arrodilló y recogió con cuidado
cada trozo de cristal. Se secó los ojos. «Un año sin ver a Pilar y yo así». Fue de
nuevo a la pila y acercó uno de los taburetes. Abrió el grifo, se sirvió un vaso de
agua y mientras se lo bebía se sentó. Escupió una parte al fregadero, era como
chupar una moneda. Sus labios se agrietaron. Se levantó del taburete y continuó
con la ensalada. Mezcló los garbanzos con el picadillo, sal, pimienta y, antes de
aliñar, untó su dedo índice en aceite de oliva y se lo llevó a los labios. Por
encima de los garbanzos añadió la codorniz. «A Pilar le va a encantar».
Desenvolvió la merluza. La piel aún brillaba y tenía los ojos claros.

De un golpe seco, Miguel separó la cabeza de la merluza. «Suerte que está bien
limpia, no soporto ver más sangre». En las últimas dos semanas su nariz había
sangrado varias veces. Cada nuevo síntoma le alteraba el sueño y se
obsesionaba con cambiar la distribución de la casa, con limpiarla en
profundidad. «Por lo menos que el piso se vea decente». Desde las primeras
noches en esa casa empezó a tener taquicardias. Quitó todos los espejos, pero no
fue suficiente. Las ventanas, las copas, las pantallas, a veces también los
cuchillos le mostraban sus ojeras, su falta de pelo, sus labios quebrados. Pilar no

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sabía nada de su enfermedad. Durante los meses que llevaba allí, la cocina era
el espacio de tranquilidad, su lugar preferido. Disfrutaba hundiendo el cuchillo
en un queso cremoso y con la sensación áspera al atravesar una calabaza. Los
golpes secos contra la tabla de cortar le hacían sentir que aún le quedaban
fuerzas. Los olores casi no los percibía. El pescado y la carne le recordaban la
coliflor hervida. No era agradable, pero según la intensidad sabía si estaban
hechos o no, y eso le permitía cocinar otros platos a la vez. Disfrutaba con el
fresquito de la naranja en la boca y con el picor cuando se acercaba a la nariz un
kiwi. Los restos del ajo en los dedos le ponían la boca pastosa, como si hubiera
comido algo muy grasoso. Tenía que beber bastante agua para quitarse la
sensación de asco. Lo que más le desesperaba era ese sabor metálico. Siempre el
mismo aunque masticara un trozo de zanahoria, de lechuga o chupara una
tableta de chocolate. Pero podía jugar a mezclar los colores, a imaginar los
sabores cuando tenía una tregua y el cuerpo le aceptaba más de un bocado.

Cortó en rodajas la merluza, algunas mandarinas y otras las exprimió. «Si le


huele mucho a pescado, que se aguante». Puso un poco de cebolla, harina, el
zumo y la merluza en una sartén. Antes de taparla miró al mar, el agua estaba
densa, como la salsa. Recordó la última tarde con Pilar. Entonces, también
preparaba pescado. Miguel trabajaba, leía, practicaba taichí, cocinaba… todo lo
hacía en la casa. En ese momento soñaba con las vacaciones en la playa, con
tener a Pilar para él solo, aunque sería difícil después del correo que le había
enviado hacía poco. Sentía como si el mundo fuera de casa se hubiera
congelado. Aquella última tarde, Pilar regresó del trabajo y entró directa a la
cocina con el móvil en la mano, los ojos enrojecidos, gritando.

—¡Se puede saber por qué no me lo dices a la cara!

—Pilar, no me grites, por favor —le contestó Miguel sin dejar de cortar el
cilantro.

—Me escribes un correo terminando conmigo y ahora me pides que me calme.

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Miguel se giró y le dio la cara a Pilar. Vio como ella se movía de un lado para
otro. Rodeó con todos los dedos el cuchillo.

—Desde que cambiaste de trabajo es más fácil que me respondas al móvil que
verte.

Pilar se detuvo. Antes de contestarle lo atravesó con su mirada, como si le diera


un bofetón.

—Ayer cenamos juntos, compré las croquetas de Boletus que tanto te gustan,
hablamos de ir unos días al nuevo piso, de disfrutar de la playa. Te di un
masaje en los pies…

—Y agradecí el masaje, joder, pero quería, esperaba algo más. —Miguel hizo
una pausa, su voz era cada vez más aguda. Clavó el cuchillo en la tabla y se
limpió con brusquedad las manos en el delantal—. Yo tengo el mismo puto
trabajo desde hace años, te espero todo el día en casa y tú… tú juegas a hacer de
mujer exitosa. Unas croquetas no lo van a arreglar.

—¿Eso es lo que te molesta?, ¿que por fin consigo el trabajo que quería?

—Nunca te ocupas de la casa. Solo te preocupa el trabajo. La ropita del próximo


día, lo bien que salió la reunión de la mañana, la comida con no sé quién —
respondió Miguel imitando la voz nasal de Pilar.

—Claro que sí me ocupo de la casa. Pago los servicios, hago parte de la compra,
riego las plantas. Yo no tengo la culpa de que te aburras, que te pases el día aquí
metido.

Miguel se quitó el delantal y se acercó a Pilar. La agarró de los brazos y la trajo


hacia él.

—Te siento lejos, Pilar, como si ya no formaras parte de mi vida.

—No, otra vez no, Miguel, estoy agotada —le dijo a punto de llorar, mientras
intentaba apartarse de él—. No voy a dejar de nuevo el trabajo por estar
pendiente de ti todo el día.

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Miguel intentó retenerla, pero Pilar se movió rápido hacia la puerta de la
cocina.

—Mira, mejor me voy a casa de Ana, no soporto verte más ahora. —Salió de la
cocina y, antes de irse, se despidió sin ganas—: Yo también necesito un tiempo.

Miguel contaba con pasar unos días de soledad y que luego Pilar regresara a
casa. Ya había ocurrido otras veces. Ante el miedo a perderlo, ella había
renunciado a algunos ascensos y a mejores ofertas de trabajo que le suponían
un horario más extenso. Pero en esta ocasión se había equivocado. Pilar no
regresó, solo llegó su correo. La carta tenía otro tono. Le decía que ella tampoco
estaba satisfecha, que no quería cuidar más la relación. Después se
intercambiaron otros correos y llegaron las conversaciones por teléfono. Cada
contacto se convertía en una nueva pelea, y con cada pelea lo invadía la
sensación de sueño continuo, le fallaban las piernas y su estómago se quejaba
con todo lo que comía. Casi seis meses después de la discusión en la cocina
decidieron separarse y acordaron verse con los abogados. El reparto de los
apartamentos fue lo más fácil. Pilar estaba renovada y prefería quedarse en la
ciudad. Miguel acababa de enterarse de que tenía un tumor y pensó que el
ritmo del mar le vendría bien.

Fuera lloviznaba, había una nube gris impulsada por el viento. Observó las
gotas caer. A veces le parecía que el mar era de mercurio, frío, eléctrico,
maleable, imposible que una sola gota se disolviera en él. Igual por eso salía ese
vapor pesado. Sintió un mareo; empezó a sudar. Abrió con esfuerzo las
ventanas antes de dirigirse a la cama. La brisa refrescó su cara, pero el olor a
algas le dio una arcada. «Doy pena». Sentado en la cama, primero masajeó sus
rodillas y luego se recostó con la mirada hacia la ventana de la derecha. Podía
ver el mar. La nube ya no estaba y el agua brillaba, como plata. A lo lejos vio
dos velas que avanzaban lento. Se entretuvo adivinando quién podía navegar
en un día como ese. Parecían dos veleros pequeños. A Pilar no le gustaba ir en
barco, se mareaba mucho, ahora la entendía. «¿Con quién vendrá a comer?».
Cerró los ojos y sacudió la cabeza, intentaba apartar los pensamientos. Se quedó

