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En los primeros tiempos del mundo, cuando Zeus había destronado al feroz Cronos y se había

convertido en el dominador del Universo, los titanes se habían rebelado contra el poder del joven rey.
Uno solo de ellos, Prometeo, no había tomado parte en la rebelión, solo por saberse conocer del
destino, a cuyas fuerzas es imposible resistirse.
Así pues, Prometeo, como su mismo nombre indicaba, era vidente y sabio, y sus ojos enérgicos,
brillantes, escrutadores revelaban su poder adivino e infalible; su frente alta, la boca bondadosa, casi
infantil, su cuerpo enorme, le conferían el aspecto de un bondadoso gigante de fuerza inmensa
acostumbrado a dominar los elementos. Prometeo amaba a los hombres.
El hombre, entonces, estaba mísero; no tenía armas ni trajes; vivía salvaje en los bosques,
alimentándose únicamente de animales crudos y de fruta; para vestirse se cubría con hojas de los
árboles y no tenía para defenderse de las fieras, sino piedras o ramas nudosas. Se veía indefenso,
resguardándose de las heladas en profundas cavernas y si al esconderse el Sol, la Luna no aparecía,
era presa entonces de la penumbra y las fieras.
Prometeo, el gigante bondadoso de ojos resplandecientes, no pudo soportar mucho tiempo el
espectáculo de aquella humanidad dispersa y miserable.
PROMETEO.—
Sabía, en su clarividencia, que esto era contrario a los deseos de Zeus; sabía que un don semejante
hecho a los hombres sería su propia ruina; pero Prometeo era generoso y estaba decidido a desafiar la
ira del Numen Omnipotente con tal de hacer un bien a los míseros mortales. Subió una noche a la
montaña radiante, donde los dioses celebraban sus banquetes, rodeados por las llamas purpúreas del
fuego divino.
Y penetró en las fraguas resonantes de Hefesto, que, con su coraza de bronce tocada por las llamas,
forjaba incansablemente armas para los héroes y joyas para las diosas del Olimpo.
HEFESTO.—
PROMETEO.—
HEFESTO.—
Y con un solo trago Hefesto hizo bajar por su garganta —abrasada por aquel calor de infierno —, el
rojizo licor del Etna. Pero, al poco rato, su cabeza inclinaba pesada y sus ojos se cerraban presos del
sueño. El astuto Prometeo había mezclado al vino mucho jugo de rojas amapolas. El fuego divino
estaba allí, sin custodia, y Prometeo aprisionó algunas de sus chispeantes semillas en el bastón hueco
que le había dado el mismo Hefesto.
PROMETEO.—
Y salió corriendo dejándose caer por los despeñaderos del Olimpo, abajo, hacia Tierra desolada.
La noche en tanto había bajado, invadiendo con sus olas de tinieblas el corazón de los hombres, y el
bastón de Prometeo resplandecía en la oscuridad como un astro desprendido del firmamento.
PROMETEO.—
Y amontonando ramas secas, y echando encima las brasas ardientes robadas a Hefesto, Prometeo
encendió una enorme pira cuyas llamas ascendieron hasta el cielo, mientras los gritos felices de los
hombres conmovían todo el Universo y llegaban hasta el Olimpo.
HOMBRES.—
Zeus oyó aquellos gritos de victoria y frunciendo el ceño, exclamó irritado:
ZEUS.—
Los hombres, en tanto, por obra del generoso Titán, aprendían a calentarse, a cocer la carne, a
forjarse armas y se sintieron tan felices con todos estos dones que, ebrios de dicha por la conquistada
victoria, creyeron que habían llegado a ser semejantes a los dioses.
Esto aumentó aún más el furor de Zeus; y Hefesto aun en contra de su propio deseo, pues apreciaba
al Titán de los ojos serenos, tuvo que apoderarse del cuerpo del gigante, por orden del dios, y
encadenarlo a las rocas inaccesibles del Monte Cáucaso.
HEFESTO.—
Mientras, los cíclopes le ayudaban a cerrar los grilletes en torno de sus muñecas
HEFESTO.—
Pero Hefesto no había previsto en toda su crueldad el suplicio enorme que esperaba al que había
traído el fuego a los hombres.
Todas las mañanas, un águila inmensa bajaba de las nevadas cimas, se acercaba al cuerpo del
aterrorizado e inmóvil gigante, y hundiéndole el pico curvo en el pecho, se alimentaba de su hígado
sangrante. Llegada la noche, el hígado renacía, milagrosamente, y de nuevo, al surgir el Sol, el águila
hambrienta saciaba su sed con la sangre del mártir gigante y devoraba su hígado. El rostro de
Prometeo se volvía blanco del dolor, de su boca surgían aullidos inhumanos e inútilmente las rosadas
ninfas intentaban hacer subir hasta él su dulcísimo canto para consolarle: el martirio era implacable.
PROMETEO.—
Un cielo cuajado de estrellas fungía como aquellos testigos omnipresentes que observaban intrigados
el cuerpo miserable del titán.
PROMETEO.—
Pero si de sus labios quemados se escapaban incontenibles lamentos de dolor, el gran corazón de
Prometeo, sin embargo, estaba contento del suplicio. Su sufrimiento había llevado a los hombres la
felicidad de la prodigiosa llama. Por ello, permanecería hasta el fin de los siglos en aquella cima,
serenamente.
Pasaron así treinta años, en aquel martirio, hasta que Zeus sintió piedad de aquel pobre cuerpo roído
por la intemperie, de aquellos pobres ojos alucinados por las nieves, de aquel pecho desgarrado, cuya
sangre regaba eternamente la roca. Y liberó al gigante, acogiéndole en las felices praderas de la
inmortalidad. Y en efecto, Prometeo vive todavía. Y cada vez que entre los hombres se lleva a cabo
una empresa atrevida, cada vez que un mártir cae por la fe o por la gloria, el espíritu inmortal de
Prometeo alienta en torno de los héroes; y el fuego divino que el gigante robó al cielo inflama el
alma generosa de los hombres. Prometeo les ha enseñado, además de la civilización, a ser dignos de
su origen divino y a estar sumamente orgullosos de su alma inmortal.

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