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dormido. El olor intenso a coliflor lo despertó. Miró agobiado el reloj, llevaba
veinte minutos ahí tumbado, se le iba a secar el pescado. Rodó por la cama
hasta apoyar los pies, se levantó con cuidado y regresó a la cocina. Bajó el
fuego, cortó en triángulos el queso, puso los higos secos en un cuenco azul y los
llevó al comedor. Terminó de preparar la mesa. La ensalada en el centro, tres
platos, tres vasos y tres copas, no cabía nada más. Después puso encima de los
platos los cubiertos y las servilletas, uno, dos y tres pares. Eran tres y hasta
hacía poco no había pensado en la tercera persona. Un líquido agrio subió hasta
su garganta y escuchó un zumbido cerca de su oreja que lo hizo tropezarse
contra la mesa. Una de las copas se quebró contra el borde de un plato. La
avispa había entrado directa a la ensalada. Miguel fue como pudo hasta la
librería, al otro extremo del apartamento. Era alérgico. Cogió un libro por si se
le acercaba, pero se había posado en la fuente y estaba entretenida desgarrando
pedacitos de codorniz. El brazo empezó a escocerle, como si le estuviera
rasgando a él la piel. Las piernas le temblaban. «Qué asco, ya no me puedo
comer ese plato». El cuerpo de la avispa peludo y dividido en dos resistía
incluso la corriente de aire que circulaba. Miguel la vigilaba con la mandíbula
apretada y el libro como escudo. Tenía que quitársela de encima. Ya casi eran
las dos. Decidió acercarse poco a poco con el libro por delante hasta que llegó a
la mesa, sujetó la fuente y, con un movimiento seguro y rápido, tiró toda la
ensalada al mar y cerró las ventanas. «Cabrona». Se recostó de espaldas a la
ventana y esperó a que le bajaran las pulsaciones.

En la mesa quedaban los pedazos de la copa. Cuando se tranquilizó, recogió los


cristales y sacó otra. Supervisó que la avispa no estuviera cerca de la ventana de
la cocina y la abrió un poco. Rondaban unas pocas gaviotas y algún pez se
asomaba, pero el mar se había llevado todo. Sintió el picor del sol en su mano y
se permitió sacar la cabeza, cerrar los ojos, respirar salado. «Seguro que Pilar
trae algo de comer, con esa maldita obsesión de que falte comida». Miguel se
separó de la ventana y apagó el fuego. Al pasar su mano por la cabeza sintió
unas cuantas venitas pronunciadas. Buscó su reflejo en el cuchillo. Seguía
pálido. Pensó en su camisa violeta de cuello Mao. Antes de ir hasta el armario,

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se quitó la camiseta y observó en el cuchillo su torso desnudo. Se tocó con
desconfianza las costillas pronunciadas. La piel era muy fina y estaba llena de
manchas. Bajó un poco más el cuchillo. El abdomen se contrajo y sintió un
dolor, como de agujetas. Su cintura parecía la de un niño y el vello púbico casi
había desaparecido. Soltó el cuchillo. A Pilar le iba a aterrar, no quería su
lástima. Caminó lo más rápido que pudo hasta el armario para ponerse la
camisa violeta. Tardó en abotonarla. Sus dedos estaban fríos, amarillos, no
podía articularlos. Los frotó con fuerza hasta que reaccionaron y terminó de
vestirse. Después recogió el cuchillo y volvió a mirarse. El violeta lo hacía más
joven y ese cuello distraía de su nuez pronunciada. Los ojos le brillaron. Sonrió.

Regresó al comedor y cogió un plato. Se sirvió una ración de merluza, luego se


sentó a la mesa. Sentía que las olas lo arrastraban y que la boca se le llenaba de
sal. Sonó el timbre varias veces. Abrió un higo y lo probó, le costaba tragar.
Después sonó el teléfono. Cogió un triángulo de queso, le entraba mucho mejor,
casi era líquido en la boca. A lo lejos, la voz de Pilar parecía que lo llamaba
desde el mar. Con los ojos cerrados, Miguel continuó con la merluza. Así era
más fácil imaginar.

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Nuestra querida Lina

Una semana antes de que Lina naciera, programamos una escapada a la sierra,
nos apetecía desconectar de los preparativos de la bebé.

—He reservado una cabaña rodeada de árboles con una ducha en la que seguro
que cabemos los dos. Como a ti te gusta, Pichi. Tiene una cama gigante. Está
aislada, no llega ni la señal del móvil —le dije a Gemma.

En esa cabaña tuvimos el mejor sexo de nuestra historia. Aún salivo cuando
recuerdo el sabor ahumado de sus pezones, su pecho hinchado. Tenía la piel
especialmente suave. Según llegamos a la cabaña, Gemma se tumbó en la cama.
Le quité las sandalias y me preparé para darle un masaje en los pies. Al aceite le
eché unas gotitas de esencia de lavanda, como me recomendó la del herbolario,
y, aunque al principio se relajó, el masaje y el olor la excitaron. Lo noté porque
Gemma tomó la iniciativa. Se levantó con torpeza, sonrojada, con los pómulos
acentuados y los labios más gruesos, entreabiertos. Un mujerón. Se me puso
dura. Me miró con sus ojos de te-voy-a-comer, me quitó los pantalones y
empezó a lamerme los testículos, después el pene, entero, con hambre. Se lo
paseó mojado por el cuello, por las mejillas… La punta de mi polla palpitaba,
toda mi sangre estaba ahí. Gemma no suele entretenerse mucho con el sexo oral.
Continuó jugando mientras me masturbaba, eso me puso a mil. Un calambrazo
me atravesó debajo del ano, no podía aguantar mucho más. Intenté retirarla,
pasar a otra cosa, y entonces escuché que me decía: «Sí, sí, córrete en mi cara», y
me corrí. Un poco después me hizo un gesto para que fuéramos a la ducha, le
apetecía que nos sobáramos, que la enjabonara. No quiso lavarse la cabeza,
tampoco retirarse el semen de la mejilla. De vez en cuando se tocaba la mancha
seca y luego buscaba mi pene. Cuando regresamos a la cama, me llevó la mano a
su entrepierna, estaba chorreando. Follamos varias veces. Por primera vez me atreví

a metérsela por el culo. Ella no paró de babear, de gemir. Nos convertimos en


un solo flujo. Aquella noche en la sierra, Gemma pudo dormir del tirón. Yo me

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quedé un buen rato despierto, observándola, recordando sus grititos de placer,
memorizando ese momento. Unos días después llegó el parto, las grietas en los
pezones y las primeras noches con Lina a nuestro lado. Su llanto me ponía muy
nervioso y no aguantaba mucho con la bebé en brazos. Se la pasaba a Gemma.

Hacía un año que sobrellevábamos el día a día con Lina. «Ha puesto mala cara
con el arroz», «Sigue con diarrea, José, creo que vamos a llevarla al pediatra»,
«¡Ha dado su primer paso!». Gemma siempre estaba pendiente de la bebé y
tenía la necesidad de contarme cada cambio. Me ponía nervioso tanto detalle y
ella lo notaba. Para mí Lina era un saquito demandante, uno que absorbía la
atención de Gemma. Echaba de menos dejarnos perder por la ciudad sin un
horario, las conversaciones que se alargaban en la cama, sentir su respiración
sobre mí, su cadera… Pero ella vivía conectada a Lina.

Convencí a Gemma para que dejáramos a la bebé en casa de su madre una


noche, y le prometí encontrar una casita en la montaña a pocos kilómetros de
Madrid.

—Gemma, mi amor, Lina va a estar bien con tu madre, es solo una noche.

—Es que nunca ha dormido sin nosotros —me respondió mientras cogía y
apretaba fuerte a la bebé entre sus brazos.

—Lo sé, pero ya tiene un año —le dije quitándole a Lina y dejándola de nuevo
en su cama.

Gemma se puso tensa y dio un paso para atrás.

—Si fuera por ti dejarías a Linita la semana entera fuera de casa —me respondió
en tono de reproche. La verdad es que no me pareció mala idea—. Las rutinas
son importantes, José. Deberías esforzarte por atender a la niña. Además, no es
momento para gastos.

Me acerqué de nuevo, suplicándole con la mirada.

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—Te echo de menos, mi vida. Es solo una noche. Volveremos con más ganas a
casa.

Tuvimos la suerte de ir donde López, mi compañero de trabajo, en Las Matas,


un chalet reformado de dos plantas que había heredado de sus padres. La casa
quedaba en medio de un pinar y tenía un patio con barbacoa, perfecto para
comenzar el verano. López la usaba poco y nos la dejó. Nuestra situación
económica no era la mejor, medio sueldo de Gemma se iba en la guardería y el
mío casi entero en el alquiler. Se me ocurrió pedírsela después de convencer a
Gemma.

—Está bien, hablaré con mi madre, José.

—El chalet tiene patio y López me ha dicho que se duerme de maravilla. Si pasa
algo, no tardaremos ni una hora en llegar donde tu madre. Ya verás, nos va a
venir muy bien.

Gemma seguía mirándome con su cara de desconfianza y estuve a punto de


entregarle el bolso pequeño de cuero que le había comprado, pero al final me
cogió de la mano. Mis hombros se relajaron, ya no era necesario.

Cuando llegamos al chalet, el cielo parecía que sangraba. El olor a tierra mojada
y pino me entró por la piel. Aún tendríamos tiempo para cenar viendo el
atardecer. Gemma había bombardeado a su madre con recomendaciones sobre
la comida, el baño y la hora en la que debía acostar a Lina. «Que no coma
chocolate, mamá. Es muy pequeña». Nos quedamos hasta que la niña terminó
la fruta. Perdí la paciencia. Gemma cortaba milimétricamente la sandía y jugaba
con cada pedacito antes de dársela a Lina. Me sentí como un hámster encerrado,
con ganas de morder los barrotes, y empecé a dar vueltas por la cocina. Mi
suegra me miraba inquieta, ya era tarde y su hija hacía como que no pasaba
nada. Cogí los dos trozos de sandía que quedaban y me los metí a la boca.
Gemma me fulminó con la mirada. Le di un beso rápido a la bebé, otro a mi
suegra y le dije a Gemma que la esperaba en el coche. Al día siguiente
regresaríamos por Lina.

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—Ay, José, no lo sé, tengo ese dolor en los ovarios, como si algo fuera a salir
mal —me dijo Gemma antes de subir al coche.

La mayor parte del trayecto casi no hablamos. Quería frenar en seco y sacudirla,
quitarme de encima el cabreo de sentir a Gemma tan enganchada a Lina. Nada
más incorporarnos a la A6, empezó a cabecear. Tuve la sensación de estar
debajo de una de las encinas del camino, todo se oscurecía. Nuestro plan solos
estaba a punto de arruinarse. Recordé la lista de reproducción de canciones que
nos gustaban a los dos, una que había creado antes del viaje, y la puse.
Pasábamos justo por el Asador de Aranda. Gemma despertó y empezó a cantar,
a buscar mi mirada. Los recuerdos todavía nos unían.

—Peps, qué buena música, me encanta. ¿Has visto qué verde está todo? Hacía
mucho que no salía de Madrid. Cómo se nota que ha llovido. Se respira mejor
solo de ver el paisaje. Gracias por traerme.

—Y ya verás qué pedazo de hamburguesas de pescado vamos a cenar. He


comprado un par de botellas de vino blanco, de El Bierzo, el de la etiqueta del
pajarito que te gusta tanto.

—Bueno, yo como mucho podré tomarme una copa o dos. Lina tiene muchos
retortijones cuando bebo vino —me advirtió, como si no la viera todos los días
exprimiendo su pezón.

Dejamos atrás el anuncio del Herón City y en el desvío para salir hacia Las
Matas estaba el Flower´s Park, el prostíbulo más famoso de la zona. Al verlo,
fue a mí a quien se le vino una mala sensación, y se me cerró el estómago. El
edificio podría estar al borde de una playa, lleno de balcones y de palmas. En
mi cabeza era el Florida´s, casi se podía sentir la brisa marina en la entrada.
Todos los que ganaban en el casino de Torrelodones terminaban ahí. Subí la
música y me puse a cantar, muy agudo, para descomprimir la boca del
estómago. Yo había estado algunas veces allí. La primera vez me llevaron mis
compañeros de trabajo. Fue en una noche de cena de empresa, después de unas
copas. López, el del chalet, lo conocía y fue él quien me propuso el plan: «José,

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macho, vente para el Flower´s Park. Yo conduzco. Si esta cena es más una
despedida de soltero que otra cosa», me soltó mientras me guiñaba el ojo. Tenía
razón. Hacía un año que vivía con Gemma y le había contado que me sentía
atrapado, que ella llevaba varias semanas preguntándome si me haría ilusión
que nos casáramos, no podía tardar mucho más en responderle. Me bebí un
chupito de whisky y me metí con tres compañeros en el coche de López. Sobre
las cinco de la madrugada estábamos de vuelta en Madrid. Antes de acostarme
con Gemma en la cama, me duché, no quería que quedara ninguna marca del
Flower´s. Pensé en contárselo todo, pero el agua me relajó. Mi cuerpo estaba
diferente, sin tensión, sentía que mi piel me arropaba, como después de un
masaje. Me entraron ganas de abrazar a Gemma. Nunca le dije nada. Al otro día
regresé a casa con un ramo de nardos blancos y una nota: «Ya es hora de que
elijamos una fecha para casarnos».

Entramos al chalet y dejamos la maleta en la segunda planta, en la habitación


principal. Después bajamos al salón y abrí la primera botella del vino del
pajarito mientras empezaba con la cena. Gemma se sentó en el sofá. La cocina
tenía barra americana y desde allí pude ver sus pies a reventar cuando se quitó
las sandalias, también sus ojos achinados de placer al probar el vino. Me volvió
el olor a pino mojado. Todo iba a salir bien. Un par de sorbos y trajo el tema del
concierto. Estaba convencida de que nos habíamos conocido antes, en la barra
de La Riviera, esperando a que saliera Patty Smith. Lo había dicho tantas veces
que ya me parecía que era cierto. Yo no lo recordaba, pero los dos habíamos
estado allí. El teléfono de Gemma nos interrumpió, lo buscó asustada. Me metí
un buen trago de vino, esperaba que no fuera mi suegra. Alguien se había
equivocado. Volví a respirar.

—Peps, no te enfades, pero sigo sintiendo que algo malo va a pasar.

Dejé las hamburguesas en la plancha a fuego medio y me senté a su lado en el


sofá.

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—¿Te acuerdas en Estambul el cabreo que te pegaste en la Mezquita Azul
porque no encontrabas tu zapatilla y la llevabas puesta?

—Sí, joder, qué tonta. Entre el pañuelo en la cabeza y ese pedazo de templo salí
mareada, ni me enteraba de lo que hacía. —Gemma se retiró el pelo, estaba roja,
su olor a canela y naranja me llegó. Recordé nuestro fin de semana en la sierra,
antes de que naciera Lina. Cómo me gustaba tenerla sola para mí—. Me encantó
esa ciudad, aunque contigo de guía nos perdiéramos todo el tiempo. —Me
lanzó una mirada picarona, después la desvió hacia el suelo—. Estabas siempre
pendiente de mí. Pensé que serías igual con…

—Venga ya, otra vez no, ¿no te has reído suficiente de lo mal guía que soy? —
La interrumpí abrazándola de lado. Le di un mordisquito en la oreja—. Yo
también volvería, sin duda.

Decidimos cenar en la mesita del patio y aprovechar los últimos momentos de


luz. Nada más sentarnos, escuchamos unos chillidos breves, monótonos y
agudos. Primero aparecieron unos pocos vencejos encima de nosotros, luego
vimos la bandada en forma de triángulo, que se alejaba con el sol. Nos miramos
sonriendo, con ese brillo del deseo, y empecé a sudar. Un fogonazo se expandía
desde mi perineo. Mi polla se empezó a pronunciar. «Todo va a ir bien», me
repetía. Probamos las hamburguesas y de nuevo escuchamos un ruido, esta vez
más cerca, como si hubiera algo con nosotros en el patio. Nos levantamos a la
vez. Gemma se subió de un salto a la silla, teme a las ratas, y yo entré un
momento al salón a encender la luz de afuera. En una esquina parecía que
aleteaba una cría de vencejo. Gemma se bajó de la silla y se acercó a cogerlo. El
pájaro temblaba, sufría espasmos.

—Tenemos que ayudarlo —me dijo Gemma con su voz también temblorosa. Me
apeteció estrangular al vencejo—. Mira esta herida cerca del ojo. Se debió de
caer del nido. Pobre, todavía tiene estos cilindros en la raíz de las plumas de las
alas. Parecen de plástico. —Respiró profundo para tranquilizarse y continuar—:
No va a poder volar.

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Busqué en Internet y di con GREFA, un grupo de recuperación de aves de
Madrid. Intenté comunicarme varias veces, pero no me cogieron. El pajarito
seguía con los espasmos y la herida tenía muy mal aspecto. Investigué un poco
más y leí que recomendaban meter las crías de vencejos en una caja de zapatos
agujereada. Lo último que me apetecía era cuidar de un pájaro, pero busqué
una caja en la planta de arriba. Al regresar al patio, Gemma estaba llorando. La
situación me parecía ridícula.

—Ha muerto, Peps. No respira. Ni siquiera chilló. Nada.

Abrí la caja de zapatos y puse la tapa en el suelo, necesitaba tiempo para pensar
qué decir. Me sentía aliviado, contento de no tener que preocuparme más por el
pajarito. Me esforcé por que no me saliera una sonrisa.

—Vaya, qué mal. Pobre. Aunque con esa herida no creo que hubiera podido
volar. —Hice una pausa para mirar el vencejo fingiendo cara de pena—. Igual
ha sido lo mejor. Pichi, mételo en esta caja, mañana buscaremos dónde
enterrarlo.

—Era un bebé, José, y no lo pudimos ayudar. A ti eso te da igual —me


respondió mientras soltaba brusca el vencejo dentro de la caja. Después se
metió en la casa.

—¡No era un bebé, Gemma, era un pájaro, y de todas maneras hubiera muerto,
no tenemos cómo alimentarlo! —le grité aún desde el patio.

Recogí la comida y llevé todo a la cocina. Me terminé la copa de vino del tirón y
fui a buscar a Gemma. Estaba en la habitación, con el pijama puesto. Apenas
iban a ser las once de la noche. Me disculpé, no sé muy bien por qué, o sí,
guardaba la esperanza de que se calmara, de que folláramos, de escuchar su «Sí,
sí, córrete en mi cara», como en aquel otro viaje a la sierra.

—Gemma, lo siento. No te metas aún en la cama, es pronto. Venga, te daré un


masaje en los pies. Túmbate. —Me puse enfrente de ella, quería que dejara de

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revolver la maleta y me mirara—. Perdona por haberte gritado, no quiero
discutir. Es nuestra noche.

—¡Todas son nuestras noches, José, somos una familia! —Resopló y se sentó en
la cama—. Estoy harta de vivir como si Lina solo fuera hija mía. Parece que
quieres quitarla de en medio todo el tiempo. Ya sabía yo que no era buena idea
venir. Estoy agotada. Mañana nos levantamos y recogemos a Linita.

Me arrodillé y quise apoyar mis antebrazos sobre sus muslos para seguir
hablando, pero fue como tocar a un cactus. Me separé inquieto, de un impulso.
Gemma se acostó, se tapó con la sábana y me dio la espalda. Mis brazos se
tensaron, mi cuello estaba rígido. Apreté los dientes y los puños. Tenía que salir
de ahí. Bajé corriendo a terminar el vino y devoré la hamburguesa de pescado.
Abrí la otra botella. Me gustaba la casa, era amplia y no estaba llena de juguetes
o cochecitos con los que te tropezabas. Tenía solo lo necesario y una tele grande
en la pared, perfecta para un soltero. Me recosté en el sofá con el vino, que bebía
a morro, y encendí la tele. Por lo menos podía aprovechar que esa noche sería
tranquila, sin llantos. Al poco rato caí rendido. Me desperté un par de horas
después en el suelo, desubicado. Percibí mi aliento a vino y pescado y recordé
dónde estaba. Mi respiración se entrecortaba y sentía como si mi sangre se diera
prisa por llegar a todas partes. La pantalla de la tele seguía encendida. Había
soñado que era un guepardo, uno que pisaba decidido mientras salía de un
lago. Sentía que cada parte mojada de mi cuerpo brillaba, y cuando salí
completamente del lago, corrí rápido por el borde, sin parar, forzando las patas,
la respiración. Me levanté con el pene como una roca, aún acelerado. Apagué la
tele y subí a la habitación. Vi a Gemma dormida. Fui al baño y meé de pie,
curvado, con las manos apoyadas en la pared para poder apuntar al agua del
retrete, a ver si la despertaba, pero ni se movió. Me metí en la cama, me acerqué
a ella, al olor a canela y naranja de su pelo. Echaba de menos su cuerpo. Ella
respiraba profundo. Empecé a darle besos por el cuello. Metí mi mano por
debajo de su camisón a rayas, entre sus piernas sudadas. Toqué su barriguita de
madre y después seguí las estrías por sus tetas. Apenas reaccionó. Era como si

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estuviera durmiendo cinco centímetros por debajo del colchón. Me sentí lejos de
ella. Bajé las escaleras con la sensación de Gemma en las manos, no paraba de
frotarme la polla. La boca me sabía aún a pescado. Había dejado abierta la
botella al lado del sofá. Me bebí lo que quedaba, hice gárgaras y escupí en la
cocina. Descubrí entonces que lo que me apetecía era un whisky en el Flower´s.
Me sentía lleno de energía y las ganas de follar no se irían. Miré la hora, era la
una. Perfecto para tener buenas opciones. Cogí la cartera, el móvil y las llaves
del coche. La erección había vuelto al punto cero. Antes de salir regresé a la
habitación, dejaba a Gemma sola en una casa desconocida. Me fijé en sus ojos
hinchados, debió de quedarse dormida llorando. Todo por un pájaro. Eso era, el
vencejo. Por si se despertaba, le envié un mensaje diciéndole que me había ido a
enterrarlo. Fui a buscar la caja con el cadáver y volví a la habitación. Todo igual.
Salí de la casa.

El coche olía a crema de pañales y pañitos húmedos. Mi boca estaba seca. Sentí
el amargor del whisky en la garganta. Lina también estaría durmiendo. Recordé
que en el maletero estaba el bolso de cuero para Gemma y arranqué. Cuando
llegué al Flower´s Park pregunté por Cristal. Estuve con una Cristal la última
vez, en mi segunda visita. Fui solo, poco después de que Gemma me dijera que
estaba embarazada, y volví a casa con un pañuelo de seda granate de regalo.
Gemma lo usa bastante, me excita vérselo puesto. No estaba Cristal y me
hicieron pasar con Joana, era la única morena disponible, las prefiero morenas,
de mirada intensa, que tengan de donde agarrar, como Gemma.

—¿Me echas una mano en la ducha, Joana? —le pregunté después de follar.

—Claro que sí, bombón, son solo quince euritos más —me respondió mientras
dejaba a medio camino el tanga con figuritas de caramelos.

Regresé más tranquilo al chalet de López. Gemma continuaba en la misma


posición. Durante el camino tiré a la basura la caja de zapatos. Me puse el
pijama, dejé el bolso de cuero en la mesilla de Gemma y me acosté a su lado.
Dormí, dormí tan hundido en el colchón como ella.

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Por la mañana Gemma me despertó con un café. Sonreía con ternura, estaba de
buen humor.

—He llamado a mamá, dice que Lina ha dormido de un tirón.

Me besó, acercó su pecho, su cadera. Ya no extrañaba tanto su cuerpo.

—Gracias por el bolso, me encanta. Y gracias por enterrar el vencejo —me soltó
con una sonrisa tímida—. Me has quitado un peso de encima.

—Me apetece ver a Lina —le dije mientras me acercaba el café, también con una
pequeña sonrisa.

Gemma ya había fregado y solo tuvimos que hacer la maleta y cambiar las
sábanas. El cielo estaba despejado y no hacía mucho calor. Atravesamos con el
coche las callecitas del pueblo. A lo lejos se veía el letrero del Flower´s Park,
apagado. Acaricié el muslo de Gemma. Ya podía volver a casa.

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Cosido Diseño de Interiores

Bárbara García se sentó en el escalón de la puerta de atrás de la casa y apoyó las


dos bolsas de la compra en el suelo. No cargaba muchas cosas, pero sentía las
piernas cansadas y todo le pesaba demasiado, incluso las llaves, unas llaves que
presionaba fuerte contra su abdomen. Hacía solo veinte minutos que habían
abierto las tiendas del pueblo más cercano y ella había sacrificado la siesta para
llegar a tiempo y conseguir la mayor cantidad de perejil fresco posible. «Ojalá
sea cierto lo que dicen sobre esta planta en el pueblo de mi madre». Era ya el
final del verano y Alfonso llevaba varios días en un viaje de trabajo. Desde que
se habían mudado a Vega La Nueva, esos viajes eran más habituales. Debía
visitar personalmente a sus clientes en el nuevo puesto para la multinacional, y
ella tenía menos tiempo para avanzar con su proyecto de fin de máster. En la
puerta del jardín, con las llaves apretadas contra la barriga, Bárbara calculaba
las horas que faltaban para que sus hijos regresaran del campamento: «Me
quedan tres horas». Una chicharra, en el tronco del ciruelo, hacía vibrar los dos
costados de su abdomen. Su canto, aún débil, llegó hasta los oídos de Bárbara y
le provocó un escalofrío, como un mal presagio. Se levantó, cogió las bolsas y
abrió rápido la puerta de casa. El olor a perejil se hizo más fuerte y le dio
arcadas.

Al entrar, sintió el fresquito y se alivió. Era una de las ventajas de vivir allí; en el
verano la casa se mantenía fría gracias a los muros de piedra. Estaba reformada
y toda la planta baja era un solo espacio compartido entre el salón-comedor y la
cocina. Ella había decidido la distribución. Desde cualquiera de las ventanas se
veía el jardín. Dentro, las chicharras se seguían escuchando y a Bárbara le
pareció que estaban más cerca. Arrastró los pies hasta la cocina, dejó con
esfuerzo las bolsas en la encimera y se limpió con su vestido el sudor de la
frente. Suspiró. Sacó distraída el helado, el melón y los tomates. Después puso
el perejil en dos jarrones con un poco de agua. Su olor se potenció. El canto de la
cigarra se convirtió en un grito punzante. Sintió que le vibraba en la garganta.

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Sin pensarlo dos veces, agarró un puñado de perejil y se lo metió a la boca. No
aguantó ni un par de masticadas y lo escupió. «Qué asco, por Dios. Bárbara, no
te aceleres». Buscó en el frutero un limón y cortó unas cuantas rodajas para
echarlas en agua, pero las dejó en la tabla y chupó directamente la fruta. La
boca se le llenó de saliva, no podía más con el sabor del perejil entre los dientes.
«Carmen tiene razón, lo que tengo son sofocos, pero no los de la menopausia,
los del embarazo». Mientras escupía los restos de perejil en el fregadero, miraba
por la ventana. Las hojas de los árboles se veían de un verde más claro, casi
amarillas, y podía sentir la intensidad del sol sobre el poco césped que quedaba.
Todo respiraba al ritmo asfixiante de la chicharra, también sus pies. La presión
de las sandalias la sacaron de la cocina y reunió fuerzas para irse a tumbar en el
sofá con las piernas en alto, sin perder de vista el jardín. Se imaginó ahí afuera
sentada tomando el sol, con un bebé en los brazos. Su abdomen se contrajo un
par de veces. Cerró los ojos y palpó con miedo la parte baja que le molestaba.
Sentía amplificado cada latido. Poco a poco fue apartando las imágenes que se
le cruzaban por la cabeza: el cordón umbilical, una lenteja flotante y
esponjosa… La molestia disminuyó y se quedó dormida.

Durante las últimas semanas sufría sucesivos cambios de humor, tenía


problemas para dormir por la noche y sudaba exageradamente. Ahí donde se
sentaba dejaba la marca. Los síntomas le preocupaban y se arrepentía de haber
follado sin condón. No quería otro embarazo. Tampoco quería ir al médico,
entonces no habría vuelta atrás. Si Alfonso se enteraba de que ella no quería
otro bebé, no se lo perdonaría. Después de algunas conversaciones con Carmen,
su vecina de enfrente, había llegado a convencerse de que era la menopausia,
las dos sufrían los mismos síntomas. Aunque ella era más joven que su vecina,
no pasaba los cuarenta. Sospechó cuando comenzaron las náuseas. Así le había
pasado con el embarazo de Elena. Primero todo le olía a vinagre, después vino
la sensación de picor, de que le costaba arrastrar las piernas, y finalmente las
náuseas al despertar, antes de comer, y poco a poco por cualquier motivo.

73
La idea de moverse de la ciudad, de vivir en esa casa, había sido de Alfonso:
«Tendremos más espacio, cariño. Los niños disfrutarán del jardín y decorarla
será uno de tus primeros retos como diseñadora de interiores». Se mudaron el
verano anterior. A Bárbara le había costado especialmente acomodar la planta
baja porque allí no había casi luz. Ni siquiera por los cristales de la puerta del
jardín entraba durante mucho tiempo el sol. Al principio se animó amueblando
su estudio, por fin tenía un lugar propio de trabajo. También disfrutaba del olor
dulce de los árboles al atardecer, y con los juegos en el jardín, pero no contaba
con pasar tantas horas sola con los niños. Se sentía aislada y su tiempo libre lo
tenía que dividir entre el trabajo de fin de máster y los últimos detalles para la
casa. Necesitaba tranquilidad para dibujar. En el invierno las discusiones con
Alfonso eran más frecuentes y empezó a perder la paciencia con los niños.

—¡Vamos a vestir al señor Almendro!

—Diego, el almendro ya está congelado —dijo Elena con el tono de sabelotodo


de hermana mayor—. Hoy toca mi juego. ¿Verdad, mamá?

Bárbara resopló y apartó su mirada de la tablet. Trabajaba apoyada en la puerta


del jardín mientras escuchaba a los niños y estaba pendiente de que Alfonso
llegara. Debía entregar al siguiente día los primeros planos del proyecto final
del máster.

—¡Ya estamos con lo mismo! Sí, hoy es viernes y se juega a lo que diga Elena.
Punto. Estoy cansada de la misma discusión todos los días.

—¡Jolín, mamá! —gritaron Diego y Jaime a la vez.

—¡Que manda Elena! —les chilló Bárbara.

—He pensado la ruta —continuó eufórica Elena con sus brazos preparados para
hacer de patas —. Yo seré el caballo negro, el más alto. Jaime, tú serás el
marrón, el de la cola cortada. Diego, a ti te toca ir en burro.

—¡A mí siempre me toca en burro! —se quejó lloroso Diego.

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—¡Veinte minutos! ¡Podéis jugar veinte minutos y sin llorar, que os hago entrar
en casa! —les advirtió Bárbara mientras pasaba al salón y dejaba la puerta
entornada. Alfonso acababa de llegar—. ¿Se puede saber por qué has tardado
tanto? —le preguntó dando un paso hacia atrás para evitar su beso.

Alfonso echó un vistazo a los niños por la puerta del jardín y respiró profundo.
Caminó hasta el sillón, dejó la maleta en el suelo y se sentó. Bárbara lo
perseguía con la tablet en la mano.

—La reunión se alargó un poco —le respondió por fin, con desgana—. ¿Qué te
pasa, Bárbara?

—Mañana tengo la primera entrega del trabajo final del máster y mira cómo
voy —le respondió mientras le pasaba la tablet con la imagen del plano del café-
librería casi vacío.

—No te preocupes, cariño, tu tutor lo entenderá. Mañana yo me encargaré de


los niños. —Alfonso se frotó la cara con su mano derecha, se levantó del sillón y
le devolvió la tablet—. Voy a saludarlos.

—A ti te da igual mi entrega, mi máster y cómo me siento. ¿Verdad, Alfonso? —


le dijo arrojando la tablet al sillón.

—¡Joder, Bárbara! Si busqué esta casa para darte gusto, para que practicaras,
para...

—¡Para encerrarme! —le gritó Bárbara sin dejarlo continuar.

—No seas injusta. Sabes que tú y los niños sois lo más importante para mí.

—Necesito tiempo para diseñar, Alfonso —le dijo con la voz quebrada—.
Llevamos seis meses en esta casa y tengo la sensación de que solo me ocupo de
ella y de los niños.

Alfonso se acercó a abrazarla. Bárbara lo detuvo con la palma de la mano,


estirando el brazo derecho. Después le señaló la puerta del jardín.

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—Anda, ve a saludar a los niños. Te esperan. De paso yo avanzo un poco con
mi proyecto.

—Eso, tú trabaja, a ver si se te quita el cabreo. —Antes de salir al jardín y


convertirse por unos minutos en el caballo percherón, añadió—: Me llevo a los
niños a comer un helado y de paso compramos unas pizzas para la cena.
Aprovecha tu tiempo sola.

A diferencia del invierno, el ritmo del verano estaba siendo más solitario. Los
niños iban por el día a un campamento en un pueblo que estaba a una hora, y
por la tarde se quedaban un rato más en la piscina. Un autobús los llevaba y los
traía. Bárbara lo prefería así, en septiembre debía entregar el proyecto final del
máster. Había elegido su apellido como marca, Cosido, y con una letra más
pequeña se leía «Diseño Interior». Tenía también el logo, un rectángulo gris con
letras blancas que al verlo daba sensación de seguridad. Parecía haber en medio
de Cosido un laberinto, pero en realidad era un caracol que salía de la letra «s».
Partiendo de esta idea había estado desarrollando los planos finales para el
café-librería. Deseaba volver a trabajar y quería montar su estudio en la calle
Mayor, en el local que hacía esquina al lado de la Casa de la Cultura, el de la
gran vitrina. Alfonso no estaba muy contento y reñían cada vez que salía el
tema. Él pensaba que, con Internet, Bárbara no necesitaba un estudio a pie de
calle; además, ella ya tenía uno en casa, más cerca de los niños.

El teléfono vibró en el bolsillo del vestido de Bárbara. Se despertó asustada, con


la sensación de que algo la sacudía por dentro, como si se hubiera tragado la
chicharra. Era Alfonso.

—Dime.

—(…)

—No, sigo peleándome con las estanterías.

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Se sentó y miró hacia la cocina, ahí estaban los dos jarrones con el perejil. Los
senos le incomodaron. Se los colocó. Estaban más grandes. Contestó angustiada,
un poco cabreada.

—Ya lo sé, Alfonso, joder. Si soy la primera que quiere acabarlas. —Respiró
profundo—. Escucha. Tengo que decirte algo, pero no por teléfono, mejor en
persona. ¿Tú cómo estás?

—(…)

—Los niños… los niños bien, deben de estar en la piscina. —Hizo una pausa, el
olor a perejil había llenado de nuevo todo el ambiente y se le revolvieron las
tripas—. Te llamo luego, que tengo que ir al baño.

—(…)

—Que no, que estoy bien. De verdad. ¡Deja de preguntarme! Solo un poco
cansada.

—(…)

—Pues igual voy al médico, sí. Te dejo. Te llamo luego.

Al colgar, se levantó y miró de nuevo al jardín. La sombra de los árboles se


empezaba a ver y los troncos crujían del calor. Debía de haber dormido una
hora. Se dirigió de nuevo a la cocina, refunfuñando: «Mejor me dejo de tonterías
y voy al médico». Tiró el perejil contra el fregadero. Los gritos de los insectos se
hicieron más agudos. Se tapó los oídos, pero no pudo aislarse. Otra vez un
escalofrío, ese mal presentimiento. Recogió el perejil y salió a la calle con la
intención de tirarlo en los cubos de basura de la entrada de la casa. De allí no
podría rescatarlo. «Ya está. Si estoy embarazada, pues me aguanto». Cuando
salió a la calle, vio a Carmen y paró en seco. Sintió las mejillas y la frente rojas;
era tarde para dar media vuelta.

—Bárbara, hola. ¡Madre mía, qué calor, hija! ¿Has vuelto ahora de la compra?

Bárbara tragó saliva, tenía de nuevo arcadas. Detuvo el reflujo y le respondió.

77
—No, he bajado a comprar hace un rato, no podía dormir ni trabajar y he
preferido adelantar recados…

—Sí que te has dado prisa. Habrás dejado al frutero sin reservas de perejil, maja
—le dijo Carmen mientras se fijaba en sus pies desnudos—. ¿Tienes invitados
esta noche?

—No, los niños y yo —contestó Bárbara apretando el perejil contra su pecho,


como queriendo ocultarlo.

—¿Cómo estás? Tienes mala cara.

—Pues ahora mareada, Carmen, este calor es horrible.

—Anda, entra en casa y prepárate un poco de agua con limón. Cortas uno en
rodajitas y lo echas al agua con hielo, es lo mejor, y con anís ya ni te cuento,
fenomenal para los sofocos. —Sacó el abanico y empezó a ventilarse—. Yo
siempre llevo encima el abanico que me regalaste. Me viene de maravilla.

Bárbara asintió con la cabeza. Las cigarras la aturdían, al igual que el


movimiento del abanico. Le había regalado uno a su vecina con el logo de su
marca cuando le ayudó a contactar con la dueña del local del centro del pueblo.

—Me meto a casa. Adiós, guapa. —Carmen estaba a punto de girarse hacia la
puerta, pero miró de nuevo a Bárbara—: Por cierto, me ha contado Conchi que
hay alguien más interesado en el local de la calle Mayor, el de la esquina que
tanto te gusta. Habla con ella. Y congela el perejil, y descansa.

Carmen entró en su casa sin parar de abanicarse y Bárbara pudo relajar un poco
los brazos. Notó cómo su cuerpo temblaba. Por el antebrazo le caían gotas
verdes de sudor. «Descansa, dice, después de la que me acaba de soltar sobre el
local. Y encima yo con estas puñeteras náuseas». Regresó a la casa, dejó de
nuevo el perejil en la cocina y marcó el teléfono del centro de salud para pedir
cita. Cuando le respondieron colgó. «La muy zorra de la Conchi me dijo que me
esperaría». Subió corriendo a su estudio en la primera planta. A la derecha
estaba el escritorio ancho de metal con el ordenador y unos papeles apilados.
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Buscó angustiada el teléfono de Conchi, Carmen se lo había apuntado en un
papel y olvidó guardarlo en el móvil. No lo encontró. Encima del escritorio
había una biblioteca empotrada con libros de arte y de diseño. También lo
buscó allí, sin éxito. Una nueva punzada en la parte baja del abdomen le hizo
sentarse hasta que pudo controlar la respiración. Miró por la ventana que daba
al jardín, la luz todavía quemaba. Imaginó a los niños jugando afuera con su
nueva hermanita y estuvo a punto de empezar a llorar, pero desvió rápido la
mirada hacia la mesita con el equipo de sonido que estaba a la izquierda, a las
cajas con objetos que había usado para probar su marca, como los abanicos, y
después se fijó en la pizarra larga en la pared con planos, notas adhesivas y una
lista de ideas por hacer. Sonrió. Le gustaba estar allí. Era el único lugar de la
casa donde solo entraba ella, sin rastros de juguetes o ropa de los niños. De
fondo continuaba el chillido de los insectos. Se levantó y echó un vistazo a las
notas del tablero: «Cuánto tiempo invertido en esto y todo lo que aún me falta
por hacer». Sintió los brazos y las piernas cansadas, como si llevara a cuestas las
cajas, los libros, el ordenador. Bárbara no paraba de sudar, el contacto con el
vestido le recordó el cuerpo hinchado del último embarazo. También
inesperado. Se lo quitó. Observó sus muslos fortalecidos, las estrías de su
cadera, su barriga. Dentro crecía el bebé. Volvió la imagen de la lenteja
esponjosa, luego visualizó un renacuajo enano, del tamaño de su uña, con su
propio corazón latiendo. Tiró al suelo los papeles que estaban encima del
escritorio. «Tengo que conseguir ese local». Encendió la radio y el aire
acondicionado. Le dio al botón 3, al de la emisora de pachangueo, subió el
volumen y se puso a bailar en el poco espacio que tenía, como en las clases de
zumba. Bailaba saltando, desplazándose con rabia. De vez en cuando daba
puñetazos al aire, hasta que se quedaba sin fuerzas y se caía al suelo, luego se
levantaba y otra vez a saltar. Con ese baile vaivén, me va a enloquecer, yeah, yeah…
Poco a poco dejó de seguir el ritmo y empezó a gritar más que a bailar. Sus
movimientos se hicieron más torpes y volvió a escuchar las chicharras.

El canto en el jardín persistía como un buen grito de calor que aumentaba con el
volumen de la música. Ese grito le taladraba la cabeza, de la sien a la oreja

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izquierda. Tropezó con el escritorio y pudo reaccionar a tiempo para agarrar la
pantalla de su Mac, que se encendió con el movimiento. Vio que estaba sin
terminar el plano de las estanterías en las que había estado trabajando y recordó
todo lo que le había costado avanzar en el proyecto. «No lo puedo aplazar más,
ya casi tengo cuarentaiún años». Las lágrimas se le escurrieron. Apagó la
música, cogió uno de sus abanicos y se acercó a la ventana. El ciprés tenía varias
ramas sueltas y el césped estaba demasiado seco. Había olvidado regar.
Tampoco había llamado al jardinero para que recortara el rosal, se quedaría sin
flores la mayoría del año. En esa casa nada brotaba fácil. Observó que la sombra
de los árboles había cambiado, estaba más alargada. Miró el reloj en el
ordenador, más o menos en una hora llegarían los niños. Bajó corriendo a la
cocina. De fondo el olor a perejil. Puso el abanico en la encimera, cogió la
batidora y empezó a cortar con las manos parte del perejil mientras dejaba caer
los trozos. Regresaron las arcadas. «Mejor». Añadió un poco de agua y licuó la
mezcla. Pensó que las chicharras también debían de estar escuchando el ruido
del motor porque se esforzaron por aumentar su potencia. Abrió la batidora y,
al sacar un vaso, vio el resto del perejil en la encimera. «A lo bestia, crudo y a lo
bestia». Se metió una buena parte a la boca y masticó con fuerza. Entre los
dientes le quedaban trozos como tierra y el jugo sabía fresco, demasiado a
campo. El resto del perejil lo licuó con un poco más de agua y terminó de
masticar el que tenía en la boca. Acercó el batido a los labios y el olor
avinagrado la echó para atrás. Se tapó la nariz y empezó a beberlo. Con cada
trago sudaba, tenía el pelo empapado. El batido se le escurría por las comisuras
y se deslizaba por su cuello. Los grumos se secaban en el pecho, en sus pezones,
todo un conjunto de rutas verdes. Por momentos se detenía. El renacuajito
también estaría teñido de verde. Cerraba con fuerza los ojos, las cigarras no
sonaban tan intensas, y continuaba con el batido. El estómago se quejaba, tenía
que controlar el reflujo. Bajaba la cabeza y se tapaba con la mano la boca, debía
tomárselo entero. Hizo un gran esfuerzo para no vomitarlo enseguida. Cuando
lo terminó se tiró al suelo y lloró, uno de esos llantos profundos, desde el
diafragma. Una vida dentro luchaba. Solo le quedaba esperar a que ocurriera

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algo, a que diera resultado. Después de un buen rato se levantó, cogió el
abanico y se tumbó en el sofá hecha una bola. Empezó a abanicarse. En los
próximos días todo le sabría demasiado a campo. La sombra de la casa y la de
los árboles terminaron de oscurecer el jardín, el sol se iba para otro lado y con él
se apagó el canto de las chicharras.

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Ojo Río Rama

Esta noche es la fiesta. Pronto me sacarán de aquí. Mamá me vigila. No hay otra
persona en la casa que huela a sudor dulce, como el anís. Ese es el olor de sus
abrazos. Han pasado cuatro lunas llenas desde que estoy encerrada en esta
choza. Mamá primero me dijo que tenía suerte por haber nacido con un lunar
encima del labio, que me protegería de los peligros del río, como un ojo de buey
que está siempre vigilando. Un ojo de buey. Desde pequeña llevo al cuello la
semilla con ese mismo nombre, parece un iris sin pupila con un borde más
claro. Nunca he visto al animal, aunque nuestra comunidad vive muy cerca del
río. He espiado a caimanes, pero esos ojos son distintos, más hundidos, los del
buey deben de ser más grandes y marrones, igual que la tierra, o esta semilla,
imposibles de romper.

Desde hace dos años, por las noches, mamá levantaba mi camiseta y observaba
mis pezones. Decía que se volverían oscuros, como mi lunar, como el ojo de
buey, y que entonces me cubrirían de plumas y tendríamos conversaciones de
mujeres. «El lunar es una marca que no miente. Solo las elegidas nacen con
ella». Me gustaba la idea de tener a mamá para mí sola. Mi hermano pequeño
no deja de llorar y mi hermana menor le pregunta muchas cosas. No entiende
por qué soy la única que lleva el ojo de buey, ni qué significa el encierro. A mi
hermana sí la extraño, me gustaba jugar con ella, también con las otras niñas de
la comunidad y con las de la escuela. Muchas veces nos divertíamos enterrando
el ojo de buey, o chocándolo contra las piedras. Cuando mamá se enteraba
cogía un palo y me pegaba en las nalgas: «Tú no eres como las demás. Por esta
semilla nos llegará carne de boruga y más raíces de bejuco para hacer veneno».
Aquí solo puedo escuchar a mis amigas a lo lejos. Eso debe de significar ser
mujer, oír a los que quieres y no poder tocarlos.

Hace algunas noches mamá entró en mi choza. No siempre ha sido mía, solo
durante el encierro, y el telar sigue aquí dentro. Mamá me trajo chicha de maíz

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dulce y estuvimos tejiendo nuestras faldas. Ella la suya y yo la mía. Me gustan
los peces y las ranas. También los colores como el púrpura, el amarillo y el
blanco. Mamá quería convencerme de que metiera otro color, pero los peces son
amarillos y las ranas de piel transparente parecen blancas sobre las hojas
verdes, al menos así las veo. Desde que estoy aquí, mamá y yo solo
conversamos. No me deja acercarme, abrazarla.

Lo peor de estar encerrada es cuando sale el sol, el llanto de mi hermanito me


despierta. El sol y yo no nos llevamos bien. No puedo comer ni beber de día y
solo me tumbo en la hamaca, como ahora, a ver si el mosquito de patas largas
logra atravesar la hierba que hay en el techo. Cuando hay sol, el sudor de mamá
se hace más intenso. Me vigila por el hueco que deja el arco del candado de la
puerta. El otro día intenté mirar por el hueco, sentí que me ardían los ojos. Por
las noches sí que puedo ver un poco. Papá revuelve la chicha que fermenta y las
mujeres preparan los colgantes de plumas. Al fondo está el río. Nunca había
visto tantas plumas juntas. Por las noches me traen comida y a veces me visitan.

Le pregunté a mamá por qué me encerraban. Dijo que ya lo sabía, que porque
me había salido el lunar en uno de los pezones y que el lunar no mentía, había
nacido para llenarme de niños por dentro, niños que no se parecían a nosotros.
Se suponía que el lunar atraía la buena suerte. Mamá repite que tengo que ser
valiente y que mi suerte es la de toda la comunidad. Mis pezones ya están
oscuros, ahora yo también los vigilo. Mi abuela me dijo que antes de salir del
encierro sangraría. Eso fue al principio. Tengo miedo de que sangren mis
pezones. Mis senos han crecido y mi piel está más suave. Huelo a pomarrosa. El
sudor es lo único que consigo beber durante el día. Lamo mis hombros, me
saben dulce; mis muslos dejan los labios ácidos. Mamá me ha mostrado varias
veces que por los pezones solo sale leche, los suyos están llenos de gotitas
blancas. Pienso en mi hermanito, no quiero un bebé diferente a nosotros
colgando de mi pecho. Aunque la abuela me ha dicho que cuando sale leche no
se sangra. Si eso pasara, no tendría que estar encerrada.

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Soñar de día es horrible. Los pájaros hacen mucho ruido y los trozos de fruta
que tiran los monos titi contra la paja y la madera de la choza huelen a podrido.
Cuando duermo de día, tampoco puedo quitarme de encima a los escarabajos y
a las hormigas que se han abierto paso hasta la hamaca. Por eso me he movido a
esta esquina. En las noches se cuelan algunas serpientes, pero no muerden,
entran y salen, aquí no hay nada que puedan comer.

La abuela vino anoche con mamá y trajeron varios cubos de agua con flores. Mi
pelo aún huele a vainilla. Me bañaron entera. Mamá como siempre vigilaba mis
pezones. Cuando lo hace, nunca me mira a los ojos. Dijo que estaba preparada,
que ya peso más de cincuenta kilos. El baño significa que a la siguiente noche
salgo del encierro. La abuela me explicó cómo debo cuidar mi vientre y se metió
tres dedos por su vagina: «Dentro hay un pozo donde pueden crecer los niños,
eso ya lo sabes. No te resistas cuando entre la picha del hombre, duele menos.
Mañana te llevaremos en canoa con tu marido. La comunidad estamos muy
contentos de celebrarlo». A mi hermanito lo vi salir de la vagina de mamá. Mis
dedos entran por la mía. Ahora sé que mamá no solo vigila que sangre, no
quiere que entre nada en mi vagina antes de tiempo. Desde que se fueron no he
podido dormir y ya no quiero ni levantarme de esta esquina. En canoa. Me
envían lejos de la comunidad.

Comienzan a gritar los loros y los grillos, también las ranas. Se termina el día.
Ahora se escuchan los cantos de las mujeres. Vienen a sacarme. Mejor vuelvo a
la hamaca. No, no les va a gustar verme tumbada. La falda, debo ponerme la
falda. Anoche no me costaba tanto, las rodillas hoy no se doblan. Sé qué va a
pasar. La puerta se abre. «Recta, como un palo», dice mi madre. Solo hay
mujeres, los hombres estarán esperándome fuera de la casa. Preferiría estar en
la hamaca, balanceándome. La abuela me mira a los ojos, está contenta, casi
nunca sonríe. Mamá tiene en sus manos el huito, lo exprime, es ella la que me
va a pintar las marcas negras. Suele ser la abuela, pero yo llevo al cuello esta
semilla. Siento las piernas flojas, me arden, como cuando muerden las
hormigas. Me concentro en las voces de las mujeres para no derrumbarme.

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Mamá empieza con el huito. Pinta mis cejas, la nariz, las mejillas. Un cuadrado
dividido en dos. Ahora los senos. Me hace daño con el palillo. «Mamá, para,
espera, me arde». Continúa. Ahora el vientre. Contengo las lágrimas, me pincha
en el ombligo. Empiezan a rodearme de plumas de garza, loro y guacamaya
roja. Pulseras en las muñecas y los tobillos. Colgantes de diferentes tamaños por
mi pecho. Estoy mareada. Quieren que camine, que salga de la choza, y mis
piernas siguen flojas, no responden. Mamá me cierra los ojos y me tira del
brazo. Hasta que termine el rito, hasta que no sea mujer, no puedo abrirlos de
nuevo. Tampoco debo llorar, me lo han repetido muchas veces. Salimos.
Avanzo con las mujeres. Giramos hacia la derecha, luego vamos para atrás,
después nos movemos a la izquierda. Escucho a los hombres. Piden más bebida
y cantan embriagados: «Milena, Milena, qué bonita llena de plumas. Cayó del
árbol y madura llegó a la tierra…».

Me pican las plumas. Imagino que todos bailan y empiezo a dar pequeños
saltos, no puedo hacer más con esta falda. Ha sonado la flauta. Es la señal, el
momento del pelo. Mamá me guía. Durante el encierro me enseñó que estaba
ahí porque pertenecía a otro mundo y que al salir debía soltar lo que me
quedaba de niña, aguantar los tirones hasta que mi cabeza estuviera pelada,
hasta que yo misma fuera una guacamaya. Entonces me podría casar, como las
demás mujeres de la comunidad. Me toco la cabeza, es como la de mi
hermanito, con pocos mechones de pelo y en diferentes direcciones. Podría
cuidar de él, da igual que sangren mis pezones. El último colgante de plumas lo
ponen sobre mi cabeza, como una corona. Ya puedo abrir los ojos. Veo a papá
que acerca la canoa hasta la orilla del río, junto con mi tío. Mi hermanito y mi
mamá bailan juntos, él le cuelga del pecho y la abuela baila con otras mujeres en
medio de los hombres que usan máscaras. Mi hermana juega con otros niños, le
queda bien el disfraz de mico. Hay mucha comida, bastante más que en otras
ocasiones. Doy un paso y piso mi pelo. Intento olvidar que era mío. Tengo la
sensación de que camino sobre gusanos. Busco la chicha fermentada, está a la
salida de mi choza, junto con la comida. Quiero reírme como los demás, pero mi
estómago se queja. La escupo. La piña está agria y el clavo me produce arcadas.

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Cojo un trozo de carne y lo chupo, como si fuera un murciélago en busca del
néctar, sin respirar, con los labios apoyados en la carne y la punta de la lengua
luchando por sacar más jugo.

Papá viene a recogerme. La abuela y mamá me siguen. La fiesta continúa


aunque me lleven, «la comunidad estamos contentos». No conozco a nadie que
se haya ido lejos de la comunidad, solo eran historias, todas se han casado con
uno de los nuestros después de la pelazón. La canoa está pintada. Peces y
delfines, iremos protegidos. Papá no me toca, tampoco mi tío. Subo con ayuda
de mamá y la abuela. Cada hombre en un extremo, como dos troncos, yo en el
centro. Papá empieza a patear la canoa, hace ruido con su pulsera de chirillas
del tobillo izquierdo. Pide permiso a los buenos espíritus para navegar por el
río. La canoa se mueve. El agua está turbia por la tierra que removemos. Busco
consuelo en los ojos de papá. Me mira con orgullo, pero frío. Rema y sigue
haciendo ruido con el sonajero de su tobillo. Se da la vuelta. Ya no soy su niña.
Mi tío solo rema. Los dos me dan la espalda. Miro al agua, no puedo contener
más el llanto. Avanzamos hacia el este por un afluente. «Tu suerte es nuestra
suerte». Las orillas están llenas de arbustos, sobre todo de palos gusaneros.
«¡Estarás bien, te recordaremos. Gracias a ti sobreviviremos. Tendremos buen
veneno para cazar y defendernos!», grita la abuela mientras nos alejamos. No sé
qué contestarle. Me fijo en mamá. No habla, no llora. Sus ojos están perdidos.
Parece que tuviera enfrente a un espíritu, que ya no fuera cuerpo. La canoa
sigue avanzando. La mirada perdida de mamá me persigue entre los palos
gusaneros. Rompo la punta de una rama, intento quitarme el lunar. Me hago
daño en el pezón, pero no es suficiente. Busco el ojo de buey en mi cuello,
debajo de las plumas, me lo quito y lo lanzo al agua. Flota. Lo he observado
tanto que puedo distinguirlo. Me sigue desde el agua. Mis labios arden, mis
pies están fríos. Ya llevamos un buen rato desplazándonos. Me levanto, se
escuchan cada vez más cerca los tambores, casi llegamos. El ojo de buey
continúa flotando. Las hojas de los palos gusaneros me pinchan. Algunas se
enredan entre las plumas, otras reposan sobre el río con una rana blanca
encima. Vamos más despacio. Un poco más allá de la orilla se ve todo más

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oscuro, los árboles parecen azules, casi púrpuras. Me cuesta respirar, gruño por
la boca. Paso mi mano por las ramas, están fuertes. Escucho pisadas rápidas y
miro atenta entre los árboles. Hay caras con manchas rojas y amarillas. Mi
corazón se dispara. Las caras se mueven. No las reconozco. Me agarro a una de
las ramas y doy un salto hacia el río, como los peces. La canoa sigue avanzando.
Mi tío me ve colgando del árbol, intenta alcanzarme con el remo. No puede
detenerse. Mis pies tocan el agua. Busco el ojo de buey, ya no lo distingo.
Recuerdo la mirada perdida de mamá, su olor a anís. Falta poco. Suelto la rama.

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